SNOWPIERCER Y EL FRENO DE EMERGENCIA
Carlos Miguel Tovar Samanez
Universidad Nacional Mayor de San Marcos
carlintovarperu@gmail.com.
SUMILLA
La imagen del sistema mundial como un tren que, dividido en clases sociales, corre
desbocado por el desolado paisaje de un planeta congelado y en escombros, fue
publicada originalmente como novela gráfica, luego llevada al cine, y ahora es
lanzada como serie de televisión. Constituye una poderosa metáfora que nos permite
explicar importantes características de la dramática situación por la que atraviesa la
humanidad, y puede ayudar a entender cómo así la implantación de la jornada laboral
de cuatro horas podría ser el manotazo hacia el freno de emergencia que, al decir de
Walter Benjamin, es la oportunidad revolucionaria.
Palabras clave: capitalismo, crisis, tasa de ganancia, jornada laboral.
ABSTRACT
The image of the world system as a train that, divided into social classes, runs wild
through the desolate landscape of a frozen and debris planet, was originally published
as a graphic novel, then taken to the movies, and is now released as a television series.
It constitutes a powerful metaphor that allows us to explain important characteristics
of the dramatic situation that humanity is going through, and it can help us understand
how the implementation of the four-hour workday could be the swipe to the
emergency brake that, according to Walter Benjamin, is the revolutionary
opportunity.
Key words: capitalism, crisis, rate of profit, working day.
LA DISTOPÍA LLEGÓ
Los aficionados a las películas del género distópico deben haber tenido, como yo, la
sensación de haberse metido en uno de esos filmes, cuando, en plena cuarentena de la
actual pandemia, se aventuraron, nerviosos, por las calles casi desiertas de su barrio
para ir a comprar algunos víveres. Daba la sensación de que un grupo de zombies
podía aparecer, en cualquier momento, a la vuelta de la esquina.
Pero la distopía es mucho más que un género cinematográfico, puesto que sus
orígenes están en la literatura. Jonathan Swift, Lewis Carroll y Voltaire produjeron
clásicos en esta vertiente, cuya vitalidad atestiguan, hoy en día, las obras de Margaret
Atwood o David Foster Wallace, por citar solo a dos. La contribución del cómic en
esta materia tampoco puede soslayarse, como veremos líneas abajo.
La idea de que la distopía ya no es una ficción, sino la realidad que vivimos, avanza
rápidamente en el pensamiento de nuestros días. Ignacio Ramonet, en un brillante
ensayo sobre la actual situación (Ramonet, 2020), señala que “lo que antes parecía
distópico y propio de dictaduras de ciencia ficción se ha vuelto norma”. Por cierto, no
es el primero en afirmar tal cosa. Marcelo Figueras ya lo dijo dos años antes
(Figueras, 2017): “vivimos una realidad que no puede sino haber salido de la pluma
de un distopista. ¿Payasos presidentes? ¿Camiones asesinos? ¿Democracias en las
cuales la mayoría decide no votar?”.
El fin del mundo tal como lo conocemos, dice el mismo Figueras, ya no se discute. La
distopía se ha vuelto el género por antonomasia de nuestro naciente siglo, que se
inauguró con el terrorífico atentado contra las Torres Gemelas. Una secuela
interminable de catástrofes climáticas, virus desconocidos, masacres de civiles
inocentes, gigantescos incendios forestales, derrames tóxicos, colapsos financieros,
crisis de refugiados, y el ascenso de corrientes xenófobas y suprematistas así como de
presidentes de gobierno estrafalarios y demagógicos, parece suficiente material para
instalar en la mente del público la idea de que la subsistencia de nuestra especie está
en alerta roja.
Con tal panorama, resulta comprensible que la gente encuentre que las ficciones
distópicas sintonizan con las angustias de sus atribulados espíritus. De alguna manera,
que los psicoanalistas podrán explicar, esas historias capturan nuestro interés porque
nos permiten descargar sobre los protagonistas las tensiones que sufrimos nosotros en
nuestra vida cotidiana.
Pero, sintonizar nuestro estado de ánimo con las historias distópicas no es lo mismo
que comprender por qué las cosas marchan en ese sentido. Lejos de aclararse, el
panorama mundial se vuelve cada vez más enredado para el común de la gente, y ello
podría explicar el auge de las teorías de la conspiración, el terraplanismo, el
pensamiento mágico y la desconfianza frente a los diagnósticos de la ciencia.
El mundo se ha vuelto cada vez más complejo, y las explicaciones científicas se
tornan, a su vez, más inaccesibles al común de las personas. Slavoj Zizek (2002) dice
que se ha abierto una brecha insalvable entre la ciencia moderna y la mayoría de la
gente. Estamos frustrados porque el mundo se nos hace incomprensible. La física
cuántica, por ejemplo, enuncia leyes que no podemos traducir a los términos de
nuestra experiencia diaria.
Cuando la vida social se vuelve demasiado complicada para que podamos entenderla,
necesitamos un modelo imaginario de ella, que nos sirva como un mapa del terreno,
según Terry Eagleton (1997, p. 194). “A menos que expresemos las ideas
estéticamente –es decir, mitológicamente–, éstas no tienen interés para el pueblo”,
dice Eagleton, siguiendo en este punto a Hegel. Las distopías tienen la virtud de
construir esas imágenes estéticas que nos pueden servir como modelos para entender
el mundo.
Snowpiercer, la serie de Netflix basada en la película del mismo nombre dirigida por
Bong Joon Ho (2014), (la misma que, a su vez, se basa en la novela gráfica francesa
Le Transperceneige) (Jacques Lob, 2014), constituye una poderosa metáfora de la
dramática situación por la que atraviesa la humanidad, y puede servir para explicar
por qué las cosas están como están.
Una desafortunada intervención de los científicos, en el afán por contrarrestar el
calentamiento global, ha provocado la glaciación del planeta y la cuasi extinción de la
especie humana. Los únicos que logran sobrevivir están embarcados en un tren, el
Snowpiercer, que no puede detenerse, puesto que su movimiento es, a la vez, la fuente
de energía que sostiene la vida al interior.
Los mil y un vagones del expreso están divididos en cuatro clases. Mientras, en los
vagones delanteros, una élite de millonarios disfruta de lujosas comodidades, en los
de cola habitan polizontes que entraron por la fuerza a último momento, y que
soportan condiciones paupérrimas e insalubres. Entre ambos extremos, la segunda
clase alberga a profesionales, técnicos y artistas, y la tercera al proletariado, que
despliega labores agrícolas, pecuarias, de limpieza y otros servicios (en los
respectivos vagones que sirven como establos, piscigranjas, viveros, talleres, etc.)
El tren es obra de una iniciativa privada, cuyo propietario y mentor es un enigmático
señor Wilford, que se limita a lanzar esporádicos mensajes por los altoparlantes, y
nunca se deja ver. La vocería visible del gobierno del tren (una brutal dictadura) es
ejercida por Melanie, bajo cuyas órdenes opera una aplastante fuerza represiva de
centenares de efectivos. Los ocasionales actos de rebeldía merecen castigos que van
desde la pérdida de dedos, manos o brazos enteros, hasta el total congelamiento por
tiempo indefinido.
Snowpiercer es, en buena cuenta, un modelo o representación metafórica del mundo,
y vamos a analizar sus semejanzas con la realidad en tres aspectos: la lucha de clases,
la ideología y, el más interesante de todos, que llamaremos el mecanismo.
LA LUCHA DE CLASES
La primera clase del tren representa al famoso 1% de la población mundial que, según
informa OXFAM (2018), acapara el 82% de la riqueza generada. No necesitamos
extendernos en explicaciones sobre esta élite mundial, porque los informes al respecto
abundan. El amplísimo estudio de Nicolás Piketty (2013) es el más conocido. El autor
sostiene que el mundo se encamina hacia un “capitalismo patrimonial”, en cuya
economía domina el poder de la riqueza heredada, detentada por una oligarquía
mundial cada vez más opulenta y cada vez menos numerosa.
La Cola representa a los desplazados, desempleados, discriminados y refugiados del
planeta, sobre cuya situación también abundan los informes. Para quien quiera
familiarizarse con el tema, recomendamos un botón de muestra: Desplazados, otra
serie de Neflix. En un gran campo de detención en Australia, cientos de inmigrantes
ilegales procedentes de Irak, Irán, Afganistán y otras naciones convulsionadas por el
terrorismo y las guerras, pasan meses y años esperando obtener una visa que les
otorgue la permanencia legal en calidad de refugiados.
El mundo vive una crisis general de refugiados. Según Naciones Unidas, setenta
millones de personas (una cantidad sin precedentes) se vieron obligadas a huir de
conflictos y persecuciones a finales de 2018, y treinta millones de ellos buscaron
refugio en otros países (Refugiados, 2019).
No necesitamos extendernos en explicaciones sobre la tercera clase, que, como
dijimos, aloja al proletariado, ni sobre la segunda, donde habita y trabaja una clase
media de profesionales, artistas del espectáculo y otros trabajadores calificados.
La lucha de clases aparece cuando, desde los primeros capítulos, se gesta una rebelión
contra los opresores (así son llamados los de primera clase). Un líder llamado Layton,
surgido de los vagones de cola, busca unir a su gente con los trabajadores de las clases
segunda y tercera, que a su vez intentar gestar una huelga, con el fin de derrocar a
Wilford y tomar el control del tren.
LA IDEOLOGÍA
El gobierno del tren es ejercido por una dictadura que, sin embargo (y como es
costumbre), pretende guardar ciertas apariencias de legalidad. Un tribunal de justicia,
por ejemplo, es integrado por representantes de primera, segunda y tercera clase, y
puede condenar a un personaje de primera clase por la comisión de un crimen, pero
Wilford tiene la potestad de conmutar la pena por un benevolente “arresto
domiciliario”.
Para una legitimación del poder opresor, nada mejor que una ideología, como dice
Terry Eagleton (1997, p. 24), y Snowpiercer está debidamente premunido de la suya.
El evanescente Wilford es divinizado. Se gritan vítores y se cantan himnos en su
honor, a instancias de la diligente Melanie y sus secuaces. Pero nunca se ve al
endiosado líder, lo que equivale a decir que no se tiene evidencia alguna de su
existencia, fuera de la voz que se escucha en los altoparlantes. Cada vez que el tren
logra corregir un desperfecto o superar una instancia difícil, el éxito se atribuye al
señor Wilford, así como, en nuestro mundo, los creyentes atribuyen tales cosas a “la
divina providencia” o “la infinita misericordia” de Dios.
También la máquina que impulsa al tren es revestida de atributos mágicos: se dice que
es eterna, y, pese a la evidente falsedad de semejante proposición, la gente la repite,
deseosa de aferrarse a ella, para evitar el horror de pensar qué sucederá cuando, como
es natural, el inevitable desgaste llegue a paralizar el motor, condenando a todos a la
muerte por congelamiento.
¿No es el discurso acerca de la eternidad de la máquina idéntico a aquel otro sobre el
“fin de la historia” que los defensores del capitalismo siguen repitiendo? (Fukuyama
es el más célebre de ellos, pero no el único ni el primero).
EL MECANISMO
Llegamos a parte más interesante, y también más compleja, que se refiere al
mecanismo de funcionamiento, y que, como dijimos, consiste en que la energía que
abastece las necesidades de los pasajeros proviene del propio movimiento del tren.
Siendo así, resulta que la máquina no puede detenerse nunca. Incluso una eventual
disminución de la velocidad obliga a un racionamiento de la energía. Resulta
interesante que ese movimiento perpetuo, al mismo tiempo que es la fuente de
supervivencia, es también el germen de su destrucción, porque el desgaste y el
deterioro de la máquina no pueden sino conducir a su colapso final.
El parecido de esta situación paradójica con la contradicción que aqueja al sistema
capitalista es notable. Por una parte, el capitalismo genera el desarrollo de las fuerzas
productivas “más abundantes y colosales que todas las generaciones pasadas en su
conjunto”, como bien dijo Marx (1999, p. 56). Pero el capital tampoco puede
detenerse: “La burguesía no puede existir sin revolucionar continuamente los
instrumentos de producción, esto es, las relaciones de producción, esto es, todas las
relaciones sociales”. La situación de permanente inseguridad y movimiento es
característica de la época burguesa (1999, p. 53).
Pero ese frenético movimiento, como aquel otro del tren, lleva al capitalismo a la
destrucción y a la barbarie. En las crisis, dice Marx, no solo se destruye gran parte de
lo producido, sino gran parte de las fuerzas productivas ya creadas.
Así como el movimiento del tren produce la energía que alimenta la vida al interior
del mismo, el proceso capitalista de producción pone en acción la fuerza de trabajo, la
misma que, a su vez, crea la plusvalía que alimenta al capital. Y este último, a su
turno, solo puede multiplicarse si explota una y otra vez al trabajo asalariado (1999, p.
69).
¿Por qué el tren del capitalismo no puede detenerse, y debe correr desbocado,
depredando el ambiente habitable, precarizando el trabajo, desplegando la fuerza
militar para someter a los díscolos, y todo ello a una velocidad cada vez más
vertiginosa? La razón estriba en una contradicción fundamental, una enfermedad
congénita del capitalismo, la misma que fue descubierta y explicada por Marx en El
capital: la tendencia decreciente de la tasa de ganancia (Marx, 1959).
Enfrentados unos con otros en el mercado, los capitalistas se ven impulsados a
revolucionar la tecnología para obtener ventajas competitivas. Pero resulta que,
cuanto más avanza la técnica, menos interviene el trabajo humano en el proceso de
producción. En otras palabras: máquinas y procesos automáticos reemplazan
progresivamente las tareas que realizan las personas. Pero, como quiera que la
plusvalía solo proviene del trabajo humano, resulta entonces que, al impulsar el
avance de la tecnología, el capital reduce, en el proceso de producción, la
participación de la sustancia nutricia que lo mantiene con vida. La tasa de ganancia,
entonces, tiende a disminuir.
El ciclo del capital, expresado en la famosa fórmula dinero-mercancía-dinero (D-M-
D’), no es como el de una rueda, cuyas vueltas son todas iguales. Para el capital, cada
rotación debe realizarse más rápido que la anterior (algo así como cuando una rueda
patina en el terreno) para compensar la caída de la plusvalía. Esa falla interna del
mecanismo económico empuja entonces al capital a intensificar la extracción de
plusvalía, cosa que busca conseguir de varias maneras: prolongando e intensificando
las jornadas de los trabajadores, precarizando el trabajo para reducir los costos
laborales, expandiendo los mercados, inflando las burbujas financieras y, por
supuesto, devorando insaciablemente los recursos naturales.
El tren del capitalismo, como vemos, debe ir a velocidad cada vez mayor, degradando
a su paso la calidad de vida de los trabajadores, al tiempo que devora y destruye
bosques, plantas y animales, contaminando aires, ríos y mares. Todos sabemos que las
pandemias que afligen a nuestra especie en las décadas recientes tienen su origen en
la explotación descontrolada e incesante de la naturaleza, pero pocos se dan cuenta de
que tal depredación obedece a esa contradicción interna que padece el capitalismo, y
cuyo descubrimiento fue el mayor aporte de Marx a la economía política.
Lo bueno, en medio del sombrío panorama de la distopía en que vivimos, es que
existe una salida. Hoy es más cierto que nunca que la revolución, como decía Walter
Benjamin (2008), no es la locomotora de la historia, sino más bien el manotazo que
necesitamos dar al freno de emergencia para detener el enloquecido tren en que
viajamos.
Si bien la pandemia del coronavirus ha aplicado, de facto, un freno al sistema
económico, ese freno resulta disfuncional. La velocidad del tren, para seguir con la
metáfora, se ha reducido, pero, tal como ocurre en el Snowpiercer, esa reducción
ocasiona un enfriamiento que tiene nefastas consecuencias para el bienestar de
millones de seres humanos, porque genera desempleo, pobreza e inseguridad. Por otra
parte, cuando acabe la pandemia (si acaba), el tren reanudará su marcha en las mismas
condiciones, injustas e insostenibles a largo plazo, en que se encontraba
anteriormente.
Necesitamos, entonces, otro tipo de freno, que tenga la virtud de reducir la velocidad
al mismo tiempo que establezca condiciones sostenibles y equitativas para todos los
seres humanos. La buena noticia es que ese freno existe, y podría aplicarse de manera
inmediata, gratuita, pacífica y universal. Estamos hablando de la reducción de la
jornada de trabajo. No se trata de una reivindicación nueva, puesto que, entre
mediados del siglo XIX y principios del XX, se redujeron las jornadas laborales desde
las extenuantes dieciséis horas hasta las históricas ocho. Tampoco debe temerse que
su aplicación ocasione pérdidas a las empresas o daño alguno a la economía, como
algunos predijeron en ese entonces, porque los hechos se encargaron de demostrar que
los efectos de la reducción de la jornada laboral fueron positivos (Marx, 1959).
Resulta extraño, sin embargo, que, luego de la conquista universal de las ocho horas
en 1919, se haya abandonado el tema, en lugar de continuar reduciendo las jornadas
en proporción al incremento de la productividad. Tan temprano como en 1932,
Bertrand Russell estimaba que ya se había alcanzado una productividad suficiente
para reducir las jornadas a cuatro horas diarias (Russell, 1986). John Maynard
Keynes, por su parte, calculó que, para 2030, el aumento de productividad permitiría
implantar una jornada de tres horas diarias (DCOMM, 2010).
Hoy en día, varios autores coinciden en que una reducción radical de la jornada
laboral aportaría innumerables beneficios a la humanidad. Quien esto escribe ha
sostenido ese punto de vista desde 2002 (Tovar, 2002) y ha abundado en la materia en
trabajos posteriores (Tovar, 2006), (Tovar, 2014). En 2010, la Fundación para la
Nueva Economía lanzó, desde Londres, un manifiesto proponiendo una semana
laboral de 21 horas para enfrentar un conjunto de problema interrelacionados, como
son el exceso de trabajo, el desempleo, el consumo excesivo, las emisiones de gases
contaminantes, la desigualdad social y, sobre todo, la falta de tiempo para disfrutar de
la vida (NEF, 2010).
La filósofa feminista Frigga Haug también encuentra que la reducción de la jornada es
económicamente factible y tiene múltiples beneficios: soluciona el desempleo;
permite compartir actividades laborales y familiares de manera equitativa entre
hombres y mujeres y, especialmente, permite la participación política y el desarrollo
de los potenciales humanos, así como el aprendizaje de por vida (Haug, 2013).
Todavía más enfático respecto de las bondades de la propuesta es el joven pensador
holandés Rutger Bregman (2016). Para él, la pregunta no es “¿qué problemas se
solucionarían trabajando menos?”, sino, por el contrario “¿cuáles no se resolverían?”,
y pasa a enumerar los beneficios: menos estrés; reducir las emisiones de carbono a la
mitad; menos accidentes industriales y de tránsito; eliminación del desempleo;
igualdad para hombres y mujeres en el trabajo doméstico y en el trabajo remunerado
y, finalmente, mejor distribución de la riqueza. Bregman propone una jornada
semanal de quince horas.
Ante una cantidad tan apabullante de argumentos, no faltará quien diga “es una idea
muy buena, pero difícil de llevar a la práctica”. Para Bregman, se trata, en efecto, de
una utopía, pero para realistas, porque, tal como van las cosas, la pregunta correcta
no es “qué tan difícil de realizar es la propuesta”, sino “qué pasará si no la llevamos a
la práctica”. Y la respuesta es obvia: seguiremos embarcados en el desquiciado tren
del capitalismo, padeceremos nuevas y más letales pandemias, colapsos financieros,
desempleo y violencia social a niveles exponenciales, catástrofes climáticas cada vez
peores, todo ello con la escalada de la xenofobia, el racismo, el negacionismo y el
deterioro generalizados de los lazos sociales. Por otra parte, ¿por qué habría de ser
poco realista algo que ya se hizo, repetidas veces, entre el siglo XIX y principios del
XX, como dijimos líneas arriba? Quien crea presumir de realista, mostrándose
escéptico ante esta propuesta es, en realidad, quien está fuera de la realidad. Como
dice el sociólogo Robert Kurz, “cuando los locos son mayoría, la locura se convierte
en un deber del ciudadano” (Kurz, 2004).
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