Recortes fotográficos
Marisol García Walls
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Recortes fotográficos
Marisol García Walls
Tr o p e z ó d e p ro n t o c o n l a s e n e rg í a s
revolucionarias que se manifiestan en lo
"anticuado", en las primeras construcciones de
hierro, en los primeros edificios de fábricas, en
las fotos antiguas, en los objetos que comienzan
a caer en desuso, en los pianos de cola de los
salones, en las ropas de hace más de cinco años,
en los locales de reuniones mundanas que
empiezan a no estar ya en boga.
Walter Benjamin hablando de André Bretón.
1. Tarjeta postal
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Un hombre recolectando conchas de mar. Tarjeta impresa en papel Kodak mexicano, ca. 1940. Encontrada en la
Librería Jorge Cuesta.
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En la fotografía adivino suave el sonido de las olas. El agua está tan tranquila que la línea del
horizonte difumina el cielo. En el fondo hay un hombre, su silueta apenas es perceptible. Un punto
en la nada. Está ligeramente agachado, con las piernas hundidas. Sus brazos enterrados en la arena
me llaman la atención: es como si estuviera buscando algo, conchas o piedras, vestigios de una
historia más allá de sí mismo. Las personas retratadas en el frente no me interesan; él es el único
con quien me identifico. Ambos estamos enfrascados en la misma búsqueda.
Cuando interrogo a una fotografía pregunto por más por su cuerpo que por la imagen que aparece
en ella. Inquirir sobre el objeto, sobre su técnica, es la forma de desenterrar las otras historias.
Walter Benjamin consideraba que la memoria no es un instrumento para explorar el pasado, sino
solamente el medio, su escenario. Así como la tierra es donde yacen enterradas las ciudades, la
memoria es el medio de lo vivido. Benjamin dice: quien intente acercarse a su propio pasado debe
comportarse como un hombre que excava.
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Estoy en una librería de viejo a unos pocos metros del lugar donde trabajo. Hace unos momentos
empezó a llover tan fuerte que, en vez de regresar, decidí quedarme hasta que el aguacero termine.
Cuando le digo al encargado que estoy buscando anuncios de revistas antiguas, me conduce a una
caja en el segundo piso. Interpreto su gruñido como una invitación para explorar con libertad entre
los papeles.
Ahí, involuntariamente, me encuentro con la tarjeta postal que llama mi atención. Siempre he
pensado que la imagen es por naturaleza vagabunda. Se niega a permanecer en un sólo lugar. Se
mira en los periódicos, se recorta, se enseña a los amigos. Se regala en tarjetas publicitarias y es
arrancada por el viento de los volantes pegados en los postes. Se adjunta en un archivo y se
convierte –me imagino– en miles de pixeles que se descomponen para volver a armarse en otra
parte del mundo.
En la primera mitad del siglo xx, la imagen se enviaba por correo. Bastaba con tomar una fotografía
y pedir en el estudio que la revelaran en tarjetas postales, fabricadas entonces por la empresa
Kodak, pionera en este terreno. Después había que escribir un mensaje en el reverso, ponerle un
timbre y anotar la dirección del destinatario. Esta práctica tuvo auge entre los años veinte y los
últimos de la Segunda Guerra Mundial. Después, a partir de la década de los cincuenta, se empezó a
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extinguir y dejaron de fabricarse las tarjetas, aunque circularon todavía durante un buen rato las
falsificaciones en papeles más delgados.
No me extraña que la tarjeta que veo en la librería muestre la fotografía de unas vacaciones. La
memoria tiene sello postal, coordenadas geográficas a la vez que sentimentales. Con frecuencia
añoramos tanto los lugares de la infancia como a las personas que formaron parte esencial de ella.
Pienso en la atracción gravitatoria que ejerce el recuerdo de la primera escuela, de los parques, de
las calles visitadas los fines de semana. Satélites que giran en torno a un planeta mucho más grande:
la casa donde crecimos.
Ahí es donde tradicionalmente se guardan las primeras memorias. Recibir una tarjeta postal con una
fotografía debía ser entonces una manera de conocer que el mundo era, en efecto, más ancho y más
interesante que la manzana o el vecindario. A diferencia de las miniaturas fotográficas que se
imprimían en dimensiones pequeñas para abaratar costos, la tarjeta postal de Kodak era más
ostentosa. Paradójicamente, la fotografía viajera estaba destinada a quedarse en casa. Se enmarcaba
o guardaba en un álbum, contrario a las impresiones reducidas, generalmente retratos, que uno
podía meter en su cartera y llevar a todas partes.
Cuando veo en una fotografía un lugar que reconozco, nunca resisto a la tentación de decir que
estuve allí. La memoria se completa como se marcan los países visitados en un mapa. Por eso,
aunque ésta no necesita necesariamente el anclaje de la fotografía, sí prefiere tenerlo: un cuerpo que
viaja adquiere otra dimensión cuando existe evidencia de su desplazamiento.
Hoy la tarjeta postal está extinta. Uno pensaría que con la desaparición del soporte se perdieron
también las prácticas asociadas a éste, pero ¿no se han convertido las redes sociales como Instagram
y Facebook en los álbumes donde se exhiben las postales que dan cuenta de nuestros pasos? Aquí el
vocabulario puede ser revelador: se comparten las publicaciones, se “envían” a amigos y conocidos
,y, gracias a los servicios de geolocalización, se ubican en la espacialidad del globo terráqueo. La
imagen queda sujeta al mapa trazado por estos servicios, sea una fotografía de la más reciente
aventura en América Latina o la borrosa imagen del departamento propio.
Me da un poco de lástima pensar que la memoria ya no viaja por correo. De alguna u otra manera,
su tránsito material aseguraba que si era compartidas con alguien, el destinatario era único. Por otra
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parte –y esta pregunta me da vértigo– me pregunto sobre qué restos trabajará la arqueología
venidera. Me pregunto qué huellas sobrevivirán los efímeros medios digitales. Es decir, ¿qué querrá
decir la palabra “excavar” en el futuro?
2. Polaroid
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Tres personas en un barco que se llama “Alberto”. Fotografía Polaroid, 8.8 x 10.7 cm. Encontrada en la Librería
Jorge Cuesta.
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Apenas se tocan los dos pies enterrados en la arena. Imposible saber si el tacto es un vestigio
significativo o no. El hombre y las dos mujeres que aparecen en la foto ya no están ahí. Se habrán
marchado con sus lentes oscuros, sus gorras y sandalias a continuar con la vida en otra parte. Tal
vez el único que no se haya ido sea El Alberto, escenario y testigo de esta escena. Incluso es posible
que todavía esté en alguna playa en Veracruz, me gusta pensar, con el casco boca arriba, dando
resguardo a moluscos invertebrados. Para Benjamin, los objetos ocultaban su verdadero estado. El
sentido de su existencia está cubierto por capas parecidas a los estratos de la Tierra. En una
excavación sólo cuando se tienen todos los restos se puede empezar a indagar sobre las relaciones
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que hay entre ellos. El significado de lo que los objetos quieren decir nunca se muestra como algo
completo: el conocimiento del pasado –y de la historia– es fragmentario.
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En una de las esquinas de la caja, aparece una Polaroid. Ya casi ha dejado de llover, pero no me
quiero ir.
De pronto me viene a la mente uno de mis recuerdos más tempranos: estar en casa de una amiga de
mis abuelos y que alguien –presumiblemente, la amiga– me tome una foto. Imposible olvidar la
impresión que me causó la salida el papel de la cámara y la enseñanza de que si lo agitaba, podía
conjurar mi propia imagen. Sobre el fondo blanco pude ver cómo se delineaba el contorno de mi
cara infantil. Inscribir es horadar: la tinta hace surcos en la superficie y en su trazo se adivinan las
sombras que rellenan huecos.
Para alguien que ha experimentado la vida digital, el proceso de la Polaroid está lejos de ser
considerado instantáneo. Curiosamente, Edwin Land, el inventor de esta cámara y del papel que la
acompaña, llamó al proceso comercializado en 1948 one-step photography más por que eliminaba
la mediación del cuarto oscuro (con todas sus complicaciones), que por su velocidad. El apelativo
de snapshot o instantánea no se hizo popular sino hasta más tarde, en los años sesenta, cuando se
simplificó el funcionamiento de la cámara y, en efecto, se hizo más rápida la fotografía.
En realidad, parte de su encanto reside en su lentitud: en ver cómo paulatinamente la imagen se
completa. El producto aparece como una membrana que se desprende de la realidad; creemos que la
fotografía es una cebolla que resguarda entre sus capas la verdad del objeto, pero éste revela que
todo el tiempo está en una fuga permanente. El presente de lo que fotografío se convierte en su
pasado cuando cierro el obturador, antes incluso de que la reacción química tenga lugar. La
instantaneidad es una ilusión.
También la piel humana reacciona al tacto ajeno. Eros habita los límites: la distancia que media
entre el objeto y la fotografía es la misma que hay entre mi cuerpo y el de quien amo, un cuerpo que
nunca puedo poseer del todo. El deseo no espera la satisfacción inmediata de sus presupuestos. Lo
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que quiere el deseo es más deseo. No la gratificación inmediata, sino el goce que anida en la
prolongación agónica del momento en el que se cumple el placer.
La Polaroid genera una atracción enorme porque en ella se conjunta la ilusión de que se puede
poseer el instante con otra de sus características principales: la imposibilidad de su reproducción.
Incluso las cámaras más avanzadas de los años setentas y ochentas –las que democratizaron
finalmente la industria de la imagen y la pusieron al alcance de cualquier persona–, nunca
estuvieron diseñadas para generar negativos. Cada imagen es irrepetible.
Por esta razón, las Polaroids se hicieron populares en dos espectros disímiles del consumo: se
pusieron al servicio de los creadores de imágenes eróticas caseras tanto como al de los círculos del
arte emergente que cuestionaban el valor de lo aurático. El mismo Andy Warhol fue un gran
entusiasta de las instantáneas.
En realidad, ambos polos no están tan lejos uno del otro. La velocidad de la impresión y su unicidad
hacen que en la Polaroid se haya materialice la noción de lo íntimo, ese maravilloso espacio de
contacto entre lo erótico, lo artístico y lo cotidiano. Incluso el marco blanco, indisociable de la foto,
se parece a los muros de una habitación para la imagen que encierra.
Sólo en la intimidad se hace posible revelarle a otra persona lo que yace bajo las capas de nuestra
piel. Paradójicamente, aunque la Polaroid haya sido una de las prácticas más comerciales –y quizás
más odiada por no pocos estudiosos de la imagen que fruncen el ceño ante ella– es la más íntima de
las prácticas fotográficas. Sostener una entre las manos debe ser el equivalente a dos pies que se
juntan bajo la arena.
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3. Identificación.
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Muchacho pensando en su primer día de clases. Fotografía oval, encontrada en la Librería Jorge Cuesta.
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Muestra el perfil izquierdo, el bueno. Para alguien que ha nacido con un temperamento inclinado
irremediablemente hacia la necedad, tomarse las fotos de la escuela con la camisa bien planchada
debe ser toda una proeza. Hay de dos: o uno peca de escrupuloso o la sesión tiene que ser a primera
hora, antes del recreo, porque ninguna prenda es inmune a los fuertes de lodo que ostentan banderas
hechas de ramitas. Benjamin empezó a escribir Infancia en Berlín hacia 1900 en 1932, cuando ya
estaba en el exilio. El sentimiento de nostalgia por su patria, acrecentado por la soledad, debe
haberle parecido un terreno propicio para empezar a indagar en su pasado. Comenzó a excavar. Del
subsuelo sacó los vestigios de la ciudad en que había sido niño y procuró romperlos hasta que de
ellos no quedó casi nada. El mundo, según Benjamin, debía ser reducido a la ruina con el fin de
construir encrucijadas en cuyos intersticios se construiría el contacto con el presente: hacer
escombros de lo que ya existe –decía– y no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa
a través de ellos.
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En la salida de la librería que da a la calle, puedo adivinar una enorme cantidad de fotografías que
cuelgan enmarcadas en la pared. Conforme mis ojos se ajustan al nivel de la luz alcanzo a percibir
los rostros, cada vez más nítidos, de desconocidos que, como yo, alguna vez se tomaron una
fotografía para credencial. Aparecen aquí como miniaturas. Seguramente no interesan a nadie.
La fotografía de identificación –tamaño pasaporte, infantil o credencial– ha justificado su existencia
en un constructo filosófico: la idea de que hay una correspondencia entre la persona que aparece
retratada y su identidad. El nombre, la dirección y la fecha de nacimiento son anclajes ante el paso
del tiempo. Ponen en evidencia una dimensión política y social de los papeles oficiales: Juan Pérez
siempre será Juan Pérez, sin importar si tiene ocho u ochenta años, y si vive en Veracruz o en
Mazatlán. El estudio fotográfico es el lugar donde se gesta esta operación de equivalencia.
Imagino al niño de la foto sentado frente a la cámara, en un banco de madera, haciendo un esfuerzo
enorme por sentarse con la espalda recta, la mirada seria, la frente en alto. Dos paraguas se abren
como flores; en su centro una bombilla resplandece.
Me pregunto cuántos antes han sido marcados por los requerimientos de la burocracia, cuántas
versiones de uno mismo están refundidas en el archivo muerto de escuelas, oficinas y posibles
lugares de trabajo. Cuando uno está en búsqueda de un puesto, una beca o una ayuda gubernamental
termina siendo siempre la víctima de una paradoja: al solicitante le solicitan miles de trámites donde
termina poniendo siempre una impresión de su rostro como confirmación de lo que a él le parece
evidente. No hay manera de escapar a este requisito
En estos días ya nadie va al fotógrafo por voluntad propia. Diría que incluso la tarea adquiere un
tinte rulfiano: vine aquí –no porque quise– sino porque me dijeron que aquí una tal Lupita podía
sacarme cuatro fotos ovaladas en quince minutos.
Las instrucciones de uso siempre son las mismas: sentarse más derecho; sonreír menos. Inclinar la
cabeza levemente hacia la izquierda, pero no tanto. El fotógrafo es un maestro de la eliminación: a
la vez que corrige la postura, consigue borrar las huellas demasiado evidentes de la personalidad.
Como un arqueólogo, trabaja meticulosamente. Todo lo hace con el fin de acortar la distancia entre
la persona que uno cree que es y la persona que él cree que debes ser.
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Sin embargo, entre lo que él mira a través de la lente de la cámara y lo que el objetivo –unos
centímetros más abajo– captura, existe una diferencia fundamental. Se llama error de paralaje:
esencialmente, una discordancia entre lo que vemos y lo que la cámara captura como lo que
verdaderamente es.
Cuando a uno le entregan sus fotografías, el perfil acartonado del rostro genera una sensación
comparable con el horror con que releemos los escritos de la adolescencia; un extrañamiento similar
a escuchar la propia voz en una grabación. ¿Así me veo?, ¿así me oyen los demás?
Imposible saberlo. Mi abuelo, que era químico, me enseñó la importancia de esta diferencia: puedes
llenar de líquido una pipeta y pensar que estás midiendo cantidades exactas, pero, visto desde otro
ángulo, bien pueden faltar o sobrar uno o dos mililitros para completar la medida. Por eso los
científicos trabajan con la mirada al ras de la mesa y los arqueólogos, particularmente, lo hacen al
ras del suelo.
Supongo que es una cuestión de óptica: desde esta mirada es más fácil distinguir qué entre los
escombros puede servir como cimiento.
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