Annotation
En estas páginas puedes disfrutar de una cena de Navidad con el temible Begbie de Trainspotting y ver cómo reacciona ante el novio de su
hermana y el anuncio de su compromiso. También descubrirás que alienígenas adictos a los cigarrillos Embassy Regal tienen el plan de colocar
a algunos de sus jóvenes como los nuevos gobernantes de la Tierra. Y no te sorprenderá que dos tíos que pelean por una chica guapa descubran
que la amistad entre ellos es más importante. Y te divertirá reencontrarte con «Juice» Terry Lawson, y presenciar lo que sucede cuando tropieza
con su antiguo enemigo, Albert Black, en un club nocturno de Miami Beach... Los relatos aquí recopilados muestran en todo su esplendor los
rasgos distintivos de Irvine Welsh: imaginación desenfrenada, humor negro y escandaloso, un finísimo oído para el habla cotidiana y la habilidad
para crear algunos de los personajes más memorables de la ficción contemporánea.
notes
Irvine Welsh
Col recalentada
Relatos de degeneración química
Para Kris Needs
AGRADECIMIENTOS
Sólo uno de estos relatos, «Miami soy yo», es nuevo, en el sentido de que no había sido publicado con anterioridad. A lo largo de los años
han ido apareciendo versiones de los demás relatos en diversas publicaciones que en su mayoría han dejado de editarse en su formato original:
en general bochornosas antologías Scotsploitation o drugsploitation1 que abundaron durante la década de los noventa, por las que debo asumir
al menos una parte de responsabilidad. Perdónenme.
Quiero dar las gracias a las personas siguientes: a Harry Ritchie por «A Fault on the Line» [«Una avería en la línea»], que apareció en New
Scottish Writing (1997); a Nick Hornby por «Catholic Guilt» [«Sentido de culpa católico»], publicado en Speaking with the Angel (2000): a Richard
Thomas por «Elspeth’s Boyfriend» [«El novio de Elspeth»], que apareció en Vox ’n’ Roll: Fiction for the 21 st Century (2000); a Kevin Williamson
por «Kissing and Making Up» [«Hacer las paces»], publicado en Rebel Inc. (1994), y por «The Rosewell Incident» [«El incidente Rosewell»],
publicado en Children of Albion Rovers (1996); a Richard Benson y a Craig McLean, antiguos colaboradores de The Face, por la publicación por
entregas de «El estado del partido», y a Sarah Champion, que publicó después el relato completo en Disco Biscuits (1997); a Toni Davidson por
«Victor Spoils» [«Los despojos de la victoria»], que apareció en Intoxication (1998).
También quiero dar las gracias a Robin Robertson por animarme a revisar todos estos relatos y mandar a la imprenta esta recopilación.
A finales de enero de 2009, Janice Welsh y Kelly Docherty, dos de las mujeres más entrañables y vivaces que he conocido jamás, murieron
de forma súbita y prematura a escasos días una de la otra. Para mí y para muchísima gente más, Edimburgo nunca volverá a ser del todo igual.
UNA AVERÍA EN LA LÍNEA
Si lo preguntan a mí, la puta culpa la tuvo ella. Los capullos del hospital estuvieron bastante de acuerdo conmigo, aunque tampoco llegaran a
decirlo a las claras, pero se les notaba que por dentro era lo que pensaban. Ya sabes cómo son esos cabrones: no pueden decir lo que les pasa
por la puta cabeza sin más. Será la puta ética profesional esa o como coño se llame. Claro, teniendo en cuenta que yo no soy un puto médico,
¿eh? Con esos cabrones yo no aguantaba ni cinco minutos. Ya os enseñaría yo cómo tratar a los pacientes, cabrones.
Pero fue culpa suya porque sabía que ese domingo quería quedarme en casa viendo el fútbol; el partido Hibs-Hearts; lo dan en directo en
Setanta. Y entonces va y me suelta: «¿Por qué no llevamos a los críos al pub aquel de Kingsknowe, el que tiene terraza?»
«No puedo», le dije, «el fútbol empieza a las dos. Los Hibs contra los putos Hearts.»
«No hace falta que estemos mucho rato, Malky», me contesta. «Hace un día estupendo. Los críos se divertirían.»
Así que yo pensé: pues oye, a lo mejor no es tan mala idea. A ver, que ya tenía la priva metida en la nevera para el partido, pero unos cuantos
tragos antes me dejarían estupendamente para el saque inicial. Así que le digo: «Bueno, vale, pero no nos quedaremos mucho rato, tenlo claro: el
partido empieza a las dos, así que para entonces tenemos que estar de vuelta.» Pensé: que se salga con la suya, y así mantendrá la puta boca
cerrada una temporadita.
Así que salimos, y sí que hacía un día estupendo, sí. Vamos pal puto pub y empezamos a bajarnos unas cuantas pintas de heavy:2 ella venga
a darle al Smirnoff Ice y yo a las pintas de Stella. Los críos están contentísimos con los zumos y las patatas fritas, aunque al niño tuve que arrearle
por tirarle del pelo a la niña cuando el muy cabrito pensaba que no le estaba viendo. Menudo susto se llevó cuando le arreé un puto sopapo en
toda la mandíbula. Le digo: «¡Y ahora no me jodas poniéndote a llorar como una nena o te comes otro!»
De todas formas, no le quito el ojo de encima al puto reloj, por el fútbol y eso, pero ella está venga a pimplarse una detrás de otra, y cuando le
digo que es hora de apurar y largarnos, empieza a darme la puta barrila.
«¿No podemos quedarnos a tomar la última?», me sale ella, y entonces le suelto yo: «Venga, pero rapidita, ¿vale? Y luego salimos
zumbando que te cagas.»
Así que yo apuro mi pinta en dos tragos, pero ella no puede con la puta copa. Ésa es ella cien por cien: cree que sabe beber, pero cuando
llega la puta hora de la verdad no tiene fuelle. Se lo digo claro: «Venga, que tenemos que largarnos, joder.» Así que les hago un gesto con la
cabeza a los críos pa que se vengan calle abajo conmigo; ella va rezagada. Puta gorda de los huevos. También fue culpa suya por eso; está
demasiado gorda, coño, que lo dijo el médico; se lo dijo bien claro no sé cuántas veces, coño. Así que le grito: «¡Venga!»
Por supuesto, es incapaz de hacer otra cosa que echarme esa puta mirada que hace que me suba por las putas paredes.
«Andando, y no me pongas esa puta cara», le digo a la muy capulla.
Así que llegamos a la estación de Kingsknowe y le suelto: «Podemos acortar por aquí.» Ella se da la vuelta y empieza a caminar por el andén
hacia el puente colgante. Le digo: «Venga ya, zumbada», y me bajo a la vía de un salto, ¿sabes? Entonces ella empieza a montarme el puto
numerito: que si viene el tren y que si debería darme cuenta por el mogollón de gente que hay en el andén.
«Ya, pero se te olvida un detalle», le suelto, «en tiempos yo trabajaba en el ferrocarril.» Fue antes de que a Tam Devlin y a mí nos dieran la
patada. Por la priva, ¿sabes? Con ese tema los muy cabrones se mosquean que te cagas. Aunque sólo te hayas tomado un par de pintas, da
igual: ya la has jodido. Y la verdad es que a mí me daba bastante igual, pero no deja de ser una forma de buscar chivos expiatorios, como dijo el
capullo del sindicato. Que tampoco es que sirviera de mucho, eh?
«¡Pero sí que va a venir!», insiste. «¡Están todos esperándolo!»
Echo un vistazo al puto reloj de la estación y le suelto: «¡Todavía le quedan cinco minutos! ¡Venga ya, joder!» Cojo a Claire y la bajo a la vía,
la atravesamos y la dejo del otro lado del andén. El peque, el cabrito de Jason, cruza la vía escopeteao, y por fin ella se baja del puto andén como
un pato. Menudo papelón, andar por ahí con la tocina esta.
Así que subo a Claire al andén y entonces oigo un ruido metálico y empiezo a notar el temblor de los raíles bajo los pies. Por cómo suena
debe de ser uno de esos InterCity que no paran. Me doy cuenta enseguida: a estos capullos los han desviado para aquí por las averías que
provocan las inundaciones en la otra línea. Me acuerdo que leí esa mierda en el News. Así que subo escopeteao y le digo a la muy tocina:
«¡Dame la puta mano!»
En fin, que la cojo del cazo, pero no veas la puta velocidad que lleva el Intercity este; que, por la velocidad que llevan, parece que los
cabrones estos vayan a despedazar la puta estación entera, y como ella pesa tanto, en fin, que consigo subirla a medias al andén y ella venga a
gritar que si los críos y yo diciéndole que los putos críos están bien, muévete, coño, pero llega el puto tren y la pilla que te cagas, y yo no puedo
hacer otra cosa que notar la fuerza que tira de ella y me la arranca de las putas manos.
Joder, casi me cago, ya te digo. Creí que acabaría en el puto Aberdeen de los huevos o algún sitio de ésos, ¿sabes?, pero sólo está unos
pocos metros más allá, en el mismo andén, mirándome y gritándome: «¡Tú, puto imbécil!», delante de toda la estación, ¿eh? Así que le digo que
cierre la puta boca si no quiera que se la cierre de una patada en todos los piños y que levante su culo gordo del suelo y acelere. Claire se ríe, y
yo miro a Jason y le veo ahí paralizado, sin moverse del puto sitio, así que estoy a punto de arrearle un bofetón cuando la miro a ella y veo que se
ha quedado sin piernas, joder, como si el puto tren se las hubiera arrancado de cuajo; intenta arrastrarse hacia mí por el puto andén, haciendo
fuerza con esos brazos fofos y dejando atrás un reguero de sangre.
Lo más fuerte de todo es que entonces miro al andén y veo las putas piernas, como recién amputadas. Como a la altura del muslo, las dos.
Así que le grito al enano: «¡Jason! ¡No te quedes ahí mirando, recoge las piernas de tu madre! ¡Cógelas!»
Pensé que las podríamos llevar al hospital para que se las volvieran a coser. El cabroncete se echa a llorar, descontrolado que te cagas.
Alguien dice a gritos que hay que llamar a una ambulancia, y ella tirada en el suelo maldiciendo mientras yo pienso en el puto partido: el saque es
dentro de diez minutos. Pero entonces me pongo a pensar que lo más seguro es que de camino al hospital la ambulancia tenga que pasar por
donde vivimos nosotros, así que podría bajarme y verla luego allí, después del partido y tal. Así que empiezo yo también: «Y que lo digas, colega.
Una puta ambulancia, venga.»
Claire se ha acercado a donde están las piernas de su madre y las coge en brazos y corre hacia mí, así que le suelto un sopapo al listillo de
Jason en toda la mandíbula; lo acusa que te cagas, porque deja de llorar de inmediato.
«¡Joder, tendrías que haber cogido las piernas tú, tonto del culo! ¡Mira que dejárselas a tu hermanita! ¡No es más que una cría! ¿Cuántos
años tienes? ¡Nueve! ¡Pues a ver si se nota, coño!»
Un viejo se arrodilla junto a ella, la agarra de la mano y le dice: «No te preocupes, todo irá bien, la ambulancia ya está de camino, intenta
mantener la calma» y toda esa mierda. Otro me dice: «Dios mío, esto es terrible.» Yo le contesto: «Y que lo digas, coño, fijo que ya me he perdido
los dos primeros goles, fijo.» Entonces se me acerca un retrasado que me dice: «Sé que debe de estar conmocionado, pero todo irá bien. Ella
resiste. Usted intente consolar a los niños.»
Le digo: «Tienes toda la razón.»
Así que justo cuando llega la ambulancia les digo a los críos: «Vuestra madre va a pasar una temporadita en el hospital, pero no le pasa
nada.»
«Se ha quedado sin piernas», suelta la niña.
«Ya, eso ya lo sé, pero en realidad no le pasa nada. A ver, para cualquier persona normal, como vosotros o como yo, quedarse sin piernas
sería una putada. Pero para vuestra madre no, porque está tan gorda que tampoco le quedaba mucho tiempo para seguir utilizándolas, ¿me
entiendes?»
«¿Se va a morir mamá?», pregunta Jason.
«No lo sé. No soy un puto médico, ¿vale? No hagas preguntas idiotas, Jason. ¡Menudas preguntas de los huevos haces! Como se muera, y
no estoy diciendo que se vaya a morir, pero suponiendo que se muera, ¿vale? Suponiendo que fuera a morirse, y sólo es un decir, que quede
claro...»
«Como de mentira», suelta Claire. Ésta tiene más seso que su puta madre, menos mal.
«Eso es, cariño, como de mentira. Así que si se muriera, y que quede claro que sólo es un decir, tendríais que portaros bien y no
complicarme la vida, porque ya sabéis cómo me pongo cuando empiezan a complicarme la vida, ¿no? No estoy diciendo que tenga razón ni que
no la tenga; sólo digo que no me compliquéis la vida en un momento como éste si no queréis cobrar, ¿vale?» Y meneo el puño delante de sus
narices pa que me entiendan.
Así que cuando los chicos de la ambulancia consigan subirla a la puta furgoneta con lo que pesa, coño, ya habremos acabado el primer
tiempo. Le cojo las piernas a la cría y voy a meterlas en la parte de atrás para que vayan con ella, pero uno de los de la ambulancia las coge y las
envuelve en una bolsa de plástico antes de meterlas en un cubo de hielo. Nos subimos a la parte de atrás con ella y el que conduce no pierde un
segundo. Cuando estamos cerca de casa, le digo: «A mí me vas a dejar en la siguiente rotonda, colega.»
«¿Qué?», me suelta el tío.
«Que me bajo aquí», le digo yo.
«No vamos a parar aquí, amigo, ni vamos a parar hasta que lleguemos al hospital. No hay tiempo que perder. Tendrás que ingresar a tu
mujer y ocuparte de los críos.»
«Ya, vale», le suelto, pero sin dejar de pensar en lo mío. «¿En el hospital hay alguna tele, colega? Fijo que sí, ¿no?»
El capullo me mira con una cara toda rara y me suelta: «Sí, sí que hay.»
Un puto listo. En fin, a ella le han puesto la máscara de oxígeno esa encima de la cara y el tío venga a decirle que procure no hablar mientras
yo pienso: lo llevas claro, coño, llevo putos siglos intentando conseguir que no hable, ¿eh? La oigo y todo: venga a darme la brasa con que la
culpa es mía, joder. Como siempre, fue ella, que quería seguir bebiendo, la vacaburra borracha. Le dije que si pasara tanto tiempo cuidando de
los putos críos como estando de pedo, a lo mejor no irían tan mal en el colegio, sobre todo el cabrito de Jason. Me vuelvo hacia él y le digo: «Oye,
no te creas que te vas a librar del cole sólo porque a lo mejor tu madre está en dique seco unas cuantas semanas. Más vale que te pongas las
putas pilas, hijo, ¿me oyes?»
A veces pienso para mí que le doy demasiada caña a este capullín. Pero luego me digo: nah, porque a mí mi viejo me dio el mismo
tratamiento y no me hizo ningún mal. Quien bien te quiere te hará llorar, dice el refrán. Yo soy la prueba viviente de que es lo mejor. A ver, que a mí
nunca me verás tener problemas de ninguna clase con la poli desde hace ya mucho. Me aprendí la puta lección: no me meto en líos y los evito
todo lo posible. Lo único que le pido a la vida es beber un poco, el fútbol y echar un polvo de vez en cuando.
Aunque eso me da que pensar: ¿cómo será follársela sin putas piernas...? Así que llegamos a urgencias y el capullo del médico venga a
decirme que si estoy en estado de shock, cuando yo lo que estoy pensando es en el fútbol, y como los cabrones ya hayan marcado sí que voy a
estar en shock, joder. Me vuelvo hacia el tío y le digo: «Eh, colega..., ella y yo, entiendes... ¿Cuando estemos juntos...?»
El capullo no me seguía.
«En la cama, ¿sabes?» El capullo asiente. «A ver, que si no tiene piernas, coño, ¿cómo voy a cepillármela?»
«¿Disculpe?», me suelta el capullo.
Más espeso que la madre que lo parió. Y encima médico: pa cagarse. Y yo que pensaba que pa hacer ese curro había que tener putos
sesos. «Estoy hablando de nuestra vida sexual», le digo.
«Vaya, suponiendo que su esposa sobreviva, deberían ustedes poder llevar una vida sexual normal», me dice el capullo, mirándome como si
fuera una especie de zumbao.
«Vaya», le suelto yo, «¡eso sí que es una buena noticia, coño, porque antes muy normal no se puede decir que fuera! A menos que echar un
polvo cada tres meses o así sea algo normal, porque para mí no es normal ni de coña.»
Conque ahí estaba yo, intentando ver el puto partido en la tele de la sala de espera. Ni una cerveza ni nada, y todos los zumbaos aquellos
agobiándome con formularios y preguntas, y mientras los putos críos venga a dar guerra con que si ella está bien y cuándo nos vamos a casa y
toda esa mierda. Joder, se lo dije bien claro a los muy cabritos: ya veréis cuando lleguemos a casa.
Ahora, te digo una cosa: cuando salga del hospital, como no pueda hacer cosas en casa, me doy el piro que te cagas. Anda que no, joder.
¿Cuidar de una puta tocina sin piernas? ¡Sí, hombre, ésa sí que sería buena! Pero si fue culpa suya, encima, la muy foca. Mira que joderme así la
tarde. Y no es que el partido fuera para tirar cohetes, ¿eh? Otro puto empate a cero, ¿sabes?
SENTIDO DE CULPA CATÓLICO
(SABES QUE TE ENCANTA)
Hacía un día húmedo y bochornoso. El calor iba recociéndole a uno lentamente. Tenía los ojos llorosos que te cagas por los agentes
contaminantes suspendidos en el polen que había en el ambiente. Lágrimas picantes en plan recuerdo para turistas. Puto Londres. Antes el sol y
el calor me gustaban. Ahora me lo estaban sacando todo; me estaban chupando los jugos vitales. Y, bien mirado, menos mal que algo lo hacía.
Porque hay que ver cómo van vestidas las chavalas en este tiempo. Una puta tortura, tío, una puta tortura.
Había estado ayudando a mi colega Andy Barrow a convertir dos habitaciones en una en un piso de Hackney y tenía la garganta seca por el
curro y el polvo de yeso. Cuando llegué ya iba un poco desmayao, seguramente porque las dos noches anteriores me había cogido unos ciegos
de campeonato. Decidí dejar de trabajar temprano. Cuando llegué a Tufnell Park y a mi piso de la segunda planta ya me encontraba mejor y con
ganas de volver a salir. Pero no había nadie en casa; Selina e Yvette habían salido. No habían dejado ninguna nota, y en este caso ninguna nota
en realidad significa una nota que dice: NOCHE DE CHICAS. QUE TE DEN.
Pero Charlie me había dejado un mensaje en el contestador. Estaba más volado que una cometa: «Joe, ya ha parido. Ha sido niña. Estoy en
el Lamb and Flag. Estaré hasta las seis más o menos. Acércate si oyes esto a tiempo. Y cómprate un puto móvil, jodido Jock3 agarrao.»
Una mierda me voy a comprar yo un móvil. Los odio que te cagas. Y a los capullos que los llevan también. La desagradable impertinencia de
esas voces desconocidas que en todas partes promocionan sus negocios restregándotelos por la cara. La última vez estaba en Covent Garden
con un bajón brutal mientras todos esos putos gilipollas andaban por la calle hablando consigo mismos. Ahora los yuppies imitan a los borrachos
de las esquinas, bebiendo en la calle y farfullándose chorradas a sí mismos o a los micrófonos pequeños y casi invisibles que tienen conectados
al móvil.
Pero con la puta sed que tengo no necesito que me convenzan demasiado para que vaya para allá. Salgo escopeteao y me quedo sin fuelle
por el calor a los pocos metros, cuando noto que la mugre y los gases de la ciudad me atraviesan la piel. Cuando llego al metro, estoy más
sudado que el queso de una pizza vieja. Menos mal que aquí abajo se está más fresquito, al menos hasta que se sube uno al puto vagón. Hay un
par de maricones sentados enfrente de mí; son de los amanerados y sus voces me taladran el cráneo. Veo dos pares de ojos de Boy Scout,
mortecinos e inhumanos; muchos sarasas los tienen así. Me juego algo a que estos cabrones llevan móviles.
Eso me recuerda un par de meses atrás, cuando Charlie y yo estuvimos en el Brewers Inn, en Clapham, en el pub de mariquitas ese que hay
junto al parque. Entramos, pero sólo porque estábamos por la zona y estaba abierto hasta tarde. Error. Tanto mariconeo y tantos aspavientos, las
voces chillonas y estridentes de los sarasas: me dio asco. Noté que la náusea que se me acumuló en las entrañas me subía lentamente por la
garganta, estrechándomela e impidiéndome respirar con normalidad.
Le hice una mueca a Charlie; apuramos las consumiciones y nos marchamos.
Caminamos por el Common en silencio, abochornados y avergonzados, bajo el peso de nuestra curiosidad y nuestra desidia. Entonces vi
como uno de ellos se aproximaba a nosotros. Empezó a hacerme mohínes con su boca infecciosa, a saber qué cojones se habría metido en ella.
Aquellos ojos asquerosos y semisuplicantes de maricona parecían asomarse directamente a mi alma, alterando mi esencia.
El muy cabrón. Me estaba mirando.
¡A mí!
Arremetí contra él sin más, joder. La presión de mi cuerpo tras el impacto me indicó que había sido un buen golpe. Me abrí el nudillo contra
sus dientes de maricona mientras el puto bujarrón se tambaleaba hacia atrás sujetándose la boca. Al examinar los desperfectos, aliviado de que
la piel no hubiera empezado a sangrar y a mezclarse con la esencia apestosa de mariquita, Charlie entró a saco sin hacer preguntas; le metió al
muy cabrón un hostión guapísimo en un lado de la cara que lo tumbó. El maricón cayó como un fardo en el camino de hormigón.
Charlie es un buen colega; siempre se puede contar con ese cabrón para que te respalde; no es que en este caso me hiciera falta, pero
supongo que lo que quiero decir es que le gusta implicarse. Se interesa. Eso se agradece. Pateamos al mariquita caído. De su boca de
maricona reventada escapaban gemidos y gritos ahogados. Yo quería borrar los rasgos retorcidos de marioneta del sarasa y lo único que pude
hacer fue patearle la cara sin parar hasta que Charlie me apartó.
Charlie tenía los ojos desorbitados; estaba hiperexcitado y con cara de malas pulgas. «Ya basta, Joe, ¿dónde tienes la puta cabeza?», me
regañó.
Eché un vistazo al pederasta aporreado y caído, que no dejaba de gemir. Ya estaba servido. Así que vale, había perdido los papeles, pero es
que no me molan los maricones. Se lo dije a Charlie mientras nos largamos cruzando el parque, esfumándonos rápidamente entre la oscuridad
de la noche, dejando aquello allí tirado y lloriqueando.
«Nah, así no es como veo yo la cosa para nada», me dijo, desbordante de adrenalina. «Si todos los demás tíos fueran maricones, para mí el
mundo sería ideal. No tendría competencia: podría elegir entre todas las pibas.»
Eché una mirada furtiva a nuestro alrededor y tuve la impresión de que nos habíamos escabullido sin ser vistos. Estaba anocheciendo y al
parecer Clapham Common seguía estando desierto. Mi ritmo cardíaco se fue serenando. «Fíjate en el sarasa tirado en el suelo», le dije,
señalando con el pulgar a mis espaldas mientras el aire nocturno me refrescaba y me tranquilizaba. «Tu chica está esperando un crío. ¿Te
gustaría que a tu hijo le diera clase en el colegio un pervertido como ése? ¿Querrías que ese maricón le comiera el tarro diciéndole que lo que
hace él es normal, coño?»
«Venga, hombre, al tío le metiste y te ayudé, pero yo soy partidario de vivir y dejar vivir.»
Lo que Charlie no entendía era el lado político de la cosa, el modo en que esos cabrones se estaban apoderando de todo. «Nah, pero
escucha», le intenté explicar. «En Escocia quieren deshacerse de la sección 28 de la ley municipal, que es lo único que impide que putos
maricones como ése les coman el tarro a los críos.»
«Eso es una chorrada monumental», dijo Charlie sacudiendo la cabeza. «Cuando yo iba al colegio no había ninguna puta sección
nosecuántos, ni la había cuando mi viejo ni cuando el suyo tampoco. No nos hacía falta. Nadie te puede enseñar con quién te apetece follar, joder.
O lo llevas dentro o no.»
«¿Qué quieres decir?», le pregunté.
«Pues que a menos que ya seas un poco así para empezar, sabes que follar con tíos no te apetece», dijo, mirándome durante uno o dos
segundos y sonriendo acto seguido.
«¿Y eso qué se supone que quiere decir?»
«Hombre, que igual los Jocks sois distintos por aquello de que lleváis putas faldas», me suelta riéndose. Vio que yo no estaba para bromas,
así que me dio un puñetazo cariñoso en el hombro. «Venga, Joe, que sólo te estoy tomando el pelo, cabrito picajoso», me dijo. «Nos hemos
pasado pero ha salido bien, joder. Pasamos página y a otra cosa.»
Recuerdo que aquello no me dejó muy satisfecho. Hay cosas con las que no se bromea, ni siquiera entre colegas. Pero decidí no darle
importancia, sólo estaba un poco paranoico por si alguien nos había visto patear al maricón. Charlie era un gran colega, un tío echao palante; nos
vacilábamos un poco el uno al otro para echar unas risas, pero la cosa se quedaba ahí. Charlie era un tipo legal, joder. Así que fuimos a otro sitio:
a un local nocturno que conocíamos, y no le dimos más vueltas.
Pero ahora que estoy viajando en el metro me vuelve todo. Con sólo mirar a los asquerosos mariquitas que tengo enfrente. ¡Puaj! Se me
revuelven las tripas cuando uno de ellos me sonríe de una manera que a mí me parece un tanto ladina. Aparto la vista e intento controlar la
respiración. Clavo los dedos en la tapicería del asiento. Los dos maricones se bajan en Covent Garden; mi parada, coño. Les dejo salir primero
hacia el ascensor que tiene que llevarnos a nivel de calle. Está atestado y el solo hecho de estar en las inmediaciones de esos bujarrones me da
repelús, así que decido esperar al siguiente. Ya estoy más que asqueado cuando salgo y me dirijo al Lamb and Flag.
Me acerco a la barra; Charlie está hablando por el móvil. Gilipollas. Parece que está con una tía; me suena de algo. Él no me ha visto entrar.
«Una niña. A las cuatro y veinte de la madrugada. Dos kilos seiscientos. Las dos están bien. Lily...» Me ve y esboza una sonrisa de oreja a oreja.
Le pongo una mano en el hombro y él le hace un gesto a la piba, que deduzco de inmediato que es su hermana.
«Te presento a Lucy.»
Lucy me sonríe, ladeando la cabeza y ofreciéndome la mejilla para que la salude con un beso que estoy encantado de darle. Mi primera
impresión es que está en forma que te cagas. Tiene el cabello largo y castaño oscuro y lleva las gafas encima de la cabeza. Lleva vaqueros y un
top azul cielo. Mi segunda impresión (que debería ser contradictoria) es que se parece a Charlie.
Sabía que Charlie tenía una hermana gemela, pero nunca la había visto. Ahora estaba con nosotros en la barra y resultaba desconcertante. El
caso es que se parecía muchísimo a él. Jamás habría podido imaginar que una mujer pudiera parecerse a Charlie. Pero ésta se le parecía. Era
una versión mucho más esbelta e infinitamente más bonita, pero por lo demás era clavadita a él.
Ella me sonríe y me dirige una mirada evaluadora. Meto barriga cervecera.
«Supongo que tú eres el famoso Joe, ¿no?» Tiene un timbre de voz agudo, ligeramente nasal; una versión un poco más suave del acento del
sur de Londres de Charlie. El acento de Charlie es tan del sur de Londres que cuando le conocí pensé que era un pijo que quería quedarse
conmigo.
«Sí. Así que tú debes de ser Lucy», digo con evidente aprobación, echándole una mirada a Charlie, que sigue cotorreando por el móvil. Se
vuelve hacia su hermana.
«¿Va todo bien?»
«Sí. Ha sido una niñita. A las cuatro y veinte de la madrugada. Dos kilos seiscientos.»
«¿Melissa está bien?»
«Sí, tuvo que currárselo bastante, pero por lo menos Charlie estuvo allí. Se marchó durante las contracciones y...»
Charlie acaba de colgar; nos abrazamos y hace ademán de que nos sirvan mientras se dispone a contarnos la historia. Parece feliz, agotado
y un tanto desconcertado.
«¡Estuve allí, Joe! Sólo salí a tomar un café, luego volví y oí que decían: “Ya sale la cabeza”, así que pensé que tenía que entrar escopeteao.
¡Y antes de enterarme ya lo tenía en brazos!»
Lucy le mira con cara de desaprobación; sus espesas cejas negras son igualitas que las de su hermano.
«No es “lo”, sino “la”. Se llama Lucy, ¿te acuerdas?»
«Ya. La vamos a llamar Lily.» Vuelve a sonar el móvil de Charlie. Enarca las cejas y se encoge de hombros. «Hola, Dave... Sí, una niñita..., a
las cuatro y veinte de la madrugada... Dos kilos seiscientos... Lily... Seguramente en el Roses..., te llamo dentro de una hora... Ciao.»
En el preciso instante en que iba a respirar, vuelve a sonar el teléfono.
«Es curioso que no nos hayamos conocido hasta ahora», dice Lucy, «porque Charlie siempre está hablando de ti.»
Pensé un poco al respecto: «Sí, me pidió que fuera el testigo en la boda, pero mi viejo se encontraba bastante mal en ese momento y tuve
que subir a Escocia. Pero creo que fue lo mejor, que se ocupara uno de sus amigos del barrio, alguien que conociera a la familia y tal.»
El viejo logró salir adelante sin grandes problemas. Eso sí, no es que tuviera muchas ganas de verme. Nunca me perdonó que no asistiera a
la comunión de Angela. Pero no se lo podía explicar, no le podía explicar que era por el cabrón del cura. Ahora no. Ya ha llovido demasiado. Pero
un día ese cabrón se llevará lo suyo.
«No sé, a lo mejor habría sido agradable verte con un kilt puesto», se ríe ella. La risa le hace bailar el rostro. Me doy cuenta de que está un
poco bebida y emotiva, pero flirtea descaradamente conmigo. Su parecido con Charlie descoloca pero a la vez es extrañamente excitante. El
caso es que me acuerdo del muy cabrón haciendo insinuaciones justo después de que le sacudiéramos al maricón aquel en el Common. Ahora
me pregunto cómo le sentaría que su hermana y yo nos lo montáramos.
Mientras Lucy y yo charlamos, me doy cuenta de que Charlie empieza a captar las vibraciones. Sigue hablando por teléfono, pero ahora lo
hace con cierta precipitación; intenta poner fin a la conversación lo antes posible para averiguar qué pasa con nosotros. Ya le enseñaré yo a ese
cabrón a hacer insinuaciones. Inglés hijo de puta.
«Nigel..., te has enterado. Las buenas noticias vuelan... A las cuatro y veinte de la madrugada... Una niñita... Lily... En el Roses...,
seguramente a las nueve, pero te llamo dentro de una hora... Hasta luego, Nigel.»
Capto la atención del camarero y le pido tres Bocks y tres Smirnoff con Ginger Ale y limón. Charlie enarca una ceja: «Tranquilo, Joe, que va a
ser una noche larga. Vamos a ir al Roses a remojar lo de la cría.»
«Por mí estupendo.»
Lucy me tira del brazo y dice: «Joe y yo ya hemos empezado.»
Estoy pensando que Charlie ha debido de hacerme una buena labor de relaciones públicas porque prácticamente me he ligado a su
hermana sin decir una puta palabra. Por la cara que pone el pobre cabrón, él parece pensar lo mismo: que lo ha hecho demasiado bien.
«Sí, bueno, yo tengo que volver», se queja. «Tengo que resolver unas cosillas para que Mel y la cría vuelvan a casa mañana. Os veo luego a
los dos en el Roses. Intentad no pasaros con la bebida.»
«Vale, papá», le digo con cara de póquer. Lucy se ríe, puede que demasiado estentóreamente. Charlie sonríe y dice: «Una cosa te digo,
Joe, me di cuenta desde el principio que es del Milwall. ¡Salió dando patadas!»
Lo pienso un segundo. «Pues ponle Milly en lugar de Lily.»
Charlie frunce el labio, enarca las cejas y se frota la mandíbula, como si se lo estuviera planteando seriamente. Lucy le da un empujón en el
pecho: «¡Ni se te ocurra!» Después se vuelve hacia mí y me dice: «¡Eres tan malo como él! ¡No le des ideas!»
Para estar en un pub tranquilo, Lucy vocifera bastante; alguna gente se vuelve, pero nadie se molesta; saben que sólo estamos disfrutando
agradablemente de unas copas. Ahora sí que me mola. Le tengo ganas. Me gustó la forma en que dio un pequeño paso extra más para meterse
en mi espacio. Me gusta la forma en que se inclina hacia mí cuando habla, la forma en que sus ojos van de un sitio a otro, cómo mueve las manos
cuando se emociona. Vale, es un momento emotivo, pero es un pibón y le va la marcha que te cagas, eso se nota. Cada vez me gusta más, y a
medida que la bebida me hace efecto, cada vez veo menos a Charlie al mirarla. Me gusta el lunar de su barbilla; no es un lunar, es una puta
marca de belleza. Y también su largo y abundante cabello castaño oscuro. Me vale; vaya si me vale.
«Hasta luego», dice Charlie. Me estrecha con fuerza, antes de soltarme y darle un beso y un abrazo a Lucy. Cuando está a punto de
marcharse, suena el móvil.
«¡Mark! ¡Hola!..., una niñita..., a las cuatro y veinte de la madrugada..., perdona, Mark, no te oigo muy bien, colega, espera a que salga a la
calle...»
Lucy y yo terminamos nuestras copas sin prisa antes de decidir que nos apetece ir a otro lado. Acabamos en el West End y concretamente
en Old Compton Street; como de costumbre, el sitio está lleno de bujarrones. Mires donde mires. A mí me da asco, pero no le digo nada a Lucy.
En los tiempos que corren, en Londres es casi obligatorio que las pibas tengan un amigo maricón. Un accesorio leal para cuando el verdadero
hombre de su vida se va a tomar por culo. Son más baratos que los perros y no hay que darles de comer ni llevarlos de paseo. Eso sí, a un pastor
alemán no tienes que aguantarle gimoteando por teléfono mientras te cuenta que su pareja collie se la ha chupado a un Rottweiler desconocido
en el parque del barrio.
Putos mari...
Me levanto del taburete pero tengo que volver a sentarme porque estoy un poco mareado. Tengo el pulso acelerado y noto un dolor en el
pecho. Tendré que tomarme las cosas con más calma; siempre me deja jodido beber demasiado cuando hace tanto calor.
«¿Estás bien, Joe?», me pregunta Lucy.
«Nunca había estado mejor», le digo con una sonrisa mientras recobro la compostura. Pero me acuerdo de que hoy, cuando estuve en casa
de Andy, tuve que sentarme durante un rato. Cogí la almádena y me moría de ganas de derribar la pared. Entonces noté una especie de espasmo
en el pecho y pensé que iba a perder el conocimiento de verdad. Al cabo de un rato sentado ya me encontraba bien. Últimamente me he estado
pasando un poco con la priva. Es lo que tiene volver a estar soltero.
Me levanto y en el siguiente pub estoy un poco tenso, pero me concentro en Lucy, borrando todas las mariconerías que suceden a nuestro
alrededor. Tomamos otro par de cervezas y decidimos ir a comer una pizza en el Pizza Express para empapar un poco el alcohol.
«Es curioso que no nos hayamos conocido antes, teniendo en cuenta que eres uno de los mejores amigos de Charlie», medita Lucy.
«Y teniendo en cuenta que sois gemelos», añado yo. «Eso sí, tú eres mucho más guapa.»
«Y tú también», dice ella con una mirada serena y calculadora. Separados por la mesa, nos miramos el uno al otro durante un par de
segundos. Lucy es una chavala bastante delgada, pero tiene un buen par. Eso siempre impresiona: una tía flaca con unas tetas de consideración.
A mí siempre me arranca un hondo suspiro de admiración. Se quita las gafas de la cabeza y se echa el pelo hacia atrás, apartándoselo de los
ojos en ese gesto a lo rubia piji que, admitámoslo, por muy afectado que sea, nunca deja de acelerarle a uno las hormonas. Y tampoco es que
sea una pija ni nada de eso; es la sal de la tierra, como su hermano.
La hermana de Charlie.
«Creo que esto es lo que llaman un silencio incómodo», le digo con una sonrisa.
«No me apetece ir a Lewisham», me dice Lucy con una sonrisa de anuncio de dentífrico mientras se echa hacia delante. Está sentada sobre
las manos, para no menearlas, supongo. En eso es bastante expresiva; en el último pub las estuvo subiendo y bajando a base de bien.
Pero sí, estoy de acuerdo: que le den al sur de Londres ahora mismo. «Nah, a mí tampoco me apetece mucho. A decir verdad, me lo estoy
pasando muy bien aquí contigo sin nadie más.»
Entonces me dice ella: «No eres muy hablador, pero cuando hablas dices cosas muy dulces.»
Pienso en el maricón reventado del parque y aprieto los dientes en una sonrisa forzada. Zalamerías. «Tú sí que eres dulce», le digo.
Zalamerías.
«¿Dónde vives?», me pregunta, enarcando las cejas.
«En Tufnell Park», le contesto. Debería decir algo más, pero para qué. Ella lo está haciendo muy bien por los dos, y tengo la sensación de
que ahora lo único que conseguiría es quedarme sin mojar por bocazas, y no estoy por la labor. Y menos teniendo en cuenta el estado de mi vida
sexual en los últimos tiempos.
Es un coñazo compartir queo con dos tías buenas y no estar saliendo con nadie. Todo el mundo te dice «¡Qué suerte tienes, cabrón!», pero
es una tortura insoportable. Sin embargo, cuanto más le dices a la gente que no te estás tirando a ninguna de las dos, menos dispuesta a creerte
parece. Me siento como el capullo ese de Un hombre en casa.
La verdad es que un polvo no me sentaría nada mal.
Y a ella tampoco, por lo que dice: «Cojamos un taxi», me urge.
En el taxi la beso en los labios. Con mi paranoia célibe a cuestas, doy por hecho que estarán fríos y sellados, como si lo hubiera
malinterpretado todo, pero están abiertos, cálidos y exuberantes, y antes de darme cuenta nos estamos comiendo la boca el uno al otro. Los
fragmentos de conversación que salen a la superficie cada vez que cogemos aire desvelan que los dos estamos en fase de superar rupturas con
terceras personas. Recitamos en tono de urgencia los monólogos de rigor, conscientes los dos de que si no estuviéramos tan unidos a Charlie no
nos habríamos tomado la molestia, pero dadas las circunstancias parece una cortesía informarnos mutuamente del historial reciente de la otra
parte. Pero independientemente de que hayamos superado o no lo de nuestros ex, da igual: cuando la única alternativa es el celibato, los polvos
de rebote son más que aceptables.
Recuerdo con satisfacción y alivio que hace poco visité la lavandería y puse a lavar un edredón nuevo, que es el que ahora está puesto en la
cama. Así que cuando llegamos a mi queo estoy encantado de que Selina e Yvette aún no hayan vuelto y no me vea obligado a hacer cansinas
presentaciones. Vamos disparados hacia el dormitorio y me pongo a follar con la hermana gemela de uno de mis mejores amigos. Estoy encima
de ella y ella se mordisquea el labio inferior... igual que Charlie cuando estuvimos en Ibiza el año pasado. Ligamos con un par de chavalas de
York y nos las estábamos cepillando en la habitación del hotel, cuando de repente miro para el otro lado y veo a Charlie concentrado y
mordiéndose el labio inferior. Lucy tiene las cejas y los ojos igualitos que los de él.
Me está cortando el rollo y noto que se me afloja un poco el pito.
Se lo saco y digo jadeando: «Ahora por detrás.»
Ella se vuelve, pero no se pone de rodillas, sino que se queda tumbada con una sonrisa perversa. Por un instante me pregunto si querrá que
se la meta por el culo o no. A mí ese rollo no me va. Pero tiene buen aspecto, y yo vuelvo a tenerla dura como una piedra, ahora que las
perturbadoras asociaciones con Charlie se me han ido de la pelota. Lo único que veo es esa larga cabellera, ese cuerpo esbelto y ese culo
encantador que me ofrece. Me esfuerzo por metérsela en el coño, tratando de mantener mi peso parcialmente apoyado en los brazos mientras la
penetro.
Pero entra y enseguida nos ponemos a follar como si nos fuera la vida en ello. De vez en cuando Lucy suelta un gemido de placer, sin hacer
grandes alharacas. Eso me gusta. Para no excitarme demasiado y correrme antes de tiempo, tengo la mirada fija en un punto de la cabecera
porque ya hace cierto tiempo y...
Me siento...
FUUUSH...
FUA...
OH...
OOOOHHH...
No...
Creo que acabo de cagarla por un rato; la habitación parece oscurecerse y dar vueltas; pero recobro los sentidos y seguimos dándole.
Lo raro es que de repente me doy cuenta de que las dimensiones de su cuerpo parecen haber cambiado. Es como si estuviera más redondo
y más relleno. Y ahora está callada, como si hubiera perdido el conocimiento.
Y... ¡hay alguien en la cama con nosotros!
¡Es Melissa! La mujer de Charlie. Y está dormida. Miro a Lucy, pero no es ella. Es Charlie: estoy... estoy... estoy dándole a Charlie por el
culo...
ESTOY FO...
Me recorre un espasmo de horror, y la rigidez pasa de la erección a mi cuerpo. La polla se me afloja inmediatamente, pongo a Dios por
testigo, y la saco, sudoroso y temblando.
Me doy cuenta, para mayor asombro, de que ya no estoy en casa. Estoy en el piso de Charlie.
¿QUÉ COÑO PASA AQUÍ...?
Salgo de la cama. Echo una mirada a mi alrededor. Charlie y Melissa parecen profundamente dormidos. No hay ni rastro de Lucy. No
encuentro mi ropa, todas mis cosas han desaparecido. ¿Dónde cojones estoy? ¿Cómo coño he llegado aquí?
Cojo una apestosa camiseta del Millwall con la leyenda South London Press y un par de pantalones de chándal de un montón que hay en una
cesta de la ropa sucia. A Charlie le gusta ir a correr, es un fanático del ejercicio. Me vuelvo y le miro; sigue sobado, fuera de combate.
Me pongo la ropa y voy al cuarto de estar. Está claro: es el piso de Charlie y Melissa. No logro pensar con claridad, pero sé que tengo que
salir de aquí corriendo. Abandono el piso inmediatamente y corro que te cagas por las calles de Bermondsey hasta llegar a London Bridge. Me
dirijo al metro pero me doy cuenta de que no llevo dinero, así que me acerco trotando a London Brigde camino de la ciudad.
La cabeza me hierve con preguntas obvias. ¿Qué coño ha pasado? ¿Cómo llegué al sur de Londres? ¿Cómo acabé en la cama de Charlie?
Está claro que alguien me puso algo en la bebida, pero ¿quién coño me la ha jugado? ¡No me acuerdo!
¡NO ME ACUERDO, JODER!
¡NO SOY UN BUJARRÓN!
Lucy, coño. Es un bicho raro. Pero su hermano no, seguro. Charlie y yo..., no lo puedo creer.
No puedo...
Pero lo más raro es que justamente cuando debería estar a punto de suicidarme, me invade una extraña calma a mi pesar. Me siento
tranquilo, pero curiosamente etéreo, como si de algún modo estuviera desvinculado del resto de la ciudad. Pese a que sigo sin explicarme lo
sucedido, todo parece secundario, porque estoy arropado por una burbuja de felicidad. Debo de estar soñando despierto, porque cuando cruzo
la calle a la altura de Bishopgate, no veo a un ciclista que se me echa encima a toda velocidad...
JODER...
FUUUSH...
Después estalla un fogonazo y me resuenan los oídos; como por milagro, estoy en medio de Camden Lock. No tengo absolutamente ninguna
sensación de haber chocado con el tío de la bici. Aquí pasa algo raro, pero me da igual. De eso se trata. Me siento perfectamente, así que me la
pela. Subo por Kentish Town Road, rumbo a Tufnell Park.
La puerta del piso está cerrada y no tengo las llaves. A lo mejor las chicas están en casa. Voy a llamar a la puerta y, ¡bang!, un soplo de aire
en los oídos y estoy en mitad del cuarto de estar. Yvette plancha mientras ve la televisión. Selma está sentada en el sofá liando un porro.
«No me vendrían nada mal unas caladas», le digo. «No vais a creer la noche que he pasado...»
No me hacen el menor caso. Vuelvo a hablar. No reaccionan. Camino delante de ellas. No me reconocen.
¡No me ven ni me oyen!
Voy a tocar a Selina para ver si obtengo alguna respuesta, pero entonces aparto la mano. A lo mejor eso rompe el hechizo. La invisibilidad
esta tiene algo excitante, da como una sensación de poder.
Pero algo les pasa a las dos. Parecen tan en estado de shock como yo. También deben de haber pasado una noche de cuidado. Así es,
chicas: la diversión tiene un precio.
«Sigo sin poder creerlo», dice Yvette. «Un corazón chungo. Nadie sabía que padecía del corazón. ¿Cómo puede ser que algo así no se
detecte?»
«Nadie sabía ni que tuviera corazón», bufa Selina. Después se encoge de hombros, como si se sintiera culpable. «Esto no ha sido justo...
pero...»
Yvette la mira con acritud: «Eres una cabrona fría y malvada», le espeta con ira.
«Lo siento, yo...», empieza Selina antes de golpearse la frente. «Joder, voy a darme una ducha», decide de repente, y abandona la
habitación.
Opto por seguirla hasta el cuarto de baño y mirarla mientras se quita la ropa. Sí. Voy a disfrutar del rollo este de la invisibilidad. En el preciso
instante en que empieza a desnudarse...
FUUUSH...
Ya no estoy en el cuarto de baño. Estoy bombeando sin parar... sí... sííí..., me estoy follando a alguien..., empiezo a ver quién es...
Debe de ser Lucy; todo ha sido una alucinación idiota, algún flashback de tripi o algo así, estaba todo...
Pero no...
¡NO!
Estoy encima de mi amigo Ian Calder dándole por culo. Él está inconsciente y yo le estoy echando un casquete. Veo que estamos en su casa
de Leith. ¡Vuelvo a estar en Escocia, dándole por el puto culo a uno de mis amigos de toda la vida, como si fuera una especie de bujarrón
violador!
NO, DIOS MÍO... EN ESCOCIA NO, JODER.
Tengo la sensación de que voy a vomitarle encima. Se la saco mientras él empieza a hacer unos ruidos delirantes, como si estuviera
inmerso en una pesadilla. Tengo la polla ensangrentada. Me subo los pantalones de chándal y salgo corriendo a la calle.
Estoy en Edimburgo, pero nadie me ve. Me estoy volviendo loco mientras corro gritando por Leith Walk y bajo por Princes Street intentando
esquivar a la gente. Choco con una anciana y su andador...
Entonces...
FUUUSH...
Estoy en una celda carcelera, pero dándole por el culo a un tío, joder. Está inconsciente en la cama debajo de mí.
AY, HOSTIA PUTA...
Es mi viejo amigo Murdo. Cumple condena por trapichear con coca.
PUAJ...
Se la saco y me bajo de la litera de arriba de un salto. Vomito, apoyado en la pared de la celda, pero son unas arcadas secas y convulsivas.
No me sube nada. Miro alrededor mientras Murdo recobra la conciencia, con el gesto crispado de dolor y confusión. Se da la vuelta, se toca el
culo, ve la mierda y la sangre que tiene en los dedos y empieza a chillar. Se baja de un salto, y yo me pongo a gritar, paralizado de miedo:
«Puedo explicártelo, colega..., no es lo que parece...»
Pero Murdo no me hace caso y se acerca a su compañero de celda, que duerme en la litera inferior, y agrede al pobre cabrón salvajemente.
Le estrella el puño en la cara al asustado presidiario.
«¡TE TENGO CALADO! ¡ME HAS HECHO ALGO! ¡TE TENGO CALADO! ¡BUJARRÓN HIJO DE PUTA ASQUEROSO! ¡PUTO ANIMAL!»
«¡AAGGHH! ¡QUE A MÍ ME ENCERRARON POR ALLANAMIENTO...!», protesta el tío a pesar del susto.
FUUUSH...
Los gritos del tío van difuminándose mientras yo...
Estoy de pie en una capilla fúnebre, al fondo del salón parroquial. El crematorio; Warriston, o Monktonhall, o el Eastern. No lo sé, pero están
todos allí; mi madre y mi padre, mi hermano Alan y mi hermanita Angela. Delante del ataúd. Y me doy cuenta inmediatamente de quién está
dentro.
Estoy en mi propio funeral, joder.
Les grito: ¿qué pasa? ¿Qué me está pasando?
Pero, una vez más, nadie me oye. No, eso no es del todo cierto. Hay un cabrón que sí parece oírme: un viejo gordo y canoso que lleva un traje
azul oscuro. Me hace un gesto con los pulgares levantados. El viejo cabrón está como radiante, emite haces de luz incandescente.
Me acerco a él, completamente invisible para el resto de la concurrencia, igual que él, al parecer.
«Tú... tú me oyes. Sabes de qué va el Hampden Roar4 este. ¿Qué cojones pasa?»
El viejo se limita a sonreír y señala el ataúd que está delante de los dolientes. «Coño, colega, casi llegas tarde a tu propio funeral», dice
riéndose.
«Pero ¿cómo? ¿Qué me pasó?»
«Palmaste cuando estabas en plena faena con la hermana de tu amigo. Un problema cardiaco congénito del que no sabías nada.»
Joder. Estaba peor de lo que pensaba. «Pero... ¿tú quién eres?»
«Bueno», sonríe el abuelete, «soy eso que tú llamarías un ángel. Estoy aquí para ayudarte a cruzar de acera.» Tose y se lleva una mano a la
cara para ahogar una risa. «Huy, disculpa», dice carcajeándose. «Me han puesto toda clase de nombres en diferentes culturas. A lo mejor te
ayuda pensar en mí con uno de los que menos me gusta: San Pedro.»
La confirmación de mi muerte me produce una extraña euforia y no poco alivio. «¡Así que estoy muerto! ¡Joder, menos mal! Eso quiere decir
que nunca le di por el culo a ninguno de mis colegas. ¡Por un rato me tenías muy preocupado!»
El capullo del ángel anciano sacude la cabeza de forma lenta y lúgubre. «Aún no has cruzado de acera.»
«¿Eso qué quiere decir?»
«Eres un alma en pena que recorre la Tierra.»
«¿Por qué?»
«Como castigo. Ésta es tu penitencia.»
Por ahí sí que no paso. «¿Castigo? ¿Yo? ¿Qué cojones se supone que he hecho?», le pregunto al hijo de puta este.
El vejete me sonríe como un vendedor de dobles ventanas que está a punto de decirme que no se puede hacer nada con su instalación de
mierda. «Pues la verdad, Joe, no es que seas mal tipo, pero has sido un poco misógino y homófobo. Así que tu castigo consiste en recorrer la
Tierra como fantasma homosexual y sodomizar a tus viejos amigos y conocidos.»
«¡Ni hablar! ¡Eso no lo pienso hacer ni de coña! Y no puedes obligarme, coño...», digo mientras se me apaga la voz poco a poco y sin
convicción, al darme cuenta de que eso es exactamente lo que el viejo hijo de puta ha estado haciendo.
«Sí, ése es tu castigo por andar pegando palizas a los sarasas», me repite el ángel este con una sonrisa. «Voy a mirar y reírme mientras tú
te quedas hecho polvo por la sensación de culpa. No sólo voy a obligarte a hacerlo, Joe, voy a obligarte a seguir haciéndolo hasta que le cojas
gusto.»
«Ni hablar. Tienes que estar de coña, joder. Nunca me va a gustar», digo señalándome. «¡Nunca! So cabrón...» Me abalanzo sobre el hijo de
puta, dispuesto a estrangularle, pero desaparece entre viento y destellos de luz.
Estoy sentado en un asiento vacío al fondo de la capilla, con la cabeza entre las manos. Echo un vistazo a la concurrencia. Lucy ha venido al
funeral; está sentada bastante cerca de mí. Qué maja. Para ella debió de ser un susto del carajo. Un minuto tienes una polla tiesa dentro y al
siguiente lo único que está tieso es el tío. Charlie también ha venido; está con Ian y Murdo al fondo de la sala.
Están todos de pie.
Entonces le veo. Ese cochino cura cabrón.
El padre Brannigan. ¡Él, dándome sepelio! ¡Ese asqueroso y malvado viejo cabrón!
Miro a mis padres, gritándoles silenciosamente por esta atroz traición. Me acuerdo de haberles dicho: ya no quiero ser monaguillo, mamá, y
la tremenda desilusión de mi madre. A mi viejo nunca le importó un carajo. Deja al chico que haga lo que quiera, decía. Pero cuando no acudí a la
comunión de Angela y no pude decirles por qué...
Joder..., ese cochino cabrón tocándome, y peor todavía, obligándome a hacerle cosas...
Nunca diría ni podría decir nada. Nunca. Ni siquiera pensé jamás en hacerlo. Siempre juré que un día se llevaría lo suyo, joder. Ahora está
aquí, me está despidiendo, y sus piadosas mentiras reverberan alrededor de la capilla.
«Joseph Hutchinson era un joven amable, sensible y cristiano, que nos fue arrebatado prematuramente. Pero, a pesar de nuestro dolor y
nuestra sensación de pérdida, no deberíamos dejar de recordar que Dios tiene un plan, y que no importa lo insondable que pueda parecernos a
los mortales. Joseph, que sirvió ante el altar de esta misma casa del Señor, habría comprendido esta divina verdad mejor que la mayoría de
nosotros...»
Quisiera gritarles la verdad a todos, decirles lo que me hizo ese asqueroso cabrón...
FUUUSH...
De repente estoy encima del viejo Brannigan y él grita bajo mi peso; sus viejos, esqueléticos y apestosos huesos, aplastados bajo mi mole.
Le estoy dando al asqueroso cabrón lo suyo, bombeándole el culo mientras él chilla. Bramo con rabia enloquecida: «No se lo puedes decir a
nadie, o Dios te castigará por ser un pecador», y me lo follo cada vez con más fuerza. Grita más allá de la agonía y, ¡bang!..., se le para el
corazón. Noto cuando se le para al escapársele el último fuelle. El cuerpo de Brannigan retiembla debajo de mí y sus ojos se quedan en blanco y
mirando al cielo. Noto que su esencia abandona su cuerpo y atraviesa el mío, plantando en mi cabeza una idea que dice CABRÓN mientras se
aleja flotando. De su espíritu sale un grito mudo, como los pedos de aire que sueltan los globos.
Estoy llorando para mis adentros, repitiendo con asco una y otra vez: «¿Cuándo acabará? ¿Cuándo terminará esta pesadilla?»
FUUUSH...
Y entonces estoy con mi mejor amigo Andy Sweeney; crecimos juntos y casi todo lo hicimos juntos. Él siempre fue más popular que yo —más
guapo, más listo, tenía un empleo mejor—, pero era mi mejor amigo. Como he dicho, lo hicimos todo juntos. Pero ahora estoy encima de él y le
estoy dando por culo como loco... y es horrible. «¿CUÁNDO?», grito, «¿CUÁNDO TERMINARÁ ESTA PUTA PESADILLA?»
Y él está en la habitación con nosotros, el San Pedro ese del funeral. Está sentado en el sillón observándonos de forma distante y deliberada.
«Cuando empieces a disfrutarla, cuando dejes de sentirte culpable: entonces se terminará», me dice con frialdad.
Así que ahí me tenéis, dándole por culo a mi mejor amigo. Dios, qué asqueado y qué paralizado por la repugnancia, la aversión y la culpa me
siento...
... me siento pervertido y feo, constantemente torturado mientras me veo obligado a bombear sin parar, como una máquina de follar rancia e
infernal, y siento que se me despedaza el alma...
... mientras viajo a un lugar situado más allá del miedo, la humillación y la tortura, y lo odio, lo aborrezco, y lo detesto tanto, joder..., un dolor
tan grande y permanente que jamás llegaré a sentir otra cosa que horror en estado puro...
... o eso es lo que no dejo de decirle al capullo imbécil del ángel ese.
EL NOVIO DE ELSPETH
Hay peña con la que congenias y peña con la que no. El novio de Elspeth, sin ir más lejos, es un puto ejemplo que viene al caso, joder. A ver,
que yo ni siquiera le había visto hasta el día de Navidad, pero la vieja no había parado de decirme que si «Greg esto» y «Greg aquello» y «es un
chico majísimo».
Así que uno acaba pensando para sus adentros: sí, ¿eh?
Las navidades, ¿eh? Hay peña a la que le encantan, pero lo que es a mí me parecen una mierda. Están demasiado comercializadas.
Nosotros solemos celebrarlas con la familia inmediata y punto. Pero me he ido a vivir con mi piba, Kate, y son nuestras primeras fiestas juntos.
Tuvimos una discusión enorme al respecto y todo, pero en navidades pasa siempre. No serían unas putas navidades si todo quisque no acabara
tocándole las narices a todo quisque.
Como ya os imaginaréis, a Kate le joroba que vayamos a casa de mi madre en lugar de a casa de la suya. El caso es que mi hermano Joe,
su mujer Sandra y sus dos críos, además de mi hermana Elspeth, van a estar allí. La tradición y tal. Eso fue lo que le dije a Kate: siempre voy a
casa de mi vieja por Navidad. La arpía con la que estaba antes, June, va a llevarse a los críos a casa de su vieja. No es que me importe, pero eso
significa que mi madre no los verá por Navidad. Pero June es así: rencorosa que te cagas.
En navidades las tías se ponen imposibles. Pues sí, Kate también estaba mosqueada. Va y me dice: pues tú vete a casa de tu madre y yo
me voy con mi familia. Le dije: tú no empieces a ir de lista, joder: vamos a casa de mi madre y punto. A mi vieja no se te ocurra hacerle un feo.
Conque asunto resuelto. Cuando se iba acercando la fecha, hablé con la vieja para preguntarle cuándo quería que apareciéramos. Me soltó
el típico: «A ver, déjame hacer memoria..., ¿a qué hora dijo Elspeth que iban a venir Greg y ella?»
En fin, ya os podéis hacer una puta idea. Cuando llegó el día de Navidad, Joe y yo estábamos hasta las putas narices del novio de Elspeth, el
Greg de los huevos o como coño se llame. Yo estuve de pedo toda la Nochebuena con los muchachos, y Joe tres cuartos de lo mismo. Se le
notaba en los ojos que también estaba reventao. Y es que la noche había sido un desmadre que te cagas. Rayas de farlopa cada cinco minutos, y
venga botellas y más botellas de champán por el gaznate. Para mí la Navidad va de eso: de soltarse la melena. Sobre todo con el champán: me
encanta, podría estar bebiéndolo hasta el día del Juicio Final. Será el aristócrata que llevo dentro. Sangre azul, coño.
Eso sí, al día siguiente las pasas canutas. Ya te digo.
Así que la mañana del día de Navidad, Kate y yo volvemos a tener una pelotera enorme. Me duele la cabeza que te cagas, y llevo las sienes
como si algún cabrón me las hubiera rellenado de hormigón. Mientras intento prepararme para ir a casa de mi madre, y encontrándome como me
encuentro, va ella y me pregunta: «¿Crees que debería ponerme algo, Frank?»
La miro y le suelto: «Ropa.»
Eso le tapa la puta boca un rato.
Entonces voy y le digo: «¿Y cómo coño quieres que lo sepa?»
Ella me mira y me suelta: «Pero ¿debería arreglarme o no?»
«Ponte lo que te dé la puta gana», le digo. «Yo no voy a vestirme de pavo real para quedarme privando y viendo la tele en casa de mi madre.
Unos Levi’s, una Ben Sherman y un jersey de Stone Island; con eso voy que ardo.»
Eso parece dejarla satisfecha, y se pone unos trapos deportivos. Informal pero elegante, ¿sabes?
Eso sí, me doy cuenta a un kilómetro de que está mosqueada que te cagas. Pero yo pienso que, en fin, si quiere ponerse en plan antisocial
estas navidades, es su puto problema.
Salimos a la calle y bajamos hasta casa de la vieja. Joe y compañía ya están allí.
«¿Qué tal, Franco, todo bien?», me suelta la Sandra.
«Bien», le digo yo. A mí ella nunca me ha parecido bien. Demasiado bocas. No sé cómo Joe la aguanta. Pero oye, el que la eligió fue él.
Desde luego que yo no lo habría hecho. Por lo menos ella y Kate se llevan bien, y menos mal, porque así los críos dejan a Joe tranquilo y nos
dejan privar en paz. Saco una lata de Red Stripe de la nevera. Me voy a coger un pedo que te cagas; la Navidad está para eso.
Les entramos a saco a las birras. Estoy allí sentado, pensando a pesar de la resaca: como el capullo ese de Greg o como se llame empiece
a ir de listo, se va a llevar un puto hostión en todos los morros, ni Navidad ni pollas.
Al cabo de un rato llaman a la puerta y es Elspeth. Detrás de ella entra un tipo alto y de pelo oscuro con la raya a un lado. Va de punta en
blanco, con traje elegante y abrigo: se ve que el capullo se lo tiene muy creído. A mí lo que me tocó los huevos fue la raya. ¿Sabes esas cosas
que te tocan los putos huevos sin que venga a cuento? Ahora, lo que de verdad me cabreó fue el ramo de flores que llevaba. ¡Flores! ¡En el puto
día de Navidad!
«Para ti, Val», le suelta a la vieja, y le da un besito en la mejilla.
Entonces el capullo se acerca y mí y me suelta: «Tú debes de ser Frank», dice mientras saca la mano.
Yo estoy pensando: ya, ¿y quién coño quiere saberlo? y tal, pero lo dejo estar porque no quiero liarla. Eso sí, el maricón pelotillero este no me
ha caído nada bien, ya sabes lo que pasa con cierta gente. Por más que te esfuerces, no hay manera de congeniar con ellos, joder.
Pero hago de tripas corazón y le estrecho la mano por aquello de la Navidad y tal, paz en la Tierra y todo eso.
«Encantado de conocerte por fin», dice. «Elspeth habla mucho de ti. En términos muy elogiosos, por supuesto», me suelta el capullo.
Me entran ganas de preguntarle de qué coño va, si intenta ir de listo o qué, pero se da la vuelta y se acerca a Joe.
«Y tú debes de ser Joe», dice.
«Así es», dice Joe, estrechándole la mano pero sin levantarse de la silla. «Y tú eres el novio de Elspeth, ¿no?»
«Desde luego», dice él, sonriéndole y dándole un discreto apretón en la mano. Ella le mira con cara de embobada, como si nunca hubiera
salido con un tío.
«Qué bonito es el amor», suelta la Sandra, arrullándoles como si fuera una de aquellas palomas gordas asquerosas que tenía el viejo. Me
acuerdo de una vez, después de que me diera una paliza, que les estrujé el cuello a un par de aquellas cabronas. Pero lo mejor que se puede
hacer con las palomas es pegarles fuego. Mola a tope verlas intentar echar a volar cuando están ardiendo y chillando de agonía. Ya os daré yo
arrullos, cabronas.
A veces subía al palomar que tenía el viejo en el huerto y le pegaba fuego a un par de palomas allí mismo, o cogía una y la clavaba al
cobertizo. Sólo por ver la cara del viejo cuando volvía a casa todo pedo y hecho polvo. Le echaba la culpa a todo el mundo, además; a los
vándalos, a los gitanos, a los vecinos, a los dueños de los pubs. Quería matar a medio Leith. Yo me quedaba sentado en la silla de enfrente con
cara de inocente y le decía: «Ayy..., ¿a cuál han matado esta vez, papá?» Y él poco menos que llorando. Antes de volver al abrevadero, el cabrón
destrozaba la casa en un ataque de rabia. Cuando lo pienso..., ¡seguro que se dio a la bebida por mi culpa! Él y sus putas palomas de mierda.
La Sandra esta de los cojones. Podríamos pasar del puto pavo: metemos a la tocina esta en el horno y damos de comer a medio Leith hasta
las próximas navidades. En cuanto a lo de meterle relleno, ya no lo veo tan claro. En cualquier caso, no seré yo quien se presente voluntario para
esa tarea. ¡Pero ni de coña!
Así que la enorme tocina abotargada se va directamente pal novio de Elspeth. «Yo soy Sandra, la mujer de Joe», le dice al tal Greg en plan
coqueta y guarrona.
El tipo se acerca y le da dos besos, uno en cada mejilla, en plan bicho raro, joder. A mí no me parece bien eso de besar a una mujer a la que
no conoces en casa ajena. En navidades y en una reunión familiar. Miro a Kate y me digo que como le haga eso a ella, le meto un cabezazo. Puto
maricón baboso.
Pero ella me ve que la miro y sabe cómo comportarse. La tengo bien enseñada. Sabe que más le vale no hacerme quedar mal. Tendré que
tener una charla con Joe sobre Sandra; mira que avergonzarle de esa manera. Conozco a esa arpía; la cabra siempre tira al monte, anda que no.
En tiempos la llamábamos «el 32» porque todo el barrio se montaba en ella. De todos modos, no es asunto mío. Así que Kate le tiende la mano
para que se la estreche y ella mira hacia abajo, para no mirarle a él a los ojos.
«Yo soy Kate», farfulla.
Ahí se ha manejado bien. En fin, parece que el mensaje respecto de ir provocando a los tíos ha empezado a calar. Más le vale, joder, por su
bien. Tal y como lo veo yo, cuando una chavala está con alguien, no debería ir insinuándose a otros tíos todo el rato. De una arpía así no te puedes
fiar, y la confianza es fundamental en una relación.
El Greg este parece sorprendidísimo, y luce una sonrisilla. El hijo de puta este tiene algo que me da repelús. ¿Sabes esa peña que sólo te
da dentera? El cabrón me recuerda al capullo aquel del agente de seguros que solía venir por casa cuando éramos críos. Siempre nos traía
golosinas, unas golosinas de mierda, en plan surtidos de gominolas y demás mierda barata. Se notaba que debajo de la fachada era un capullo
de lo más empalagoso. Eso sí, yo siempre le cogía las golosinas. Anda que no, joder. Pero el cabrón nunca me cayó bien.
La vieja ha estado metida en la cocina toda la mañana currándose la cena. Tiene la cara toda colorada. Le gusta echar el resto en las
navidades. Yo no lo haría ni en broma. Que le den a eso de currar como un negro, pendiente de un fogón caliente el día de Navidad. Y es que no
hay manera de entender lo que le pasa por la cabeza a alguna peña. Ahora intenta organizar a todo dios armando un gran alboroto con el tema de
abrir todo el mundo los regalos debajo del árbol. A mí todo eso me la suda. ¿A quién le importan los putos regalos? En lo que se refiere a ropa y
todo eso, tengo dinero suficiente para comprarme lo que me salga de los huevos. A mí me gusta comprarme lo que me apetece ponerme, no lo
que me quieran regalar otros. Le di doscientas libras a mi piba para que comprara ropa, y a mi madre igual. Luego le di otras cien a Joe para que
le comprara algo a los críos, y cincuenta pavos a Elspeth para que se comprara lo que quisiera. El único regalo que compré yo fue para mis críos,
y sólo lo hice porque sabía que si le doy el dinero a June para que les compre algo, como una puta PlayStation o una bici, les habría pillado
alguna mierda de plástico del todo-a-cien y el resto se lo habría pulido en puto fumeque. Así que eso fue todo. A todos los demás les dije: aquí
tenéis vuestro puto regalo de Navidad, compraros lo que os salga de los huevos.
Es lo mejor, coño. ¿A qué viene tanto alboroto con el rollo de envolver los regalos? Paso como de comer mierda. Que le den a lo de envolver
los regalos.
A algún capullo le voy a tener que acabar tocando la puta cara.
Estoy mirando a Kate. Le di doscientos putos billetes para ropa y se presenta en casa de mi madre vestida como un puto feto. Me está
haciendo quedar mal. Elspeth se ha esforzado; lleva un bonito vestido de fiesta negro, y encima para darle gusto al baboso ese de Greg. Hasta la
puta arpía de Sandra se ha esforzado. Será una gallina vieja y apestosa disfrazada de picantón, pero al menos lo intenta, coño. ¿Pero Kate? ¡Es
el día de Navidad y parece un puto borrachín callejero! ¡Y encima en casa de mi madre!
Están armando todos una pelotera que te cagas con los regalos. Que si «Ayy, qué bonito» y «Ayy, es lo que siempre he querido». Luego
empiezan a darme todos la brasa para que abra los míos, así que me digo: por qué no. Así les dejo contentos. Si significa tanto para ellos, coño.
Kate me ha regalado una Ben Sherman de color azul pastel, y Joe y Sandra una Ben Sherman amarilla. En el paquete de mi vieja hay otra Ben
Sherman negra con rayas marrones y azul claro. Supongo que le habré pedido Ben Shermans a todo dios; eso sí, con las camisetas no se puede
meter la pata. Queda una, y la etiqueta pone: Para Francis, de Elspeth y Greg. Feliz Navidad.
Me da a mí que es otra puta Ben Sherman, pero cuando arranco el envoltorio, veo que es una sudadera con el escudo nuevo del club.
«Qué detalle», dice mi madre. Y Elspeth va y dice: «Sí, es la nueva. Lleva el escudo original con el arpa y el barco y el castillo que simbolizan
a Leith y a Edimburgo.» Me sonríen y empieza a tocarme los putos huevos. Intentan quedarse conmigo, joder. Para mí que comprarle a alguien la
elástica oficial de un club es como decirle que le consideras un puto gilipollas. A mí no me pescan con eso puesto ni muerto. Eso se queda para
los putos críos y los retrasados de mierda. «Gracias», les digo, pero apretando los dientes, ¿me entiendes?
Estoy pensando: directamente a la basura en cuanto llegue a casa, así de claro.
Si la metedura de pata fue de Elspeth lo entendería. A ver si me explico: las tías son así. Pero si cuando la compró iba con el capullo este de
Greg, eso quiere decir que intenta vacilarme. Estoy que echo chispas, así que para no decir algo que no debo me voy a la cocina a pillar otra birra
de la nevera. Y luego pienso que Greg es tan nenaza que seguro que él tampoco tiene ni zorra idea.
Me sigue doliendo la cabeza, así que me trago un par de Anadin extrafuertes con un buchito de cerveza. Cuando vuelvo, veo al puto capullo
de Greg en el suelo jugando con los críos de Joe y todos sus juguetes. Se supone que los juguetes nuevos son para los críos, no para que ande
mamoneando una maricona. Cojo a Joe, me lo llevo a la cocina y le digo: «Ojito con ese cabrón y los críos. Tiene un toque Gary Glitter5 que te
cagas, así de claro.»
«¿Tú crees?», me dice Joe, asomando la cabeza por la puerta y echando un vistazo.
«Descarao. Ya sabes lo convincentes que pueden ser esos cabrones. Ahí está el quid. Me juego lo que quieras a que ese cabrón consta en
el registro de pederastas. Se les ve venir a un kilómetro de distancia.»
Mamá nos ve y se acerca. «¿Qué hacéis vosotros dos ahí de pie en la cocina bebiendo como peces? Venid aquí y sed un poco sociables.
¡Se supone que estamos en Navidad!»
«A la orden, mamá», le suelto mientras miro a Joe. El capullo este de Greg le habrá lavado el cerebro a ella —así son las mujeres, de
entrada no tienen mucho cerebro que lavar—, pero Joe y yo llevamos tiempo de sobra en el mundo para ver venir a un capullo como éste sin
ningún problema.
Pero será mejor tener contenta a la vieja, coño, o se pasará el resto del día con mal careto. Así que volvemos adentro con los demás y yo me
siento y cojo el Radio Times. Empiezo a ponerle círculos a todos los programas que vamos a ver. Tal y como veo yo las cosas, alguien tiene que
tomar las decisiones para evitar que todo dios acabe riñendo, conque, ya puestos, seré yo. Eso es lo que más me gusta de las navidades,
relajarme con unas cuantas latas y ver una buena peli.
¡Joder, qué pasada! Dan una de James Bond. Es Agente 007 contra el doctor No, y está a punto de empezar, coño.
El mejor Bond es Sean Connery, joder. No querrás que haga de James Bond una puta maricona inglesa, ¿no?
Ahora, tampoco es que me parezca muy bien que haga de Bond un capullo de Tollcross. Hay gente de Leith que podría haberlo hecho igual
de bien que Connery. Davie Robb, que bebe en el Marksman, tendrá más o menos la misma edad que Connery. En tiempos era un tipo duro que
te cagas, cualquiera te lo dirá. Igual le daba ocho que ochenta. Tipos como él podrían haber sido buenos Bond, si les hubieran dado la puta
formación y tal.
«No vamos a ver El doctor No», dice mi madre. «Venga, Francis.»
«Pero si ya la tenía elegida, mamá», le digo.
Se queda ahí con los brazos cruzados, en plan cabra loca del lavadero, como esperando a que le pase el mando a distancia. Lo tiene claro.
A veces me parece que mi madre se olvida de que esta casa es tan mía como suya. Puede que lleve años viviendo fuera, pero es la casa donde
me crié, así que siempre la considero mi casa. Creo que a veces se le olvida.
«¡La has visto montones de veces!», se queja. «¡A lo mejor los peques quieren ver los vídeos de dibujos animados que les han regalado por
Navidad!»
«Toy Story 2...», empieza uno de los críos, el tal Philip; ése es un cabrito oportunista. Ha salido a la madre.
Hay peña que tiene tan poca idea que tienes que explicárselo todo, coño. «No, porque los putos vídeos están para eso», les digo a todos.
«Para verlos cuando te da la gana. La peli de Bond no la puedes ver cuando te dé la gana. O la ves o no la ves, y en navidades hay que ver una
peli de Bond. ¿Tú qué dices, Joe?», le pregunto a mi hermano.
«A mí me es igual», dice Joe.
Sandra le echa una mirada, luego me echa una a mí y luego otra a Kate. Como si lo viera: la arpía esta va a decir algo, porque se ha puesto
toda enfurruñada y engreída. «Vaya, otra vez tenemos que ver lo que le apetece a Frank, por lo que veo. Cojonudo», suelta ella, sarcástica.
«Tú no empieces, coño», suelta Joe, señalándola con el dedo.
«Yo no digo más que lo que dice tu madre, que los críos...»
Joe la corta en seco: «He dicho que no empieces.» Baja la voz. «No pienso repetirlo.»
Ella se queda sentada en el sofá, de mal café, pero sin mirar a nadie y sin decir nada.
Joe me mira a mí mientras sacude la cabeza.
Ya era hora de que le parara los pies.
Mi madre mira a Greg y a Elspeth. Llevan un rato sentados en un rincón, cuchicheando, riéndose y pasando de todo el mundo. Se supone
que son unas putas navidades en familia. Para eso que se hubieran quedado en la calle, coño.
«¿Y a vosotros qué os apetece ver?», les pregunta mi madre.
Se miran el uno al otro como si les diera igual y entonces el baboso este, el maricón de Greg, va y dice: «Pues yo estoy con Frank. Creo que
sería divertido ver una película de Bond.» Y el capullo pone voz de pijo: «Ah, señor Bond, le estaba esperando...» Mi madre se ríe y veo aparecer
en la comisura de los labios de Joe una sonrisita.
Por supuesto, ahora los críos también se ríen. De pronto, ahora que al puto gilipollas del Greg este le mola, a todo dios le parece una idea de
puta madre ver la película de Bond.
Pues a mí ya me ha jodido la película.
Estos dos cabrones, Greg y Elspeth: de todas formas se pasan toda la película cuchicheándose el uno al otro. Tanto alboroto y el cabrón ni
siquiera estaba viendo la peli, ¿me entiendes? Cuando termina, los dos se levantan y se ponen delante de la tele. Estuve a punto de decirles que
se sentaran de una puta vez, porque quería cambiar de canal y ver los putos dibujos animados de The Snowman, por los críos, ¿sabes? Y ellos
bloqueando la señal del mando a distancia.
«Tenemos una cosita que anunciaros», suelta el capullo este de Greg; Elspeth se arrima más a él y se cogen de las manos. Mi madre está
toda emocionada, como si estuviera esperando a que cantaran el último número de su tarjeta en el bingo. El capullo de Greg se aclara la voz y
dice: «Sé que cuesta decir estas cosas, pero, en fin, ayer le pregunté a Elspeth si me haría el gran honor de ser mi esposa, y estoy encantado de
decir que me dio el sí.»
Mi vieja se levanta, loca de alegría y abriendo los brazos como el capullo de Al Jolson cuando está a punto de empezar a cantar. Pero lo que
hace es echarse a llorar y decir qué bonito, que si su niñita y si no me lo puedo creer y toda esa mierda. Cuánto alboroto por nada, joder. Es
como si algún capullo le hubiera echado un éxtasis en el jerez. Al Greg este le veo perfectamente capaz. El tipo tiene pinta de taimado, ¿sabes
cómo te digo? Sandra y Kate están emocionadísimas y la peque de Joe les pregunta si puede ser una de las damas de honor y ellos le dicen que
claro que sí y toda esa mierda. Yo no daba crédito ¡Casarse! ¡Nuestra Elspeth y este puto maricón trajeado!
Tiene la cabeza en las nubes. Pero es que Elspeth es así, siempre se ha creído mejor que los demás. Salió mimada a tope por ser la más
pequeña y por ser la única niña, ahí está el problema. Nunca lo tuvo crudo, como Joe y como yo. Se cree que puede hacer lo que le venga en
gana. Alguien tendría que decírselo: así no funcionan las cosas, no en el mundo real.
Así que ahí estoy yo sentao con la cabeza como un bombo, y todo el mundo venga a chillar cuando ella saca un anillo y se lo pone en el dedo
para lucirlo.
«Es precioso», dice mi madre.
«Muy bonito», le dice la Sandra. «¿Te lo pidió de rodillas? Seguro que sí», suelta, mirando a Greg y luego mirando a mi hermano como si no
fuera nadie.
De todos modos, joder con Elspeth. No sé a qué juega. Me acuerdo del último tío con el que salió. Era un buen tipo. Keith, se llamaba. Tenía
un cochazo además, y un piso que no estaba mal. Pero lo entalegaron, sólo por trapichear con un poco de perica. Una pasada que te cagas,
porque en los tiempos que corren casi todo dios lo hace. En realidad no se puede clasificar la farlopa como una droga, por lo menos yo no la veo
así. A ver si me explico: no es el rollo de los putos arrabaleros matándose con el jaco. Es un complemento de diseño para la puta edad moderna.
Ése es el problema de este puto país; hay demasiada peña viviendo en la Edad Media que no quiere adaptarse a los tiempos que corren.
El capullo de Greg desaparece un ratito y vuelve con una botella enorme de champán y unas copas. Por la forma en que Sandra la mira,
pensarías que es un vibrador enorme y que se lo va a meter en el chocho. Así que el puto niño bonito saca el corcho, que sale disparado al otro
lado de la habitación y le da al techo. Me acerco a ver si ha dejado marca en la pintura, porque como sea así, ese cabrón ya puede ir aflojando
para que a mi madre le vuelvan a pintar el puto techo. Suerte ha tenido de que no. Sirve el champán. Joe le acepta la copa, pero yo la rechazo
levantando la mano.
«No me gusta la bozofia esa», le digo.
«Prefieres seguir con la cerveza, ¿no?», me suelta.
«Venga, hijo, es una ocasión especial, es el compromiso de tu hermana», me suelta mi madre.
«Me da igual, las burbujas esas no me gustan, se me suben por la nariz y me joden», le digo mientras miro al maricón de Greg, con su puta
raya a un lado, el traje y la camisa de cuello redondo sin corbata. Me dan ganas de decirle que el que me estaba jodiendo era él, pero me callo,
por aquello de las navidades y tal.
No es que sea asunto mío, pero tendré que enterarme de qué palo va este cabrón. Este mamón me da una mala espina del carajo. Parece la
clase de cabrón que no tiene demasiado claro a qué carta quedarse, no sé si me explico. Seguro que es uno de esos putos bujarrones que se
follan a los maricones jovencitos de Calton Hill. Sigue en el puto armario y utiliza a nuestra Elspeth como fachada.
Como el cabrón este le contagie el sida, lo mato, joder.
Entonces la puta bocazas de Sandra levanta la copa para brindar: «¡Por Elspeth y Greg!»
«Por Elspeth y Greg», dice todo dios.
Yo no digo nada, pero no le quito los ojos de encima a ese cabrón. Exacto, amigo: te tengo calado a tope. Todos los demás están haciendo
grandes aspavientos y hasta Joe le estrecha la mano. Yo no pienso estrecharle la mano a nadie, eso está claro, coño.
«Bueno, será mejor que sirva la cena», dice la vieja. «Ha sido la Navidad más feliz que he pasado en años. Ay, si tu padre estuviera aquí...»,
le dice a Elspeth, entusiasmada.
Si nuestro padre estuviera aquí habría hecho lo que hacía siempre, joder: beber hasta dejarnos sin blanca y ponerse en evidencia, coño.
El capullo de Greg pone una mano encima de la muñeca de mi madre y con la otra rodea la cintura de Elspeth. «Val, anoche se lo dije yo a
Elspeth: si hay algo que lamento, es no haber llegado a conocer a John.»
¿Qué hace este capullo hablando de mi puto viejo? ¡Pero si no lo conocía, joder! El puto cabrón se cree que puede entrar y arramblar con
todo sólo porque pilló a Elspeth en un momento chungo. Sólo porque estaba despechada, por así decir, por lo del encierro del pobre Keith. He
visto en acción otras veces a cabrones babosos como el Greg este. Siempre ojo avizor para ver si hay alguna chavala de la que aprovecharse.
Pues no. Ella está cometiendo un gran error y alguien tiene que decírselo.
Así que estamos sentados a la mesa y la vieja ha montado la cosa de manera que yo estoy al lado del puto pederasta baboso con la raya a
un lado. Ahora me alegro de que June se llevara a los críos a casa de la puta de su madre.
«Oye, colega, ¿y tú a qué te dedicas?», le pregunta Joe a Greg.
Elspeth interrumpe antes de que pueda hablar. «Greg trabaja para el ayuntamiento.»
«Pues podrías decirles algo de la contribución urbana; porque vamos todos ahogados del carajo», le suelto. Mi madre, Joe y Sandra
asienten con la cabeza de inmediato, completamente de acuerdo conmigo. Ahí sí que le he pillado. Tal y como yo lo veo, el ayuntamiento no es
más que tirar el puto dinero. Podrían chapar el puto garito mañana y nadie notaría la puta diferencia.
Elspeth se pone superestirada. «Ése no es el departamento de Greg. Él está en urbanismo. Es jefe de sección», dice ella, toda creída.
¿Ah, conque ahora estamos en urbanismo, eh? Ya. Ya sé yo lo que está planeando este puto cabrón: hacerse un puto hueco. Pues en esta
casa no será.
Está ahí sentado, bebiendo vino y papeándose la cena como si hubiera nacido en una puta familia de aristócratas. El capullo lameculos va y
dice: «La verdad es que no tengo palabras, Val. Está todo delicioso. Un festín.»
Yo estoy sentado a su lado, furioso, y me trago un bocado de papeo. Algo, un huesecillo o algo, se me atasca en la garganta. Bebo un trago
de vino.
«Quisiera proponer un pequeño brindis», suelta el capullo de Greg mientras levanta la copa. «Por la familia.»
Intento expulsarlo, pero está completamente atascado. No consigo respirar, tengo las putas fosas bloqueadas por la farlopa de anoche...,
tengo las sienes completamente llenas de mierda...
Hostia puta.
«El tío Frank no se encuentra bien», dice el peque.
«¿Francis, hijo, estás bien? ¿Se te ha atragantado algo?», suelta mi madre. «Se está poniendo colorao...»
Les hago un gesto con la mano para que se aparten y me levanto. La arpía imbécil de Sandra intenta darme un poco de pan. «Trágatelo...,
trágatelo...», me suelta..., pero aun así me estoy ahogando, joder, y ella tratando de matarme...
La aparto sin dejar de jadear y asfixiarme; la cabeza me da vueltas y veo las caras de espanto alrededor de la mesa. Toso, y entonces me
sube el vómito, pero como se me atasca en la puta garganta me vuelve a bajar todo, abrasándome y metiéndoseme en los putos pulmones...
JODER
ME AHOGO, JODER...
Me agarro a la mesa y le doy golpes antes de agarrarme la garganta...
AY, COÑO...
Noto un golpe en la espalda; y luego otro, y siento cómo algo se suelta y sale todo, el puto bloqueo ha desaparecido y por fin puedo respirar...
Aire, joder..., puedo respirar...
«¿Estás bien, Franco?», pregunta Joe.
Le digo que sí con la cabeza.
«Bien hecho, Greg, has salvao la papeleta», le dice.
«Desde luego», apostilla la Sandra.
Estoy recobrando el fuelle mientras intento comprender qué ha pasado. Me vuelvo hacia Greg. «Alguien me pegó en la espalda. ¿Fuiste tú?»
«Sí, debiste tragarte el hueso de la suerte», me suelta.
Le doy al capullo un cabezazo y se va patrás sujetándose la cara. Las mujeres y los críos chillan y Joe se acerca y me coge del brazo:
«¿Pero qué cojones haces, Franco? ¡El chaval te ha ayudao! ¡Te ha salvao la puta vida!»
Anda y que le den por culo a todo; le aparto la mano: «¡Me ha sacudido en la espalda en casa de mi madre! ¡A mí no me toca nadie! ¡En
casa de mi madre y en el día de Navidad! ¡Lo lleva claro, joder!»
Mi madre se pone a gritar y a decirme que soy un animal y Elspeth está que se sube por las paredes. «Ya está, hemos acabao para
siempre», me suelta mientras me mira sacudiendo la cabeza. «Nosotros nos vamos», le dice a mi madre.
«Ay, por favor, no lo hagas, cielo, ¡hoy no!», le suplica mi madre.
«Lo siento, mamá, nos vamos.» Me señala y dice: «Él lo ha estropeado todo. Ahora estará contento. Muy bien. Os dejaremos para que lo
disfrutéis. Felices navidades de mierda.»
El capullo de Greg levanta la cabeza, con una servilleta tapándole la nariz, intentando cortar la hemorragia. Pero aun así le ha caído un poco
en la camisa. «No pasa nada, no pasa nada», se ríe, tratando de calmarlos a todos. «¡No ha sido nada! Frank se ha llevado un susto tremendo,
estaba en shock, no sabía lo que hacía..., no importa, estoy perfectamente..., no es tan malo como parece...»
Me acuerdo de que pensé: ahora mismo te hago algo peor, so cabrón. Me siento; sigo intentando recuperar el fuelle. Discuten todos sin
parar. Elspeth ha empezado a llorar y él se pone a tranquilizarla.
«No pasa nada, no lo ha hecho aposta, cariño. Quedémonos un rato. Por Val», suelta él.
«¡Tú no le conoces! Siempre tiene que estropearlo todo», suelta ella entre sollozos. Es todo una gran excusa para que ella se ponga en plan
llorona y mimada. Lo de siempre.
Joe y Sandra se dedican a tranquilizar a mi madre y a los críos. Está lloriqueando y soltando la mierda de siempre sobre en qué se equivocó
y todo eso. El que se equivocó fui yo, coño, por venir aquí el día de Navidad.
Así que me pongo unas cuantas coles más en el plato y me lleno la copa. Me entran ganas de decirles: si vais a comeros la puta cena de
Navidad, sentaos de una puta vez y coméosla. Si no, iros a tomar por culo y dejadme terminar la mía en paz.
Vale, a lo mejor tendría que haberme controlado más y haberle cogido de la pechera fuera en vez de liarla de esa manera en casa de mi
madre. Pero es que el cabrón se estaba pasando de listo. Pero un huevo. Vale, quería ayudarme, pero me sacudió un hostión en la espalda. No
hacía ninguna falta. Y en definitiva supongo que todo se queda en que hay peña con la que no hay manera de congeniar. Tú lo intentas, coño, pero
en el fondo sabes que no os vais a entender nunca. Y punto.
HACER LAS PACES
En la parada del bus, un nota barrigudo y de culo sudoroso hecho a base de curry y cerveza se pellizca subrepticiamente la punta de la polla
a través de sus pantalones de chándal de diseño como reacción ante la presencia de varios niños que merodean por los alrededores de las
puertas del colegio, junto al quiosco de prensa.
El tío apesta a sudor rancio y la cara le cuelga fláccida y plomiza, como si fuera un pollo hervido al que a continuación fueran a deshuesar. La
noche de ayer fue larga y bebió mucho. El tipo está más salido que una cabra alpina. Está claro que le hace falta una visita a las gogós. Así que
se dirige al Triángulo de las Bermudas de Tollcross, donde será un piojo más de los que se cuelan en el bar en pos del gran felpudo negro. En la
puerta del primer pub al que se acerca, se fija con satisfacción en la señal de la pizarra: TANYA, 2.00.
Síííííí, dice para sus adentros. La puta con la cicatriz de la cesárea. El nota no puede quitarle la vista de encima ni a la cicatriz esa, ni a los
hematomas de sus brazos y muslos que, como él sabe, le ha infligido su novio traficante. Le llaman Seeker, y nadie sabe por qué.6 A menudo les
echa miradas furtivas a ambos, fijándose en cómo la trata Seeker, y le parece bien. Seeker sabe cómo tratar a esas guarras. Sabe cómo
hacerles daño. Se folla a todas esas putas frikis yonquis y les paga con jaco. Eso es un hombre. Ojalá conociera su secreto. Él jamás podría
dominar así a las putas. A lo más que llegó fue con Julie, la que tenía dos críos. Tenía miedo. Se le notaba. Su último novio tenía las manos muy
sueltas. Y prontas también. Siempre estaba preparado para arrearle en cuanto le contrariaba. La había preparado bien. En cuanto una golfa se
acostumbra a esa clase de disciplina ya la quiere para los restos. La necesita para toda la vida. Y lo mejor era cuando tocaba hacer las paces.
Siempre era lo mejor.
Pero también ella le dejó. De repente descubrió que aún tenía agallas. Le puso en evidencia. Las jodidas lesbianas de la puta casa de
acogida metieron a la poli de por medio en lo que era esencialmente una disputa doméstica. Eso fue lo que le dijo al poli, que era una jodida
disputa doméstica. El poli simpatizaba con él, era obvio. Puso una cara que decía: lo siento, amigo, tengo las manos atadas. Lo siguiente fue una
puta orden judicial de Scotland Yard diciendo que no se acercara a menos de un kilómetro de esa puta guarra. ¿Cómo quieren que funcione eso
con el de la escalera de al lado?
Pero a la Julie... Se la volverá a follar, con poli o sin ella. Sólo que la próxima vez se la follará bien. La sola idea se la pone dura bajo los
pantalones de acetato. Espera ansioso a que sea el turno de Tanya.
Echa una mirada a Seeker, que está sentado tranquilamente delante de un gin tónic saludando con esa sonrisa fúnebre a los conocidos. Esa
sonrisa es como el flash de un fotógrafo: estalla y desaparece al instante, dejando ver unos rasgos invariablemente dispuestos en una expresión
neutral de dureza. Se le unen un tipo más joven con coleta y una jovencita bonita pero de aspecto demacrado y despistado. El tío le estrecha la
mano a Seeker y le presenta a la chica con una sonrisa recelosa; Seeker le besa la mano teatreramente y ella sonríe como un conejo
deslumbrado por unos faros.
Entonces se oye una aclamación; es el turno de Tanya. Evoluciona sobre una plataforma con un fino bañador de dos piezas que ha pasado
por la lavadora diez veces de más para que se vea en público. Se ven vejetes bronquíticos mirando fijamente con sus medias pintas en las
manos, grabándose la imagen de Tanya en sus cansadas mentes, recopilando material masturbatorio para una rápida esta noche entre las
sábanas de un piso helado que huelen a humedad.
El pub huele a nicotina y vomitona. Anoche alguien potó sobre la alfombra. No se molestaron en limpiarla, sino que recolocaron una de las
mesas para taparla parcialmente. Nuestro hombre se fija en la cara de aburrimiento de Tanya, observando los puntos en los que el acné ha
dejado cicatrices, ese mismo acné que en otro tiempo probablemente le hizo ansiar la atención masculina a pesar de sus curvas aerodinámicas,
como si les hiciera a todos un gran favor abriéndose de piernas. Ahí está la cicatriz. Fuaa, qué pasada. Se pregunta dónde estará el monstruito
que la causó. En casa de Tanya (no es que Tanya sea su verdadero nombre pero podría serlo) o en casa de la madre de Tanya o a cargo de las
autoridades locales. Padres adoptivos. Como su hijito. Lo dieron en adopción. Por supuesto, eso fue culpa de la guarra de su madre. Dijeron que
no era apta. Incapaz de cuidar de una criatura. Pues los cabrones estos de los servicios sociales no siempre saben qué es lo mejor, ¿y quién
puede decir que ellos sepan cuidar a las criaturas?
La idea no le consuela, porque aunque Tanya está en el escenario y el volumen de la música ha subido, era esa mierda de rollo rave y la
bazofia negra. ¿Por qué no country and western? Ésa era la clase de música que le iba, «Stand by your Man» y tal, pero en fin, Tanya se está
esforzando a tope y se acerca más a él y nuestro hombre ve la cicatriz justamente por encima de sus pálidas bragas baratas, esa fina cicatriz
justo encima de donde empieza el felpudo, y el pecho parece estallarle y se le va la sangre de la cabeza; el aire cargado de humo se está
enrareciendo y ve cómo tiende la mano y acaricia la cicatriz suavemente con el dedo índice y Tanya da un respingo y grita: «¡Vete a la mierda!»,
tras lo cual se oye un pequeño rugido y vuelve a reanudar la danza.
Ahora nuestro hombre está un pelín preocupado, porque no se toca así a las hembras de Seeker. Ni de coña. Pero Seeker le dedica una
sonrisa; dirás lo que quieras del cabrón de Seeker, pero sabe controlar a las putas estas y no es mal tipo, eso hay que reconocérselo, es legal;
nuestro hombre saluda con la cabeza a Seeker; estamos todos en el mismo barco, tío. Nuestro hombre y Seeker se conocen de vista, saben que
el otro es legal, de puta madre, a decir verdad. Puede que no sean colegas, pero poco les falta; se adorarían si se conocieran y a lo mejor acaba
sucediendo. Eso es. Así de claro.
El número de Tanya llega a su fin y al cabo de unas cuantas pintas más nuestro hombre se marcha. Decide salir por la parte trasera del pub,
bajar por la bocacalle y atravesar el descampado para coger el autobús de vuelta a casa. Pero se da cuenta de que en la bocacalle hay alguien
más y cuando se da la vuelta ve que es Seeker. Ahí está; le hace un gesto con la cabeza y le dice: «¿Todo bien, colega?»
Nuestro hombre de calzones de acetato está a punto de decir: «Sí, de puta madre» y a lo mejor añadir una pequeña disculpa por poner el
dedo encima de la mercancía del amigo. A ver: hay que tener un respeto. Pero entonces Seeker le estrella el melón contra la mejilla. Nuestro
hombre retrocede tambaleándose hasta topar con la pared, y cuando se vuelve recibe la segundo cabezazo, que le salta dos dientes y le afloja
otros dos. Cuando se desploma, Seeker le patea con fuerza, primero en los testículos y luego en la cabeza.
Se acabó. Veintidós segundos.
Seeker vuelve a la barra una vez terminada la transacción. No le ha dicho otra palabra a nuestro hombre. ¿Todo bien, colega? No dijo más.
Eso en sí se le antoja un poco excesivo.
Nuestro hombre de los pantalones de acetato se queda un rato tirado antes de ponerse en pie tambaleándose. Apoyado en la pared, vomita
un poco de cerveza y, aturdido, se abre paso por el descampado hasta la parada del autobús. Nuestro hombre está cabreado, de eso no hay
duda; pero no con Seeker; a Seeker le entiende; él habría hecho lo mismo en su lugar. Conoce a Seeker. La culpa la tiene esa zorra de la cicatriz;
la odia; odia a todos los cabrones que crean problemas. Ella y esa puta guarra de Julie. Pues ya le irá a hacer una visita a esa puta y le pondrá
las pilas de una vez por todas.
A lo mejor hacemos las paces otra vez; ésa es la mejor parte; siempre. También puede que esta vez no quede nada de esa puta con lo que
hacer las paces.
EL INCIDENTE ROSEWELL
Para Kenny, Craig y Woody
1
Otro convoy de travellers recorría apresuradamente el concurrido tráfico que bloqueaba las arterias de la ciudad, accediendo a la vía de
salida de la circunvalación congestionada y reptando concienzudamente hacia el campo abarrotado que retumbaba con el ruido de equipos de
sonido rivales.
Desde lo alto del puente del ferrocarril abandonado, el sudoroso agente de policía Trevor Drysdale vigilaba atentamente la escena.
Inspirando ruidosamente una bocanada de aire asqueroso y recocido, Drysdale se enjugó la frente y levantó la vista hacia el cielo, donde jirones
de nubes no bloqueaban el furioso calor del sol.
Fuera del alcance de la vista y el oído de Drysdale, en un enclave apestoso situado debajo de la carretera de circunvalación de hormigón, los
jóvenes del lugar también se llenaban los pulmones con los productos químicos que iba arrojando el tráfico como complemento de los que
ingerían de forma voluntaria.
A pesar del calor, Jimmy Mulgrew se estremecía. Era por la priva y las drogas, creía él. Siempre hacían que estuvieras destemplado. Eso y la
falta de sueño. Le dio otro espasmo convulsivo, más fuerte que el anterior, mientras Clint Phillips, descollando sobre un Semo postrado, le
estrellaba el martillo contra uno de los lados de la mandíbula, fuerte y cuadrada. La tapaba una almohada que envolvía la cabeza y estaba
asegurada con cinta, dejando a la vista sólo los ojos, la nariz y la boca. Incluso con esa protección, Semo sacudió la cabeza hacia un lado bajo el
impacto del golpe de Clint.
Jimmy volvió la vista hacia Dunky Milne, que enarcó las cejas y sacudió los hombros. Dio un paso al frente, preguntándose si debía intervenir
o no. Semo era su mejor amigo. Pero no, Clint conservaba la calma y comprobaba cómo estaba.
«¿Estás bien, Semo? ¿Se ha soltado? ¿Está rota o qué?»
Semo miró a Clint y vio su fea sonrisa. Aunque iba pedo perdido por haberse tomado una lata de Superlager y una cápsula de temazepam, a
Semo seguía doliéndole la mandíbula. La movió un poco. Le dolía, pero seguía intacta.
«Aún no está rota», dijo arrastrando las palabras y con la baba cayéndole sobre la almohada.
Clint se irritó y adoptó andares de púgil. Se volvió y se encogió de hombros mientras miraba a Jimmy y a Dunks, que a su vez le observaron
con expresión neutral. Algo se agitaba en el pecho de Jimmy, y quiso decir «ya basta», pero de su boca no salió sonido alguno cuando Clint
estrelló el martillo con ferocidad contra la mandíbula de Semo.
Al recibir el impacto, la cabeza de Semo volvió a saltar, pero a continuación el muchacho se puso en pie tambaleándose. Un anciano que
había salido a pasear a un corpulento labrador negro volvió la esquina y se los encontró de golpe con gesto asustado. Los del Young team7 local
le fulminaron con la mirada y se marchó bruscamente con el animal, que se meaba y gimoteaba mientras hacía lo posible por orinar sobre los
pilares de soporte de hormigón. El hombre desapareció tras la otra esquina, que conducía desde la vía de acceso a la antigua aldea, antes de
que le diera tiempo a presenciar cómo el joven de la cabeza encintada a una almohada arrancaba el martillo de manos del otro muchacho y le
golpeaba de lleno con él en su rostro desprotegido.
«¡Puto zumbao!», bramó Semo mientras le partía el pómulo a Clint y parte de la hilera superior de dientes se desperdigaba haciendo al
astillarse un ruido nauseabundo que a Jimmy le asqueó pero a la vez le levantó el ánimo. En realidad, a Jimmy Clint no le caía demasiado bien,
fundamentalmente porque Clint trabajaba en el garaje y porque Shelly solía andar por allí, aunque tampoco le suscitaba gran entusiasmo el
chanchullo aquel.
Mientras Clint se agarraba el rostro con las manos, miró a Semo y chilló como una hiena enloquecida, escupiendo sangre y dientes. Se
volvió hacia Jimmy y Dunks con lágrimas suplicantes. «¡No era a mí!», gimoteó. «¡Era a ese cabrón! ¡La puta gelatina se la metió él! ¡La puta
pastilla se la metió él!»
Semo parecía completamente ido. No soltaba el martillo ni había dejado de mirar con gesto árido a Clint.
«Pero ahora ya está, ¿no?», gritó Jimmy. «¡Venga, vamos a ver a la poli!» Le guiñó un ojo a Semo, que dejó descansar el martillo contra su
costado.
«¡Que os jodan!», lloriqueó Clint. «¡Yo me voy a casa!»
«Ven a la mía», le dijo Jimmy.
Clint no estaba en condiciones de negarse, así que se dejó llevar a casa de Jimmy. Subieron las escalera hasta el dormitorio de éste y
escucharon unas cintas. Clint logró tragarse dos gelatinas y se quedó inconsciente en el suelo. Jimmy bajó a buscar una bolsa de basura y la
colocó debajo de la cabeza de Clint para que la sangre no acabase manchándolo todo.
Jimmy empezó a relajarse cuando oyó a su padre, que estaba en la parte de abajo, subir el volumen de la tele con el mando a distancia, lo
que le obligó a su vez a aumentar la salida de su cinta de Bass Generator. El volumen de la tele volvió a subir un pelín, y Jimmy ajustó el de la
música en consecuencia. Se trataba de un ritual familiar. Le sonrió a Dunky y le mostró el pulgar, y luego abrió un tubo de Airfix. Clint estaba fuera
de combate, y Semo también estaba dormido. Jimmy cortó la cinta con delicadeza y dejó desdoblarse la almohada, dejando que la cabeza de su
amigo reposase sobre ella con naturalidad. La mandíbula de Semo estaba muy inflamada, pero sus lesiones eran poca cosa en comparación con
el estado en que se encontraba el careto de Clint. Dejando caer un par de gotas de aquel líquido picante y abrasador sobre su lengua, Jimmy
notó con satisfacción cómo se esforzaba por respirar mientras el vapor le llenaba los pulmones.
2
Shelley Thomson tenía seis dedos en uno de los pies. De pequeña, su padre le dijo que era una extraterrestre y que la encontraron
abandonada cuando un ovni la dejó tirada en un campo de las afueras de Rosewell. Lo cierto, sin embargo, es que fue su padre quien abandonó
a Shelley. Cuando tenía seis años, un buen día sencillamente no volvió a casa después del trabajo. Su madre, Lillian, se negó a decirle a Shelley
si sabía algo sobre la desaparición de su padre o no.
Como resultado, Shelley idealizaba un tanto la memoria de su padre, y éste fue el caso sobre todo cuando sus pulsos de adolescencia con
Lillian llegaron a un punto particularmente discordante. Al transformarse en una quinceañera soñadora y propensa a la especulación, Shelley
acabó desarrollando fascinación por los ovnis.
Cuando, tras dos ausencias seguidas de la regla y dar positivo dos veces en diferentes pruebas de embarazo caseras, se dio cuenta de que
estaba preñada, Shelley declaró que el padre era un alienígena de dos metros y medio que se le apareció de noche y se la llevó en estado
semiinconsciente a un lugar que pudo haber sido o no una nave espacial y yació sobre ella. Le dijo a su amiga Sarah que sin interacción genital
alguna, había tenido la «sensación de hacerlo».
«¿Sí, eh?», se mofó Sarah. «¿Y cómo era? ¿Como Brad Pitt? ¿Como Liam Gallagher?»
Sarah no quería que se le notara lo impresionada que estaba por el hecho de que su amiga no se regodeara en esa clase de detalles. Al
contrario, Shelley describió de forma clásica al alienígena: cuerpo largo y delgado sin pelo, ojos grandes y almendrados, etc. Aunque muy
impresionada, Sarah se hallaba lejos de estar convencida.
«Sí, claro», dijo con tono desdeñoso. «Ha sido Alan Devlin, el del garaje, ¿no?»
«¡No!»
Alan Devlin era encargado en el garaje local que estaba al final de la vía de acceso que llevaba a la circunvalación. Tenía una actitud natural y
simpática con las jovencitas del colegio local, que estaba pegado a la estación de servicio. Clint Phillips, su tímido colega del Young team , de
diecisiete años, esperaba fuera con nerviosismo y vigilaba mientras el encargado senior se entretenía en el taller con las jovencitas del lugar.
Shelley y Sarah figuraban entre las integrantes de su harén escolar. Clint se moría de ganas de tomar parte, pero era demasiado vergonzoso,
debido fundamentalmente a su espantoso acné, y por tanto demasiado poco exótico a ojos de las chicas, y Devlin solía hacerle rabiar sin piedad
al respecto. Muchas veces Clint deseaba que el señor Marshall, el gerente del garaje, que nunca estaba allí, se acercara y les sorprendiera, pero
en realidad nunca lo hizo. Marshall era un alcohólico y cuando llegaba la hora de comer siempre andaba borracho en alguno de los pubs locales.
No obstante, a Clint le gustaba insinuar que se había follado a Shelley, lo que fastidiaba un huevo a su amigo Jimmy Mulgrew, que se moría por
los huesos de la niña.
Alan Devlin era de la ciudad y durante su adolescencia había tenido que ver con una pandilla de casuals8 futboleros conocidos con el
nombre de Capital City Service,9 pero lo dejó cuando su hermano mayor Mikey se esfumó misteriosamente una noche y nunca volvió a aparecer.
Mikey Devlin había sido un top boy.10 En los cinco años transcurridos desde la desaparición de su idolatrado hermano mayor, Alan Devlin se
había replanteado su visión de la vida. Lo fundamental era que estabas jodido de antemano: de repente estabas aquí y luego ya no. De lo que se
trataba era de sacarle a la vida todo lo que pudieras. Para Alan, eso significaba follarse a todas las tías posibles. Su éxito con las adolescentes
se basaba en la labia, en la insistencia y en cierta capacidad para conectar con sus obsesiones. Después de oír aquella historia, Shelley se dejó
follar. Como su padre había desaparecido, sentía afinidad por Alan Devlin. Hasta entonces, aquella colegiala alta y delgada sólo le había
permitido acariciar sus pequeños pechos pubescentes, con frecuencia mientras Sarah y él mantenían relaciones completas.
Shelley, y en realidad Sarah también, juró que jamás volvería a visitar a Alan en el garaje. Sin embargo, el aburrimiento las llevaba hacia allí, y
los halagos fáciles del muchacho las hipnotizaban indefectiblemente. Antes de que se dieran cuenta, las manos de Alan estaban por todas partes,
de una de ellas o de las dos.
3
Las chabolas de los travellers se habían extendido del viejo solar que les había asignado el ayuntamiento al erial tóxico que estaba al lado. El
campamento crecía a diario. La fiebre del milenio: a aquellos capullines les volvía loco, pensó el agente Trevor Drysdale. No eran auténticos
travellers, sólo unos tocapelotas que habían salido a buscar follón. En las puertas de la tienda de fish ‘n’ chips anoche se había producido una
pelea. Otra vez. Drysdale sabía quiénes eran los alborotadores, con sus drogas y su comportamiento de enteradillos. A finales de aquella semana
iba a haber una reunión de la junta de ascensos. Todavía le quedaba tiempo para obtener la clase de resultados que podían pesar de forma
decisiva en la balanza. ¿Acaso no había hecho méritos con su forma firme pero a la vez sensible de tratar con los travellers? Sargento Drysdale.
Sonaba bien. El traje nuevo de Moss Bros le iba como un guante. Cowan, el presidente de la junta de ascensos, insistía mucho en la buena
presencia. El hermano Cowan le conocía de la Logia. El puesto era prácticamente suyo.
Drysdale bajó por el sendero hasta el borde de la presa. Latas de cerveza, botellas de vino, bolsas de patatas fritas, tubos de pegamento.
Ése era el problema de la generación actual de los jóvenes de extracción obrera; estaban económicamente excluidos, políticamente privados del
derecho de representación y atiborrados de drogas raras. Era una mala combinación. Lo único que querían hacer aquellos capullines era estar de
fiesta hasta que llegara el siglo siguiente y ver lo que traía consigo aquel hito cultural. En caso de que la respuesta fuera «la misma mierda de
siempre», como era probable, reflexionó Drysdale con aire taciturno, entonces los muy cabritos se limitarían a encogerse de hombros y seguirían
festejando hasta el siguiente milenio.
Trevor Drysdale era lo bastante realista como para saber que por aquellos lares jamás había existido una era dorada de «colleja en la oreja»
a la hora de hacer respetar la ley. Pero sí recordaba el equivalente realpolitik del control social, el «palizón en el calabozo». La juventud escocesa
de la vieja escuela respetaba esa gran institución de las fuerzas del orden: el escalón resbaladizo. Ahora, sin embargo, la mayor parte de ella
estaba demasiado atiborrada de drogas para enterarse del palizón o incluso acordarse de haberlo recibido. Después de tomarse unas cuantas
gelatinas, ese tipo de daños formaban parte del entorno. Sí, esa actividad todavía podía resultar terapéutica para el agente individual, pero como
método de mantenimiento de la ley era más que inútil.
Vaya sitio, pensó Drysdale, barriendo con la mirada la presa hasta recorrer la topografía de la ciudad y volver a subir las colinas de Pentland.
Esto sí que había cambiado. A pesar de lo acostumbrado que estaba a su desarrollo exponencial, a veces lo repugnante de la naturaleza
arbitraria e incongruente del paisaje le crispaba los nervios. Aldeas antiguas, urbanizaciones modernas en forma de caja de zapatos, yermos,
granjas destrozadas y moribundas, polígonos industriales, complejos de ocio y centros comerciales, autopistas, vías de salida, y aquel trozo de
tierra baldía de color marrón, abandonado y en ruinas, que llamaban estrafalariamente el Cinturón Verde. Esa terminología parecía otro insulto
premeditado más que las autoridades habían lanzado a los lugareños.
Pero si algo le preocupaba más que la negrura que se había solidificado en torno a aquel lugar como un gel, era aquella nueva ola de
optimismo. La fiebre del milenio. Dicho en otras palabras, otra excusa para que los jóvenes vayan por ahí follando y drogándose mientras los
demás tenemos que trabajar sumidos en el odio y el temor, meditó con rencor mientras acusaba el ardor de su úlcera. Había que acabar con
aquello. Ahora ya había miles de ellos, hacinados en aquella franja de terreno.
Desde el empinado terraplén situado junto a la orilla, Drysdale miró hacia abajo. Veía expandirse la aldea improvisada de almas perdidas,
acercándose cada vez más a la urbanización donde vivía él, Barratt. Menos mal que los separaba la vía de salida, coño. Desde luego ya era hora
de que el gobierno declarase el estado de emergencia y se quitase los guantes de seda. Pero no; los astutos cabronazos le estaban dando
largas, esperando que se produjeran unas cuantas muertes por drogas. Entonces atizarían la histeria de la presunta mayoría moral y adoptarían
unas cuantas medidas más represivas. Tenían que tener algún valor porcentual de cara a las encuestas, y ya quedaba menos para la temporada
congresual de los partidos, además de unas elecciones. Habría una tanda de discursos «duros» seguida por alguna que otra caza de brujas.
Drysdale ya lo había oído todo muchas veces, pero oírlo decir más alto significaría que por lo menos no habían decidido abandonarlo. A ver si
derramamos un poco de sangre, joder, anheló atribulado y con todas sus fuerzas, mientras de una seca patada enviaba una lata oxidada al agua
fría.
4
El plan del Young team local había tenido un éxito imprevisto. A la mañana siguiente, Clint Phillips se despertó en el suelo de Jimmy Mulgrew
agonizando, así que tuvieron que llevarle al hospital, donde le hicieron radiografías, le examinaron y lo ingresaron. A Jimmy le pareció una ventaja
añadida que hubiesen hospitalizado a Clint en lugar de a Semo, aunque teniendo en cuenta que Clint no iba a estar en el taller del garaje, y con el
cabrón de Alan Devlin rondando por allí, tendrían que tener cuidado con lo que chorizaban.
De todas formas, Clint saldría dentro de un día o dos, y entonces podrían acudir a la pequeña subcomisaría y denunciar el delito ante el poli
Drysdale, culpando de la agresión a un grupo de travellers.
5
El cyrastoriano apoyó sus largos dedos sobre sus sienes. Notó cómo se desplazaba a velocidad constante desde el centro de la Voluntad
hacia zonas donde su influencia era periférica. A veces Gezra, el Viejo, pensaba que se había equivocado al insistir en trabajar en aquello más
tiempo del previsto. Era como si sintiera la frialdad del espacio exterior insinuándose en sus carnes, atravesando el aura translúcida de la
Voluntad, que lo protegía a él y a todos los hijos e hijas de su mundo.
En la oscuridad de su nave, iluminada sólo por imágenes del planeta bajo observación que se iban cribando, el Anciano de Conducta
Conforme y Apropiada del sector meditó acerca del probable destino de la nave de aquellos jóvenes bribones. La Tierra parecía una opción
demasiado evidente. Al fin y al cabo, su espécimen procedía de ese mundo. Una sonrisa apareció en los finos labios de Gerza. Espécimen.
Debería dejar de emplear un término tan peyorativo y humillante. Al fin y al cabo, el Terrícola había sido reclutado, y había optado por formar parte
de la cultura cyrastoriana en lugar de regresar a su planeta con la memoria borrada, y todo ello a cambio de unos beneficios sorprendentemente
modestos. Había poco que rascar intentando comprender el psiquismo primitivo de una criatura terrestre.
El Anciano de Conducta Conforme y Apropiada decidió a su pesar que tenía que utilizar tecnología externa para localizar a aquellos jóvenes
renegados. Esa perspectiva llenó al Anciano de aversión. La filosofía cyrastoriana se basaba en el desmantelamiento y la desmovilización de la
tecnología externa, y en el fomento implacable de la Voluntad, los poderes psíquicos individuales y colectivos a través de los cuales aquella raza
se había desarrollado y había hecho avanzar su civilización a partir de su propia era de decrepitud posindustrial, desde la que ya habían pasado
varios milenios.
Al igual que sucedía con los humanoides terrícolas, la historia temprana de Cyrastor estuvo dominada por una sucesión de profetas,
evangelistas, mesías, sabios y visionarios que se las ingeniaron para convencerse tanto a sí mismos como a sus seguidores de que conocían los
secretos del universo. Algunos hicieron poco más que el ridículo en vida, pero la influencia de otros se hizo sentir durante generaciones.
El implacable auge de la ciencia y la tecnología minó a las grandes religiones como fundamento de la verdad sin reducir en nada la humildad,
el asombro y la reverencia que todas las formas de vida inteligente experimentaban al contemplar aquel universo inmenso y fascinante. A medida
que la tecnología cyrastoriana avanzaba y exploraba lo que en principio parecía un campo inagotable (que en retrospectiva sólo sería
considerado un aspecto menor de su civilización), desveló más misterios de los que era capaz de resolver. Era lo que siempre había sucedido
con el conocimiento, pero a los cyrastorianos les preocupaba más la tendencia innata de su cultura a orientar toda esa tecnología hacia el
consumo de recursos sin conseguir eliminar la pobreza, la desigualdad y la enfermedad, ni aprovechar el potencial de sus ciudadanos.
En la cúspide de su progreso tecnológico, aquel pueblo pragmático e idealista afrontó su crisis espiritual. Los Principales Ancianos
establecieron un organismo llamado la Fundación. Sus competencias consistían en promover la iluminación espiritual y liberar las potencialidades
de la mente cyrastoriana de sus limitaciones, hasta entonces supuestamente fisiológicas. Siglos de meditación desembocaron en la creación de
la Voluntad, una reserva colectiva de energía psíquica a la que podía recurrir cualquier cyrastoriano por el solo hecho de vivir y de pensar, y a la
que contribuía según su nivel de formación personal y su capacidad de aprendizaje. Como la Voluntad había erradicado prácticamente todas las
diferencias culturales y sociales, la capacidad de contribuir a ella resultó ser muy semejante en todos los ciudadanos cyrastorianos.
Hasta entonces a Gezra le había resultado un poco cómico dilapidar sus ratos de ocio contemplando a culturas primitivas como la de la
Tierra recorrer el callejón sin salida del desarrollo tecnológico externo. Ahora, sin embargo, gran parte de la juventud cyrastoriana rebelde se
sentía cuando menos conmovida por la noción de aquella visceral superchería del tocar, sentir y saborear. Como eran unos primitivistas,
buscaban formas de interacción física sólo por las sensaciones excitantes que pudieran ofrecer, muchas veces entre razas que apenas
superaban el umbral del salvajismo. Gezra sabía, no obstante, que el líder rebelde, el Joven llamado Tazak, a despecho de toda su retórica
acerca del culto de lo físico, tenía unos poderes psíquicos muy desarrollados, y percibiría cualquier intento de los Ancianos de detectar su
presencia mediante la Voluntad.
6
Los del Young team estaban sentados junto a la presa bebiendo vino barato. Jimmy se acordaba de que hacía sólo unos años pescaban
percas y lucios en aquellas aguas. El pegamento se había impuesto a la pesca. En realidad no es que fuera menos aburrido, pero la sensación
de ir puestos de pegamento era como prolongar la emoción de una captura a lo largo de todo el día. Producía una sensación de futilidad y al
mismo tiempo ofrecía el consuelo del olvido. Si bien la ebriedad proporcionaba multitud de desventuras, cuya narración podía, en ciertas
condiciones, ayudarle a uno a atravesar períodos de convencionalismo desquiciantes, con excesiva frecuencia sólo conducía a una frustración y a
una ansiedad mayores.
Pero, de todos modos, que le dieran. Jimmy bostezó y se estiró, notando cómo sus miembros se desmadejaban alegremente; uno tendía a
seguir siempre la línea de menor resistencia. ¿Qué más había? Pensó en sus padres, ahora separados, en sus pintorescas ideas acerca del
«respeto», provenientes de una era de pleno empleo y salarios semidecentes, luchando por mantenerse a flote en el vacío implacable y depresivo
que les rodeaba. Él se sentía incapaz de respetarlos a ellos, y de respetar a la sociedad. Ni siquiera era capaz de respetarse a sí mismo, sólo de
hacer causa común con sus amigos para forzar a otros a respetarle, de una manera cada día más estrecha y preestablecida. Sólo había que
hacer piña con los colegas y asegurarse de que hubiera un túnel luminoso por delante y esperanzas de que el mundo fuera mejor cuando uno
saliera a la luz, si es que salía.
Puede que los travellers hubieran acertado, pensó Jimmy. Quizá la clave estuviera en estar en movimiento. Pero ¿por qué cojones tenían
que venir aquellos tristes cabrones aquí? Las extensiones de tierra baldía, entre las urbanizaciones de Barratt, los polígonos y los pasos elevados,
se habían convertido en el hogar de gente de todas partes de las Islas e incluso más allá. Todos aquellos cabrones hechos polvo que hablaban de
una «fuerza» que les había traído hasta allí. ¡Aquí! Hostia puta. De todos modos, que les dieran por culo a todos esos capullos, Clint saldría del
hospital mañana. Presentarían la denuncia ante Drysdale y luego dejarían en pelotas a los mamones del seguro. Fácil.
Jimmy se echó al coleto media botella de limonada Hooch. Se habían pasado a la cerveza y los licores, pero ahora mismo su bebida favorita
eran unas cuantas Hooch, superláger y vinos abocados con pastillas de temazepan, si las había. Su amigo Carl casi se había ahogado la semana
pasada, al quedarse dormido junto a la presa una tarde, cuando el agua comenzó a subir de nivel. Cuando los demás, que llegaron
tambaleándose a la ciudad, se dieron cuenta de que no estaba y volvieron a buscarle, casi le cubría la boca y la nariz.
Levantando la vista hacia el cielo, feo y vacío, Jimmy se preguntó si ahí fuera habría algo. Aquél era uno de los principales emplazamientos
del Reino Unido para avistamientos de ovnis, y cada seis meses o así los científicos, los periodistas y los buscadores de ovnis venían a la ciudad.
La gente siempre veía aquellas cosas en sitios mierderos y reaccionarios como aquél en los que no había una puta mierda que hacer, meditó con
amargura, mientras arrojaba una botella vacía a la presa. ¿Por qué cojones iban a venir aquí los alienígenas? Últimamente había estado hablando
demasiado con la tonta de Shelley, la que se follaba el cabrón de Alan Devlin, el tío de la capital que curraba en el garaje. Le tenía manía, no sólo
por follarse a una chica a la que le tenía ganas (a fin de cuentas, les tenía ganas a casi todas), sino porque cuando le pilló robando unas patatas
fritas Devlin había amenazado con sacudirle con un bate de béisbol.
Había que reconocer, no obstante, que Shelley tenía mucha clase. Jimmy lo sabía de la vez que en el chippy11 se ofreció a invitarla a unas
patatas fritas y ella las pidió con salsa de curry. Eran esos pequeños toques los que diferenciaban a las hembras de categoría de la brigada de
las de aparca y métela. Pero el vacile este de los alienígenas le ponía de los nervios. Así fue como acabó cepillándosela Alan Devlin, liándole la
cabeza con toda aquella mierda.
El pegamento siempre había sido la droga favorita de Jimmy. Le encantaba el contundente subidón de los vapores, y la forma en que se
quedaba pegado en los pulmones y le obligaba a recobrar el aliento. Sabía que eso significaba que quizá no viviera demasiado tiempo, pero
todos los viejos cabrones de aquel pueblo parecían de lo más infelices, así que él no veía grandes virtudes en la longevidad. Lo importante era la
calidad de vida, y opinaba que más valía estar hecho polvo de bajón que en un puto cursillo de formación aguantando los gritos de algún gilipollas
de cara colorada a cambio de una miseria para que luego te dé el finiquito al cabo de dos años para dar paso al siguiente pringao. Si alguien no
lograba entenderlo, en lo que a Jimmy se refería, no tenía putos sesos. Es de una lógica perfecta, se rió para sus adentros.
«¿Qué estás diciendo, tonto del culo?», preguntó Semo, riéndose.
«Nada», dijo Jimmy con una sonrisa, echándose unas gotas de pegamento Airfix en la lengua, disfrutando del picor y la sensación de asfixia.
Acto seguido, cuando se llenó los pulmones de aire, saboreó la sensación de mareo. Cuando el dolor de las sienes disminuyó, echó lo que
quedaba en una bolsa de patatas fritas vacía y empezó a inhalarlo.
«Pásamela, Jimmy, cabrón», protestó Semo, trasegando cerveza de una lata de superláger y haciendo una mueca. Estaba asquerosa.
Decidió que era mejor empezar por el hooch hasta que acabaras lo bastante destrozado como para no notar el sabor de la birra. Fría no estaba
demasiado mal, pero caliente... que le den.
Jimmy le pasó la bolsa a regañadientes. Durante un instante fugaz, tuvo la sensación de que el suelo iba a levantarse y sacudirle en el
mentón, pero capeó el temporal y se frotó los ojos en un intento de recobrar un poco de vista.
Dunky mordisqueaba algo. «¿Os acordáis de cuando pescábamos aquí? Qué buenos tiempos», reflexionó en voz alta.
«Pero era aburrido de cojones, ¿eh?», dijo Semo, y entonces, con una brusquedad que sobresaltó a Jimmy, le preguntó: «Eh, Jimmy, ¿ya te
has tirado a la Shelley? Porque llevas tiempo dando vueltas a su alrededor...»
«Puede que sí y puede que no», dijo Jimmy sonriendo. Fantaseaba con que salían juntos. Le gustaba la forma en que la gente empezaba a
asociarlos. Apostaba sobre su deseo como si fuera una mano de póquer, flirteando con sus amigos acerca de sus sentimientos al respecto, de
un modo que curiosamente era más profundo de lo que nunca se había mostrado con ella.
«Algún capullo comentó que le habían hecho un bombo», dijo Dunky.
«Vete a la mierda», saltó Jimmy.
«Yo sólo me atengo a lo que me han contado», replicó Dunky con indiferencia. Se dio la vuelta, porque el sol empezaba a picarle en la cara.
«No vayas contando putas películas por ahí, ¿vale?», conotraatacó Jimmy. Sabía que había sido el bocazas de Clint. Era como si viera su
enorme buzón, charlatán y baboso, justo antes de que Semo lo cerrara de aquella forma tan deliciosa con el martillo. Era como si viera a Alan
Devlin gritándole para que dejase las putas patatas en su sitio. Era como si viera, en su imaginación, las sonrisas con las que las chicas
gratificaban a Devlin, Shelley incluida, y lo impotentes que parecían para hacer otra cosa que no fuera reírse con nerviosismo sexy ante su labia.
Jimmy había probado el estilo de Devlin, pero nunca daba en el clavo, no de la misma forma. Se sentía como una niña pequeña probándose en
secreto los vestidos de su madre.
«Sí, ya», se burló Dunky.
En realidad Dunky no pretendía darle importancia al asunto, pero Jimmy sí. Se levantó y saltó sobre su amigo, inmovilizándole contra el suelo.
Le agarró de la cabellera pelirroja y se la retorció.
«¡He dicho que no vayas por ahí contando películas! ¿Vale?»
Al fondo, Jimmy podía oír el incitante resuello de Semo riéndose en un tono grave y sin alegría. Jimmy y Semo, siempre Jimmy y Semo. Igual
que siempre eran Dunky y Clint. El martillo de Semo había sido simbólico; había cambiado el equilibrio de poder entre los cuatro. Aquello era por
si Dunks había olvidado exactamente lo que había significado aquel golpe.
«¡He dicho vale!», rugió Jimmy.
«¡Vale! ¡Vale!», gritó Dunky mientras Jimmy aflojaba su presa y se quitaba de encima. «Puto zumbao», protestó mientras se sacudía el
polvo.
Semo se rió convulsivamente. «Yo me la tiraría», dijo. «También me tiraría a su amiga, a la Sarah esa. Estaría bien, ¿no, Jimmy? Tú con la
Shelley y yo con la Sarah.»
A Jimmy se le escapó una sonrisa. Semo era su mejor amigo. La idea tenía su atractivo.
7
Shelley leía Smash Hits mientras su madre hacía la cena. Liam, el de Oasis, estaba buenísimo. Abby Ford y sus amigas del cole siempre
estaban hablando de Oasis. Abby Ford siempre tenía dinero para comprarse ropa y discos. Por eso todos los chavales del colegio iban detrás
de ella. Shelley tenía que reconocer que le gustaba cómo llevaba el pelo. Se dejaría el pelo largo. Había sido una boba por rapárselo, pero a su
madre le fastidió. Abby no era mala gente, pero a Sarah no le caía bien. Shelley y Abby habían charlado un poco. A lo mejor ella y Sarah se hacían
amigas de Abby Ford, Louise Moncur, Shona Robertson y esa banda. No estaban tan mal. A Shelley le gustaría conseguir dinero para comprarse
ropa de calidad.
Pero Liam, el de Oasis... Mmm... Mejor todavía que Damon o Robbie o Jarvis. Asomándose a los ojos de Liam, en esa foto, Shelley imaginó
que podía ver en ellos un fragmento de su alma. Era como si la mirase fijamente sólo a ella. Shelley Thomson se estremeció de placer
imaginando que sólo ella podía descifrar el código secreto de aquella mirada, y sentir el vínculo que había entre ellos. Sería estupendo si pudiera
conocerle, por ejemplo cuando Oasis tocara en Loch Lomond. ¡Se daría cuenta de la pareja tan estupenda que hacían y de que estaban hechos el
uno para el otro! ¡Amor a primera vista! No sabía si tener al bebé o deshacerse de él. Por supuesto, eso también dependería de Liam; habría que
consultarle. Era lo justo. ¿Querría criar al hijo de otro como si fuera suyo, y encima alienígena? Si la quería, y por la forma en que la miraba ella se
daba cuenta de que así era, entonces eso no supondría ningún problema. Sería superguay que Sarah se casara con Noel. Entonces serían
cuñadas. ¿Se podía pedir algo más?
«Shelley, a cenar», dijo su madre con brusquedad. Shelley dejó la revista y acudió a la mesa. La imagen de los ojos de Liam,
enternecedores y meditabundos, seguía ardiendo y se lo imaginó acariciándole el pecho; notó que una corriente eléctrica le sacudía el estómago.
Se sentó ante las patatas fritas al horno, las salchichas y las judías, comiendo con movimientos bruscos y económicos. Shelley tenía un apetito de
caballo, y a pesar de estar embarazada (no sabía de cuánto, porque apenas se había encontrado mal por las mañanas), estaba flaca como un
palillo. Las patatas fritas la volvían loca, y le encantaban las del chippy, sobre todo con salsa de curry. Las de su madre —pequeñas, rugosas y
escasas— nunca daban del todo la talla.
Ella era distinta de su madre, reflexionó Shelley con aire petulante. Su madre, a la que le bastaba con mirar una patata frita al horno McCain’s
para que unas cuantas células más de grasa imperceptible se agrupasen en torno a su barriga y debajo de la barbilla. Shelley consideraba
aquello como un defecto de carácter de su madre. Tenía aspecto demacrado y abotargado. ¿Eran posibles las dos cosas a la vez? Desde luego,
pensó Shelley, levantando la vista y mirando a Lillian mientras se asomaba a la ventana desde detrás de los visillos con expresión temerosa.
Siempre parecía andar pensando en algo ominoso. Pero tenía que mantener buenas relaciones con ella. A su madre también le gustaba Oasis.
Existía la posibilidad, remota, pero no obstante real, de que fuesen juntas a Loch Lomond. Una vez su madre dijo en broma que le gustaba Noel.
Había sido una broma, pero de mal gusto, y había herido a Shelley en lo más vivo. ¡Imagínate que su madre se enrollara con Noel o que se casara
con él! ¡Qué asco! Si llegara a suceder eso, estropearía las cosas entre Liam y ella. Ni hablar. Seguro que Noel tenía mejor gusto que todo eso.
No había comida suficiente; pronto volvería a tener hambre. Aquella noche bajaría al chippy. Jimmy Mulgrew estaría allí. Era majo, pero no le
atraía. Era demasiado real, demasiado de aquí. Demasiado Rosewell. Era torpe. Jimmy nunca sabía qué decir, a diferencia de Alan Devlin, el del
garaje, o como Liam. Vale que Liam venía de un sitio que en realidad era igual que Rosewell, pero había evolucionado y demostrado que tenía lo
que había que tener para convertirse en una estrella. Pero bajaría al chippy de todos modos, y luego volvería a casa para ver Expediente X.
8
Jimmy y Semo estaban holgazaneando en la esquina del chippy. Los pubs iban a cerrar dentro de media hora. Jimmy quería unas patatas
fritas pero Vicent, el propietario, les había prohibido la entrada a Semo y a él por actos anteriores de hurto y vandalismo. A Jimmy le dio un vuelco
el corazón cuando vio a Shelley y a Sarah caminando hacia ellos. Shelley le dedicó una sonrisa coqueta y Jimmy notó que algo se revolvió en sus
entrañas. Quería decirle cómo se sentía, pero ¿qué podía decir aquí, delante de Semo y de Sarah? ¿Qué podía decirle a aquella belleza
espigada que le impedía dormir por las noches y que tenía la culpa de que sus sábanas estuvieran tiesas como tablas desde que en los últimos
meses se hubiera convertido en una preciosidad y se había rapado la cabeza a lo Sinead O’Connor? Aquello exigía un noviazgo auténtico, no
manoseos a oscuras en la cantera con tías como Abby Ford y Louise Moncur, a las que Semo y él habían bautizado con el apodo de Reservoir
Dogs.12 Pero ¿cómo pedirle una cita? ¿Adónde podían ir? ¿Al cine? ¿Al jardín botánico? ¿Adónde llevaba uno a una chavala para una cita
como es debido?
Inspirado por el resplandor de la luna, que iluminaba el obelisco del bloque de oficinas que había encima del garaje, Jimmy se acercó a ella.
«Eh, Shelley, anda, sácanos unas patatas, que te doy el dinero y tal. Vincent nos ha prohibido la entrada, ¿sabes?»
«Vale», dijo Shelley, cogiendo el dinero.
«Acuérdate de pedirle que les eche salsa de curry, Shel», dijo con una sonrisa, contento de ver que no se tomaba a mal que se refiriera a ella
de aquella forma más íntima e informal.
Se fijaron en las chicas mientras entraban en la tienda de fish ‘n’ chips. «Vaya par de polvos tienen, ¿eh?», comentó Semo, asomando la
lengua entre unos labios resecos y acariciándose la mandíbula inflamada. «Me las follaba a las dos», espetó, agarrando a Jimmy y dándole un
empujón teatral con la cadera.
Dentro de la tienda, Sarah se volvió hacia Shelley. «¡Son bobos a más no poder! ¡Se supone que tienen dieciséis años! ¡No sabrían qué
hacer con una mujer de verdad!» Las chicas se rieron disimuladamente de los chicos a los que podían ver a través del escaparate
zarandeándose y agarrándose el uno al otro, presas del nerviosismo y la emoción.
9
La nave se encontraba a muchos millones de años luz de la Tierra, y a muchos millones más de su sistema solar originario. Gracias a la
tecnología con que la juventud cyrastoriana tanto decía disfrutar, sus ocupantes podían presenciar imágenes del planeta con gran claridad. Sabían
que era casi tan efectiva como las imágenes que podían ver mediante la Voluntad, pero aquélla era más fácil y costaba menos esfuerzo. Le
dejaba a la Juventud cyrastoriana y a su solitaria amiga la Tierra tiempo para disfrutar de un pitillo.
«Desde la última vez que estuve en la Tierra ha habido unos cuantos cambios entre los muchachos», le dijo el ex casual de los Hibs Mikey
Devlin a Tazak, el líder de la Juventud cyrastoriana, mientras el monitor de la nave recorría la tribuna Este de Easter Road.
«Apostaría a que sí, colega», respondió Tazak, alto y larguirucho, dándole una calada a su Regal King Size. La sustancia a la que le había
aficionado su retaco amigo terrícola, y que éste llamaba «fumeque», era una experiencia realmente maravillosa. Se acordaba de la primera vez,
cuando había echado su bofe virgen. Ahora fumaba cuarenta al día.
Mikey escrutó las caras y centró su atención en las pocas que reconocía. «El cabrito ese de Ally Masters antes iba con la cuadrilla de los
alevines. Ahora parece que se ha convertido en top boy. Eso sí, no se ve ni rastro de su hermanito, ¿eh?»
Tazak le sonrió a su amigo. «Bien, pues esta noche les haremos una visita a esos capullos, a ver qué se traen entre manos, ¿eh?»
Mikey sabía lo que significaba aquel brillo familiar en los ojazos marrones de su amigo. Tenía ganas de hacer destrozos serios. Pero había
un asunto más importante. Había llegado el momento, su momento, el momento de ambos, y no podía permitir que el carácter aventurero de
Tazak acabara jodiendo las cosas. Ya estuvieras en el espacio, con tecnología interna o externa capaz de arrasar sistemas solares enteros a tu
disposición, o en la calle buscando pelea, lo importante era saber elegir el momento. Mikey Devlin era un top boy. Sabía que en la guerra,
independientemente de la forma que adoptara, las reglas a aplicar eran las mismas. «Empezaré tomándome las cosas con calma, acuérdate. Me
quedaré aquí hasta que tú consigas hacerles ver las cosas a nuestra manera, y entonces bajaré. En cuanto esos putos gilipollas vean quién
organizó toda la movida, me aceptarán como baranda. Y no hablo sólo de los cashies.13 Hablo de todo el puto planeta Tierra, cabrón.»
«Siempre y cuando ese puto chanchullo tuyo dé resultado, cabrón.» En la boquita de Tazak apareció una sonrisa, mientras sujetaba el Regal
King Size entre sus largos y finos dedos.
«Claro que dará resultado. Esto no es como robar un coche para dar una vuelta y luego abandonarlo; vamos a bajar ahí a pillar a unos
cabrones mientras están dormidos y meterles unos putos tubos por el culo para echar unas risas. Entonces anunciaremos formalmente nuestra
presencia. Ahí es donde nos saltamos todas las reglas cyrastorianas. ¿Hay huevos o no?»
«Joder que si hay», dijo Tazak, un tanto a la defensiva.
«Tú conoces a los viejos de tu planeta. Ya no estudian la Tierra con mucho detalle. Saben que se irá a tomar por culo pronto, ¿no? Lo único
que quieren es que vosotros no os metáis por medio y les dejéis en paz. Pero si entráis ahí y ponéis a los de mi peña como top boys del planeta,
entonces podréis gobernarlo a distancia y los viejos no captarán ni la menor señal de la presencia de zumbaos extraterrestres como vosotros en
el planeta. La estrategia tiene que ser ésa, tío.»
«En teoría suena bien...», dijo Tazak, dándole una calada al pitillo.
Mikey sonrió, mostrándole al joven cyrastoriano sus grandes dientes. Era un gesto que su amigo, acostumbrado como estaba al aspecto
extraordinario del terrícola, siempre había encontrado perturbador. «¡Suena más que bien! ¡Oye, cabrón! Yo soy el que organizó lo de Anderlecht
durante la copa de la UEFA.»
«Eso no es nada comparado con esto, joder», replicó Tazak.
«Es lo mismo, coño: una ciudad, Bruselas, o un planeta, la Tierra. No son más que putas motas de polvo en el sistema solar.»
«Supongo», admitió Tazak. Tenía que reconocer la madurez del casual terrícola. Últimamente se había convertido en una novedad
inquietante.
Hacía ya algún tiempo que habían forjado su insólita amistad. Tazak había sido un Joven novato que había viajado a bordo de una nave de
Ancianos enviados a cumplir un recado y recoger al azar a un terrícola al que estudiarían para que les enseñara el lenguaje y la cultura terrícolas.
El terrícola, Mikey Devlin, fue raptado en un club de Edimburgo cuando detuvieron el tiempo terrestre; una vez repuesto del susto, se mostró más
que dispuesto a ayudarles. Mikey llegó incluso a solicitar que prolongaran su estancia, dado que en la Tierra le buscaba la policía local por una
agresión con lesiones cometida en la estación de ferrocarril de Waverley tras una reyerta de envergadura. Mikey Devlin llegó a un acuerdo con los
alienígenas. Lo único que tenían que hacer era volver con él a la Tierra de vez en cuando para buscar a unas cuantas chavalas a las que follarse.
Los Ancianos le complacieron gustosamente. Mikey, sin embargo, había entablado amistad con algunos de los jóvenes alienígenas, sobre todo
con Tazak, que acabaría llevándole a la Tierra en la vieja nave de crucero y disfrutando de su compañía. Mikey era un tipo sagaz y su cotización
había aumentado entre los alienígenas, por lo que pronto lo aceptaron como uno más. Animó a la Juventud alienígena a consumir tabaco, droga
hacia la que parecían tener una gran predisposición. Su adicción al fumeque mantenía una extraña ligazón entre ellos y el planeta Tierra, y
significaba que Mikey siempre podría visitar su hogar. Lo único a lo que Tazak no conseguía acostumbrarse por su parte era al olor apestoso y
dulzón que emanaba de la piel del alienígena terrestre.
Mikey pensaba que el ingenuo interés de los alienígenas por la tecnología física era una chorrada como una catedral; había estudiado
intensamente el poder de la Voluntad y había aprendido a hacer uso de algunas de sus maravillas. Como le caían bien, se guardó para sí el
desdén que le inspiraba el interés de aquellos jóvenes, y tenía que convenir en que los Ancianos cyrastorianos eran unos cabrones de lo más
aburrido.
10
Aquella congregación de bandas y tribus en el área insalubre del viejo Midlothian y el extrarradio suroriental de Edimburgo intrigó a los
mismos travellers tanto como a las autoridades. Varios sabios y pseudoprofetas de la New Age habían sugerido teorías al respecto, pero las
autoridades locales no podían hacer nada y el gobierno se negaba a intervenir mientras la población de aquellos campamentos improvisados
aumentaba hasta rebasar las veinte mil personas.
11
Los traficantes locales estaban haciendo su agosto y a Jimmy y Semo, bajo los efectos del subidón del éxito con el que esperaban coronar
su chanchullo de indemnización por lesiones con Clint Phillips, se les ocurrió probar suerte con una iniciativa de carácter más privado. Semo tenía
un buen contacto en Leith, así que fueron a la ciudad en un coche robado para pillar unos ácidos con la intención de colocárselos a los travellers.
Llegaron al venerable puerto y recogieron a su amigo Alec Murphy, que les llevó a un piso del Southside, diciéndoles que iban a ver a un tío al que
Murphy se refirió simplemente como el «Estudiante Cabrón».
«El Estudiante Cabrón es legal. En realidad no es estudiante», les explicó Alec. «Lleva un taco de años sin ir a una universidad ni nada que
se le parezca. Pero tiene una licenciatura: en económicas o alguna mierda de ésas. Pero es como... como que sigue hablando como un puto
estudiante, ¿sabes?»
Los chicos asintieron con un gesto de vaga comprensión.
Alec les advirtió que el Estudiante Cabrón, en su opinión, tendía a hacer las observaciones más banales en forma de laberínticas
proposiciones filosóficas. Cuando tenía un buen día, comentó Murphy, en condiciones óptimas y con la compañía adecuada, el Estudiante Cabrón
podía llegar a ser moderadamente entretenido. Tenía la impresión de que esos días, circunstancias y compañías escaseaban cada vez más.
Mientras subía las escaleras que conducían al piso del traficante con emoción y expectación cada vez mayores, Jimmy Mulgrew tenía la
impresión de que acababa de triunfar. Se pavoneaba y se daba aires de gángster, mientras se miraba en el espejo del comedor. Luego vería a
Shelley en el chippy, y dejaría caer unas cuantas insinuaciones sobre «el negocio». Aquello no dejaría de impresionarla. Alan Devlin era historia,
pensó Jimmy en un acceso de confianza. ¡Un puto empleado de garaje! ¡Qué top boy ni qué coño! Se había ido de la olla y el cabrón estaba
flotando a la deriva. Su momento aún no había llegado.
Las fantasías de Jimmy se desinflaron rápidamente cuando un tío con una mata de rizos y gafas de montura negra les hizo pasar al cuarto de
estar. Una mujer de cabello castaño y lacio y un top rojo estaba dando de comer a un bebé con un biberón. Ni siquiera dio señales de haberse
dado cuenta de su presencia.
«Alec..., hola...», dijo el Estudiante Cabrón, al parecer un poco molesto al constatar la relativa juventud de los amigos de Alec. «¿Podría
hablar un momento contigo en privado?»
Alec se volvió hacia Jimmy y Semo. «Esperadme un momento, chicos», dijo, y desapareció en la cocina con el Estudiante Cabrón. Alec
sabía que no debería haberlos traído al bulín del Estudiante Cabrón. La verdad es que ahí no había estado muy fino.
«¿Cuántos años tienen esos tíos?», le preguntó el Estudiante Cabrón.
«Dieciséis y diecisiete», dijo Alec. «Son del Young team de Rosewell, pero son legales y tal. Entiéndeme, que me acuerdo que dijiste que
podía traer aquí a cualquiera que quisiera surtirse.»
«Ceteris paribus, todo eso está muy bien», dijo el Estudiante Cabrón, «pero es sabido que a los jóvenes siempre les impresionan las
novedades y por tanto tienden a irse de la puta boca y yo no quiero tener a la puta poli tocándome los huevos.»
«Estos chicos controlan», dijo Alec, encogiéndose de hombros.
Tras sus lentes el Estudiante Cabrón puso los ojos en blanco con gesto dubitativo.
En el cuarto de estar, Jimmy acusaba el silencio bochornoso que le producía la presencia de la madre y de la criatura. Tenía la sensación de
que a Semo le pasaba lo mismo, porque se sintió obligado a romperlo.
«¿Cuánto tiempo tiene el crío?», preguntó.
La mujer levantó la vista y le miró con una expresión fría y distante. «Tres meses», le informó con indiferencia.
Semo asintió con gesto pensativo, antes de señalarla con el dedo e insistir: «Oye, y cuando tuviste al crío, ¿te dolió?»
«¿Qué?», preguntó la mujer mirándole con más atención.
«Que si cuando tuviste al crío te dolió.»
Ella le miró de arriba abajo. A Jimmy se le escapó una risita involuntaria; fue como tener la sensación de que un pequeño motor que no podía
apagar le hacía oscilar los hombros desde dentro de la cavidad torácica.
«No», empezó a decir Semo con seriedad, «es que no me puedo imaginar lo que tiene que ser hacer algo así... es como muy raro, ¿no?
Entiéndeme, no puedes pensar en un ser vivo que te está creciendo dentro porque fliparías, ¿sabes?»
«Una vez puestos, hay que seguir adelante», dijo la mujer encogiéndose de hombros.
«Hay que seguir», repitió Semo, asintiendo reflexivamente. Entonces se volvió hacia Jimmy. «¡Supongo que no queda otra, joder!
¡Devolverlo no se puede!», exclamó riéndose. Miró a la mujer y le preguntó: «Es así, ¿no?»
Jimmy empezó a reírse otra vez mientras la mujer del sofá sacudía la cabeza y le sacaba una pelusilla del oído al bebé. Entonces apareció el
Estudiante Cabrón y, con una expresión asustada y apologética que tenía como destinataria a la mujer, acompañó a los muchachos del Young
team de Rosewell a la cocina.
Alec les guiñó el ojo mientras el Estudiante Cabrón abría un armario y cogía un tarro de arcilla rotulado AZÚCAR, sacó una bolsa de dentro y
hurgó en el interior hasta sacar unos secantes. «Quince fresas», anunció con una sonrisa.
«Guay», dijo Jimmy con una sonrisa, e hicieron las cuentas.
Luego volvieron al cuarto de estar y se sentaron. El Estudiante Cabrón puso una cinta. Cuando empezó a sonar, Jimmy echó una mirada
furtiva a la mujer del bebé antes de cerrar la boca con fuerza para no empezar a reírse. Pensó en la mandíbula de Clint, sujeta con alambres, y oyó
unos resuellos débiles y agradecidos saliéndole del pecho mientras vibraba discretamente en el sofá.
El Estudiante Cabrón pensó que Jimmy estaba vibrando en sintonía con la música. «East Coast Project», dijo antes de volverse hacia Alec y
añadir con gran sinceridad: «Por allí están pasando cosas pero que muy interesantes.»
«Mmm», dijo Alec, sin comprometerse.
Entonces el Estudiante Cabrón se volvió hacia Semo. «Por tus lares es donde se han reunido todas las tribus, ¿no?»
Por primera vez la mujer que estaba dando de comer al bebé levantó la vista con expresión interesada.
«Sí», asintió Semo. «Es increíble, joder.»
Ésa fue la señal para que el Estudiante Cabrón se lanzase de cabeza a perorar y ofrecer su perspectiva sobre lo que estaba sucediendo en
la sociedad contemporánea. Y también fue el pretexto para que los demás le presentaran sus excusas y se marcharan. Cuando oyó al Estudiante
Cabrón calificarse a sí mismo como «de clase trabajadora» mientras hablaba con Alec con un acento pijo que tiraba de espaldas, Jimmy hizo
una mueca. Se largaron tan rápidamente como pudieron, y acudieron a un billar para echar un par de partidas y tomarse unas cuantas cervezas.
Luego Alec se marchó, así que chorizaron otro carro para volver al quinto pino.
Ya dentro del coche, Jimmy no pudo resistirse a probar un secante. Al cabo de pocos minutos, la ciudad entera parecía haber enloquecido y
apenas veía a Semo, sentado a su lado en el asiento del conductor.
«Menos mal que no te has metido ninguno, Semo», dijo Jimmy respirando entrecortadamente mientras el coche giraba y salía disparado por
las calles de la ciudad hasta llegar a un muro de luz cegadora que salía de los ojos de gato. Estaban volando. «Como iba yo diciendo, menos mal
que no te has metido ninguno, ¿eh, Semo?»
«Cierra la puta boca..., estoy intentando concentrarme en la carretera..., ¡yo también me eché un secante de ésos y me está subiendo que te
cagas!», se quejó Semo.
«¡PARA! ¡PARA EL PUTO COCHE!», exclamó Jimmy, notando pulsaciones de terror en todas las células de su cuerpo.
«¡Vete a la mierda! Veo perfectamente. ¡No me toques, coño!», saltó Semo cuando Jimmy le cogió del brazo. «Veo con ayuda de los ojos
de gato de la carretera..., pon el puto casete...»
Jimmy puso en marcha el aparato.
Empezó a oírse «Wonderwall», de Oasis, con Liam Gallagher cantando sobre carreteras llenas de curvas y luces deslumbrantes.
«¡QUITA ESO!», bramó Semo. «¡Pon la puta radio!»
«Vale...», dijo Jimmy estremeciéndose. Encendió la radio, pero Liam seguía cantando sobre carreteras serpenteantes y luces
deslumbrantes; el viejo de Jimmy decía que aquella canción era un plagio de los Beatles, aunque decía eso de todas las canciones de Oasis.
«¡He dicho que quitaras eso! ¡Pon la puta radio!», exclamó Semo entre dientes.
«¡Eso he hecho! ¡Es la radio! ¡También la están poniendo en la puta radio! ¡La misma canción!»
«Hostia puta... Vaya flipada, ¿no, tío?», refunfuñó Semo. No podía detener el coche. Por más que lo intentara, no podía. «¡El puto coche no
quiere parar, coño!»
Jimmy se había tapado los ojos con las manos, y miraba entre los dedos. No se movían. «Pero... si está parado. No nos movemos. ¡Estamos
parados, tonto del culo!»
Semo se dio cuenta de que había parado el coche a un lado de la calzada. Salieron y se dirigieron como pudieron calle abajo. Se fijó en los
objetos disesminados por el paisaje a través de una lente distorsionada. Era como si tuviera las extremidades de plomo; todo le exigía esfuerzo.
El solo hecho de seguir caminando, de seguir desplazándose. Y entonces se detuvieron en seco.
12
Tazak y Mikey iban caminando por el decorado cinematográfico tridimensional que era Princes Street, absorbiendo la paralítica quietud de
los humanos, de sus mascotas y de sus vehículos.
Mikey se fijó en unas cuantas chicas, con sus sonrisas de «estoy de compras» suspendidas en el tiempo. «Mmmm..., no está mal...»
Para Mikey Devlin aquello era de lo mejor que tenía el juego espacial aquel: detener el tiempo terrestre y examinar de cerca a todo dios.
Pero Tazak se estaba impacientando. Aquello suponía invertir una energía excesiva e incluso podía proporcionar a los Ancianos alguna señal que
les llevase a investigar; en ese caso, el juego se habría acabado sin haber llegado a empezar. La mejor forma de detener el tiempo terrestre era
elegir un lugar rural pequeño y congelarlo todo de noche. Actuar a aquella escala era de locos. A Tazak empezaban a irritarle los caprichos de
Mikey.
«¡Venga ya, cabrón!», le gritó. «¡Tenemos que pirarnos de una puta vez!»
«Vale..., vale...», dijo Mikey mientras miraba de arriba abajo a una muchacha esbelta y morena. «No está nada pero que nada mal»,
comentó.
Tazak contempló con asco a aquella gruesa y peluda hembra terrestre, que tenía unas feas tiras de pelo encima de sus minúsculos ojos; su
extraña cabeza, una nariz grande y prominente y una hinchazón horrible en torno a los labios de su enorme boca. En verdad eran una raza
físicamente repelente, si bien biológicamente no eran tan distintos de su propia gente. Se remontó a sus estudios en la Fundación cuando era
Joven, cuando los demás se burlaban de lo pequeños que tenía los ojos y le llamaban «terrícola». Qué ironía que ahora estuviese aquí abajo,
tratándose con ellos.
Se estremeció al recordar la vez que, yendo con Mikey, había copulado con una de aquellas criaturas, una hembra pequeña y que
prácticamente no tenía vello. En el momento se encontraban todos en un estado muy trascendental, pero luego sintió asco de sí mismo. Aún más
irritado por aquel recuerdo, le espetó a su anfitrión terrícola: «¡He dicho que nos larguemos! ¡Tenemos cosas que hacer!»
«Bueno, vale, cabrón», protestó Mikey. Tenía que reconocer que sí, que tenían cosas que hacer.
13
Shelley estaba soñando otra vez. Estaba en la nave y había un alienígena mirándola desde arriba. Esta vez estaba presente un hombre, un
ser humano. No era Liam. Se parecía un poco a Alan Devlin.
14
Ally Masters también estaba soñando. Estaba volviendo a casa con Denny McEwan y Bri Garratt por el centro de la ciudad. Lo de Soul
Fusion había estado bien, pero las tías no querían saber nada y, a decir verdad, parecía que aquellos éxtasis llevaran jaco. Estaba acusando los
efectos. Todo parecía ralentizarse. Entonces, una extraña luz le inundó la vista a través de una neblina borrosa. Al principio pensó que no era más
que la luz distorsionada de una farola lejana provocada por las pastillas, pero su intensidad y ubicuidad eran demasiado abrumadoras. Aquello
estaba creciendo hasta convertirse en una masa amorfa de protoplasma y él la atravesaba, aunque a la vez parecía formar una estructura a su
alrededor. Era consciente de que había otras personas caminando junto a él, pero era incapaz de volver la cabeza. Intentó gritarle a Denny y a Bri,
pero no le salía nada.
Entonces, al cabo de un instante de lo más extraño, se encontró completamente despierto y dentro de lo que parecía ser un inmenso
anfiteatro blanco.
«¿Pero esto qué es, la madre de todas las pálidas o qué?», se preguntó Ally, mirando a Bri y a Denny. Los ojos de sus amigos habían
encogido hasta quedarse del tamaño de cabezas de alfiler, y notó un poderoso picor a amoniaco en las fosas nasales.
«¡Joder, tío, esto es increíble!», exclamó Denny, palpando tímidamente aquellas paredes blancas, que a primera vista le habían parecido
lisas pero que, examinadas más de cerca, parecían estar compuestas por unas incrustaciones resplandecientes y muy compactas.
Entonces, donde antes sólo parecía haber una pared se abrió una puerta y entraron en el inmenso anfiteatro dos grandes alienígenas, que
estaban desnudos salvo por un taparrabos. «¿Qué tal chicos, cómo os va?», preguntó uno de ellos.
Los hooligans terrícolas estaban demasiado atónitos para responder. De pronto, sin mirar a sus amigos, Bri Garratt preguntó: «Joder, tío...,
¿pero esto qué cojones es?»
«¡Unos alienígenas, joder! ¡Qué puntazo!», exclamó Denny McEwan con voz entrecortada.
«Sean unos putos alienígenas o no, a la afición de los Hibs nadie le toca los huevos», gruñó Ally, y, volviéndose hacia los jóvenes
cyrastorianos, añadió: «No sé de qué vais, cabrones, pero si queréis problemas habéis acertado...» El muchacho de la tribuna Este sacó su cúter
y avanzó hacia aquellas criaturas altas y delgadas.
Los alienígenas ni se inmutaron. El casual terrícola percibió la arrogancia desdeñosa de sus anfitriones. Arremetió contra el portavoz, pero
sólo notó cómo la hoja de su arma rebotaba contra un muro invisible que el hincha de los Hibs apenas logró visualizar como una membrana
translúcida, vibrante y temblorosa que se encontraba a escasos centímetros de su pretendida víctima.
«Tus putos cúters no valen una puta mierda contra nuestro campo de fuerza, ¿eh, capullo terrestre?», se mofó el alienígena.
«Joder...», gimió Ally.
«Ya no se te ve tan chulo, puto gilipollas terrícola», comentó riéndose el otro alienígena.
El que estaba al mando hizo un gesto lánguido; el cúter saltó de la mano de Ally y se clavó en la pared. «¿Te das cuenta, capullo terrícola? Os
creéis que sois superduros pero desde la perspectiva intergaláctica no sois más que una panda de putos cagaos. Con vosotros no tenemos ni
para empezar. ¿Dónde están vuestros top boys?»
«¿Qué cojones queréis?», exigió saber Ally.
«Que cierres la puta boca un segundo», le dijo el alienígena a través de sus finos labios. «Me llamo Tazak, por cierto. Ya sé quienes sois
vosotros así que no os molestéis en presentaros.» Encendió un cigarrillo. «Por mí os ofrecía, pero me estoy quedando un poco corto. De todos
modos, la cosa es así: ni de coña nos vais a meter, así que mejor que ni se os pase por la cabeza. Pero hemos venido a ayudaros. Necesitamos
gente que nos lleve el cotarro aquí abajo. Queremos que seáis vosotros, porque habláis nuestro puto idioma. Podríamos haber aterrizado en el
desierto californiano como en todas esas pelis de mierda que hacéis, pero escogimos Midlothian, ¿vale?»
«Pero ¿por qué aquí?», preguntó Ally.
«En alguna parte tenía que ser. Igual daba este sitio que cualquier otro, ¿no? Además, ya sabemos lo que hay. No es más que Escocia. A
los memos como vosotros no os hace caso ni dios. De todas formas, nosotros sí que obligaremos a todo el mundo a escucharnos. ¿Quién corta
el bacalao aquí abajo ahora mismo?»
«¿Quieres decir quiénes son los barandas, jefazos y tal?», preguntó Ally.
«Sí.»
«Pues eso será en Londres. O en Washington, ¿no?», dijo Denny, volviéndose hacia Ally, que asintió con la cabeza.
«Vete a la mierda, esos cabrones no mandan en nosotros», dijo Bri, golpeándose el pecho.
«Ya, pero estamos hablando del puto gobierno, capullo. Como Westminster... o la Casa Blanca. Ahí es donde está el verdadero poder.»
«La única Casa Blanca que conozco yo es un pub de Niddrie, coño...», dijo Denny riéndose.
Tazak comenzaba a impacientarse. «¡Cierra la puta boca, capullo terrícola! ¡Estamos hablando de cosas serias! Les haremos a esos
cabrones una pequeña demostración de lo que somos capaces. Pueden poner a la poli a hacer todas las horas extraordinarias que quieran.
¡Están viéndoselas con la peña mentalista del universo! ¡Aún no han visto lo que es una puta bulla de verdad! ¡Ya les enseñaremos nosotros,
joder! ¡Les enseñaremos lo que es una bulla capaz de reventar un puto sistema solar!
Los top boys intercambiaron miradas. El alienígena aquel, el tal Tazak, tenía buena labia. Podían esperar y comprobar si el cabrón era capaz
de hacer lo que decía. Sentían la adrenalina recorriendo todo su cuerpo. Masters y su cuadrilla tenían la sensación de haberse estado preparando
durante toda la vida para algo así, y estaban decididos a estar a la altura de sus colores.
15
Al chippy le estaba yendo de maravilla. No por los travellers, a quienes un creciente número de policías les impedía cruzar el paso elevado,
sino por los periodistas y los reporteros gráficos que habían venido a observar el fenómeno. No obstante, el dueño, Vincent, seguía sin estar nada
contento. La noche anterior habían entrado a robar. Guardaba el tabaco y el dinero en una cámara acorazada y la cerradura estaba intacta. Los
ladrones, frustrados por no poder obtener más que golosinas, habían arrojado el contenido de los contenedores de salsa, de tamaño industrial,
por todo el local. Tenía una idea de quiénes podían ser los responsables. Tenían que haber sido Ian Simpson y Jimmy Mulgrew. Hablaría con
Drysdale al respecto.
16
Se notaba la presencia de la energía. Les decía que se dirigieran a Escocia. En Londres, en Ámsterdam, en Sidney, en San Francisco, las
bandas oyeron el mensaje estando de resaca. Acudirían todos a Rosewell, Midlothian, para celebrar la mayor reunión de espíritus humanos de
todos los tiempos. La energía era tal que hacía chisporrotear el aire. Los líderes de las bandas, aparentemente unidos por un mismo impulso,
indicaron el camino hacia aquel pequeño campamento situado en la periferia del norte de Europa. Las autoridades, oliéndose que había algo en
marcha, vigilaban y esperaban.
En el chippy, Vincent estaba atónito. La cerradura de la cámara acorazada estaba intacta y todo el dinero seguía allí, pero el tabaco parecía
haberse esfumado milagrosamente.
17
Son casi las cuatro de la mañana y Andrew, el padre de Jimmy, opina que su hijo debería estar durmiendo y que sus amigos deberían estar
en su casa, no en el cuarto de Jimmy poniendo esas cintas de tecno-tartán baratas que compran en el todo-acien asiático del South Bridge. El
control paterno se había convertido en un concepto bastante difuso desde que Jimmy había crecido y acogía las miradas de advertencia de su
viejo con ojos desafiantes y templados.
El padre de Jimmy no es demasiado sensible, y no le molesta la música mientras esté lo bastante baja como para que pueda oír la tele. El
Valium que le ha recetado el médico le ha quitado hierro a los dolores de Andrew. Su mujer se largó hace mucho. Se hartó de sus depresiones,
de su impotencia y de la falta de dinero desde que le despidieron de Bilston Glen y se fue a Penicuik a vivir con un empleado de un centro de día.
Jimmy debería estar durmiendo. El puto colegio, piensa Andrew, antes de acordarse de que su hijo lo dejó el año pasado. Andrew opina que
la madre de Jimmy debería pasarle dinero a su hijo. Dinero que se gasta en drogas, mientras que Andrew a duras penas puede pagarse una puta
pinta en el club el día que le llega el cheque de la Seguridad Social. Ese cabrito egoísta y sus amigos siempre iban hasta el culo de una cosa u
otra. Como la otra noche; había que ver cómo llegaron. Ácido. Sabía lo que era. Esos capullines se creían que habían inventado las drogas.
Hace diez años que le despidieron del pozo. La historia le había dado la razón a Scargill, sin duda, pero eso no importaba una puta mierda.
Toda aquella era había girado en torno al egoísmo y la codicia; la época de Scargill se había acabado y había llegado la de Thatcher. Andrew
había echado sus horas en los piquetes y acudido a las manis, pero desde el principio tuvo la impresión de que no iban a ser tiempos gloriosos
para el viejo proletariado industrial. Las vibraciones eran algo importante. Las vibraciones de entonces habían sido pequeñas, mezquinas y
cobardes, y había demasiada gente ansiosa por abrazar las falsas certezas que sus amos y lacayos varios recitaban como borregos.
En cierto modo, lo que hay ahora es más saludable: nadie cree en nada de lo que dicen nunca todos estos hijos de puta mentirosos. Hasta
los propios políticos parecen espetar la vieja bazofia de siempre con más desesperación que con esa tradicional convicción autocomplaciente a
la que todo el mundo se había acostumbrado. Las vibraciones están cambiando, no hay la menor duda, pero ¿en qué se está convirtiendo?
Bum bum bum. El ritmo del tecno-tartán machaca con insistencia. Bum bum bum. Andrew pulsa el botón del volumen del mando a distancia,
pero el puto tecno-tartán sigue subiendo para mantenerse a la par. Entonces la señora Mooney, la vecina, empieza a aporrear la pared. Los
nudillos de Andrew, que está aferrado a los brazos del sillón, palidecen.
Arriba, Jimmy y los chicos están de fiesta. El poli de guardia de la comisaría, el agente Drysdale, les había dado el ansiado número que
necesitaban para presentar la denuncia por lesiones. Drysdale había acogido las encendidas quejas falsas del Young team con demasiado
entusiasmo. No soportaba a los gamberros locales, pero mucho menos soportaba a los putos travellers que estaban convirtiendo la vida en su
territorio en una amargura constante. Bastaría con un simple incidente para que estallara algo horrendo, y entonces sus posibilidades de
ascender correrían gravísimo peligro. Aquella chorrada del trabajo policial sensible tenía sus limitaciones. El instinto de Drysdale le decía que
interviniera y encerrara a unos cuantos perroflautas que dieran el perfil. Ahora bien, sabía qué actitud iba a adoptar Cowan, el mandamás de la
junta de ascensos.
18
Los casuals de los Hibs se mostraban bastante reacios a colaborar con los alienígenas.
«¿Por qué coño tendríamos que ayudaros?», preguntó Ally Masters a Tazak.
El alienígena dio una calada a su cigarrillo con expresión meditabunda: «Podéis hacer lo que os dé la puta gana...»
Otra voz le interrumpió: «¡Porque te estamos haciendo un favor, puto zumbao!» Los terrícolas se quedaron paralizados ante la presencia de
uno de los suyos.
Los casuals de los Hibs no daban crédito a sus ojos. Era Mikey Devlin, el hermano de Alan. El que había desaparecido. Ahora había vuelto.
¡Y seguía vestido de Nike!
«¡Mikey Devlin!», exclamó Ally Masters, mirándole de arriba abajo. «Eh..., llevas unas pintas de lo más ochenteras, tío. Las zapatillas y tal.
¿Por dónde andabas?»
«En el hiperespacio, ¿vale?», dijo Mikey con una sonrisa, «y tengo que hablaros de algo mucho más importante que las putas marcas,
cabrones.»
Les narró a los muchachos su historia.
«Pero ¿cómo pudiste marcharte así sin más?», quiso saber Bri Garratt.
«Y darle la espalda a los colegas», le echó en cara Ally.
«Y a Escocia», añadió Denny McEwan con sorna.
A Mikey empezaba a tocarle los huevos la mentalidad provinciana de su vieja cuadrilla. «¡Que le den a Escocia, tonto del culo! ¡He visto el
universo entero, coño! ¡He visto cosas que vosotros no veríais ni en sueños, joder!»
Denny se mantuvo en sus trece. «Vete a la mierda, Mikey. No vuelvas aquí para poner a parir a Escocia.»
Mikey miró a Tazak con gesto cansado. Los capullos estos no captaban el mensaje. «Para mí Escocia...», se burló, «no es más que una puta
mota de polvo. Cierra la puta boca con Escocia de una vez. ¡He vuelto para que nos convirtamos en la cuadrilla número uno del planeta!»
19
El tiempo había cambiado. Estaba diluviando. Trevor Drysdale intentó dormir; la entrevista con la junta de ascensos era al día siguiente. El
solo hecho de pensar en aquellos perroflautas hijos de puta, empapados y pasando frío en un descampado, le producía una cálida sensación de
satisfacción que bastaba para hacerle dormir plácidamente. Por nervioso que estuviera a la mañana siguiente, Drysdale se había preparado
bien. Las entrevistas tenían todas que ver con descifrar códigos y descubrir lo que ahora estaba en boga; en un momento dado podía tocar
retórica progre y línea dura inmediatamente después. En cualquier burocracia, el mejor profesional era siempre aquel o aquella que era capaz de
controlar sus prejuicios y aprenderse el rollo dominante con convicción. Por supuesto, era completamente irrelevante cómo se comportara uno
siempre y cuando la adhesión fuera efectiva. Cowan quería oír chorradas progres, así que Drysdale se las daría a porrillo. Para Cowan, el
acatamiento de la disciplina era casi tan importante como la higiene personal.
20
Desde que le dieron el alta en el hospital y denunció la agresión ante el agente Drysdale, Clint Phillips había estado dándoles esquinazo a
Jimmy y a Semo. Se encuentran en la cantera con Dunky, y éste les cuenta que Clint le ha insinuado que no tiene intención de compartir con ellos
la recaudación de la Junta de Indemnizaciones por Lesiones. Jimmy y Semo, muy ofendidos, deciden meterle a Clint el miedo en el cuerpo.
Robarán un coche y se lanzarán sobre él a gran velocidad, atravesando el patio delantero del garaje. «Para que ese cabrón se entere de que no
estamos para putas bromas», dijo Semo.
21
Trevor Drysdale se mira en el espejo. Se ha peinado el pelo hacia atrás y se ha hecho un brushing. El tupé le da cierto aspecto de mariquita,
piensa, pero Cowan vería con buenos ojos una imagen más blanda, mucho menos severa que su look engominado habitual. Drysdale opina que
tiene un aspecto bastante apuesto con su traje Moss Bros de color gris perla. Iba a salir de aquel agujero infernal y a ejercer responsabilidades
como supervisor. La comisaría del South Side le llamaba.
Drysdale se ha fijado en que la lluvia fuerte ha cesado. Acude a la ciudad en coche, tomándose su tiempo. Aparca a setecientos metros
aproximadamente de esa estructura inmensa e inmaculada, todo un templo de los agentes de la ley, que es la comisaría del South Side. A
Drysdale le ha apetecido ir caminando hasta el edificio que sin duda va a convertirse en su nuevo hogar, para adaptarse de forma lenta y gradual
a su nuevo entorno.
22
El intento de Jimmy y Semo de asustar a Clint no salió del todo según las previsiones. Aparcaron y esperaron al otro lado de la calle, pero no
se veía a Clint por ningún lado. Y, para colmo, la ira de Jimmy fue en aumento cuando vio a Shelley y a Sarah entrar en el taller del garaje y
desaparecer en la parte de atrás con Alan Devlin.
«Ese cabrón de Devlin...», maldijo Jiimmy entre dientes.
«Espera un momento», dijo Semo con una sonrisa, «vamos a darle una lección a ese hijo de puta.»
Alan Devlin estaba follándose a Sarah sobre la mesa, mientras Shelley les miraba, pensando en lo incómodo que parecía comparado con lo
bien que se había sentido ella en idéntica posición.
Devlin ya tenía bien cogido el ritmo cuando desde el patio escuchó unos bocinazos fuertes y repetitivos. «¡Joder! ¡Marshall!», rugió, enojado
de tener que sacársela a una Sarah muy tensa, que se había bajado el vestido y las bragas casi en un solo movimiento. Devlin se subió los
pantalones a toda prisa y salió corriendo hacia el taller de la entrada. Jimmy y Semo estaban dentro del coche con la ventanilla bajada. Agitaban
bolsas de patatas fritas y algunas otras existencias que habían cogido del taller mientras Devlin atendía a sus obligaciones.
«¡OS MATARÉ, PUTOS CABRONCETES!», gritó Alan Devlin mientras salía disparado hacia el coche, pero los chicos se largaron pitando.
En ese momento apareció Clint por el patio, comiéndose un cucurucho de helado.
«¿Dónde coño estabas?», le preguntó Devlin entre dientes.
«Salí un momento a por un cucurucho... de la furgoneta...», respondió Clint con voz entrecortada mientras Shelley y Sarah soltaban risitas
tontas en la entrada del taller.
«¡Te dije que estuvieras al loro, joder!», maldijo Devlin, a la vez que le saltaba el cucurucho de las manos de un manotazo y lo mandaba a
parar sobre el patio aceitoso.
El rostro del joven enrojeció y los ojos se le llenaron de lágrimas cuando oyó las carcajadas de las chicas.
Jimmy y Semo decidieron quedarse con el coche e ir a la capital a por más drogas. Habían logrado colocarle los ácidos a una pandilla de
travellers. El coche robado, un Nissan Micra blanco, era casualmente del mismo color y año que el que conducía Allister Farmer, uno de los
miembros de la junta de ascensos de la policía local del South Side de Edimburgo. La coincidencia devino en cruel cuando a Farmer, que se
dirigía a la comisaría del South Side para hacer unas entrevistas, le adelantó el coche de Jimmy y Semo, que se dirigía a toda velocidad a la casa
de Alec Murphy en Leith.
Dejaron atrás a Farmer a la altura de St Leonard’s Street, donde Jimmy le dedicó al indignado poli de paisano un lánguido signo de la
victoria. Mientras tanto, Trevor Drysdale, que iba caminando por la acera pensando en las respuestas que iba a dar a las preguntas de la
entrevista, no se percató de que estaba pasando junto a un enorme y turbio charco aceitoso que se había formado junto a un desagüe atascado.
Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando un Nissan Micra blanco levantó una cortina de líquido inmundo que le bañó de la cabeza a los pies. En
un instante, el tupé de Drysdale quedó pegado a su cráneo, y uno de los lados de su traje gris perla quedó empapado y teñido de negro.
Drysdale no pudo hacer otra cosa que mirarse de arriba abajo. Desde lo más hondo de su ser salió un grito angustioso y primario: «¡HIJO
DE PUTA! ¡HIJO DE LA GRAN PUTA!», cuando levantó la vista para fijarse en la trasera del Nissan Micra blanco, que se alejaba cada vez más.
El aspirante a ascenso no se había dado cuenta, sin embargo, de que había dos Nissan Micra blancos, y que el responsable del
desaguisado había pasado ya el semáforo que había al final de la calle. Pero el segundo Nissan, en el que viajaba el inocente Allister Farmer, se
había detenido ante el semáforo en rojo. Por su parte, Farmer estaba tan furioso con el conductor irresponsable del vehículo que tenía delante que
no había llegado a fijarse en lo que le había pasado al desafortunado peatón en St Leonard’s Street.
Al notar que las luces se habían puesto en rojo y que el Nissan Micra se había detenido, Drysdale se lanzó a una carrera de esas que
destrozan los pulmones para dar alcance al vehículo estacionario. Al llegar a su altura, llamó a la ventanilla. Allister Farmer la bajó y se topó con un
«¡HIJO DE LA GRAN PUTA!» gutural y entrecortado y con un puño que le reventó la nariz.
Drysdale se largó. Ya se había vengado; ahora tenía que salvar la situación. Todavía le quedaban diez minutos. Se metió a toda prisa en un
pub e intentó limpiarse lo mejor que pudo. Se miró en el espejo. Estaba hecho un asco, un puritito asco. Lo único que podía hacer era contárselo
a Cowan y esperar que el jefe de la junta de ascensos aceptase su explicación y cerrase los ojos ante su aspecto.
Allister Farmer se cortó la hemorragia con un pañuelo. El inspector de policía estaba conmocionado. Había investigado muchas agresiones
arbitrarias como aquélla, pero nunca jamás había llegado a imaginar que podía ser víctima de una de ellas, y menos a plena luz del día, en una
calle transitada y en las inmediaciones de una de las principales comisarías de la localidad. Farmer se había quedado demasiado pasmado para
fijarse en la dirección por la que había huido el culpable. Con mano temblorosa, arrancó, atravesó las luces y aparcó fuera del parking de la
comisaría
«¡Allister! ¿Qué te ha pasado? ¿Estás bien?», le preguntó Tom Cowan con gesto preocupado mientras un encargado de primeros auxilios
atendía a la hemorragia nasal de Farmer. Enviaron a la calle a un par de agentes para que investigaran y encontraran al culpable.
«Dios, Tom, un puto borracho llamó a mi ventanilla y me agredió en mi propio coche, enfrente de la puñetera comisaría... En fin, tenemos
unas entrevistas que hacer. El espectáculo debe continuar.»
«¿Qué pinta tenía?»
«Luego, Tom, luego. No hagamos esperar a los candidatos.»
Cowan hizo un gesto de asentimiento y acompañó a Farmer y a Des Thorpe desde la sección de personal a la sala de entrevistas. Echaron
otro rápido vistazo a los formularios que ya habían examinado minuciosamente. Dada su experiencia, sus orígenes y su condición de miembro de
la logia, estuvieron de acuerdo en que Trevor Drysdale era un excelente candidato para uno de los puestos.
«Conozco a Drysdale», dijo Cowan mientras se arrancaba un antiestético hilo blanco de la manga de la chaqueta. «Es un incondicional de la
logia y un poli estupendo, caramba.»
Mandaron llamar a Drysdale, que entró tímidamente. Cowan se quedó boquiabierto, pero no tanto como Farmer.
Drysdale se limitó a taparse los ojos con las manos y echarse a llorar. Ya se veía pasando otra década en la subcomisaría.
23
A Gezra, el Anciano de Conducta Conforme y Apropiada, le costaba mucho comprender a la juventud actual. Quizá llevara demasiado
tiempo en el mundo, reflexionó, pero no lograba comprender qué clase de satisfacción podía producirles viajar a lugares atrasados como la Tierra
en sus destartaladas naves espaciales, secuestrar a pobres alienígenas y meterles sondas anales por el culo. Imaginó que sería una de esas
cosas de jóvenes. En cuanto entraba a formar parte de su cultura y los medios telepáticos le ponían la mano encima, se propagaba como un
incendio forestal. En realidad, los chavales eran inofensivos, pero los animales de la Tierra también tenían derechos, cosa que a la juventud actual
le costaba asimilar.
Su pueblo lo había aprendido todo sobre la cultura terrestre de un nativo del planeta llamado Mikey Devlin, al que habían secuestrado para
realizar estudios culturales cinco años antes. Había optado por permanecer entre ellos antes que someterse a una limpieza de memoria, siempre
y cuando le proporcionasen jóvenes terrícolas en edad de merecer, aquella sustancia peligrosa y altamente adictiva llamada «fumeque» y alguna
que otra comida para llevar. Varias actrices punteras de Hollywood y modelos internacionales, así como chicas de la página tres del Sun y
mujeres que frecuentaban el club nocturno Buster Brown’s de Edimburgo, declararon que habían sido secuestradas de noche por alienígenas,
pero nadie había atado cabos ni se había tomado sus quejas en serio. Todas habían dicho que una de las criaturas tenía aspecto humano. En fin,
así era Devlin, pensó el Anciano de Conducta Conforme y Apropiada: un salido de mucho cuidado.
Mientras se ciñó a los viajes oficiales, Mikey había estado bien. Era un tío legal y convincente, y les gustaba tenerle entre ellos. No obstante,
reflexionó Gezra, el terrícola se había juntado con una cuadrilla de jóvenes rebeldes que le llevaban a casa de excursión ilícita. No eran malos en
realidad, pero sí estúpidos. En cuanto alcanzasen la edad de procrear, abandonarían ese comportamiento. Pero, por ahora, el terrícola estaba
con ellos. A Gezra le preocupaba que Mikey tratase de ponerles en contacto con sus antiguos amigos de la Tierra, cosa que estaba prohibida sin
una limpieza de memoria previa. ¡Pero ahí estaría el imperativo que Tazak y Mikey necesitaban para reponer sus existencias de la droga
«fumeque»! Ahora Gezra se marcharía y, para evitar que le detectaran, viajaría utilizando medios tecnológicos en lugar de recurrir a la Voluntad.
Con dedos esqueléticos y temblorosos, introdujo las coordenadas.
24
Jimmy y Semo no habían conseguido pillarle a Alec otra cosa que unas cápsulas de temazepam y algo de hachís y cuando abandonaban la
ciudad en coche rumbo a casa estaban bastante desilusionados.
25
Y toda la gente que se había congregado en los campos próximos a las viejas excavaciones mineras, que se extendían hasta más allá de
donde alcanzaba la vista, estaba oyendo música, la dulce música que inundaba la atmósfera. Mientras el cielo iba oscureciendo, el imponente
espectáculo de la nave espacial que se aproximaba a la Tierra intensificaba los subidones de emoción. Era como una gigantesca concha marina
de color blanco que estuviera compuesta por otras conchas más pequeñas, y que se mantenía inmóvil en el aire, silenciosamente, a una veintena
de metros por encima del emplazamiento.
Algunos, sin ser religiosos, se santiguaron; otros, que lo eran, renunciaron enseguida a todo aquello en lo que les habían enseñado a creer.
La nave, en su magnífico esplendor, no se movía. Se limitó a permanecer donde estaba. Por fin había llegado el momento que todos los
travellers habían estado esperando.
26
Jimmy y Semo empezaron a notar el embotellamiento cuando llegaron a la rotonda de Newcraighall. Fue entonces cuando la policía empezó
a obligar a todo el mundo a dar la vuelta. «Pero si vivimos allí mismo», suplicó Semo, dándose cuenta de repente de que iban en un coche
robado. Sin embargo, el poli tenía otras cosas en que pensar. Señaló el enorme disco suspendido en el cielo al otro lado de la circunvalación.
Semo se volvió hacia Jimmy. «¡Hay un puto platillo volante encima de mi casa!»
27
En la conferencia convocada apresuradamente en Washington, los líderes del planeta tenían cierta dificultad para entender a los portavoces
alienígenas. Contrataron los servicios de algunos de los top boys de los CCS,14 que gozaban de la confianza de los alienígenas, para que les
ayudasen con las traducciones.
«Os pasamos por encima sin ningún problema», dijo Tazak chasqueando los dedos. «Ninguna de vuestras putas armas vale de nada contra
nosotros, ¿estamos?»
Los líderes mundiales parecían mucho más preocupados que los impasibles hombres de mandíbula cuadrada de los servicios de seguridad
federales que les rodeaban.
«Putos cagaos», se burló otro alienígena al captar las vibraciones psíquicas de temor.
«No veo por qué...», empezó a decir el primer ministro británico.
«¡Cierra la puta boca, gafotas!», saltó Tazak. «¡A ti no te ha dirigido la palabra nadie, coño! ¿Vale? ¡Listillo de mierda!»
El primer ministro se miró nerviosamente los pies. El oficial de los Servicios Aéreos Especiales que le flanqueaba se crispó.
«Como iba yo diciendo antes de que empezara este cabrón», dijo Tazak, mirando al silencioso primer ministro, «en una pelea os
aniquilamos en un pispás. Sin ningún problema. Tenemos la puta tecnología para hacerlo, ¿eh? Y también la puta fuerza de voluntad. Así lo vemos
nosotros, capullos: haced lo que os digamos y ya está, joder. Punto pelota, coño.»
Ally, de los CCS, se puso en pie. Por mucho que hablasen el mismo idioma, la arrogancia de los alienígenas chirriaba. Si pudiera pillar al
cabrón aquel con el campo de fuerza bajo. «En una pelea limpia no podríais.»
«¿Eh? ¿Qué dice este capullo?», le preguntó a Tazak uno de los alienígenas.
El presidente norteamericano puso las manos sobre los hombros de Ally para obligarle a sentarse. «¡Siéntate, maldita sea, nos tienen entre
la espada y la pared!»
Ally estrelló su cabeza contra la nariz del líder de Occidente. El presidente se derrumbó en la silla, aturdido, y se sacó un pañuelo del bolsillo
de la chaqueta para detener la hemorragia y secarse los lagrimones. Dos agentes de seguridad del FBI se adelantaron rápidamente mientras
Masters adoptaba un aire desdeñoso y se preparaba para encajar, pero el alienígena levantó una mano y el presidente indicó con la mano a sus
escoltas que se detuvieran.
«A mí no me pone la mano encima ni Dios», dijo Ally.
«El chaval lleva razón», reflexionó Tazak. «Os oigo hablar mucho de esto y aquello, cabrones, pero estos chicos son los únicos que le han
echado huevos.» Miró a Ally. «No estarás tratando de decirme que estos capullos os dan miedo, ¿eh, cabrones?», le preguntó mientras sus ojos
almendrados hacían un barrido de los líderes del planeta.
«Y una polla...», dijo Ally, mirando con gesto desafiante a la pandilla de tipos trajeados de mediana edad que dirigía el planeta.
«Pero estos cabrones son los top boys, los que le dicen a todo el mundo lo que tiene que hacer, ¿no?», dijo Tazak.
El canciller alemán decidió intervenir: «Perro esto es una democracia. El proceso de elección de dirrigentes no se basa en la capacidad
física de combate sino en la voluntad de todo el pueblo.»
«Y una puta mierda», corrigió Ally a aquel capullo. «Si eso es así», dijo señalando al primer ministro británico, «¿cómo esque en Escocia ni
dios votó a estos hijos de puta y aun así nos gobiernan? Respóndeme a eso si puedes, coño!»
«Y que lo digas», dijo Bri antes de volverse hacia el canciller germano. «A ver si no metéis las putas narices en asuntos de los que no tenéis
ni puta idea, ¿vale?»
A esto le siguió una serie de discusiones enérgicas. En cierto momento, parecía como si la cosa fuera a llegar a las manos entre los top
boys del Capital City Service y las fuerzas de seguridad del FBI.
«¡Que os calléis, coño!», gritó Tazak, el líder alienígena, mientras señalaba a los líderes mundiales. «Escuchad: no soporto a estos mamones
de mierda, me están poniendo la cabeza como un bombo. A partir de ahora», dijo haciéndoles un gesto con la cabeza a los casuals, «aquí
mandáis vosotros.» El líder alienígena le lanzó un transmisor a Ally. El sobresaltado hooligan futbolero dio un respingo y dejó caer el aparato al
suelo. «¡Sólo es un puto móvil, mamonazo! ¡Recógelo!»
Ally recogió tímidamente el transmisor.
«Con eso podéis llamarnos en cualquier momento, de día o de noche. Si estos cabrones», dijo haciendo un barrido majestuoso con la mano
para indicar a los líderes mundiales, «os dan cualquier problema, nos llamáis y les metemos en cintura. Vaya si lo haremos. Los meteremos en
cintura de una vez por todas, ¿entendido?»
«De puta madre», dijo Ally con una sonrisa. «Pero oye..., ¿nos estáis diciendo que con vuestras armas podéis destruir cualquier cosa que
haya en la Tierra?»
«Sí... Si os apetece probar no tenéis más que subir a bordo, por nosotros encantados.»
28
Desde la nave alienígena, Mikey Devlin contempló a los millares de ravers que peregrinaban emocionados. Utilizando la Voluntad, movió el
monitor para hacer una panorámica de las colinas verdes y marrones de las Pentlands y luego del paisaje urbano.
En un rincón de la psique de Mikey había saltado una chispa. Volvió atrás y se concentró en la circunvalación, que se encontraba casi
directamente debajo de la nave. Podía ver el garaje. Acercándose más, Mikey se sintió eufórico al ver a su hermano Alan haciendo funcionar el
túnel de lavado.
Alan quería quitarse de encima al conductor, un tal agente Drysdale, lo antes posible. En la trastienda estaba una jovencita llamada Abigail
Ford en estado de semidesnudez. Eso sí, Drysdale parecía ido. Seguramente había flipado con el rollo espacial. Muchos de ellos eran así. Y
había que reconocer que era bastante alucinante. Entonces, por el rabillo del ojo, Alan vio que algo se movía dentro del taller. Le preocupó que
Abby estuviera preparándose para marcharse. Pero no era ella, ¡eran aquella pareja de listillos, Jimmy Mulgrew y Semo!
«¡Esos cabrones nos están robando hasta la camisa, inútil!», le gritó a Drysdale, que seguía sin reaccionar. Alan salió corriendo hacia el
taller, y Semo logró escapar justo a tiempo pero consiguió arrinconar a Jimmy Mulgrew. El jovencito intentó golpearle, pero el hooligan veterano le
abrumó y le arrastró al exterior, donde procedió a patearle por todo el patio delantero. Semo se lanzó sobre la espalda de Alan, pero éste logró
zafarse y tuvo que levantarse apresuradamente y retirarse rápido para evitar un destino similar al que le había tocado en suerte a su amigo, que
estaba medio consciente.
Alan registró los bolsillos del maltrecho joven, pero sólo encontró un poco de calderilla y un puñado de gelatinas, que procedió a confiscar
inmediatamente. Drysdale salió del garaje conduciendo y sin proceder a realizar detención alguna.
Desde la nave, Mikey observaba con aprobación cómo su hermano se follaba a la jovencita de la trastienda mientras Jimmy Mulgrew se
incorporaba y se marchaba dando tumbos por la calle. Esperó a que su hermano terminara y a que la chica se hubiera marchado antes de
paralizar el tiempo local y subirle a bordo del aparato.
Alan estaba encantado de volver a ver a su hermano. «¡Mikey! ¡No puedo creerlo! ¡Eres tú el que está detrás de toda esta mierda! ¡Lo sabía!
¡No es broma, tío, algo me decía que viniera a este puto lugar! ¡Por eso no podía marcharme! Fuiste tú, tío!» Escrutó a su hermano mayor.
«¡Joder, tío, pareces más joven que yo!»
«Vida sana», dijo Mikey con una sonrisa, «¡no como tú, cacho cabrón!» Había sido inútil tratar de explicarle el concepto del control de la
elasticidad y de la forma celular mediante el recurso a la Voluntad.
«No llevarás algo de perica, ¿verdad?», preguntó Mikey.
«No, pero al capullín ese le quité unas gelatinas.»
«¿Y eso qué es?», preguntó Mikey. Mientras Alan se lo explicaba, a Mikey se le iban agrandando los ojos. Le cogió unas cápsulas a Alan.
«Esto es justo lo que necesito, ¿vale?»
29
Al día siguiente de que la conferencia de Washington invistiera de facto a la Administración Casual como el nuevo Gobierno Terrícola
unitario, se produjo una serie de desastres sin precedentes en la historia deportiva británica. La junta directiva del Hearts of Midlothian FC quedó
deshecha cuando descubrió que su estadio, que contaba con tres tribunas recién estrenadas, había sido completamente volatilizado por un rayo
procedente del espacio exterior. En Glasgow, Ibrox, que durante tanto tiempo había sido el estadio-escaparate de Escocia, sufrió la misma
suerte. El siguiente horror fue la destrucción del estadio de Wembley y de sus célebres torres gemelas. Después, y de forma consecutiva, todos
los campos de fútbol del país, con la excepción del de Easter Road, en Edimburgo, fueron arrasados. Ally y sus colegas trasladaron su centro
para la gobernación del planeta a dicho estadio, empleando los fondos de varios Estados-nación terrestres para remozarlo por completo y
embarcarse en un programa de renovación del equipo enormemente costoso.
En varios pubs de Leith, algunos acérrimos de las tribunas se quejaban de «los putos cabrones de los casuals» que dirigían el club, pero en
líneas generales el nuevo régimen fue bien recibido. A la directiva saliente le gustó menos aún que a los jefes de Estado tener que dimitir en
beneficio de los top boys, pero en vista del poder que ahora ejercían los hoolies15 le quedaban pocas opciones.
«Mola la movida, ¿eh?», dijo Tazak mientras Mikey vigilaba por el monitor. Todavía no habían establecido contacto alguno con las multitudes
danzantes que se encontraban debajo de la nave. No obstante, el momento prácticamente había llegado.
«Pues sí, y hay que decir que han llevado mejor el club que los cabrones que lo dirigían antes. Si es que es todo cuestión de recursos»,
reconoció sagazmente el top boy de los ochenta.
Tazak miró a su amigo. «¿Listos?»
30
Mientras un estruendoso bajo hacía estremecerse el planeta y la nave emitía una sucesión de láseres cegadores, se desataron los vítores y la
multitud comenzó a saltar y a mecerse. Una voz terrícola, escocesa, preguntó: «Lo estamos pasando de puta madre, ¿eh?» y la multitud chilló al
unísono: «¡Sí!» No cabía duda de que así era; las únicas voces disidentes eran las de la peña fubar,16 que pedía más. Algún capullo gritó:
«¡Lenny D!»
En la nave apareció una abertura de la que emergió un pequeño balcón. Un terrícola salió al exterior. Una inmensa aclamación surcó los
aires mientras se transmitía la imagen en kilómetros a la redonda. «¡Aquí tenemos el mejor equipo de sonido del mundo!», berreó Mikey.
Shelley, que estaba entre la multitud, levantó la vista. Aquel hombre era todavía más fantástico que Liam de Oasis..., era el hombre de sus
sueños.
Y en ese momento, el tipo dijo: «¡Y ahora demos una bienvenida terrícola de primera al grandullón flacucho y sonrosado que lo ha hecho todo
posible! ¡Desde la otra punta del cosmos, el planeta Cyrastor, respeto a tope para el puto amo, Tazaaaak!»
Tazak salió al balcón con Mikey. La acogida que le dispensó la multitud terrícola fue toda una lección de humildad para él. Ni de coña iba el
grandullón alienígena a perder cancha cuando había tanto en juego y la peña daba saltos hasta donde podían ver sus ojazos castaños. Vibrando
que te cagas, desencadenó un virus psíquico de sonidos bellos y poderosos que no tenía par en ningún lugar del universo.
La multitud terrícola no había experimentado nada remotamente semejante. Hasta los que habían tenido el privilegio de asistir a algunos de
los acontecimientos más grandes y más señeros desde el verano del amor de 1988, tuvieron que reconocer que aquel acontecimiento era un
poco especial. Hasta los esnobs de los clubs estuvieron de acuerdo en que ni los casi inexistentes servicios de aseo y catering lograron empañar
el carácter asombroso de aquel evento.
Cuando quedó exhausto, Tazak se despidió y, tambaleándose, salió del balcón y regresó al interior de la nave, donde le recibieron
entusiasmados. «Gracias..., estoy reventao...», les comunicó telepáticamente a las hordas de abajo.
Ya dentro del aparato, Mikey estaba deshecho. Aquél tenía que haber sido su gran momento, pero no había forma de superar aquello. El
terrícola salió y lo hizo lo mejor que pudo, utilizando toda la capacidad de los poderes psíquicos que había desarrollado, superando incluso el
límite de sus fuerzas, pero cuando llevaba muy poco tiempo con su número, algunos grupos ya habían iniciado un cántico pidiendo que volviera a
salir el grandullón alienígena. Abrevió su actuación y volvió al interior del aparato, completamente humillado.
«De puta madre», le dijo Mikey a su amigo, que se había quedado con todos los aplausos, cuando entró en el anfiteatro que constituía el
templo de propulsión central por Voluntad de la nave.
«¡Ha sido cojonudo, joder! ¡He dejado alucinaos a los capullos terrícolas esos! ¡No me digas que no!», rugió Tazak en tono triunfal.
«Pues sí», dijo Mikey en tono amuermado.
Tazak se volvió hacia su amigo. «Oye, colega, ¿no llevarás algo de fumeque encima? Me muero por echarme un piti, ¿vale?»
«No», dijo Mikey, metiéndose la mano en el bolsillo y sacándose una de las gelatinas que su hermano le había quitado a Jimmy. «Tómate
una de éstas.»
«¿Qué son?», preguntó Tazak mientras examinaba las cápsulas ovaladas.
«Pastillas. Te quitarán el ansia de fumar hasta que podamos bajar y surtirnos, ¿vale?», dijo Mikey, encogiéndose de hombros. Cuando vio
por el rabillo del ojo cómo el alienígena se echaba la pastilla al coleto contrajo los rasgos y esbozó una sonrisa.
31
Tazak todavía estaba recuperándose del bolo cuando Ally, Denny y Bri atravesaron la puerta del templo de propulsión por Voluntad de la
nave. Había otro ser humano con la peña casual. A Tazak, que se había acostumbrado a distinguir entre distintos miembros de la especie, le
recordaba a Mikey. El cyrastoriano echó una mirada a su colega.
«¿Qué coño hacen aquí estos capullos? No tienen autorización.»
Mikey sonrió: «La autorización se la he dado yo, ¿vale? Ése es mi hermano», dijo señalándole con la cabeza; Alan le sonrió a Tazak y le
mostró una dentadura terrícola completa, igual que la de Mikey.
«¡En esta puta nave tú no autorizas a nadie, Mikey!», exclamó Tazak señalándose a sí mismo. «¡Aquí el único que da autorizaciones soy yo!
¡¿Vale?!»
Mikey se levantó: «No, colega, no vale. Te lo explico: aquí va a haber algunos putos cambios. Ahora esta puta nave es mía.»
«Vete a tomar por culo, piltoniano,17 y no empieces a ir de listo conmigo», se mofó Tazak, mientras Mikey se plantaba delante de él.
«Tú no eres el único que tiene poderes psíquicos, Tazak. Acuérdate», le advirtió Mikey.
Tazak se rió a mandíbula batiente. Habría sido lamentable a tope si no hubiera tenido tanta gracia. Ya iba siendo hora de poner al supuesto
top boy aquel en su sitio. «¡Ja, ja, ja! ¡Ya has visto lo que pasó con tus poderes psíquicos ahí fuera!» Tazak se volvió hacia la cuadrilla de los Hibs
y señaló el casco de la nave. «¡Perdió la puta cancha!», exclamó mientras sacudía la cabeza con tristeza y miraba a Mikey. «Escucha, capullo
terrícola: ¡puede que te haya enseñado todo lo que sabes, pero nunca te he enseñado todo lo que yo sé!»
Era cierto. A pesar de su inmersión en la cultura cyrastoriana, con el show que acababa de montar fuera Tazak le había demostrado de forma
dolorosa a Mikey que tenía un repertorio y una gama de habilidades psíquicas que los Hibs boys jamás podrían soñar con emular.
No obstante, el ex CCS tenía un as en la manga. «¿Te acuerdas de la puta pastilla que te di hace un momento? ¿Para quitarte el ansia de
fumeque?»
Tazak pareció vacilar. Mikey le mostró una sonrisa de anuncio de dentífrico. Ally y los demás muchachos parecían estar a punto de saltar.
«Pues no tenía nada que ver con los trujas. Era una gelatina. En un momento todos tus poderes psíquicos serán totalmente inútiles, ¿vale?
¡La única Voluntad que te quedará es la que espero que hayas dictado en beneficio de tus parientes más próximos, so cabrón!»
En cuanto oyó aquellas palabras, Tazak comenzó a sentir que perdía el control de sus sentidos. Trató de orientarse mediante el ejercicio de
la Voluntad, pero le costaba mantenerse en pie. «Ughn... siento... de repente... jodido...», jadeó mientras se tambaleaba hacia atrás, hasta topar
con el reluciente casco de la nave.
El Hibs boy aprovechó la ocasión y tumbó al desgarbado potrillo alienígena de un potente puñetazo en la mandíbula, derribando al frágil
cyrastoriano como si fuera un castillo de naipes. «¡Ahora ya no se te ve tan chulo, puto meado alienígena! Que te sirva de lección: ¡a los Hibs
boys no les vacila ni Dios!» El hooligan cósmico sonrió con arrogancia mientras clavaba su bota en la fina caja torácica de su viejo camarada
intergaláctico.
Ally Masters y los muchachos se adelantaron para rematar la faena. «¡Muy buena, Mikey! ¡Pateemos a este cabrón!»
Mikey, sin embargo, detuvo a los Hibs boys. Bajó la vista y miró a su amigo, que temblaba y emitía un sonido agudo y agónico que jamás
había oído, mientras su piel perdía su tono añil y daba paso a un enfermizo color rosado. «¡Dejadle! ¡Está jodido!»
Mikey retrocedió horrorizado ante los chillidos agudos y resonantes de Tazak, que no articulaba palabras inteligibles, pese a que era obvio
que el cyrastoriano intentaba comunicarse con ellos.
«¿Qué pasa?», preguntó Ally.
«Estos capullos no están acostumbrados a que los toquen físicamente. Por eso tienen esa pinta tan débil. ¡No pueden sobrevivir sin sus
escudos psíquicos! ¡Seguro que le he matado, joder!» Mikey cayó de rodillas. «Tazak, colega..., lo siento mucho, no quería...»
«¡Apartaos de él!»
Cuando Mikey se dio vuelta, vio a un Anciano que avanzaba hacia él. Iba vestido con la toga blanca de los Ancianos de Conducta Conforme
y Apropiada. Pese a que a los demás top boys aquel cyrastoriano les parecía idéntico a los del resto de la raza, Mikey había aprendido a
distinguirlos. A éste lo conocía.
«Gezra...», dijo con voz casi imperceptible.
«La has liado parda, capullo terrícola...»
«Yo no quería...», tartamudeó Mikey.
El Anciano de Conducta Conforme y Apropiada ya había oído aquello otras veces. «Pues ha llegado el momento de pagar el pato, ¿no?»
Los demás Hibs boys intentaron arremeter contra el Anciano cyrastoriano, pero los hooligans no pudieron hacer nada mientras a su
alrededor la luz y el sonido restallaban y estallaban. Cerraron los ojos y se sujetaron los oídos para tratar de evitar aquel dolor desgarrador, pero
parecía estar dentro de ellos; retorciendo, desgarrando y triturándoles los huesos. La inconsciencia se fue apoderando misericordiosamente de
ellos uno por uno, y Ally Masters, desafiante, fue el último en perder el conocimiento.
32
Gezra tenía mucho trabajo que hacer. En primer lugar, había que reparar a Tazak, ya que de lo contrario el joven quedaría reducido a la fase
carroña, lo que sería inadmisible. Hacía siglos que ningún cyrastoriano expiraba sin agotar el plazo temporal que le había sido asignado. La
muerte no era una conducta apropiada para alguien tan joven. Por fortuna, las reparaciones no fueron problemáticas para un maestro tan versado
en la Voluntad.
Con la fase siguiente necesitaba ayuda. Tenía que solicitar una fuerza de intervención cyrastoriana. Aquello no tenía precedentes, pero la
conducta de Mikey y de Tazak significaba que había que hacerles una limpieza de memoria a todos los habitantes del planeta. Era una tarea de
enorme magnitud, y la situación no iba a hacerles ninguna gracia a los Principales Ancianos de la Fundación.
33
Shelley se levantó con la sensación de que iba a estallarle la cabeza. Tenía las tripas revueltas y unos dolores punzantes en el abdomen. Fue
tambaleándose hacia el retrete, sin saber con certeza qué orificio orientar hacia la taza. Finalmente se sentó en ella y notó un estremecimiento
nauseabundo seguido por la violenta excreción de la vida que llevaba dentro. Cayó al suelo, dejando un reguero de sangre sobre las baldosas del
suelo del cuarto de baño. Antes de caer inconsciente, la joven reunió fuerzas suficientes para tirar de la cadena y no tener que ver jamás la
materia que acababa de abortar.
Lillian oyó los gritos y enseguida estuvo a la vera de su hija. Después de comprobar que Shelley todavía respiraba, corrió escaleras abajo y
llamó a una ambulancia. Cuando volvió al cuarto de baño, la joven se encontraba semiinconsciente. Miró a su madre y dijo: «Lo siento, mamá..., el
chico ni siquiera me gustaba...»
«No pasa nada, cariño, no pasa nada...», dijo Lillian casi sin aliento, como recitando un suave mantra, enjugando el ceño de su hija enferma y
aguardando a que llegase la ambulancia.
Llevaron a Shelley al hospital, donde estuvo ingresada unos días. Los médicos le dijeron a Lillian que había abortado y que tenía hemorragias
internas graves, pero que no tendría secuelas duraderas. Le recomendaron que proporcionase anticonceptivos a su hija. Lillian estaba
demasiado aliviada para reñir a su hija; eso vendría después.
Sarah visitó a Shelley y le dijo que Jimmy había estado preguntando por ella. A Shelley le alegró oír aquello. Jimmy era majo. No molaba tanto
como Liam, pero era mejor que Alan Devlin, que no había hecho más que utilizarla y dejarla embarazada. Se sintió aliviada. Con independencia
de todo lo que se había contado a sí misma, en realidad no quería tener un bebé.
34
Alan Devlin estaba disgustado. Había recuperado a su hermano, perdido tanto tiempo antes, sólo para que le acabaran enviando a la cárcel.
La poli por fin había dado con él después de aquella agresión en la estación de Waverley, hacía ya un montón de años. Alan mandó a la porra su
empleo en el garaje: no parecía tener mucho sentido quedarse en un vertedero como Rosewell. Las chavalillas del colegio eran como putos
billetes de lotería para acabar en el talego y de eso no quería saber nada. Ya había visto lo que la cárcel le estaba haciendo a su hermano.
Alan volvió a la ciudad. Mientras trabajaba como camarero en un pub de Rose Street, conoció a una moderna de Londres que había venido a
disfrutar del Festival de Edimburgo. El romance fructificó y se fue a vivir con ella a Camden Town; en la actualidad trabaja detrás de una barra en
Tufnell Park. Vuelve a Edimburgo con regularidad para visitar a su hermano en la cárcel de Saughton, pero las visitas le resultan muy angustiosas.
A Mikey se le ha ido bastante la olla; no para de largar sobre alienígenas que vienen a su celda de noche y le meten todo tipo de sondas en los
orificios del cuerpo.
A Alan le duele reconocerlo, pero a él le parece que estando encerrado su hermano se ha vuelto un poco bujarrón, y que todo el rollo
alienígena este no es más que una forma de negárselo a sí mismo.
Pero en el gélido silencio del tiempo terrícola congelado, el alma atormentada de Mikey chilla y lanza mudas súplicas pidiendo ayuda y
clemencia cuando la cuadrilla de Tazak saca su cuerpo paralizado de la celda y se lo lleva a la nave para seguir investigando.
EL ESTADO DEL PARTIDO
Crooky y Calum estaban sentados en un pub espartano pero popular de Leith Walk, discutiendo si sería buena idea o no poner algo en la
máquina de discos.
«Dale caña a la gramola, Cal, te toca a ti darle de comer al bicho», sugirió Crooky. Acababa de meter una libra y sabía que Calum llevaba
dinero.
«Eso es tirar la puta pasta», dijo Calum.
Crooky hizo una mueca. Esperaba que el muy capullo no estuviera pasando uno de sus ratos de humor estreñido. «¡Ah, venga, cabrón, dale
a la puta gramola!», le imploró. «No soporto la mierda esta de estar en un pub sin música, tío.»
«Para el carro. Ya verás como dentro de un minuto algún tontolculo pone algo. No voy a tirar la puta pasta metiéndola en una gramola.»
«Pero si estás forrao, cabrón.»
Calum estaba a punto de seguir discutiendo cuando le llamó la atención alguien que caminaba desde la barra hasta la esquina del pub
arrastrando los pies mientras sujetaba cuidadosamente un agua de soda con lima. Al llegar a su destino, la aparición dejó que sus piernas se
doblaran y se dejó caer en la almohadilla que cubría el asiento. Permaneció sentado, sumido en un trance, inmovilizado salvo por un tic
intermitente.
«Fíjate en ese cabrón de ahí, tío. Es Boaby Preston. ¡Boaby!», le gritó Calum, pero la pequeña figura de carnes grises envuelta en la vieja
chaqueta de cuero le hizo caso omiso.
«Cierra la boca, joder. Ese cabrón es un puto yonqui. No quiero llevar a alguien así a remolque. Puto aprovechao», dijo Crooky. «Nada de
putos polizones esta noche, ¿eh, Cally?»
Calum escrutó a Boaby Preston. En la figura sucia y venida a menos que miraba el vaso vio fugazmente a otra persona, alguien que Boaby
Preston había sido en otro momento. En su cabeza se agolpaban los recuerdos de la infancia y la adolescencia. «No, tío, en realidad no le
conoces. Es un tipo de puta madre. Boaby, Boaby Preston», volvió a decir. Era como si repitiendo suficientes veces su nombre Calum creyese
que de algún modo podría convocar a su antigua encarnación. «La de historias que podría contarte de ese tío... ¡BOABY!»
Boaby Preston volvió la vista hacia ellos y les miró. Al cabo de uno o dos minutos esforzándose por hacer memoria, asintió con un gesto
desconcertado de semirreconocimiento. Calum se sintió triste y deprimido al darse cuenta de que no le había reconocido y también sintió cierta
vergüenza de que, delante de Crooky, su viejo amigo no le hubiese tratado a su vez con familiaridad. Tras recuperarse del revés, se levantó y se
acercó a Boaby. Crooky se sumó a ellos a regañadientes.
«Boaby..., tontolculo..., no seguirás chutándote, ¿verdad?», preguntó Calum con cansina compasión.
Boaby sonrió lentamente e hizo un gesto evasivo con una mano.
Inquieto ante aquella reacción, Calum se lanzó impetuosamente a contar una anécdota. Sin duda, pensó, si era capaz de despertar el
suficiente entusiasmo por tiempos pasados, podría incitar al viejo Boaby Preston a que saliera de la guarida que se encontraba en los lugares
más recónditos de aquel paquete de carne demacrada y gris y huesos puntiagudos que se le parecía.
«¿Sabes a quién vi el otro día, Boab? Al chaval que apuñaló a su viejo porque no quiso darle dinero para una chocolatina. ¿Te acuerdas?
Era del barrio, llevaba unas gafas raras y era un poco tarado.»
Boaby no dijo nada, pero forzó una sonrisa inane.
Calum se volvió de nuevo hacia Crooky. «Eso fue cuando éramos unos chavalines y tal, allá en el barrio, ¿eh? Había un capullo..., no me
acuerdo cómo se llamaba el chaval, pero apuñaló a su viejo porque no quiso darle dinero para comprar una barra de Mars... de la furgoneta de
los helados, ¿sabes? Bueno, pues una vez estábamos en el Marshall —eso fue años después y tal— yo, Boaby y Tam McGovern. Tam ve al
capullín ese y suelta: ése es el cabrón que apuñaló a su viejo porque no quiso darle dinero para comprar una barra de Mars. Yo le dije que no, que
aquél no era el chaval. ¿Te acuerdas, Boaby?», contó Calum apelando a su viejo amigo hecho polvo.
Boaby asintió, con la sonrisa tan pegada al rostro como si la llevara pintada.
Calum prosiguió. «Pero Tam empieza: nah, es ése. El chaval estaba allí sentado a su bola leyendo el News, ¿sabes? Pero Boaby y yo no
estábamos seguros, ¿verdad que no, Boaby? Así que dice Tam: me voy a acercar a preguntárselo. Conque le digo a Tam: si es ése, ten cuidado
porque el cabrón está como una puta regadera. Y entonces Tam va y dice: anda y que te den por culo. ¿El gafotillas ese? Y se acerca. Y
entonces, antes de que nos demos cuenta, el capullín ese raja a Tam con un vaso y le abre un lado de la cara. Al final la cosa no fue tan mala, pero
en el momento lo parecía. Así que el chaval sale corriendo del pub y nosotros detrás persiguiéndole, pero salió escopeteao calle arriba. A decir
verdad, no íbamos tan rápido, ¿verdad que no, Boaby? Pero eso fue hace siglos. Aun así el otro día le vi; iba montado en el 16, bajando por el
Walk, eh.
Crooky empezaba a aburrirse. Los yonquis le aburrían. Cuando estaban necesitados eran una plaga, y cuando tenían las necesidades
satisfechas eran insufribles. Por supuesto, había que evitarlos a toda costa. ¿A qué cojones estaba jugando Calum? Viejos amigos o no, no se
podía jugar a asistente social con un picota, pensó con irritación. Así que Crooky se alegró de ver entrar en el pub a un tipo de tez cetrina, largos y
sucios mechones negros y una nariz grande y aguileña y tomar posición ante la barra.
«Ése es el Cuervo. Voy a ver si lleva algún éxtasis, ¿vale? ¡Uaa, uaa, uaa, uaa, uaa!», exclamó a la vez que enarcaba sus pobladas cejas.
«Se supone que esta noche hay algo montao en el Citrus, ¿eh?», le dijo Calum, apartándose por un instante de un Boaby impasible.
«¿Si lleva éxtasis quieres alguno?», le preguntó Crooky.
«Sí..., pero no si son palomas. La semana pasada me metí una en el Sub Club de Glasgow. Te dan marcha durante una hora y luego te dejan
completamente jodido. El subidón se esfuma sin más», comentó chasqueando los dedos. «Todos los cabrones Weedgies18 esos iban puestos
de Malcolm X, encima, con un puntazo que te cagas, y yo allí todo frustrado y de bajón.»
El ceño fruncido de Crooky dominaba su rostro: «Ya, vale. Eso no lo queremos.»
Se acercó al Cuervo. Intercambiaron las cortesías y cumplidos de rigor y acto seguido se marcharon al servicio de caballeros.
Calum volvió a mirar a Boaby. «Eh, Boab, escucha, tío, me alegro mucho de volver a verte. ¿Te acuerdas de cuando íbamos por ahí tú y yo,
Tam, Ian y Scooby? Menuda cuadrilla, ¿eh? Dispuestos a hacer cualquier cosa en cualquier momento. No es que quiera ser un capullo aburrido ni
nada de eso, Boab, pero es que ya llevo cuatro años con Helen, ¿sabes? Sigue gustándome ponerme hasta el culo y tal, pero no de jaco y eso,
¿sabes? Mira el pobre Ian: muerto y tal. El virus, el sida y eso, sabes cómo te digo, ¿no?»
«Sí... Ian... Gilroy...», balbuceó Boaby. «La verdad es que nunca me cayó bien ese tío, ¿sabes?», masculló mientras un viejo agravio le
animaba fugazmente a pesar de su apatía inducida por el jaco.
«No hables así, Boab..., hostia puta..., ¡el chaval está muerto! No hables así.»
«Me dio el palo...», dijo Boaby arrastrando las palabras.
«Ya, pero es que no se lo puedes echar en cara, Boaby, ¿sabes? No cuando el tío está muerto, es lo que te digo. Las cosas como son: a un
tío que está muerto no puedes echarle nada en cara.»
Crooky regresó del servicio. «He pillado unos ácidos, ¿vale? Micropuntos. ¿Te apetece ir de tripi?
«Pues la verdad es que no. Me apetece un éxtasis, ¿vale?», dijo Calum con nerviosismo. Pensaba en Ian Gilroy, en Boaby, tal y como eran
antes. Boaby le había metido un montón de malas ideas en la cabeza. Y después estaba Helen, su novia: últimamente no les iba demasiado bien.
En ese estado de ánimo sería estúpido meterse un tripi. Los tripis era mejor dejarlos para días de verano largos y calurosos, cuando las
vibraciones son apropiadas y la compañía también, en un parque a ser posible o, mejor aún, en el campo. Pero no en aquellas circunstancias.
«Venga, Cally, esta noche hay fiesta en casa de Chizzie. Conoces a Chizzie, ¿no?»
«Sí... Chizzie», contestó Calum sin comprender. En realidad no conocía a Chizzie. No se encontraba demasiado bien. Sin embargo, le
apetecía ponerse hasta el culo. Seguro que el ácido aquel sólo daba un ligero subidón; era más ácido de los ochenta que de los sesenta, como
habría dicho desdeñosamente alguno de los viejos sabios. En un viaje de ésos no podía pasarte gran cosa. «Como te dije, preferiría meterme un
éxtasis, ¿vale?..., pero en fin...»
Se tragaron los tripis tan subrepticiamente como se lo permitieron las prisas. Boaby, que estaba recibiendo órdenes en forma de síntomas
de sufrimiento emanadas de sus centros nerviosos, se incorporó y se encaminó hacia el servicio. Estuvo ausente largo rato, en cualquier caso,
pero por lo que a Crooky y Calum concernía, podían haber sido meses, porque cuando regresó llevaban con un cuelgue descomunal.
Los espejos del pub distorsionaban, pues parecía que se arqueaban y formaban una extraña burbuja a su alrededor, aislándoles del resto de
la clientela, que tenía un aspecto retorcido, mientras sus imágenes se reflejaban a través de aquellas extrañas y atrofiadas lentes. La sensación
de aislamiento que esto les proporcionó les resultó reconfortante durante un rato, pero no tardó en parecerles sofocante y agobiante. Cobraron
conciencia de sus ritmos corporales, de los latidos de sus corazones, de la circulación de la sangre. Se percibían a sí mismos como máquinas.
Calum, que era fontanero, se visualizó a sí mismo como un sistema de cañerías, lo que le provocó ganas de cagar. Crooky había visto hacía poco
el vídeo Terminator; era como si viera las cosas a través del visor teñido de rojo del robot Schwarzenegger, con caracteres que deletreaban
alternativas apareciéndosele ante los ojos.
VIAJE DE ÁCIDO N.º 372
PROGRAMA DE SUPERVIVENCIA PSICOLÓGICA
ACTIVADO
1. Acudir a la barra y embolingarse. [ ]
2. Marcharse inmediatamente e irse a casa. [ ]
3. Ir al tigre y encerrarse en el cubículo. [ ]
4. Telefonear a alguien para que venga y te tranquilice. [ ]
5. La fiesta de Chizzie. [ ]
«Hostia puta...», dijo jadeando, «soy un puto robot, tío...»
«Es el fin del mundo o el comienzo de uno nuevo», dijo Calum, volviendo la cara ante una sonrisa distorsionada que transformó a Boaby en
un lobo de dibujos animados y fijándose en un bicho que reptaba lentamente por el suelo del pub.
En realidad no es más que un perro... o un gato..., pero en los pubs no hay gatos, puede que en algún pub rural de Irlanda, donde se
sientan delante de las brasas de carbón, pero eso tiene que ser un puto perro...
«Los tripis estos son una pasada, ¿no, tío?», dijo Crooky sacudiendo la cabeza.
«Sí», respondió Calum, «y el guarro de Boaby acaba de chutarse, joder. En el tigre y tal. ¡Mírale!» Calum agradeció a Boaby que le
permitiera concentrarse en otra cosa antes de sentir cómo la sangre atravesaba sus frágiles venas y verlas estallar bajo el poder burbujeante del
torrente sanguíneo: un río turbulento a punto de desbordarse. Así es como se moría, pensó, así era como terminaba la vida. «¡Tengo que salir de
aquí, tío!»
«Sí, vámonos fuera», convino nerviosamente Calum.
Les llevó un rato ponerse en pie. El pub daba vueltas a su alrededor y los rostros de la gente estaban salvajemente distorsionados. En un
momento dado todo era luz, y al siguiente parecían estar a punto de perder el conocimiento debido a la asombrosa sobrecarga a la que el tripi
estaba sometiendo sus sentidos. Calum tenía la sensación de que la realidad se le escapaba, como una cuerda arrancada de sus manos
grasientas por una fuerza irresistible. Crooky tenía la impresión de que su psique se iba pelando rápidamente, como la piel de un plátano de
muchas capas, y creía que aquel proceso le estaba desmontando, alterándole fundamentalmente hasta transformarle en otra forma de vida.
Cuando llegaron a la calle se vieron prácticamente abrumados por un muro de luz y de sonido. Crooky sintió que abandonaba su carne
mortal y salía disparado hacia el espacio antes de regresar con gran violencia a su cuerpo. Echó un vistazo por la calle, sumergiéndose en un
zumbido cacofónico de sonidos extraños pero familiares y un caleidoscopio sibilante de neones deslumbrantes; entre los dos, producían un
interfaz estrafalario y apabullante que impregnó sus sentidos. Apenas lograban distinguir la figura solitaria de Boaby, al que vieron arrastrando los
pies unos pasos por detrás de ellos, en medio de aquella inundación.
«¡Venga, cabrón de yonqui!», gritó Calum, antes de volverse hacia Crooky. «¡Ese cabrón no hace más que desperdiciar espacio!» A pesar
de su agresividad, Calum se alegraba de que Boaby se hubiese sumado a ellos, porque les proporcionaba un punto de referencia que les hacía
mucha falta para orientarse en la realidad.
Fueron abriéndose camino indecisamente a través de un terreno que obviamente conocían, pero al que la droga había dado un tono ajeno.
Cuando Leith Walk se parecía a como era antes, sólo era por breves e intermitentes instantes que estallaban como pompas, revelando una
realidad nueva y diferente. Después se encontraron de repente con que estaban caminando por Dresden tras los bombardeos con las llamas, el
humo y el olor a carne achicharrada a su alrededor. Se detuvieron, miraron a sus espaldas y de entre las llamas surgió Boaby, como el robot
Terminator después de la explosión de gasolina, pensó Crooky. «Demasiado arriesgado, joder...»
Una vez más, Crooky y Calum tuvieron la impresión de salir de sus cuerpos y regresar a ellos de golpe tras haberse extraviado muy lejos en
el espacio. La realidad volvió a asentarse brevemente mientras Calum jadeaba, «No puedo con esto, tío..., es como si hubiera una especie de
guerra nuclear o algo...»
«Sí, ya. Cada vez que te metes un tripi. Lanzan la puta bomba atómica. Lo hacen sólo para tocarte los huevos. Olvidaos del puto Sadam
como-coño-se-llame, Cally acaba de meterse un puto tripi», se burló Crooky.
Calum se rió de forma estrepitosa y terapéutica, lo que le sosegó. Crooky era un tipo legal con el que irse de tripi. Con Crooky no había
riesgo de malos rollos. Era un tío guay. Aquello era de puta madre.
Se internaron dentro de un túnel de luz dorada que latía y reverberaba mientras ellos miraban, completamente desconcertados. «Joder, esto
no puede ser, cabrón. Pero qué bueno, ¿no?», comentó Crooky boquiabierto.
Calum no podía hablar. Se le vinieron ideas a la cabeza, pero estaban relacionadas con objetos imposibles de definir. Era como si hubiese
vuelto a ser un bebé y hubiera redescubierto el pensamiento preverbal. Los objetos eran artefactos domésticos distorsionados; una lámpara, una
mesa y una silla con la que habían amueblado la casa en la que había vivido cuando era un bebé, cuando estaba intentando asimilar su entorno.
Los había olvidado, y nunca los había recordado de forma consciente. Las rimas y los ritmos relampagueaban sin cesar en su cabeza, pero no
podía denominarlos, pues aquellos pensamientos no tenían parentesco alguno con el lenguaje hablado tradicional. Todo aquello, aquel lenguaje
psíquico cifrado y preverbal, se habría perdido cuando terminara el viaje. Empezó a sentirse fatal, desinflado ante la perspectiva de perder
aquella gran intuición. Estaba a punto de acceder a alguna forma de conocimiento superior, a algún descubrimiento trascendental. Si fuera capaz
de remontarse más atrás todavía, más allá de la conciencia, del nacimiento y de penetrar en vidas anteriores..., pero no, no había forma de dar
ese paso. Se podía mirar, pero nada más; no se podía aprender, pues no había ningún punto de referencia. Sintió que se le escapaba como
arena entre los dedos. No había forma de dar el paso, suponiendo que uno quisiera volver. Y quería hacerlo.
«No sabemos nada, no sabemos una puta mierda..., ninguno de nosotros sabe una puta mierda...»
«Tranquilízate, Cal, va, tío», le rogó Crooky. «¡Todos a cubierta! Mira, ya casi estamos en casa de Chizzie. Aquí está Boaby, joder. ¡Boab!
¡Aguanta, cacho cabrón! ¿Estás bien?»
«No puedo hablar..., voy de caballo, tío. Caballo», dijo Boaby, arrastrando las palabras.
«Tontolculo. Tendrías que haberte metido uno de esos micropuntos, ¿eh? El Cuervo dijo que eran geniales y que sólo nos metiéramos
medio, pero pensé que no era más que labia de vendedor. Pero no. ¿Cómo de bueno es esto, Cal?»
«Bueno...», dijo dubitativamente Calum. Aquello no era ácido. Era otra cosa. Llevaba años comiéndose tripis y pensaba que ya lo había visto
todo, hasta el punto de haberse vuelto indiferente a aquella droga. Se lo habían advertido los veteranos hechos polvo que nunca la tocaban
debido a aquel único viaje enloquecido de más: precisamente cuando crees que ya le tienes tomada la medida, te sacudes un viaje que te
cambia la vida. Tenían razón. Todo lo demás que se había metido no había sido más que una preparación para ese momento, y no era
preparación en absoluto. Sucediera lo que sucediera, después de aquello las cosas serían distintas.
Siguieron caminando; los minutos parecían horas. Daba la impresión de que caminaban en círculos sin parar, como en uno de esos sueños
en los que uno parecía dar un paso adelante y dos atrás. Atravesaban calles estrechas con pubs en las esquinas. Unas veces se trataba del
mismo pub y calle que acababan de dejar atrás, y a veces eran otros. Finalmente, parecían haber llegado al portal del bloque donde vivía Chizzie
sin reconocer ninguno de los hitos entre el pub y su destino.
«Eh..., no sé cuál es...», dijo Crooky mientras trataba de leer las etiquetas descoloridas del portero automático. «Aquí no sale ningún
Chizzie.»
«¿Cuál es su nombre real?», preguntó Calum mientras Boaby potaba un poco de bilis. Los borrachos empezaban a filtrarse poco a poco por
las puertas de los pubs. Era importante meterse en el piso. Calum percibía la presencia de demonios en las calles adyacentes. Al principio sólo
había sido una sensación. Ahora era insoportable. «¡Métete dentro de una puta vez, los demonios andan sueltos, tío!»
«¡No digas putas gilipolleces!», saltó Crooky. Era una de esas cosas que les sucedía a Calum y Crooky cuando hablaban de tripis: los tripis
siempre sacaban a los demonios. Aquello estaba muy bien después de un viaje, pero siempre habían estado tácitamente de acuerdo en no
mencionarlo nunca cuando todavía estuvieran viajando, y ahora aquel capullo hecho polvo estaba... Crooky recobró la compostura. «Es, eh,
Chisholm, me parece...»
«Joder», gritó Calum, «¡púlsalos todos y ya está, coño! ¡Llama a los de arriba! ¡Cuando abra alguien, te metes en la escalera y a seguir la
pista del ruido de fiesta!»
«¡Vale, de acuerdo!» Crooky así lo hizo y consiguieron entrar en la escalera. Sus piernas de goma les llevaron hacia arriba, rumbo al ruido.
Se sintieron aliviados de ver a un Chizzie distorsionado pero discernible asomado al rellano de la última planta. «¡Qué pasa, chaval!», rugió
Chizzie. «¡Me alegro de veros! Buena noche, ¿eh?»
«No está mal..., vamos de tripi a tope», confesó Crooky, sintiéndose ligeramente culpable por haberse presentado sin bebida ni drogas.
«Joder, cómo sois, pareja de tontos del culo», dijo Chizzie riéndose antes de fijarse en que traían las manos vacías. «Adelante», dijo, ya con
menos entusiasmo.
A Crooky y a Calum el piso les produjo claustrofobia. Se sentaron junto al hogar a beber latas de cerveza y contemplar las brasas ficticias,
esforzándose por abstraerse de la fiesta que transcurría a su alrededor. Boaby, que había llegado pisándoles los talones, se metió en el cuarto de
baño y salió media hora más tarde, dejándose caer en una mecedora de pino.
Un tipo de mandíbula cuadrada y bigote se acercó a Crooky y Calum. «¿Qué tal, chicos? Tengo números para una rifa. Club 86. Primer
premio, Rover Metro. Segundo premio, vale por quinientas libras para Sphere Travel, ¿eh? Tercer premio, cesta de Navidad por valor de cien
libras. A una libra el número.»
«Eh, yo no quiero un número...», dijo Crooky.
El tío les miró con una expresión de indignación beligerante. «Que es un sorteo de Navidad, joder», saltó mientras agitaba el taco de billetes
delante de sus narices.
«Eh, vale...», dijo Crooky, revolviendo en los bolsillos. Calum pensó que sería mejor hacer otro tanto.
«Un puto sorteo de Navidad, cabrón..., una libra por un puto número para una cesta, unas vacaciones o un carro. ¡No me hacéis ningún favor,
¿eh?!»
«Eh, yo me quedo uno...» Y Calum hizo ademán de entregarle una moneda de una libra.
«¡Eh! ¡Un puto billete! ¡Vete al carajo, agarrao de los cojones! ¡Que es un puto sorteo de Navidad! Club 86. Fundación Juventud de los Hibs.
¿No seréis unos putos Jambos,19 no?
«Eh..., no..., ¡me llevo cinco!», gritó Calum, súbitamente entusiasmado.
«¡Así se habla, hombre!», exclamó el tío del bigote.
Crooky, que era un Jambo, entregó a regañadientes dos libras.
«¿Vas al partido el sábado?», preguntó Calum al vendedor.
«¿Eh?» El hombre le miró con gesto hostil.
«A Easter Road.»
El hombre se quedó mirando a Calum por un instante y sacudió la cabeza de forma hosca y agresiva. «Yo he venido aquí a una puta fiesta y
a vender putos números, no a hablar del puto fútbol.»
Y dicho eso se marchó, dejando a Crooky y a Calum con una sensación de paranoia tremenda.
«Para un viaje como éste, lo único que se puede hacer es privar. Como es un depresivo, te ayuda a bajar», dijo Crooky, llevándose la lata de
cerveza a los labios.
«A mí lo que me jode es que no hayamos traído bebida», comentó Calum nerviosamente mientras bebía.
«Detrás de nosotros hay una pila de birras, pero cuando se acaben, te toca a ti ir a la cocina a arramblar con unas cuantas más», le dijo
Crooky.
Calum tragó con fuerza.
Al cabo de una hora, sin embargo, empezaron a encontrarse mejor y decidieron que darían menos impresión de estar al margen si se
levantaban y se ponían a bailar con los demás. Alguien había puesto una cinta de rollo trance, y eso iba bien con el ácido. Calum se movió al son
de la música y miró a algunas de las chicas, y luego a Boaby, que estaba profundamente dormido en la mecedora.
Un tipo fibroso con el pelo cortado al rape empezó a chillar: «¡CHIZZIE! ¡PON MI PUTA CINTA! ¡PON MI PUTA CINTA, CABRÓN! ¡PRIMAL
SCREAM, CHIZZIE!» Levantó una funda de casete roja con una mancha azul en medio, mientras la señalaba con el dedo índice de la otra mano.
«Nah... Finitribe, eh», farfulló un tío delgado al que el pelo le tapaba los ojos. A Crooky le pareció reconocerle de alguna parte.
Calum empezó a sentirse paranoico otra vez. En realidad no conocía a ninguno de los presentes y empezaba a sentirse cada vez más fuera
de lugar, como si no fuera bienvenido. Tendrían que haber traído un lote de bebidas. Presentarse de vacío como habían hecho era una sobrada.
Se sentó al lado de Boaby.
«Boab, tío, esto es raro que te cagas. Sé que no es más que el ácido y tal, pero hay un par de tíos de Lochend por aquí y creo que uno de
ellos es el hermano del zumbao ese de Keith Allison, el cabrón que rajó a Mooby. Toda la familia, tío, son unos navajeros totales. Una vez oí que
un tío trató de rajar con un vaso a uno de los Allison en el Post Office Club; le quitó el vaso al chaval, tranquilo que te cagas, y le abrió la cara al
pobre cabrón..., entiéndeme, psicópata total, eh..., ahora mismo hay muchas cosas malas en mi vida, Boab..., es un mal momento para meterse
un ácido..., ¿sabes Helen y tal? Es mi piba, a ver, no creo que os conozcáis, Boaby, pero tiene una hermana que se llama Julia...»
Boaby seguía sin decir nada.
«¡PON MI PUTA CINTA, CHIZZIE, CACHO CABRÓN! ¡PRIMAL SCREAM, COÑO!», chilló el tipo fibroso con el pelo rapado, pero sin
dirigirse a Chizzie claramente, y empezó a bailar frenéticamente con la música que estaba puesta.
Calum se volvió de nuevo hacia Boaby, que seguía callado. «... no es que me ponga, Boab, en realidad no. Julia es la hermana de Helen y tal,
Boab. Pero es que Helen y yo no nos hablábamos en ese momento, y yo estaba por el centro y acabé en Buster’s, y su hermana Julia pues
estaba allí con unas amigas. El caso es que en realidad no pasó nada. A ver, unos piquitos y tal..., pero el caso es que yo quise que pasara algo.
Como que sí, como que no, no sé si me explico, ¿eh? A ver, ya sabes cómo son las cosas, ¿no, Boab?»
Boaby no decía una palabra.
«Sabes, Boab, mi problema es que en realidad no sé qué le pido a la vida. Todo se reduce a eso..., al carajo con el tripi este..., aquí todo el
mundo parece del pleistoceno, joder..., decrépitos y tal..., hasta la Sandra esa está aquí, ¿te acuerdas? Antes salía con Kev MacKay..., tú te la
tiraste una vez, Boab, so guarro..., de eso me acuerdo...»
«A ése no vas a sacarle una puta mierda», le dijo a Calum un tipo flaco de pelo negro, «se estaba chutando en el lavabo. Chutándose
cuando había chavalas que querían entrar a hacer pis, joder.»
El tío tenía un aspecto espantoso. Parecía algo salido de un campo de concentración: era esquelético. En cuanto Calum se dio cuenta, el tío
se convirtió en un esqueleto de verdad.
«Eh..., ¿dónde está Crooky?», le preguntó Calum.
«¿Tu colega?», traqueteó la mandíbula del esqueleto.
«Sí...»
«En la cocina, totalmente ido de la puta olla. Es un poco bocas, ¿no?»
«No..., eh..., sí..., esto..., ¿qué ha dicho?»
«Demasiado bocas, ¿no?»
«Sí.»
El esqueleto se marchó y dejó a Calum preguntándose cómo salir de aquella pesadilla.
«Eh, Boaby, a lo mejor deberíamos irnos..., ¿eh, Boab? No me acaban de molar las vibraciones de este sitio, ¿eh?»
Boaby seguía sin decir nada.
Entonces una chica que llevaba un vestido rojo se acercó y se sentó junto a Calum. Era rubia, aunque con raíces castaño claro y con el pelo
corto. A él le pareció guapa, pero sus brazos le parecían nervudos y escuálidos. «¿Has venido aquí con Crooky?», le preguntó.
«Eh, sí. Eh, me llamo Calum...»
«No serás hermano de Ricky Prentice, ¿verdad?»
Calum se sentía como si acabaran de electrocutarle. Todo el mundo sabía que su hermano Ricky era un gilipollas. Si se enteraban de que
era hermano de Ricky, entonces pensarían que él también era gilipollas.
«Sí..., pero yo no soy como Ricky...»
«No he dicho que lo fueras», dijo la chica, encogiéndose de hombros.
«Ya, pero lo que quería decir es que Ricky es Ricky y yo soy yo. Ricky no tiene nada que ver conmigo. Quiero decir, él tiene su película y yo la
mía. ¿Sabes cómo te digo?»
«Estás flipadísimo.»
«Son micropuntos... eh, ¿cómo te llamas?»
«Gillian.»
«Son micropuntos, Gillian. Son increíbles.»
«Yo paso del ácido. La mayoría de los que se meten ácidos acaban en el manicomio. Acaba superándoles. Conozco a un tío que le pegaba
al ácido y se quedó en coma...»
«Eh..., sí..., no está mal la fiesta esta, ¿eh?», dijo Calum con nerviosismo y timidez.
«Espera un momento», dijo Gillian, súbitamente distraída por algo. «Vuelvo enseguida.»
En el mismo instante en que ella se levantó, el tío del pelo al cero empezó a gritar otra vez: «¡CHI-ZIII! ¡PON MI PUTA CINTA! ¡PRIMAL
SCREAAAM, COÑO!»
«Venga, Chizzie, pon la cinta de Omelette», concedió Gillian.
El voceras llamado Omelette se volvió hacia Gillian asintiendo con gesto adusto y reivindicativo. «¿Te das cuenta?» Miró a Chizzie, que
estaba liando un porro encima de la portada de un LP, y señaló después a Gillian. «¿Te das cuenta? ¡PON MI PUTA CINTA!»
«Enseguida, chaval», dijo Chizzie, levantando la vista y mirando a Omelette.
Crooky se acercó a Calum. «Esto es una pasada que te cagas, Cally..., y encima tu ligándote a la Gillian esa, so guarro...»
«¿La conoces?», preguntó Calum.
«La tienes en el bote, le va la marcha cantidad», comentó Crooky con una sonrisa.
«No está mal», dijo Calum, ligeramente convulsionado. «Parece maja y tal...»
«Ésa ha llenado más botes con abortos que tu abuelita con mermelada», se burló Crooky.
Gillian se acercaba de nuevo. Crooky sintió una punzada de sentimiento de culpa al cruzarse sus miradas y le sonrió tímidamente antes de
marcharse hacia la cocina.
«Oye», le dijo Gillian a Calum, «¿quieres comprar unos números para el sorteo de Navidad? Club 86», dijo con una sonrisa, antes de añadir:
«Fundación Juventud de los Hibs.»
«Sí», contestó Calum antes de acordarse de que acababa de comprar varios. Ella parecía tan contenta, sin embargo, que no podía darle ese
disgusto. Compró otros cinco números.
«¿De qué estaba yo hablando? Ya, del tío que se quedó en coma después de meterse un tripi.»
Calum empezó a sudar a chorro. El corazón le latía al galope. Empujó suavemente a Boaby, pero Boaby se cayó de la mecedora y golpeó
ruidosamente el suelo, igual que un saco.
«Hostia puta», dijo Calum con voz entrecortada, viendo a Boaby postrado ante él.
La gente se congregó a su alrededor. El tipo del bigote que le había vendido a Calum la primera tanda de números del Club 86 se puso a
buscarle el pulso.
Chizzie cogió al tío del hombro. «¡Eh, Geggs! ¡Déjame a mí!», gritó. «Tú no tienes mi formación médica. Venga, Geggsie, cabrón.»
«Aguanta un poquito», le dijo Geggsie espantándole con la mano. A Calum, el pelo de Geggsie sobre el pecho enfermizo de Boaby le hizo
pensar en unos feísimos tentáculos de cola de rata que estuvieran extrayendo la vida del cuerpo de Boaby. Entonces Geggsie se incorporó.
«Este tío está muerto. Tu colega», dijo, volviéndose con gesto acusador hacia Calum, como si lo hubiera asesinado él. «Muerto. Joder, ¿eh?»
«No jodas..., no me tomes el pelo...», rogó Calum.
Chizzie se inclinó sobre el cadáver de Boaby. «Sí que está muerto, coño. Lo sé; tengo formación médica, y el diploma oficial de primeros
auxilios en Ferranti’s. Nos mandaron a un cursillo en Haymarket con la banda esa de las ambulancias de St. Andrews. Certificado y toda la puta
pesca», dijo en tono de suficiencia. Después se levantó de un salto. «¡Crooky! Lo siento, chaval, vosotros le trajisteis aquí. No me apetece tener
por aquí a la puta pasma, tío. Tenéis que llevároslo.»
«Eh», empezó a decir Crooky.
«No puedo hacer otra cosa, chaval. Intenta ponerte en mi sitio. No me apetece que venga por aquí la puta pasma, ¿vale?»
«¡QUE OS LO LLEVÉIS DE AQUÍ!», rugió el tipo llamado Geggsie.
«No podemos... Quiero decir..., ¿adónde vamos a llevarle?», preguntó Crooky con voz entrecortada.
«Eso es cosa vuestra, putos zumbaos. Mira que traer a un puto yonqui a casa de alguien», escupió Geggsie sacudiendo la cabeza con
amargura.
«Ni siquiera han traído de beber, joder», se burló otra voz. Era el tío del pelo rubio pelado al cero, el tal Omelette. «A lo mejor ahora sí te
apetece poner mi cinta, ¿eh? Mira lo que le ha hecho la otra a ése», dijo, riéndose.
Crooky miró a Calum y asintió. Se colocaron a ambos lados de Boaby, lo cogieron de los sobacos y lo sacaron del piso y a la escalera.
«Siento que las cosas hayan salido así, chaval. ¿Era majo tu colega?», preguntó Chizzie. Calum y Crooky se limitaron a mirarle. «Oye,
colega, sé que a lo mejor no es momento, pero tengo unos números para el sorteo de Navidad...»
«Ya tenemos», bufó Calum.
«Ah, bueno, vale», dijo Chizzie en tono gélido.
Empezaron a bajar por la escalera con el cuerpo de Boaby. Por suerte, pesaba poco y era bajito. Gillian y otra chica salieron detrás de ellos.
«La mitad de las putas pibas se han ido con esos capullos», protestó Omelette antes de que la puerta se cerrase de golpe.
«Esto es increíble», dijo la otra chica. «¿Vale que vamos con vosotros?»
Ni Crooky ni Calum respondieron. Las peores alucinaciones ya habían pasado, pero todo seguía un tanto distorsionado y el peso de Boaby
les hacía flaquear las piernas.
«Quiero ver lo que van a hacerle», dijo Gillian.
«¿Qué vamos a hacer?», preguntó Calum mientras bajaban con Boaby por la escalera. Si bien no pesaba mucho, era como si fuera una
bolsa de agua; su peso se desplazaba continuamente. Lo agarraron mejor, y mientras bajaban las escaleras, arrastraban las piernas de Boaby
por los escalones tras ellos.
«¡A saber, coño! Vámonos a tomar por culo de este puto sitio», saltó Crooky.
«¡Aggfff! ¡Aggfff! No sé ni cómo podéis tocarle», dijo la otra chica.
«Chiss, cállate, Michelle», le dijo Gillian, empujándola suavemente.
Sacaron a Boaby de la escalera y le arrastraron por aquella calle oscura y desierta. Las piernas y los pies iban coleando, destrozando las
puntas y los lados de sus zapatos. Al principio Gillian y Michelle caminaron unos pasos por detrás, y luego fueron corriendo por delante o, si veían
a alguien acercarse por la misma acera, cruzaban la calle y caminaban a la misma altura que ellos. «Nunca había visto a un muerto», declaró
Gillian.
«Yo sí. A mi abuelo. Le vi tendido todo largo», le dijo Michelle.
«¿Quién fue el que le dejó tendido?», preguntó Gillian, visualizando a alguien matando al abuelo de Michelle de un golpe.
«El cura... en la iglesia», dijo Michelle en un tono triste y extraño.
«Ah, ya...», asintió Gillian después de volver a tierra. Miró a Boaby. «¿Llevaba dinero encima?»
Crooky y Calum, y por tanto Boaby, se pararon abruptamente. «¿Qué quieres decir?», preguntó Calum.
«Pues hombre, ahora no va a servirle de mucho. Mejor subirlo a un taxi o algo.»
Calum y Crooky lo pensaron un poco. Entonces Calum dijo: «¡El pobre cabrón está muerto! ¡Podrían encarcelarnos por asesinato! ¡No
podemos meterlo en un puto taxi!»
«Sólo era una sugerencia», dijo Gillian.
«Eso», saltó Crooky mirando a Calum, «la chica sólo estaba haciendo una sugerencia. No pasa nada, Cal. No lo pagues con la chica...»
Calum estaba a punto de explotar. Se trataba de Boaby..., del cuerpo de Boaby. Se acordaba de la Noche de las Hogueras. Se acordaba de
haber participado en asaltos a las otras hogueras de la barriada con Boaby. Boaby. Boaby Preston. Se acordaba de haber jugado a IRA contra
UDA con Boaby. Se acordaba de haberle disparado y de Boaby haciéndose el muerto, tendido sobre el montículo de hierba, junto a la carretera
principal. Cuando se levantó, tenía el dorso de la camiseta llena de mierda de perro.
Ahora Boaby no estaba haciéndose el muerto y en la mierda estaban todos ellos.
«Ya no aguanto más... ¡QUE ES BOABY!..., joder...», gimió Calum, antes de parar en seco otra vez, cuando un coche se detuvo a su altura.
Quedaron todos paralizados de terror al darse cuenta de que era un coche de policía. Las reflexiones de Calum se apartaron rápidamente de
Boaby y se centraron en él. Tenía la sensación de que su vida se desintegraba ante sus ojos, ni más ni menos que la de Boaby cuando, en
silencio, sentado en la silla, la sobredosis se la llevó y él estaba demasiado colgado como para saber que estaba muriendo lentamente. Calum
se preguntó por su novia, Helen, y si alguna vez volvería a verla.
Uno de los polis bajó del coche, dejando a su compañero al volante. «¿Todo bien, amigos?» Miró a Boaby y luego a Crooky. «Parece que
vuestro amigo se ha pasado tres pueblos.»
Crooky y Calum se limitaron a mirarle. El policía tenía una nariz chafada con dos grandes agujeros. Su piel era de ese tono rosa asqueroso
de las salchichas de cerdo crudas y tenía los ojos apagados, almendrados y dispuestos muy al fondo de una cabeza grande y protuberante. Debe
de ser el ácido, no paraba de pensar Crooky, tiene que ser el puto tripi.
Calum y Crooky se cruzaron miradas de temor, por encima del fláccido cuello de Boaby. «Sí», dijo Crooky en voz baja.
«No habréis visto nada raro por aquí esta noche, ¿verdad? Un grupo de chalados ha estado rompiendo escaparates.»
«No, no hemos visto nada», dijo Michelle.
«Pues vuestro amigo tampoco parece haber visto nada», dijo el policía, mirando con desdén el cadáver de Boaby. «Yo que vosotros le
llevaba a su casa.»
Meneando un voluminoso puño un par de veces, el poli gruñó con gesto asqueado antes de marcharse.
Se sintieron aliviados cuando vieron al coche irse a toda prisa por la calle. «Hostia puta..., la hemos cagao, tío..., cagao del todo», gimoteó
Calum.
«Es una idea de todas formas; lo que dijo el poli y tal», meditó Crooky.
«¿Eh?», preguntó Michelle mientras Calum miraba a Crooky con incredulidad.
«Escucha», empezó a explicarle Crooky, «si nos paran con el cuerpo, estamos jodidos. Pero si pudiéramos llevarle a su casa...»
«Chorradas», dijo Calum, sacudiendo la cabeza. «Es mejor dejarlo en cualquier parte.»
«No, no», dijo Crooky, «entonces seguro que hay una investigación policial, ¿entiendes?»
«No puedo pensar con claridad, joder, es el ácido...», dijo Calum con voz entrecortada.
«Hay que estar loco para meterse ácido», dijo Gillian mascando chicle.
Crooky se fijó en cómo se hinchaba el perfil de Gillian mientras mascaba.
«Ya sé lo que tenemos que hacer. Llevarle al hospital. A urgencias. Y decir que perdió el conocimiento», dijo Calum, súbitamente animado.
«Nah, se darían cuenta. Hora de la muerte», le dijo Crooky.
«Hora de la muerte», repitió Calum con un eco fantasmal, «... a ver, que en realidad yo ni siquiera le conozco, bueno, no muy bien. A ver,
fuimos amigos hace siglos pero nos fuimos alejando, ¿sabes? Era la primera vez que le veía en años, ¿eh? Se había hecho yonqui, ¿sabes?»
Gillian tiró de la cabeza de Boaby hacia atrás. El tono de la piel era enfermizo y tenía los ojos cerrados. Le abrió los párpados con los dedos.
«¡Aggfff... aggfff... aggfff...», dijo Michelle, a medio camino entre el gemido y la burla.
«¡Vete a la mierda!», saltó Calum.
«Está muerto, joder», dijo Gillian para desautorizarle, mientras le cerraba a Boaby los ojos. Sacó una polvera del bolso y empezó a darles
unos toques en la cara a Boaby. «Así no tendrá una pinta tan repulsiva. Si vuelvan a pararnos y tal.»
«Qué idea tan buena», asintió Crooky con adusta aprobación.
Calum volvió a mirar al otro lado del cielo azul oscuro, donde había bloques de pisos apagados. Las farolas encendidas no hacían sino
subrayar el aire mortecino de la ciudad fantasma que les rodeaba. Sin embargo, un poco más adelante se veía la luz de un local que brillaba sin
cesar. Era el kebab de veinticuatro horas.
«Me muero de hambre», se aventuró a decir Michelle.
«Yo también», dijo Gillian.
Depositaron a Boaby en un banco municipal que se encontraba debajo de algunos árboles frente la entrada de un pequeño parque.
«Dejaremos a Boaby aquí contigo, Calum. Vamos a ir a por unos kebabs», sugirió Crooky.
«Un momento», empezó a decir Calum, pero ya habían empezado a atravesar la calle para acercarse al puesto, «¿cómo es que siempre soy
yo el que tiene que...?»
«Tranqui, Cally, no te me mosquees. Volvemos en un minuto», le explicó Crooky.
Hijos de puta, pensó Calum. Era una mala jugada, dejarle a su bola. Se volvió hacia Boaby, al que mantenía erguido rodeándole con un
brazo. «Oye, Boab, siento muchísimo todo esto, tío..., ya sé que no me oyes..., es como que Ian y toda la vieja panda..., nadie sabía lo del VIH y tal,
todo dios pensaba que sólo se podía pillarlo follando, ¿te acuerdas? Era como sólo cosa de maricones y sólo en Londres, según los anuncios
aquellos, no los yonquis de aquí arriba. Algunos chavales como Ian sólo estuvieron enganchados unos meses, Boab... Yo me hice las pruebas
después de Ian, ¿sabes? Limpio», comentó Calum, cavilando en torno a las consecuencias con un rostro carente de expresión. Por primera vez,
se dio cuenta, ya no parecía tener importancia.
Un borracho envuelto en un abrigo viejo que olía a alcohol rancio y pis se acercó al banco. Se quedó mirándoles un rato, como clavado al
sitio. Después se sentó al otro lado de Boaby. «Lo que se lleva ahora es el VAT»,20 caviló, «el VAT, amigo», agregó mientras le guiñaba un ojo a
Calum.
«¿Eh?», profirió Calum, malhumorado.
«Dan unas patatas asadas buenísimas en esa tienda de Cockburn Street, hijo, unas patatas asadas buenísimas. Ahí es donde voy yo
siempre. A la tienda esa de Cockburn Street. La gente que trabaja ahí es maja, ¿sabes? Jóvenes como tú. Eso: estudiantes. Estudiantes,
¿sabes?»
«Sí», dijo Calum, poniendo los ojos en blanco de exasperación. Hacía frío. El cuello de Boaby estaba frío.
«Filadelfia..., la ciudad del amor fraterno. Los Kennedy. J. F. Kennedy», dijo el borracho con presunción. «Filadelfia. Amor fraterno», repitió
resollando.
«Eran de Boston», dijo Calum.
«Sí... Filadelfia», graznó el borracho.
«No..., los Kennedy eran de Boston. Ésa era su ciudad natal.»
«¡ESO YA LO SÉ, JODER! ¡A MÍ NO ME DES LECCIONES DE HISTORIA!», rugió el viejo borracho entre la oscuridad. Calum vio cómo sus
babas iban a parar a la cara de Boaby. Entonces, el borracho le dio un empujón: «¡Tú lo sabrás! ¡Díselo a tu puto amigo!» Boaby se desplomó
sobre Calum, que volvió a enderezarlo empujando, y luego tiró del cuerpo para impedir que se rozara continuamente con el borracho.
«Deja al chaval en paz, está jodido», dijo Calum.
«Yo te puedo contar dónde estaba cuando asesinaron a John Lennon...», dijo el hombre resollando, «... te puedo contar el sitio exacto,
joder.» Señaló bruscamente el suelo con el dedo.
Calum sacudió la cabeza con un gesto de irrisión. «¡Estamos hablando de los putos Kennedy, chalao!»
«ESO YA LO SÉ, HIJO, PERO YO ESTOY HABLANDO DEL PUTO JOHN LENNON!» El borracho se puso en pie y empezó a cantar: « End
so this is Cris-mehhss and what have we done... a veh-ray meh-ray Cris-mehhss end a hah-pee new yeh-ur...»21
Se marchó tambaleándose por la calle. Calum le vio esfumarse en la noche, y su voz siguió oyéndose mucho después de que hubiera
desaparecido de su vista.
Los demás regresaron con los kebabs. Crooky le dio uno a Calum. Aún le quedaba otro en la mano. «¡Joder!», escupió con rabia. «¡Me
olvidé de que este cabrón estaba muerto!» Y miró con gesto grave el kebab sobrante.
«Huy, sí, hay que ser de lo más egoísta para morirse así y desperdiciar un puto kebab!» maldijo irónicamente Calum mientras fulminaba con
la mirada a Crooky. «¡Fíjate en lo que dices, Crooky, cabrón! ¡Boaby está muerto, joder!»
Crooky se quedó unos instantes con la boca abierta. «Perdona, tío, sé que era tu colega.»
Gillian miró a Boaby. «Si era un yonqui, no le habría apetecido de todos modos. Ésos no comen nunca.»
Crooky meditó un poco sobre aquello. «Eso es cierto, pero no siempre. ¿Te acuerdas de Phil “El Gordo” Cameron? ¿Eh, Cal?»
«Sí, Phil el Gordo», asintió Calum.
«El único cabrón que yo haya visto nunca que le pegara al jaco y engordara», dijo Crooky con una sonrisa.
«Chorradas», se mofó Gillian.
«No, es verdad, ¿eh, Cal?», dijo Crooky, solicitando apoyo.
Calum se encogió de hombros y luego asintió. «Phil el Gordo solía meterse un chute y después volverse loco por una dosis de azúcar. Se iba
al Bronx Café y se compraba una bolsa enorme de donuts. No podías ni acercarte a los putos donuts aquellos. Antes habrías conseguido que te
diera el jaco que llevaba encima que uno de aquellos donuts. Pero se desenganchó y se rehabilitó..., no como el pobre Boaby.» Calum echó una
mirada triste al cadáver de su amigo, cada vez más gris.
Terminaron sus kebabs poco a poco y en silencio. Crooky le dio un bocado al que había sobrado y luego lo tiró por encima de un seto. Al
contemplar el cuerpo de Boaby, Gillian pareció entristecerse por un instante, y luego aplicó un poco de carmín a sus labios azulados.
«Siendo como era él, nunca tuvo una oportunidad», dijo Calum. «El tipo se metió demasiado a fondo, ¿sabes? Eran un montón de chavales,
unos tíos majos que te cagas, además, bueno, algunos, pero igual que cualquier otra peña; hay gente buena y gente mala en todas partes,
¿sabes...?»
«A lo mejor fue así como pilló el sida ese», especuló Gillian.
«Aggfff...», dijo Michelle haciendo una mueca, y añadiendo a continuación, con gesto meditabundo: «Qué pena. Imagínate cómo se sentirá su
madre.»
Las deliberaciones se vieron interrumpidas por unos ruidos procedentes de un poco más adelante. Calum y Crooky se tensaron. No había
tiempo para correr ni para maniobrar. Se dieron cuenta instantáneamente de que los propietarios de las voces, que recitaban a voz en cuello y
como maniacos un popurrí de canciones furboleras, sólo estaban ensayando para el momento en que pudieran dar rienda suelta a su agresividad
contra alguna fuerza externa.
«Más vale que nos piremos, eh», dijo Calum. Veía a los demonios oscuros cada vez más nítidamente, iluminados por la luz de la luna y el
brillo de las farolas. No podía estar seguro de cuántos eran, pero sabía que ya le tenían en su punto de mira.
«¡EH, VOSOTROS!», gritó uno de ellos.
«¿Tú a quién coño le gritas?», preguntó con aire despectivo y demasiado enérgico Gillian.
«¡Chisst!», emitió Calum entre dientes. «Esto déjanoslo a nosotros», le rogó. El pánico empezó a apoderarse de él. Putas guarras
imbéciles, pensó, no son ellas las que se van a llevar la puta paliza. Somos nosotros. Soy yo.
«¡EH! ¿ALGUNO DE VOSOTROS HA VISTO A LA PUTA POLI, CABRONES?», gritó uno de los tíos. Era alto y estaba fuerte, y tenía una
melena grasienta que le llegaba hasta los hombros y unos ojos ardientes desprovistos de racionalidad.
«Eh, no...», dijo Crooky.
«¿DÓNDE COÑO HABÉIS ESTADO?», gritó el tío del pelo grasiento.
«Eh, en una fiesta», le informó Crooky con nerviosismo. «En el piso de un colega y tal, eh.»
«¿Ése es tu novio, guapa?», dijo otro tío que llevaba un sombrero de copa baja a la vez que miraba a Calum de arriba abajo.
Gillian guardó silencio por un instante. Su mirada no abandonó en ningún momento el rostro de su interrogador. Con un tono áspero y
cargado de desprecio, dijo: «Puede. ¿A ti qué te importa?»
Calum sintió una erupción simultánea de orgullo y de temor. Magnificada por el ácido, era casi abrumadora. Notó cómo uno de los músculos
de su cara temblaba de forma espasmódica.
El tipo del sombrero de copa baja se puso con las manos en jarras. Echó la cabeza hacia delante y la sacudió lentamente. Luego miró a
Calum. «Oye, amigo», dijo, en un esfuerzo por parecer razonable a pesar de su evidente ira, «si ésa es tu piba yo que tú le diría que tuviera
cuidadito con la puta boca, ¿vale?»
Calum asintió tímidamente. La faz del joven se había distorsionado hasta convertirse en una cruel faz de gárgola. Había visto aquella imagen
en otra ocasión: en una postal de la catedral de Notre Dame de París. El demonio miraba la ciudad desde lo alto, agazapado sobre una cornisa;
ahora había descendido a la Tierra.
«¿Y este capullo qué tiene que decir?», preguntó el tipo de la melena grasienta mirando a Crooky y señalando el cuerpo de Boaby. «¡Lleva
lápiz de labios, joder! ¡ERES UN PUTO MARICÓN, COLEGA!»
«Eh, el chaval está...», empezó a decir Crooky.
«¡DÉJALE HABLAR A ÉL! ¡EH, AMIGO! ¿DE DÓNDE ERES?», le preguntó a Boaby el de los cabellos grasientos.
No hubo respuesta alguna.
«¡SOBRAO!», exclamó aquél, estrellando su voluminoso puño en la cara de Boaby. Crooky y Calum aflojaron su presa por completo y el
cuerpo cayó ruidosamente al suelo.
«¡ESTÁ MUERTO! ¡ESTÁ MUERTO, JODER!», chilló Michelle.
«Dentro de un minuto sí que va a estar muerto», dijo el tío de los pelos grasientos señalando el cuerpo con el dedo. «¡VENGA, CABRÓN!
¡TÚ Y YO EN UNA PELEA LIMPIA! ¡LEVÁNTATE, ZUMBAO!», exclamó mientras pateaba el cadáver. «¡ESTE CABRÓN ESTA JODIDO!
¿HABÉIS VISTO ESO, CABRONES?», exclamó mientras se volvía con expresión triunfal hacia sus amigos.
El tipo del sombrero de copa baja volvió las palmas hacia el cielo y luego tendió una de ellas hacia su amigo del pelo grasiento. «Un solo
golpe, Doogie, más no se puede pedir.» Frunció el labio y entrecerró los ojos. «Lo has dejado seco de un solo golpe.»
El que se llamaba Doogie, henchido de orgullo beligerante, miró a Crooky y a Calum.
«¿Quién quiere ser el siguiente?»
Calum escaneó disimuladamente en busca de objetos que utilizar como armas. No vio nada.
«Eh..., no queremos líos y tal...», dijo Crooky con voz débil y entrecortada.
El que se llamaba Doogie permaneció inmóvil por un instante, con el rostro contraído, como si intentase asimilar un concepto que apenas
alcanzaba a digerir.
«¡Vete a tomar por culo, zumbao! ¡Eres un puto gilipollas, niño!», saltó Gillian.
«¿A QUIÉN COÑO LE ESTÁS HABLANDO?», rugió él.
«No lo sé, se te ha caído la etiqueta», le respondió Gillian sin inmutarse, sin dejar de mascar chicle y mirándole de arriba abajo con cara de
desprecio.
«LAS PUTAS... LAS PUTAS TÍAS COMO TÚ MERECEN QUE LAS VIOLEN... ¡SON GUARRAS QUE NO SABEN TENER LA PUTA BOCA
CERRADA!» A Doogie jamás le había mandado a la mierda de aquella manera una mujer.
«¡Y TÚ CÓMO COJONES VAS A SABER NADA SI EN LA VIDA HAS VISTO OTRO COÑO QUE EL DE TU MADRE, PUTO GILIPOLLAS!
¡ANDA Y VETE A DARLES POR EL CULO A LOS MARICONES DE TUS AMIGOS!» Gillian gritaba como una arpía: a ella no le hablaba así
nadie. Ni de coña.
Doogie respiraba agitado, aparentemente clavado en el sitio. Se le distorsionó el rostro en una expresión de incredulidad y de
incomprensión. Era como si le hubiera dado un ataque. «No lo entiendes..., no sabes nada de mí...», gimió como un animal herido, suplicante y
rabioso a la vez.
Para Crooky, la distorsión del rostro del tío se vio magnificada veinte veces por el ácido. Le entró un ataque de puro miedo que se transformó
en ira y arremetió contra Doogie lanzando golpes. Éste le dio y le llevó al suelo en un santiamén, donde él y dos más empezaron a tratar de
arrancarle pedazos del cuerpo a patada limpia. Al mismo tiempo, el tipo del sombrero de copa baja se puso a intercambiar golpes con Calum, al
que después persiguieron alrededor de un coche. Él tiró de una antena que se desprendió del vehículo y azotó con ella a su perseguidor,
abriéndole la mejilla. El tipo del sombrero de copa baja chilló de dolor, pero sobre todo de frustración y rabia mientras Calum se escondía debajo
del coche. Notó unos patadones en el costado mientras llegaba al centro y se ponía a salvo, pero se percató con horror de que alguien se metía
debajo del coche con él. Empezó a patear y a pegar puñetazos frenéticamente antes de darse cuenta de que era Crooky.
«¡CAL! ¡QUE SOY YO, CABRÓN! ¡TRANQUI, JODER!»
Jadeaban, tendidos bajo el coche, comulgando en un estado de terror abyecto mientras oían las voces:
«¡ABRID ESE PUTO COCHE! ¡PONED EL MOTOR EN MARCHA! ¡MATAD A ESOS CABRONES!»
Hostia puta, pensó Crooky.
«¡Violad a las putas guarras! ¡Venga, todos a hacer cola!»
Ay, la hostia..., pero es que han empezado ellas, las muy gilipollas, ellas lo han provocado todo, pensó Calum.
«¡Eso, vosotros intentadlo, cabrones!» Era la voz de Gillian.
Nah, pensó Calum, ellas no han empezado nada. Gillian. No estaba haciendo más que defenderse. No podemos permitir que las toquen.
«¡Vámonos a tomar por culo de aquí, coño!», gritó una voz.
¡Síííí!, pensaron Crooky y Calum al unísono. Iros. Iros de una puta vez. Por favor. Iros.
«¡Id a por el capullo que ha tumbado Doogie!»
Tontos del culo.
Enseguida se estableció un consenso al respecto. Desde debajo del coche, Crooky y Calum vieron a la pandilla pateando el cuerpo de
Boaby.
Uno de ellos apagó un cigarrillo encendido contra los labios rojos del cuerpo postrado. Boaby no reaccionó de manera alguna.
«¡ESTÁ JODIDO! ¡YA BASTA!», chilló una voz. Se detuvieron.
Les entró el pánico y se largaron a toda prisa, mientras un tío que llevaba una chaqueta azul les gritaba a Michelle y a Gillian: «¡Como digáis
una palabra de esto, putos fetos, estáis muertas! ¿Entendido?»
«Claro», contestó Michelle con sarcasmo.
El tío volvió corriendo y le cruzó la cara. Gillian salió disparada y le pegó un puñetazo en la boca. Intentó hacerlo de nuevo, pero él logró
bloquear el golpe y agarrarla del brazo. Michelle se había quitado el zapato de aguja y con un movimiento de abajo arriba le peinó la mejilla con la
punta hasta llegar al ojo.
El tío se tambaleó hacia atrás, cortándose la hemorragia con la mano. «¡Puta guarra! ¡Podrías haberme sacado el puto ojo!», gimoteó antes
de alejarse con una prisa cada vez mayor mientras ellas se acercaban poco a poco a él, como un par de depredadores pequeños rodeando a un
animal herido de mayor tamaño.
«¡ESTÁS MUERTO, CABRÓN! ¡MIS HERMANOS TE VAN A MATAR! ¡ANDIE Y STEVIE FARMER! ¡ASÍ SE LLAMAN MIS PUTOS
HERMANOS, CABRÓN!», gritó Gillian.
El tío la miró con gesto asustado y desconcertado, antes de darse la vuelta y echar a trotar detrás de sus amigos.
«¡SALID DE AHÍ DEBAJO, PUTOS GILIPOLLAS!», les gritó Gillian a Crooky y a Calum.
«No», dijo Calum con voz débil. Debajo del coche se estaba bien. A salvo. Crooky, sin embargo, empezaba a sentirse como si estuviera
enterrado en vida, como si compartiera ataúd con Calum.
«Se han ido», dijo Michelle.
«Aquí estamos guays. Es el ácido..., toda esta mierda... no la aguanto... Iros a casa...», divagó Calum.
«¡HE DICHO QUE SALGÁIS, COÑO!», gritó Gillian, y el tono agudo de su voz les enervó.
Salieron culebreando de debajo del coche dócilmente, avergonzados y temerosos. «Chisst», gimió Calum, «conseguirás que se presente la
poli, ¿eh?»
«Eh, muy buena. Eh, gracias, chicas...», dijo Crooky. «Quiero decir, eh, lo habéis hecho muy bien defendiéndoos de esos cabrones.»
«Eso, muy bien hecho», asintió Calum.
«Ese mamón le pegó a Michelle», dijo Gillian señalando a su amiga, que se estaba poniendo el zapato mientras lloraba desconsoladamente.
Crooky, apenado, hizo un nudo con sus pobladas cejas. «Luego iremos a por esos cabrones, ¿eh, Cally? Reuniremos a una cuadrilla. Es que
no podría haber aguantado una bulla yendo de ácido, ¿sabes? Está claro que los muy cabrones no sabían con quién se la jugaban. No eran unos
tipos duros, sino unos putos gilipollas. Eso sí, pensé que estaba jodido cuando me llevaron al suelo, pero se dieron más patadas entre ellos de
las que me dieron a mí, los muy tontos del culo. Pero ya los cogeré. ¡Huy si no hubiera sido por el ácido, ¿eh, Cal?!»
«Hay que estar loco para meterse ácido», dijo Gillian.
Miraron a Boaby. Tenía uno de los lados de la cara hundido, como si el pómulo y la mandíbula se hubiesen roto. Calum volvió a pensar en la
vez que le disparó de mentirijillas a Boaby en Niddrie, de niño, cuando Boaby se hizo el muerto. «Vámonos y punto», dijo.
«No podemos dejarle aquí sin más», se atrevió Crooky, estremeciéndose. Ésa podría haber sido mi puta cara, pensó.
«Sí, será mejor que nos marchemos. La policía pillará a esos cabrones por esto. En realidad le mataron ellos», dijo Michelle entre lágrimas.
«Todo se muere, no hay nada que nadie pueda hacer...»
Se alejaron del cadáver sumidos en un silencio interrumpido sólo por los sollozos de Michelle, entre la noche, rumbo al piso de Crooky en
Fountainbridge. Crooky y Calum iban tambaleándose cansinamente mientras a escasos metros de distancia Gillian rodeaba con un brazo a
Michelle intentando consolarla.
«¿Piensas en Alan?», le preguntó Gillian. «Ya va siendo hora de que le olvides, de verdad, Michelle. ¿Crees que él anda llorando por ti
ahora? ¡Ja!», se burló. «Deberías pillar al primer tío que veas para que te mate a polvos. Ése es tu problema, a ti lo que te hace falta es echar un
polvo.»
«Perdí el trabajo del banco por su culpa...», gimoteó Michelle. «Era un buen trabajo, el Royal Bank.»
«Olvídale. Empieza a disfrutar de la vida», dijo Gillian.
Michelle miró a Gillian con un mohín hostil antes de forzar una sonrisa. Gillian señaló con la cabeza a Crooky y Calum, que seguían dando
bandazos unos metros más adelante. Las dos mujeres empezaron a reírse en voz alta. «¿Cuál de los dos te gusta?», preguntó Michelle.
«La verdad es que ninguno, pero al de las cejas no le aguanto», dijo Gillian señalando a Crooky.
«No, ése no está mal», dijo Michelle, «el que no me mola es su amigo, el tal Calum..., casi no tiene culo.»
Gillian lo pensó. Michelle tenía razón. Calum prácticamente no tenía culo. «Mientras tenga polla, joder», dijo, riéndose y ruborizándose con la
comezón hormonal.
Michelle se sumó a las carcajadas.
Gillian seguía mirando fijamente a Calum. Era bastante flaco, y tenía manos grandes, pies grandes y una narizota. Sin duda, la combinación
de todos esos factores hacía muy probable que tuviera una polla grande.
«Vale, pues tú vas a por Crooky y yo a por su amigo», le cuchicheó Gillian a Michelle.
«Supongo», dijo Michelle, encogiéndose de hombros.
Subieron al piso de Crooky y se sentaron alrededor de la estufa de gas. En el piso hacía un frío helador y se dejaron los abrigos puestos.
Gillian se colocó en el sofá y empezó a darle un masaje en el cuello a Calum. Él estaba ya de bajada del tripi y las manos de Gillian le estaban
sentando bien. «Lo tienes supertenso», dijo ella.
«Estoy tenso», fue lo único que acertó a decir Calum. Me pregunto por qué, pensó, repasando los acontecimientos de la noche. «Estoy
tenso», repitió con una risita nerviosa.
Michelle y Crooky estaban en cuclillas en el suelo cuchicheándose mutuamente al oído.
«Seguramente pensarás que soy una guarra y tal; si es así dilo», le dijo en voz baja Michelle a Crooky.
«Qué va...», dijo Crooky recelosamente.
«Antes trabajaba en un banco, en la central», dijo Michelle, como subrayando su decencia innata, «el Royal Bank.» Hizo hincapié en lo de
«Royal». «¿Lo conoces, el Royal Bank of Scotland?»
«Sí, el que está en el Mound y tal», asintió Crooky.
«No, éste es el Royal Bank, ese que dices es el Bank of Scotland. Yo para el que trabajaba era para el Royal Bank of Scotland. En la oficina
central, en St. Andrew’s Square.»
«El Royal Bank...», reconoció Crooky. «Sí, el Royal Bank», repitió mientras miraba sus ojos oscuros. Le parecía hermosa, con aquellos ojos
y aquellos labios rojos. El carmín. Los efectos visuales de su carmín, incluso estando de bajada. Crooky se dio cuenta de que adoraba a las
mujeres que sabían llevar carmín y pensó que sin duda Michelle pertenecía a esa categoría.
Michelle percibía su deseo. «Vámonos ahí dentro tú y yo», le dijo, señalando la puerta con la cabeza.
«Vale..., guay..., el dormitorio. Sí, el dormitorio», dijo Crooky con una sonrisa, enarcando sus tupidas cejas.
Se pusieron en pie, Michelle con entusiasmo y Crooky con timidez, y se fueron sigilosamente hacia la puerta. La mirada de Crooky se cruzó
con la de Calum; frunció los labios y le hizo una caída de ojos mientras se marchaban.
«Sólo quedamos tú y yo», dijo Gillian con una sonrisa.
«Eh, sí», dijo Calum.
Se tendieron en el sofá. Gillian se quitó el abrigo y lo puso encima de los dos. Era un gran abrigo de piel de imitación. A Calum le gustó el
aspecto que tenía ella con aquella falda roja corta. Ahora los brazos tenían mejor pinta; se dio cuenta de que debió de ser cosa del ácido.
A Gillian le excitó la dureza del cuerpo de Calum. No podía determinar si se trataba de músculos o sólo de huesos de gran tamaño. Empezó
a acariciarle, a frotarle la entrepierna a través de los vaqueros; él notó que se le ponía dura. «Acaríciame, acaríciame a mí también», dijo ella en
voz baja.
Calum empezó a besarla y a meterle la mano por el escote. Su vestido y su sostén estaban tan ajustados que no podía sacar una teta sin
provocar muecas de incomodidad en Gillian. Así que sacó la mano y recorrió el muslo hasta meter los dedos dentro de las bragas. Ella se apartó
y se levantó de golpe del sofá, pero sólo para desnudarse y le animó a hacer lo mismo. Calum se quitó la ropa rápidamente, pero su erección
había desaparecido. Gillian regresó al sofá y le abrazó; durante unos instantes, él recuperó la erección, pero no logró mantenerla.
«¿Qué pasa? ¿Cuál es el problema?», saltó ella.
«Nada, sólo el ácido..., es que... es que tengo novia, ¿sabes? Helen. A ver, es que no sé si seguimos saliendo juntos y tal, porque, eh, bueno,
últimamente no nos iba bien y yo me fui, del piso y tal, pero aún seguimos viéndonos más o menos...»
«No quiero casarme contigo, joder, sólo quiero follar, ¿vale?»
«Eh, sí.» Recorrió con la vista su cuerpo desnudo y se le puso dura sin que él se diera cuenta.
Cubrieron sus cuerpos desnudos con el abrigo y se pusieron a ello. La cópula se basó más en la interacción y la fricción genitales que en una
honda comunión psíquica, pero fue dura e intensa y Gillian llegó al orgasmo con bastante rapidez, seguida poco después por Calum. Él estaba
satisfecho consigo mismo. En determinado momento, dudó si sería capaz de aguantar hasta que ella llegara primero. Podía hacerlo mucho
mejor, pensó con contrición. Era el ácido, Boaby, y toda la mierda que tenía en la cabeza. Podía hacerlo mucho mejor, pero dadas las
circunstancias no había estado mal, pensó con alegría.
Gillian estaba contenta. Pensaba que no le habría importado repetir, pero también que al menos él había logrado tenerla levantada hasta que
ella llegó al orgasmo. Estaba bien, había despejado las cosas un pelín. «No ha estado demasiado mal», reconoció mientras los dos se sumían en
un sopor poscoito.
Más tarde, Calum notó que Gillian se movía pero se hizo el muerto. Ella se había levantado del sofá y había empezado a vestirse. Entonces
Calum oyó una conversación en voz baja y se dio cuenta de que Michelle había entrado en la habitación. Eso le hizo avergonzarse de su
desnudez bajo el abrigo. Tiró de él para ajustarlo más y asegurarse de que sus genitales estaban completamente tapados.
«¿Qué tal tu noche?», oyó que Gillian preguntaba en voz baja a Michelle.
«Una mierda. No sabía qué hacer. Como una puta virgen. No se le levantaba. No paraba de hablar del puto ácido...» Calum oyó a Michelle
deshacerse en llanto. Entonces preguntó a Gillian, con súbita ansiedad: «¿Y él qué tal?»
Gillian se esforzó por meterse en el vestido y luego estuvo pensando durante lo que a Calum se le antojó muchísimo tiempo. «No estuvo mal.
Un poco dado a los gruñidos y tal... Ay, pobre Michelle..., no te ha ido bien. Tendría que haberte colocado a éste», dijo señalando con el pulgar a
Calum, que notó una punzada en los genitales.
Michelle se frotó sus ojos llorosos, embadurnándose los párpados con gruesos trazos de delineador. Gillian estuvo a punto de decir algo,
pero no pudo articular una palabra antes de que Michelle empezara a hablar. «Es que con Alan era cojonudo. Al principio era cojonudo. Luego se
convirtió en una mierda, cuando estuvo con esa puta zorra, pero al principio... no había nada igual.»
«Ay», dijo Gillian en voz baja, pensando en Alan y en su sexualidad por primera vez. Ya le diría a Michelle lo de los ojos luego. Se volvió hacia
Calum, sacudiéndole con suavidad. «Eh, Calum, ¡despierta! Vas a tener que despertarte. Necesito mi abrigo. Nos vamos.»
«Eh, ya...», farfulló Calum mientras abría los ojos. Se sentía como si le hubieran escabechado el cerebro y apaleado el cuerpo por todas
partes. Al menos había bajado ya, y estaba libre del ácido y de sus jueguecitos malévolos. «Entonces deja que me ponga los gayumbos», suplicó.
Se colocaron detrás del sofá. «No miraremos, en serio», dijo Gillian.
Esto arrancó a Michelle una carcajada que a Calum le pareció de una aspereza inquietante, sobre todo por aquellos churretones de khol,
pero se puso los calzoncillos y luego los vaqueros, y le pasó a Gillian el abrigo.
«Bueno, eh, gracias pues... Michelle, eh, Gillian. Eh, Gillian, ¿tienes teléfono?», le preguntó tímidamente. Calum no sabía si quería volver a
verla o no, pero al menos parecía buena idea ofrecerse. Pensaba que Gillian estaba un poco chiflada.
«Yo mi número no te lo doy. Dame tú el tuyo», dijo ella pasándole un boli y un trozo de papel que sacó del bolso. Era un cupón del sorteo de
Navidad del Club 86 Fundación Juventud de los Hibs. «¿Te encalomé uno de los números de la rifa?», le preguntó.
«Sí, te compré cinco», respondió él mientras apuntaba el número en el dorso.
Gillian miró a Calum, y luego a Michelle, y luego otra vez a Calum. «Así si yo quiero verte, puedo. No me gusta que los tíos me den la lata por
teléfono: Venga, Gill-i-ahhnnn, sal», dijo con sorna y con una voz escalofriante y sosa. Después se acercó y besó a Calum, estrechando su torso
desnudo entre sus brazos. Le cuchicheó al oído: «Vas a follarme otra vez muy pronto. ¿A que sí?»
«Eh, mmm», masculló incoherentemente, «eh, sí..., claro..., eso.» Calum se acordó del momento en que, en un documental de fauna salvaje
que había visto, la hembra de la mantis religiosa devoraba la cabeza del macho durante la cópula. Miró a Gillian mientras se marchaba con
Michelle y no tuvo ningún problema en imaginársela dando besos con lengua al estilo mantis.
Solo en el cuarto de estar, Calum se quedó viendo la programación matinal y fumando cigarrillos. Se hurgaba en los bolsillos, frotándose el
pene y las pelotas y con el olor de Gillian en la mano.
Pensó en Helen y en Boaby y empezó a sentirse muy deprimido y muy solo. Después se obligó a sí mismo a preparar algo de té antes de
que entrara Crooky.
«¿Ha sido buena noche?», le preguntó a Crooky, que tenía el rostro partido en dos por una sonrisa que parecía cortada con un hacha.
«De las mejores, colega, de las mejores. La Michelle esa, tío; el Royal Bank, ¡mecagüen la puta! ¡Le gusta de todas las formas! Se le caía la
baba que te cagas, pero Crooky estuvo a la altura de las circunstancias.»
«Le diste lo suyo, entonces, ¿no?» preguntó Calum con gesto lívido.
«La partí por la mitad, tío. ¡El Royal Bank no podrá sentarse en una bici nunca más! Aquí Crooky», dijo, dándose con el dedo índice en el
pecho, «tiene un crédito bien grande con el Royal Bank. Sólo hice una retirada, pero no antes de haber metido unos depósitos grandes que te
cagas, no sé si me sigues. ¡Y estoy hablando de un interés alto a tope, cabrón! Tendría que haberle dicho que si quería que apañara a alguna de
sus amigas, se apuntase la dirección y se las mandara a Crooky..., es el mejor... do... do...» Crooky se puso a cantar mientras sacudía las
caderas: «He’s beh-rah thehn aw-wil the rest... he’s beh-rah thehn eh-eh-ne-one, thehn eh-eh-ne-one ah’ve eh-eh-vah met... he’s simply the
best... do...»22
Calum dejó a Crooky con sus bailes. Pasaba de ponerle como un trapo. Se sentía un tanto triste, pues Boaby se inmiscuía sin cesar en sus
reflexiones. ¿Cuándo había muerto en realidad? En algún momento muy anterior a anoche.
«¿Y tú qué, Cal? ¿Qué tal con Gillian?», le preguntó Crooky de repente, con una sonrisita.
«La verdad es que no estaba para muchos trotes. Fue culpa mía. El ácido, ¿sabes?»
Crooky le lanzó una mirada de desdén teatral. «Qué excusa más pobre, Cally, tío. Fíjate en Crooky», dijo, señalándose a sí mismo, «también
conocido por su título oficial: SIMPLY THE BEST. A este tío no hay volumen de drogas capaz de hacerle perder el ritmo. Eso es lo que distingue a
los veteranos altamente cualificados de los no cualificados.»
«Supongo que es una de esas cosas que se tienen o no», admitió cansinamente Calum.
«Eso es, Cal, talento natural. Es algo que no se puede inculcar ni con todos los manuales de entrenamiento del mundo.»
Calum pensaba en Boaby, y también en Gillian. «Una vez vi un documental sobre insectos, y había una mantis, ¿sabes esos insectos
grandes y zumbaos?»
«Sí..., tienen una pinta malvada que te cagas, ¿eh?»
«Pues la mantis tía se come la cabeza del tío..., quiero decir, eh, el macho y la hembra, ¿sabes?»
Crooky miró a Calum. «¿Y eso a qué coño viene?»
Calum agachó la cabeza y se tapó la cara con la mano. Crooky se dio cuenta de que intentaba no mirarle. Cuando por fin habló, Calum lo
hizo con voz urgente y entrecortada. «Vi... vimos a Boaby... Boaby..., vimos morir a Boaby..., no debería ser así, no debería ser como si no hubiera
pasado nada..., entiéndeme...»
Crooky se sentó en el sofá junto a Calum. Se sentía rígido y torpe. Intentó hablar un par de veces pero estaba como paralizado. Quizá era
para impedir que uno parloteara sin parar y soltara chorradas, pensó. Quizá estaba bien que no pudiera decirle nada a su amigo, que mantenía el
rostro apartado. Tras un largo silencio, miró la tele y preguntó: «¿Qué mierda es ésta?»
Calum levantó la cabeza y se volvió hacia su amigo. «La tele de por la mañana. Ahora lo único que nos falta es desayunar, ¿eh?»
«Ya, ya. ¡Está bien, cabrón! Bajaré a por unos bollos y algo de leche dentro de un rato.» Entonces Crooky miró a Calum, contento de que la
tensión entre ambos hubiera remitido. «Me pregunto qué habrá pasado con lo de anoche.»
Calum pensó en Boaby, en cómo nunca se le podía decir nada a aquel capullo arrogante, en cómo siempre andaba por ahí con esa
muequecilla retorcida y petulante, como si el mundo le debiera algo a aquel estúpido cabroncete. «Quién coño sabe. Pero no tiene nada que ver
con nosotros. Diremos que pensábamos que Boaby estaba jodido y que tratamos de llevarle a su casa, ¿no? Gillian y Michelle darán fe. Sólo
tenemos que decir que nos persiguieron los tíos esos. Serán ellos los que se coman el marrón.»
«Pero Boaby murió de sobredosis», dijo Crooky.
«Pero es lo que se merecen esos cabrones. Esos cafres podrían haberle matado. ¿Quién sabe? O ellos o nosotros. Mejor que sean ellos.»
Crooky se fijó en el sol, que estaba saliendo por detrás de los bloques de pisos de enfrente. La ciudad regresaba a la vida. Los demonios de
los que Calum y él siempre hablaban se estaban desvaneciendo: los tíos de la fiesta, la pandilla de cafres, Boaby, Gillian y Michelle; el Royal
Bank, incluso. Sobre todo esa guarra del Royal Bank. No era más que el ácido. Tendría que haberse follado a aquella guarra; no tenía mala pinta,
pensó con amargura. Pero la pesadilla ya había terminado. El sol ya estaba allí, ellos seguían allí.
«Sí», asintió Crooky. «Mejor ellos que nosotros.»
Calum creyó oír un coche detenerse en el exterior. Estaba convencido de oír los pesados pasos de al menos dos personas subiendo por las
escaleras. Paranoia, pensó, no es más que el residuo del ácido, se dijo a sí mismo. El bajón y punto.
LOS DESPOJOS DE LA VICTORIA
Debería haber disfrutado.
Delante de ella, la pared azul claro, el dorso del viejo sofá de pana marrón; tenía los codos apoyados en los cojines; él estaba detrás,
rodeando su cintura casi por completo con sus grandes manos. Movía la polla dentro de ella, con un ritmo extraño e insistente, y lanzaba gruñidos
de aliento.
Sarah estaba pensando que debería haber disfrutado.
Debería haber disfrutado pero no fue ése el caso, desde luego. Cuando se puso a pensar en el porqué, Sarah llegó a la conclusión de que
podría ser porque hacía demasiado frío para estar desnuda. Pero eso no debería haber sido problema, y no lo habría sido de no ser porque le
dolía un diente. Ahora se sentía cohibida, pendiente de sí misma en el sofá, despatarrada delante de Gavin como si fuera una prolongación de su
polla, y el meollo de la sexualidad era no sentirse cohibida. Era difícil, sin embargo, cuando te dolía un diente y Gavin te dedicaba sus técnicas de
seducción hollywoodienses, tan descaradamente sacadas de las secciones de los vídeos didácticos cuando cambia la música y la pareja
protagonista se lo monta. Primero los juegos preliminares; después, la penetración; tercero, las posiciones; cuarto, los orgasmos (simultáneos,
por supuesto). Cuando Gavin farfullaba «eres preciosa» o «tienes un cuerpo estupendo», Sarah suponía que debía sentirse halagada, pero lo
hacía con la distancia y la concentración de un actor acartonado que intentaba recordar el guión.
Gavin esperaba que a pura fuerza de ceremonia y de ritual, de exteriorizar las palabras y los gestos adecuados, se tejería el traje nuevo que
ocuparía un lugar de honor en aquel vestuario abarrotado con los tejidos de la vida social. Pese a que no le faltaba imaginación, Gavin sabía que
poseía esa imaginación exclusiva del hijo único que alinea silenciosamente ejércitos de soldados para librar batallas sobre la alfombra, y que
esta formación no le había proporcionado la agilidad mental necesaria para hacer planes de contingencia por si las cosas no salieran según lo
previsto por el guión psicológico de su rutina de seducción.
La noche anterior en el club iba hasta las orejas de éxtasis, lo cual siempre ayudaba. Gavin se había empeñado en besar a todas las chicas
del grupo (lo que, en aquella noche en particular, significó besar a todas las chicas presentes), pero en el caso de Sarah le había deslizado un
poco de lengua dentro de la boca, había puesto sentimiento a la mirada y había dejado la mano un poco más de lo habitual en la parte inferior de
su espalda, donde parecía empeñada en quedarse a perpetuidad.
Para Sarah, desde que había cortado con Victor aquellas atenciones eran una fuente de autoafirmación muy bienvenida. Hacía poco que se
había dado cuenta de que los tíos confundían su mirada de mosqueo con la modalidad, menos ambigua, «ni-te-me-acerques-cabrón». Así que
mientras los bailongos danzaban bajo los fogonazos de luz y las últimas líneas de bajo atravesaban sus cuerpos, Gavin y Sarah acabaron
encontrándose en un abrazo tan bienvenido como sorprendente.
Gavin estaba embelesado por la insinuante fluidez de la mirada de Sarah y el fascinante movimiento de sus brillantes labios rojos cuando
hablaba. Ella, a su vez, estaba sorprendida de lo mucho que deseaba a Gavin, con sus ojazos enternecedores y su sonrisa fácil aunque
ligeramente vulgar, porque siempre le había desagradado cuando salía con Linsey.
Pero la noche pasada había disfrutado de sus caricias. Pese a que a menudo eran íntimas, no había nada de sucio en ellas. Le correspondió
dándole un masaje que empezó suavemente por los tendones del cuello, antes de intensificarse poco a poco y difundir el MDMA por todo su
cuerpo hasta hacerlo latir como una herida abierta.
Salieron al frío de la madrugada y cogieron un taxi hasta casa de Gavin, donde se quedaron levantados, abrazándose, besándose y
conversando, quitándose prendas de vestir sobre la marcha y perdiéndose en excursiones psíquicas largas y compartidas mientras se
morreaban. Gavin explicó que el sexo con penetración no sería posible durante un rato, cosa que a Sarah no le hizo demasiada gracia, pero que
aceptó. Más tarde, cuando el MDMA ya se agotaba y el cansancio se instalaba en sus cuerpos, cayeron en un sueño comatoso en el sofá delante
de la estufa de gas.
Sarah se despertó con las caricias de Gavin. Su cuerpo reaccionó de inmediato, pero algo no iba bien. Ahora ya estaban en fase posMDMA, las circunstancias eran otras, y Gavin, pensaba ella, no quería admitirlo. No pretendía volver a empezar desde el principio, pero sí que
Gavin dijera algo que confirmase que ahora las cosas eran muy distintas, y que no sólo había que renegociar los términos sino también
replantearlos. Y su dolor de muelas. Pensaba que el problema de la muela del juicio iba a dejarla tranquila. Pero esas cosas nunca te dejaban
tranquila, sólo te concedían una pequeña tregua.
Y ahora había vuelto.
Desde luego que sí, con ganas, tenacidad e intereses rencorosos.
Gavin se había despertado con la polla tiesa y palpitante. Apartó la manta que los cubría a los dos, al principio ligeramente sorprendido ante
su propia desnudez y la de Sarah. Entonces respiró hondo y le embargó el asombro. Era como si le hubiera tocado la lotería. Después le
sobrevino una leve sensación de paranoia de que su incapacidad para expresarse y su excitación tomaran rumbos diferentes. Tenía que ser
ahora o de lo contrario ella pensaría que le pasaba algo raro. Tenía que hacerla pasar un buen rato, además, sobre todo después de lo que se
habían dicho anoche. El modo en que no había sido capaz de ir a por todas, penetrativamente hablando. ¿Acaso había otra forma de hacerlo?,
pensó, y aquella reflexión le inquietó ligeramente. Sabía que a las mujeres les gustaban los tíos que sabían usar la lengua y los dedos, pero al fin y
al cabo seguían queriendo que las follaran, y anoche él no había podido cumplir. Sí, tenía que asegurarse de que lo pasara bien. Era fundamental.
Gavin despegó sus labios resecos con la lengua mientras notaba cómo la conciencia se sumergía y daba paso al movimiento; sus manos se
deslizaron hacia ella como misiles termodirigidos.
Así pues, Sarah se encontró con que Gavin la doblaba y la movía como a una muñeca mecánica mientras se la metía desde distintos
ángulos, siempre acompañado por unos banales gemidos que chirriaban con cualquier noción de abandono. Peor aún, cada vez que ella
amenazaba con tomar parte activa y en el preciso momento en que parecía trascender el dolor de muelas, él se detenía, se la sacaba y cambiaba
de postura, como un obrero de una cadena de montaje rotando de tareas. En determinado momento, Sarah quiso gritar de frustración. Casi le
sorprendió que estuvieran a punto de alcanzar el orgasmo de forma simultánea, ella primero y Gavin inmediatamente después, mientras ella se
debatía contra él, contra el dolor de muelas y contra lo frustrante de la situación, diciéndole: «¡No te muevas y no te corras, coño!»
Gavin se preparó para resistir y pensó que tendría que ser muy valiente el hombre que hiciera cualquiera de las dos cosas ante semejante
ferocidad, mientras ella alcanzaba el orgasmo restregándose contra él.
De manera que aunque el destino final había sido satisfactorio, el persistente dolor de muelas impidió a Sarah deleitarse en el arrebol
posterior y la obligó a pensar que no estaba segura de si quería volver a emprender esta clase de viaje en compañía de Gavin.
Sarah se retorció y se contorsionó en sus brazos posesivos antes de separarse de él y sentarse en el sofá.
«¿Qué pasa?», gimió él con amodorrada petulancia, como una criatura enfrentada a otra de más edad y con los ojos puestos en sus
golosinas.
Sarah se llevó la mano a la mandíbula y exploró con la lengua el fondo de su boca. Un espasmo de agudo dolor atravesó la sensación de
molestia generalizada de baja intensidad. «Ufffff...», gimió.
«¿Eh?», la espoleó Gavin, con los ojos cada vez más abiertos.
«Tengo dolor de muelas», dijo ella. Hablar dolía, pero en cuanto terminó de hacerlo, se dio cuenta de que era insoportable.
«¿Quieres un paracetamol?»
«¡Quiero un puto dentista!», saltó ella, agonizante, sujetándose la mandíbula para contribuir al esfuerzo. Eso era lo peor que tenía esta clase
de dolores: parecían sacar fuerzas de ese primer reconocimiento de lo mucho que dolía. Ahora le dolía tanto como era capaz de imaginar que
pudiera doler algo.
«Sí..., eh, vale...», dijo Gavin, levantándose. El dolor de muelas, recordó; ella lo había mencionado anoche. Entonces parecía ser leve, pero
ahora debía de estar haciéndose sentir. «Voy a ver si encuentro un número. Tendrá que ser alguno que esté de guardia, hoy es domingo, ya
sabes.»
«Necesito un dentista y punto», aulló ella.
Gavin se sentó en una silla y empezó a hojear una guía de servicios Thomson Local. Al lado había un bloc baqueteado que contenía números
y algunos garabatos. Había rodeado con un grueso círculo el visible letrero donde se leía DAR DE COMER A SPARKY. El gato de su madre.
Había dicho que lo haría. El pobre hijo de puta debía de estar muriéndose de hambre.
Encontró un número en la guía y lo marcó. El libro se cerró de golpe. El gato de la portada de la guía parecía estar juzgándole en nombre de
Sparky.
Después apareció una voz al otro lado de la línea.
Tenía una pinta rara, allí sentado desnudo, pensó Sarah, hablando con el dentista o con una recepcionista. Su polla circuncidada. Era la
primera vez que había estado con un tío que tenía la polla circuncidada, la primera vez que había visto una siquiera. Tenía ganas de preguntarle
por qué lo había hecho. ¿Motivos religiosos? ¿Higiénicos? ¿Sexuales? Había leído en revistas que las mujeres disfrutaban más del sexo con una
polla circuncidada, pero ella no había notado ninguna diferencia. Le preguntaría...
Un espasmo de dolor.
El puto dolor...
Gavin seguía hablando por teléfono. «Sí, es urgente. No puede esperar de ninguna manera.»
Sarah levantó la vista y se alegró de estar con Gavin; era muy positivo, no titubeaba, había antepuesto resueltamente sus necesidades en
aquella situación... Intentó enviarle algún mensaje de agradecimiento, pero sus miradas no se cruzaron y el pelo le tapaba la cara.
«Entonces es el 25 de Drumsheugh Gardens, ¿no? A las doce. ¿No puede ser antes? De acuerdo..., muy bien, gracias.»
Colgó el auricular y levantó la vista para mirarla. «Pueden verte dentro de una hora en el New Town. Era el primero de los que están de
guardia que podía salir para la consulta. Si salimos ahora podemos parar en Mulligan’s y tomar algo. ¿Crees que podrías tragarte un
paracetamol?»
«No lo sé..., sí. Sí podría.»
«Anoche tragaste pastillas de sobra», dijo Gavin con una carcajada.
Sarah intentó sonreír, pero le dolía demasiado. Consiguió, eso sí, tragarse una pastilla y salieron a la calle. Sarah se desplazaba con
determinación y empeño, Gavin sumido en una tensa simbiosis.
El brillante sol de otoño les irritaba los ojos mientras recorrían Cockburn Street. Gavin se fijó en la placa que llevaba el nombre de la calle,
Cockburn Street. Pese a que se pronunciaba Coburn, Gavin era consciente de la sensación de escozor en los genitales.23 Miró a Sarah, que se
había apartado la mano de la cara. Era una puta preciosidad, de eso no había duda. Ni siquiera quería mirarle las tetas o el culo ni nada, aunque
lo tenía todo bonito que te cagas, como había podido comprobar anoche, pero ahora quedaban eclipsados por su ser. Cuando sientes la
esencia, no visualizar las partes constituyentes, pensó Gavin, entonces sabes que te estás enamorando. Coño, ¿cuándo había sucedido? Quizá
mientras hablaba por teléfono. ¡Con estas cosas nunca se sabía! ¡Hostia puta! ¡Sarah!
Sarah.
Quería cuidar de ella, ayudarla a pasar aquello.
Intentar estar ahí con ella, sin más. Por ella.
Gavin x Sarah.
A lo mejor debería cogerla de la mano. Pero se estaba precipitando. ¡Acababa de follársela de todas las maneras, por Dios! ¿Por qué no
podía cogerla de la mano? ¿Qué coño pasaba en este mundo de mierda? ¿Cómo habíamos llegado a ser tan perversos que coger de la mano a
una chica de la que estabas enamorado era un asunto de mayor calado que follártela en plan perrito en el sofá?
¿Y qué hacía él diciendo que fueran a Mulligan’s? Toda la panda estaría allí, todavía de fiesta y procurando que no decayera; habría quien
estaría comprando más pastillas. Algunos seguramente habían estado en el Boundary Bar desde las cinco de la mañana. Gavin intentó
distanciarse de una creciente inquietud pensando altaneramente que tenía toda la química que necesitaba: la química natural del amor. Cada vez
se odiaba más a sí mismo. No conseguía librarse de aquella sensación. Era como un dolor de muelas. ¿Tan hijo de puta era él que quería
exhibirla en Mulligan’s como un trofeo? ANOCHE ME FOLLÉ A SARAH MCWILLIAMS. No, la cosa no era así; sólo quería que el mundo entero
supiera que eran, como suele decirse, pareja. ¿Pero lo eran? ¿Qué pensaba ella?
A lo mejor debía cogerla de la mano sin más.
Sarah pensaba dentista dentista dentista. Los pasos que había que dar, las calles que había que atravesar a fin de cerrar la aterradora
distancia entre el dolor y el tratamiento. Por el camino había una rotonda horrorosa e infestada de coches. No sabía si podía atravesarla. El tráfico
parecía ralentizarse y acelerarse, jugar contigo al gato y al ratón, retándote a que intentaras cruzar. Se debía al mero hecho de la forma en que
bajaban por la empinada colina. Pero la atravesaron enseguida. Era domingo. Más tranquilo. Después llegó Princes Street y luego Mulligan’s. ¡No
podía meterse en Mulligan’s! ¿En qué coño pensaba? Pero allí estarían Louise y Joanne. Ellas la acompañarían. Mulligan’s, sí.
Entonces notó que él la cogía de la mano. ¿Qué estaba haciendo?
«¿Estás bien?», preguntó él, con la preocupación dibujada en el rostro con los gruesos trazos de un lápiz de colores empuñado por un niño.
Las expresiones de sinceridad en hombres a los que no conocía muy bien siempre le habían resultado dolorosas. Había algo tan obvio en Gavin,
tan sobreactuado, no tanto de alguien falso como de alguien que nunca ha llegado a sentirse cómodo consigo mismo y...
¡AGHHH!
Una punzada de dolor más intensa, dolor auténtico; ahora era ella quien le apretaba la mano a él.
«No te preocupes, enseguida estaremos allí. Sí que lo estás pasando mal, ¿verdad?», preguntó Gavin. Por supuesto que sí. Tendría que
haberse callado. Inoportuno, ése era él, completamente inoportuno. Sus amigos eran inoportunos. Sus amigos.
Ahora nunca veía a Renton; nadie le veía; tampoco veía mucho a Begbie —y menos mal, joder— ni a Sick Boy ni a Nelly ni a Spud ni a
Segundo Premio. El núcleo de los amigos con los que había crecido se había evaporado cuando pasaron de ser una piña a convertirse en
estrellas de sus psicodramas particulares. A todo el mundo le acababa pasando. Pero ellos eran inoportunos. Los jefes del Instituto Nacional de
Empleo no tenían amigos como ellos. Sus subordinados quizá, en algún momento, antes de decir basta, pero los jefes nunca han tenido amigos
como ésos. Ningún jefe ha tenido jamás un amiguete como Spud Murphy. ¡Él nunca llegaría a jefe! ¡Estaba desacreditado por amistades que ya
ni siquiera tenía! Le habían dejado marcado, sin embargo. Eso se manifestaba en su consumo excesivo de alcohol, en entrar a trabajar
descaradamente bolinga los lunes. Pero eran los martes los que acababan con uno. Se puede aguantar todo el lunes con cierto pedo, sobre todo
si en el cuadro del fin de semana figuraron otras drogas, pero el martes siempre te daba el bajón. Y ellos lo notaban. Siempre lo notaban. Tenían
que haberlo notado a lo largo de los años. Para eso estaban. Así que de jefe nada. Quizá no debería haber seguido siendo un golfo de fin de
semana. Quizá debería haber trabajado a jornada completa, como los demás, pensó amargamente.
Sarah ni siquiera se había molestado en responder, porque aquello era un infierno y no podía ser peor, pero a pesar de eso estaba
empeorando; estaba empeorando mucho, porque había captado la presencia de alguien. La presintió antes de verle. Era él.
Mientras atravesaban Market Street Sarah levantó la vista, porque Victor venía hacia ellos. Su rostro amargado y duro, su clásica expresión
de ensimismamiento, que dio paso primero a una expresión de incredulidad y luego a otra de dolor e indignación, cuando les vio acercarse
cogidos de la mano.
Gavin también había visto a Victor. Obedeciendo a un instinto de culpa que ambos lamentaron, separaron rápidamente las manos. Pero lo
de Victor y ella había terminado, y tarde o temprano tendría que enterarse. Victor le caía bien; eran amigos. Habían bebido juntos, se habían
divertido juntos, y habían ido juntos al fútbol. Siempre en compañía de otra gente, es cierto, pero durante el tiempo suficiente a lo largo de años
para convertirlos en algo más que simples conocidos. Y a Gavin le caía bien, de verdad. Sabía que Vic era lo que su padre habría dicho un
hombre de los de antes, lo que a Gavin le parecía una especie de eufemismo por omisión para «la clase de tío que quizá no haría muy feliz a una
chica en el marco de una relación». Pero a Gavin le caía bien. Vic tenía que enterarse de lo suyo con Sarah en algún momento. Lástima que no
hubiera sido un poco más adelante.
«Hola», dijo Victor, con las manos apoyadas en la cadera.
«Hola, Vic», dijo Gavin mientras asentía con la cabeza. Miró a Sarah, y luego a Victor, que seguía en aquella postura de pistolero.
Sarah cruzó los brazos sobre el pecho y miró para otro lado.
«¿Saliste anoche?», preguntó Gavin con tibieza.
«Ya veo que tú sí, ¿no?», dijo Victor, dirigiendo a Gavin una mirada despectiva de arriba abajo antes de encararse con Sarah. La mirada de
odio de Victor la inflamó tanto que por un instante olvidó el dolor de muelas.
«Yo a ti no tengo nada que decirte», farfulló.
«¡Pues a lo mejor yo a ti sí!»
«Oye, Vic», dijo Gavin, «tenemos que ir al dentista...»
«¡Tú cierra la puta boca, donjuán!», exclamó Victor señalando con un dedo a Gavin, que se quedó lívido. «¡Como te salte los putos dientes sí
que vas a tener que ir al dentista!»
Gavin sintió desbordarse el miedo en su interior. Pero una parte de su mente obraba con frialdad, lejos de lo que sucedía a su alrededor.
Pensó que debía golpear a Victor primero para impedir que le golpeara él. Pero se sentía un poco culpable. Y también había que pensar en el
instinto de conservación. ¿Podría con Victor? Era dudoso, pero poco importaba el resultado. ¿Qué querría Sarah? Ésa era la pregunta: el
dentista. Tenían que llegar al dentista.
«¡Ésa es tu respuesta para todo, ¿no?!, gritó ella, entornando ojos y nariz.
«¿Cuánto lleváis así? ¿Eh? ¡¿Cuánto tiempo llevas viéndote con este cabrón?!», exigió saber Victor.
«¡Lo que yo haga a ti ni te va ni te viene!»
«¡¿Cuánto, joder?!», rugió Victor, dando un paso al frente, cogiéndola por el brazo y zarandeándola.
Gavin se abalanzó sobre él echando la cabeza de Victor hacia atrás al golpearle en la mandíbula; se tensó, listo para rematar. Victor se tapó
la cara con una mano y levantó la otra, indicándole a Gavin que no continuara. De su boca caían al pavimento gotas de sangre.
«Lo siento, Vic..., tío, lo siento...» Gavin estaba confuso. Había golpeado a Victor. A un amigo. Primero se folla a la chica de su amigo y luego
le sacude por mosquearse. Era una pasada. Pero quería a Sarah. Que Victor la agarrara así, que le hubiera puesto las manos encima alguna vez,
que le hubiera metido la polla. Joder. Esa gran polla sudorosa y fea, que se sujetaba lánguidamente cuando meaba a su lado en los servicios de
la tribuna Este, expulsando la orina turbia, estancada y llena de éxtasis. Se le torció el gesto con una beligerancia beoda que anunciaba al mundo
entero que estaba de fin de semana destroyer. Era excesivo, la idea de que sus pollas hubieran estado en el mismo sitio, en el precioso,
precioso coño de Sarah; no, coño no, pensó, qué palabra tan horrorosa para describir su maravilloso coño. Dios, qué ganas tenía de matar al
cabrón de Victor, borrar hasta su último rastro del planeta...
Sarah quería llegar al dentista. Quería llegar ya. Se fue calle abajo. Gavin y Victor salieron tras ella al mismo tiempo. Los tres fueron dando
tumbos por la calle sumidos en un silencio confuso y tenso y entraron juntos en la consulta.
«Hola...», dijo el dentista, el señor Ormiston. «¿Van todos juntos?»
Era un hombre alto y delgado, con el rostro rubicundo y una mata de pelo blanca y ondulada. Tenía unos grandes ojos azules, magnificados
por las gafas, lo que le daba cara de loco.
«Yo vengo con ella», dijo Gavin.
«¡Con ella vengo yo!», saltó Victor.
«Bien, pues si no les importa, esperen aquí los dos. Venga por aquí, pobrecita mía», dijo el señor Ormiston con una benévola sonrisa de
oreja a oreja mientras hacía pasar a Sarah a la consulta.
Gavin y Victor se quedaron en la sala de espera.
Guardaron silencio durante un rato, hasta que lo rompió Gavin. «Oye, tío, siento lo de antes. No nos veíamos a tus espaldas. Simplemente
volvimos juntos a casa anoche.»
«¿Te la has follado?», preguntó Victor en tono grave y feo. Se le estaba hinchando un lado de la mandíbula. Se había mordido la lengua y le
bajaba sangre por la garganta. Victor estaba flotando en el pozo de su propia miseria, sondeando su profundidad y comprobando a qué distancia
estaba de la orilla.
«Eso a ti ni te va ni te viene», respondió Gavin, notando cómo volvía a inundarle la ira.
«¡Es mi chica, joder!»
«Mira, tío, entiendo que estés cabreado, pero no es tu chica. Tiene criterio propio y lo vuestro se acabó. Se acabó, ¿lo entiendes? Por eso
estuvo conmigo anoche, ¡porque lo vuestro se acabó!»
El gesto contraído de Victor dio paso a una sonrisa recelosa. Miró a Gavin de otra forma, como si el tipo lamentable, el imbécil, fuera él.
«¿No lo pillas, verdad, colega?»
«No, el que no lo pilla eres tú», replicó Gavin, pero sentía que iba perdiendo confianza en sí mismo. Intentó explicarse por qué temía a Victor,
que se había cortado después de que le sometiera de un solo golpe. Se dio cuenta de que era porque no podía ensañarse. La violencia era algo
que le llegaba de forma reactiva, por instinto, pero no tenía la resistencia psíquica necesaria para una pelea real. Gavin no soportaba la idea de
que hubiera ganadores y perdedores, pero todos envilecidos y en el fango: la violencia, hermana deforme de la economía. Era bueno que Victor
se hubiera cortado.
Victor sacudió la cabeza. Exploró la placentera gama de su dolor, físico y psicológico. A través de él medía la magnitud de sus futuras
represalias. Ya pillaría él al donjuán de Gavin Temperley en otro momento, pero la agresión de su viejo amigo le había dejado atónito. Parecía tan
impropio de él... Lo que había hecho con Sarah también era impropio. Gav era buen tipo. Gav era legal. Se rumoreaba que había delatado a
gente en su curro del paro, pero él jamás podría creer que Gav hubiera hecho una cosa así aunque los cabrones del Instituto de Empleo le
hubieran puesto en ese trance. Seguro que habría dimitido. Seguro. Pero sacudirle de aquella manera, eso no era propio de Gav. En cualquier
caso, calculó Victor, había sido mejor dejar que Sarah viera cómo le hacían daño, por el voto de simpatía; se dio cuenta de que aquello la había
hecho dudar. Existían otras formas de dejar fuera de combate a Gavin.
«Esto ya ha pasado otras veces, Gav. Se ha ido con otros tíos. Pero siempre vuelve a mí. No digo que no me», y Victor levantó bruscamente
la voz a la vez que estrellaba el puño contra la mesa, «TOQUE LOS PUTOS HUEVOS..., porque me los toca. Me duele porque ésa es mi hembra,
coño.»
Gavin estaba completamente chafado. Estaba a punto de decir algo, pero se detuvo; era consciente de que su voz estaría falta de
convicción, de que sonaría llena de incertidumbre.
Victor siguió hablando. «La última vez fue con Billy Stevenson. Le conoces. La vez anterior fue con el Paul ese. Paul Younger...» Escupió los
nombres como si fueran veneno y Gavin se estremeció al oírlos, como si cada uno de ellos fuera un rayo. Billy Stevenson no le caía bien; era un
cabrón listo y arrogante. ¿Él, con Sarah? Qué horror. Frente a eso, casi era agradable imaginarse la polla de Victor, llena de esperma y orina de
cerveza, dentro de ella. Paul Younger no era mal tipo, pero anodino a más no poder. ¿Cómo era posible que una mujer como Sarah se hubiera
enrollado con un puto don nadie como aquél? ¡Paul Younger, joder! Si Victor se hubiera propuesto mencionar dos nombres que pudieran dolerle
más, no lo habría logrado.
«¿Billy Stevenson?», repitió Gavin. Esperaba haberle oído mal.
«Lo hizo por despecho, por la vez que yo me lié con Lizzie McIntosh.»
Conque Victor también se había tirado a Lizzie. A Gavin Lizzie le caía bien. Sabía que se prodigaba un poco. No era demasiado
sorprendente que Victor y ella se hubiesen enrollado. Qué raro. Hasta entonces, Gavin nunca había imaginado que Victor y él hubieran tenido la
polla metida en el mismo sitio, a excepción de los urinarios de clubs, pubs y estadios de fútbol. Ahora resultaba que se habían follado a la misma
tía no en una sino en dos ocasiones al menos. Empezó a pensar en todas las otras chicas con las que había estado que pudiera conocer Victor.
Edimburgo, vaya mierda de sitio: todo el mundo había follado con todo el mundo. No era de extrañar que el sida se hubiera propagado tan
rápidamente. Le echaron la culpa al jaco, pero el folleteo tuvo por lo menos la misma culpa. Tenía que ser así. El mito de que los yonquis no tenían
vida sexual. Había cantidad de tías consumiéndose en el hospicio que no se habían inyectado otra cosa que carne que podían dar fe de lo
contrario. Pensó en su difunto amigo Tommy, el ex de Lizzie, y en la paranoia que había pasado después de follársela el año anterior. Pero no se
lo podía preguntar, no podía preguntarle sobre Tommy y ella. Sabía que habían cortado antes de que Tommy se metiera jaco, pero se hizo la
prueba de todos modos. Los demonios le visitaban de noche. Siempre lo hacían.
«Para mí no significó nada, tío, sólo fue un polvo, ¿vale? Ya sabes lo que pasa cuando vas hasta el culo de éxtasis», adujo Victor. Gavin se
sorprendió asintiendo; dejó de hacerlo cuando pareció demasiado alusivo. Victor no dejaba pasar la menor ocasión. «Supongo que eso es lo
que pasó en vuestro caso, ¿no?»
«¡Pues no, no pasó eso! ¡No pasó eso, joder! ¿Vale?»
«Pues entonces más vale que lo recuerdes así, colega, porque se acabó.»
«No, joder, lo que se acabó es lo vuestro, Vic. Esto no es como si ella se hubiera ido a la cama con un mamón como Billy Stevenson o un
gilipollas como Younger. Para esos capullos no sería más que un polvo. A mí ella me importa, ¿vale?»
«¡No, no vale, joder! ¡Búscate tu propia chica y ocúpate de ella! ¡Sarah es mía! ¡La quiero!»
«¡El que la quiere soy yo, joder!»
«¡Pero si hace cinco minutos que la conoces! ¡Yo llevo tres putos años con ella!», exclamó Victor, golpeándose el pecho con la mano. «¡Tres
putos años!»
De repente apareció Ormiston corriendo: «¡Por favor! ¡Dejen de alborotar o váyanse! Tengo que sacar dos muelas del juicio.»
Gavin levantó una mano de inmediato para acallar al dentista, y luego se acercó a Victor. «¡Ahora somos ella y yo, cabrón! ¡¿Vale?! ¡Hazte a
la idea, porque eso es lo que hay!»
Victor se puso en pie. Gavin retrocedió un paso y el puño de Victor pasó a escasos centímetros de su cabeza. «¡Y UNA MIERDA!»
«¡Ya está bien! ¡Fuera de aquí! Voy a llamar a la policía», chilló el señor Ormiston. «¡Fuera! ¡Ahora! ¡Esperen fuera! ¡Salgan de mi consulta!
Estoy intentando extraer un par de muelas del juicio...» La voz del dentista se descompuso hasta convertirse en una acongojada súplica.
Victor y Gavin se encaminaron de mala gana hacia la salida. Ya fuera, permanecieron lejos el uno del otro; Gavin se sentó en las escaleras
mientras Victor seguía apoyado sobre la verja de hierro forjado del inmueble georgiano.
Se miraron fijamente durante un minuto, antes de apartar la vista. Gavin empezó a reírse con suavidad, y muy pronto lo hizo a mandíbula
batiente. Victor se sumó. «¿De qué coño se supone que nos reímos?», preguntó, sacudiendo la cabeza.
«Esto es una locura, tío, una locura que te cagas.»
«Sí..., vamos a echar un trago», propuso Victor, señalando un pub situado en una esquina.
Entraron y Gavin pidió dos pintas de rubia y las abonó. Pensaba que debía pagar él; se sentía culpable por lo del mentón de Victor. Además,
Victor no trabajaba, que él supiera, aunque tampoco aparecía por la oficina del paro de Leith.
Se sentaron en un rincón, dejando cierto espacio entre los dos.
Victor miró con gesto ceñudo su burbujeante pinta. «Por mí», brindó sin levantar la vista antes de añadir: «No sé cómo puedes decir que la
quieres.» Levantó la cabeza con gesto suplicante y miró a Gavin a los ojos. «Ibas de éxtasis, tío.»
«Fue a la mañana siguiente.»
«Sigue estando en el organismo.»
«No dura tanto. No..., no hicimos nada por la noche..., quiero decir, no puedo hacer el amor cuando voy de éxtasis, a ver, puedo hacer el
amor pero no se me levanta, ¿me entiendes?» Gavin se detuvo al ver cómo la rabia contraía las facciones de Victor.
«Sigo sin creer que la quieras», bufó éste, aferrando la mesa con suficiente fuerza como para hacer palidecer sus nudillos.
Gavin se encogió de hombros, y de repente pareció inspirarse. «Mira, tío, dicen que el éxtasis es como un suero de la verdad. Se lo dan a
parejas que están en terapia y tal...»
«¿Y?»
«Que sí la quiero, coño. Te lo demostraré.» Gavin sacó una pequeña bolsa de plástico del bolsillo de reloj de sus vaqueros, sacó
tímidamente una pastilla y se la tragó, bajándola con un trago de cerveza. Hizo una mueca y luego dijo: «Eres tú el que no la quiere, para ti no es
más que una adicción que no puedes dejar. Tienes miedo al rechazo. Eso es todo, Vic, ego masculino de mierda. Tómate una de estas pastillas
y luego, cuando te haya subido, dime que la quieres.»
Victor le miró con expresión dubitativa. «No tengo la pasta, tío...»
«Al carajo con la pasta, esto es importante. ¡Invito yo!»
Generoso y pagado de sí mismo, Gavin buscó otra pastilla dentro de la bolsa.
«Hala, venga.» Victor extendió la mano, cogió la pastilla de manos de Gavin y se la echó rápidamente al coleto.
Para ser un domingo a la hora de comer, el pub estaba extrañamente desierto, con la salvedad de un vejete que estaba tomándose una pinta
mientras leía el periódico, y que parecía un arquetipo de satisfacción.
«Muy tranquilo por aquí hoy, ¿eh, amigo?», le preguntó Gavin con una sonrisa.
El anciano le contempló con una expresión levemente suspicaz. «Acaba de cambiar de dueños. Todavía no han empezado a servir
comidas.»
«Ah...»
Gavin se acercó a la gramola para echarle de comer. Estaba apagada. Sonaba un hilo musical. Eran los Greatest Hits de Simply Red. «Es
una cinta», le dijo a Victor, que frunció el ceño con desagrado antes de volverse en el asiento y aproximarse rápidamente a la barra.
«¿Qué pasa con la gramola?», le preguntó a la jovencita que estaba tras la barra limpiando unos vasos.
«Está estropeada», dijo ella.
Victor buscó una cinta en el bolsillo de su chaqueta bomber. Era el Platinum Breaks de los Metalheadz. «Venga, ponme ésta, anda.»
«¿Qué es?», preguntó la camarera.
«Un poco de bajo y de sección rítmica, ¿vale?»
La chica miró con cierta inquietud al viejo que leía el periódico, pero cedió y puso la cinta en el aparato.
Veinte minutos después, Victor y Gavin estaban colocados y meneando el esqueleto en el suelo del pub desierto. El viejo de la pinta levantó
la vista y les miró. Victor le saludó con el pulgar hacia arriba y le dio la espalda. La música estaba impregnándoles por todos lados. La pastilla era
excelente.
«J Majik. Espera a oír a este cabrón», le gritó Victor a Gavin.
Tras unos botes más, se sentaron para relajarse y charlar.
«Fua, tío, estas pastillas son fuertes de la hostia; desde luego, son mejores que la mierda que me metí anoche», reconoció Victor.
«Huy, sí, son de lo que no hay.»
«Oye, colega, esto no tiene que ver contigo y conmigo, eso ya lo sabes, ¿no?» A Victor le costaba expresarse. Al fin y al cabo, se trataba de
él y de Gav.
«Te voy a decir una cosa, Victor, y te seré totalmente sincero: te respeto, tío. Siempre lo he hecho, y sí, te quiero. Eres un amigo. Sé que
siempre nos hemos visto con otra peña por medio, como Tommy cuando estaba vivo, Keezbo, Nelly, Spud y todos ésos, pero así son las cosas.
Te quiero, tío.» Gavin abrazó a Victor con fuerza; su amigo hizo lo propio.
«Tú también me caes bien, Gav, tío, lo sabes..., la verdad es que eres uno de los tíos más legales que conozco. Nadie dice nunca una mala
palabra de ti, tío.»
«Pero, tío, lo de Billy Stevenson..., eso me ha dejado totalmente alucinado, tío...»
«A mí me dejó hecho polvo..., te lo aseguro. Preferiría que se hubiera tirado a cualquier puto borrachín antes que a ese capullo.»
«Yo también. Nunca he podido aguantar a ese gilipollas.»
«Pero ése es su rollo, espera a que una tía se sienta un poco vulnerable y un poco baja de fuerzas, y entonces entra a saco en plan
meloso...»
«Yo no soy así», dijo Gavin, «la cosa no fue así entre ella y yo. No habría seguido adelante si no hubiera tenido claro que lo vuestro era
historia, Vic. Nunca me liaría con la chica de un colega. Quiero decir, ni siquiera se me había pasado por la cabeza pensar en ella una sola vez
hasta anoche en el Tribal, tío. Créetelo, tío, te lo digo en serio, joder. Te lo juro por la vida de mi madre.»
«Te creo, tío, pero es que es difícil de aceptar, después de tres años...»
«Pero oye, colega, ¿estás seguro de que os seguís queriendo? ¿No se ha echado la cosa a perder? A lo mejor te estás aferrando por el
motivo que sea, a lo mejor en el fondo sabes que..., quiero decir..., como lo mío con Lynda, tío..., tengo que ser sincero, era como..., ya no había
nada, tío, ya no había nada y yo no hacía más que aferrarme a ella. No sé para qué, pero es lo que hice.»
Victor meditó un poco sobre aquello. Seguía agarrado a Gavin; parecía importante que así fuera. Ahora el dolor de su mandíbula palpitaba
deliciosamente. Estaba rodeando los hombros de Gavin con un brazo y la mandíbula le palpitaba con el arrebol de una honda comunión. Quizá
fuera posible, quizá fuera cierto que todo había terminado entre Sarah y él. Últimamente habían tenido unas peleas terribles. Desde que sus
mutuas infidelidades habían salido a la luz, entre ellos había una tensión y una desconfianza que ahora parecían algo más que un malestar que
podrían superar. A lo mejor debería dejarlo estar y seguir con su vida.
El pub vibraba con el sonido de Photek. «Joder, qué cinta, ¿eh?», reconoció Gavin.
«Metalheadz, tío, los putos amos. Aquí en Escocia la gente no ha visto drum ‘n’ bass de verdad.»
Gavin sabía que Victor bajaba a Londres al menos una vez al mes para las sesiones Sunday Metalheadz del Blue Note. Él había tardado más
en pillar esa onda, porque sus gustos eran más garajeros y souleros, pero ahora era evidente. Aquello era música de película. Su película. Dos
amigos, dos compadres, dos guerreros urbanos de los Hibernians luchando por el corazón de una hermosa mujer a la que ambos amaban. Ésa
era la banda sonora de aquella horrible y maravillosa película. La vida. Era un absurdo repugnante y al mismo tiempo precioso. «Oye, colega,
pase lo que pase con Sarah quiero que sigamos siendo amigos. Quiero bajar a Londres contigo un día a uno de los bolos esos de Metalheadz.»
«Guay», dijo Victor, dándole un suave achuchón a Gavin.
Gavin besó a Victor en la mandíbula. «Perdona, tío, perdóname por haberte pegado, Vic.»
«Tengo que reconocer que fue una hostia de las guapas, Gav. Es la primera vez que te veo sacudirle a alguien. Siempre te vi como una
especie de gigante pacífico. Spud decía que en el colegio había que tener cuidado contigo, pero, en fin, ¿qué iba a decir Spud, eh? Es un tío
estupendo, pero lo que dice no hay que tomárselo al pie de la letra. La verdad es que me dejó bastante alucinado. El puto Gav, tío: ¡pam!», dijo
Victor mientras se acariciaba la mandíbula. «Eso sí, Gav: ahora mismo la sensación es de puta madre, el latido y tal, ¿sabes?»
«Eso está bien. Me alegro de que sea... positivo, ¿sabes cómo te digo? Me alegro de haber hecho algo positivo por ti, tío. A ver, eso es lo
único que quiero hacer en la vida, tío, difundir vibraciones positivas. Ésa es mi única ambición. ¿Y qué hago? Hacerle daño a un amigo. Yo no soy
así, Vic, sabes que yo no soy así.» Gavin sacudió la cabeza y se le llenaron los ojos de lágrimas.
«Lo sé, Gav. Oye, Gav..., el amor, tío, ésa es la clave, coño.» Victor le tendió la mano y Gavin se la estrechó, antes de cogerla y abrírsela,
recorriendo con el dedo índice la larga raya de la vida que contenía la palma de Victor. «A ver qué quiere hacer ella, dejemos que el amor
decida», le instó Victor.
Gavin miró las pupilas claras y dilatadas de Victor. Tenía un alma pura, no tenía duplicidad alguna. «Hagámoslo», cuchicheó antes de volver
a abrazarle.
«Muy bien», dijo Victor con una sonrisa de oreja a oreja.
«Los despojos de la victoria son para el vencedor», dijo Gavin con grandilocuencia, antes de echarse a reír. «¡No, habría que decir para el
Gavin!24 Es broma..., ¡qué gane el mejor!»
Brindaron.
Sarah estaba en la silla del doctor Ormiston. Él la miraba desde arriba, mientras ella miraba el techo ansiosamente. Era una muchacha muy
atractiva, de eso no había duda, con aquellas largas piernas y esa minifalda, y las manos plegadas sobre lo que parecía un pecho muy bonito, y
aquel cabello castaño que, apartado de su rostro, caía en cascada sobre el reposacabezas de su silla. Sí, concluyó, comprendía el porqué de
tanto alboroto entre aquellos dos jóvenes machos. Notó cierta agitación cuando captó su aroma. No había nada como la suculenta carne de una
mujer joven, pensó mientras se relamía. «Abra un poquito más», dijo entre jadeos mientras le daba un vuelco el corazón y se le ponía dura la polla.
No tenía taladro, pensaba ella, menos mal que no tenía taladro, joder. Pero tenía bisturí, y había que ver el ruido que hacía; picando,
pinchando, desgarrando y serrando sus carnes. No notaba el daño, pero lo oía.
Una boca preciosa. Cuando veía a una mujer lo primero en lo que Ormiston se fijaba era en su boca. Labios carnosos, dientes fuertes y
blancos. Cierta desidia interior, sin embargo. Una lástima. Una mujer como ésta debería usar seda dental.
Sarah se fijó en los ojos del dentista, que eran de un azul eléctrico, y en los pelos blancos que poblaban su entrecejo. Parecía traspasarla con
la mirada, como ningún otro hombre lo había hecho compartiendo con ella una extraña intimidad. Veía su boca en el espejo. Pero no quería mirar
la herida. Ni las tenazas, sobre todo las tenazas. Se le estaba clavando algo duro en el muslo. Quizá fuera uno de los apoyabrazos. El esfuerzo
hacía respirar de forma entrecortada al dentista. Ormiston era su salvador. Ése era el hombre que la liberaría de aquel dolor repugnante y
omnipresente. Aquel hombre, culto, hábil y, sí, también compasivo, ya que un hombre capaz de triunfar como dentista sin duda podría haber
elegido un campo más lucrativo. ¿Cuánto ganaban? Aquel hombre eliminaría el dolor y todo volvería a ser como antes. Victor no haría nada.
Gavin no podía hacer nada; pero aquel hombre le quitaría el dolor.
«Ahora tiene que salir.» Tiró y retorció, penetrando en la carne anestesiada del fondo de sus encías. Era una lástima perder las muelas del
juicio, y Ormiston siempre lloraba lo que calificaba melancólicamente como la muerte de un diente, pero en este caso no había otra opción. La
chica tenía demasiados dientes para el tamaño de su cabeza. Extraer las dos muelas del juicio de abajo era fundamental. Se inclinó un poco
hacia ella y le apoyó la mano libre en la cadera. Ella se retorció un poco y él se disculpó: «Lo siento, necesitaba un punto de apoyo...»
El tubo de succión le extrajo la saliva de la boca. Ormiston llevó la mano libre hacia arriba y lo hizo girar lánguidamente dentro de la boca,
metiéndolo en todas las cavidades, sorbiendo todos esos dulces, dulces jugos. Ay Dios, qué preciosidad de boca..., no podía dejar de
imaginarse su lengua metida en ella; la lengua limpia, exploradora y precisa de un hombre que utilizaba todos los productos dentales de
demostrada eficacia que había en el mercado en lugar de los meramente efectistas; bajó la mano, ¿y por qué se habría puesto esa falda? Sentía
la piel de su muslo contra la mano, y los pelos de la misma se erizaron; ahora se imaginaba su mano entre sus piernas y los dedos metidos en
sus braguitas de algodón y su coñito hambriento y húmedo devorándolos; un tirón más y el diente por fin se soltó, atrapado por las tenazas
mientras él eyaculaba en los calzoncillos.
«Ha sido de lo más duro», dijo jadeando mientras la polla le chorreaba espasmódicamente. Le dio la espalda mientras su polla dolorida
palpitaba y bombeaba esperma dentro de los pantalones de franela. «Ah..., una extracción satisfactoria...», dijo casi sin aliento e intentando
recobrar la compostura.
Sarah se sentía incómoda y estuvo a punto de farfullar algo, pero él le dijo que guardara silencio. Se puso a trabajar sin descanso en el
segundo diente y lo extrajo con más facilidad que el primero.
Ormiston puso gran cuidado en limpiar y cerrar las heridas. Ella tenía la boca insensibilizada y escupió el enjuague, pero se sentía
tremendamente aliviada.
«Me pareció mejor sacar las dos a la vez para ahorrarle tener que volver a pasar por lo mismo dentro de poco», le explicó Ormiston.
«Gracias», dijo Sarah.
«Al contrario, ha sido un placer..., quiero decir, tiene usted unos dientes preciosos y debería utilizar la seda dental. Ahora que ya le he sacado
las muelas del juicio, no deberían estar tan apretados. ¡Ahora ya no tiene excusa! ¡Use la seda!»
«Sí, así lo haré», le contestó ella.
«Tiene unos dientes preciosos», repitió Ormiston, estremeciéndose. «¡No es de extrañar que esos dos jóvenes se peleen por usted!»
Sarah se ruborizó y se sintió mal. Pero sólo se trataba de la forma de ser de aquel hombre. No era un guarro; era un profesional. Para él sólo
era otra boca más.
En efecto, Ormiston era un profesional, y como tal no solía dejar que las consideraciones estéticas o sexuales prevalecieran sobre las
económicas, así que se recompuso lo suficiente como para cobrarle a Sarah ciento veinte libras, por las que ella tuvo que extenderle un cheque.
«Me gustaría volver a verla dentro de quince días», dijo Ormiston con una sonrisa. «Por desgracia, como ha sido un servicio de urgencia, no
tenemos recepcionista de guardia. Pero si me apunta su dirección y su número de teléfono, me encargaré de que le den hora.»
«Gracias», dijo Sarah. Incluso la pérdida del dinero era incapaz de hacer mella en su sensación de alivio. «Siento haberle sacado de casa
en domingo; espero no haberle estropeado el día.»
«En absoluto, querida, en absoluto», dijo Ormiston con una sonrisa, fijándose en ella mientras se iba, tras lo cual frunció el ceño al pensar en
el tedio embrutecedor de una tarde de domingo en familia en Raveslton Dykes. «Que les den», espetó en voz baja antes de marcharse al lavabo
a asearse.
Sarah oyó que la llamaban por su nombre. Al otro lado de la calle vio a Victor y Gavin, en la puerta del pub. Se acercó a ellos. Ambos la
miraban con ojos encendidos, pero parecían extrañamente en paz el uno con el otro.
«¿Cómo te ha ido?», preguntó Gavin. «¿Estás bien?»
«Mucho mejor, pero con la boca un poco dormida. Me ha sacado las muelas del juicio.»
«Entra y siéntate», imploró Victor.
Cuando Sarah entró en el bar y se sentó, Gavin la abrazó con pasión. A ella le resultó un poco extraño. A Gavin le sentó estupendamente
estrecharla entre sus brazos, oler su cabello y su perfume, y notar su calor. Entonces vio a Victor por el rabillo del ojo y se sintió mal por excluirle.
Así que tiró de Victor y se dieron un abrazo en grupo que a Sarah, que estaba en medio, la hizo sentirse incómoda y cohibida.
«Sarah... Victor... Sarah... Victor...», gemía Gavin, besándoles en la cara por turnos.
Sarah miró al otro lado del pub al viejo con la pinta y, un tanto avergonzada, le sonrió benévolamente. Éste desvió la vista con gesto irascible.
Entraron dos tíos jóvenes que echaron un vistazo, se encogieron de hombros y sonrieron.
«Sarah... Sarah... Sarah...», empezó Victor, recitando un mantra de tristeza, «ay, preciosa, cuánto lo siento. Soy un gilipollas, un gilipollas
total.»
A Sarah se le antojaba una opinión difícil de refutar.
«Te quiero, Sarah. Estoy enamorado de ti», le farfulló Gavin en el otro oído.
Por unos breves instantes, a ella le pareció que aquella situación era como meterse un puñado de After Eights en la boca: su súbita dulzura
te arrullaba hasta que el asco y la repugnancia te superaban. «¡Soltadme de una puta vez!», saltó, zafándose y mirando a las manos levantadas
de Victor y los ojos tristes y desamparados de Gavin. «¡De qué vais! ¡Estáis hasta las cejas de éxtasis!»
«Te quiero, Sarah, lo digo en serio», dijo Gavin.
«Yo te quiero, pero creo que la cosa no funciona. Quiero que seas feliz y si este cabrón te hace más feliz que yo, pues es así y punto. Pero
quiero que me lo cuentes. ¿Qué ha pasado, muñeca?»
El caso es que estaban invadiendo su espacio, como si fueran enredaderas enormes envolviéndola mientras el bajón se apoderaba de ella y
sus nervios, destrozados e hipersensibles, se rebelasen contra sus insinuaciones. No lo pillaban; era como si no existiera por derecho propio,
como si fuera algo por lo que luchar. Territorio. Tierra. Posesiones. Así era Victor. Clavado. Cómo la había follado cuando hicieron las paces
después de que ella se fuera con aquel tío del Yip Yap: de forma dura, desenfrenada, en todos los orificios, como reclamando un territorio
perdido, sin el menor rastro de ternura o sensualidad. Ella se había quedado allí tendida en el suelo, tratando de disimular las lágrimas que sabía
que él había visto pero que no había reconocido. Se sentía azotada, castigada, utilizada; como si a fuerza de follar Victor hubiera intentado
sacarle cualquier cosa que el otro tío hubiera podido dejar en ella. Y ésa sólo era la parte sexual. Ni de coña iba a convertirse otra vez en el blanco
de la política de tierra quemada sexual y psicológica de Victor. Él y Gavin juntos, conchabados. Para empezar, conflicto territorial, pero ahora los
hermanos fraternales se dan cuenta de que el asunto no se puede resolver por medios militares. Demos la vuelta a la mesa e intentemos llegar a
un acuerdo. Lo único que se echaba en falta eran ella y su perspectiva.
No se trataba de a) Sarah deja a Victor y se enamora de Gavin y viven felices para siempre, o b) Sarah se folla a Gavin pero se da cuenta de
su error y vuelve con Victor y viven felices para siempre. Era c) Sarah había dejado a Victor y se había follado a Gavin. Pretérito en ambos casos.
Se acabó, muchachitos bobalicones, pero del todo, pareja de lamentables inútiles y egoístas creídos.
Se zafó de ellos, se levantó y sacudió la cabeza. Aquello era demasiado. Miró a Victor. «Tú eres un gilipollas, en eso llevas toda la razón.
Déjame en paz de una puta vez. ¿Cuántas veces voy a tener que decírtelo? Y tú y yo», le bufó a Gavin, cuya mirada se había vuelto todavía más
funesta, «echamos un puto polvo y punto. Si para ti fue algo más, me lo cuentas a mí, no a él, y no cuando vayas hasta arriba de productos
químicos. ¡Y ahora iros los dos a tomar por culo y dejadme en paz!» Y se levantó y se dirigió a la puerta del pub.
«Te llamo esta noche...», dijo Gavin, y oyó cómo se le ponía voz de pito y la palabra «noche» se volvía ininteligible.
«¡Que te vayas a tomar por culo!», volvió a bufar Sarah desdeñosamente antes de salir por la puerta.
«Bueno», dijo Gavin, volviéndose hacia Victor con un deje de complacencia, «ahí lo tienes. Tú estás completamente fuera del cuadro, pero yo
sigo dentro. Iré a verla cuando esté sobrio y la pondré al tanto.»
Victor sacudió la cabeza. «Tú no conoces a Sarah, ¿vale? Eso no es lo que he deducido yo en absoluto.»
Discutieron un rato, aderezando sus argumentos con apretones amistosos en la muñeca del otro para mantener la comunión.
En aquel momento entró en el pub un hombre al que ambos reconocieron. Era el dentista, el señor Ormiston. Pidió media pinta de heavy, y
se sentó en una mesa próxima a leer Scotland on Sunday. Les vio por el rabillo del ojo. Gavin sonrió y Victor levantó su pinta. Ormiston les sonrió
cansinamente. Eran los dos jóvenes machos. ¿Dónde estaba la chica?
«Siento el Edinburgh,25 colega», dijo Victor. «Seguro que te has quedado completamente a bolos, ¿no?»
«¿Disculpe?», preguntó Ormiston con expresión perpleja.
«Que no pretendía montarte ese follón en la consulta. Pero la has arreglado, ¿eh, colega?»
«Desde luego. Ha sido una extracción bastante desagradable pero muy rutinaria. Las muelas del juicio pueden ser bastante peliagudas,
pero es el pan nuestro de cada día.»
Victor se acercó un poco más a Ormiston. «Vaya curro el tuyo, ¿no, colega? Yo no podría dedicarme a eso; mirarle la boca a la peña todo el
día.» Se volvió hacia Gavin. «¡Yo no!»
Gavin miró al dentista con expresión pensativa. «Dicen que hace falta tanta formación para ser dentista como para ser médico. ¿Es cierto,
amigo?»
«Pues la verdad es que sí», empezó Ormiston, con ese aire de autojustificación de los hombres que piensan que los legos tienen un
concepto completamente erróneo de su profesión.
«¡Y una mierda!», le interrumpió Victor. «¡Iros a tomar por culo los dos! ¡Un dentista sólo tiene que ocuparse de la boca, mientras que los
cabrones de los médicos tienen que ocuparse de todo el cuerpo! ¡A mí no me digáis que a un dentista le hace falta tanta formación como a un
médico!»
«No, que no es lo mismo, Victor. Según esa puta lógica, un veterinario necesitaría más formación que un médico, porque no sólo tienen que
entender de seres humanos, sino de perros y gatos, y conejos y vacas..., la fisiología de un montón de animales diferentes.»
«¡Yo no he dicho eso!», insistió Victor, haciéndole a Gavin un gesto admonitorio con el dedo.
«Yo lo único que digo es que se trata de los mismos principios, coño. Eso es lo que estoy diciendo. Ocuparse de un animal entero exige más
formación que ocuparse de sólo una parte. Eso es lo que estás diciendo, ¿no?»
«Sí», admitió Victor mientras Ormiston trataba de sumergirse de nuevo en el periódico.
«Así que, por la misma lógica, ocuparse de distintos animales exige más formación que ocuparse de uno solo, ¿no?»
«Eh-eh-eh-eh», le frenó Victor. «No se deduce eso. Estamos hablando de las sociedades humanas, ¿no?»
«¿Y?»
«Pues que no es una puta sociedad de perros o de gatos...»
«Un momentito. Lo que tú estás diciendo es que en nuestra sociedad los seres humanos son la especie más valorada, de modo que la
inversión en la formación de la gente que se ocupa de atender a los seres humanos...»
«... tiene que ser mayor que la inversión y la formación que se da a la gente que se ocupa de los animales. Tiene que ser así, Gav.» Victor se
volvió hacia Ormiston. «¿No es así, colega?»
«Sí, supongo que es un argumento válido», dijo distraídamente el dentista.
Gavin estaba sopesando aquello. Había algo que le enervaba. La forma en que la gente trataba a los animales era una pasada. Incluido él. Ni
siquiera había dado de comer al puto gato. Había salido dos días seguidos y había olvidado la promesa que le había hecho a su madre:
acercarse a su casa y darle de comer al gato. Su madre se había ido a Inverness a casa de su hermana. Estaba loca por el gato. Solía llamarle
Gavin por equivocación, cosa que le dolía a su hijo más de lo que éste dejaba traslucir. Le entró un arrebato de culpa. «Oye, Vic, tengo que
pirarme. Me acabas de recordar que le dije a mi madre que me acercaría a su casa a dar de comer al gato. Es lo último que le prometí.» Se
levantó y Victor hizo otro tanto. Se dieron otro abrazo. «¿No me guardas rencor, eh, colega?»
«No, tío..., sólo espero que vuelva conmigo», dijo Victor cansinamente.
«Bueno, colega, ya sabes cuáles son mis sentimientos al respecto...», comentó Gavin con un gesto de la cabeza.
«Ya..., cuídate, Gav. El próximo sábado jugamos en casa. Aberdeen, eh. La copa.»
«Sí. Y en la práctica eso quiere decir que la temporada termina la semana que viene si no contamos la batalla contra el descenso.»
«Es un curro muy duro, pero alguien tiene que hacerlo, colega. Nos vemos en el Four-in-Hand.»
«Vale.»
Gavin dio media vuelta y salió del pub. Subió la colina a pie a la altura de Hanover Street, o Hangover Street,26 como también se la conocía.
Los efectos del MDMA empezaban a bajar y lo recorrió un escalofrío, a pesar de que no hacía frío. Sacó una entrada de una noche de fiesta de un
club del bolsillo. Escrito en él estaba el nombre SARAH y un número de teléfono de siete cifras. Debería poder llamar a aquel número sin más.
Era amor. Lo era. No debería tener que existir un lugar y un momento ideales para expresarlo. Debería suceder sin más.
Vio una cabina. Dentro había una mujer asiática. Quería que terminara de hablar. Más que nada en el mundo. Entonces notó que el corazón
le latía aceleradamente. No podía hablar con ella en ese estado; volvería a meter la pata. Quiso que la conversación de aquella mujer durara para
siempre. Entonces ella colgó. Gavin se apartó y echó a andar por la calle. Ahora no era el momento. Ahora era el momento de acercarse a casa
de su madre y dar de comer al gato Sparky.
MIAMI SOY YO
Para Dave Beer
1
Mientras sorbía su té helado sentado en aquel jardín exuberante los ojos de Albert Black estaban resplandecientes. La fauna y la flora de
aquella zona tropical le eran ajenas; antes de echar a volar, un pájaro negro y rojo pió una advertencia desde su posición estratégica en un
eucalipto. Black especuló fugazmente en torno a signos, aunque la noción del augurio era demasiado papista, demasiado pagana para su gusto,
antes de regresar a las palmeras que cimbreaban entre la fresca brisa. Esto condujo la línea de su visión hacia el azul eléctrico de Biscayne Bay
y, más allá, hasta los rascacielos del centro de Miami, que resplandecían con gran desparpajo al sol de la mañana. Aquellos majestuosos
edificios se le antojaban de mal gusto. A pesar del fervor de sus telepredicadores y sus políticos forzosamente piadosos, Estados Unidos le
parecía el país más impío que había visitado jamás. Cuando echó un vistazo al nuevo e incipiente distrito financiero, recordó vagamente la estela
de magnesio del primer Apolo al despegar por allí cerca rumbo a la luna, alejándose cada vez más del cielo durante todo el trayecto.
Al levantar el vaso de té, Black se vio reflejado en él. Pese a su avanzada edad, su rostro había conservado su estructura huesuda y
angulosa, así como su tez pálida. A ambos lados de su cabeza crecía una incipiente barba canosa, y su curtida calva resplandeciente era rosada.
Se fijó en su sello personal, sus gruesas gafas negras, posadas sobre una nariz aguileña. Cubrían unos ojos pequeños y oscuros que seguían
lanzando chispas belicosas, pese a que su patetismo también inspiraba compasión. Pero ahora él era el único que podía ofrecérsela, y no cabía
duda de que aquello no iba con su forma de ser. Desterró la debilidad de su expresión facial contrayendo la boca y depositando el vaso sobre la
mesa de hierro forjado del jardín.
El problema que suponía preparar a William y a Christine para ir a la iglesia. Todos los domingos igual: las largas, el dejarlo para más
tarde. Nadie, ni siquiera Marion, parecía entender de verdad la importancia de la puntualidad ni cómo teníamos que dar buen ejemplo. Ser
maleducados con Dios llegando tarde a Su casa era inadmisible. La impuntualidad en general era una maldición, una forma de robar y
dilapidar el tiempo...
Notó cómo la ya familiar fuerza maligna se abría paso en su interior y le hizo frente, sin poder hacer otra cosa que cerrar unos dientes sobre
otros: aquel terrible ardor interno. Siempre era más fuerte cuando se despertaba para afrontar un nuevo día a regañadientes y quedaba
saboteado por el cruel impacto de la esperanza de que de algún modo ella acabaría por volver.
Pero Marion se había ido para no volver.
Su muerte había puesto fin a cuarenta y un años de matrimonio y lo mejor que tenía había sido destruido. Había contemplado con impotencia
cómo el cáncer la iba consumiendo y ahuecando, devorándola por dentro. Albert Black se asomó a la bahía. Podría haber sido un náufrago,
luchando desesperadamente por mantenerse a flote en sus aguas, como hacía en ese momento, rodeado de aire espeso y cálido. No quedaba
nada; hasta sus principios elementales y su fe vacilaban.
¿Por qué Marion? ¿Por qué, Señor?
Pero ¿cabía esperar que Dios fuera justo? ¿Acaso eso no era una mera muestra de la vanidad de quienes pretenden ocupar un lugar
que no les corresponde? ¡Qué presunción cifrar nuestras esperanzas en la justicia individual cuando estábamos bendecidos por el hecho de
formar parte de algo más grande e inmortal!
¿O no?
¡Sí! ¡Perdóname por dudar, oh, Padre!
El pájaro había regresado, y miró a Black con su agudo ojo antes de ponerse a trinar con saña redoblada.
«Sí, amigo, te oigo.»
Sí. Somos muy lentos a la hora de pensar en la justicia en relación con otras especies de este planeta, pero de lo más piadosos cuando
poderes superiores a los nuestros interfieren con nuestra mortalidad.
El pájaro pareció satisfecho con esa respuesta y levantó el vuelo.
Pero Marion..., ¡con la de pecadores que hay en el mundo y Él me privó de ti!
Daba igual cuánta indignación veterotestamentaria intentase acumular el desprecio de Albert Black por lo que consideraba la desamparada
debilidad de su especie: siempre se le aparecía la imagen del rostro de Marion. Incluso estando ausente, su elegancia tenía el don de atenuar su
rabia. Pero desde su muerte se había visto forzado a asimilar una lección dolorosa, si bien agridulce: siempre se había tratado de ella, no de
Dios. Ahora se daba cuenta. Había sido el amor de Marion, no su fe, lo que le había purificado y salvado. Lo que le había redimido. Lo que había
dado sentido a su vida.
Siempre la había visto joven, igual que cuando se conocieron aquella tarde de domingo fría y borrascosa en la iglesia, en Lewis. Y ahora,
después de que ella hubiera desaparecido, había acusado la deserción de otro compañero vitalicio. Daba igual qué capítulos y versos de las
Sagradas Escrituras recitase o qué salmos repitiera de memoria; por más que intentase canalizar su rabia contra el prójimo, sobre todo contra
los no creyentes, los escépticos, los judas y los falsos profetas, Albert Black tenía que reconocer que sentía ira contra el Creador por la ausencia
de Marion.
Distanciado de su hija, Christine, que vivía en Australia, Black había descubierto que haber venido a vivir a Florida con lo que quedaba de su
familia le había ofrecido mucho menos consuelo de lo que había imaginado. Su hijo, William, era contable, una profesión noble y tradicional para
un protestante escocés. Pero trabajaba para la industria cinematográfica. Black siempre había asociado aquel escabroso negocio con California,
pero William le había explicado que ahora para sacar partido de las ventajas fiscales y del clima algunos de los principales estudios tenían
sucursales en Florida. No obstante, para él estaba claro que su hijo había adoptado algunos de los decadentes símbolos de aquella industria tan
vil.
Bastaba con fijarse en aquella casa y su repugnante opulencia. La vivienda, de estilo caribeño, iluminada de manera teatral y situada junto a
los muelles, las ventanas a prueba de balas que brotaban de los suelos de madera noble y baldosas hasta los techos de más de dos metros y
medio de altura, los cinco dormitorios con cuartos de baño propios y vestidores de una generosidad y espaciosidad que los convertía en
habitaciones por derecho propio. La cocina, con sus encimeras de piedra y sus accesorios de diseño: nevera/congelador, electrodomésticos de
acero inoxidable y lavadora-secadora. (William había dicho que era italiana. Albert había respondido que no le constaba que las trascocinas
tuvieran nacionalidad.) Cinco lujosos cuartos de baño, todos ellos provistos de encimeras de mármol, bañeras y duchas, retretes y bidés. El más
grande, que estaba en el dormitorio principal que William compartía con su esposa, Darcy, contenía una gran bañera de hidromasaje colocada
sobre una plataforma, y estaba claramente destinado al disfrute de más de una persona; era papista en su decadencia. Una sala de fitness con
aparatos de ejercicio de último modelo, un despacho y una biblioteca, así como una bodega de vinos con botelleros especiales. Fuera, un jardín
trasero de varios niveles con lujosos juegos de agua y acceso directo a la bahía, dotado de un atracadero donde estaba amarrado un barco de
considerables dimensiones y un garaje de cuatro plazas del mismo tamaño que el viejo hogar familiar de Edimburgo. Cuando William hablaba
por teléfono con sus socios y amigos, a su padre le daba la impresión de que lo hacía en otro idioma.
La esposa de William, Darcy (Black tenía que luchar constantemente para apartar de su mente imágenes de ella y de su hijo retozando
desnudos en aquel cuarto de baño), había sido una joven encantadora, todo lo que se podía desear en una nuera. Se acordaba del momento en
que su hijo les presentó en su vieja casa de Merchiston a la joven estudiante norteamericana, tímida y recatada, temerosa de Dios por encima de
todo, hacía ya una veintena de años. Darcy había ido allí como estudiante de intercambio, y se suponía que era una cristiana devota. Pero
¿cuántas veces, reflexionó, la había visto desde el día en que se conocieron? Quizá media docena. Ya entonces estaba sobreentendido que
cuando ella y William terminaran la carrera, se casarían y se irían a vivir a los Estados Unidos.
Ahora Darcy parecía otra: brusca, ladina, autoritaria y sofisticada. La oía reírse socarronamente con sus amigas, que venían a verla y a beber
alcohol de día. Cuando hablaban, de una forma que a Black le daba náuseas, de las porquerías que compraban, y que parecían adquirir no por su
utilidad sino única y exclusivamente para poseerlas, sus estridentes carcajadas ofendían sus oídos.
Albert Black no consideraba apropiado expresar lo violento que se sentía. Al fin y al cabo, cuando acudió a recogerle al aeropuerto, William
le informó inmediatamente de que ya no iban a la iglesia. Era evidente que su hijo le había dado vueltas a aquella declaración; se notaba que la
había ensayado. Por supuesto, le había dorado la píldora: sostenía que en Miami la Iglesia de Escocia no era apropiada y que las iglesias
evangélicas protestantes estadounidenses estaban plagadas de egocéntricos y falsos profetas. Pero Albert Black se asomó a los ojos grises de
su hijo y vio en ellos la traición.
Black no tenía relación alguna con su nieto adolescente, Bill. Durante la infancia del muchacho se había esforzado, intentando incluso llegar a
comprender el béisbol, pero ¿cómo podía tomarse en serio a un país cuyo deporte nacional era el rounders?27 Cuando le visitaron en Escocia le
llevó al fútbol y le gustó. Pero ahora Billy era mayorcito. La chica que venía por casa era mexicana o algo así. Se lo habían dicho pero no se
acordaba. Lo que sí se le quedó grabado era su mirada severa y aquella artera sonrisita que siempre lucía. Era bonita, cierto, pero tenía pinta de
fulana. Para un joven una chica así siempre significaba problemas. ¡Y la música que escuchaban! Sin duda era una farsa llamar música a aquel
estruendo tosco y monótono que salía continuamente de la habitación del sótano. Billy parecía tener el usufructo exclusivo de aquel enorme
espacio diáfano del tamaño de la planta de la casa. Había estupendos dormitorios vacíos entre los que elegir pero él vivía como un topo. A
William y a Darcy no parecía molestarles, y ni siquiera parecían oír aquel continuo ruido cacofónico. Pero también era cierto que la mayor parte
del tiempo estaban fuera. Recordaba que cuando hizo la gira inaugural de la casa, farfullaron algo acerca de que Billy necesitaba intimidad.
Así que al cabo de dos semanas en el «Sunshine State», decididamente había tenido poco contacto humano. Ahora la rutina de Albert Black
consistía en pasarse el día entero sentado a la sombra al fondo del jardín que daba a la bahía, leyendo la Biblia y esperando a que su familia
volviera a casa. Darcy preparaba algo de cenar y bendecían la mesa, cosa que a él se le antojaba algo artificioso que hacían única y
exclusivamente porque él estaba allí. Después daba un breve paseo antes de que anocheciera y se sentaba ante el monstruoso televisor de
pantalla de plasma antes de acostarse, completamente agotado y con la cabeza retumbándole por los mil canales de anuncios con tajadas de
programación televisiva intercaladas a modo de lonchas metidas en un bocadillo.
Acostarse.
Ése era su latiguillo: creo que voy a acostarme.
Llevo toda la vida acostándome.
Levantó la vista y vio un crucero blanco aproximándose a la bahía. Parecía uno de los bloques del barrio de viviendas de protección oficial
donde había enseñado. Imaginó que vistos desde dentro los camarotes serían bastante lujosos. Quizá la diferencia fundamental con la barriada,
sin embargo, estuviera en su movilidad. Seguro que venía del Caribe. A Albert Black le resultaba difícil pensar en esas latitudes; nunca parecían
suscitar imágenes vivas en su imaginación. El sitio que siempre había ejercido sobre ella un influjo exótico era Canadá. Había pensado en
emigrar e irse a vivir allí muchísimo tiempo atrás, cuando Marion y él eran jóvenes. Pero se sentía moralmente obligado a trabajar en su propio
país. Se alistó en los Scots Guards, cuerpo en el que sirvió durante tres años en el extranjero antes de volver a la capital escocesa y licenciarse
en teología y filosofía por la Universidad de Edimburgo, tras lo cual eligió dedicarse a la enseñanza matriculándose en el Moray House Teacher
Training College.
Entró en el sistema educativo con un fervor digno de John Knox, pues consideraba importante que un protestante escocés siguiese la gran
tradición democrática de dar a los niños más pobres la mejor educación posible. Y llegó a aquel instituto de segunda enseñanza de barrio recién
construido en la década de los sesenta con grandes esperanzas de formar a misioneros, pastores, ingenieros, científicos, médicos y educadores
como él, y convertirlo en el bastión de una nueva Ilustración escocesa. Ahora bien, reflexionó bajo el sol implacable que se filtraba a través de las
temblorosas palmeras, sus ambiciones eran de lunático. Mecanógrafas y peones: eso formaban a punta pala. Albañiles, dependientes de
comercio y, últimamente, después de que se agotaran hasta esas fuentes de trabajo, gángsters de poca monta y traficantes. En la actualidad,
aquel colegio ni siquiera era capaz de producir un futbolista decente. Nunca había podido presumir de un Smith, un Stanton, un Souness o un
Strachan, aunque uno o dos habían conseguido vivir del fútbol. Pero ya no.
Por supuesto, Albert Black sabía con qué material estaba trabajando —pobreza, desventajas sociales, hogares destrozados y bajas
expectativas—, pero de puertas para adentro se esforzó por ofrecer un marco de disciplina y ética que compensase la anárquica inmoralidad de
la barriada y de la sociedad situada más allá de ella. Y se habían burlado de él por intentarlo. No sólo le habían convertido en objeto de irrisión
ante sus alumnos, sino ante otros miembros de la plantilla y ante los marxistas que había en el comité de educación de la ciudad. Hasta sus
colegas de la Asociación de Maestros Cristianos, avergonzados por su fervor, le traicionaron al negarse a apoyar sus protestas contra la
jubilación anticipada que le impusieron.
¡Tener educación social y conocimientos de religión es fundamental!
2
Deseó haberle hecho caso y haber aceptado dejarle pagar el billete de primera clase que le había ofrecido. El vuelo de Sidney a Los
Ángeles y de allí a Miami fue una pesadilla. La clase turista habría estado bien de no ser por el niño pequeño que la miraba desde el asiento de
delante, sin quitarle la vista de encima en ningún momento a pesar de los esfuerzos que ella hacía por seguir enfrascada en su libro. Y a su lado,
en brazos de su madre estaba su hermanito bebé. ¡Con qué ganas chillaba y cagaba, inundando la cabina con gritos ensordecedores y gases
tóxicos!
Pese al alivio que le producía no estar en los zapatos de aquella mujer —la cual, tomó nota, no era mucho mayor que ella—, Helena no se
ofreció a ayudar a la madre estresada. No quería tener nada que ver con los hijos de nadie más.
Recostándose y haciendo caso omiso del pequeño mientras se volvía hacia la ventanilla del avión, imitó al hombre que dormitaba a su lado y
cerró los ojos, dejando que Miami impregnara sus pensamientos. Lo único en lo que podía pensar Helena Hulme era en qué iba a pasar con su
amante. Era un hombre generoso, manirroto en su opinión, pero no habría estado bien dejar que le pagase un billete de primera. No teniendo en
cuenta lo que tenía que contarle.
3
El sol ardía sin tregua sobre la bahía, sin que una sola nube profanase el cielo azul. Aunque prefería salir a caminar al caer la tarde, cuando
hacía menos calor, Albert Black se levantó de debajo de la sombrilla y decidió ir a dar un paseo. Se fijó en el panamá que estaba en la mesa
delante de él. Se sentía un tanto ridículo con él, pero tenía que protegerse la calva del sol y la alternativa, la gorra de béisbol que le había ofrecido
Billy, era impensable e inadmisible. Dando por hecho que el sombrero era de William, lo cogió y se lo puso.
Satisfecho de poder salir de casa, Black deambuló por Miami Beach a un ritmo uniforme hasta llegar al distrito art déco que estaba en las
inmediaciones de Ocean Drive. Su problemática rodilla derecha estaba entumecida y agarrotada; el paseo sólo podía acabar con ella de una vez
o curarla. Recordó el susto que se había llevado unos cinco años atrás, cuando una buena tarde la rodilla cedió sin previo aviso y le mandó,
horrorizado, de bruces contra el pavimento entre la marea humana de George Street, y su desconcierto y su temor de que algo de lo que había
dependido durante tanto tiempo pudiera retirarle sus servicios en una fracción de segundo, hasta entonces insuficientemente valorados, y
transformar como consecuencia toda su vida.
No obstante, la rodilla resistía. A pesar del intenso calor que sentía en la espalda y que hacía que la camisa se le pegara incómodamente a la
piel, Black caminaba a un ritmo decente y avanzaba sin problemas. Cuando llegó a Ocean Drive, se abrió camino enseguida entre la multitud de
turistas y de jóvenes que se hacían los interesantes, atravesó los bordillos de césped de Bermuda y se acercó al mar. Se fijó en el Atlántico, que
lamía las arenas color vainilla. El mar estaba en calma, y las olas rompían sobre la costa bañada por el sol. Ya había allí unos cuantos bañistas
esforzándose en ponerse morenos. Pero en cuanto Black experimentó una vaga sensación de satisfacción idílica, ésta se vio quebrada
abruptamente, como si la hubiera aferrado dentro de su cuerpo un torno que aplastara algunos de sus órganos. Se dio cuenta de que se trataba
de la sensación insistente, palpitante y penosa de que de algún modo, ¡Marion estaba allí esperándole! Intentó respirar mientras paseaba la vista
con gesto boquiabierto sobre aquella pradera de color aguamarina y las palpitaciones se hacían más fuertes.
¿Qué hago aquí? Tengo que volver a casa..., puede que ella haya vuelto..., estará todo patas arriba..., la casa..., el jardín...
Dos chicas en bikini, tendidas sobre toallas en la arena, alcanzaron a ver aquella figura afligida, se volvieron la una hacia la otra y se rieron.
Su instinto de maestro de escuela, que le llevaba a investigar cualquier fuente de conducta desordenada, pudo más que él cuando se dio cuenta
de que el objeto de su irrisión era él. Con el rostro enrojecido, dio media vuelta, pateó con desaliento sobre la arena, abandonó la playa y regresó
al bullicio de Ocean Drive. Al llegar a la altura del News Café, se metió en la tienda adyacente y cogió un ejemplar del Daily Mail de dos días de
antigüedad.
Tras abonar el importe del periódico, siguió recorriendo la calle. Muy pronto se dio cuenta de que un poco más adelante se estaba
produciendo un incidente: la gente se hacía apresuradamente a un lado ante una figura de mirada enloquecida que lanzando gruñidos avanzaba
tambaleándose y empujando un carrito. A diferencia del resto de los peatones, Black no se movió y mantuvo la mirada firmemente clavada en los
ojos de un hombre de raza negra flaco y de aspecto chiflado, mientras los autocomplacientes turistas y comensales que habían salido a cenar al
fresco se apartaban. El hombre detuvo el carrito delante de Black y le miró de forma iracunda y hostil, gritándole «hijo de puta» tres veces
seguidas.
Albert Black permaneció inmóvil, pero sintió cómo aquella terrible rabia volvía a convulsionarle por dentro, y se vio a sí mismo cogiendo un
tenedor de la mesa más próxima y clavándoselo en el ojo a aquel hombre. Hasta llegarle al cerebro.
Que esta cosa esté viva e impune cuando mi Marion ha desaparecido...
En lugar de hacer tal cosa, Albert Black enfocó a su vez a su agresor con una mirada de aversión tan concentrada y letal que logró atravesar
la capa de narcóticos y alcanzar el cerebro de aquel hombre. Articulando de forma pausada, Black pronunció la divisa latina de su antiguo
regimiento, los Scots Guards: «¡Nemo me impune lacessit!» Al captar el significado del lenguaje corporal y el tono del viejo soldado el
vagabundo agachó la cabeza: Nadie me agrede impunemente. Se apresuró a maniobrar el carrito alrededor de un inamovible Black, farfullando
maldiciones ininteligibles mientras se marchaba.
Aquella criatura inmunda, situada más allá del pecado, caminando por la Tierra del Señor sumido en su dolor de ser mortal; seguro que
librarle de aquel tormento habría sido el acto de un hombre justo...
Aterrorizado por sus reflexiones, Albert Black miró a su alrededor y dio media vuelta; volvió al News Café, donde se desplomó ante la mesa
que estaba junto a la acera y paseó la vista por Ocean Drive. Un joven se aproximó con aire amanerado.
«¿Qué le apetece tomar?», recitó.
«Agua...», respondió Black con voz entrecortada, como un hombre abandonado en un desierto.
«Avec gas, sans gas?»
¡Aquel ser se le estaba insinuando! ¡País de monstruos!
«Sin gas», carraspeó Black, que seguía alterado por la violencia de sus reflexiones. Enjugándose la nuca empapada con un pañuelo, se
puso a leer el periódico. Las noticias del Reino Unido eran que habían secuestrado a un niño en Sussex y que la policía sospechaba de un
pederasta. Aquello asqueó a Black, pero, claro, todas las noticias le asqueaban. Daba la impresión de que la maldad, la desidia y las conductas
degeneradas proliferaban por doquier. Recordó las históricas elecciones de 1979, cuando había votado por Thatcher pensando que el libre
mercado sería la forma de disciplinar a una clase obrera irresponsable y destructiva. Después se dio cuenta de que, con el capitalismo
consumista, ella y los de su ralea habían desencadenado una bola de demolición atea y amoral, un genio satánico que no había forma de volver a
meter dentro de la botella. Lejos de liberar al proletariado británico de la miseria y la ignorancia, lo hundió en una desesperación y una
inmoralidad sin precedentes. Las drogas fueron reemplazando a los empleos; Black había visto a la barriada y la escuela donde trabajaba
abandonar poco a poco y morir.
Ahora que la influencia tranquilizadora y moderadora de Marion había desaparecido, la cabeza se le llenó de oscuras ideas de violencia que
se había esforzado en reprimir toda su vida. Pensó en su familia, en la farsa que había sido todo.
Lo mejor sería que nos quitaran la vida: a mí, a William, a Darcy y al chico, para que pudiéramos unirnos a Marion y ahorrarnos más
dolores terrenales y traiciones.
¡No! ¡Esa idea ha sido débil y pecaminosa! ¡La idea de un monstruo!
Perdóname.
Devuélveme al gozo de Tu salvación y sostenme con Tu espíritu libre.
Así podré enseñar Tus caminos a los transgresores y los pecadores se convertirán.
Sentado ante la mesa, ajeno a la multitud, las reflexiones de Black se remontaron a gran velocidad a sus años de docencia, a aquella
desesperada guerra de desgaste con los demás profesores, con los comités de educación y, sobre todo, con los alumnos.
Qué batalla tan estéril e ingrata. Una vida echada a perder. Nadie que hubiera estudiado en aquel colegio había triunfado. Jamás.
Ni uno.
No, aquello no era del todo cierto. Uno de ellos sí lo había hecho. Black le había visto. En la televisión, en una ceremonia de entrega de
premios de música pop que había sintonizado por error. Se había quedado levantado, perdido, en el antiguo hogar familiar, cuando Marion
estaba en el hospital, viendo insulsamente la televisión. Estaba a punto de cambiar de canal, cuando reconoció instantáneamente a uno de sus
antiguos alumnos, que subió tambaleándose al escenario, visiblemente borracho, para recibir su premio. Conservaba aquella blancura
característica, casi albina. Farfulló una tontería ante un presentador nervioso, antes de abandonar la tribuna. Pocos días después Black volvió a
ver su imagen, esta vez en la portada de una revista: bobas paparruchas de música pop para imbéciles; a pesar de todo decidió comprarla. El
muchacho, ahora ya hecho un hombre, le contemplaba con la misma insolencia burlona de antaño. Y no obstante estaba tan orgulloso de su viejo
colegio que Black se sintió más bien encantado. Se alegró de ver que a un ex alumno le estaba yendo bien. El artículo hablaba de un single que
había grabado en compañía de una conocida cantante estadounidense, Kathryn Joyner, y que había llegado al número uno. Le sonaba ese
nombre, y se acordó de que a Marion le gustaba. El artículo seguía diciendo que el ex alumno trabajaba ahora con algunos artistas consagrados,
y había oído hablar de una de ellas en uno de los periódicos dominicales: una mujer superficial y manipuladora que había llevado una existencia
egoísta, decadente y pecaminosa hasta que supuestamente «descubrió a Dios».
¡Qué blasfemos y embusteros eran los norteamericanos! ¡Ningún hombre o mujer que haya pecado puede renacer en esta vida! El
pecado hay que sobrellevarlo, sufrirlo, combatirlo mediante la oración y entonces, el Día del Juicio, quizá nos encontremos con la bendita
misericordia del Señor. ¡Ningún papa, sacerdote o profeta, ningún mortal puede absolvernos!
Pero Albert Black volvió no obstante al hospital aquella noche lo bastante entusiasmado como para estar ansioso por contarle a Marion la
historia del ex alumno. Cuando llegó, se encontró con que habían apartado las cortinas de la cama. Una enfermera le vio. Su gesto le dijo todo lo
que tenía que saber. Marion había fallecido y él ni siquiera estaba allí. La enfermera le explicó que habían intentado llamarle, pero que no tenía
contestador. ¿No tenía teléfono móvil? Black no le hizo caso y, corriendo las cortinas, besó la frente todavía caliente de su esposa fallecida y rezó
una breve oración. Luego abandonó el pabellón y se metió en un servicio del hospital, donde se sentó y lloró como un loco, con una rabia
demencial y sufriendo abyectamente. Cuando un enfermero acudió a atenderle y llamó a la puerta, insistió en que se encontraba bien, se levantó y
tiró de la cadena, se lavó las manos y abrió la puerta antes de presentarse delante del joven. Después firmó los documentos de rigor y volvió a
casa para preparar el funeral.
Sin embargo, cuando llegó a casa algo indujo a Albert Black a terminar de leer el artículo de la revista musical y acabó furioso.
Sinceramente, debo decir que en el colegio no aprendí nada de mis maestros. Cero pelotero. Es más, a veces se esforzaban por
desalentarme. Yo sólo quería estudiar música..., te obligan a hacer toda esa mierda que no tiene sentido alguno..., cosas por las que no
tienes ningún interés y para las que no tienes ninguna aptitud. En el colegio nos trataban a todos como carne de fábrica. Y cuando las
fábricas cerraron, como carne de paro y de cursos de formación para desempleados. Los únicos profesores decentes que tuve fueron
los de lengua y arte. Fue la única vez que me trataron como a un ser humano. Hecha esa excepción, el colegio era un campo de
concentración dirigido por unos gilipollas débiles y estúpidos carentes de moral y sin putas agallas.
Black había esperado sentirse reafirmado leyendo el artículo, y en cambio en él sólo había encontrado desprecio. Recortó el desagradable
pasaje y lo guardó en la cartera. No importaba las veces que volviese a leerlo, nunca dejaba de enfurecerle. Allí, en un café abarrotado del sur de
Florida, a salvo de aquel calor agobiante, se sintió movido a volver a echarle un vistazo. Seguro que Ewart —así se llamaba— bromeaba; aquello
no era más que una de esas irónicas poses antiestablishment, tan queridas por esa clase de publicaciones, que solían ser propiedad de los
satánicos especuladores de las multinacionales de la comunicación. Black trató de hacer memoria febrilmente, y poco a poco los datos y fechas
comenzaron a encajar. Sin duda la adorada profesora de arte sería la ramera de Slaven, con su minifalda y su voz ronca, desconocedora de que
el único fundamento de su supuesta «popularidad» residía en las hormonas de los chicos. No, probablemente lo sabía de sobra.
Con una guarra desvergonzada como aquélla dando ejemplo en la plantilla, ¿cómo iban las chicas a hacer otra cosa que caer como
dominós, víctimas de los embarazos adolescentes?
Lo más probable era que el profesor de lengua fuese Crosby. Sentado en la sala de profesores, pontificando y agitando, sembrando la
discordia y el cinismo dondequiera que fuese.
Me vi las caras con ese trotskista unas cuantas veces..., un agitador.
Como el tal Carl Ewart. No pertenecía a la categoría de los violentos; más bien era un subversivo. Tenía la insidiosa habilidad de dar cuerda
a los alumnos de menos luces con su obstinada rebeldía. Estaba conchabado con aquel chiquito, recordó Albert Black, el que murió. Black había
asistido al funeral (una ceremonia civil de mal gusto en el crematorio) en representación del colegio. Un antiguo alumno había pasado a manos
del Señor. Su muerte habría pasado desapercibida y el colegio no hubiera estado representado en las exequias de no ser porque la señorita
Morton había mencionado en la sala de profesores que había oído que el chico que se había caído del puente George VI como consecuencia de
estúpidas travesuras cometidas en estado de embriaguez era alumno del colegio.
Black había investigado los detalles. Otro don nadie: un joven pobre y vago más. Y, sin embargo, ¿cómo pretendían que los jóvenes se
sintieran ligados al colegio y creyeran en él si nadie reconocía siquiera que aquel muchacho había sido uno de sus alumnos? El colegio había
defraudado a jóvenes como aquél —Galloway, recordó— y ellos a su vez habían defraudado al colegio. Eso era: autocomplacencia, desidia, falta
de fe, ausencia de criterio. Y todo se reducía a una sola cosa: laicismo.
Y ahora, sentado en el News Café en South Beach, Miami, completamente ajeno a la multitud, el cerebro de Albert Black, en el que iban
agolpándose las ideas, recordó dónde había visto el nombre de Carl Ewart en fecha aún más reciente. ¡Lo había visto en un gran póster que
estaba en el dormitorio del sótano de su nieto Billy! El gran logo estampado pareció echársele encima durante su breve visita al laberinto
subterráneo de la casa: N-SIGN.
Así era como se hacía llamar Carl Ewart: N-Sign. Por supuesto, Ewart no sabría que dicho apelativo se refería a Ensign Charles Ewart, un
gigantón escocés que fue uno de los héroes de la batalla de Waterloo y que capturó en solitario el estandarte de los franceses. No, sin duda se le
habría ocurrido al pasar por delante o tomar una copa dentro del mugriento establecimiento de la Milla Real que explotaba el nombre de aquel
valeroso soldado.
Carl Ewart. Millonario. Y era disc jockey. Eso significaba que ponía discos, cabe suponer que en una emisora de radio. ¿Cómo podía
alguien hacerse millonario pinchando los discos de otra gente? De pronto Black sintió la necesidad de saberlo. Pero en el artículo también decía
que Ewart hacía «remezclas» para otros artistas. Así se autodenominaba la gente que fabricaba aquella basura. Es de suponer que eso
significaba que aquellos «artistas» grababan sus creaciones, es decir, sus banales instrumentaciones, y que gente como Ewart reorganizaba el
material añadiéndole esos espantosos efectos de sonido y esa espantosa percusión que ahora se oían en todas partes. En el artículo, Ewart
pontificaba su obra calificándola de «revolucionaria.» Aquel estruendo machacón y monótono que se había vuelto omnipresente era todavía más
desagradable que los guitarrazos chirriantes y sonidos vocales que lo precedieron. Ése, en esencia, era todo el alcance de la revolución de
Ewart: tomar algo soez y repugnante y envilecerlo aún más. Y en Miami Beach Albert Black oía aquel estrépito impío en todas partes, desde los
patios de los hoteles boutique y los prohibitivos vehículos conducidos por exhibicionistas, hasta el dormitorio de su nieto. Cuando volviera a casa,
le preguntaría a Billy por Carl Ewart. Cuando menos, eso podría ayudarle a establecer alguna clase de diálogo con él.
Y Ewart había asistido al funeral del tal Galloway. ¿Con quién había asistido? Con Birrell, el boxeador, y con aquel otro cretino..., ¿cómo se
llamaba?... Lawson: el idiota que avergonzó al colegio cuando le detuvieron por hooliganismo. Lawson. Lo sacaron a rastras del estadio de
Easter Road con aquel otro bobalicón de nombre tan inapropiado, Martin Gentleman, y luego la policía le exhibió por la pista de atletismo para
que lo filmasen las cadenas de televisión de todo el país. El buen nombre del colegio quedó todavía más empañado al aparecer en la prensa.
Albert Black había sido testigo del incidente. Por suerte, a esas alturas Lawson ya había abandonado el colegio, pero cuando Black le pidió
explicaciones a Gentleman delante de la asamblea escolar, el enorme y simplón joven lanzó unos cuantos insultos desafiantes por la cloaca que
tenía por boca antes de marcharse del colegio de una vez por todas para unirse a Lawson en una vida de delincuencia y perversión. ¡Y adiós y
hasta nunca!
Lawson y su boca blasfema. Cambió las palabras «look ever to Jesus, he will follow you through» por «look ever to Jesus, he will follow
through»28 acompañándolas de ruidos estentóreos que simulaban flatulencias. Aquello se había difundido como un reguero de pólvora, de la
clase a la asamblea, obligando a Albert Black, pese a ser bastante purista en materia de salmos, a renunciar a uno de sus himnos favoritos.
Al levantarse con el vigor despreocupado de la juventud la rodilla del maestro de escuela jubilado chasqueó con su acostumbrada señal de
advertencia, y volvió a la tienda del News Café, donde hojeó algunas revistas hasta que encontró una llamada Mixmag. Dentro había una foto de
Ewart, cuyo pelo blanco como la leche empezaba a ralear. Tenía aspecto contemplativo, y sí, también inteligente. Estaba concentrado, pensativo y
reflexionando sobre la próxima conferencia de DJs en Miami.
¿Miami?
No podía ser. Pero las coincidencias extrañas existían. Billy, su nieto, era fan de Carl Ewart. A Black aquello le parecía de lo más ridículo. Su
nieto, su nieto estadounidense, ¡acólito de un payaso alborotador de una barriada del oeste de Edimburgo! Qué mundo tan extraño. Black
comprobó la fecha de la conferencia. ¡Ewart se encontraba en Miami ahora mismo!
Ewart. Aquí.
Black miró hacia el cielo. Seguía despejado y sus viejas carnes hormiguearon con un estremecimiento de anticipación. No se podía
descartar la posible intervención de la mano rectora del poder divino. Es más, no parecía haber otra explicación para una coincidencia tan
inverosímil. Casi de inmediato, Albert Black decidió asistir a la conferencia y hablar con Carl Ewart para pedirle —para pedirle no, para exigirle—
explicaciones por aquellos comentarios insultantes. Seguro que la escuela tenía que haberle proporcionado algo que le hubiera facilitado aquella
vida de éxito, por muy degradada que fuera. De repente, Black se sintió desesperado por averiguar dónde y cuándo iba a celebrarse la
conferencia. Imaginó que Ewart pronunciaría una alocución, como él mismo había hecho varias veces sobre el tema de la educación religiosa
(alocuciones que solían caer sobre oídos sordos y que iban acompañadas de cuchicheos burlones) en la conferencia anual del Instituto de
Educación de Escocia.
Tras regresar a su asiento, Black apuró su agua y pagó la cuenta, negándose a dejar propina. ¿Quién dejaría una propina por algo que había
proporcionado la munificencia de nuestro Señor?
«Que tenga un buen día», dijo el mozo con un mohín contrariado.
«Le agradezco sus buenos deseos», contestó Black con fría mojigatería, «aunque me habría impresionado más si hubiesen sido sinceros.»
El camarero se estremeció de indignación y estaba a punto de replicar cuando Black le miró a los ojos y añadió en tono amable, casi
compasivo: «La lengua bífida del comercio estadounidense no me impresiona, joven.»
Mientras se levantaba, daba media vuelta y se marchaba calle abajo con fría formalidad, el intenso calor le recordó a Black sus tiempos en
los Scots Guards. Pensó en el servicio activo que había realizado durante las extenuantes patrullas a pie en las junglas de Malasia, combatiendo
a los terroristas comunistas. El universo de un soldado se basaba en el orden y la disciplina. La guerra siempre había sido la salvación espiritual
de la clase trabajadora. En aquel escenario podía satisfacerse la necesidad imperiosa de emoción que contagia a todos los jóvenes que viven
una existencia vacía, y el esprit de corps resultante era capaz de construir naciones. Black pensó en su propio período de servicio en la jungla de
Malasia, aunque por desgracia había tenido lugar después de la guerra y quedó hasta cierto punto sin ser probado en comparación con su padre,
que regresó de la Segunda Guerra Mundial y el campo de prisioneros japonés fracasado como hombre y como soldado; destrozado, taciturno,
con los nervios a flor de piel y dado a la bebida. Había que ver lo mucho que nos hacía falta otra guerra de verdad, una guerra terrestre donde los
trabajadores de diferentes naciones pudiesen mirarse mutuamente al blanco de los ojos mientras libraban una lucha a muerte. Ahora, hasta eso
era un disparate, pues esa posibilidad había sido destruida por la tecnología fría y satánica de la industria armamentística. Ser achicharrado o
incinerado por explosivos o productos químicos lanzados desde una altura determinada por un programa de ordenador, y que un cobarde
accionase el resorte de la muerte a muchos kilómetros de distancia, no era una muerte digna de un hombre.
Atravesó la calle para acudir al Centro de Información Turística de Miami Beach, un edificio art déco que se encontraba en el lado de la calle
que correspondía a la playa de Ocean Drive. Black se acercó a la empleada, una mujer latinoamericana de mediana edad, y declaró: «Me
gustaría asistir a la Winter Music Conference.»
La mujer alzó un centímetro y medio sus pobladas cejas mientras miraba al anciano escocés: «Empieza mañana», confirmó.
«¿Dónde se celebra?»
La mujer entornó los ojos. Entonces algo pareció sosegarla y bajó la voz. «La WMC se celebra en muchos sitios diferentes. Creo que lo
mejor será que eche un vistazo a los folletos que se distribuyen por la calle.»
«Gracias por su atención», dijo Albert Black antes de abandonar el edificio sin que le hubieran aclarado nada y cruzar la calle mientras el
intenso tráfico pasaba ruidosamente de largo. Pero después de caminar durante un trecho sí vio a un hombre y una mujer jóvenes repartiendo
folletos, aunque sólo a los transeúntes de evidente aspecto juvenil. Cuando estaba a punto de armarse de valor para superar su reticencia y
abordarles, notó casualmente que algunos folletos habían sido arrojados al suelo sin ningún miramiento. Black recogió uno. Ahí estaba: N-SIGN.
Ewart iba a pronunciar su alocución en el Cameo de Washington Avenue. Esa misma noche. A partir de las diez. Albert Black decidió asistir.
Extrañamente reconfortado, se dirigió a casa atravesando Miami Beach y recorrió los pocos bloques de vertederos art déco que separaban el
océano Atlántico de Biscayne Bay.
4
«Hoo-laa», volvió a decir el insistente pequeñajo. Y otra vez. Ahora más fuerte. Su pobre madre estaba tan preocupada con el bebé que
incluso había renunciado a hacerle caso.
A Helena le daban miedo los niños de esa edad. Le recordaban su reciente aborto. ¿Cómo podían haber sido tan imbéciles? Sólo lo habían
hecho una vez, cuando se le agotó la receta, y poco después de tener la regla. Ella pensó que no pasaría nada. Era autoflagelarse y era idiota,
pero no podía ver a una criatura sin pensar en el paquete de tejido y líquidos que había expulsado de sus entrañas. En aquello en lo que se habría
convertido un instante estúpido y de descuido. Y tendría que decirle a él que se había ocupado de todo y que lo había resuelto. Tenía derecho a
saberlo. Él no era creyente y nunca habían hablado de tener hijos. Nunca habían hablado de otra cosa que no fuera pasarlo bien. Y nunca la
diversión le había parecido algo tan limitado, tan contraproducente y tan superficial como cuando entró en aquella clínica. Pero debería habérselo
dicho a él antes.
Los niños nos convertían en pecadores a todos, pensó, con independencia de si abortábamos, los criábamos o simplemente no les
hacíamos caso. Una podía coger un periódico y constatar las pruebas de un mundo hecho polvo que no podía arreglar ni mejorar: el mundo al que
una los había traído. Volvió a mirar al niño y sintió lástima por aquel pequeño cabroncete.
En un súbito arranque de sórdida compasión, le sonrió y le cuchicheó: «Algún día vas a estar muy cabreado con la boba de tu mamá por
haberte traído aquí, amigo.» Y todo porque era demasiado estúpida y perezosa para encontrar un puto curro y cuidar de sí misma.
El niño le sonrió ladinamente, como si la comprendiera. Ella decidió que le caía bien. «Hola», dijo un poco más alto antes de preguntarle:
«¿Cómo te llamas?», mientras la madre, con sus ojos de cordero degollado, se volvía y miraba a Helena con una expresión de gélida gratitud.
5
Albert Black ni siquiera estaba cerca de casa cuando volvió a escuchar el aplastante ritmo de aquella música. Estaba por todas partes. Salía
del sótano, donde residía, como una especie de cavernícola, el joven que le llamaba abuelo.
Billy.
Albert Black se acordaba de que cuando el muchacho era más pequeño y visitó Escocia, le llevó a los estadios de Easter Road y Tynecastle.
Black siempre había ido a ver jugar a los Hibs una semana y a los Hearts la siguiente. Edimburgo era su ciudad de adopción y apoyaba a sus dos
clubs, actitud que sabía que extrañaba a muchos en aquellos tiempos tan sectarios y tribales. Sus alumnos se reían de él, tanto los hinchas del
equipo granate como los del verde, unidos por el desdén.
¿Pero cómo se podía esperar que hubiera disciplina en las aulas? Destruyeron las oportunidades de empleo e inundaron la barriada de
drogas. Eso ya era lo bastante malo de por sí, ¡pero entonces prohibieron el tawse!29
Black se acordaba de la pulcra y bífida correa de cuero, y del miedo que infundía a muchos de los gamberros más vocingleros. De cómo sus
rostros insolentes se sumían en el silencio y enrojecían cuando los llamaba por sus nombres para que salieran, conscientes de que pronto sus
manos enrojecerían todavía más bajo sus ardientes latigazos. Aquel utensilio era tan indispensable para la buena docencia como la tiza.
Pero Billy podría informarle de la Winter Music Conference y N-Sign Ewart. Era algo que podían compartir. Bajó los escalones, antes de
vacilar ante la puerta del dormitorio de su nieto. Conocía el olor que salía de la habitación. Era marihuana. Comenzó a entrar en el colegio en el
preciso momento en que él se jubiló. La fumaban junto al anexo del campo de deportes. ¡Pues aquí no iba a ganar terreno! Black abrió la puerta
de un empujón.
«¡Eh...! ¡Abuelo, aquí no puedes entrar!»
Billy estaba tendido en la cama, con uno de esos «cigarrillos de la risa» en la mano. ¡Y aquella jovencita, la mexicana, estaba en cuclillas
delante de él, subiendo y bajando la cabeza entre sus piernas! Dejó de inmediato lo que estaba haciendo y se volvió hacia él, sonrojada y con una
expresión primaria y animal en la mirada.
«¿Qué cojones...?»
«¡Fuera de aquí!», le gritó Black mientras la señalaba despectivamente con el dedo.
«Eh, un momento», protestó Billy, «¡lárgate tú! ¡Éste es mi espacio, joder! ¡No es la Isla de Skye ni ninguna mierda de ésas!»
Black se mantuvo en sus trece. «¡Cállate!», exclamó fulminando a la chica con la mirada antes de añadir: «¡Y tú sal de aquí!»
La jovencita se puso en pie tambaleándose mientras Billy se subía sus pantalones cortos de lona verde y se abrochaba la cremallera. «Tú no
te muevas, Valda. Y tú», dijo volviéndose hacia Black, «¡viejo y asqueroso hijo de puta! ¡Vete a tomar por culo de mi cuarto!»
«¿Yo?..., ¿yo? ¿Asqueroso yo?»
Black experimentó toda la superioridad moral de un soldado indignado, pero vio de repente el rostro de Marion en su único nieto; le habían
engañado, ¡Satanás intentaba controlarle! Abandonó su actitud beligerante. Después, cuando sus ojos permanecieron fijos en los de Billy, un
recuerdo más oscuro y más vergonzoso le atravesó como un rayo, y dio media vuelta y se marchó de la habitación rezongando: «¡Pienso
contárselo a tus padres!»
«¡Que te den por el culo, puto pervertido!»
Black subió las escaleras con el corazón palpitante y abandonó la casa, dolido y avergonzado de que aquel joven, aquel desconocido, se
riera de él como un cretino de primer curso. Y qué ridículo debía de parecerles, un anciano con gafas, siempre citando la Biblia y hablando en un
idioma extraño y casi incomprensible. Era un hombre fuera de lugar y fuera de época. Siempre lo había sido, pero hubo un tiempo en que eso
casi parecía una virtud. ¡Ahora era objeto de ridículo en el nido de pecadores en el que se había convertido su propia familia!
Me equivoqué... ¡Perdóname, Señor!
Vuelve a mí y apiádate; otórgale Tu fuerza a Tu servidor y salva al hijo de Tu sierva.
Y por mi bien haz un milagro. Humillados verán mis enemigos que Tú, Señor, me has ayudado y consolado.
Con la rodilla bloqueada por la rapidez de su marcha, fue cojeando por el camino de entrada hasta llegar a la calle. La temperatura había
subido y descubrió que era el único peatón en kilómetros a la redonda según iba recorriendo las exuberantes avenidas rumbo a Miami Beach, y
sintiéndose afortunado de poder mezclarse con las multitudes de Lincoln Avenue. Le abrumó pensar en su familia. Su hija, Christine, estaba en
Australia. Nunca se había casado. Siempre había compartido pisos con otras mujeres. ¿Qué clase de mujer era? ¿Quiénes eran? ¿Qué clase de
padre había sido él?
¿Qué soy yo? Un tirano. Un maltratador. La que les dio todas las cosas buenas, la elegancia, la humildad, fue Marion. Yo lo único que les
aporté fue, en el mejor de los casos, mi sombría devoción. ¡No es de extrañar que intentaran alejarse de mí todo lo posible.
Albert Black también lo intentaba. Apenas era consciente de haber vuelto sobre sus pasos hasta regresar a Ocean Drive. Recobrando la
compostura, encontró un café, se sentó y volvió a pedir agua. Mientras sorbía el refrescante y balsámico líquido, oyó un acento, una voz patria. Le
heló hasta el tuétano.
6
«¡Mira qué putas tetas!», suelto yo mientras le doy un empujón con el codo a Pelopaja, porque acaba de pasar una jaca que te cagas. «¡A
esa puta vieja le daba yo un meneo que no veas, cabrón!»
¿Sabes cuando estás de resaca pero salido, y todas las ideas sórdidas del pedo de anoche siguen dándote vueltas dentro del organismo?
Pues así voy yo, pero a tope. Eso sí, ¡tampoco es que me haga falta estar de resaca! Pero anoche en el avión íbamos bolingas y luego nos fuimos
directamente de pedo; cócteles y toda la puta pesca, en los bares esos de los hoteles pijos. No hay nada mejor.
«¿Dónde andabas tú cuando la corrección política barría el planeta, Terry?»
«Tirándome a sucias zorras y evitando a putos capullos Jambos», le contesto.
Pelopaja pone los ojos en blanco. «Hay que adaptarse a los tiempos, Terry. Deja de librar viejas batallas del pasado», dice con una sonrisa.
«Sí, ya.»
Joder, aquí hay chochitos por todas partes; es como si en la puerta de todos y cada uno de los garitos pijos de Ocean Drive hubiera tías
buenas, todas echándote el ojo y pidiendo que entres en su cueva de perdición. Claro que a Pelopaja le importa un carajo. Él tiene a Helena, su
piba, o debería decir su prometida, que llega de Australia por la mañana. Para mí sería un aliciente más para intentar metérsela hasta las pelotas
a alguna zorrilla esta noche antes de atar el nudo nupcial, porque después pasará mucho tiempo hasta que vuelva a ver otro coño. ¡Yo ahí no me
veo! Yo soy más tipo George Clooney: un playboy gallardo con un fino aire de sofisticación urbana al que le gusta prodigarse un poco. En fin, hay
que hacerlo, ¿no? Es la sal de la vida. «Para un momento, Carl», le digo a Pelopaja, «a ésta se le cae la baba», digo al ver a una monada
luciendo una gran sonrisa y enseñándome un menú laminado.
«Terry», dice Pelopaja, «está currando. Trabajo emocional. No quiere decir que le moles. No deberías personalizar esas cosas.»
«Eso ya lo sé, Ewart, pero en la mirada de esa pequeña hay algo que sí es personal», le explico. En materia de chochitos a mí no me da
lecciones nadie; me las sé todas. Así que me acerco a ella a toda máquina. «Hoy ya he papeao bastante», le digo, «y la verdad es que me estoy
poniendo un poco fondón y tal», digo dándome una palmadita en la barriga... Pues sí, estamos volviendo a echar un poco de tripa, pero a ella eso
no le interesa; de lo que quiere oír hablar es de lo que quieren oír hablar todas las tías buenas: de sí mismas. «Eso sí, los yanquis tenéis un saque
tremendo», le digo. «Pero tú no, tienes un tipo estupendo.»
Voy y me preparo por si hay algún indicio de mosqueo, pero ella se lleva la mano al pelo. «Jo, gracias..., ¿de dónde es usted?»
En mi reglamento eso quiere decir que empieza el partido. «Edimburgo, Escocia. Hemos venido por el WMC, y tal», le suelto. A ésta me la
cepillo: hasta las pelotas y hasta dejarla en carne viva. Me vuelvo hacia Pelopaja. «Vamos a tomarnos una aquí, cabrón.»
«Tengo que volver al hotel», me dice, sacudiendo la cabeza con careto de seriedad.
Gilipollas. Cuando está de ese humor a este cabrón no se le puede decir nada, y vale, el viaje lo ha pagado él, así que me vuelvo hacia la
chica y pongo carita triste. «Oye, muñeca, tengo que ocuparme de aquí mi cliente. Es lo que tiene ser mánager de la industria del entretenimiento.
Nosotros trabajamos cuando los demás estáis de marcha. Pero», añado, asomándome a las profundidades de sus ojitos negros, «también
sabemos compensar. ¿A qué hora terminas esta noche? Me gustaría llevarte a tomar una copita.»
Me echa una de esas miradas dudosas y comedidas. «No sé, es que tengo novio...»
«¡Eh! No te preocupes por el rollo novio», le suelto. «Tú hablas guiri. Sólo voy a estar en la ciudad unos días por lo de la conferencia de DJs.»
«¿De verdad estás metido en el negocio de la música dance?»
«Ya lo creo. Algunos de los nombres más grandes del ramo los llevo yo. Y esta noche tú estás en la lista de VIPs del Cameo», le digo, antes
de añadir: «Seguro que eres actriz. El físico lo tienes.»
«¡Jo, gracias! Estoy intentando entrar en el mundo de la moda, pero también me gustaría estudiar interpretación.»
«¡Lo sabía! Será ese sexto sentido que acabas desarrollando en este negocio, pero es que me dabas esa vibración. En fin, allí habrá un
montón de peña de la industria del cine; si lo sabré yo, que tengo los contactos. Pégate a mí y se te abrirán todas las puertas. Garantizado.
Kathryn Joyner es amiga mía», le digo. Me está echando una mirada calculadora cuando de repente me vuelvo hacia Ewart y le suelto: «Éste es
N-Sign, el DJ. ¿Lo conoces?»
«Guau, ¿de verdad eres N-Sign?»
Para los dos es una grata sorpresa que la piba le conozca. «Sí», dice Ewart, todo avergonzado, sin saber dónde meterse, como una nenaza.
Nunca pensé que llegaría el día en que Juice Terry recurriría a la reputación de Pelopaja para poder mojar. «¡Sí! ¡Yo soy su mánager! Me
llamo Terry, Juice Terry. N-Sign Ewart», digo señalando a Pelopaja. «La pondremos en la lista, ¿eh, Carl?»
Ewart asiente y sonríe.
«Guay. Yo me llamo Brandi...»
«Qué nombre más guapo», suelto yo mientras pienso que si la madre de ésta no fue stripper, yo me voy a la tribuna Este de Easter Road
vestido con un top Jambo con medias y liguero y le doy un beso a la puta insignia y todo, ¡coño!
En ese momento veo que se proyecta una puta sombra enorme y cuando levanto la vista veo a un pedazo de maricón esculpido a base de
esteroides y años de tediosa abnegación en el gimnasio. Da unas zancadas que parece el puto Clint Eastwood.
«¿Algún problema, Brandi?»
«No, Gustave, no pasa nada...», le dice al tío mientras yo casi me meo de la risa y el pibón de Brandi se vuelve de nuevo hacia mí. «Vale,
esta noche sería estupendo. ¿Te veo aquí fuera a las diez?»
«Cuando den las diez aquí estaré», digo mirando al cara de almorrana de Gustave con una sonrisita malvada. «Tú también puedes venir...,
cariño.»
Gustave hace un mohín de niña grande, pero no da otro paso al frente, porque como lo haga le voy a patear las pelotas con un cuarenta y
cuatro hasta cansarme. Eso sí, con todos los esteroides que se mete, no quedará gran cosa donde apuntar así que a lo mejor me veo obligado a
sacudirle un cabezazo. Así que le sostengo la mirada hasta que los ojos se le ponen llorosos y se va a tomar por culo, antes de confirmar mi cita
con Brandi y marcharme en compañía de Carl. «A la Brandi esta me la tiro. Como lo oyes.»
Pelopaja me mira y me suelta: «Tengo que reconocer, Terry, que no tienes la menor vergüenza. Entras a saco y a veces te llevas el balón.»
«Hay que hacerlo, tío», le digo. «Es la sal de la vida.»
«¡Pero Brandi, Lawson! Joder, desde luego lo tuyo es nivel Hibs. Ya te vale, mánager de la industria del entretenimiento. Me muero de ganas
de ver la cara que pone cuando descubra que no eres más que un buhonero vagabundo que rueda pelis guarras con fetos.»
«Cierra el pico, puto caracoño Yam.30 Yo ya estaría cobrando la pensión antes de que tú le entraras a saco a una.»
«No me interesan las demás mujeres», me suelta en tono arrogante.
«Ya, vale, pues no esperes que te ponga ninguna medalla en el pecho», le digo al cabrón. Algunos capullos altaneros olvidan la regla dorada:
una polla tiesa no tiene conciencia.
7
Albert Black, que había presenciado la escena a su pesar desde su asiento en una mesa adyacente, se identificó con la rabia y la
perplejidad del portero. Se había sentido inducido a bajarse el panamá sobre los ojos cuando Carl Ewart, avergonzado ante el zafio
comportamiento de Lawson, echó una mirada a su alrededor. ¿ Por qué seguía siendo amigo de aquel necio alguien famoso y con éxito como
Ewart?
Tras saldar apresuradamente la cuenta, Black siguió sigilosamente a Lawson y a Ewart entre la multitud, hasta que llegaron a una boutique
de aspecto elegante que estaba un par de manzanas más allá, en Ocean Drive. Mientras desaparecían dentro del vestíbulo, el maestro jubilado
experimentó un acceso de euforia, una estrafalaria sensación de estar haciendo lo correcto. Intentó decirse a sí mismo que lamentablemente
estaba siguiendo la pista de dos zascandiles de su vieja escuela: el agitador insatisfecho y el matón promiscuo. Pero aun así la carga de
emoción no le abandonaba.
Lawson no tenía arreglo, no tenía nada que ofrecer a nadie más que problemas. Pero Ewart..., ¿qué papel había desempeñado en su
evolución el colegio, el sistema educativo escocés?
Albert Black decidió que tenía que encararse con Carl Ewart y pedirle cuentas por las declaraciones que había hecho a aquella porquería de
revistas musicales. ¡Declaraciones que influían sobre la gente joven que las leía! Black estaba trazando un paralelismo entre un aula de instituto
de segunda enseñanza del oeste de Edimburgo, hacía casi treinta años, y una joven hispana haciéndole una felación a su único nieto en Miami
Beach.
Esta noche Carl Ewart va a hablar en el tal Cameo. ¡Pues Albert Black también lo hará!
Pero ahora había llegado el momento de ir a hacer las paces con su familia. Le revolvía las entrañas pensar en el pecado que con tanta
naturalidad habían cometido Billy y la guarra de su novia. En fin, no podía hacer otra cosa salvo rezar por ambos.
Aborrece al pecado y compadece al pecador.
8
Yo podría soportar este puto calor todo el año, ¿eh? En Escocia habría mucha peña que se quejaría que te cagas y diría: jo, hace demasiado
calor. Preferirían que se les congelaran las putas pelotas antes que disfrutar de esto. Que les den. Así que mientras volvemos al hotel le cuento a
Pelopaja todo lo que Escocia tiene de malo. Como él no para de ir de Londres a Sidney y a sitios como éste, nunca tiene ocasión de ponerse al
día con lo que está pasando en el mundo real. Por supuesto, cuando estás en un sitio como éste, todo se ve más claro: piensas en casa desde
fuera. «Escocia es demasiado conservadora, coño», le digo al capullo. «Así es como funcionan allí las cosas: a los que mueven las cosas no se
les deja levantar cabeza para que se vayan a tomar por culo y les dejen el sitio a los sosos. Hasta yo estoy casi hasta más allá de la coronilla de
esa pocilga de mala muerte, tío.»
«¿En serio?»
«Pues claro. Un tipo de mi talento tenía que acabar en el Nuevo Mundo. A Escocia que le den.»
«Pues sí que va a quedar la cosa fatal por allí: la producción de porno gonzo de Wester Hailes acabará estancándose. Me sorprende que
Alec Salmond y Gordon Brown no se hayan visto obligados a intervenir.»
«¿Intervenir? ¿En Escocia? Sí, hombre, que te lo has creído.»
«Deja de poner a Escocia a parir, Terry. No quiero oírte más», me suelta. «A Escocia no le pasa nada», arguye.
Ya, Escocia siempre tiene mejor pinta desde una isla del Caribe o un hotel boutique de Miami o un piso con vistas al puerto de Sidney. «¡A
Escocia le pasa de todo!»
«¿Concretamente?»
«Pues, por ejemplo, la industria nacional: el whisky. Escribí a algunos de los grandes —Grouse, Dewar’s, Bell’s— y les dije: ¿qué tal unos
alcopops31 de whisky? ¿Os vais a quedar ahí sentados mientras los rusos hacen lo que les da la gana con el puto vodka? A ver, entre la
generación alcopop el whisky con limonada o el whisky con cocacola serían un éxito garantizado. Pero no, no hacen más que contestar con cartas
estiradas que no paran de hablar de “tradición” y toda esa mierda. ¿Y del puto derecho a elegir qué? A los cabrones de Smirnoff no los verás
dando largas y lloriqueando con el rollo de la tradición.»
«¿Y qué?»
«Que dentro de veinte años», le digo cuando llegamos al hotel y le guiño el ojo al portero, «los de la peña de la industria del whisky estarán
jodidos. Ya verás cuando su mercado de abuelos esté criando malvas. Se deben pensar que la visión es eso que te dan en la óptica. La visión no
es eso que te dan en la óptica. Éstos no te valen de nada», digo señalándome el globo ocular, «si no usas ésta», digo tocándome la pelota.
Carl quería echar una cabezadita por lo del jet-lag y porque ayer estuvimos de pedo, pero veo a unos cuantos DJs de Chicago en el bar; son
los que me presentó anoche. «Ahí están tus amiguetes», le digo, «los negros esos. Vamos a acercarnos a saludarles.»
«Terry, yo tengo que acostarme un rato. Ayer nos pasamos un montón y esta noche tengo bolo, acuérdate.»
«A la mierda», le digo al muy capullo, porque parece que los tíos se lo están pasando bien. «¿Qué coño ha sido de N-Sign, el que no paraba
de pegarle nunca a la priva? Mariquita. Peso pluma de mierda. Ese grupo de septics32 negros están de marcha, como está mandado. Venga,
sólo una. ¡No cuesta nada ser amable!»
Sé que llamar peso pluma a Ewart es como enseñarle un trapo rojo a un toro, así que muy pronto la priva va que vuela otra vez, y encima
margaritas..., joder, cabrón, podría llegar a acostumbrarme a esto... y, entretanto, discuto de deporte con un tío alto que se llama Lucas.
«Reconócelo, colega: el baloncesto es un juego de maricones.»
«¡Quééé cojones...!», salta el tío.
«El Michael Jordan ese es un mariconazo que te cagas, todos los que practican ese deporte tienen que...»
«Y una mierda, tío, estás hablando con el culo. Es el deporte de la gente del gueto, allí todo el mundo tira a canasta, todas las manzanas de
todos los barrios tienen su cancha, tío...»
«Está bien», reconozco ante el capullo este, «pero América es así: no tenéis ni idea de deportes.»
«Terry, tío, ¿qué cojones estás diciendo?»
«Vale», le explico al capullo este, «cojamos el béisbol, la World Series esa. Dos putos países, vosotros y Canadá. Ahora compáralo con el
deporte del pueblo, el fútbol, al que se juega en todas partes, en el globo entero; por eso se llama la Copa del Mundo. No se puede negar.»
Otro tipo, uno al que llaman Royce, está que se mea de la risa y sacudiendo la cabeza. «Japón, República Dominicana, Cuba...»
Entonces el grandullón de Lucas suelta: «Pero al baloncesto también se juega en todo el mundo, tío, y en baloncesto nosotros nos lo
comemos todo.»
«Porque es un juego de bujarrones», les corrijo, y me vuelvo hacia Carl, pero Pelopaja no me apoya; el capullo me ha vuelto la espalda y ha
reanudado su discusión con un DJ llamado Headstone; están hablando de sus influencias de cuando iban al colegio, todos los DJs aquellos,
quién era el hijo de puta que más molaba, el más cabrón de todos y toda esas chorradas yanquis. Así que yo me limito a soltarle: «Yo te diré
quién era el mayor hijo de puta de la vieja escuela.»
«Debes de estar hablando de Frankie Knuckles», suelta Headstone, y Lucas asiente con la cabeza en señal de confirmación.
«No, tío, eso será en Chicago. En Edimburgo, el peor cabronazo de cuando íbamos al colegio era Blackie, ¿no, Carl?»
«Sí.» Carl pone cara de póquer, pero le asoma una sonrisita a los labios. «Aquel tío sí que era cabrón.»
Lucas se pone meditabundo y luego deja caer un par de nombre de DJs más. Pero yo voy a seguir con lo que estábamos. «Cuando nosotros
íbamos al colegio, ¿quién jugaba al baloncesto? ¿Carl?» Sigue sin querer saber nada, pero me da igual. Me limito a volverme de nuevo hacia el
grandullón de Lucas. «Las putas nenas, sólo que ellas lo llamaban netball. Nosotros pateábamos el puto balón, y sólo las niñas lo cogían con las
manos, lo hacían botar contra el suelo y lo lanzaban», le explico, doblando la muñeca con un gesto como de lanzamiento. «Huy, qué bonito, he
tirado la pelotita a la red», le suelto al tío con un deje amanerado. «Es un juego de bujarrones de tapadillo, colega. No se puede negar.»
Ahora, hay que reconocer que los muchachos estos de Chicago saben encajar con buen humor, ¿eh?
Entonces Carl, que ha estado bostezando como un peso pluma, da media vuelta y suelta: «Me voy arriba a dormir un poco, antes de que
llegue Helena.»
«Vale, yo también», me avengo, porque estoy empezando a notar el trasnoche y el jet-lag cosa mala, y luego hay que follar; una piba nueva a
la que hay que reclutar para el Club Lawson. «Nos vemos luego, chicos», y levantaron las palmas para chocarlas en alto, así que decido que vale,
que no cuesta nada ser amable, ¿no? Así que subimos las escaleras, mientras le digo a Pelopaja: «Esos tíos son legales. Se puede bromear con
ellos, y saben que les estás vacilando, pero no se mosquean, como otros.»
«Seguro que es porque no han entendido una puta palabra de lo que decías.»
«¿Y tú cómo sabes que no han entendido una puta palabra de lo que he dicho? ¿Desde cuándo eres experto en negros americanos, Ewart?
¡Un Jambo con pretensiones cosmopolitas, coño! ¡Ésa sí que es para reírse y no parar!»
«Puede que no lo sea, pero más que tú sí. Yo paso mucho tiempo con esos chicos. Y todo hay que decirlo, Terry: han estado mucho más
dignos que tú.»
«¿Dignidad? ¡Que le den a la dignidad! La dignidad es cosa de maricones», le digo al cabrón. «Yo lo que quiero es pasármelo bien, y para
hacer eso hay que ensuciarse las manos. A otra parte con esa mierda, Ewart. Cambiemos de tema si no le importa, señor DJ, porque esa
canción no la ponemos en Club Lawson.»
«Está bien», suelta Carl, bostezando y abriendo la puerta de su puta suite, mucho más grande que la mía, por cierto. Vale, la ha pagado él y
su prometida está al caer, pero yo tengo grandes planes de folleteo, y en una cama extragrande caben más chochitos que en una cama de
matrimonio normal. «Nos vemos luego, Tez.»
«Eso, nos volvemos a juntar después de cuarenta pajas. Felices sueños», le suelto, porque Pelopaja es un tío de lo más legal por sacarme
un billete y traerme a Miami. Pues sí, será agradable irse al catre. ¡Igual hasta consigo tener unos felices sueños con el pibón ese de Brandi a la
que me voy a cepillar luego, carajo!
9
En realidad aquello no iba a funcionar nunca; se estaban engañando a sí mismos. Ella siempre volando desde el piso de Sidney a
Wellington, sólo por estar más cerca de su madre. Desde la enfermedad y la muerte de su padre, la necesitaba e iba a necesitarla hasta que lo
superara. ¿Y de verdad lograría superarlo alguna vez?
Carl se iba a Londres la mayor parte del tiempo, y luego a Edimburgo a ver a su madre, entre viajes por todo el mundo con aquella caja de
discos. Cómo había llegado a detestar aquella reluciente caja metálica, a aborrecer verle llenarla mientras seleccionaba cuidadosamente los
temas de sus estantes, que ocupaban una habitación entera.
Las cosas les habían ido muy bien, pero aquello no podía durar. Eran incapaces de hacer los sacrificios necesarios para poder estar juntos,
de tener el grado de entrega y de compromiso que les permitiera ir más allá de una relación a distancia condenada al fracaso. Obsequiarle un
anillo había sido un gesto romántico sin contenido, un triunfo de la esperanza sobre las expectativas reales. Nunca habían debatido ni negociado
alternativas al insostenible statu quo actual. Él acabaría conociendo a alguien en alguno de sus continuos desplazamientos.
Tenía que decirle cara a cara que quería acabar con la relación. Del mismo modo que debía contarle lo del embarazo y su decisión de
ponerle fin. Pero ¿era ella capaz de hacer cualquiera de las dos cosas? Echó una mirada al anillo de compromiso y pensó en guardarlo en el
monedero. Pero no se sentía capaz de quitárselo.
10
Mientras volvía a casa a pie, Albert Black buscó consuelo rememorando su papel de toda una vida como predicador cristiano. Pero el
recuerdo se le agrió cuando se acordó de su amarga lucha con las autoridades del Ministerio de Educación. Un escándalo y una rebelión de la
plantilla contra su disciplina y sus métodos. Bajo aquel sol ardiente e implacable, reflexionó acerca del respeto cada vez mayor que sentía por el
islam. Ellos no se andaban con rodeos cuando se trataba de adoradores de Satanás; en el mundo cristiano habíamos perdido el fervor por las
cruzadas, y tolerábamos e incluso consentíamos a los blasfemos. De pronto pensó en Terry Lawson.
Con la boca rebosante de maldiciones, engaños y falsedades, y bajo la lengua maldades y vanidad.
Cuando Black llegó a casa, se sorprendió de ver a su nieto sentado con aquella desvergonzada Jezabel, ¡y al parecer sus propios padres
aprobaban su pecado! ¡Parecía a todas luces una escena familiar normal y agradable!
«Hola, papá», le saludó William Black.
Albert asintió de manera cortante; su hijo, que se levantó del asiento y le indicó que se acercara, le escoltó hasta el invernadero antes de salir
con él al jardín. «Por lo que me han dicho, hace un rato se ha producido una situación un tanto violenta.»
«Así que estabas al tanto del pecado que tenía lugar bajo tu propio techo. En fin, al menos ha habido cierto arrepentimiento. Satanás ha...»
William levantó una mano para silenciar a su padre. Albert se fijó en la expresión de indignación de su hijo. «Mira, papá, Billy y Valda son
chicos sensatos y maduros. Llevan dieciocho meses saliendo juntos, y su relación es seria. Hacen lo que la gente joven enamorada ha hecho
siempre y no te corresponde a ti ni a nadie más inmiscuirse.»
«Ya veo.»
«¿Y qué es exactamente lo que ves, papá?», preguntó William en tono desafiante. «De verdad, tengo mis dudas.»
Albert Black se irritó y lanzó una mirada fulminante a su hijo. Era una vieja expresión que de niño nunca dejó de impresionar a William. Pero
su hijo había dejado de ser un niño, y acogió la mirada de su padre sin alterarse y con una sacudida lenta y despectiva de la cabeza que
reconocía lo triste que era aquel jueguecito. Black se sentía humillado y oyó cómo su voz iba subiendo de tono hasta alcanzar un tono agudo y
recalcitrante: «¡Ya veo que llevabas mucho tiempo deseando soltarme un discurso como éste!»
«Pues sí, así es, y fue un error no hacerlo antes», dijo William. Su voz subió una octava y en su mirada había tanto ira como desprecio. «Y
antes de que vuelvas a decirme que “no tengo agallas” o que soy un cobarde, como solías hacer cuando vivía en casa, déjame decirte que si me
callaba era por mamá. Todas tus tonterías...», dijo, sacudiendo la cabeza de nuevo, «... no eran más que chorradas victorianas y fascistas. Sólo
me crearon dificultades, papá, y me avergonzaron un huevo», dijo, ahora con acento estadounidense.
Black se quedó mirando a su hijo, incapaz de responder. Y se dio cuenta de que William no mentía. Hacía mucho que había dejado de temer
a su padre, y sólo había mostrado deferencia por respeto a los sentimientos de Marion. Ahora que ella ya no estaba, no hacía falta continuar con
la farsa. Su mujer había protegido a Albert Black del deprecio de su hijo; el muchacho se había contenido y había conservado lo que quedaba de
la unidad de su familia sólo por ella.
«Lo creas o no, sigo considerándome un cristiano, y creo que debo ser de los de verdad, ya que tú hiciste todo lo que estaba en tu mano
para quitarme las ganas de serlo.»
«Lo hice lo mejor que pude», dijo Black con voz jadeante y en un tono agudo y santurrón. «Puse comida sobre la mesa, puse el dinero para
comprarte ropa y pagué tus estudios...»
«Es cierto, lo hiciste, y te estoy agradecido. Pero nunca me diste la oportunidad de ser yo mismo y cometer mis propios errores. Eso no lo
querías. Querías que fuera un clon tuyo, y que Chrissy lo fuera de mamá.»
«¿Y qué tiene de malo ser como tu madre?»
«Nada en absoluto, pero no lo es.»
«Si encontrara a un hombre adecuado y sentara la cabeza...»
«¡Es lesbiana, papá! ¡Abre los ojos!»
William se marchó sacudiendo la cabeza y dejando a su estupefacto padre reflexionar sobre sus palabras y sufrir mientras el sol se ponía
tras los lejanos rascacielos del centro de Miami.
Christine...
A esto le siguió un intervalo prolongado durante el que Black se limitó a permanecer en el sitio aguantando el dolor de su rodilla mientras
contemplaba la bahía. Después oyó cómo una voz conciliadora decía a sus espaldas: «Entra y come algo, abuelo.»
Se volvió y vio a Billy en el marco de la puerta que daba al jardín. Llevaba puesto el panamá que había estado utilizando Black. Se dio cuenta
de que el que le habían dado no pertenecía a su hijo, sino a su nieto.
«Preferiría no hacerlo», respondió Black con desdén, dolorosamente consciente de una regresión poco edificante hacia la infancia, pero
incapaz de atravesar el velo de mezquindad que le envolvía.
«Estoy seguro de que ahí dentro en alguna parte hay un cómico, pero cuando quieres, eres un gilipollas de mucho cuidado», dijo Billy.
La rabia se fue apoderando de Black, que se acercó con ademán amenazador al joven, deteniéndose sólo cuando William salió al porche y
se interpuso entre los dos.
«Jamás levantes la mano contra mi hijo, papá. No lo toleraré.»
Humillado hasta lo indecible por aquella declaración, Albert Black apartó a dos generaciones de su descendencia y se fue a su habitación.
11
Mecagüenlaputa, no podía creérmelo cuando vi a la piba septic de Brandi esperándome en el Cleveland. Me había hecho una buena paja
antes de salir; tengo que hacerlo porque a veces me pongo demasiado pulpo y acabo quedando como un capullo con la tía; de nada sirve
espantar a los chochitos antes de firmar el trato, sellarlo y hacer la entrega. Ahora, eso sí, cuando vi esas patorras en esa falda plisada, noté
cómo el viejo depósito de leche se llenaba a tope otra vez. Joder: más vale salvaje que sumisa, es lo que siempre digo yo.
Así que nos acomodamos, pedimos un cóctel y nos ponemos a charlar. La raja sin parar, y son todo chorradas insoportables sobre curros
mierderos como modelo, promociones de toda clase de perfumes baratos en centros comerciales y tal, pero la vida me ha enseñado que si luego
quieres correr las cortinillas de carne esas, tienes que darle a los chochitos un poco de tiempo en antena y hacer como que te interesan sus
obsesiones (ellas). Eso es: hay que comerse unos cuantos directos de nena para poder asestar un crochet asesino.
Así que al cabo de un rato le propongo ir hasta el club dando un paseíto; así lo hacemos, pero el primer cabrón que vemos es el grandullón, el
tal Lucas.
«¡Juice T, tronco!», me grita, dándome la gran bienvenida. Un tío legal, el Lucas este. A mí me importa un carajo el color de piel de la peña; lo
que cuenta es si sacan la cartera o no, y el cabrón este no se cortó un pelo en lo tocante a irnos para la barra. La piba también se ha quedado
muy impresionada, se nota. Lucas debe de estar cotizado en el mundillo del hip-hop; eso sí, a mí toda la mierda esa me suena igual.
Pero me gusta el mote este de Juice T, ¿eh? A eso es a lo que va a tener que acostumbrarse la peña del Gauntlet, del Busy y del Silver
Wing. ¡Mecagüen, con este pelo rizado, este pollón y mi sentido natural del ritmo, soy más negro que cualquier capullo de color de esta puta
ciudad!
Cuando Lucas choca los cinco en alto y le da a Brandi un beso caballeroso en la mejilla antes de pirarse, ella va y suelta: «¡Guau! ¿De
verdad era ese Lucas P?»
«Claro que sí. Es un tío estupendo, uno de mis mejores colegas.»
Brandi me mira como si acabase de tocarle el gordo. Así es, pero no de la forma que ella se cree. Mientras avistamos las luces del Cameo,
se vuelve hacia mí y dice: «¿Te apetece meterte un X?»
Por un instante me pregunto de qué va antes de darme cuenta de que seguramente se refiere a éxtasis. «¿No llevarás algo de farlopa?», le
pregunto. «Con lo otro me convierto en un mariconazo sobón. Eso sí, me gusta ver a las tías puestas de éxtasis.»
«No, pero éstos son estupendos. Podemos pillar algo de coca más tarde.»
Así que pensé: al carajo, me la meteré, y me echo al coleto la pastilla que me pasa. No quiero ser un aguafiestas, y menos cuando hay
chochitos con ganas de marcha de por medio. Además, nadie de aquí va a entrar en el Busy Bee, el Gauntlet o el Silver Wing y a decir: «¡Eh,
Lawson, te vi hasta el culo de éxtasis en Miami Beach y haciendo el mamón en lugar de meterte rayas con los muchachos!»
Pero cuando estés en Roma, ya sabes. Yo es que soy así: ¡cosmopolita que te cagas, cabrón! En lugar de ir directamente hacia la pista de
baile, nos encaminamos a un sitio guay que se llama el Club Deuce de Mac a tomar una cerveza, sólo para esperar un poco y dejar que nos
suban las pastillas. Antes de media hora, voy puestísimo. En fin, cabrones, yo estoy acostumbrado a éxtasis que te puedes comer toda la noche
como si fueran caramelos y seguir odiando a toda la peña que hay en el local mientras la música de mierda esa te sigue tocando los huevos. Y a
una coca de la que puedes meterte un par de gramos y todavía zamparte un fish ‘n’ chips de camino a casa y echar la mejor cabezadita de tu puta
vida. Así que voy pensando: si las pastillas son así, ¡cómo estará la puta farlopa, coño!
12
Un par de horas más tarde, mientras salía sigilosamente de su habitación, Albert Black fue interceptado por William y Darcy cuando llegaba
a la puerta con intención de marcharse sin que nadie se diera cuenta.
«¿Adónde vas a estas horas, papá?»
«Fuera», dijo Black. Se sentía como un adolescente resentido. Estaban muy cerca de él, ocupando con sus cuerpos el estrecho espacio
entre el pilar de mármol y la puerta.
«Pero si no has comido nada», dijo Darcy con incredulidad y los ojos como platos, lo que pareció quitarle una década de golpe.
«Estoy perfectamente, sólo voy a dar un paseo.» Black notó que sus rasgos se contraían hasta llegar a un punto de insulto concentrado.
William avanzó lentamente, con expresión afligida y de niño, lo que recordó a Albert Black la vez que su hijo pequeño pisó una medusa en
aquella lúgubre playa de guijarros cerca de Thurso. Fue a tocar el hombro de su enfurruñado padre, pero se echó atrás.
«Papá..., sé que antes he perdido los estribos, y a lo mejor he estado un poco..., en fin, sé que las cosas eran distintas cuando tú eras
joven...»
¡Sí, y es una pena!
«... y que sólo querías lo mejor...»
«Por favor», dijo Albert Black mientras sacudía lacónicamente la cabeza, «creo que ya se ha dicho más que suficiente. Volveré luego», dijo,
mirando a su hijo y a su nuera mientras se tragaba su orgullo una vez más. «Los dos habéis sido muy amables. Las cosas no han sido fáciles
para mí... sin tu madre.»
«Pero nos tienes a nosotros, papá», protestó William con voz débil.
Black forzó una sonrisa amable y farfulló algo en tono de agradecimiento antes de marcharse.
No ha sido fácil.
Pero ¿por qué iba a serlo?, pensó. Estaba en el trecho final de su vida y estaba solo. Nadie, ni siquiera en la Biblia, te decía que iba a ser así
de duro y de aterrador llegar al fin de tu existencia mortal y tratar de verle el sentido a todo. Dios nunca te había informado de que todo terminara
tan rápidamente o que tus sueños se convirtieran en polvo mucho antes que tu cuerpo. La obra de toda su vida ¿acaso no significaba nada?
Bajó por Alton, rumbo al este por Lincoln, abriéndose camino hacia el mar. Ahora Albert Black sentía que estaba en una isla, en una isla
desierta llena de gente para la que él era invisible. Estaba cayendo la noche, como entre un aroma a almizcle, y espesándose a su alrededor
como una humareda. Mientras continuaba rumbo al club nocturno, las tiendas seguían abiertas y en Lincoln seguía habiendo mucho bullicio. Los
exhibicionistas urbanos, los actores callejeros, los patinadores y los vagabundos, se pavoneaban, surfeaban y despotricaban para entretener o
irritar a los demás. Los chicos fanfarroneaban, las chicas soltaban risitas tontas, las parejas se reían, y la gente entraba y salía de las tiendas.
Ya en Washington, el neón rojo del Cameo emitía su parpadeante invitación, y en torno a la manzana empezaba a formarse una cola de
jóvenes. El nombre le recordaba un cine situado en el distrito de Tollcross, en Edimburgo. Él consideraba que el cine era un medio tortuoso y
corruptor, pero en ocasiones había transigido y había aceptado acompañar a Marion a ver películas, pues sabía lo mucho que le gustaban.
Siempre le había impresionado demasiado el trabajo de William. Trató de pensar en la última película con la que de verdad había disfrutado:
seguramente Carros de fuego.
Miró hacia delante y allí estaba, en letras negras sobre fondo luminoso: N-SIGN. Black avanzó hacia la puerta, reacio a esperar en la cola
formada por los chavales, que miraban al viejo maestro de escuela escocés con una mezcla de cautela y fascinación.
«Sin entrada no hay nada que hacer», le dijo un portero fornido en respuesta a su pregunta sobre la posibilidad de entrar. «¿Figura en alguna
lista de invitados?»
«No..., pero conozco a Carl Ewart», le informó Black. «N-Sign. Dígale por favor que ponga en la lista de invitados al señor Black, el de la vieja
escuela.»
El portero miró con gesto dubitativo a aquel vejete. Quizá fuera la edad, o su extraño acento, sus rectos modales y su porte autoritario, pero
Black tenía algo que hizo que el portero se sintiera obligado a intentar al menos interceder. Sacó el teléfono móvil y marcó un número.
13
El taxi que Helena había cogido en el Aeropuerto Internacional de Miami iba atravesando una autopista de hormigón que se alzaba sobre la
ciudad, y que llevaba por encima de la zona del centro hasta el paso elevado McArthur, con destino a Miami Beach. Las ventanillas estaban
cerradas y soplaba el aire fresco del sistema de aire acondicionado.
«¿Ha venido por lo del WMC?», le preguntó el taxista. Llevaba las gafas de sol reflectantes de un policía psicópata o de un asesino.
«Sí, más o menos.»
«Toca divertirse», comentó él con una sonrisa y mostrando una hilera de dientes torcidos. Desde el asiento de atrás, Helena podía ver
reflejado su propio rostro, demacrado y fatigado, en el espejo. Entonces el taxista adoptó un tono de voz sórdido y añadió: «Si necesita algo,
hágamelo saber. Le daré una tarjeta.»
«Gracias», se oyó a sí misma Helena contestar remilgadamente.
«Me refiero a una carrera, un taxi o algo así», dijo el conductor en tono más cauteloso, mientras ella buscaba con la mirada la placa que
contenía el número al que había que llamar para presentar quejas.
Soy demasiado convencional para Carl Ewart, pensó. Él le habría puesto a dar vueltas por la ciudad hasta llegar a algún gueto para pillar
drogas o le habría mandado ir a un circuito de coches de carrera. Se preguntó cuál era el gran vínculo que les unía. ¿Se trataba simplemente de
que los dos habían perdido a su padre más o menos al mismo tiempo? ¿Acaso no existía algo más que eso? Seguro que sí. No conseguía
pensar con claridad.
Pararon delante de la puerta del hotel; Helena le dio al taxista dos billetes de veinte y le dejó una buena propina. «Acuérdate de mi tarjeta»,
dijo él con una sonrisa.
«Claro.» Pues va a ser que no, colega.
Normalmente Helena se habría sentido encantada de que no se abalanzase sobre ella ningún botones impertinente y ávido de propinas,
como solía ser habitual en los Estados Unidos, pero con lo fatigada que estaba por el largo viaje, un poco de ayuda le habría venido bien. Arrastró
la maleta por el breve tramo de escaleras hasta pasar al vestíbulo fresco y tranquilo, donde un recepcionista amanerado la recibió antes de
entregarle la llave de la habitación.
14
Carl Ewart estaba de charla con Lester Woods, un periodista de música dance local, ante una mesa de luces tenues en una esquina del
salón VIP. Escrutaba las inquietas filas de los entendidos que iban entrando y de los gorrones habituales en busca de indicios de Terry, antes de
recordar que había quedado con la chica del restaurante. Vio a Max Mortensen, uno de los promotores, aproximarse hacia él.
«Eh, Carl. Hay un tío que quiere entrar. Dice que te conoce. Un tal señor Black de la vieja escuela.»
En los labios de Carl apareció una sonrisa maliciosa. Será Terry haciendo una de las suyas. Solían reírse a menudo de Blackie, el
despótico maestro del instituto, profesor de religión y sociales. Carl se acordó de la palabra housemaster,33 que el instituto de segunda
enseñanza de la barriada había tomado ridículamente prestada del sistema de la escuela privada inglesa.
«Es un personaje muy importante», dijo Carl con una sonrisa, «y ejerció sobre mí una influencia enorme. Te agradeceré que te asegures de
que él y cualquier persona que le acompañe reciban un trato completamente VIP.»
«Hecho», dijo Max, guiñando un ojo y encendiendo su móvil.
Lester encendió un habano y le ofreció otro a Carl, que lo rehusó. No las tenía todas consigo acerca de Lester, pero su sonrisa insinuaba que
era un vicioso. Con los periodistas musicales nunca se sabía. Muchos eran crápulas de tapadillo que intentaban cumplir con los trámites laborales
antes de desmelenarse, pero otros eran unos integrados totales que se lo montaban de guays y enrollados a pesar de que sin duda habrían sido
más felices trabajando en el departamento de relaciones públicas de una multinacional. Decidió jugársela e ir al grano.
«¿Hay algún fármaco por ahí?»
El encanto corruptor de la sonrisa de Lester habría hecho que una soccer mom34 cristiana se pusiera a cometer actos impuros durante
noventa minutos.
«¡Vaya una pregunta! ¿Qué te apetece?»
«Unas pastillas y un par de gramos de blanca, eh, farlopa», dijo Carl con gratitud. Ahora estoy seguro.
«Done and dusted»,35 dijo Lester, antes de preguntar con gesto pensativo: «¿Es una expresión británica?»
«Parece genérica», reflexionó Carl, poniéndola a prueba con un acento cockney y añadiéndole un «colega» al final, y después con acento de
Glasgow seguido por un «machote» antes de concluir: «Puede que sí.»
Lester se inclinó hacia delante en el asiento. «Y yo tengo un regalito de bienvenida a Florida para ti.»
«Soy todo oídos.»
«¿Alguna vez has probado el floripondio? Brugmansia suaveolens. Forma parte de la familia de las daturas, es alucinógeno y narcótico a la
vez. De cultivo local.»
«He oído hablar de él, pero no lo he probado. Se supone que es venenoso.»
«Desde luego. No puedes recoger esa mierda del árbol, cocerla y comértela sin saber lo que estás haciendo. Lo más probable es que
cayeras redondo, o que por lo menos te pusieras a vomitar. Pero si consigues que la dosis sea la correcta...»
«¿Y eso cómo se hace?»
«Un amigo mío la recolecta, la seca y luego pone la dosis apropiada en bolsitas de té.»
«Me gustaría probarlo. Siempre me han encantado todo tipo de infusiones. Cuenta conmigo.»
Mientras resolvían los detalles de la transacción clandestina, a Albert Black le comunicaron la noticia de su estatus acreditado y se sintió
encantado a su pesar cuando le pusieron una pulsera y le entregaron un pase VIP.
«¿Le acompaña alguien, caballero?», le preguntó amablemente el portero.
En ese momento Black oyó una voz chillona, aguda e incrédula que salía de la multitud.
«¿Abuelo?»
Se volvió y vio a Billy, acompañado por la omnipresente ramera de su novia. Le estaban mirando, asombrados y boquiabiertos. Black se
sintió al instante como si le hubiesen pillado entrando en un garito de striptease. Pero se sobrepuso a la impresión mortificadora y se volvió hacia
el portero y le señaló mientras hacía un gesto a los jóvenes para que se acercaran.
Billy Black y Valda Riaz se aproximaron cautelosamente.
«Esta pareja», dijo Black, tan escocés frugal como siempre y pensando con cierta satisfacción en lo que se iban a ahorrar.
«¿Estás en la lista VIP del Cameo? Es increíble», dijo Billy con voz entrecortada. A Black le conmovió ver que su nieto y él llevaran panamás
idénticos. Durante un segundo o dos, se sintió tan unido al muchacho que quiso llorar.
Black se apartó para que los sentimientos no le traicionasen mientras les tomaban nota. Después oyó a Billy preguntarle cómo tenía esa
clase de poder.
«Conozco a N-SIGN», balbuceó Black, apenas consciente de lo que decía. Ese payaso simboliza todo lo que detesto y ahora presumo de
conocerle. «Va a hablar en la conferencia...»
La joven pareja estaba demasiado agradecida por sus pases y sus pulseras para fijarse detalladamente en los comentarios de Black. «Eso
es estupendo, abuelo», dijo Billy antes de titubear y añadir: «... Gracias. Eh, luego nos vemos.» Valda sonrió y dijo: «Muchísimas gracias, señor
Black, es usted muy amable.»
Lo dijo con tal elegancia que Black, a su pesar, sintió cómo le corroía la vergüenza por dentro. Pensó en Allister Main, su viejo amigo de la
universidad, del que supo hacía unos años que había muerto. Deseó hondamente haber asistido al funeral y rezó una rápida oración para dar fe
de la bondad esencial de aquel pecador y rogar al Señor que pecase de indulgente.
«Gracias de nuevo, abuelo», oyó decir a su nieto en tono formal y respetuoso, sin el menor indicio de burla, antes de que él y Vanda
desapareciesen de su vista y se mezclasen con la multitud; ambas partes sentían el alivio de verse libres de la insoportable vecindad de la otra.
15
Aquello no era una habitación; era una suite. Tenía cocina propia con todas las comodidades, y una nevera y unos armarios llenos de
provisiones de lujo. ¡Eureka! Un paquete de café cubano; eso la ayudaría a quitarse de encima parte del jet-lag. Echó la medida en el filtro y la
espesa y alquitranada ofrenda empezó a acumularse en la jarra. La gran cama de cuatro columnas mostraba indicios de haber estado ocupada
recientemente; echó a un lado la ropa de cama y olisqueó la almohada. Allí estaba, el inconfundible aroma masculino de Carl; le produjo una
sensación vertiginosa y notó que se le aceleraba el pulso y algo le levantó el ánimo. Quiso sumergirse en ella, pero si permitía a sus fatigados
cuerpo y mente que sucumbiesen a ella, jamás se movería, y necesitaba ver la realidad. Así que volvió a la cocina y se sirvió una taza de café.
Tenía un sabor fuerte y amargo, y era como esnifar una raya de speed.
Helena sacó de su bolsa de viaje un adaptador y puso a cargar su teléfono móvil. Le llevó un rato dar con AT&T, el servidor estadounidense
por defecto, pero cuando lo hizo, entraron en el teléfono una serie de mensajes de texto de Carl. El último:
He tenido que irme al club. Te veré allí. Espero que hayas llegado bien. TQ XXX
Sintió una pizca de alivio y emoción. Estaba vivo. Ni se había metido una sobredosis, ni había sufrido un accidente aéreo, ni había bajado de
la acera fumado justo en el momento en que pasaba un coche. A veces temía por él. Helena se quitó la ropa y se metió en el cuarto de baño, se
miró en el espejo y rezongó. Después se cepilló los dientes para quitarse el sabor del avión y del café, se dio una ducha tibia, se puso ropa de
salir de marcha limpia y se maquilló un poco. Volvió al espejo de cuerpo entero, satisfecha con los resultados, hasta que la fatiga debida al jet-lag
la recorrió de arriba abajo. Hacía falta algo más, pero su estado de ánimo era demasiado frágil para tomar drogas. Tomó otro café cubano para
hacer frente al jet-lag.
Eso concentró su mente mientras abandonaba el hotel y recorría la calle rumbo al auditorio. Sus nervios de punta (y el café y el jet-lag
conspiraban contra ella) podrían haber prescindido de los silbidos de un grupo de jóvenes ciclados que estaban de vacaciones, pero gracias a la
lista de invitados pasó fácil y rápidamente entre la multitud congregada, y se dispuso a dirigirse a los camerinos. Al pasar por delante del bar de
los VIP, la única otra persona presente era un anciano tocado con un sombrero de paja que lanzaba a su alrededor miradas como conejo
rodeado por zorros mientras empezaba a entrar la clientela. Ya había un DJ en la cabina seleccionando temas para ir calentando el ambiente.
Carl no tardaría en salir, y sería mejor ir a los camerinos para verle. Pero aquel vejete, al que le había tocado un papel inapropiado en aquel
templo de la juventud, parecía tan solitario y abandonado que se sintió movida a hablarle: «Hola. ¿Eres DJ?»
«No, soy jubilado», dijo Black, un tanto sorprendido de que aquella hermosa joven de llameantes ojos castaños y pelo rubio corto hubiese
entablado conversación con él y ahora se estuviese acomodando en la silla de enfrente. A Black le intimidaban sus largas piernas; tanta carne
desnuda era indicio de un carácter licencioso e irresponsable, y enseñaba escote como una golfa. Pero esto último lo equilibraba con su
naturalidad; su voz era suave y tenía un acento que a él se le antojó australiano. Pensó en su hija; aparte del funeral, cuando estuvieron breve e
incómodamente unidos, ¿cuántos años habían pasado desde la última vez que la había visto?
«Soy jubilado», repitió Black, farfullando, mientras sentía que se deslizaba por la fisura en su pasado que se había abierto bajo sus pies.
«¿Tiene...? ¿Tiene usted algo que ver con... todo esto?», dijo, mirando a la creciente multitud de jóvenes que trataban de llamar la atención del
personal de la barra.
A Helena le emocionó el acento de aquel hombre. ¡Parecía escocés!
«No, yo no, mi novio, es decir mi prometido, sí. Es cosa suya», dijo sin poder contenerse y enseñándole el anillo de compromiso.
Black estaba desconcertado. ¡No era posible que aquella muchacha encantadora, considerada y manifiestamente inteligente, que se había
tomado la molestia de hablar con él, un anciano arrastrado por la corriente hasta aquella ciudadela extraña de otro tiempo, obsesionada con la
moda, fuese la novia de Carl Ewart! No, seguro que no. Habría otros DJs, promotores de clubs y demás.
«Mi enhorabuena», dijo Black recelosamente. «¿Para cuándo es el feliz acontecimiento?»
No cabía duda: era escocés. ¿Cómo eran los escoceses cuando envejecían? ¿Se parecería Carl a este hombre, un vejete despistado en un
club nocturno lleno de gente joven? A menudo había bromeado diciéndole que sería el DJ más viejo del mundo.
«No lo sé, no estamos demasiado seguros», dijo ella, encogiéndose de hombros y con expresión afligida. A continuación, con una sonrisa
patibularia, admitió: «Últimamente las cosas no nos van demasiado bien.»
«Lo lamento.»
«Sí.»
Helena Hulme miró a Albert Black. En los perspicaces ojos del anciano había una amabilidad que parecía invitarla a hacer revelaciones
ulteriores. «Tenemos profesiones muy distintas y venimos de sitios diferentes. En realidad es la distancia, es muy sacrificado para los dos
conseguir que las cosas funcionen. No sé si estaremos a la altura.»
«Ah», dijo Black, pensando que el acento de la chica casi parecía sudafricano, al oír cómo había dicho «a la altura».
«¿Está usted casado?»
«Sí, bueno, lo estuve...», titubeó Black, inseguro de cómo responder a la pregunta. «Quiero decir, mi mujer falleció no hace mucho.»
Helena pensó en su padre, que había vendido coches en un concesionario durante años para que ella y su hermana Ruthie pudieran ir a la
universidad. Y luego se acordó de ese día por lo demás anodino en que, sin previo aviso, cayó redondo en un parking como consecuencia de un
infarto de miocardio. Acarició suavemente el brazo de Albert Black.
«No sabe cuánto lo siento...»
Albert Black agachó la cabeza. Era como si algo se hubiese derrumbado en su interior. No se resistió cuando Helena estiró el brazo y le
cogió de la mano.
«Me llamo Helena.»
«Yo me llamo Albert», cuchicheó él, levantando la vista brevemente para mirarla. Se sentía como un niño. Trató de apegarse a la idea
despreciable de que estaba siendo débil y estúpido, pero no sucedía nada, estaba inmovilizado. Si hubiera podido, habría permanecido sumido
en ese instante el resto de su vida. Era lo más cerca que había estado del consuelo y de la gracia desde la muerte de Marion.
«Por favor..., ¿cuánto hace, Albert?»
Black le contó la historia de su amor con Marion, y de cómo éste no moriría jamás, pero que ahora ella ya no estaba y su mundo estaba
vacío. Helena le contó la terrible impresión y la abrumadora sensación de pérdida que había experimentado desde la muerte de su padre. La
conversación derivó hacia la metafísica cuando Black le explicó su terror de que su fe de toda una vida estuviese flaqueando; lo mucho que temía
no volver a ver jamás a su esposa, y que no hubiese un mundo de los espíritus en el que pudieran volver a estar juntos.
Helena escuchó pacientemente y luego le hizo la pregunta que había estado bullendo en su cerebro a lo largo de todo el relato del anciano:
«¿Alguna vez te arrepientes de ese compromiso? Quiero decir, ¿no se tiene una sensación horrorosa cuando las cosas terminan así?»
«Por supuesto que es horrible», confirmó Black, imaginando el rostro de Marion. ¿Por qué se había quedado con él? Puedo ser un poco
estridente. Quizá demasiado dominante. Incluso tirano, dirían algunos. Iba más allá del deber; ella le quiso de verdad. Y, al hacerlo, le convirtió
en mucho más de lo que él solo podría haber sido jamás. Una honda sensación de serenidad inundó su corazón. «Sin embargo, no me arrepiento
ni de un solo segundo de los que pasé con ella, aunque a veces lamento cómo era yo», confesó, abatido de nuevo. «Estaba obsesionado con la
Iglesia, con mi fe cristiana, y ojalá hubiera hecho más cosas por ella..., con ella...»
Ahora era el turno de Helena Hulme de tener una revelación súbita al pensar en su prometido, Carl Ewart. No se trataba de algo nuevo, sino
del poderoso retorno a la superficie de algo que a ella le preocupaba que estuviera siendo enterrado por la avalancha de mierda que a veces la
vida le echaba a una encima. Ese algo era que le quería. Y él la quería de verdad.
«Pero ella sabía cómo eras. Sabía que albergabas esa gran pasión, y que eso no significaba que a ella la quisieras menos. Estoy segura de
que había cosas en su vida en las que tú no podías participar de manera cotidiana. Eso no quiere decir que te quisiera menos, ¿no?»
«Sí..., tienes razón.» Ahogándose de emoción, Black le dijo: «Así que no tengo nada de que arrepentirme. Su amor fue mi salvación. Así que
si quieres a ese hombre y es una buena persona, tendrás que casarte con él.»
«Sí», dijo Helena, estremeciéndose al hablar. «Sí le quiero. Es la mejor persona que he conocido nunca. Es el hombre más amable,
generoso, tierno, cariñoso, considerado y gracioso que he visto nunca. Tienes mucha razón, Albert, tengo que casarme con Carl. Es escocés
como tú», confirmó, y dio un apretón a la marchita mano del anciano.
Aunque había presentido que se avecinaba aquella revelación, para Albert Black casi fue demasiado. Empezó a escudriñar la estancia.
«Sí..., eh, si me disculpas, tengo que ir al servicio», dijo mientras retiraba la mano.
«Muy bien. Yo voy a tomar una copa de vino», dijo, señalando la barra con la cabeza. «¿Te apetece tomar algo?
«Un agua estaría bien, gracias», gritó Black por encima del barullo.
«¿Con o sin gas?»
«Sin, por favor. Gracias», dijo Black mientras se levantaba y se dirigía a los servicios. Fuera había cola, y estuvo a punto de marcharse, pero
se sentía impelido a volver con la chica, que le había invitado a tomar algo, y la verdad era que necesitaba aliviarse. Al ponerse en la cola, Albert
Black se dio cuenta con abyecto horror y de forma casi inmediata de que la persona que tenía al lado, y que estaba haciéndole algo que no tenía
nombre a aquella camarera americana, era Terry Lawson. ¡Y Lawson le estaba mirando directamente a la cara!
16
Joder, nunca en la vida he dejado de darme el lote con una piba marchosa y buenorra para echar una segunda mirada. Pero es que es
Blackie, el del colegio: ¡el puto Blackie! El cabrón, todo viejo, pero como siempre, ¡ahí de pie a mi lado haciendo cola para entrar en el puto tigre!
Me está subiendo la puta pastilla que me ha dado la Brandi esta; ahora la hago a un lado; me quedo mirándole fijamente y él a mí, así que le
suelto: «¡Señor Black! ¡No me lo puedo creer!»
«Terence Lawson...», dice Blackie boquiabierto; el muy cabrón está tan asombrado de verme a mí como yo de verle a él. ¡El muy cabrón
hasta se acuerda de cómo me llamo! Ahora, tampoco es de extrañar: ¡el muy hijo de puta me sacudía todas las putas mañanas en clase de
religión!
Joder, me había pasado media vida fantaseando con la puta paliza que iba a darle al «Black Bastard» 36 si alguna vez me lo cruzaba por la
calle. Pero ahora, con la puta pastilla de éxtasis hormigueando desde la parte de atrás de la cabeza hasta el escroto, sólo puedo pensar en dar
un paso al frente y darle al viejo capullo un gran abrazo. Rodeo con mis brazos al viejo y frágil cabrón. ¡El capullo está hecho un saco de huesos!
¿Siempre fue así? ¡Seguro que no! Estoy deseando haberme puesto de farlopa, joder; así le habría metido una tunda al viejo cabrón. Pero
entonces pienso que sí le vi en la calle una vez..., en el funeral del pobre Gally.
17
Albert Black inspiró con fuerza, con la rigidez de un soldado al desfilar, en brazos de Terence Lawson. ¡ Lawson! Después el muy idiota,
ahora convertido en un hombretón, le hizo dar la vuelta mientras sujetaba con el otro brazo a la bonita camarera.
«Te presento a un antiguo maestro mío de Edimburgo», anunció Juice Terry. «El señor Albert Black, aquí Brandi. Es mexicana y tal.»
«Hola, Albert», dijo Brandi, dando un paso al frente y besando a Black en los labios.
Ninguna mujer que no fuese Marion le había rozado de aquella forma. En un primer momento, Albert Black sintió rabia ante aquella traición,
pero ésta dio paso rápidamente a una profunda añoranza por su difunta esposa.
Marion... ¿Por qué Te la llevaste?
Terry pareció captar la angustia de su viejo maestro, y acarició su espalda huesuda. Notaba todas las vértebras. «¿Qué hace usted aquí,
señor Black...?»
«Estoy... estoy perdido...», fue lo único que logró balbucear Black, deshecho por los acontecimientos y, con gran sorpresa y desasosiego por
su parte, horriblemente consciente de que se alegraba de estar con Lawson.
«¿Ves a este tío?», le dijo Terry a Brandi con una sonrisa, «en el colegio él y yo éramos como el perro y el gato. Nunca nos llevamos bien.
Pero, ¿sabes?, cuando murió mi amigo..., ¿se acuerda de Gally, señor Black?»
«Sí», dijo Black, pensando primero en el funeral de Galloway y luego en el de Marion. «Andrew Galloway.»
«Este tío..., eh, señor», le explicó Terry a Brandi, «fue el único de todos los maestros del colegio que asistió al funeral de Gally. Este hombre
de aquí.» Juice Terry se volvió de nuevo hacia Albert Black. «No sé lo que haces aquí, pero me alegro de verte, porque nunca tuve ocasión de
decirte lo mucho que significó para todos nosotros que te presentaras en el funeral de aquella manera. Yo, sus colegas y su madre y su familia y
tal.» Terry sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas al recordarlo. «Sobre todo teniendo en cuenta que en el colegio nunca nos llevamos
bien.»
Albert Black estaba patidifuso. Como cristiano, había cumplido con su obligación asistiendo al funeral. Por difícil que resultara, la Biblia era
categórica: amar al pecador era fundamental. Nadie le había dado el menor indicio de que aquella desagradable penitencia hubiese significado
algo para ninguno de ellos. Pero pensó en toda la gente que había acudido al funeral de Marion, y en lo mucho que había apreciado esa sencilla
muestra de solidaridad humana.
«Es curioso, me hizo pensar en que a pesar de que siempre nos estábamos peleando, seguías siendo mi profesor favorito.»
Black no daba crédito a sus oídos. Había azotado a Lawson cuando era un muchacho un día sí y otro también. Y ahora el hombre parecía
sincero en su estrafalaria opinión. Y Lawson tenía algo, algo espiritual, casi angelical, con su delicada cordialidad y sus ojos grandes y
expresivos. Parecían estar llenos del amor de... ¡del amor del mismo Jesucristo!
«Eh... ¿Por qué dices eso?»
«Porque querías que aprendiéramos. Los demás profes daban a los tíos como yo por perdidos, y nos dejaban desmadrarnos. Tú nos
mantenías a raya y nos obligabas a trabajar. Nunca renunciaste a intentar enseñarnos. ¿Sabes una cosa? Ojalá te hubiera hecho caso.» Se volvió
hacia Brandi, cuyos ojos centelleantes se habían puesto del tamaño de platillos. «Ves, si yo le hubiera hecho caso a este tío...»
«Guau..., debe de ser estupendo encontrarse con alguien al que admirabas de niño», le dijo Brandi a Terry Lawson antes de volverse hacia
Albert Black y añadir: «Y tiene que ser fantástico enterarse de la gran influencia que tuviste sobre la vida de alguien.»
Putas pastillas, pensó Terry. Al final de la noche tengo las mismas posibilidades de acabar follándome al puto Blackie que a la Brandi
esta..., hay que echarle un poco de farlopa a la mezcla...
«Pero yo no...», protestó Black.
«Oye, colega, si la cagué, y eso fue lo que hice, fue responsabilidad mía», dijo Terry, tamborileándose con el dedo índice en el pecho. «Si no
hubiera conocido a gente como tú y como Ewart —esta noche pincha aquí, por cierto—, habría salido diez veces peor. Yo no era más que
escoria, ¿vale?...»
Black miró a Terry Lawson sin comprender. ¿De verdad espera que refute esa opinión?
«... pero ¿sabes? Cuando conoces a tíos que saben distinguir el bien del mal, como tú, tíos que tienen lo que hay que tener, eso se te queda,
claro que se te queda.»
Como la cola del servicio estaba dividida por sexos, se fueron alejando de Brandi y avanzaron sin cesar hasta salir de la cola y entrar en los
urinarios, antes de interrumpir la conversación para mear. A Black le daba vueltas la cabeza al ver cómo su pis salpicaba la chapa. Resultaba
casi simbólico que estuviera mezclándose con el de Lawson, que estaba un poco más allá, aporreando el metal con un chorro de potencia
procedente de lo que a Black le pareció una manguera de bombero.
Lawson parecía arrepentido. ¡Arrepentido de verdad!
Cuando acabaron, y Terry se lavó las manos sólo después de ver cómo Albert Black se lavaba con sumo cuidado las suyas, esperaron fuera
a Brandi y volvieron junto a la pista, donde les saludó Helena.
«¡Hola, kiwi!»,37 gritó Terry mientras la abrazaba. «Así que ya conoces a Blackie..., eh, al señor Black...»
«Sí, pero no sabía que erais amigos de Albert...»
«Anda que no, lo conocemos desde hace siglos, Carl y yo.»
«¿Conoces a Carl, Albert?»
«Sí», confesó avergonzado Black, «pero no le asocié realmente contigo hasta que vi a Law... eh, a Terry, en la cola del servicio. Les enseñé
a los dos...»
«¡Estupendo! ¡Jesús, qué pequeño es el mundo!»
«¿Por qué no entramos a ver a Pelopaja», dijo Terry mientras le presentaba a Brandi y les informaba tanto a ella como a Helena del estatus
de Black como uno de sus maestros más memorables.
«Carl va a estar emocionadísimo», dijo Helena, mientras Albert Black se dejaba guiar, como en un trance, hasta la puerta del backstage.
«Pues sí, Pelopaja se va a llevar una buena sorpresita, eso fijo», dijo Terry, riéndose. Cuando entraron no había ni rastro de Carl —se había
ido junto al escenario a preparar su actuación—, pero Terry le presentó a un negro alto que le miró desde arriba. «Éste es Lucas. Lucas, éste es
el tío de la vieja escuela del que te hablé.»
Lucas se llevó a Black a un lado y dijo con cierta reverencia en su tono de voz: «He oído que eres de la vieja escuela.»
«Sí», respondió Black, mirando con nerviosismo a Terry, que estaba besando a Brandi mientras rodeaba con un brazo a Helena.
«Me han dicho que en tiempos teníais un tirón que te cagas.»
Incapaz de comprender adónde quería llegar aquel hombre, Black optó por limitarse a darle la razón. «Sí.»
«Te diré lo que hay, tío», dijo Lucas, «y conviene que toméis nota: nosotros tenemos una deuda enorme con la vieja escuela.»
Albert Black miró a aquel hombre alto y de piel oscura. En el colegio no había niños negros, de lo contrario se acordaría. «Tú..., tú no eres de
la vieja escuela...»
«No, tío, ni de coña, pero me enteré de todas las cosas buenas que hicisteis. De la clase de influencia que ejercisteis allá en el Reino Unido,
igual que la que ejercimos nosotros aquí. En el South Side de Chicago, hay hermanos que no habrían hecho una mierda si no hubiese sido por
tíos como tú que les dieron inspiración y les patearon el culo. Nosotros también los tuvimos, tío. Tíos que nos llevaron por el buen camino, porque
de lo contrario todo se habría quedado en pipas y coca. Créeme, hermano.»
Eso quería decir que aquí en los Estados Unidos había profesores como él; cristianos auténticos, inspirados por el evangelio de Jesucristo
para salvar y educar a los pobres dignos de ayuda. Habían sido la salvación de este negro espigado en su gueto sin ley de Chicago. Sí, había
hombres y mujeres virtuosos que habían rescatado aquella alma descarriada, igual que había hecho él con gente como Ewart, y hasta como
Lawson, en aquella fea barriada de Edimburgo. «¿Ewart... Carl Ewart y, eh, Terence dijeron eso?»
«Fijo, hermano. ¿Cómo te llaman, tío?»
«Señor Black...» Reflexionó acerca de la realidad de la situación. «Blackie, supongo.»
«Black E...», dijo Lucas, rascándose la barbilla. «Estoy seguro de que he oído hablar de ti», dijo caritativamente. «¡Eras un hijo de puta
cabrón! ¿No?»
«Sí...»
Black lucía una expresión de culpabilidad y de vergüenza, cuando le vino a la cabeza la imagen del tawse. Pero ¿de qué otra manera se
supone que tenía que mantener la disciplina? ¿De qué otra manera podía hacer que callaran, que dejaran de enredar y que cumplieran con sus
tareas? Pero de repente Terry Lawson había vuelto y le estaba conduciendo a una zona acordonada donde había una gigantesca mesa de
mezclas presidida por un técnico. Desde la zona VIP asomaba sobre una pista de baile peligrosamente abarrotada. Helena y Brandi estaban allí
de charla. Black miró hacia una cabina pequeña mientras Carl Ewart aparecía entre calurosos vítores y chocaba los cinco en alto con el DJ
saliente. Iba vestido con ropa deportiva, estaba flaco como un palo y llevaba el cabello blanco rapado casi al cero. Black seguía reconociendo
aquellos ojos inteligentes, ligeramente astutos y de mirada cómplice, y su antigua némesis arrancó una reacción asombrosa de la multitud con
sólo pinchar un disco que a oídos de Black sonaba exactamente igual que el anterior. Albert se volvió hacia Juice Terry, que captó su
desconcierto.
«Pero si sólo ha puesto un disco. ¿Por qué están tan emocionados?»
«Ya, física nuclear no es», se mofó Terry. «La mierda esta del house es basura, yo sólo me quedo por aquí por los chochitos, ¿eh? Siempre
están a tope en movidas como ésta. Es la sal de la vida, ¿eh?», dijo, guiñándole un ojo a su viejo maestro, mientras Black tenía la sensación de
que acababa de descender a Sodoma. Las conductas lascivas y obscenas abundaban. Algunas de las chicas apenas llevaban ropa. Y, no
obstante, no percibía amenaza alguna, a diferencia de lo que sucedía en los estadios allá en Escocia. Black estaba en la zona adyacente a la
mesa de mezclas mientras Ewart pinchaba un disco tras otro. Notó que algo sucedía. El ritmo se aceleraba y el frenesí y la histeria de la multitud
iban en aumento. Levantaban las manos en el aire, ¡y algunos saludaban a Ewart como si fuera el Mesías! Quizá ésa fuera la clave de todo:
¡hacerse con el control de sus mentes y hacerles vulnerables a los mensajes del satanismo! Al mismo tiempo, se dio cuenta de que no iba a
haber discursos ni de Ewart ni de nadie más. Aquella presunta «conferencia» consistía en realidad en que la gente se retorciera y se menease en
sintonía con aquel ruido como zombis en trance.
¡En otros tiempos viajábamos a tierras extrañas a predicar el evangelio, y ahora la juventud occidental ha adoptado los bailes tribales y
los ritmos primitivos de pueblos poco menos que salvajes!
¡Ay, nación pecadora, pueblo cargado de iniquidad, descendencia de malhechores, hijos depravados! Han abandonado a Jehová, han
despreciado al Santo de Israel y se han vuelto atrás.
Black sintió deseos de marcharse otra vez, pero Helena había vuelto con más agua. No, había llegado hasta allí; tenía que enfrentarse a
Ewart. En cierto momento vio a Billy y a Valda bailando de forma lasciva y exhibicionista. ¡ En público, como perros en celo! Regresó a la
penumbra, donde no pudieran verle. ¿Cómo podía escandalizar su espantosa promiscuidad cuando estaban atrapados en el frenético lavado de
cerebro de aquella música demoníaca? El tormento de Black continuó hasta que Ewart descendió del escenario, empapado en sudor, y cayó en
brazos de Helena. Black observó cómo se comían la boca el uno al otro antes de que Ewart se separase para preguntarle a su prometida: «¿Qué
tal el vuelo?»
«Fue una pesadilla, cariño, pero ahora estoy aquí. ¡Y tenemos una sorpresa para ti! ¡Está aquí tu amigo de Edimburgo, el señor Black, el de
la vieja escuela!»
Carl se rió. Una de las bromas idiotas de Terry, pensó, antes de volverse y ver cara a cara a Albert Black, profesor de historia jubilado, que le
contemplaba desde debajo de un sombrero panamá con aquellos ojillos de roedor, más oscuros e intensos que nunca.
«¡Pero qué coño...!» Miró a un sonriente Juice Terry sin dar crédito. «¡Qué cojones hace aquí el puto Blackie!»
«Estaba de paso, así que se acercó a ver el bolo, ¿no, señor Black?», dijo Terry, sorprendido por los sentimientos protectores que le
inspiraba su antiguo opresor.
«¿Quién coño le ha traído aquí?», preguntó Carl mientras fulminaba con la mirada a Terry.
«No cuesta nada ser amable», dijo Terry.
«Fui yo», saltó Helena cortando a Carl. «¡Y haz el favor de comportarte!»
«¡Comportarme! Ese puto psicópata me azotaba por no llamarle “señor”!», dijo Carl entre dientes.
Helena se mantuvo firme. «Lo ha pasado muy mal, Carl. ¡Déjalo estar!»
Carl miró a su prometida. Qué bien sentaba verla de nuevo. Helena Hulme. Su frase favorita: No sea usted tan escéptica, señorita Hulme.
Había abrigado la noción romántica de que era una hija perdida de Caledonia, exiliada en el otro lado del mundo, y allí estaban unidos de nuevo
bajo una bola de espejos con un palpitante ritmo cuatro por cuatro de fondo. Le sonrió primero a ella y luego a Albert Black, tendiéndole la mano a
su pesar. Su viejo maestro le miró durante un par de compases y luego a Helena, y le estrechó la mano a su vez.
El apretón del viejo era fuerte; parecía una garra y desentonaba con la delgadez de su cuerpo. «Eh, ¿qué le trae por Miami Beach?»,
preguntó Carl.
Albert Black titubeó ante aquella pregunta. No lo sabía. Intervino Helena. «Su familia vive aquí. Acabamos de conocernos y hemos tenido una
buena charla.»
«¿Ah, sí? ¿Sobre mí?», preguntó Carl con un mohín antes de poder contenerse.
«La gente no siempre habla de ti, Carl», dijo Helena entre dientes. «Lo creas o no, existen otros temas de conversación.»
Tú y tu puta música acid-house, que se está extinguiendo en todas partes. Sólo era otra moda, no una gran revolución. ¡No seas tan
infantil, joder!
«No quería decir eso, es que él y yo...»
Entonces Terry, descontento y en pleno viaje armonioso de éxtasis terció en la discusión entre Helena y Car. Acarició la espalda de Brandi
para sosegarse. «También ha estado hablando conmigo, ¿no, señor Black?»
Black se movió con desasosiego. «Sí... Bueno, creo que debería marcharme.»
«No, Albert, por favor quédate un rato», suplicó Helena antes de volverse con gesto apremiante hacia Carl. «¡Díselo!»
Carl Ewart logró mantener cierta elegancia en su tono de voz. «Tengo que volver a tocar en los Everglades. Venga, por favor.»
«Pero no puedo...», protestó tímidamente Black. «Es muy tarde y...»
«Sí que puedes», le dijo Helena, sonriéndole con dulzura y cogiéndole del brazo. Brandi le flanqueó, y Black dejó que le acompañaran hasta
la calle. Se sentía como si se hubiera derretido su mismo yo, como si nada le sostuviera; ya no le quedaban facultades que le permitieran tomar ni
siquiera las decisiones más triviales.
Mientras los veía marcharse, Carl agarró a Terry de la manga de la camisa. «¿Desde cuándo se llama “señor Black” ese sádico cabrón de
Blackie?» Se fijó en las pupilas de Terry, que estaban del tamaño de platillos. «Vale, ya capto. ¡Pues hará falta algo más que un éxtasis de los
fuertes para que yo considere a ese cabrón otra cosa que un maldito hijo de puta!»
La sonrisa de Terry se ensanchó alegremente. «Hay que dejar atrás el pasado y parar de librar viejas batallas, Carl. ¿No es eso lo que tú me
dices siempre a mí?»
Carl Ewart le pasó una caja de discos a Terry Lawson. «Coge esto y calla.»
«¿También quieres que limpie el puto baño antes de que nos marchemos?», preguntó Terry, poniendo mala cara, pero obedeció y se
dirigieron a la salida, siguiendo a Albert Black y a las chicas.
18
Cuando los juerguistas salieron del Cameo en Washington Avenue y se dispersaron en la insulsa noche del sur de Florida, el aire estaba
espeso y oscuro. ¡Billy Black no podía creerlo del todo cuando él y Valda vieron a su abuelo, flanqueado por un par de tías buenas, subirse a un
utilitario todoterreno seguido por el DJ, N-Sign, y algunas otras personas de su entorno! Billy y Valda se quedaron boquiabiertos y se miraron el
uno al otro.
¿Serán prostitutas esas con las que se marcha el abuelo? ¿Adónde le llevan?
Lester se sentó en el asiento del conductor y saludó a Albert Black, Helena Hulme, Brandi, Carl; cogió la caja de manos de Terry Lawson y la
dejó en el asiento de delante.
«¿Adónde vamos?», preguntó Albert Black.
«A una fiesta en los Everglades. Hay un pequeño equipo de sonido yendo para allá y Ewart quiere mantener los pies en la tierra con este
rollito de volver a las raíces.»
«De verdad que debería volver a casa», dijo Black, incluso mientras se acomodaba en el vehículo; por algún motivo no quería marcharse,
pues ahora estaba desesperado por estar en compañía de los demás.
«No, no deberías. Ahora eres uno más de la pandilla; el mandamás de la banda», dijo Helena con una sonrisa.
«Si molesto...»
«Ni hablar. Carl, díselo.»
Black miró al frente, donde estaba sentado Carl Ewart. Helena le masajeaba el cuello y los hombros. El DJ lanzó una mirada fugaz a su
antigua némesis, dejando claro que se oponía a la presencia de Black.
«El señor Black puede hacer lo que quiera. A mí me da igual.»
Helena enarcó las cejas mientras Lester arrancaba el SUV y Terry refunfuñaba, «¡Relájate, Ewart! ¡Cualquiera diría que fue ayer cuando te
dio de putos latigazos! ¡Olvídalo, joder! A mí me dio de latigazos más veces que a ti y no pongo esa cara tan larga. Eso sí», dijo volviéndose hacia
Black, «dolía a tope.»
Black se sintió desconcertado al hincharse de orgullo oyendo aquello.
«Es cierto, cuando dabas latigazos, dabas latigazos, no sé si me explico», insistió Terry.
«Estabas en el top tres», admitió Carl con una sonrisa compungida, «puede que a la par con Masterson, pero bastante por debajo de
Bruce.»
«Sí, Bruce, el de FP.» Terry hizo una mueca al recordarlo. «¡Vaya hijo de puta!»
Black tenía los ánimos por los suelos. Bruce. Aquel cerdo patán y alcohólico, incapaz de hilar dos frases seguidas. Era una vergüenza que
semejante hombre diese clases en un instituto. Bruce disfrutaba infligiendo castigos por el simple placer de hacerlo. Pero, bien mirado, ¿acaso
él, Albert Black, no había liberado estrés gracias a ese mismo ejercicio de violencia?
No..., seguro que no..., yo odiaba el pecado, no al pecador. Siempre seguí el camino de la rectitud y compadecí al pecador... pero...
golpear a un enemigo con una mácula vengadora de ira en la boca, ver cómo se derrumbaba ante tu poder, seguro que era un mecanismo
instalado en nosotros por el Creador para que los hombres buenos pudieran llevar a cabo la justa retribución...
¿O sería Satanás, con sus astutas artimañas, insinuándose en nosotros incluso bajo el manto de la rectitud? ¿Era posible que, incluso
cuando el soldado cristiano blandía la espada en su justa cruzada, estuviese, al borde de la victoria, siendo seducido y subvertido por el
mismo demonio?
«Para aquí», ordenó Carl. «Sólo tardaré un minuto.»
Black se fijó en que habían parado a las puertas del hotel hasta el que les había seguido el día anterior. Ewart salió y desapareció
rápidamente por la puerta.
Helena estaba hablando con el tal Lester, y Black no pudo evitar oír a Lawson hacerle las mismas proposiciones lascivas y desvergonzadas
a la americana que les hacía a las chicas vacuas y de risa tonta del colegio casi treinta años antes.
«Entonces, ¿vamos a ser amantes?»
«Puede.»
«¿Eso quiere decir “puede”, “podría muy bien ser” o “puede y nada más”, preciosa?»
«No paras nunca, ¿verdad?»
«No.»
Black vio al sórdido conductor volverse y pasarle un paquete de polvo blanco a Lawson y su acompañante. Evidentemente, se trataba de
alguna clase de droga. Se fijó en que Helena tuvo la sensatez de rehusar aquel veneno. Era una joven verdaderamente encantadora. Esperar que
Lawson y aquella guarra americana mostrasen la misma contención habría sido demasiado pedir, y muy pronto se pusieron a inhalar montoncitos
de aquel polvo, utilizando la parte de atrás de lo que parecía una llave. Albert Black giró la vista hacia la ventanilla.
Terry estuvo a punto de ofrecerle un poco a su viejo maestro antes de pensarlo mejor. Se lo pasó de vuelta a Lester.
«Fantástico, socio. ¡Comienza el partido!»
Lawson pareció emocionarse al ver a Carl Ewart regresar con una tetera eléctrica, un tarro de miel y unos vasos de poliestireno.
«¡Métete algo de esa farlopa, Ewart!», bramó Terry Lawson.
«Ni hablar. Lo mío es el té», dijo Carl Ewart con una sonrisa.
Black notó cómo el bálsamo embriagador de su propia magnanimidad se le subía a la cabeza al exonerar a Carl Ewart mientras el vehículo
arrancaba y salía disparado por el paso elevado rumbo al centro de Miami. Había subestimado a Ewart o, cosa más probable, los efectos de la
influencia de Helena. Quizá fuera digno de su amor y puede que yo fuera digno del de Marion.
El utilitario todoterreno, con profusión de bajos retumbando en el estéreo, parecía formar parte de un convoy nocturno que serpenteaba por
Miami. Black miró al exterior mientras las luces de la ciudad se disolvían de golpe. Se dio cuenta de que Lawson, evidentemente ebrio, le estaba
recitando obscenidades al oído.
Con gran sorpresa por su parte, aquello no enojó a Albert Black, que simplemente estaba cansado y confundido. Y el ritmo, si no el
contenido, del discurso de aquel barriobajero de Edimburgo, resultaba extraña y adustamente reconfortante.
«Se me ocurrió una idea para un producto nuevo, así que les escribí a los de Guinness a Dublín. Los muy cabrones ni siquiera me
contestaron; qué falta de visión, joder. La idea era una Guinness efervescente para satisfacer a la nueva generación alcopop, ¿sabes?, porque
les encantan las burbujas. A fin de cuentas, existe el black velvet: Guiness con champán. La cerveza negra es una bebida de viejos, así que todo
es cuestión de darle una nueva imagen. Acuérdate; fue aquí donde lo oíste por primera vez», asintió Lawson con gesto cómplice. «Una nueva
imagen es importante.» Bajó la voz. «Hasta yo tengo una nueva imagen. Para serte sincero, me había abandonado un poco. Había engordado y
me conformaba con tirarme a las mismas guarrindongas de siempre de la barriada.»
Black se acordó de su boda, de Marion vestida de blanco. De su padre, borracho, preguntando a su hijo dónde estaba su amigo Allister
Main. El vicio siempre estaba cerca. Por todas partes. Pero Lawson era incesante en su depravación. De repente, Black pensó en El Bardo, en
cómo sus versos siempre le reconfortaban en los momentos de estrés.
And sic a night he taks the road in,
As ne’er poor sinner was abroad in.38
«Entonces se me ocurrió una idea; fue como uno de esos momentos camino-de-Damasco, que dirías tú», seguía delirando Lawson, «si me
quitaba unos michelines y empezaba a hidratarme y entrenar, podría volver a ir detrás de los chochitos de primera. Joder que sí. Un tipo de
mediana edad tiene activos que nunca tendrá un tío joven. Hay cantidad de pibas jóvenes que buscan a un tío mayor que sepa qué hacer con el
cuerpo de una chica. Algunas no quieren saber nada de la mentalidad sábadosabadete-si-te-he-visto-no-me-acuerdo de los tíos jóvenes. Tengo
que agradecerle esa perspectiva tan avanzada a Pelopaja; a ver, si te digo la verdad, yo siempre fui un follador sudoroso, en lo de follar siempre
tuve la actitud de los tíos jóvenes. Agarrarlas y aporrearlas hasta someterlas con mi amigo el manubrio.» Se frotó la entrepierna y se relamió los
labios, con una ceja inclinada hacia arriba. Black apretó los dientes.
¿Por qué presumes de tu maldad, oh poderoso? La bondad de Dios es constante.
Sólo piensas en hacer el mal; tu lengua es traicionera como un cuchillo afilado.
Prefieres el mal al bien; prefieres la mentira a la verdad.
«Así es; ¡cuando aquí el menda les sacude, saben que es la hora de todos a cubierta, anda que no, joder! No hay ninguna posibilidad de que
una piba se distraiga y se ponga a pensar en la lista de la compra, ¡al menos no mientras mi amigo el manubrio le está atornillando el culo al
colchón! Pero una vez Carl me dijo: para mí es una regla dorada que la chavala tenga al menos dos orgasmos clitoridianos y dos vaginales antes
de que yo vacíe la tubería, por así decirlo. De manera que tomé buena nota del consejo y así fue como resucitó Lawson el Magro: nada de
fritangas ni pintas de rubia, esa mierda pertenece al pasado. Así que el viejo Coral Reef39 desapareció volando. En fin, que empezaron a
guiñarme el ojo las jovencitas y aquí me tienes: ¡la de chavalas que me estoy cepillando ahora, igual que cuando me tiraba a sus madres en los
ochenta, cuando trabajaba repartiendo refrescos! Hasta metí a algunas en lo del porno casero. No hay nada mejor. Pero eso es lo que de verdad
hace que vigiles los michelines, ¿eh? ¿Sabes eso que dicen los actores de que la cámara engorda? No es broma. Pero cuando empiezas a
darle al Ian McLagan40 en la pantalla, tienes un incentivo para asegurarte de que no vuelvan. No se puede negar: es la sal de la vida.
La muchacha, la camarera americana: mientras farfullaba sin parar, Lawson la miraba y la sobaba con lasciva obscenidad. Menos mal que
seguramente no entendía ni una palabra de lo que decía. O, cosa más probable, era igual de depravada que él. Aquel hilillo de sudor que
chorreaba desde su fino cuello hasta el escote. Pecado. Estaba por todas partes. No debemos ceder. No cedas jamás. ¡No dejes que Satanás te
convierta en un animal!
Dejaron la autopista y se metieron por una vía de salida, rodeados de oscuridad por todos lados. Al cabo de un rato, entraron en un parking
situado junto a la carretera y los vehículos se pusieron en fila detrás de un camión, cuya parte de atrás, al abrirse, desveló un equipo de sonido y
una cabina de DJ. Black dio por supuesto que también contendría un generador, porque cuando salieron del coche empezaron a latir unas luces
estroboscópicas ásperas e intermitentes, colocadas alrededor del camión, seguidas por unos altavoces que retumbaban como las tuberías de un
sistema de fontanería antiguo, y la siniestra música trance se derramó sobre la noche. Daba la impresión de que hacía estremecerse las grandes
palmeras y los eucaliptos que les rodeaban, pero seguramente se debía al viento, cada vez más fuerte; mientras tanto, unos jóvenes se afanaban
en montar dos carpas verdes y mohosas sobre unos mástiles de aluminio en una parcela de terreno compacto. La vegetación que crecía en los
alrededores azotaba el emplazamiento, que mostraba señales evidentes de haber sido utilizado anteriormente para este propósito, y Black vio
las luces de la autopista estremeciéndose a lo lejos, detrás de ellos. Muy pronto la fiesta estuvo en pleno auge. Jovencitos de aire arrogante con
sonrisas femeninas de reptil bailaban con chicas uniformemente hermosas.
«¡Vamos a estar de fiesta hasta el amanecer!», le gritó a Black una joven desquiciada con el rostro desencajado sin duda por el mismo
obsequio corrupto de Satanás que Lawson había ingerido con tanto entusiasmo.
Black echó una mirada en torno a la cenagosa oscuridad. Aquello eran los Everglades. Parecía un lugar salvaje y peligroso. Había una
cadencia inminente en el aire, como si la noche les acechara y estuviera cerrándose sobre aquel grupo de danzantes y contorsionados
adoradores de Satanás. Hacía calor y rebosaba corrupción.
Su país es una desolación, sus ciudades presa del fuego; su suelo, delante de ustedes, lo devoran extranjeros...
Junto al utilitario todoterreno vio a Carl Ewart haciendo algo con una tetera eléctrica, al parecer preparando té o café. Las miradas de los dos
hombres se cruzaron e intercambiaron inclinaciones de cabeza cortantes y tensas. Black miró a su alrededor y vio a Helena, sola y apoyada
contra el capó de un coche; se acercó a ella.
«¿Te encuentras bien?», le preguntó ella.
«Sí. Nunca había estado en algo así.»
«No te preocupes, habla conmigo. He decidido no ponerme el gorro de fiesta, empiezo a acusar el jet-lag», dijo con un bostezo.
Black se sorprendió contándole de nuevo lo mucho que echaba de menos a su esposa, lo que llevó a Helena a pensar en la vida que Carl y
ella esperaban compartir, pero le produjo una tristeza terrible pensar que todo acabaría en dolor y sufrimiento. Entonces se apoderó de ella una
epifanía; no estaba bien sentirse así. Se dio cuenta de que no sólo estaba de bajón, sino que padecía una depresión. Desde la muerte de su
padre, en lugar de seguir con su vida, se había dedicado a pensar en panoramas negativos. La vida era para vivirla, no para pasarla sumida en
reflexiones obsesivas, contraproducentes, morbosas y banales. Decidió que iría a ver a un médico, y quizá hasta se sometería a una terapia de
pérdida.
A medida que sus emociones salían a la superficie, Albert Black se compadeció de sí mismo. Debía de estar aburriendo a aquella chica,
aunque ella tuviera la elegancia de no mostrarlo. Se excusó y se marchó a explorar.
Al pasar por delante del todoterreno, Black se fijó en que Ewart, que se había marchado al camión, había dejado preparado un té en la tetera
que se había tomado la molestia de procurarse en el hotel. Quizá le hubiese juzgado mal. Mientras que todos los demás parecían estar ingiriendo
toda clase de espantosos productos químicos, Carl Ewart estaba haciendo algo respetable. Tenía un aspecto parecido a la manzanilla cuando
Black lo vertió en uno de los vasos de poliestireno. No había leche, pero sí había azúcar y miel, que le añadió, pues aquel elixir era, como todas
las infusiones de hierbas, sumamente repugnante para su paladar, a pesar de que a Marion le entusiasmaban. Black regresó a donde estaba la
multitud danzante, dando sorbos a su infusión.
Se fijó en Ewart y en Lawson, que ahora bailaban con las chicas: Helena, que parecía cansada pero cumplía por pura fórmula, y la americana
cuyo nombre se le olvidaba continuamente. Pero ellos bailaban y se lo pasaban igual de bien el uno con el otro que con sus novias. (¡Aunque sin
duda fuese exagerado referirse al congreso esporádico entre Lawson y la camarera en esos términos!) Black, un intruso solitario, se dio cuenta
de forma contundente de que jamás había tenido una amistad como la que Ewart tenía con Lawson.
Allister. En la universidad.
Eso desenterró un recuerdo desagradable, pero la náusea resultante iba más allá. Black se dio cuenta de que se sentía enfermo y la cabeza
le daba vueltas. Tenía una sensación de presión urgente en la vejiga. Se alejó de los juerguistas, cuyas siluetas parecían contorsionarse hasta
adoptar posturas antinaturales, y se internó vacilantemente entre el espeso follaje a fin de encontrar un lugar íntimo donde orinar. Abriéndose paso
entre unos arbustos de eucaliptos hasta llegar a un claro, notó cómo los juncos mojados le calaban los zapatos.
Estaba tan oscuro..., volvió la vista atrás; ya no veía las luces estroboscópicas, aunque el sonido le había acompañado. Pero ya no estaba
seguro de que se tratara de la música dance, pues parecía proceder de algún lugar dentro de su cabeza. Reparó en la sequedad de su garganta
mientras la rodilla le chasqueaba y el pulso se le aceleraba. Separando las piernas para estabilizarse, apoyó la mayor parte del peso sobre la
rodilla más fuerte, se desabrochó la bragueta y empezó a hacer pis. Jamás había orinado tanto; aquello parecía no tener fin. Se estremeció. Le
dio una arcada, pero seca, pues no había comido nada. Notaba aquel té revuelto en las entrañas, pero no quería salir. Intentó respirar más
tranquilamente. Bufó. Ni siquiera estaba seguro de haber terminado de mear, pero se guardó el pene y sintió una ráfaga de viento que parecía
proceder de ninguna parte atravesar su cuerpo como una radiografía.
The wind blew as ‘twad blawn its last;
The rattling showers rose on the blast;
The speedy gleams the darkness swallow’d;
Loud, deep, and lang the thunder bellowed:
That night, a child might understand,
The Deil had business on his hand.41
Cuando William y Christine eran pequeños, los asustaba con un dramático recitado de aquel poema. Parecía haber transcurrido tanto
tiempo, y ahora apenas formaban parte de su vida. Como tantos otros, se habían convertido en desconocidos. ¿Por qué le seguía Allister Main
por todas partes en la universidad, como un perro estúpido? ¿Acaso era de extrañar que hubiera acabado pecando por las infatigables
atenciones de aquel idiota enfermo? La culpa la tuvo el whisky; era la primera vez que se emborrachaba. Primero unas bromitas (risa frívola, el
caballo de Troya del demonio), luego juegos idiotas, después el rostro de Allister sobre su cuerpo, la ropa aflojada y desparramada y después...
¡haciéndole una felación con aquella boca de niña! Albert Black, el joven estudiante cristiano, pese a chillar de rabia y de dolor, sujetó con firmeza
la cabeza del otro chico, estrechándole contra su necesitada entrepierna mientras su simiente estallaba en la caverna agradecida de la garganta
de su compañero de estudios teológicos.
Y nunca le pedí a Marion que hiciera lo mismo y me ofreciera ese terrible placer.
Desde aquella tarde espantosa en el piso de estudiantes de Marchmont, Albert Black rara vez había bebido. Con un vaso de whisky en Burns
Night42 le bastaba, la misma cantidad en Hogmanay43 y, muy de vez en cuando, para su cumpleaños. Pero ni siquiera aquellos pensamientos
desagradables y largo tiempo reprimidos lograron serenarle, porque estaba preso de una náusea ascendente, espesa e intransigente, que se
expandía por su cuerpo como un oscuro veneno. Al llevarse una mano titubeante al ceño, sudoroso y palpitante, volvió a padecer una arcada.
Ahora ya no oía ninguna música, no podía dar la vuelta y volver con los demás, que sin duda estaban a sólo unos metros tras la parcela de
arbustos de eucalipto, pues sus piernas parecían atascadas.
¿Qué me está pasando?
¿Dónde más seréis castigados? ¿Continuaréis en rebelión? Toda cabeza está enferma, y todo corazón desfallecido.
Black no sabía dónde estaba. Los arbustos, los árboles, las lianas trepadoras y la hierba alta adoptaban formas extrañas, como si el pantano
hubiera cobrado vida a su alrededor. Pero había algo más allí con él, en aquel terrible páramo natural.
Al principio no vio más que los ojos encendidos, de un amarillo ardiente y sulfuroso, mirándole fijamente a través de la borrosa y densa
oscuridad que les separaba. Después la bestia satánica prorrumpió en un gruñido grave, inhumano y monstruoso. Le siguió el estruendo de lo
que hubiera podido ser un trueno, pero que quizá fuese el equipo de sonido.
There sat auld Nick, in shape o’ beast;
A towzie tyke, black, grim, and large,
To gie them music was his charge:
He screwd the pipes and gart them skirl,
Till roof and rafters a’ did dirl.44
Entonces la bestia emitió un siseo grave. Pese a que Black sentía que le arrancaba la piel, miró a aquellos atroces ojos y, pensando en
Marion, empezó a recitar con voz tranquila y sosegada mientras un rayo surcaba el cielo, iluminando por un instante la macabra y encorvada
figura que tenía delante.
«¡Está dicho que cuando la fría voz de la verdad caiga dentro del torbellino ardiente de la falsedad, arrancará silbidos! ¡El amor perfecto se
desprende de todo temor! La inocencia busca la luz del sol y exige ser puesta a prueba», declaró Black, casi cantando mientras las lágrimas
brotaban de sus ojos. El maestro de escuela jubilado y ex soldado tiró de sus piernas y dio un paso al frente con los puños cerrados y rugió en
plena noche: «¡NO SE ESCAPA NI SE OCULTA!»
La criatura se encogió, como agazapándose, gruñó, dio media vuelta y se marchó. Se volvió una sola vez, siseando de nuevo, y desapareció
entre los arbustos.
«¡FUERA DE AQUÍ!», tronó Black en la noche mientras el equipo de sonido marcaba con fuerza un ritmo constante. Entonces, al ceder su
rodilla, sintió que se hundía y caía hacia delante y se precipitaba en lo que parecía un abismo oscuro y húmedo. Durante un rato, antes de que
abriera los ojos, todo estuvo en calma. El trueno rugía y en el cielo veteado restallaban rayos. La lluvia le cayó sobre el rostro. Luchó por zafarse
del terreno pantanoso que parecía tenerle sujeto por succión. Lo reivindicaba para sí; era como si se desangrase sobre él. Con gran dificultad,
estiró los brazos y tiró de las ramas de un arbusto hasta incorporarse y ponerse derecho.
Más adelante veía luces, pero era incapaz de desplazarse hacia ellas. Atrapado en el arbusto, permanecería allí. Había llegado el momento
de sucumbir a la oscuridad. De unirse a ella. Gritó su nombre, o quizá lo pensara en voz alta.
Y Albert Black debía de llevar gritando mucho rato o ninguno —eso jamás lo sabría— cuando Terry, Carl, Brandi y Helena le encontraron,
desquiciado, empapado y agarrado a un arbusto de eucalipto como si le fuera la vida en ello.
«¡Albert!», gritó Helena.
«Joder..., estamos empapados.» Terry Lawson intentó agarrar a su viejo maestro, desprenderle del arbusto y el agua que le llegaba hasta
mitad de las pantorrillas. «¡Venga, coño, mamonazo, que aquí fuera hay caimanes, panteras, osos negros y todo eso!»
Black le apartó la mano y gritó a la oscuridad mientras les azotaba la lluvia. «Inspiring bold John Barleycorn! What dangers thou canst make
us scorn! Wi’ tippenny, we fear nae evil; wi’ usquabae, we’ll face the devil!»45
De ninguna manera iba a ir él a ninguna parte. Se aferró al eucalipto con la desesperación de los moribundos, los ojos enloquecidos y
desorbitados.
«Va hasta el puto culo», dijo Carl Ewart. «Bla... Señor... Albert, ¿has tomado ese té?»
Carl se acurrucó junto a él, notando cómo el agua le subía por las piernas. Black vio distorsionarse el rostro de Ewart hasta dar paso a
aquella sonrisa burlona de antaño. Necesitaba un arma, y Ewart ya no era un niño. Ya no era un niño malo. En los ojos de aquel hombre de pelo
blanco había amabilidad y preocupación; estaba rodeado por un resplandor, como el halo dorado de la santidad, y una voz suave le rogaba:
«Venga, Albert, dame la mano. Vamos a sacarte de aquí y a secarte, amigo.»
Entonces Black vio a un niño asustado, acobadardado ante él en su despacho al verle sacar el tawse. A su propio hijo, de niño, saliendo por
la puerta a la carrera entre sollozos. A Marion levantándose y colocándose delante de él para impedir que saliera tras él. Le ardían los ojos. Estiró
el brazo abatido y Carl Ewart le cogió por el sobaco.
«Nunca quise hacerte daño..., nunca quise hacerle daño a nadie...», gemía Black.
«Olvídate de eso. ¿Has bebido ese té?», le preguntó Ewart mientras Terry les ayudaba a salir de la zanja.
«El té», resopló Black, notando cómo sus viscosos y empapados pies tocaban terreno más firme.
«No era té de verdad, Albert. Te hará vomitar. Has bebido demasiado», dijo Carl, rodeando los hombros del anciano con un brazo, guiándole
entre los arbustos hasta la caravana y metiéndole dentro del utilitario todoterreno bajo el azote de aquella lluvia torrencial. Mientras Helena le
consolaba en el asiento de atrás del coche, Black se sumió en una especie de sueño febril. Se despertó brevemente cuando llegaron a las
afueras de Miami, mientras el amanecer aparecía lentamente, bailando bajo el sol del este. Entonces el sueño se apoderó otra vez de él.
19
Uno narcotizado y el otro narcoléptico, los dos amantes hablaron, intentaron dormir y finalmente discutieron a pesar de lo agotados que
estaban. Reclinada sobre la chaise longue Helena Hulme daba sorbos a la taza de café cubano, pasando de mirarse los pies a mirar a Carl
Ewart, que estaba sentado en la cama, convulsionado por la revelación que ella acababa de hacerle y con la cabeza entre las manos.
«Me siento fatal», gimió.
«Debería habértelo contado», admitió Helena, «pero no sabía cómo te lo ibas a tomar. Yo no quería quedarme embarazada, Carl. Pensé que
tratarías de convencerme de que lo tuviera.»
«Ni hablar..., no me entiendes», dijo Carl con voz entrecortada, antes de caer de rodillas y desplomarse ante ella dejando la cabeza en su
regazo y mirándola con una sonrisa triste. «No me siento mal por eso; hiciste lo correcto. Es que me siento fatal de que tuvieras que ir a ese sitio
sola y pasar todo eso sola.»
«Debería habértelo contado.»
«¿Cómo me lo ibas a contar? ¿Por correo electrónico o por sms? Yo nunca estaba allí», dijo con tristeza, y acto seguido, súbitamente
animado, se levantó y se sentó a su lado. «He estado pensando. No me siento capaz de afrontar otro verano en Ibiza poniendo discos para
chavales que escuchan cualquier cosa si están lo bastante hechos polvo. Esa mierda ya no me va, Helena.»
Helena le acarició el cabello. Era tan fino y suave. Trazó ondas con los dedos en su cuero cabelludo.
«Jake me ha pedido que componga la banda sonora de su película. Le dije que lo haría. No me adelantaría gran cosa, pero si funciona bien,
cobraré derechos. Así que voy a trasladar el estudio a Sidney. Si la cosa sale bien, me gustaría hacer más cosas de ese tipo. Eso quiere decir
que estarás lo bastante cerca de tu madre para verla de forma regular e invitarla a casa.»
«Pero ¿y tu madre? Es mayor, y Ruthie vive cerca de mi...»
«Tenemos que aceptar que, por el motivo que sea, tu madre te necesita ahora mismo más de lo que la mía me necesita a mí. Probemos
durante un par de años. Si tu madre se tranquiliza y se amolda, podemos pensar en irnos luego a Londres o incluso a Los Ángeles si me forro»,
propuso con una sonrisa.
Helena rodeó su delgado torso con los brazos. «Te quiero, Carl.»
«Yo te quiero... y quiero estar contigo. No quiero estar siempre lejos de ti y poniéndose hasta el culo sólo porque tú no estás. Soy demasiado
viejo para eso; me aburre. Tengo cuarenta años; la música dance es para la peña joven. Ya va siendo hora de que me vaya retirando.»
«Vale», dijo ella con gratitud, mientras sentían que la tensión entre ellos se sajaba como un forúnculo, «luego lo hablamos. Ahora vámonos a
la cama.»
«No conseguiré dormir.»
Helena acusó el subidón del café. El jet-lag la había engañado. Unos minutos antes se sentía agotada; ahora estaba animadísima otra vez.
«Yo tampoco. Salgamos a tomar el sol, y a lo mejor logramos desayunar algo.»
«Vale. Me llevaré el factor de protección veinte, por si nos quedamos dormidos.»
20
Albert Black se despertó en una habitación de hotel que no conocía. Estaba completamente vestido y acostado encima de la cama. La parte
inferior de sus pantalones parecía estar mojada. La habitación seguía reverberando bajo la luz, pero ahora las pulsaciones eran más suaves.
Tenía la sensación de que todo había terminado. Satanás había abandonado su cuerpo, aunque éste seguía en estado de shock. El té. ¿ Por qué
el jardín de Dios había estado siempre lleno de los frutos amargos de Satanás?
Se quitó las gafas y se frotó los ojos. Volvió a ponérselas. Levantándose temblorosamente, y mostrándose deferente con su rodilla apóstata,
bajó las escaleras. Al pasar por la parte de detrás del hotel, se asomó y vio a Carl y a Helena tendidos junto a la piscina, él en pantalones cortos,
ella con un bikini azul. Estaba a punto de escabullirse, pero le vieron y le llamaron.
«¿Te encuentras bien?», le preguntó Carl, incorporándose de la colchoneta hinchable mientras Helena sonreía y le saludaba con la mano,
como si nada indecoroso hubiera sucedido.
«Estaba ebrio..., aquel té..., me temo que me comporté como un idiota.»
Carl se levantó, se sentó ante una mesa e invitó a Black a hacer lo mismo. «Todos lo hicimos, ¿pero qué más da? Tenemos cosas más
importantes en las que pensar que preocuparnos por que alguien se ponga hasta el culo, Albert.»
Black se desplomó abatido en la silla y sacudió la cabeza con gesto compungido. «No sé qué hacer...»
Carl le señaló la presencia de un camarero que se aproximaba con una bandeja de plata. «Quédate aquí y desayuna con nosotros.»
«No puedo aceptar más hospitalidad..., anoche alguien me dejó su habitación.»
«Ése sería Terry.»
«Law... Terry. Qué caritativo por su parte. Me siento muy mal por haberle privado de ella. ¿Dónde ha...?» Cuando vio la sonrisa de Ewart,
Black se quedó con la palabra en la boca.
«Creo que no hubo problema. Es más, es probable que le ayudaras.»
«No sé...», dijo Black sacudiendo la cabeza, pero Carl Ewart ya le había servido un poco de zumo de naranja y le pedía al camarero que
trajera algo de comer. En las alturas, el cielo pálido y despejado parecía invitar a la serenidad, y sucumbió ante la creciente lasitud de sus huesos.
«Dentro de un rato tendrás que ir a ver a tu familia», dijo Helena, sumándose a ellos con un pareo alrededor de los hombros, «estarán
preocupados.»
«Es cierto. Ha sido muy difícil. La verdad es que mi hijo y yo no nos llevamos muy bien.»
«Eso deberías intentar solucionarlo», dijo Carl con tristeza, pensando de pronto en su difunto padre. «De lo contrario, te perderás las cosas
que nunca os dijisteis. Y él también.»
«Es cierto», reconoció Black. «No tuvimos demasiado tiempo.»
«Eso dice alguna gente. Habéis compartido una vida. Independientemente de que creas en una vida en el más allá o no, la vida que habéis
compartido tiene que significar algo», dijo, notando la mirada de Helena sobre él.
«Brindo por eso», dijo ella, levantando su vaso de zumo de naranja.
Black contempló a su ex alumno. «Todos estáis siendo muy amables conmigo, Carl. Quiero decir que en el colegio... lo siento si...»
Carl Ewart levantó una mano para acallar a su viejo maestro. «Albert, yo podría haber ido a Eton o Rugby y seguramente habría salido igual.
Algunos nunca seremos felices si no tenemos alguna convención contra la que rebelarnos. Gracias por haber sido esa fuerza, esa influencia, y lo
digo en serio. Pero quizá deberías intentar ser un poco más amable contigo mismo y con la gente que te rodea.»
Black sonrió en un somero gesto de reconocimiento de que así era. Era cierto. Marion habría querido que tuviera relación con William. Y con
Christine. Sabía que ella vivía con otra mujer, y aquel acto pecaminoso y contra natura no era algo que él pudiera aprobar jamás, pero había que
amar al pecador. En cuanto al pecado en sí mismo, le correspondía juzgarlo al Señor. Iría a Sidney y la vería. ¿Qué otra cosa podía hacer con sus
ahorros? La vida sí tenía un sentido. Había que limar asperezas.
Comieron con cierta vacilación. Las tiras de beicon con huevos estrellados, la fruta y los cruasanes con mermelada y mantequilla parecían
excesivos para unos estómagos encogidos. El zumo de naranja y el agua eran mucho más bienvenidos. Black contempló a la feliz pareja, un
hombre de mediana edad con una novia más joven.
«¿El nombre de N-Sign lo sacaste del pub que está junto al castillo?»
«No.» Carl Ewart miró a Albert como si estuviera loco. «Me lo dijiste tú, en el colegio. El primer día de religión, te dije cómo me llamaba y me
contaste la historia de Charles Ewart.»
«Es cierto..., ¿te acordabas de eso?»
«Por supuesto. De cómo les quitó el estandarte del águila a los franceses en Waterloo. Era una historia estupenda y la contabas muy bien.
Salí de esa clase sintiéndome muy ufano porque me llamaba igual que aquel heroico guerrero escocés. Luego busqué información sobre él en la
biblioteca. Se convirtió en mi héroe. Nació en Kilmarnock, que es de donde procede la familia de mi padre.»
«Así que es posible que seas descendiente directo», dijo Black, incapaz de contener la emoción de su voz.
«Sería bonito pensar que sí, pero allí es un nombre muy común. Pero sea así o no, era un relato muy ejemplar que me hizo sentirme muy
especial. Me proporcionó un buen nombre artístico con una historia detrás. Así que gracias.»
Black asintió pensativamente, y con una sonrisa leve pero agradecida mordisqueó un cruasán.
Charlaron bajo el sol de la mañana y comieron a duras penas, aunque todos consiguieron echarse algo al estómago. Cuando terminaron,
Albert Black se levantó de la mesa y dijo: «Ahora voy a volver con mi familia. Pero me gustaría mucho invitaros a los dos a cenar o a comer en su
casa. Mi nieto es fan de tu música y le encantaría conocerte.»
Carl miró a Helena. «Estaremos encantados.»
«Por supuesto.»
«¿Qué tal mañana a las siete?», propuso Black.
«Por nosotros perfecto», dijo Helena. «¿Carl?»
«Sí, estupendo. A esa hora no tengo nada.»
«Muy bien. Y gracias otra vez por cuidar de mí.»
«No te preocupes. Somos de la vieja escuela», dijo Carl con una sonrisa, y vio a su viejo maestro sonreír lánguidamente y con gesto
agradecido antes de dar media vuelta y echar a andar, un poco tembloroso los primeros pasos, pero luego, como el viejo soldado que era,
atravesando con aire resuelto el jardín tropical y dando la vuelta a la piscina. Al llegar a la puerta de atrás del hotel, Black se dio vuelta y exclamó
en voz alta y solemne, señalando con el dedo: «¡Acuérdate, Ewart, las siete quiere decir a las siete! ¡Ya sabes lo estricto que soy con la
puntualidad!» Y por primera vez en mucho tiempo en el rostro del anciano apareció algo parecido a una sonrisa.
«Le recibo alto y claro», dijo Carl Ewart, sonriendo a su vez y saludando con formalidad a su antiguo maestro. No se sintió del todo capaz de
decir «señor», pero esta vez al viejo no pareció importarle.
Título de la edición original:
Reheated Cabbage
Edición en formato digital: febrero de 2012
© de la traducción, Federico Corriente, 2012
© Irvine Welsh, 2009
© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2012
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona
ISBN: 978-84-339-3352-2
Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L.
anagrama@anagrama-ed.es
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14 de abril de 2011
notes
1. Vocablos formados por analogía con blaxploitation (amalgama de black —negro— y exploitation —explotación). Se trataría, pues, de
literatura que explota temas escoceses o relacionados con las drogas. (N. del T.)
2. Variedad de cerveza un poco más floja y más clara de tono que la export. (N. del T.)
3. Apelativo genérico empleado por los ingleses para designar a los escoceses. (N. del T.)
4. Argot rimado: Hampden Roar («el rugido del estadio de Hampden») por score, de la expresión to know the score, «saber lo que hay». (N.
del T.)
5. Ex estrella del glam rock procesada en 2005 y 2006 por delitos de pornografía infantil y pederastia respectivamente. En la actualidad su
nombre es sinónimo de pederasta. (N. del T.)
6. Seeker: en el argot médico británico, se califica así a la persona que se presenta en una clínica o en urgencias en busca de una dosis de
morfina simulando un dolor extremo. (N. del T.)
7. En un principio este término se refería a las bandas callejeras del East End de Glasgow del período de entreguerras, enfrentadas so
pretexto de disputas territoriales y religiosas. En la actualidad lo emplean los pandilleros juveniles de toda Escocia para referirse a su círculo de
íntimos. (N. del T.)
8. Denominación de los jóvenes informalmente vestidos que acuden al fútbol para alborotar. (N. del T.)
9. Casuals seguidores del Hibernian Football Club. (N. del T.)
10. Top boy: literalmente, «el de arriba» en cualquier actividad. En el contexto casual y hooligan, se refiere a los cabecillas. (N. del T.)
11. Diminutivo de chip shop, es decir, tienda de fish ‘n’ chips. (N. del T.)
12. Literalmente, «las perras del embalse». (N. del T.)
13. Diminutivo de casuals. (N. del T.)
14. Siglas de Capital City Service. (N. del T.)
15. Diminutivo de hooligans. (N. del T.)
16. Siglas de fucked up beyond all recognition, es decir, «completamente hecha polvo». (N. del T.)
17. Habitante del barrio de Pilton, Edimburgo. (N. del T.)
18. Término de argot para designar a los habitantes de Glasgow. (N. del T.)
19. Denominación despectiva para los seguidores del Hearts of Midlothian F. C., que a su vez deriva de una construcción de argot rimado
(Jam Tarts, «galletitas de mermelada de fresa»), basada en los colores rojos de la elástica de dicho equipo. (N. del T.)
20. Juego de palabras que se refiere tanto al IVA (VAT) como a una conocida marca de whisky. (N. del T.)
21. Letra de «Happy Xmas», de John Lennon (N. del T.)
22. Letra de «Simply the Best» de Tina Turner. (N. del T.)
23. Juego de palabras con el nombre de la calle, Cockburn Street, que podría traducirse literalmente por «ardor/escozor de polla». (N. del T.)
24. Juego de palabras con «Victor», que significa «vencedor» en latín. To the victor the spoils... (N. del T.)
25. Argot rimado: Edinburgh Castle por hassle («agobio»). (N. del T.)
26. Literalmente, la «calle Resaca». (N. del T.)
27. Juego inglés muy semejante al béisbol. (N. del T.)
28. Fragmento de la letra del himno de Horatio Palmer «Yield Not to Temptation», que podría traducirse por «mira siempre a Jesús, él te
acompañará». La modificación da como resultado «mira siempre a Jesús, él rematará». (N. del T.)
29. Tira de cuero con un montón de cortes en uno de sus extremos, utilizada en Escocia y en algunas ciudades inglesas para castigar a los
alumnos golpeándoles en la palma de la mano. La mayoría de autoridades educativas escocesas abolieron su uso a comienzos de la década de
1980, y fue prohibido legalmente en 1987. (N. del T.)
30. Otro apelativo para los seguidores del Hearts of Midlothian Football Club. (N. del T.)
31. Mezcla de bebidas alcohólicas y refrescos.
32. Contracción del argot rimado Septic Tanks («fosa séptica»), por Yanks («yanquis»). (N. del T.)
33. Profesor a cargo de una residencia en un internado. (N. del T.)
34. Estereotipo de mujer de clase media (casi siempre blanca) que vive en un área residencial y dedica su vida a sus hijos, a los que lleva en
minivan a entrenamientos de fútbol, meriendas, ensayos de teatro u otras actividades. (N. del T.)
35. Frase hecha que indica que uno ha acabado alguna tarea. En este caso, podría traducirse por «Dicho y hecho». (N. del T.)
36. Literalmente «negro hijo de puta». La expresión podría tener su origen en la conducta de las hinchadas futbolísticas británicas hacia los
jugadores de raza negra de equipos rivales. (N. del T.)
37. Natural de Nueva Zelanda. (N. del T.)
38. Fragmento del poema «Tam O’Shanter», de Robert Burns: «Y emprendió el camino en una noche tal que nunca pobre pecador se viera
expuesto a ella.» (N. del T.)
39. Argot rimado: Coral Reef («arrecife de coral») por beef («carne»). (N. del T.)
40. Ian McLagan (miembro del grupo pop Small Faces) por Shaggin («folleteo». (N. del T.)
41. Fragmento del poema «Tam O’Shanter», de Robert Burns: «El viento soplaba como si soplara por última vez; los estruendosos
chaparrones se desataron entre ráfagas; la oscuridad se tragaba los fugaces destellos del rayo; los truenos retumbaban alta, honda y largamente;
aquella noche, hasta un niño se habría dado cuenta de que el Diablo se traía algo entre manos.» (N. del T.)
42. Todos los 25 de enero se celebra en Escocia (y en muchos otros países) la «Noche de Burns», en la que se bebe whisky, se come
haggis y se recitan poemas del bardo escocés. (N. del T.)
43. Denominación que se da en Escocia al Año Nuevo. (N. del T.)
44. Fragmento del poema «Tam O’Shanter», de Robert Burns: «Estaba sentado el Demonio con forma de bestia; un gran perro lanudo,
negro y sombrío, estaba encargado de proveer la música: tocó la gaita y la hizo sonar, hasta que el tejado y las vigas comenzaron a temblar.» (N.
del T.)
45. Fragmento del poema de Robert Burns, «Tam O’Shanter», que podría traducirse así: «¡Cebada estimulante y audaz! ¡Qué peligros nos
haces desdeñar! ¡Con dos peniques, no hay mal que temamos! ¡Con acqua vitae nos enfrentaríamos al demonio!»