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SNOWPIERCER Y EL FRENO DE EMERGENCIA

2020

Abstract

SUMILLA La imagen del sistema mundial como un tren que, dividido en clases sociales, corre desbocado por el desolado paisaje de un planeta congelado y en escombros, fue publicada originalmente como novela gráfica, luego llevada al cine, y ahora es lanzada como serie de televisión. Constituye una poderosa metáfora que nos permite explicar importantes características de la dramática situación por la que atraviesa la humanidad, y puede ayudar a entender cómo así la implantación de la jornada laboral de cuatro horas podría ser el manotazo hacia el freno de emergencia que, al decir de Walter Benjamin, es la oportunidad revolucionaria. ABSTRACT The image of the world system as a train that, divided into social classes, runs wild through the desolate landscape of a frozen and debris planet, was originally published as a graphic novel, then taken to the movies, and is now released as a television series. It constitutes a powerful metaphor that allows us to explain important characteristics of the dramatic situation that humanity is going through, and it can help us understand how the implementation of the four-hour workday could be the swipe to the emergency brake that, according to Walter Benjamin, is the revolutionary opportunity. Key words: capitalism, crisis, rate of profit, working day. LA DISTOPÍA LLEGÓ Los aficionados a las películas del género distópico deben haber tenido, como yo, la sensación de haberse metido en uno de esos filmes, cuando, en plena cuarentena de la actual pandemia, se aventuraron, nerviosos, por las calles casi desiertas de su barrio para ir a comprar algunos víveres. Daba la sensación de que un grupo de zombies podía aparecer, en cualquier momento, a la vuelta de la esquina. Pero la distopía es mucho más que un género cinematográfico, puesto que sus orígenes están en la literatura. Jonathan Swift, Lewis Carroll y Voltaire produjeron clásicos en esta vertiente, cuya vitalidad atestiguan, hoy en día, las obras de Margaret Atwood o David Foster Wallace, por citar solo a dos. La contribución del cómic en esta materia tampoco puede soslayarse, como veremos líneas abajo. La idea de que la distopía ya no es una ficción, sino la realidad que vivimos, avanza rápidamente en el pensamiento de nuestros días. Ignacio Ramonet, en un brillante ensayo sobre la actual situación (Ramonet, 2020), señala que "lo que antes parecía

SNOWPIERCER Y EL FRENO DE EMERGENCIA Carlos Miguel Tovar Samanez Universidad Nacional Mayor de San Marcos carlintovarperu@gmail.com. SUMILLA La imagen del sistema mundial como un tren que, dividido en clases sociales, corre desbocado por el desolado paisaje de un planeta congelado y en escombros, fue publicada originalmente como novela gráfica, luego llevada al cine, y ahora es lanzada como serie de televisión. Constituye una poderosa metáfora que nos permite explicar importantes características de la dramática situación por la que atraviesa la humanidad, y puede ayudar a entender cómo así la implantación de la jornada laboral de cuatro horas podría ser el manotazo hacia el freno de emergencia que, al decir de Walter Benjamin, es la oportunidad revolucionaria. Palabras clave: capitalismo, crisis, tasa de ganancia, jornada laboral. ABSTRACT The image of the world system as a train that, divided into social classes, runs wild through the desolate landscape of a frozen and debris planet, was originally published as a graphic novel, then taken to the movies, and is now released as a television series. It constitutes a powerful metaphor that allows us to explain important characteristics of the dramatic situation that humanity is going through, and it can help us understand how the implementation of the four-hour workday could be the swipe to the emergency brake that, according to Walter Benjamin, is the revolutionary opportunity. Key words: capitalism, crisis, rate of profit, working day. LA DISTOPÍA LLEGÓ Los aficionados a las películas del género distópico deben haber tenido, como yo, la sensación de haberse metido en uno de esos filmes, cuando, en plena cuarentena de la actual pandemia, se aventuraron, nerviosos, por las calles casi desiertas de su barrio para ir a comprar algunos víveres. Daba la sensación de que un grupo de zombies podía aparecer, en cualquier momento, a la vuelta de la esquina. Pero la distopía es mucho más que un género cinematográfico, puesto que sus orígenes están en la literatura. Jonathan Swift, Lewis Carroll y Voltaire produjeron clásicos en esta vertiente, cuya vitalidad atestiguan, hoy en día, las obras de Margaret Atwood o David Foster Wallace, por citar solo a dos. La contribución del cómic en esta materia tampoco puede soslayarse, como veremos líneas abajo. La idea de que la distopía ya no es una ficción, sino la realidad que vivimos, avanza rápidamente en el pensamiento de nuestros días. Ignacio Ramonet, en un brillante ensayo sobre la actual situación (Ramonet, 2020), señala que “lo que antes parecía distópico y propio de dictaduras de ciencia ficción se ha vuelto norma”. Por cierto, no es el primero en afirmar tal cosa. Marcelo Figueras ya lo dijo dos años antes (Figueras, 2017): “vivimos una realidad que no puede sino haber salido de la pluma de un distopista. ¿Payasos presidentes? ¿Camiones asesinos? ¿Democracias en las cuales la mayoría decide no votar?”. El fin del mundo tal como lo conocemos, dice el mismo Figueras, ya no se discute. La distopía se ha vuelto el género por antonomasia de nuestro naciente siglo, que se inauguró con el terrorífico atentado contra las Torres Gemelas. Una secuela interminable de catástrofes climáticas, virus desconocidos, masacres de civiles inocentes, gigantescos incendios forestales, derrames tóxicos, colapsos financieros, crisis de refugiados, y el ascenso de corrientes xenófobas y suprematistas así como de presidentes de gobierno estrafalarios y demagógicos, parece suficiente material para instalar en la mente del público la idea de que la subsistencia de nuestra especie está en alerta roja. Con tal panorama, resulta comprensible que la gente encuentre que las ficciones distópicas sintonizan con las angustias de sus atribulados espíritus. De alguna manera, que los psicoanalistas podrán explicar, esas historias capturan nuestro interés porque nos permiten descargar sobre los protagonistas las tensiones que sufrimos nosotros en nuestra vida cotidiana. Pero, sintonizar nuestro estado de ánimo con las historias distópicas no es lo mismo que comprender por qué las cosas marchan en ese sentido. Lejos de aclararse, el panorama mundial se vuelve cada vez más enredado para el común de la gente, y ello podría explicar el auge de las teorías de la conspiración, el terraplanismo, el pensamiento mágico y la desconfianza frente a los diagnósticos de la ciencia. El mundo se ha vuelto cada vez más complejo, y las explicaciones científicas se tornan, a su vez, más inaccesibles al común de las personas. Slavoj Zizek (2002) dice que se ha abierto una brecha insalvable entre la ciencia moderna y la mayoría de la gente. Estamos frustrados porque el mundo se nos hace incomprensible. La física cuántica, por ejemplo, enuncia leyes que no podemos traducir a los términos de nuestra experiencia diaria. Cuando la vida social se vuelve demasiado complicada para que podamos entenderla, necesitamos un modelo imaginario de ella, que nos sirva como un mapa del terreno, según Terry Eagleton (1997, p. 194). “A menos que expresemos las ideas estéticamente –es decir, mitológicamente–, éstas no tienen interés para el pueblo”, dice Eagleton, siguiendo en este punto a Hegel. Las distopías tienen la virtud de construir esas imágenes estéticas que nos pueden servir como modelos para entender el mundo. Snowpiercer, la serie de Netflix basada en la película del mismo nombre dirigida por Bong Joon Ho (2014), (la misma que, a su vez, se basa en la novela gráfica francesa Le Transperceneige) (Jacques Lob, 2014), constituye una poderosa metáfora de la dramática situación por la que atraviesa la humanidad, y puede servir para explicar por qué las cosas están como están. Una desafortunada intervención de los científicos, en el afán por contrarrestar el calentamiento global, ha provocado la glaciación del planeta y la cuasi extinción de la especie humana. Los únicos que logran sobrevivir están embarcados en un tren, el Snowpiercer, que no puede detenerse, puesto que su movimiento es, a la vez, la fuente de energía que sostiene la vida al interior. Los mil y un vagones del expreso están divididos en cuatro clases. Mientras, en los vagones delanteros, una élite de millonarios disfruta de lujosas comodidades, en los de cola habitan polizontes que entraron por la fuerza a último momento, y que soportan condiciones paupérrimas e insalubres. Entre ambos extremos, la segunda clase alberga a profesionales, técnicos y artistas, y la tercera al proletariado, que despliega labores agrícolas, pecuarias, de limpieza y otros servicios (en los respectivos vagones que sirven como establos, piscigranjas, viveros, talleres, etc.) El tren es obra de una iniciativa privada, cuyo propietario y mentor es un enigmático señor Wilford, que se limita a lanzar esporádicos mensajes por los altoparlantes, y nunca se deja ver. La vocería visible del gobierno del tren (una brutal dictadura) es ejercida por Melanie, bajo cuyas órdenes opera una aplastante fuerza represiva de centenares de efectivos. Los ocasionales actos de rebeldía merecen castigos que van desde la pérdida de dedos, manos o brazos enteros, hasta el total congelamiento por tiempo indefinido. Snowpiercer es, en buena cuenta, un modelo o representación metafórica del mundo, y vamos a analizar sus semejanzas con la realidad en tres aspectos: la lucha de clases, la ideología y, el más interesante de todos, que llamaremos el mecanismo. LA LUCHA DE CLASES La primera clase del tren representa al famoso 1% de la población mundial que, según informa OXFAM (2018), acapara el 82% de la riqueza generada. No necesitamos extendernos en explicaciones sobre esta élite mundial, porque los informes al respecto abundan. El amplísimo estudio de Nicolás Piketty (2013) es el más conocido. El autor sostiene que el mundo se encamina hacia un “capitalismo patrimonial”, en cuya economía domina el poder de la riqueza heredada, detentada por una oligarquía mundial cada vez más opulenta y cada vez menos numerosa. La Cola representa a los desplazados, desempleados, discriminados y refugiados del planeta, sobre cuya situación también abundan los informes. Para quien quiera familiarizarse con el tema, recomendamos un botón de muestra: Desplazados, otra serie de Neflix. En un gran campo de detención en Australia, cientos de inmigrantes ilegales procedentes de Irak, Irán, Afganistán y otras naciones convulsionadas por el terrorismo y las guerras, pasan meses y años esperando obtener una visa que les otorgue la permanencia legal en calidad de refugiados. El mundo vive una crisis general de refugiados. Según Naciones Unidas, setenta millones de personas (una cantidad sin precedentes) se vieron obligadas a huir de conflictos y persecuciones a finales de 2018, y treinta millones de ellos buscaron refugio en otros países (Refugiados, 2019). No necesitamos extendernos en explicaciones sobre la tercera clase, que, como dijimos, aloja al proletariado, ni sobre la segunda, donde habita y trabaja una clase media de profesionales, artistas del espectáculo y otros trabajadores calificados. La lucha de clases aparece cuando, desde los primeros capítulos, se gesta una rebelión contra los opresores (así son llamados los de primera clase). Un líder llamado Layton, surgido de los vagones de cola, busca unir a su gente con los trabajadores de las clases segunda y tercera, que a su vez intentar gestar una huelga, con el fin de derrocar a Wilford y tomar el control del tren. LA IDEOLOGÍA El gobierno del tren es ejercido por una dictadura que, sin embargo (y como es costumbre), pretende guardar ciertas apariencias de legalidad. Un tribunal de justicia, por ejemplo, es integrado por representantes de primera, segunda y tercera clase, y puede condenar a un personaje de primera clase por la comisión de un crimen, pero Wilford tiene la potestad de conmutar la pena por un benevolente “arresto domiciliario”. Para una legitimación del poder opresor, nada mejor que una ideología, como dice Terry Eagleton (1997, p. 24), y Snowpiercer está debidamente premunido de la suya. El evanescente Wilford es divinizado. Se gritan vítores y se cantan himnos en su honor, a instancias de la diligente Melanie y sus secuaces. Pero nunca se ve al endiosado líder, lo que equivale a decir que no se tiene evidencia alguna de su existencia, fuera de la voz que se escucha en los altoparlantes. Cada vez que el tren logra corregir un desperfecto o superar una instancia difícil, el éxito se atribuye al señor Wilford, así como, en nuestro mundo, los creyentes atribuyen tales cosas a “la divina providencia” o “la infinita misericordia” de Dios. También la máquina que impulsa al tren es revestida de atributos mágicos: se dice que es eterna, y, pese a la evidente falsedad de semejante proposición, la gente la repite, deseosa de aferrarse a ella, para evitar el horror de pensar qué sucederá cuando, como es natural, el inevitable desgaste llegue a paralizar el motor, condenando a todos a la muerte por congelamiento. ¿No es el discurso acerca de la eternidad de la máquina idéntico a aquel otro sobre el “fin de la historia” que los defensores del capitalismo siguen repitiendo? (Fukuyama es el más célebre de ellos, pero no el único ni el primero). EL MECANISMO Llegamos a parte más interesante, y también más compleja, que se refiere al mecanismo de funcionamiento, y que, como dijimos, consiste en que la energía que abastece las necesidades de los pasajeros proviene del propio movimiento del tren. Siendo así, resulta que la máquina no puede detenerse nunca. Incluso una eventual disminución de la velocidad obliga a un racionamiento de la energía. Resulta interesante que ese movimiento perpetuo, al mismo tiempo que es la fuente de supervivencia, es también el germen de su destrucción, porque el desgaste y el deterioro de la máquina no pueden sino conducir a su colapso final. El parecido de esta situación paradójica con la contradicción que aqueja al sistema capitalista es notable. Por una parte, el capitalismo genera el desarrollo de las fuerzas productivas “más abundantes y colosales que todas las generaciones pasadas en su conjunto”, como bien dijo Marx (1999, p. 56). Pero el capital tampoco puede detenerse: “La burguesía no puede existir sin revolucionar continuamente los instrumentos de producción, esto es, las relaciones de producción, esto es, todas las relaciones sociales”. La situación de permanente inseguridad y movimiento es característica de la época burguesa (1999, p. 53). Pero ese frenético movimiento, como aquel otro del tren, lleva al capitalismo a la destrucción y a la barbarie. En las crisis, dice Marx, no solo se destruye gran parte de lo producido, sino gran parte de las fuerzas productivas ya creadas. Así como el movimiento del tren produce la energía que alimenta la vida al interior del mismo, el proceso capitalista de producción pone en acción la fuerza de trabajo, la misma que, a su vez, crea la plusvalía que alimenta al capital. Y este último, a su turno, solo puede multiplicarse si explota una y otra vez al trabajo asalariado (1999, p. 69). ¿Por qué el tren del capitalismo no puede detenerse, y debe correr desbocado, depredando el ambiente habitable, precarizando el trabajo, desplegando la fuerza militar para someter a los díscolos, y todo ello a una velocidad cada vez más vertiginosa? La razón estriba en una contradicción fundamental, una enfermedad congénita del capitalismo, la misma que fue descubierta y explicada por Marx en El capital: la tendencia decreciente de la tasa de ganancia (Marx, 1959). Enfrentados unos con otros en el mercado, los capitalistas se ven impulsados a revolucionar la tecnología para obtener ventajas competitivas. Pero resulta que, cuanto más avanza la técnica, menos interviene el trabajo humano en el proceso de producción. En otras palabras: máquinas y procesos automáticos reemplazan progresivamente las tareas que realizan las personas. Pero, como quiera que la plusvalía solo proviene del trabajo humano, resulta entonces que, al impulsar el avance de la tecnología, el capital reduce, en el proceso de producción, la participación de la sustancia nutricia que lo mantiene con vida. La tasa de ganancia, entonces, tiende a disminuir. El ciclo del capital, expresado en la famosa fórmula dinero-mercancía-dinero (D-M- D’), no es como el de una rueda, cuyas vueltas son todas iguales. Para el capital, cada rotación debe realizarse más rápido que la anterior (algo así como cuando una rueda patina en el terreno) para compensar la caída de la plusvalía. Esa falla interna del mecanismo económico empuja entonces al capital a intensificar la extracción de plusvalía, cosa que busca conseguir de varias maneras: prolongando e intensificando las jornadas de los trabajadores, precarizando el trabajo para reducir los costos laborales, expandiendo los mercados, inflando las burbujas financieras y, por supuesto, devorando insaciablemente los recursos naturales. El tren del capitalismo, como vemos, debe ir a velocidad cada vez mayor, degradando a su paso la calidad de vida de los trabajadores, al tiempo que devora y destruye bosques, plantas y animales, contaminando aires, ríos y mares. Todos sabemos que las pandemias que afligen a nuestra especie en las décadas recientes tienen su origen en la explotación descontrolada e incesante de la naturaleza, pero pocos se dan cuenta de que tal depredación obedece a esa contradicción interna que padece el capitalismo, y cuyo descubrimiento fue el mayor aporte de Marx a la economía política. Lo bueno, en medio del sombrío panorama de la distopía en que vivimos, es que existe una salida. Hoy es más cierto que nunca que la revolución, como decía Walter Benjamin (2008), no es la locomotora de la historia, sino más bien el manotazo que necesitamos dar al freno de emergencia para detener el enloquecido tren en que viajamos. Si bien la pandemia del coronavirus ha aplicado, de facto, un freno al sistema económico, ese freno resulta disfuncional. La velocidad del tren, para seguir con la metáfora, se ha reducido, pero, tal como ocurre en el Snowpiercer, esa reducción ocasiona un enfriamiento que tiene nefastas consecuencias para el bienestar de millones de seres humanos, porque genera desempleo, pobreza e inseguridad. Por otra parte, cuando acabe la pandemia (si acaba), el tren reanudará su marcha en las mismas condiciones, injustas e insostenibles a largo plazo, en que se encontraba anteriormente. Necesitamos, entonces, otro tipo de freno, que tenga la virtud de reducir la velocidad al mismo tiempo que establezca condiciones sostenibles y equitativas para todos los seres humanos. La buena noticia es que ese freno existe, y podría aplicarse de manera inmediata, gratuita, pacífica y universal. Estamos hablando de la reducción de la jornada de trabajo. No se trata de una reivindicación nueva, puesto que, entre mediados del siglo XIX y principios del XX, se redujeron las jornadas laborales desde las extenuantes dieciséis horas hasta las históricas ocho. Tampoco debe temerse que su aplicación ocasione pérdidas a las empresas o daño alguno a la economía, como algunos predijeron en ese entonces, porque los hechos se encargaron de demostrar que los efectos de la reducción de la jornada laboral fueron positivos (Marx, 1959). Resulta extraño, sin embargo, que, luego de la conquista universal de las ocho horas en 1919, se haya abandonado el tema, en lugar de continuar reduciendo las jornadas en proporción al incremento de la productividad. Tan temprano como en 1932, Bertrand Russell estimaba que ya se había alcanzado una productividad suficiente para reducir las jornadas a cuatro horas diarias (Russell, 1986). John Maynard Keynes, por su parte, calculó que, para 2030, el aumento de productividad permitiría implantar una jornada de tres horas diarias (DCOMM, 2010). Hoy en día, varios autores coinciden en que una reducción radical de la jornada laboral aportaría innumerables beneficios a la humanidad. Quien esto escribe ha sostenido ese punto de vista desde 2002 (Tovar, 2002) y ha abundado en la materia en trabajos posteriores (Tovar, 2006), (Tovar, 2014). En 2010, la Fundación para la Nueva Economía lanzó, desde Londres, un manifiesto proponiendo una semana laboral de 21 horas para enfrentar un conjunto de problema interrelacionados, como son el exceso de trabajo, el desempleo, el consumo excesivo, las emisiones de gases contaminantes, la desigualdad social y, sobre todo, la falta de tiempo para disfrutar de la vida (NEF, 2010). La filósofa feminista Frigga Haug también encuentra que la reducción de la jornada es económicamente factible y tiene múltiples beneficios: soluciona el desempleo; permite compartir actividades laborales y familiares de manera equitativa entre hombres y mujeres y, especialmente, permite la participación política y el desarrollo de los potenciales humanos, así como el aprendizaje de por vida (Haug, 2013). Todavía más enfático respecto de las bondades de la propuesta es el joven pensador holandés Rutger Bregman (2016). Para él, la pregunta no es “¿qué problemas se solucionarían trabajando menos?”, sino, por el contrario “¿cuáles no se resolverían?”, y pasa a enumerar los beneficios: menos estrés; reducir las emisiones de carbono a la mitad; menos accidentes industriales y de tránsito; eliminación del desempleo; igualdad para hombres y mujeres en el trabajo doméstico y en el trabajo remunerado y, finalmente, mejor distribución de la riqueza. Bregman propone una jornada semanal de quince horas. Ante una cantidad tan apabullante de argumentos, no faltará quien diga “es una idea muy buena, pero difícil de llevar a la práctica”. Para Bregman, se trata, en efecto, de una utopía, pero para realistas, porque, tal como van las cosas, la pregunta correcta no es “qué tan difícil de realizar es la propuesta”, sino “qué pasará si no la llevamos a la práctica”. Y la respuesta es obvia: seguiremos embarcados en el desquiciado tren del capitalismo, padeceremos nuevas y más letales pandemias, colapsos financieros, desempleo y violencia social a niveles exponenciales, catástrofes climáticas cada vez peores, todo ello con la escalada de la xenofobia, el racismo, el negacionismo y el deterioro generalizados de los lazos sociales. Por otra parte, ¿por qué habría de ser poco realista algo que ya se hizo, repetidas veces, entre el siglo XIX y principios del XX, como dijimos líneas arriba? Quien crea presumir de realista, mostrándose escéptico ante esta propuesta es, en realidad, quien está fuera de la realidad. Como dice el sociólogo Robert Kurz, “cuando los locos son mayoría, la locura se convierte en un deber del ciudadano” (Kurz, 2004). Bibliografía Benjamin, W. (2008). Tesis sobre la historia y otros fragmentos. México, México, México: Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Bong Joon Ho, K. M. (Escritor), & Ho, B. J. (Dirección). (2014). 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