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¿Cambio climático S.A.?
Transnacionales de distintos sectores buscan hacer del cambio climático una gran
oportunidad de lucro, desde las petroleras a las compañías de seguros, pasando por el
complejo de la seguridad, que lo mismo suministra concertinas para blindar las
fronteras que personal o sistemas de vigilancia.
Nuria del Viso (/autores/nuria_del_viso/)
EFE
07/08/2017 - 20:14h
Hace apenas unos días conocimos el desprendimiento de un iceberg gigante del
casquete de la Antártida que nos recuerda por enésima vez que algo anda muy mal en
el ecosistema planetario. La larga trayectoria de mercantilización de la naturaleza y
privatización de bienes comunes ha cobrado especial intensidad en las últimas cuatro
décadas. Durante esta etapa, el neoliberalismo actúa despolitizando cuestiones políticas
y presentándolas libres de ideología, como si fueran problemas neutros que precisan
soluciones técnicas. Y así está ocurriendo en el tratamiento del cambio climático. Las
élites están presentando la desestabilización del clima como un problema estrictamente
ambiental ‒climático‒, prácticamente como si resultara inevitable, como una catástrofe
natural más que tan solo precisa de una adaptación. Pero este planteamiento esconde
una parte importante de la realidad. Es cierto que la crisis climática entraña elementos
técnicos derivados de un exceso de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) en la
atmósfera, sumidero natural ahora saturado. Pero junto a ellos aparecen de forma
inseparable aspectos políticos. De ahí que resulte crucial cómo se está enmarcando y
definiendo la cuestión climática, porque de ello dependerá la forma de encarar el
calentamiento global y las respuestas que se van a ofrecer.
En primer lugar, el calentamiento global tiene raíces antropogénicas, es decir, está
causado por las actividades humanas. El análisis de las causas del fenómeno nos remite
a un modelo de sociedad altamente dependiente de los combustibles fósiles que se gestó
en Europa a partir de la revolución industrial. Pese a algunos tímidos esfuerzos, las
emisiones crecen a un ritmo cada vez más rápido, lo que ya va a causar un aumento
irreversible en la temperatura del planeta. Nuestras decisiones inmediatas se mueven
en un estrecho aunque fundamental margen de maniobra que determinará si ese
aumento es de 2 ºC (escenario manejable), o llega hasta los 6 ºC (escenario catastrófico).
Esto apunta al carácter profundamente político del fenómeno en el que, lejos de existir
una responsabilidad genérica de todos y todas, el desafío climático remite a
responsabilidades bien diferenciadas e impactos también desiguales: ni las
responsabilidades por la generación del fenómeno son equiparables ni las sociedades y
grupos sociales son igualmente vulnerables. De hecho, se establece una relación inversa
entre responsabilidad y vulnerabilidad en la que aquellos más responsables por la
generación del problema son los menos vulnerables.
Y tal escenario nos conduce a un segundo elemento. Dependiendo de en qué términos
sociopolíticos se defina el cambio climático, nos jugamos qué marco de derechos y
libertades se implantará en las próximas décadas: si sale adelante un modelo
securitario y corporativo, podríamos fácilmente deslizarnos hacia escenarios de corte
ecofascista, en los que unos se atrincheren acaparando los recursos disponibles,
mientras otros queden expuestos a las inclemencias climáticas y con graves carencias
de acceso a recursos básicos como el alimento o el agua.
El cambio climático está ya deteriorando nuestros suelos y derritiendo glaciares, algo
que impactará en la disponibilidad de recursos básicos. A la vez, se ha introducido en el
imaginario la idea de escasez, lo que nos lleva al tercer elemento. La crisis climática se
plantea en términos de conflicto, un conflicto de carácter político y socioecológico ‒o
ecológico-distributivo, si se prefiere. Sin embargo, no se trata del conflicto de corte
hobbesiano de todos contra todos en lucha por unos recursos escasos, como nos
quieren hacer creer. El conflicto se sitúa en otra parte. En el capitalismo del desastre se
están consolidando dos categorías de personas: los que están a salvo y los que están
expuestos a la desestabilización climática, es decir, privilegiados y desposeídos.
En uno de los juegos de prestidigitación del gusto de las élites, el cambio climático está
viviendo su abracadabra por obra de los ejércitos y las corporaciones, con la
colaboración necesaria de grupos políticos en el poder. Un libro singular editado por
Nick Buxton y Ben Hayes, Cambio climático S.A.
(http://www.fuhem.es/ecosocial/noticias.aspx?v=10217&n=0) , publicado por FUHEM Ecosocial, perfila
estos procesos y explica cómo las élites utilizan el cambio climático como el siguiente
motivo de temor. Diversos informes militares y políticos de gobiernos y de instituciones
supranacionales presentan la crisis climática como un problema creciente de seguridad
y lo califican de «multiplicador de amenazas», lo que alude al supuesto de que,
inevitablemente, se dispararán hostilidades. Sin duda, pintar un mundo cruzado de
amenazas catastróficas facilita que la gente renuncie voluntariamente a parcelas de sus
derechos y libertades a cambio de un poco de seguridad, seguridad que el complejo
militar-industrial se ofrece a brindarnos gustosamente.
Sin embargo, estas respuestas militarizadas, lejos de resolver el problema, lo
profundizan. Los autores del citado libro recuerdan que el ejército de EE UU es el
principal consumidor de hidrocarburos, cuyo acceso busca garantizarse a toda costa,
aunque esto cueste un sinfín de “guerras preventivas” y la desestabilización de regiones
enteras del mundo, como estamos viendo en el Norte de África y Oriente Medio
(objetivo que, de paso, resulta funcional a los intereses de las grandes corporaciones
petroleras). No obstante, esta realidad, por más difícil que sea de ocultar, vuelve a
oscurecerse a través de costosas operaciones de lifting publicitario de los ejércitos para
mostrarse con una cara más ecológica (como antes buscaron parecer más
humanitarios). Un empeño digno del gran Houdini si no fuera porque algunas de las
iniciativas, como desarrollar “balas verdes”, con menos cantidad de plomo pero
igualmente mortíferas, son dignas del gran Gila, aunque mucho más peligrosas.
En este contexto, transnacionales de distintos sectores buscan hacer del cambio
climático una gran oportunidad de lucro, desde las petroleras a las compañías de
seguros, pasando por el complejo de la seguridad, que lo mismo suministra concertinas
para blindar las fronteras que personal o sistemas de vigilancia. En un mundo acosado
por el miedo y donde primen respuestas basadas en la fuerza, el sector de la seguridad
aguarda optimista ante sus perspectivas de negocio.
Desde Europa somos testigos ‒bastante indiferentes‒ de cómo el cierre de fronteras
está dejando fuera a millones de personas expuestas a la miseria y a la muerte en
travesías inhumanas. Pero no olvidemos que «las armas también apuntan hacia
adentro», como señala Nick Buxton. De hecho, vemos cómo se endurecen las leyes de
control social en distintas partes del mundo (ahí tenemos la «ley Mordaza»), y se vigilan
nuestras comunicaciones y datos.
Entre las falsas soluciones, la tecnología se presenta como la “solución” frente al
cambio climático. Las grandes compañías experimentan con una supuesta “agricultura
inteligente” mientras despojan de sus tierras al campesinado en los cinco continentes o
comercian con los derechos sobre el agua. Pero la aplicación más sorprendente de la
tecnología frente a la crisis climática viene de la mano de la geoingeniería. Así, para las
élites resulta más plausible ‒y económicamente viable‒ “fertilizar” los océanos o lanzar
millones de partículas de sulfato a la estratosfera (para que actúen de parasoles), que
reducir el uso de hidrocarburos. En cualquier caso, si es que estas ilusorias “soluciones”
funcionaran en alguna medida, no sería con un efecto global único de reducción de
temperatura para el beneficio de la humanidad; al contrario, dependiendo de en qué
partes del mundo se apliquen, puede causar efectos colaterales en otros lugares y
acabar otros ‒los más vulnerables‒ pagando los platos rotos de la geoingeniería. Así,
quien controle el termostato planetario controlará el mundo, lo que supone una nueva
vuelta de tuerca en un mundo dividido entre privilegiados y desposeídos. Tales
respuestas, además, lejos de democratizar la tecnología, concentran aún más el poder
en menos manos, lo que acentúa parte de nuestros problemas vinculados a la falta de
democracia en la toma de decisiones.
En este contexto apremiante de crisis climática urge desenmascarar las falsas
soluciones e identificar las vías que contienen posibles respuestas. Un reciente informe
de Cathy Baldwin y Robin King, titulado What about the people?
(http://be.brookes.ac.uk/research/iag/resources/what-about-the-people.pdf) , indica cómo la formación de
vínculos sociales constituye la principal estrategia y herramienta de defensa de las
comunidades ante los desastres. Y es que la articulación de la ciudadanía contiene
algunas de las respuestas que necesitamos ante la desestabilización del clima. En esta
misma línea, los citados Buxton y Hayes aportan un amplio abanico de acciones que,
alrededor del mundo, están llevando a cabo multitud de grupos de la sociedad civil
organizada, resistiendo a las estrategias corporativas y de seguridad y luchando por
recuperar el control de bienes naturales esenciales.
Necesitamos articular respuestas justas ante la crisis climática. Probablemente, no
serán soluciones completas, quizá no nos lleven muy lejos y haya que explorar otros
caminos, pero al menos contendrán algunos de los rasgos que colectivamente
consideremos imprescindibles. Atendiendo a las causas, las acciones deben tender al
cambio del modelo energético, la reducción de la extracción desenfrenada de bienes
naturales, el apoyo a formas tradicionales de resiliencia comunitaria, un Estado del
bienestar sólido y el fortalecimiento de los mecanismos democráticos. En estas
decisiones nos jugamos el futuro.
07/08/2017 - 20:14h