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E S T U D I O S
FILOSOFÍA • HISTORIA • LETRAS
77
VERANO 2006
DEPARTAMENTO ACADÉMICO DE ESTUDIOS GENERALES
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RECTOR
Arturo Fernández
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ESTUDIOS GENERALES Y ESTUDIOS INTERNACIONALES
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E S T U D I O S
FILOSOFÍA • HISTORIA • LETRAS
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77
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ÍNDICE
TEXTOS
1898. TEORÍA Y PRÁCTICA DE LA
REDISTRIBUCIÓN COLONIAL
José Ma. Jover Zamora
7
VIDA AUTÉNTICA PERSONAL.
EL APORTE DE EDITH STEIN
Bernard Schumacher
57
SECCIÓN ESPECIAL
LA ILÍADA DE SIMONE WEIL
Nicola Chiaromonte
DIÁLOGO DE POETAS
Elsa Cross
DOSSIER
Premio Juan Rulfo a Tomás Segovia
81
89
93
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ÍNDICE
CREACIÓN
EL PAN DE PANAMÁ
Ana María Jaramillo
121
NOTAS
EL HUMANISMO DE
CLAUDE LÉVI-STRAUSS
Sofía Reding
131
LOS FUEGOS FATUOS DE LA
POLÍTICA EXTERIOR ‘ACTIVA’
Carlos Arriola
149
RESEÑAS
PATRICIA VILLEGAS, De alma enamorada
Fernando Caloca
163
MARIUS DE ZAYAS, Cómo, cuándo y por qué el arte
moderno llegó a Nueva York,
Mauricio López Noriega
167
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1898. LA REDISTRIBUCIÓN COLONIAL
1898. TEORÍA Y
PRÁCTICA DE LA
REDISTRIBUCIÓN
COLONIAL*
José Ma. Jover Zamora**
1. El 98 español y los otros ‘noventa y ochos’
El año 1898 figura en nuestra histo-
ria contemporánea como una de esas pocas fechas, apenas tres o
cuatro, plenas de significación. La búsqueda de una historia de tres
dimensiones, justamente desconfiada ante las viejas interpretaciones monolineales que tanta importancia concedían a determinados
eventos políticos clavados en el tiempo, ha relativizado el valor de
muchas fechas, presentándolas como mero testimonio superficial
de cambios estructurales más profundos, más extensos en el tiempo.
No es éste el caso del 98. Podrá relativizarse el alcance del 98 como
movilizador de una crítica –‘literatura del Desastre’– que, en realidad,
estaba ya en marcha desde comienzos de la década con la obra de
Lucas Mallada; e incluso todavía habría que rastrear su doble raíz en
la recepción de un positivismo que entre nosotros va a tener un alcance
principalmente crítico desde mediados de la década de los setenta, y
en la conformación de una mentalidad y de una ideología ‘regenera* La presente edición y notas fueron realizadas por Raúl Figueroa Esquer, (RFE), sobre la
base de la primera edición: 1979, Fundación Universitaria Española. El autor no sólo estuvo
de acuerdo en esta nueva edición sino que mostró su entusiasmo de que “uno de sus artículos
más queridos” fuese conocido por el público latinoamericano.
** Historiador español y miembro de la Real Academia de la Historia.
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7
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JOSÉ MA. JOVER ZAMORA
8
cionistas’ que dan fe de vida en la España de los años ochenta. Podrá
cuestionarse, como de hecho se ha llevado a cabo, el valor real del
98 como catalizador de una generación acogida a su denominación,
pero que, desde luego, dista de comparecer en nuestra historia cultural
con caracteres homogéneos referibles a los acontecimientos de aquel
año. Podría explicarse la crisis del sistema político de la Restauración
haciendo abstracción de la derrota y de la liquidación del imperio
ultramarino. Pero siempre permanecerá evidente el hecho de que, en
1898, la posición internacional de España, la misma estructura territorial del Estado español, experimenta una radical mudanza, análoga
–aunque no equivalente– a la que trajeron consigo los años de Utrecht
y de Ayacucho.
El estudioso de la política internacional de España en el siglo XIX
sabe bien la medida en que ésta última viene condicionada por la misma
estructura territorial, anómala y difícil, de la monarquía española. Una
metrópoli peninsular, y un conjunto de archipiélagos dispersos por todo
el mundo: las Baleares y las Canarias; las plazas de soberanía en el Norte
de África, destinadas a funcionar como islas adosadas al continente
africano; las islas del golfo de Guinea; Cuba y Puerto Rico en las Antillas; el inmenso archipiélago de las Filipinas; los tres archipiélagos
–Carolinas, Marianas, Palao– del Océano Pacífico... Un conjunto para
cuya defensa hubiera sido necesario un poderío económico, un poderío
naval y una política de alianzas de que España careció durante todo
el siglo XIX; un conjunto cuya defensa había de resultar literalmente
imposible tras los cambios que en la política mundial traen consigo los
años setenta y ochenta de la pasada centuria, con el despegue de las
grandes potencias imperialistas, con el desarrollo de la competencia
entre las viejas y las nuevas potencias industriales, con la lucha feroz
por los mercados y por el dominio de las rutas, con la aparición de un
nuevo derecho internacional imbuido de darwinismo político, con la
frenética carrera hacia un reparto del mundo en beneficio de las grandes
potencias del momento: Gran Bretaña, Alemania y Estados Unidos en
primer plano; Francia y Rusia en un plano en cierto modo secundario,
en virtud de su menos avanzado nivel de industrialización.
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1898. LA REDISTRIBUCIÓN COLONIAL
Después del 98, cambian la estructura territorial y la posición
internacional de España. Dejando a un lado sus poco relevantes posesiones en el golfo de Guinea, la zona de intereses españoles pasa a
circunscribirse a la región del Estrecho de Gibraltar considerada en
sus límites más amplios, desde las Baleares a las Canarias. Quedan
en ella las plazas de soberanía en África del Norte, y queda también la
expectativa de una participación en el reparto de Marruecos, expectativa convertida en realidad cuando, en abril de 1904, Francia y
Gran Bretaña sienten los pilares definitivos, por medio de su entente
cordiale, para un reparto del África mediterránea entre británicos,
franceses, italianos y españoles. La historia se apresurará a demostrar
que, en la política internacional de los albores del siglo XX, la posición
de España, incluso en esta área tenida por doméstica, distaba de ser
segura o exenta de pesadas servidumbres. La importancia estratégica
de la región, especialmente para los intereses franceses y británicos
por razones obvias, condiciona férreamente una política exterior que
habrá de moverse en la órbita de la Entente y que como tal quedará
definida en los Acuerdos de Cartagena (1907), menos de una década
después de Cavite.1 Por lo demás, son sobradamente conocidas tanto
la pesada carga que el gobierno y el pueblo españoles asumieron con la
ocupación de la zona de protectorado atribuida a España en Marruecos, como la decisiva influencia que los problemas africanos estaban
llamados a ejercer en la historia española durante los rudos años que
median entre la ocupación y el abandono del Norte marroquí.
Dos etapas bien definidas, bien diferenciadas, en la historia internacional de España: antes y después del 98. No sin fundamento, pues,
se ha visto en este año un momento decisivo en el hacerse de la España
contemporánea. Ahora bien, si nos acercamos a la imagen que este
año ha proyectado sobre nuestra historiografía, advertiremos su polarización exclusiva sobre tres protagonistas: España, Cuba, los Estados
Unidos. En efecto, tanto para la historiografía clásica española relativa
1
El autor se refiere a la destrucción de la armada española por la estadounidense en el
puerto de Cavite en Filipinas el 1º de mayo de 1898, (RFE).
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al período, como para la conciencia histórica de nuestro pueblo, 1898
es sencillamente el año resolutivo de la ‘guerra de Cuba’, merced a una
‘intervención de los Estados Unidos’ que conduce a una fulminante
confrontación hispano-norteamericana seguida de la pérdida de Cuba,
Puerto Rico y Filipinas. A este esquema se circunscribe, por ejemplo,
la exposición hecha por Jerónimo Bécker en el tomo III de su Historia
de las relaciones exteriores de España durante el siglo XIX, por más
que no deje de ponderar escrupulosamente la actitud que cada una
de las potencias europeas asume, a través de sus cancillerías y de sus
órganos de opinión respectivos, ante el conflicto armado entre España
y los Estados Unidos. La dudosa neutralidad británica, la amistosa
actitud de Austria-Hungría y de Rusia, la actitud del imperio alemán,
amistosa y realista a un tiempo, las esperanzas puestas en una Francia
que acabará interponiendo sus buenos oficios tras la derrota española,
se manifiestan así como posturas individualizadas frente a un binomio
referencial: los Estados Unidos y España.2
Que la atención a la guerra de Cuba, a la intervención norteamericana y a la actitud de las potencias aisladamente consideradas no
agotaba, ni mucho menos la problemática del 98, fue algo que puso
lúcidamente de manifiesto Jesús Pabón en un breve estudio sobre El
98, acontecimiento internacional, publicado en 1952.3 Los prestigios
castizos de nuestro 98, la contemplación de su coyuntura a la luz exclusiva de una historia irremisiblemente ‘diferente’ son cosas que quedan
fuera del juego tras este preciso análisis de una situación internacional:
la situación internacional en que hubo de integrarse, como un elemento
más, la desigual confrontación hispano-norteamericana. A mi entender,
desde el punto de vista de una historia de las relaciones internacionales,
las dos ideas fundamentales que aporta el ensayo de Pabón son éstas.
En primer lugar, la necesidad de ver en la ‘actitud de las potencias’,
no un mero conjunto de posiciones autónomas e individualizadas, sino
2
Jerónimo Bécker, Historia de las relaciones exteriores de España durante el siglo XIX.
(Apuntes para una historia diplomática), 1924-1926, Madrid, Jaime Ratés, t. 3, 1868-1900.
3
Reeditado posteriormente: Jesús Pabón, Días de ayer. Historias e historiadores contemporáneos, 1963, Barcelona, Alpha, p. 139-95.
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1898. LA REDISTRIBUCIÓN COLONIAL
manifestaciones de un concierto europeo que traba entre sí –ligándolos
o contraponiéndolos– los intereses de estas mismas potencias, y que
decide, por encima de filias y de fobias nacionales, la actitud a adoptar frente a una España marginada del mismo concierto europeo por
razones históricas que aquí no son del caso, y frente a unos Estados
Unidos que Gran Bretaña –pieza clave del concierto indicado– no está
dispuesta a desafiar. En consecuencia, para explicarse el 98 es preciso
partir, no tanto del complejo de relaciones bilaterales mantenidas por
el gobierno de Madrid con cada una de las demás potencias, como
de la posición ocupada por el contencioso hispano-norteamericano
en un contexto internacional presidido por las grandes potencias. En
segundo lugar, merece ser destacada, en el análisis de Pabón, la idea
de que no es España el único país que padece ‘su’ 98. Pabón enumera,
en efecto, un 98 portugués (el Ultimátum británico de 1890), un 98
japonés (la imposición por parte de Rusia, Alemania y Francia, de
la renuncia a Liao-Tung, en 1895), un 98 británico (retroceso en Venezuela, frente a la resuelta actitud norteamericana, en 1896), un 98
francés (retroceso de Fashoda, en 1898, frente a la presión británica).
Por nuestra cuenta añadiríamos a esta relación de ‘noventa y ochos’
otros dos que no figuran, ciertamente, entre los menos significativos:
el 98 italiano determinado por la derrota militar de Adua, en Abisinia
(1896), llamada a desencadenar en Italia una oleada de pesimismo y
frustración análoga a la producida en Portugal por la crisis del Ultimátum, o en España por la derrota frente a los Estados Unidos. Y ese
otro 98 portugués no consumado, vergonzantemente mantenido entre
los tules de la diplomacia secreta, que amagó en la convención angloalemana de 30 de agosto de 1898, encaminada a un eventual reparto
de las colonias portuguesas.
2. El imperialismo ante las fronteras del Reparto
Podemos adoptar como punto de partida esta notable concentración,
sobre la década de los noventa, de una serie de eventos de política
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internacional que, en términos generales, constituyen otras tantas frustraciones coloniales. Esta pluralidad de ‘noventa y ochos’ –utilizando
por última vez la terminología de Pabón– sugiere la presencia de tres
condicionamientos en las relaciones internacionales de la mencionada
década:
•
•
12
•
En primer lugar, la añeja Doctrina Monroe es llevada a sus últimas
consecuencias en beneficio de la gran potencia imperialista del hemisferio occidental. Gran Bretaña se ve obligada a admitir la reserva
del mundo americano a favor de una hegemonía no compartida:
la de Estados Unidos.
En segundo lugar, la gran marea de la expansión colonialista, que
tan formidable avance había dado en la década anterior, parece haber llegado a unas fronteras allende las cuales quedan comunidades
autóctonas, no occidentales, que un acuerdo tácito o expreso entre
las grandes potencias, o bien consideraciones objetivas de orden
económico o militar, mantienen por lo pronto al margen de toda
posible ocupación o reparto. China y Abisinia, por ejemplo, quedan,
de momento, excluidas del reparto del mundo que las potencias imperialistas están llevando a cabo. Lo mismo cabe decir de la mayor
parte del África mediterránea, y en particular de Marruecos.
En tercer lugar, viejas y nuevas potencias coloniales comienzan a
encontrarse por los caminos del mundo; el mundo sometido a las
iniciativas coloniales comienza a quedarse pequeño. Portugueses
y británicos entran en competencia en el corazón de África del Sur;
británicos y franceses se encuentran en Sudán y llegan a la conclusión
de que no hay sitio, allí, para ambos; británicos y alemanes piensan,
por un momento, en un reparto del imperio colonial portugués que
disminuya la tensión entre sus respectivos impulsos expansivos;
Gran Bretaña presidirá el reparto, entre norteamericanos y alemanes,
de los archipiélagos españoles de Asia oriental y del Pacífico.
En suma: si las potencias de la vieja Europa habían llevado a
cabo en la época del capitalismo liberal una serie de expediciones en
busca de mercados, de prestigio político o de conquistas territoriales
sin encontrar antagonista, porque el mundo era ancho y, gracias al
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propio desarrollo técnico, fácilmente dominable; si a partir de los años
ochenta este reparto del mundo había sido llevado a cabo sistemáticamente y mediante acuerdos concertados entre las grandes potencias
–Conferencia de Berlín, 1884–,4 a comienzos de los años noventa la
expansión colonialista de anglosajones y germanos, de franceses y
de rusos, ha encontrado su frontera. El reparto político de África está
consumado, a excepción de Abisinia –problema de difícil solución por
sus implicaciones estratégicas– y de los países del África mediterránea
(Egipto, Marruecos, Tripolitania y Cirenaica), cuyo status definitivo
requerirá difíciles negociaciones entre las potencias. El imperio británico asentado sobre ambas orillas del Océano Índico ha alcanzado,
también, sus fronteras y sus zonas de fricción con Rusia, con China,
con Francia. El reparto de Oceanía es un hecho, a reserva de lo que
pueda ocurrir a las débilmente defendidas posesiones españolas. En
suma, la expansión imperialista ha llegado a un punto en que no basta
ya el envío de unas lanchas cañoneras, el establecimiento de unas
guarniciones y la comunicación a las demás potencias de una toma de
posesión para ensanchar sus dominios. La frontera deja de ser campo
abierto a la iniciativa de los poderosos del mundo, para convertirse,
aquí y allí, en un limes imposible de traspasar sin previa negociación
y transacción con otro poderoso.
Y, sin embargo, las fuerzas que determinaran y alimentaran la
expansión mundial de las grandes potencias no sólo seguían vivas,
sino que tendían a hacerse más y más poderosas y apremiantes. La
concurrencia entre las grandes potencias industriales –Gran Bretaña y
Alemania en primerísima línea–, la avidez de mercados reservados en
exclusiva conforme va generalizándose la práctica del proteccionismo, el desarrollo de las industrias navales y de armamento, la misma
evidencia de que la conquista y ocupación de territorios había dejando
de ser materia de iniciativa autónoma para convertirse en materia de
una difícil negociación que sólo la fuerza podía respaldar, son otros
La Conferencia de Berlín realizó el reparto de África entre las principales potencias
europeas. Tuvo inicio el 15 de noviembre de 1884 y culminó el 26 de febrero de 1885, (RFE).
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tantos condicionamientos de la política colonial de los años noventa,
que contribuyen a perfilar la fisonomía internacional de esta década.
En estas condiciones y conclusa en líneas generales la distribución
del mundo, sólo había una manera de satisfacer la persistente voracidad de las grandes potencias mundiales: la redistribución. Como
es sabido, la historiografía marxista suele ver en la primera guerra
mundial (1914-1918) ‘la primera guerra de redivisión del mundo’,5
contemplando el logro de la misma, en el sentido apuntado, por medio
de la redistribución de las antiguas colonias alemanas entre Gran
Bretaña, Francia y Japón, así como de la atribución de extensas porciones del ex imperio turco a la influencia o al dominio de Francia y
Gran Bretaña. A mi juicio resulta difícil ver en el planteamiento real,
inicial, de la entonces llamada ‘guerra europea’ un designio primario
de redistribución colonial, por más que este corolario resultara, ex
post facto, obvio e inevitable. Es precisamente esta condensación de
tensiones coloniales que presenta la última década del siglo XIX lo
que puede y debe ser calificado de primer serio intento de redistribución colonial, parcialmente consumado. Con una particularidad: los
territorios coloniales que se ponen sobre el tapete de la redistribución
no son todavía los poseídos ya por las grandes potencias imperialistas, sino los poseídos por antiguas potencias coloniales que llevaran
a cabo su expansión mundial en etapas históricamente anteriores, y
que comparecen en la época del imperialismo sin el poderío material
–desarrollo económico e industrial, ejércitos y armadas– necesario
para mantener su dominio sobre tales áreas en un momento en que
son otros los dueños del mundo.
Desde el comienzo de los años setenta –desde la derrota francesa
en la guerra franco-prusiana, desde la frustración del Sexenio democrático español–, comienza a estar vigente en los medios intelectuales
de Europa una determinada imagen de la historia contemporánea que
insiste en el tema de la ‘decadencia de los países latinos’ en beneficio
5
Paul M. Sweezy, Teoría del desarrollo capitalista, 1945, México, FCE, cap. XVII, 5:
“Guerras de redivisión”.
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1898. LA REDISTRIBUCIÓN COLONIAL
de germanos y anglosajones, convertidos en señores de la historia; el
nuevo despegue político, industrial, militar e intelectual de Alemania
va a prestar considerable apoyo a tales concepciones. Se diría que las
crispaciones coloniales de los años noventa vienen a confirmar tales
observaciones y vaticinios: el Ultimátum del 90, Adua, Fashoda,
Cavite y Santiago... Las fuerzas desatadas del imperialismo vienen
a colocar al margen de la historia a la Europa no industrializada suficientemente; es decir, a la vieja Europa latina y meridional. Pero el
fenómeno se condensa sobre los dos más débiles y vulnerables países
latinos que son, al mismo tiempo, los que continúan manteniendo unos
viejos imperios coloniales que no pueden defender. En suma: no debe
extrañarnos que el primer intento de redistribución del mundo a que
acabo de referirme venga a coincidir con una detención de la expansión colonial de franceses e italianos –Adua, Fashoda– y contemple
la posibilidad de repartir dos extensos y ricos imperios coloniales,
reliquia de otros tiempos: el portugués y el español.
3. Una nueva teoría y un nuevo derecho para las relaciones
internacionales
Ya en el Acta general de la Conferencia de Berlín (1885), al sentar las
bases jurídicas para el reparto de África central, las potencias habían
dejado establecidas unas ‘condiciones esenciales’ para que las nuevas
ocupaciones llevadas a cabo sobre las costas del continente africano
fueran consideradas como efectivas: la notificación a las restantes
potencias para que estas últimas pudieran, eventualmente, plantear
sus reclamaciones, y el establecimiento de una autoridad capaz de
hacer respetar los derechos adquiridos y de salvaguardar la libertad
de comercio y de tránsito (artículos 34 y 35). Semejante compromiso, asumido por todas las potencias de las que podía esperarse
una iniciativa o una reivindicación colonialista, venía a significar la
prescripción de todos los ‘derechos históricos’ no refrendados por
una ocupación efectiva; venía a significar indirectamente, también,
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la imposibilidad por parte de cualquier pequeña potencia de llevar a
cabo cualquier ocupación o extensión territorial sin una ‘notificación’
que comportaba, de hecho, la solicitud de una conformidad, siquiera
fuese tácita, por parte de las grandes potencias que pudieran creerse
en el caso de objetar reclamaciones. Tales son las reglas del juego establecidas para la expansión colonial en un momento en que quedaban
tierras por repartir, ‘en un espíritu de buen entendimiento mutuo’ y
con el triple objetivo de establecer “las condiciones más favorables
para el desarrollo del comercio y de la civilización en determinadas
regiones de África”, de “prevenir los malentendidos y las disputas que
pudieran suscitar en el futuro las nuevas tomas de posesión sobre las
costas africanas”, y de “acrecentar el bienestar moral y material de
las poblaciones indígenas”. Recordemos que el Acta general de la
Conferencia de Berlín, convocada esta última por el gobierno alemán6
previo acuerdo con el francés, fue suscrita, en pie de igualdad formal,
por las grandes potencias (Alemania, Austria-Hungría, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Rusia) y por otras que, ciertamente, no lo
eran en la misma medida: Italia, España, Portugal, Turquía, Bélgica,
Holanda, Dinamarca y Suecia-Noruega.
Trece años después, lo repartible estaba repartido, por más que quedaran reservas; es decir, países potencialmente colonizables que aguardaban que un acuerdo entre las grandes potencias declarara ‘abierta
la cuestión’ de su entrada pasiva en el reparto. Pero lo repartible allí
y entonces, de acuerdo con lo previsto en el Acta de Berlín y con el
espíritu de la misma, estaba repartido, y no es de extrañar que el imperialismo, en la prosecución de su frenética carrera, experimentara la
necesidad de una nueva ideología justificativa, de una ideología capaz
de cimentar una nueva concepción del derecho internacional.
No entra en mi designio –ni sería oportuno en la ocasión presente– traer aquí una antología, necesariamente incompleta y fragmentaria,
de la literatura imperialista que florece especialmente en Gran Bretaña,
en Alemania y en los Estados Unidos durante los tres últimos lustros
6
Cuyo canciller era Otto von Bismarck, (RFE).
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1898. LA REDISTRIBUCIÓN COLONIAL
del siglo XIX. Lo que sí me interesa destacar aquí es que el trasfondo
positivista –en las dos acepciones, filosófica y jurídica del vocablo– que
manifiestan las estipulaciones del Acta de Berlín va a quedar anegado
por la marea de un darwinismo político-internacional que encuentra el
sentido de la historia precisamente en una desigualdad de las naciones
–unas plenas de poder, de fuerza, de impulso vital; otras mal regidas,
débiles y condenadas a morir–; desigualdad resuelta mediante un
ineluctable enfrentamiento, que expresa la lucha por la vida. La idea,
de filiación spenceriana, no era nueva, y no deja de ser curioso recordar
que el mismo Cánovas del Castillo7 se atuvo a ella en no escasa medida
cuando aludió a la sustitución de los pueblos latinos por los pueblos
germánicos en el liderazgo de la historia, en fecha tan temprana como
su discurso del Ateneo de Madrid del 26 de noviembre de 1870. Pero
en el famoso Dying Nations Speech, pronunciado por Salisbury8 el 4
de mayo de 1898 y en el que William L. Langer ha visto justamente
una clara manifestación de las concepciones darwinistas en el ámbito
de la política internacional, lo que encontramos es, en efecto, toda una
justificación biologista, cientificista, de la redistribución:
Por una u otra razón, por necesidades de la política o so pretexto
de filantropía, las naciones vigorosas (the living nations) se extenderán
gradualmente sobre el territorio de las moribundas (dying), y surgirán
rápidamente motivos y principios de conflicto entre las naciones civilizadas. Por supuesto, esto no quiere decir que cualquier nación de las
vigorosas tenga permitido ejercer el fructífero monopolio de curar o de
sajar a esas otras infortunadas pacientes, y habrá que discutir quién tendrá
el privilegio de hacerlo y en qué medida [...] Éstos son los peligros que,
según yo pienso, nos amenazan en el período que se abre ante nosotros.
Una época llamada a poner a contribución nuestra resolución, nuestra
tenacidad y nuestros instintos imperiales (imperial instincts), y ello en
Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897). Escritor y político conservador español,
murió víctima de un atentado anarquista, (RFE).
8
Robert Arthur Talbot Gascoyne-Cecil, tercer marqués de Salisbury (1830-1903). Destacado político conservador británico. En tres ocasiones fue primer ministro y cuatro veces
ocupó la Secretaría del Foreign Office, (RFE).
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grado sumo. Indudablemente, nosotros no permitiremos que Gran Bretaña quede en desventaja en cualquier nuevo arreglo (rearrangement) que
pueda sobrevenir. Pero, por otra parte, no nos sentiremos envidiosos si
el engrandecimiento de un rival viene a eliminar la desolación y la esterilidad de regiones a las que no pueden extenderse nuestras armas.9
18
Como se ve, el campo de la biología política y el campo del derecho
internacional quedan claramente delimitados. Que las naciones vigorosas se extienden gradualmente sobre el territorio de las decadentes
es una realidad inexorable, superior y más fuerte que cualquier atadura
jurídica o convencional, previamente existente, que quisiera frenarla,
y en presencia de la cual sólo cabe tomar nota para estar preparado. El
ámbito de aplicación del derecho internacional comienza allí donde
es necesario que las naciones vigorosas, mediante un rearrangement
se pongan de acuerdo convencionalmente para el reparto del botín. La
relación jurídica necesita, por ambas partes, el respaldo de la fuerza;
no hay relación jurídica posible entre el fuerte y el débil, porque la
inexorable relación entre ambos la decide, a favor del primero, el
mismo curso de la historia.
El discurso de Lord Salisbury causó una enorme impresión en toda
Europa –en especial por sus referencias a la cuestión de China– y, no
hay que decirlo, en una España a la sazón en guerra con los Estados
Unidos. La precisión del primer ministro británico en el sentido de
que “hay naciones moribundas desprovistas de hombres eminentes,
de estadistas verdaderos en quienes pueda el pueblo confiar, y que
cada vez se acercan más al término de sus tristes destinos, siquiera
se agarren con extraña tenacidad a la vida” hubo de resonar, como
presagio siniestro entre las páginas de la prensa periódica española;
“la mayoría de estas naciones (moribundas) –continúa El Imparcial
citando a Salisbury– es pagana, pero alguna es cristiana también”.10 Al
“The Primrose League. Speech by Lord Salisbury”, The Times, Londres, 5 de mayo
de 1898, p. 17.
10
“Las frases de Lord Salisbury”, El Imparcial, Madrid, 6 de mayo de 1898; artículo
de fondo.
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1898. LA REDISTRIBUCIÓN COLONIAL
día siguiente del discurso, La Época había publicado ya un excelente
artículo de fondo, traduciendo a la realidad peninsular el discurso del
premier británico:
No alude únicamente el primer ministro de la reina Victoria a la
China, pues es pagana o budista. Pudiera creerse que puso el pensamiento, al pronunciar aquellas frases, en el Portugal, donde el propio ministro
creó la inestabilidad y la vida precaria de los gobiernos con el ultimátum de 1890, y cuyas posesiones coloniales en África y en Asia más de
una vez han excitado la codicia de la Gran Bretaña; pero si se recuerda
que ha sido el conflicto presente entre España y los Estados Unidos el
motivo del discurso de la Primrose League, y que no cabe duda en que
alude a los últimos [es decir, a los Estados Unidos] al propio tiempo
que a Rusia, al hablar de las naciones vivas surcadas de ferrocarriles y
codiciosas de ensanches y de expansión, aunque sea hollando la justicia,
puede presumirse que el ilustre orador colocaba a nuestra patria entre
las potencias débiles destinadas a suministrar materia para el engrandecimiento de las que están mejor dotadas.11
No podía faltar la rectificación de circunstancias que venía obligada, en el primer ministro de una potencia neutral, por la más elemental
cortesía diplomática;12 pero no ya los meses subsiguientes, sino las
semanas inmediatas se encargarían de testimoniar el rigor objetivo de
la interpretación que el mencionado artículo de fondo de La Época
había dado al discurso de Lord Salisbury, en relación con su posible
aplicación a Portugal y a España. La compleja y dispersa geografía de
“¿Aviso o consejo?”, La Época, Madrid, 5 de mayo de 1898.
Véase, “El discurso de Salisbury y España”, El Imparcial, Madrid, 10 de mayo de
1898. “Se tienen noticias autorizadas que permiten asegurar que en el discurso de Lord
Salisbury, que tantos comentarios ha suscitado, no hay alusión a España. El ilustre autor del
discurso ha creído siempre que España, por su conducta y por los progresos realizados en los
últimos veinte años, merece ser considerada entre las naciones vivas. En este mismo sentido,
se expresa el Times recibido ayer. Más vale así; pero, como dice muy bien La Época, en los
momentos solemnes en que nos encontramos y a pesar de la resonancia de las palabras del
Premier de la Gran Bretaña, los actos valen más que los discursos, y con actos quisiéramos
ver que se reconocía en el Foreign Office la vitalidad, el heroísmo y la abnegación con que
defiende nuestra patria la causa de la justicia y del derecho.”
11
12
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19
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los territorios extrapeninsulares de ambos Estados va a saltar insistentemente, en las semanas y en los meses sucesivos, a las notas y despachos
diplomáticos, a las referencias de prensa, a las mesas de negociación.
Una inmensa almoneda en que suenan los nombres de Cuba, Puerto
Rico y Filipinas, Angola y Mozambique, Timor, Carolinas, Marianas y
Palaos, Fernando Poo y Río de Oro, las Canarias y las Azores, Ceuta,
Melilla e incluso las Baleares, queda abierta ante el verano del 98.
Circunscribir los acontecimientos internacionales del año fatídico a
la guerra con los Estados Unidos y a la pérdida de Cuba, Puerto Rico
y Filipinas, equivale a renunciar a una comprensión histórica global
de la situación en que tales acontecimientos se integran.
4. Ultimátum, reparto, garantía. El modelo portugués
20
Voy a referirme ante todo a lo que llamo ‘el modelo portugués’, porque
en el tratamiento de las perspectivas que ofrece la existencia de un
extenso imperio colonial en manos de Portugal, evidente dying nation,
la política internacional del imperialismo va a perfilar unos esquemas
de actuación que, en el fondo, son los mismos que veremos aplicados
contemporáneamente a España. Gran Bretaña, Estados Unidos y Alemania van a abordar en 1898 el problema de una vasta redistribución
colonial, a expensas de los dos imperios coloniales peninsulares; y
ello por medio de unos planteamientos más amplios y complejos que
los que suelen aparecer en nuestros manuales universitarios.
Para entender la praxis político-internacional de las grandes potencias imperialistas en el nivel histórico que estamos contemplando,
conviene comenzar por hacer referencia a las tres formas diplomáticas
propias de la coyuntura; a los tres instrumentos diplomáticos gracias a
los cuales se aborda o realiza la redistribución. Me refiero al acuerdo o
convenio de reparto suscrito por las potencias beneficiarias del mismo,
al ultimátum y al tratado de garantía. Unas breves palabras acerca de
la significación de cada uno de los mismos.
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Como es sabido, ni el reparto, ni el ultimátum, ni el tratado de
garantía son formas diplomáticas que tengan su origen en la década
final del ochocientos; lo que sí es nuevo, a la sazón, es la forma
de su empleo y quizá la combinación de las tres –cada una en su fase
o momento correspondiente– para llegar al efecto perseguido. Ante
todo llama la atención el carácter escuetamente bilateral que, por lo
general, revisten estos actos diplomáticos. El concierto europeo –con
sus congresos y sus sistemas bien trabados de alianzas– ha entrado
en crisis en esta era postbismarckiana, y los convenios de reparto no
pasan de ser acuerdos relativamente informales y circunstanciales
entre dos grandes potencias, que se entienden entre sí sin necesidad de
previa alianza y sin designios de publicidad. El reparto presupone la
‘apertura’ de una cuestión territorial; es decir, el reconocimiento tácito
o expreso de que un determinado territorio o conjunto de territorios
no está en condiciones de ser defendido eficazmente por su soberano
nominal. En vista de lo cual, dos grandes potencias toman el acuerdo
de subrogar en su soberanía sobre tales territorios a la nación débil, y
ello de manera que resulte un reparto equitativo y que cada lote vaya
a integrarse, según criterios de contigüidad, en la esfera de intereses
de una u otra de las potencias beneficiarias de aquél.
El tratado de garantía significa, por su parte, que una gran potencia
asume la defensa de una potencia débil, garantizando formalmente su
integridad frente a toda agresión de tercero –y prestando indirectamente
un sólido apoyo, es preciso añadir, al régimen político, siempre infirme,
que ejerce el poder sobre unas sociedades subdesarrolladas–. También
aquí estamos ante un instrumento de adecuación de viejas situaciones
de ‘soberanía histórica’ a nuevas situaciones basadas en la realidad del
poder. En efecto, la garantía internacional prestada en virtud de estos
tratados por la potencia fuerte a la potencia débil debe ser entendida
en sentido relativo, como una cierta asunción de protectorado que
deja a salvo en su integridad las formas y los prestigios externos de la
soberanía, pero que no excluye la rectificación unilateral de contenidos
reales –siempre salvando las formas– si cambian las circunstancias.
Estamos, pues, ante algo políticamente distinto –aunque las formas
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jurídicas sean análogas– de la garantía real que resultaba, como un
suplemento de poder y un refuerzo de soberanía, de los clásicos tratados de alianza, contraídos entre iguales, de la era bismarckiana, así
como de la aplicación virtualmente indefectible que dejaban traslucir
sus plazos formales y sus meticulosos procedimientos de denuncia.
La vigencia paralela y estimada como compatible, a lo largo de tres
lustros de historia diplomática (1899-1914), de un tratado formal de
garantía –el llamado de Windsor, entre Gran Bretaña y Portugal– y
de una expectativa de reparto de las colonias portuguesas prevista por
Convenio entre la misma Gran Bretaña y Alemania, actos diplomáticos
a que hemos de referirnos seguidamente, viene a expresar con claridad
la impostación del nuevo concepto imperialista de ‘garantía’ sobre
una concepción dinámica de las relaciones internacionales, que obliga a
considerar tácitamente toda seguridad ofrecida a la integridad territorial
de una potencia débil como subordinada a una premisa obvia: rebus
sic stantibus.13 Ahora bien, las cosas cambian en virtud de un dinámico
protagonismo que corresponde a las grandes potencias mundiales; no
a las pequeñas, por más que unas y otras hubieran mezclado sus firmas
en solemnes acuerdos bilaterales. En suma: en el tratado de garantía,
la pequeña potencia recibe la seguridad del mantenimiento, por tiempo
indefinido, de su soberanía formal sobre la totalidad de su territorio; así
como la seguridad de que un proceso de redistribución a la sazón en
marcha, no va a afectarle de momento. En cambio, la pequeña potencia queda integrada en la exclusiva esfera de intereses económicos y
estratégicos de su poderoso partenaire, renunciando a la iniciativa de
una política exterior autónoma; la potencia garante asume, por otra
parte, frente a terceros, una posición privilegiada en lo que se refiere
a la ulterior disposición del conjunto territorial garantizado.
En cuanto al Ultimátum, expresa la posibilidad de fulminante disuasión que resulta de la manifiesta desproporción de fuerzas entre
grandes y pequeñas potencias, en una era postelegráfica y en una fase
de las relaciones internacionales en que, como ya se ha indicado, las
13
Estando así las cosas, (RFE).
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alianzas estaban en quiebra y la iniciativa de cada gran potencia estaba
bastante desprovista de condicionamientos generales (en contraste
con lo que será el caso, v.gr., en tiempos de la llamada ‘paz armada’).
El ultimátum –con sus distintos grados de amenaza coactiva– permite
un ejercicio ‘limpio’ del poder mundial, estableciendo una cómoda
línea divisoria entre la exhibición de un poder evidente y la utilización
del mismo en una intervención militar siempre sujeta a eventuales
complicaciones.
El análisis que nos proponemos hacer de la coyuntura del 98 como
crisis de redistribución no requiere que examinemos aquí el famoso ultimátum británico del 11 de enero de 1890, calificado por Basilio Telles
a comienzos del siglo XX como “el acontecimiento más importante que,
desde las invasiones napoleónicas, abatió a la sociedad portuguesa”.14
Por sus consecuencias de orden interno, por su enorme impacto sobre la
conciencia nacional de los portugueses que lo vivieron, cabe comparar
–como ha sido hecho repetidas veces– la crisis portuguesa del Ultimátum con la crisis española del 98. Pero, como vamos a ver enseguida,
hablando en términos de estricta historia político-internacional, para
encontrar el equivalente portugués de nuestro 98 no es preciso salir de
las fronteras cronológicas de este último año. En la dimensión política
aludida, la significación del Ultimátum es más bien análoga a la del
conflicto franco-británico en torno a Fashoda: es llegado el momento
en que a los establecimientos y ocupaciones costeras –que los artículos
34 y 35 del Acta general de la Conferencia de Berlín habían intentado
regular–, sucede, en África, la era de las ocupaciones en el interior y
de las expediciones conducentes al establecimiento de imperios sin
solución de continuidad. Sobre este planteamiento, y en su designio de
salvaguardar la cohesión y de preparar el sistema de comunicaciones
de su inmenso imperio de África oriental, Gran Bretaña opone una
negativa categórica a los designios portugueses de soldar, a través del
interior de África del Sur, Mozambique y Angola, como la opondrá a
14
p. 108.
Do Ultimatum ao 31 de Janeiro: esboço d’historia política, 1905, Oporto, B. Telles,
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la presencia francesa en tierras del Alto Nilo. No estamos todavía en
presencia de un ciclo de redistribución, sino en el momento en que cada
expansión colonial busca su propia frontera y surgen los litigios y las
fricciones en los lugares de encuentro. Cabe, sin embargo, señalar la
diferente tramitación que recibirá uno y otro incidente; en ocasión del
encuentro franco-británico, el Gabinete británico exigirá la evacuación
de Fashoda absteniéndose empero de formular ultimátum preciso. La
tramitación del contencioso anglo-portugués fue, sin embargo, harto
más contundente:
24
Lo que el Gobierno de Su Majestad desea y aquello sobre lo que insiste
es lo siguiente: Que se envíen al Gobernador de Mozambique instrucciones telegráficas inmediatas para que todas y cualesquiera fuerzas militares
portuguesas actualmente en el Chire y en los países de los Makololos y
Machonas se retiren. El Gobierno de Su Majestad entiende que, a falta
de ello, son ilusorias las seguridades dadas por el Gobierno portugués.
Mr. Pitre se verá obligado, de acuerdo con sus instrucciones, a abandonar
inmediatamente Lisboa con todos los miembros de su legación, si esta
tarde no recibe una respuesta satisfactoria a la intimación que antecede;
y el navío de Su Majestad Enchantress se encuentra en Vigo esperando
sus órdenes.
Naturalmente, el gobierno portugués responde allanándose a la
exigencia británica, si bien “dejando a salvo expresamente los derechos
de la Corona de Portugal sobre las regiones africanas de que se trata,
así como el derecho que le confiere el artículo 12 del Acta general
de Berlín de que el asunto en litigio sea resuelto definitivamente por
una mediación o un arbitraje”.15 Pero la mediación, el arbitraje y el
mismo sentido jurídico positivo de la Conferencia de Berlín pertenecían a un ámbito de relaciones internacionales llamado a ser sustituido
por puras relaciones de fuerza. En este sentido, sí que es oportuno el
recuerdo al Ultimátum de 1890 para mejor entender el espíritu y la
15
Véase História de Portugal dirigida por Damião Peres, 1928-1935, Barcelos, Portucalense
Editora, vol. VII, p. 417. Para un planteamiento de la cuestión: Eric Axelson, Portugal and
the scramble for Africa, 1875-1891, 1967, Johannesburgo, Witwatersrand University Press.
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praxis de la diplomacia, ocho años después, en el año de los intentos
de redistribución.
Situar la Convención anglo-alemana de 30 de agosto de 1898,
relativa a las colonias portuguesas situadas al sur del ecuador, en el
contexto de la compleja situación internacional en cuyo seno surge,
sería, en el breve espacio de estas páginas, tarea tan difícil como
inoportuna; el lector la encontrará realizada, con claridad y solvencia
científica, en obras como las de Langer, Taylor o Grenville, si bien
acompañada en algún caso de interpretaciones e incluso justificaciones de orden formal que podrían servir de base para una discusión del
tema.16 El mencionado convenio no llegó a ser aplicado, por más que
mantuviera vigencia latente a lo largo de los tres lustros que median
entre su firma y el estallido de la primera guerra mundial; de hecho, en
1913 volverá a plantearse la cuestión de un reparto de colonias portuguesas entre Gran Bretaña y Alemania, por cierto sobre líneas más
tentadoras para Alemania que las de 1898, con la finalidad de suscitar
una entente de urgencia entre esta última y Gran Bretaña.
La Convención anglo-alemana de 1898 parte del supuesto de que
Portugal solicitase ayuda financiera de una o varias potencias extranjeras; supuesto frente al cual Gran Bretaña y Alemania se comprometen
a actuar conjuntamente, sobre la base de que las cantidades anticipadas
serían garantizadas por las rentas de las aduanas, u otras rentas, de
Mozambique, de Angola y de la parte portuguesa de la isla de Timor.
Ahora bien, llegado el caso, los respectivos empréstitos británico
y alemán quedarían garantizados específicamente por las rentas de
territorios definidos, cuyas fronteras se trazan cuidadosamente estableciendo una división tanto de Mozambique como de Angola; en
cuanto a las rentas del Timor portugués, se asignan en exclusiva a la
16
William L. Langer, The Diplomacy of Imperialism, 1890-1902, 1951, Nueva York,
Knopf, cap. XV: “The Anglo-German negotiations”. A.J.P. Taylor, The Struggle for Mastery
in Europe, 1848-1918, 1954, Oxford, Clarendon Press, cap. XVII y p. 501-4. J.A.S. Grenville,
Lord Salisbury and Foreign Policy. The Close of the Nineteenth Century, 1964, Londres,
University of London-Athlone Press (espec. cap. VIII). Véase también: Pierre Dubois, “Le traité
anglo-allemand du 30 août 1898 relatif aux colonies portugais”, Revue d’Histoire de la Guerre
Mondiale, julio de 1939, París, Société de l’Histoire de la Guerre, vol. XVII, p. 232-46.
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garantía del eventual empréstito alemán. En fin, los seis artículos
de la parte explícita de la Convención no hablan sino de empréstitos,
rentas, intereses, amortización, inspección y administración de aduanas. Pero el anexo secreto a la Convención habla de cosas políticamente
más sustantivas:
Habida cuenta de que, no obstante las cláusulas de la Convención
firmada este mismo día, el mantenimiento de la integridad de las posesiones africanas de Portugal al sur del ecuador, así como de Timor,
podría, desgraciadamente, presentarse imposible, los abajo firmantes,
debidamente autorizados por sus soberanos, han convenido además lo
que sigue.
26
Lo que sigue es que “Gran Bretaña y Alemania están de acuerdo en
oponerse a la intervención de toda tercera potencia en las provincias
de Mozambique, de Angola, y en el Timor portugués” (artículo 1); que
tanto Gran Bretaña como Alemania se abstendrán, recíprocamente,
“de presentar reivindicación alguna, de cualquier naturaleza que sea”,
sobre las provincias portuguesas cuyas rentas hubieran sido asignadas
como garantía a la otra potencia; en fin, el artículo tercero alude explícitamente a la eventualidad “de que Portugal renunciara a sus derechos
soberanos sobre Mozambique, Angola o el Timor portugués, o perdiese
estos territorios de otra forma”. Como el tenor del tratado excluía la
participación de cualquier tercera potencia, así como la injerencia de
cada uno de ambos partenaires en la zona de influencia reservada
al otro, el objetivo final del convenio no por implícito queda menos
claro. La breve exposición de motivos del texto mismo del Convenio
justificaba su conclusión “con objeto de evitar las complicaciones
internacionales que esta situación [es decir, la petición por parte de
Portugal de ayuda financiera] podría provocar, así como de preservar
su integridad y su independencia”.
Tras la Convention y la Secret Convention que acaban de ser referidas, un tercer documento –Secret Note– viene a completar el Convenio
anglo-alemán de 30 de agosto de 1898. La finalidad declarada de esta
Nota secreta es to make clear the intention of the Two Conventions
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of this day’s date; la finalidad real: dejar asegurada la equivalencia
entre las concesiones o adquisiciones logradas eventualmente por
ambas potencias en sus demarcaciones respectivas, así como añadir
algunas precisiones al trazado de estas últimas.17 El contraste entre los
eufemismos verbales de la Convención propiamente dicha y el cínico
realismo de los dos anexos secretos –si es que es posible aislar uno y
otros en el conjunto del convenio a que nos referimos– ha sido ya
lo suficientemente glosado y adjetivado por políticos e historiadores
como para que valga la pena insistir en el tema. En todo caso, es necesario ver en el contenido político real de la Convención anglo-alemana
de 1898 –anexos incluidos– la forma resolutoria, por vía pacífica, del
antagonismo entre dos potencias mundiales que han visto bloqueada
temporalmente la prosecución de su impulso expansionista, fórmula
resolutoria que no es otra que el acuerdo de redistribución.
Como ya quedó apuntado, no se llegó en 1898 –como no se llegará
tampoco en 1913– a una efectiva redistribución de las colonias portuguesas situadas al sur del ecuador. El documento analizado no pierde
por ello su valor significativo de una determinada práctica internacional.
Por lo demás no hay que olvidar que, si entre 1898 y 1914 las colonias
portuguesas siguen adscritas a la formalmente indiscutida soberanía de
Lisboa, sobre tal soberanía gravitará la tácita hipoteca de un acuerdo
de principio entre dos living nations; la hipoteca de una Convención
que, precisamente por el hecho de desarrollar sus previsiones sobre
un conjunto de condiciones futuras y eventuales –la suscripción de
empréstitos, el impago de intereses o amortizaciones, etc.– no corría
prisa denunciar, máxime cuando Londres la estimaba compatible con
la garantía formal prestada, un año después, por el llamado Tratado
de Windsor al que hemos de referirnos a continuación.
En cuanto al destino de las Azores, Madera e islas de Cabo Verde,
la correspondencia entre Rouvier, embajador de Francia en Lisboa,
George Peabody Gooch y Harold William Vazeille Temperley (eds.), British Documents on the Origins of the War, 1898-1914, 1927-1938, Londres, Foreign Office, vol. I,
especialmente docs. n° 77, 90, 91 y 92.
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y Delcassé, ministro francés de Asuntos Exteriores, viene a expresar
temores y pronósticos sombríos, que apuntan a la posible pérdida
por parte de Portugal de tales archipiélagos. “La adquisición de las
Filipinas [por parte de los Estados Unidos] es un hecho que, por su
naturaleza, ha de provocar aquí [en Lisboa] inquietudes en relación
con las Azores”, dada la posición estratégica de estas últimas sobre la
ruta de la fachada atlántica de los Estados Unidos a las Filipinas, en
un momento en que aún no estaba abierto el canal de Panamá; por otra
parte, la guerra de los Estados Unidos con España “y las dificultades a
que han debido de hacer frente cuando se ha tratado de llevar el teatro
de la guerra a las costas de la Península, han debido hacerles apreciar
cada vez más el valor de este punto”. Mas no son sólo las Azores:
Si Alemania está, como parece probable, preocupada por el desarrollo
de sus colonias africanas, se verá motivada a disponer de comunicaciones
seguras con estas últimas, comunicaciones de que actualmente carece; a
este respecto, Madera, y sobre todo las islas de Cabo Verde (sin hablar
de Santo Thomé) están verosímilmente destinadas a ser, o a llegar a ser,
objeto de sus codicias, sin dejar de serlo de las de Gran Bretaña.
28
Pero, por encima de estos temores y estas previsiones, el diplomático francés expresa un clima en que todo puede esperarse de los
tratos entre las tres más grandes potencias, tanto más cuanto que no
se conocen exactamente los derroteros de la diplomacia secreta: “Yo
no estoy en condiciones de indicar qué parte tienen estas consideraciones en las preocupaciones o en los acuerdos de los Gabinetes de
Londres, de Berlín y de Washington. Aquí no se pierden de vista, y
tanto el lenguaje de Lord Salisbury como los últimos acontecimientos
no son propicios a hacerlas olvidar. El gobierno portugués lucha todo
lo que puede...”18
Ministère des Affaires Étrangères. Francia, Documents Diplomatiques Français,
1871-1914, 1929-1955, París, Nationale, 1ª. serie, vol. XIV, doc. n° 518. Rouvier a Delcassé,
Lisboa, 14 de noviembre de 1898. La carta recién mencionada contiene una explícita y razonada referencia a la colocación de Portugal “entre los países que Lord Salisbury ha señalado
desdeñosamente a la atención de sus oyentes”.
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Ahora bien, el destino de las colonias portuguesas no era la redistribución, sino la permanencia íntegra dentro de la esfera de intereses de
Gran Bretaña. Es obvio que el interés de esta última estribaba no sólo
en reservar dentro de su círculo de intereses económicos y estratégicos,
para su propio y exclusivo beneficio, la totalidad del imperio colonial
portugués; sino también en disponer, llegado el caso, de una posibilidad de recambio para llegar a una entente con Alemania mediante el
reparto. Pero, junto a todo ello, juega la exigencia inmediata de poder
contar con Portugal –vecina de Gran Bretaña en África del Sur; dueña
de Bahía Delagoa–, sin ambigüedades, inhibiciones, ni fisuras, ante
la guerra de Transvaal.
Todo ello se logra mediante el llamado Tratado de Windsor, del 14
de octubre de 1899, entre Gran Bretaña y Portugal, que venía a cerrar
el círculo de la sorprendente política lusitana del gobierno británico
durante dos años decisivos; una política que autoridad tan relevante
como Sir Arthur Nicolson describiera, en su Portrait of a Diplomatist,19 como the most cynical business that I have come across in my
whole experience of diplomacy. Para llegar al desenlace indicado fue
preciso vencer el resentimiento y las aprensiones de los portugueses,
que algo habían llegado a conocer, aunque no en sus últimos detalles,
del convenio anglo-alemán de agosto del 98. La colección de British
Documents... relativos al período 1898-191420 nos ilustra acerca de
la gestión de la Declaración secreta anglo-portuguesa del 14 de octubre de 1899, que tal fue la designación oficial del llamado –a juicio
de Langer injustificadamente– “Tratado de Windsor”; nos ilustra
también acerca del papel decisivo que en la gestación de la misma
cupo al marqués de Soveral, embajador del gobierno de Lisboa en
Londres, donde estaba considerado diplomáticamente como persona
muy grata.
19
p. 393.
20
ración.
Arthur Nicolson, Portrait of a Diplomatist, 1930, Nueva York, Houghton Mifflin,
Gooch y Temperley (eds.), op. cit., vol. I, doc. n° 118 reproduce el texto de la Decla-
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30
El texto de la mencionada Declaración secreta, o Tratado de
Windsor, consta de dos partes. En primer lugar –y en ello consiste
el cuerpo de la Declaración– hay una explícita confirmación de “los
antiguos tratados de alianza, amistad y garantía que subsisten entre
ambas Coronas”, y especialmente del artículo 1º del Tratado de 29 de
enero de 1642 y del artículo final del Tratado de 23 de junio de 1661,
cuyo tenor reproduce literalmente el texto de la Declaración. Bajo este
ropaje clásico, resucitado al efecto por explícita sugerencia de Salisbury, subyace la configuración de un verdadero tratado de garantía, al
reiterarse y confirmarse la obligación de S.M. Británica de “defender
y proteger todas las conquistas y colonias pertenecientes a la Corona
de Portugal frente a todos sus enemigos, tanto en el presente como en
lo futuro”. En cuanto a la segunda parte de la mencionada Declaración
–véanse sus dos breves párrafos finales– comprometen al gobierno
portugués a no permitir la importación o el tránsito de armas y municiones destinadas a la República de África del Sur, mientras dure el
estado de guerra entre esta última y Gran Bretaña, como asimismo a
no declararse neutral en presencia de tal contienda.
Por lo demás, conviene no engañarse acerca de la modestia formal
–Declaración secreta– con que el llamado Tratado de Windsor comparece en la historia diplomática. En efecto, al declarar as of full force
and effect the ancient treaties of alliance, amity and guarantee which
subsists between the two Crowns, se sobreentiende innecesaria la
formalización de un nuevo tratado de tales características; el tratado
de garantía se da por formalmente existente. Y basta revisar las cláusulas del venerable Tratado de Paz y de Comercio de enero de 1642,
suscrito por Juan IV en un momento extremadamente difícil para la
viabilidad internacional del Portugal restaurado, para advertir el tesoro
de posibilidades que allí se encerraban, como oro viejo, para la poderosa Gran Bretaña de la era del imperialismo.21 Cabe plantearse si
21
El texto de los Tratados luso–británicos de 29 de enero de 1642 y 23 de junio de 1661
puede verse en: José Ferreira Borges de Castro, (Compilados, coordenados y anotados),
Collecçao dos Tratados convençoes, contratos e actos publicos celebrados entre a Corsa
de Portugal e as mais potencias desde 1640 até as presente, 1856, Lisboa, Nacional, vol. I,
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esta consideración no contribuyó a que Lord Salisbury sugiriera, en sus
conversaciones con Luiz de Soveral, la expresa referencia a tratados
anteriores como base de la conformación del nuevo acuerdo.
Pero lo cierto es que Portugal –el Portugal metropolitano, sus islas,
su extenso imperio colonial– había superado, aparentemente intacto,
la crisis de redistribución del 98, que tan profundamente afectara a
sus cimientos. No se había consumado, ni siquiera iniciado, su reparto
formal; y ello, en parte, porque Portugal se salvó de la bancarrota, y en
parte harto más decisoria porque la coyuntura internacional no llegó a
plantear como apremiante al Foreign Office un reparto en las semanas
y en los meses que siguieron a agosto de 1898. A tenor del llamado
Tratado de Windsor y, sobre todo, a tenor de la realidad del poder,
Gran Bretaña mantenía intacto, sin competidores y sin partenaires,
la totalidad del imperio portugués dentro de su propia esfera de intereses. Ahora bien, la Convención anglo-alemana del 98, si no había
sido cumplida en los términos previstos, tampoco había sido anulada;
mantenía, como queda dicho, una vigencia latente que entrañaba una
hipoteca tácita, una expectativa de desintegración a plazo indefinido,
sobre el imperio colonial portugués. Creo que esta virtualidad paralela
de un convenio de eventual reparto y de un tratado de garantía formalmente ofrecida a la misma potencia cuyos dominios se trata, llegado
el caso, de repartir, ilustra la relación dialéctica existente, en la época
del imperialismo, entre uno y otro acto diplomático. La compatibilidad
formal, simultánea, entre la Convención anglo-alemana del 98 y el
Tratado anglo-portugués del 99, fue una realidad para la diplomacia
británica de la época y ha sido defendida, en fecha mucho más cercana
a nosotros, por Grenville. Pero no es el problema de la compatibilidad
formal entre ambos documentos, ni siquiera el de su evidente incompatibilidad ética, el que nos interesa discutir aquí; sino el de su complementariedad en un proceso histórico concreto. En efecto, convenio
p. 82-101 y 234-58 respectivamente. En el sentido apuntado en el texto conviene recordar
que el primero de los dos tratados mencionados era, técnicamente, un “tratado de paz y de
comercio”.
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de reparto y tratado de garantía apuntan a dos etapas distintas de un
único proceso tenido a la sazón por ineluctable –living nations, dying
nations–, identificado con el sentido de la historia y al que se trata de
dotar de instrumentos jurídicos adecuados para evitar el único mal
digno de ser evitado por todos los medios: la confrontación armada
entre las grandes potencias mundiales. Una confrontación que, por lo
demás, no se hará esperar mucho más de tres lustros.
5. El 98 español: la trama internacional del Desastre
32
Situado en las coordenadas que he intentado esbozar, el 98 español
muestra una perspectiva más real y más compleja que la que insistentemente repiten nuestros manuales. La imagen clásica que nuestra
historiografía recoge del 98 consta –sin excepción– de tres componentes esenciales y un apéndice. Los tres componentes esenciales
son: una guerra colonial con su epicentro en Cuba; una guerra con
los Estados Unidos que comporta la pérdida de Cuba, Puerto Rico
y Filipinas; una inhibición de las potencias europeas frente a esta
desigual confrontación hispano-norteamericana. Como apéndice, la
venta a Alemania de los tres archipiélagos del Pacífico –Carolinas,
Marianas y Palaos–, a excepción de Guam, en las Marianas, que ya
había sido cedida a los Estados Unidos en el Tratado de París. Todos
estos hechos son ciertos, y en buena medida, cartografiables. Pero
una explicación histórica global de los mismos no puede prescindir
de otros hechos no menos reales.
En primer lugar, que la transferencia de las Filipinas a los Estados
Unidos no figuraba entre los fines de guerra de esta última potencia, y
que fue auspiciada por Gran Bretaña con la finalidad de impedir que, una
vez abierto el proceso de redistribución, cayera, como parecía probable,
en manos de Alemania, a la sazón dispuesta a tal adquisición.
En segundo lugar, que la transferencia a Alemania, en 1899, de los
tres archipiélagos del Pacífico, no fue un acto estrictamente bilateral,
fruto de un acuerdo entre Alemania que deseaba comprar y España
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1898. LA REDISTRIBUCIÓN COLONIAL
que no tuvo inconveniente en vender; sino resultado, ante todo, de
un acuerdo entre las grandes potencias que permitió la adjudicación
a Alemania de los tres archipiélagos por vía de indemnización que
compensara su forzada renuncia a las Filipinas; a esta luz, el ‘reparto’
–aunque fuera desigual– del imperio colonial de España en Oriente,
entre los Estados Unidos y Alemania, queda claramente manifiesto.
En tercer lugar, que los resultados efectivos de la redistribución –la
pérdida de las islas y archipiélagos mencionados– no bastan para dar
una idea de las ambiciones y de los temores que suscitó la ‘apertura’
de la cuestión colonial española entre los años 98 y 99; el manejo de
la correspondencia diplomática y de la prensa de la época nos permite
reconstruir el clima psicológico-colectivo de la crisis, dentro del cual
se daba como posible un desmantelamiento aún más amplio y radical
de la extensión territorial de la monarquía española.
En cuarto lugar, que la crisis contó entre sus componentes un serio
contencioso hispano-británico acerca de las fortificaciones españolas
frente a Gibraltar, contencioso que atrajo sobre España el riesgo de
“otro conflicto, que habría resultado más ruinoso para ésta que la misma
guerra con los Estados Unidos” según ponderación de Grenville que,
sin duda, no hubiera tachado de exagerada el que fuera a la sazón ministro de Estado español, duque de Almodóvar del Río;22 la tramitación
cuidadosamente secreta del incidente hizo que tanto la prensa como la
opinión pública permanecieran ajenas a sus verdaderas dimensiones.23
Al día siguiente de la derrota militar de España frente a los Estados
Unidos se plantea el problema específicamente europeo –al que Gran
Bretaña, por razones obvias, se manifiesta especialmente sensible– de
Juan Manuel Sánchez y Gutiérrez de Castro, duque de Almodóvar del Río (18501911), (RFE).
23
En la carta del duque de Almodóvar del Río al embajador de España en Londres,
conde de Rascón, Madrid, 28 de agosto de 1898, se expresa, en efecto, el interés del gobierno
español en mantener “la más absoluta reserva en una cuestión [la recientemente surgida entre
Gran Bretaña y España en relación con las fortificaciones españolas próximas a Gibraltar]
cuyo conocimiento podría suscitarnos desagradables incidentes y dificultades en el orden
político interior”. Lo subrayado, cifrado en el original. Archivo Histórico Nacional, Sección
de Estado, Leg. 8663 (en adelante citado AHN E).
22
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la garantía territorial de la metrópoli y de sus islas adyacentes. Se trataba
de incorporar al derecho internacional vigente el principio de que la
‘cuestión española’, tras la transferencia de las islas y archipiélagos
de ultramar, quedaba cerrada. Sólo que para ello era preciso que la
España peninsular, las Baleares y Canarias, las plazas de soberanía
en África del Norte y las restantes islas y enclaves africanos quedaran
respaldadas por algún tipo de garantía internacional. En suma: una
garantía para los residuos de la redistribución. Garantía ofrecida por
Gran Bretaña por medio del proyecto de Acuerdo de noviembre de
1898 –claro antecedente del llamado Tratado de Windsor luso-británico
al que me he referido líneas arriba–, pero que el gobierno español rehusará aceptar. La garantía internacional del área metropolitana y de los
residuos de la redistribución no vendrá, para España, de un acuerdo
bilateral con Gran Bretaña; sino de su inserción en el ámbito de la
entente franco-británica de abril de 1904. España resistirá el intento
británico de ‘portugalización’ precisamente en razón de su fidelidad
al clásico aforismo de nuestra política exterior ochocentista: “cuando
Francia y Gran Bretaña marchen de acuerdo, unirse a ellas; cuando no,
abstenerse”. Como ya se dijo, fue el intercambio de notas entre las
tres potencias –Gran Bretaña, Francia, España– sobrevenido al hilo
de los Acuerdos de Cartagena, en 1907, lo que vino a establecer una
garantía conjunta sobre el statu quo del área del Estrecho.24
***
Repasemos, con el detenimiento que permite la ocasión, las principales etapas del proceso que queda esbozado. La apertura de la ‘cuestión española’ en el año 1898 sobreviene como consecuencia de unos
planteamientos inicialmente circunscritos al área antillana y a las
pretensiones hegemónicas de los Estados Unidos sobre la misma. La
confrontación, de resultados obviamente previsibles, entre la potencia
Enrique Rosas Ledezma, Contribución al estudio de las relaciones hispano–británicas,
1899-1914. Los acuerdos mediterráneos hispano-franco-británicos, tesis doctoral inédita,
1975, Madrid, Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense.
24
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1898. LA REDISTRIBUCIÓN COLONIAL
militar y naval de los Estados Unidos y los limitados y débiles recursos
de España, apuntaba a la aparición, en un mundo colonial que acaba de
alcanzar sus fronteras inmediatas, de un vacío de poder. Hay, claro
está, un ultimátum:
Si a la hora del medio día del sábado próximo, 23 de abril corriente,
no ha sido comunicada a este gobierno, por el de España, una completa
y satisfactoria respuesta a esta demanda y Resolución, en tales términos
que la paz de Cuba quede asegurada, el presidente procederá, sin ulterior
aviso, a usar el poder y autorización ordenados y conferidos a él por
dicha Resolución, tan extensamente como sea necesario para obtenerla
en efecto.25
Sigue la guerra,26 la fulminante derrota naval española, el recurso
a los buenos oficios de Francia, los tanteos de paz. Recordemos los
términos del Protocolo de Washington, del 12 de agosto del 98. Su
artículo primero afirma el logro del que había sido objeto explícito de
la intervención norteamericana: “España renuncia a toda pretensión
de soberanía y a todos sus derechos sobre Cuba.” El artículo segundo
hace referencia, ya, a unas ganancias de guerra, justificadas a partir
de la victoria militar y de su coste por parte de la potencia victoriosa:
“España cederá a los Estados Unidos la Isla de Puerto Rico y las demás
islas que actualmente se encuentran bajo la soberanía de España en
las Indias Occidentales, así como una isla en las Ladrones [es decir,
en el archipiélago de las Marianas], que será escogida por los Estados
Unidos.” En cuanto al artículo tercero, deja en suspenso el destino
ulterior de las Filipinas:
25
Este ultimátum de Estados Unidos a España tuvo lugar el 20 de abril de 1898, (RFE).
Ministerio de Estado, España, Documentos presentados a las Cortes en la legislatura de 1898
por el ministro de Estado, 1898-1899, Madrid, Ministerio de Estado, vol. I (“Negociaciones
generales con los Estados Unidos desde el 10 de abril de 1896 hasta la declaración de guerra”),
doc. n° 145. El texto de la Resolución conjunta, en doc. n° 143.
26
“A splendid little war” como fue llamada por los norteamericanos. Declarada por
España el 24 de abril y por Estados Unidos al día siguiente, haciéndola retroactiva al 21 de
abril, (RFE).
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Los Estados Unidos ocuparán y conservarán la ciudad, la bahía y
el puerto de Manila, en espera de la conclusión de un tratado de paz,
que deberá determinar la intervención (contrôle), la disposición y el
gobierno de las Filipinas.27
36
¿Por qué esta nebulosa presentación de las expectativas norteamericanas sobre las Filipinas, en contraste con las categóricas exigencias
formuladas con respecto a Cuba, Puerto Rico y la aún no determinada
isla del grupo de las Marianas? Hemos de partir de la existencia de
un antecedente (23-25 de abril de 1898) que no debe ser soslayado
en un planteamiento del problema filipino en el contexto de la crisis
de redistribución del año indicado. Me refiero a la “inteligencia del
gobierno de los Estados Unidos con Emilio Aguinaldo, por medio de su
cónsul en Singapur, Spencer Pratt, rotas ya las hostilidades con España,
pero negociada con anterioridad”.28 Estas negociaciones confirmaban
la ruptura de la paz entre tagalos y españoles propiciada por el Pacto
de Biac-Na-Bató, suscrito cuatro meses antes; pero no es de extrañar
que los tagalos, refractarios al espíritu del pacto, aprovecharan o intentaran aprovechar las posibilidades que venía a ofrecerles la inminente
confrontación armada entre España y los Estados Unidos. Lo cierto es
que el acuerdo suscrito ahora entre tagalos y norteamericanos prevé el
establecimiento de una ‘República centralizada’ en las islas Filipinas,
independientes de España pero colocadas bajo un protectorado de los
Estados Unidos “que se establecería en los mismos términos y condiciones que el de Cuba”. Interés secundario tienen en este momento,
para nosotros, las restantes estipulaciones del pacto, algunas de las
cuales prevén “la apertura de los puertos de Filipinas al comercio
universal”, “la adopción de medidas favorables a la inmigración china
sin perjuicio del trabajador indígena”, “la abolición de las trabas im27
Ibid., vol. II (“Negociaciones diplomáticas desde el principio de la guerra con los
Estados Unidos hasta la firma del Protocolo de Washington y gestiones practicadas para su
cumplimiento”), doc. n° 105.
28
Melchor Fernández Almagro, Historia política de la España Contemporánea, 1968,
Madrid, Alianza Editorial, vol. III, p. 95, 102.
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1898. LA REDISTRIBUCIÓN COLONIAL
puestas a nuevas empresas industriales y de las contribuciones sobre
capitales extranjeros, y el mantenimiento del orden, con evitación
de toda clase de represalias”; amén de distintas reformas de orden
interno relativas a la administración de justicia, al establecimiento de
libertades de prensa, asociación y cultos, y al fomento de la riqueza
pública. Como observará justamente Fernández Almagro, este Pacto
de abril de 1898 venía a hacer de los tagalos aliados de la República
norteamericana.29
Ahora bien, la evolución ulterior de los acontecimientos parece
sugerir la conveniencia de atribuir a este Pacto el valor de una explicable maniobra táctica por parte de los Estados Unidos, ante la
proximidad de un enfrentamiento armado con España, más bien que
el de testimonio de un propósito preconcebido y resuelto, por parte
de aquella potencia, de retener las Filipinas tras la esperada victoria
sobre España. Tal es, en efecto, la conclusión a que conduce el razonamiento de Langer, según el cual la adquisición de las Filipinas no
entraba claramente, a la sazón, ni en las necesidades estratégicas ni en
los objetivos de guerra de los norteamericanos. Esta realidad, conocida
por las potencias, hubo de dar pie a las esperanzas alemanas de sustituir
a los españoles, total o parcialmente, en el dominio del archipiélago,
una vez que estos últimos se manifestaron incapaces de retenerlas.30
Sobran, en efecto, los testimonios de tales esperanzas, incluso anteriores a la derrota naval de España, como éste que nos ofrece en sus
Memorias el canciller príncipe de Bülow:
En abril de 1898 me telegrafió [el káiser Guillermo II]: “Tirpitz
está totalmente convencido de que debemos poseer Manila, ya que ello
sería muy ventajoso para nosotros. Será preciso que la ocupemos tan
pronto la revolución la haya arrancado de manos de los españoles.”
Las noticias procedentes de nuestra escuadra le habían hecho creer
que los españoles no lograrían dominar la insurrección de los filipinos;
pero que la escuadra norteamericana sería derrotada por la española, y
29
30
Ibid.
Langer, op. cit., p. 517 y s.
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que entonces Manila caería, como fruta madura, en nuestras manos. Es
posible que los mismos españoles nos pidieran que restableciéramos el
orden en Filipinas, ofreciéndonos Manila como recompensa.
La grave derrota de los españoles en Cavite puso fin a estas ilusiones.
Yo estaba en el Palacio Nuevo cuando el káiser recibió la noticia de la
destrucción de la escuadra española. Su estupefacción fue tan grande
como su disgusto.31
38
Por encima de esta anécdota, lo que cuenta es el hecho de que,
antes y después de la derrota española, los círculos políticos de Berlín,
muy motivados por impulsos imperialistas, alimentaban la creencia de
que Alemania debía aprovechar cuantas oportunidades le deparara la
coyuntura para neutralizar el retraso de su lanzamiento por las vías de
la expansión colonial ultramarina; y ello en tanto las autoridades navales
manifiestan su impaciencia por la adquisición de estaciones carboneras y
de puntos de apoyo para la armada sobre todos los mares del mundo. En
estas condiciones sobreviene la derrota española de Cavite, la extensión
de la revolución filipina... y las autoridades alemanas creen llegado
el momento de aprovechar la coyuntura. En efecto, inmediatamente
después de la derrota española, el almirante en jefe de la escuadra
alemana en Extremo Oriente recibe órdenes de enviar barcos a Manila,
con la misión oficial de proteger los intereses alemanes en aquellas
islas. Pronto dispondrán los alemanes, en aguas de Manila, de una
escuadra tan poderosa como la norteamericana; “una flota superior,
por varios conceptos, a la de Dewey”, precisa Fernández Almagro,
refiriéndose a las cinco unidades navales colocadas, en junio, bajo el
mando de Von Diederich.32 “No podía ser cómoda la convivencia de
los norteamericanos y los alemanes en la bahía de Manila –apostilla
el historiador recién citado–: aquéllos, crecidos por el triunfo, éstos, en
comunicación con los españoles del litoral y procurando abastecerlos.
Inevitablemente tenían que surgir rozamientos de todo orden”. Pero
los acontecimientos se precipitan y, al hilo de los mismos, Alemania
31
32
Bernard F. von Bülow, Denkwurdigkeiten, 1930-1931, Berlin, Ullstein, vol. I, p. 221.
Fernández Almagro, op. cit., vol. III, p. 141-2.
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irá pasando paulatinamente, del proyecto de establecer un protectorado sobre las Filipinas, al más modesto programa de alguna forma
de neutralización o de reparto.33
33
Recuérdese que, en la compleja coyuntura diplomática de mayo –en que, coincidiendo
con el reajuste del gabinete Sagasta, el 18 de mayo de 1898 que duró hasta el 4 de marzo
de 1899, se hacen tantas conjeturas relativas a una mediación o intervención de Francia en
el conflicto hispano-norteamericano–, no deja de plantearse la posibilidad de una “solución
francesa” para el destino de las Filipinas. A tal posibilidad hace referencia la circular del
ministro francés de Asuntos Extranjeros, Hanotaux, fecha de 29 de mayo, a los embajadores
de Francia en Londres, San Petersburgo, Roma, Viena y Washington. La Circular, transmitida
‘para información confidencial’, constituye un expresivo testimonio del clima de redistribución que se abate, ya entonces, sobre el imperio colonial español: “En diversas ocasiones, y
especialmente a propósito de los incidentes que han señalado la reconstitución del Gabinete
Sagasta, la prensa española ha hecho alusión a pretendidas negociaciones encaminadas a asegurar a España la buena voluntad de Francia, mediante determinadas ventajas que se buscarían
principalmente de parte de las Filipinas. La prensa extranjera se ha apoderado de estas falsas
informaciones, y nuestro embajador en Berlín me ha señalado, entre otros artículos publicados
en Alemania, un comentario de la Magdeburger Zeitung, que dice así:
Según se dice, el Departamento de Negocios Extranjeros desea que quede bien
establecido que Alemania elevaría objeciones categóricas contra una cesión de
la islas Filipinas, hecha por España a Francia. La opinión del gobierno Imperial
estima que sería mejor operar el reparto de las islas Filipinas entre las Potencias
interesadas. Los intereses del comercio alemán serían preponderantes.
Una conversación que tuve con el conde Münster –continúa la circular de Hanotaux– al
día siguiente de su vuelta a París, me dio ocasión para rectificar incidentalmente, de antemano,
las alegaciones de que se trata. Habiéndome hablado de estos rumores el embajador de Alemania, yo le he recordado los principios que habían guiado constantemente nuestra política en la
crisis actual, añadiendo que nosotros continuamos pensado que sólo puede reportar ventajas
el hecho de que toda negociación con miras al restablecimiento de la paz sea concertada entre
las Potencias.” “En cuanto a las Filipinas –continúa el documento referido–, las circunstancias no nos parece que autoricen a considerar la cuestión como abierta; por nuestra parte, no
hemos de abordarla. Por otra parte, hay lugar a observar que, mientras que los periódicos
alemanes se alzan contra los propósitos que nos atribuyen cerca de las Filipinas, El Imparcial
de Madrid contempla favorablemente la idea de asegurarse el concurso de la misma Alemania,
mediante ventajas materiales que, según M. Patenôtre [embajador de Francia en Madrid a la
sazón] no podrían ser buscadas sino en las Filipinas.– No deje usted de tenerme al corriente
de las indicaciones que le puedan llegar acerca de los diversos puntos mencionados en este
telegrama.” El documento constituye un expresivo testimonio, tanto de la ‘apertura’ de la
cuestión de las Filipinas con miras a su reparto, como de la negativa francesa a considerar
la cuestión como abierta; expresa también la concepción francesa, favorable a la regulación
de la crisis suscitada por la guerra hispano-norteamericana mediante el clásico recurso al
concierto de las Potencias; concepción distinta a la que ya era práctica corriente entre las
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El contexto político-mundial de estas pretensiones es, a lo largo de
1898, tan complejo como fluido. De tal contexto, sólo dos elementos
son de imprescindible recuerdo aquí. En primer lugar, la integración
del problema de las Filipinas en la problemática más amplia de un
área regional –la cuestión de China– que se presenta como uno de los
grandes focos de tensión en la política internacional del momento. En
segundo lugar, la contraposición que en tal área se manifiesta entre
los intereses alemanes y los intereses británicos. En consecuencia, va
a ser Gran Bretaña la que induzca tenazmente a los Estados Unidos
para que retengan las Filipinas tras su victoria militar, con objeto de
poner coto, de raíz, a las pretensiones alemanas sobre el archipiélago.
Langer ha insistido en el hecho de que Gran Bretaña, por más que no
deseara reservarse parte alguna del botín español, estaba resuelta a
impedir que tales territorios pasaran a manos de otra potencia europea,
y muy en especial de Alemania. Por esta razón, una vez derrotada en
Cavite la escuadra española (mayo del 98), la diplomacia británica
dará a entender claramente al Gobierno de Washington su deseo de
que sean los Estados Unidos quien subroguen a España en el dominio
de las Filipinas.34 Esta inducción británica sobre el todavía vacilante
Gobierno de Washington hubo de tener su más espectacular manifestación en la visita de Joseph Chamberlain35 a los Estados Unidos a
comienzos de septiembre de 1898; es decir, pocas semanas después
de la firma del Protocolo de Washington, pero cuando todavía están
pendientes las negociaciones de paz entre España y los Estados Unidos.
Las declaraciones del ministro británico a la prensa norteamericana
suscitan una explicable emoción en los medios diplomáticos y en la
prensa española. La Época del 11 de septiembre se hace eco de algunas
de tales manifestaciones:
grandes potencias imperialistas: la redistribución territorial a través de arreglos bilaterales. En
fin, la perspectiva de adjudicación a Francia de territorios españoles, como compensación de
su apoyo a la difícil posición española, debe ser puesta en relación con lo que más adelante
se dice respecto a los rumores –también de mayo– relativos a distintas posibles cesiones en
el marco del mar de Alborán (Melilla, Ceuta, un punto en la costa andaluza).
34
Langer, op. cit., p. 517 y s.
35
Ministro de las Colonias de Gran Bretaña de 1895 a 1903, (RFE).
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Ante todo abordó Mr. Chamberlain la cuestión de la guerra hispanoamericana, manifestando que la generalidad de la nación británica ha
simpatizado con la causa de los Estados Unidos, por las mismas razones que acoge con entusiasmo la idea de una alianza anglo-sajona [...]
Contestando a una pregunta de su interlocutor, Mr. Chamberlain expresó
su deseo de ver a los Estados Unidos convertirse en una gran potencia
colonial. “La política colonial –declaró el ministro– excita el genio de
las naciones. A ella debe Gran Bretaña su fuerza en la política interior.
Al apoderarse los Estados Unidos de Filipinas, demostrarán a Europa
que no piensan desentenderse de los problemas del Extremo Oriente [...]
Suceda lo que quiera, los Estados Unidos tienen en el Pacífico responsabilidades que no pueden eludir.”36
La situación de la diplomacia española es crítica, ante la perspectiva de una ‘alianza anglo-sajona’, cuando ya ha surgido el contencioso hispano-británico acerca de las fortificaciones frente a Gibraltar,
cuando todavía no está firmada la paz con los Estados Unidos, cuando
todavía no hay motivo para dar por perdidas las Filipinas ateniéndose al tenor literal del Protocolo de Washington. Pero la situación va
decantándose en el sentido apuntado por la diplomacia británica; los
Estados Unidos van endureciendo paulatinamente su actitud frente a
las pretensiones alemanas acerca de las Filipinas, y al hilo de este endurecimiento Alemania va juzgando conveniente cambiar de política.
Si los Estados Unidos se manifiestan, por fin, resueltos a explotar en
beneficio propio su propia victoria y adueñarse de las Filipinas, no es
momento de oponerse a tan ineluctable designio; sino de concitarse
la buena disposición del vencedor para que, a lo menos, no se oponga
a la adquisición, por compra, de los archipiélagos del Pacífico que no
aparecen citados en el Protocolo de Washington: las Carolinas, las
La Época, Madrid, 11 de septiembre de 1898. Las declaraciones de Chamberlain
motivaron una reclamación diplomática española, rechazada por el Gobierno británico.
AHN E, Leg. 8663, Almodóvar a Rascón, cartas del 12 de septiembre y 2 de octubre de 1898;
la respuesta británica puede verse en Leg. 8664, Sanderson a Rascón, 25 de septiembre y
17 de octubre de 1898.
36
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Palaos y las Marianas –a excepción, en este último archipiélago, de la
isla que los Estados Unidos estimaran conveniente reservarse.
Se esboza, pues, desde finales del verano del 98, la conformación
definitiva del reparto a que estaba destinado el imperio ultramarino de
España. Alemania había acariciado la idea de un reparto global sobre
dos grandes áreas: si el área de las Antillas correspondía a los Estados
Unidos, ¿por qué Alemania no podría ser la heredera de España en
Asia Oriental? Ahora bien, la intervención de la diplomacia británica,
en servicio de sus propios intereses, había determinado otra fórmula
de reparto para las islas españolas de Oriente: las Filipinas, para los
Estados Unidos. Que Alemania se conformara con los tres archipiélagos restantes. En noviembre del 98, los comisarios españoles se
enfrentan, sorprendidos e inermes, a la interpretación que sus colegas
norteamericanos pretenden dar al artículo tercero del Protocolo de
Washington relativo a las Filipinas. Se discute el alcance de algunas
palabras –intervención o contrôle, disposición, gobierno–. Pero detrás
de los análisis semánticos estaba el hecho, desnudo, de la fuerza.37 El
artículo tercero del Tratado de París (10 de diciembre de 1898) establecerá la cesión de las islas Filipinas a los Estados Unidos. Salvando la
distancia existente entre lo previsto cuatro meses antes en el Protocolo
y lo impuesto ahora en el Tratado, mediante la entrega a España, sin
exposición explícita de motivos, de veinte millones de dólares.
***
De la cesión a Alemania de las Carolinas, Palaos y Marianas
(excepto Guam), interesa aquí subrayar un aspecto: su integración
dentro del mismo ciclo de desmantelamiento del imperio colonial
español que presencia el año 98; no como una especie de apéndice, a
modo de liquidación final, de un proceso de enajenación ya cumplido.
Como es sabido, corresponde al 12 de febrero de 1899 –es decir, dos
meses largos tras la firma del Tratado de París– la Declaración hispaVéase Ministerio de Estado. España, op. cit., vol. III (“Conferencia de París y Tratado
de Paz del 10 de diciembre de 1898”), docs. n° 48 y s.
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no-alemana en virtud de la cual España se compromete a ceder al
Imperio alemán los tres archipiélagos mencionados, contra el pago
de veinticinco millones de marcos. Ahora bien, tal fecha es engañosa;
en realidad corresponde al 10 de septiembre y al 10 de diciembre de
1898 la suscripción de sendos acuerdos provisionales y secretos entre
los gobiernos de Berlín y de Madrid, que contemplaban ya la cesión
a Alemania de los tres grupos de islas. Madrid, y por supuesto, las
potencias, conocen y refrendan el reparto de una vez, conscientes de
su realidad global.38
6. El clima moral de la redistribución
Hasta aquí, los resultados efectivos, cartografiables, del proceso de
redistribución colonial, en cuyo torbellino sucumbieron los restos del
imperio español de ultramar. Pero nuestra visión de aquella situación
histórica sería incompleta y descarnada si sólo nos atuviéramos a tales
hechos. Al tratar del caso portugués hemos podido ver la hondura y la
significación político-internacional de un proceso que, sin embargo,
no plasma en cambios territoriales efectivos. De manera análoga, al
tratar del caso español hay que tener presentes, no sólo las transferencias consumadas de soberanía de que acaba de hacerse mención; sino
también todo el complejo de designios y negociaciones diplomáticas
que no llegaron a resultados efectivos, los comentarios y las pequeñas
profecías que aparecen en la correspondencia diplomática de la época,
las opiniones, los temores y las utopías que trascienden a la prensa
y que, por medio de ella, crean un clima de opinión y un ambiente
psicológico y moral. En su gran obra sobre Grosse Depresion und
Bismarckzeit, Hans Rosenberg puso de manifiesto lúcidamente cómo
una etapa histórica bien definida viene caracterizada, no sólo por sus
condicionamientos y manifestaciones de orden económico, social y
38
Auswärtiges Amtes, Die Grosse Politik der Europäischen Kabinette, 1871-1914,
1922-1928, Berlin, Deutsche Verlagsgesellschaft für Politik und Geschichte, vol. XV (1924),
especialmente cap. XCVIII.
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político, sino también por un determinado clima de psicología colectiva, por unas ideologías corporeizadas en unas realidades humanas
y sociales, por un ambiente moral.39
En esa especie de ‘situación de salida’ de la Gran Depresión que
viene a ser, en cierta medida, la densa y apretada coyuntura mundial
de 1898, la euforia vital, el mito de un poderío y de una capacidad de
expansión ilimitadas que impulsan la acción y el entusiasmo de las
mayores potencias, tiene su reverso en el sentimiento de impotencia
y de derrota indefinida –quiero decir sin límites precisos– que informa el talante de los perdedores. Cuantos estén familiarizados con la
lectura de la correspondencia diplomática y de la prensa española del
98, convendrán conmigo en que la historiografía subsiguiente ha carecido de la imaginación, de los métodos y de los recursos expresivos
necesarios para captar y reconstruir adecuadamente la imagen que de
la realidad político-internacional de aquel verano y de aquel otoño
decisivos se forjaron los españoles que la vivieron. El tan referido y
glosado ‘pesimismo’, anclado en una actitud crítica, y por lo tanto de
impostación racional, es algo distinto; algo que se dio antes, desde la
crisis de las utopías del Sexenio Democrático (1868-1874) y desde
que el positivismo enfrentó sus esquemas a la realidad viva del país;
algo que acompañará, después de la derrota y del Tratado de París, a
la ponderación exacta de las proporciones y de las causas de aquélla.
Pero ¿cómo llamar a esa especie de catastrofismo integral, tácitamente
asumido; a esa incertidumbre del límite que la realidad sería capaz
de oponer a la muchedumbre de noticias, conjeturas, pronósticos y
rumores que traían cada día el telégrafo o la prensa; a esa especie de
estoico, y un tanto cínico, distanciamiento que la prensa ponía entre la no
interrumpida rutina cotidiana, y un conjunto informativo que se diría
presentado con más curiosidad que pasión?
La incertidumbre acerca de las proporciones exactas del Desastre;
en otros términos, la ignorancia de la opinión pública acerca de los
Véase Juan José Carreras Ares, “La Gran Depresión como personaje histórico (18751896)”, Hispania, 1968, Madrid, Instituto de Historia Jerónimo Zorita, n° 109, p. 425-43.
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límites finales que encontraría el proceso de redistribución: tal es,
en efecto, uno de los componentes más visibles del clima moral del
98, una vez sobrevenida la evidencia de la aplastante derrota militar.
Seguir, ya en la prensa madrileña de mediados de año, las noticias y
las impresiones relativas a la esperada venida al área peninsular de la
llamada ‘escuadra oriental’ de los norteamericanos, basta para ponernos en contacto con esta sensación de ‘indeterminación del riesgo’ a
que acabo de aludir. No se desecha la posibilidad de un bombardeo
de puertos peninsulares por parte de los barcos del comodoro Watson;
los comentaristas coinciden, sin embargo, en el inminente riesgo que
corren la islas Canarias.
Conviene irse acostumbrando a la idea de que una escuadra norteamericana puede venir a bombardear puertos españoles [...] Varios
puertos pueden recibir las granadas del enemigo. Y si alguno de sus
barcos sufriera averías, no le faltarían medios de repararlas. La empresa,
repetimos, no ofrece dificultades insuperables, y conviene que la opinión
vaya haciéndose cargo del nuevo aspecto que probablemente revestirá
la guerra. Las ilusiones que luego no se realizan deprimen más el ánimo
que la probable realidad, por desfavorable que sea.40
En cuanto a las Canarias, aquella provincia adyacente, siempre
lealísima a la patria, está bien guarnecida y fortificada; pero las islas
son siete, el enemigo busca lo fácil, y no teniendo intereses en África,
no aspirando a una ocupación permanente, tal vez se estableciese en
alguna de aquéllas poco defendida, y de la que no sería fácil expulsarle
por nuestra inferioridad marítima.41
“Noticias de última hora”, La Época, Madrid, 1 de julio de 1898, p. 3.
“La Escuadra Oriental”, La Época, Madrid, 30 de junio de 1898. En la misma fecha,
y bajo el epígrafe “La Escuadra yanki contra España”, El Imparcial publica un resumen de
noticias recibidas por cable: “Circulan noticias contradictorias acerca del punto a que primero
se dirigirá la escuadra del comodoro Watson en su viaje contra España. Mientras una versión
insiste en afirmar que irá primero a Tánger o a Gibraltar para tomar allí carbón, repostarse de
víveres y recibir las órdenes que le esperan allí, otra versión afirma que la escuadra irá directamente a Canarias, donde se confía en apoderarse fácilmente de los depósitos de carbón que
se supone existen allí [...] Se confirma que la expedición saldrá de los Estados Unidos dentro
de cinco o seis días, aunque no sería difícil que sobreviniera algún retraso por la enormidad de la
carga que tienen que llevar los barcos.– Éstos se están repostando para cuatro meses.– Resuel40
41
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El Correo de Madrid del mismo día 1 de julio, después de anunciar
que “se ha sabido con relativa certeza que el gobierno de Washington
prepara una escuadra volante destinada a bombardear el litoral del la
Península”, informa al lector de los pormenores técnicos de los distintos buques componentes de la escuadra indicada; en cabeza, los
acorazados Newark, Iowa y Oregon.
Ahora bien, la condensación del riesgo sobre las Canarias era algo
previsto por los medios diplomáticos; ya en 20 de mayo, Jules Cambon,
embajador de Francia en Washington, había alertado a Gabriel Hanotaux, ministro francés de Asuntos Extranjeros, acerca de las noticias
que circulaban por los Estados Unidos:
Nadie puede prever cuál será el fin de esta guerra; pero en los Estados
Unidos se oye decir corrientemente que, si los españoles no piden gracia
una vez que les hayan quitado Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, se les
tomarán las Canarias y se bombardearán las Baleares. Las imaginaciones
trabajan deprisa.42
46
Es cierto que la amenaza de los yankees sobre las Canarias moviliza las reminiscencias del mismo Jules Cambon, antiguo Gobernador
General de Argelia, que ve en peligro el designio francés de dar salida
al Atlántico a su vasta posesión argelina. En realidad, ya desde el comienzo de la crisis hispano-norteamericana el gobierno francés había
ta la cuestión de la base de operaciones navales, la escuadra se dirigirá a los puertos de la
Península. Las noticias de hoy son que el objetivo de las operaciones será contra El Ferrol,
Cádiz, Cartagena y acaso Bilbao, para destruir los arsenales y los barcos en construcción.”
Se añade que “estos informes, aunque tal vez tienen por base alguna frase oída en las esferas
oficiales, son evidentemente exagerados, pues no se considera probable que la escuadra entre
en el Mediterráneo, pues para ello tendría que pasar al alcance de los cañones de Ceuta”;
obsérvese que se deja en pie, al margen de toda exageración, la posibilidad de ataque contra
los puertos españoles del Atlántico. Poco más arriba se recoge una noticia, procedente de
Washington, y fechada a las diez de la noche de la víspera, según la cual “MacKinley dijo
que era necesario proceder con sorprendente rapidez, haciendo llegar los barcos de guerra
americanos a las costas españolas con suma celeridad que sorprendiese a todo el mundo.”
Inútil insistir acerca del valor conformador de un ambiente psicológico colectivo que había
de tener la multiplicación de noticias del carácter de las transcritas.
42
Ministère des Affaires Étrangères. Francia, op. cit., 1ª. serie, vol. XIV, doc. n° 196.
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enviado a las Canarias un buque de guerra, con la misión de vigilar
los acontecimientos; no es ajeno a estos planteamientos el interés que
suscita, en plena crisis de redistribución, el destino de la posesión
española de Río de Oro.
En cuanto se refiere a la diplomacia británica, su actitud con respecto a las Canarias es muy distinta a la observada con respecto a las
Filipinas. En expresión de Sir Thomas Sanderson, subsecretario de
Estado en el Foreign Office, la anexión por parte de los Estados Unidos de las islas Canarias, o la adquisición de una estación carbonera
en las mismas, eran posibilidades poco gratas para Gran Bretaña, por
cuanto comportarían la presencia de los norteamericanos en lugares
‘realmente demasiado próximos a Europa’.43 Actitud que comportaba
una garantía objetiva para el mantenimiento de la soberanía española
sobre las islas; pero que no contaba como dato conocido en los planteamientos de la opinión pública española durante el verano del 98.
De todas maneras, la diplomacia española tuvo noticia, en agosto, de
la existencia de una Adrar Concessions Corporation Limited, “cuyo
prospecto cita públicamente la posibilidad y aún la probabilidad de la
ocupación de las islas Canarias por británicos o norteamericanos con
el fin de atraerse a los accionistas”.44
En noviembre, “en los centros oficiales predominaban impresiones
pesimistas acerca de la crítica situación de nuestro destacamento de
Infantería de Marina” destacado en Río de Oro frente a la actitud hostil
de los indígenas.45 Hacia finales de año, y coincidiendo con contactos
hispano-alemanes encaminados a la venta de los archipiélagos del
Pacífico, llegan a La Época noticias de París, según las cuales,
Aunque los periódicos alemanes desmienten que el gobierno de
Berlín haya comprado la isla de Fernando Poo, se dice que aquél tiene
43
Ibid., doc. n° 257. Geoffray, Encargado de Negocios de Francia en Londres a Delcassé,
ministro francés de Asuntos Extranjeros, Londres, 13 de julio de 1898.
44
AHN E Leg. 8663; Almodóvar a Rascón, 28 de octubre de 1898. Véase también, en el
mismo legajo, del mismo al mismo, cartas de 12 de septiembre y de 2 de octubre.
45
La Época, Madrid, 4 de noviembre de 1898.
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el propósito de proponer a España la adquisición de dicha isla, así como
la de las demás posesiones españolas en el golfo de Guinea.46
El rumor se justifica por la proximidad, en el continente africano,
del territorio alemán de Camerún; por lo demás, los proyectos alemanes
relativos a la isla mencionada no fueron mera fantasía periodística.47
***
48
En cuanto al área del mar de Alborán, entre el Estrecho y las Baleares, había sido objeto meses antes, durante la primavera, de una
serie de noticias y de rumores evidentemente relacionados con un intento
de aproximación de España a la alianza franco-rusa, mantenido en el
más riguroso secreto diplomático pero del que algo dejan traslucir
determinadas noticias de prensa, y del cual no poseemos todavía un
conocimiento preciso. A finales de mayo, la prensa se hace eco de unas
negociaciones entre León y Castillo48 y Hanotaux que preveían la cesión a Francia de Melilla y Ceuta, más un punto de aprovisionamiento
en las costas andaluzas, a cambio de su apoyo financiero y diplomático
durante la guerra hispano-norteamericana.49 Algunas semanas antes,
el embajador británico en Madrid, Sir Henry Drummond-Wolff había
informado a la Reina Regente María Cristina de que “el gobierno
británico sabía de fuente fidedigna que entre Rusia y Francia se había
firmado un acuerdo secreto, según el cual Rusia tenía planeado ocupar
La Época, Madrid, 21 de diciembre de 1898.
Langer, op. cit., p. 519.
48
Fernando de León y Castillo. Embajador español en París. Desempeñó este cargo en
varias ocasiones, por lo que se le puede considerar un experto en las relaciones franco-españolas. Véase Víctor Morales Lezcano, León y Castillo, embajador (1887-1918). Un estudio
sobre la política exterior de España, 1975, Las Palmas, Cabildo Insular de Gran Canaria (RFE).
49
Noticias obviamente relacionadas con la situación a que hace referencia el telegrama circular del Ministerio francés de Asuntos Extranjeros a los embajadores franceses en
Londres, San Petersburgo, Roma, Viena y Washington, fecha de París, 29 de mayo de 1898,
mencionada en la nota n° 33 de este artículo.
46
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Baleares, y Francia Ceuta”;50 un telegrama del mismo embajador
británico a su gobierno, de fecha 23 de mayo, había informado a este
último de que en España “se desconfía[ba] de lo que pueda suceder
con Ceuta y con las islas Canarias”, y ello mientras “en Francia se
empez[aba] a recelar de la actitud de Gran Bretaña hacia España”51...
A comienzos de junio, The Daily News dice saber de buena fuente, y
La Época transmite la información, “que Alemania ha pedido a España que le ceda en arriendo, a cambio de otras compensaciones, una
estación naval en las islas Baleares”.52
En medio de estas perspectivas, cuando se diría que no hay pulgada de territorio español situado allende el perímetro peninsular cuyo
destino no haya sido puesto en tela de juicio o en rumor de transferencia, estalla silenciosamente –con muy sobria repercusión en la
prensa, con intensa emoción e incertidumbre en los medios diplomáticos españoles– la cuestión planteada por Gran Bretaña acerca de
las fortificaciones españolas próximas a Gibraltar, tema éste al que
me he referido detenidamente en otra ocasión.53 Ante las apremiantes
exigencias británicas a que dará lugar la cuestión gibraltareña a partir
de agosto, el conde Víctor Dubski –embajador de Austria-Hungría
en Madrid– se manifestara partidario de que España afronte, si fuera
necesario, la guerra con Gran Bretaña, organizando la resistencia en el
interior –donde ‘todavía sigue siendo invencible’– y dando por perdidas las islas adyacentes, pérdida inevitable que “podría ser compensada
con la anexión voluntaria o por la fuerza, del reino portugués”.54 Que
Schewitsh, embajador ruso en Madrid al conde Nikolajewitsch, Madrid, 4/16 de mayo
de 1898, apud, V. A. Wroblewski, “Der English-Spanische Konflikt von 1898”, Berliner
Monatschefte, vol. XVI, abril de 1938, p. 341-59.
51
Ibid.
52
La Época, Madrid, 11 de junio de 1898.
53
José María Jover, “Gibraltar en la crisis internacional del 98”, en Política, diplomacia
y humanismo popular. Estudios sobre la vida española en el siglo XIX, 1976, Madrid, Turner,
p. 431-88.
54
Se refiere a esta opinión del embajador austriaco su colega ruso Schewitsh, en carta
a Nikolajewitsch, Madrid, 3/15 de agosto de 1898, Wroblewski, ref. cit. Véase Jover, ref.
cit., p. 446.
50
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semejante arbitrio pudiera tener cabida en la mente de un diplomático
experimentado, dotado, al parecer, de cierto ascendiente moral cerca
de la Regente, termina de ilustrarnos acerca de la radical incertidumbre
con que aparecían los destinos de la monarquía española, en cuanto
entidad territorial, en el vórtice de la crisis del 98.
En efecto, el proceso de redistribución del 98 es algo más que
una realidad jurídica, consecuencia estricta de una derrota, llamada
a encontrar su configuración precisa en unos tratados. El proceso de
redistribución del año mencionado hubo de comportar para España,
además de unas enajenaciones concretas de soberanía, una coyuntura
de tremenda desorientación internacional en la que nadie sabe, como
anticipé antes, donde estarán los límites de un proceso, inaudito desde
1825, de desintegración territorial.
7. El problema de la garantía: de Gibraltar a Cartagena
50
Volvamos al esquema de partida: ultimátum, reparto, garantía. El desarrollo global de la crisis del 98 –incluyendo en ella el enfrentamiento
franco-británico por la cuestión de Fashoda, enfrentamiento resuelto,
como es sabido, en beneficio y de acuerdo con los designios de Gran
Bretaña– había venido a dar a esta última potencia una posición de
indisputada hegemonía en la región del Estrecho. Como es sabido
también, había sido la posibilidad de que un apoyo franco-ruso a las
reservas y reticencias españolas viniese a poner en riesgo la seguridad de Gibraltar, la principal preocupación que había cabido a Gran
Bretaña, durante la crisis mencionada, en relación con la defensa de
sus intereses en el Estrecho.55 Todo ello nos ayuda a comprender que
sea Gran Bretaña, al hilo de la tramitación de la crisis gibraltareña
–tramitación en la que, por cierto, no faltará la presencia de algo muy
parecido a un ultimátum–,56 la que proponga a España un tratado de
55
56
Bécker, op. cit., vol. III, p. 934.
Jover, ref. cit., p. 448 y s.
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garantía destinado, por una parte, a bloquear el proceso de redistribución; por otra, a garantizar la seguridad de Gibraltar en el marco de
una plena incorporación de España al sistema de seguridad británico.
El aludido Proyecto de Acuerdo sugerido por la Embajada Británica57
fue comunicado al gobierno español del 19 al 20 de noviembre de
1898, y se basa en los siguientes puntos:
–
–
–
–
Establecimiento de una “amistad perpetua entre el Reino Unido y
España” (artículo 1).
Compromiso, por parte de España, de no alinearse, en caso de guerra,
con los enemigos de S.M. Británica, proporcionando en cambio en
tal supuesto, al gobierno y al pueblo británicos, “toda la ayuda que
pueda y esté en su poder” (artículo 2). Compromiso, por parte de
España, de permitir, en caso de guerra, “que el gobierno británico
aliste, a sus expensas, súbditos españoles para servir como soldados
en el Ejército británico” (artículo 4).
En relación con la seguridad de Gibraltar, compromiso, por parte
del gobierno español, de “defender Gibraltar contra todo ataque de
tierra”; de “no construir ni permitir que se construyan fortificaciones
o baterías” en un radio de siete millas geográficas a partir del castillo
moro de Gibraltar (artículo 3).
Compromiso, por parte de Gran Bretaña, de “prestar asistencia en
tiempo de guerra al gobierno español” sobre la base de dos supuestos
concretos:
a) “Impedir que fuerzas enemigas desembarquen en la Bahía de
Algeciras o en la costa dentro del alcance de un tiro de cañón
de Gibraltar, tal como se ha definido en el artículo 3.
b) Se compromete a defender, en nombre de España, las islas Baleares y las Canarias” (artículo 5).
57
Ministerio de Asuntos Exteriores. España, Documentos sobre Gibraltar presentados
a las Cortes Españolas por el ministro de Asuntos Exteriores, 1966, Madrid, Ministerio de
Asuntos Exteriores, p. 258-59. Cfr. Gooch y Temperley, op. cit., vol. VII (nota de los editores
que encabeza el cap. L). Sobre el referido Proyecto de Acuerdo, véase Jover, ref. cit., p. 46165, y especialmente nota n° 46.
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51
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52
En presencia de este proyecto de Tratado, creo que no es exagerado
referirse a un intento de ‘portugalización’ de España, en la medida en
que el mismo preludía, dentro de ciertos límites, la significación que,
once meses después corresponderá a la Declaración secreta angloportuguesa, más conocida como Tratado de Windsor. En efecto, es
evidente el intento de encuadramiento de España y de su potencial
estratégico en la esfera de intereses exclusivos de Gran Bretaña;
también es notable, aunque en un plano más concreto y secundario, la
referencia al conflicto surafricano que parece sugerir las previsiones
del artículo 4 permitiendo al gobierno británico el alistamiento militar
de ciudadanos españoles. Pero después de hacer constar la semejanza de
fondo que, como es lógico, existe entre ambos ‘tratados de garantía’,
hay que apresurarse a señalar las diferencias específicas del proyecto
español. En primer lugar, no establece una alianza, sino una ‘amistad perpetua’. En segundo lugar, la garantía que presta aparece muy
circunscrita territorialmente, centrándose sobre la islas Baleares y las
islas Canarias; ya que, en lo que se refiere a la bahía de Algeciras o a
la costa cercana a Gibraltar, Gran Bretaña no hace sino subrogar una
defensa que los términos mismos del proyecto de Acuerdo (artículo
3) impiden a España ejercer directamente. Seguridad de las Baleares
y de las Canarias a cambio de una plena colaboración española en la
seguridad de Gibraltar: tal se diría que es, en última instancia, la clave
del proyecto. En tercer lugar, las obligaciones de España en caso de
conflicto de Gran Bretaña contra tercero aparecen también limitadas
a una neutralidad benévola; si bien el tenor literal del artículo 2 (en
relación con el artículo 4) parece encaminado a no dejar muy precisos
los límites entre neutralidad y beligerancia más o menos manifiesta.
Obsérvese, en todo caso, la ausencia de reciprocidad para tales previsiones, lo cual viene a calificar el carácter global de dependencia política de uno de los presuntos firmantes –España– con respecto al otro:
Gran Bretaña. En fin, la diferencia más profunda entre ambos tratados
de garantía –el nonato con España y el suscrito con Portugal– consiste,
sin duda, en la distinta consideración que para el garante merecen los
conjuntos territoriales garantizados en uno y en otro caso. En el caso
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portugués, la línea del ecuador viene a ser el limes que separa la parte
‘no repartible’ del imperio portugués (es decir, la correspondiente al
Atlántico norte, demasiado cercana a Europa y a la región del Estrecho
como para permitir la instalación en ella de una potencia ajena), de las
posesiones que la Convención de agosto del 98 había definido como
repartibles: Angola, Mozambique, Timor. Ya conocemos la ambigüedad de la garantía prestada a la soberanía portuguesa sobre estas
últimas, así como la consideración diplomática –tierras susceptibles
de ulterior redistribución– prestada a las mismas. Sin embargo, en el
caso español la garantía británica afecta de manera exclusiva a unos
archipiélagos –las Baleares y las Canarias– que en ningún caso estaría
dispuesta Gran Bretaña a permitir que pasaran a manos de una tercera
potencia, precisamente en razón de su colocación a uno y otro flanco
del área del Estrecho. No hay, pues, tras el proyecto de Acuerdo de
noviembre del 98 expectativa alguna de reparto. Más bien es preciso
ver en el mismo un intento de dar por formalmente clausurado, en lo
que se refiere a la región del Estrecho, el proceso de redistribución
abierto desde la primavera del mismo año 1898.
***
53
La historia subsiguiente es conocida, y no tiene por qué ser referida
aquí.58 El gobierno español –entre temores, dilaciones y palabras de
apaciguamiento, porque la situación internacional, en plena tramitación
del Tratado de París, seguía siendo crítica– rehusará secundar la iniciativa británica, aferrándose a una fórmula de plena neutralidad, que
el gobierno británico tendrá por insatisfactoria. Ahora bien, la apertura
de la ‘cuestión marroquí’, que subsigue de cerca a la crisis del 98 como
una nueva etapa en el proceso de reparto del mundo, prestará ocasión
para un entendimiento hispano-británico sobre nuevas bases. Mediante
su laboriosa adhesión a la Declaración relativa a Egipto y Marruecos
que constituye la parte esencial del Acuerdo franco-británico de 8 de
58
Jover, ref. cit., p. 465-88.
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abril de 1904 (Entente Cordiale), España entra de lleno en un sistema
que no es, ya, exclusivamente británico, sino anglo-francés.59 Mediante las notas intercambiadas entre los Gobiernos británico, francés y
español, en 16 de mayo de 1907, tras los Acuerdos de Cartagena,
España recibe una garantía conjunta –no plenamente formal, pero sí
real– de que serán conservados “intactos los derechos de la Corona
española sobre sus posesiones insulares y marítimas” situadas “en el
Mediterráneo y en la parte del Atlántico que baña las costas de Europa
y de África”.60 España clausuraba definitivamente las consecuencias
del proceso de redistribución, y ello en un marco adecuado a las que
habían sido sus más arraigadas tradiciones diplomáticas desde la
Cuádruple Alianza de 1834: “Cuando Francia y Gran Bretaña marchen
de acuerdo, unirse a ellas; cuando no, abstenerse.”
Por otra parte, el hecho de que esta integración en el ámbito de la
Entente fuera hecha en términos tales que permitieran la adopción de
una política de Neutralidad ante la gran guerra de 1914-1918, termina
de calificar cuánto de positivo para España hubo en los mencionados
Acuerdos de 1907. Ello no debe hacernos olvidar, empero, el elevado
precio pagado por España como consecuencia de aquella integración.
Me refiero al compromiso de participación en el reparto de Marruecos, onerosa y sangrienta carga lanzada sobre los hombros del pueblo
español, caja de Pandora plena de imprevisibles consecuencias.
8. Conclusión
Las páginas que anteceden constituyen un intento de integrar la experiencia político-internacional vivida por España en el 98, dentro de
sus auténticas coordenadas mundiales. Este intento ha comportado,
Véase el artículo 8 de la expresada “Declaración relativa a Egipto y Marruecos”, así
como el artículo 3 de la “Declaración secreta” que sigue a la misma. Véase también la “Declaración y convenio hispano-franceses relativos a Marruecos”, París, 3 de octubre de 1904.
60
Véase el texto de las Notas intercambiadas recíprocamente por los gobiernos británico,
francés y español –en Londres y París respectivamente– con fecha 16 de mayo de 1907 en
Rosas Ledezma, op. cit.
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necesaria y simultáneamente, otro de más amplio alcance: el de definir
los caracteres que la coyuntura mundial 1898 tiene en la trayectoria
del imperialismo, utilizando al respecto no sólo la experiencia histórica aportada por el quehacer de las grandes potencias, sino también
la experiencia histórica aportada por dos pequeñas potencias, dueñas
de sendos imperios coloniales: España y Portugal. El resultado han
sido algunas conclusiones, que espero sean contrastadas por trabajos
y discusiones ulteriores.
En primer lugar, la coyuntura internacional 1898 parece definida,
básicamente, por la contradicción entre unos impulsos imperialistas
en pleno ascenso, y la existencia de unos límites circunstanciales que
bloquean la expansión ininterrumpida de los mismos. Ello conduce a
una situación de redistribución colonial, parcialmente suscitada por
la puesta en cuestión de la integridad territorial del imperio colonial
español como consecuencia de la guerra hispano-norteamericana. Tal
situación viene caracterizada por la revisión profunda del principio
de ‘igualdad ante la colonización’, teóricamente reconocido en la
Conferencia de Berlín a todas las potencias europeas. Esta situación
de redistribución colonial precede en dieciséis años al estallido de la
primera guerra mundial, cuyo desenlace dará lugar a un nuevo y más
amplio proceso de redistribución, a costa entonces del imperio alemán
y de la desintegración territorial del antiguo imperio turco.
En segundo lugar, cabe señalar que la situación apuntada, en
cuanto etapa bien definida en el proceso histórico del imperialismo,
manifiesta una teoría y una praxis específicas en el tratamiento de las
relaciones internacionales. La teoría se fundamenta en un darwinismo
político, que se inscribe en el marco de las ideologías justificativas
del imperialismo y que, en la coyuntura de 1898, tendrá en Salisbury
uno de sus más significados formuladores. En cuanto a la práctica
diplomática, se centra en la manera de utilización de tres instrumentos
clásicos: el ultimátum, el acuerdo de reparto y el tratado de garantía; también podría ser señalada aquí la tendencia a paliar cesiones
territoriales impuestas, mediante la entrega –por vía de precio, de
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indemnización, de compensación o de soborno– de una determinada
cantidad de dinero.
En tercer lugar, se presenta la situación de redistribución apuntada
como auténtico contexto histórico del desastre colonial español del 98.
Y ello no sólo en lo que se refiere a las pérdidas territoriales efectivamente padecidas por la monarquía española sino también en cuanto
se refiere a la presencia, en el año mencionado, de un determinado
clima de psicología colectiva no enteramente coincidente con el tan
repetido ‘pesimismo’, más bien un sentimiento de ‘riesgo indefinido’
que resulta, en la opinión pública, de la práctica de una diplomacia
secreta, y de la incertidumbre de los límites reales que encontrará el
proceso de redistribución vivido como contemporáneo.
En fin, la misma estructura de las relaciones internacionales –en
una etapa en que no se contempla ni se desea la posibilidad de confrontación entre las grandes potencias imperialistas, en una coyuntura definida por la crisis de las alianzas tradicionales– plantea la necesidad
de una ‘garantía’ que ponga límites jurídicos y de poder al proceso de
redistribución. Necesidad sentida tanto por Gran Bretaña –deseosa
de precisar y afianzar los límites de su dominio y de su influencia–,
como por España y Portugal. En esta necesidad, así como en los intereses y en las expectativas españolas en Marruecos, hay que buscar las
raíces de la integración de España en el sistema de la Entente francobritánica de 1904; serán, sin embargo, los Acuerdos subsiguientes a
las entrevistas de Cartagena (1907) los que presten una real garantía
conjunta franco-británica al status territorial de la región del Estrecho.
En cuanto a Portugal, el llamado Tratado de Windsor (1899), que
renovará formalmente la secular alianza y garantía británicas, será de
hecho compatible con el mantenimiento de una situación de expectativa
de redistribución para las colonias portuguesas del Sur del ecuador;
por lo que respecta al Portugal metropolitano y a los archipiélagos
portugueses del Atlántico Norte, la garantía debe entenderse como
una plena y exclusiva inserción en la esfera de intereses estratégicos
propios de Gran Bretaña.
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VIDA AUTÉNTICA. EL APORTE DE EDITH STEIN
VIDA AUTÉNTICA
PERSONAL EN LAS
DIFERENTES
FORMAS SOCIALES.
EL APORTE DE EDITH
STEIN*
Bernard Schumacher**
Para responder a las amenazas omni-
presentes de la guerra y de una explosión atómica de origen terrorista,
quizás existe una solución adecuada: “la transformación de la sociedad
en una comunidad”.1 Sólo esta conversión estaría en condiciones de
fundar una paz universal y perpetua que no es posible alcanzar con
las estrategias militares o diplomáticas. Esta propuesta fue proferida
por el famoso escritor suizo Max Frisch con ocasión de la entrega del
Premio de la Paz por la cámara alemana de libreros el 19 de septiembre de 1976.2 Él retoma una distinción propiamente alemana, y muy
presente en el discurso intelectual sociológico y filosófico contemporáneo, entre dos maneras de concebir la vida común: la sociedad
(Gesellschaft), por una parte, y la comunidad (Gemeinschaft), por la
* Traducción del francés por Silvia Pasternac.
** Universidad de Friburgo.
1
Max Frisch, “Wir Hoffen”, en Forderungen des Tages. Porträts, Skizzen, Reden 19431982, 1983, Frankfurt am Main, editado por W. Schmitz, Suhrkamp, p. 332-42, p. 336: “durch
den Umbau der Gesellschaft in eine Gemeinschaft”.
2
El original en alemán es “Deutscher Buchhandel”.
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otra. La solución ofrecida por Max Frisch hace eco del debate de los
años veinte y treinta sobre las formas sociales, que tiene su origen en
la célebre obra del sociólogo alemán Ferdinand Tönnies, publicada
en 1887 e intitulada Comunidad y sociedad.3
Entre los autores alemanes que tratan las relaciones fundamentales entre la sociedad y el individuo, como Theodor Litt,4 Helmuth
Plessner,5 Karl Jaspers6 y Josef Pieper, el cual se opone fuertemente
a la propuesta de Max Frisch,7 escogí concentrar mi atención sobre la
posición adoptada por la joven filósofa alemana Edith Stein. En su
largo estudio de más de ciento cincuenta páginas titulado Individuo y
comunidad,8 publicado en 1922 en los famosos Beiträge zur phänomenologischen Forschung a la edad de 31 años, ella retoma la distinción
mencionada más arriba y le agrega la forma social de la masa. Insiste
en que el individuo se caracteriza por su pertenencia simultánea a
las tres formas sociales. Por su comportamiento, tal o cual individuo
puede ser percibido como perteneciente en algún punto a la masa,
en otro punto a una sociedad particular (como la de los filósofos), o
también a una comunidad propia. Las realidades de las formas sociales
se imbrican. Edith Stein describe a la sociedad como una agrupación
mecánica y racional de individuos donde el prójimo es percibido y
enfrentado como un sujeto objetivado, y por lo tanto como un obje3
Ferdinand Tönnies, Gemeinschaft und Gesellschaft. Grundbegriffe der reinen Soziologie, 1887, Leipzig, Fues; Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1979 [Comunidad
y sociedad, 1947, Buenos Aires, Losada].
4
Ver Theodor Litt, Individuum und Gemeinschaft. Grundfragen der sozialen Theorie
und Ethik, 1919, Leipzig, Berlín [El individuo y la comunidad. Fundamento filosófico de la
cultura].
5
Ver Helmuth Plessner, Grenzen der Gemeinschaft. Eine Kritik des sozialen Radikalismus, 1924, Bonn, Cohen; Frankfurt am Main, Suhrkamp, 2002 [Los limites de la comunidad.
Una critica del radicalismo social].
6
Ver Karl Jaspers, Die geistige Situation der Zeit, 1931, Berlín, W. de Gruyter [Ambiente
espiritual de nuestro tiempo, 1933, Barcelona, Labor].
7
Josef Pieper, “Grundfragen sozialer Spielregeln”, 1933 en Werke in acht Bänden, 1997,
editado por Berthold Wald, vol. V, Hamburgo, Felix Meiner, p. 1-47.
8
Edith Stein, “Individuum und Gemeinschaft”, en Beiträge zur phänomenologischen
Forschung. Jahrbuch für Philosophie und phänomenologische Forschung, 1922, p. 116-267.
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to, es decir, para retomar el término kantiano, simplemente como
un medio. El sujeto conocedor permanece, además, encerrado en su
mónada privada con ventanas hacia la alteridad. Desempeña un papel
y una función propias de la sociedad. La comunidad es descrita como
una agrupación natural y orgánica de individuos, donde el prójimo está
considerado en su alteridad misma como una persona que tiene un fin
en sí misma y con la que se instala una vida común. El vínculo que
une a los individuos entre ellos proviene del orden de la solidaridad,
la cual se puede transformar en amor auténtico.
Edith Stein concibe a la sociedad, al igual que Max Scheler y Ferdinand Tönnies, como inferior con relación a la comunidad. Sólo esta
última permite, como lo veremos, el pleno florecimiento de la persona
como una sustancia espiritual y como un fin en sí, libre, dotada de un
sentido crítico, que vive de manera auténtica, receptiva a los valores
y a la alteridad de las personas. Tal es, en mi opinión, la tesis central
de Individuo y comunidad. El individuo constituye a la comunidad,
la cual, a su vez, le permite al individuo realizarse doblemente. Por
una parte, la comunidad alienta al individuo a manifestar lo que Edith
Stein llama su ‘nota personal’,9 su Sosein o su ‘estilo propio’, es decir,
la manera de ser que caracteriza al individuo, el núcleo inmutable e
indisoluble de ser personal que constituye a su persona en su unicidad,
y que no evoluciona. Por otra parte, la comunidad incita a la plena
realización de esta ‘nota personal’, es decir, al despliegue del Sosein,
que tiene su fuente en una elección libre y responsable del sujeto
actuante. La posición desarrollada por Edith Stein retoma la antigua
distinción entre una forma sustancial presente desde el inicio de la
existencia humana, un no ser todavía que es más que un no ser, y el
actuar del ser humano, que orienta a éste de manera al mismo tiempo determinada e indeterminada, es decir, libre y responsable, hacia
una meta última inscrita en el fondo de su naturaleza y que implica
la libre actualización de la totalidad de su poder ser. El ser humano
camina hacia la actualización –tanto por naturaleza como por el actuar
9
Idem, p. 212: “die ‘persönliche’ Note”.
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libre y por don– de las potencialidades inherentes y extrínsecas a su
naturaleza, hacia un ser pleno, hacia un poseer plenamente. Podemos
distinguir la plenitud de la naturaleza propia de su especie, a saber, el
hecho de ser humano, de una plenitud que el ser humano alcanza por
su actuar. La realización de la persona en el plano de su acto segundo
va a la par con la realización de la persona comunitaria que sostiene
una relación no solamente de solidaridad, sino también de amor con
el prójimo.
La realización plena y entera de la comunidad, donde cada sujeto
habría alcanzado su plenitud por su actuar significaría –aunque Edith
Stein no lo mencione– la instauración de lo que un filósofo judío
ateo y neo-comunista del siglo XX, Ernst Bloch, denomina la ‘nueva
Jerusalén’,10 o la paz perpetua universal, para retomar la utopía de
Max Frisch. Contrariamente a la esperanza atea de una trascendencia
sin trascendencia de Ernst Bloch, o a la esperanza de la filosofía del
progreso, que está igualmente, en mi opinión, desprovista de fundamento racional,11 Edith Stein sostiene que esa realización no es posible
en el decurso histórico temporal. ¿No rechaza con esto la posibilidad
de alcanzar una paz universal? ¿No queda de este modo desprovista de
todo fundamento la esperanza de Max Frisch? ¿Acaso no nos vemos
obligados finalmente a adoptar una actitud de desesperanza?
Me propongo examinar en el presente artículo la posición desarrollada por Edith Stein en Individuo y comunidad, que recibió poca
atención por parte de los filósofos, poniéndola a dialogar con la tradición filosófica contemporánea. Analizo primero la noción de espíritu,
que define una disposición a salir de sí mismo, así como la del alma
llamada ‘espiritual’, que participa de la vida del espíritu. El alma humana está en condiciones de perderse en experiencias en la periferia
de su ser, hasta el punto de quedar privada de la manifestación de su
10
Ernst Bloch, Das Prinzip Hoffnung in Werkausgabe, 16 t., Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1969, t. V [El principio Esperanza, 2004, Madrid, Trotta].
11
Ver Bernard N. Schumacher, Une philosophie de l’espérance. La pensée de Josef Pieper
dans le contexte du débat contemporain sur l’espérance, 2000, Paris, Cerf [Una filosofía de
la esperanza, 2005, Pamplona, Eunsa Press].
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‘nota personal’. Tras haber mostrado que una existencia como ésa
puede estar vinculada a las formas sociales de la masa y de la sociedad,
sostengo que la forma social de la comunidad corresponde de la manera
más adecuada con la autenticidad de la persona y su florecimiento.
Luego desarrollo la noción de solidaridad y, más particularmente, la
del amor que forma un ‘nosotros’ entre los sujetos. Concluyo que el
despliegue completo de la ‘nota personal’ que permite al sujeto vivir
la autenticidad de su ser se realiza cuando el individuo hace un don de
sí libre y responsable a la comunidad, y al mismo tiempo salvaguarda
su identidad de sujeto personal.
1. La persona que lleva una existencia en la periferia de su ser
Una de las tesis presentadas por Edith Stein en Individuo y comunidad
es que la comunidad se puede considerar, por analogía, como una
persona. Nuestra filósofa subraya, sin embargo, que la comunidad
no existe ontológicamente como un puro yo.12 ¿Qué es entonces una
persona? Edith Stein la define en primer lugar como un espíritu que se
caracteriza por su aptitud de salir de sí mismo, es decir, de descentrarse
de su cogito solipsista para abrirse al mundo que lo rodea. Se trata, por
un lado, de los fenómenos corporales, de los objetos que el sujeto es
capaz de experimentar por los sentidos y el conocimiento intelectual.
Sin embargo, esta apertura intencional de la conciencia remite al sujeto
a él mismo; dicho de otro modo, a su propio conocimiento de sí. La
conciencia conoce únicamente en relación con ella misma; se abre a
algo y regresa a ella misma. La relación con el prójimo en su alteridad
misma se le escapa en ese retorno a sí. Por otra parte, el espíritu se
abre a otras subjetividades con las cuales el sujeto funda un Mitwelt,
experimenta y vive una vida social.13 Esta segunda apertura permite
Edith Stein, “Individuum und Gemeinschaft”, p. 121: “Ein Gemeinschaftssubjekt als
Analogon des reinen Ich besteht nicht”.
13
Op. cit., p. 267.
12
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trascender al aislamiento del sujeto que piensa y que experimenta.
Además, el espíritu se distingue tanto por la facultad intelectual como
por una actitud de receptividad de los valores.14
El núcleo de la persona reside, sin embargo, según Edith Stein, en
el alma llamada ‘espiritual’, en el sentido en que participa en la vida
del espíritu, y que se puede distinguir del alma llamada ‘religiosa’.15
El alma escapa de toda posibilidad de auto-educación, es decir que
la evolución de sus cualidades no es el resultado de un trabajo sobre
sí misma, sino que es del orden de un don que proviene de otro lado.
Podríamos calificar ese don como gracia sobrenatural. La filósofa
alemana hace notar que
uno no se puede inculcar las cualidades del alma o desacostumbrarse
a ellas. Si se tuviera que producir un cambio en esa esfera, no sería el
resultado de un ‘desarrollo’, sino que debería ser percibido como una
transformación por una fuerza del ‘más allá’, es decir, por una fuerza
que se encontraría fuera de la persona y de todos los vínculos naturales
en los cuales está implicada.16
62
El alma ‘espiritual’ se caracteriza por una actitud de receptividad
con respecto a los objetos y a los sujetos en su alteridad que se expresa con el fiat17 de un acto de libertad. Semejante comportamiento
presupone, incluso si Edith Stein no lo menciona, un profundo consentimiento del valor mismo de los seres que tiene su origen último en
una metafísica de la creación.
Idem, p. 205: “Was die Person ist, das sehen wir gleichsam daran, in welcher Wertewelt
sie lebt, welchen Werten sie zugänglich ist und welche Werke sie evtl. –durch Werte geleitet– schafft”.
15
Idem, p. 208.
16
Idem, p. 210: “Die Qualitäten der Seele aber kann man sich nicht anerziehen oder
abgewöhnen. Wenn in dieser Sphäre ein Wandel eintritt, so ist er nicht das Ergebnis einer
‘Entwicklung’, sondern als Verwandlung durch eine ‘jenseitige’ Macht anzusehen, das heisst
eine ausserhalb der Person und aller natürlichen Zusammenhänge, in die sie verflochten ist,
gelegene.”
17
Idem, p. 174.
14
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La persona puede, sin embargo, comportarse como si estuviera
privada de alma ‘espiritual’. En la medida en que la persona vive principalmente experiencias situadas en la periferia de su ser, el alma está
de alguna manera desposeída de su ‘nota personal’ en el sentido en
que ésta no se manifiesta, a pesar de encontrarse presente en lo más
profundo del individuo. El sujeto no vive ya auténticamente lo que él
es, es decir, en tanto que persona. El drama no sólo reside en el hecho
de que esa alma no se dé cuenta de que su existencia en la periferia
del ser está privada de la manifestación de su ‘nota personal’, sino
también y antes que nada –y aunque Edith Stein no lo mencione– en
el hecho de que semejante vida se vuelva la norma de una existencia humana realizada, es decir, dichosa. La cuestión urgente, en mi
opinión, consiste en saber cómo despertar a la persona de su sueño y
de su parálisis, en otros términos, cómo hacerle redescubrir su ‘nota
personal’ a fin de que vuelva a encontrar de alguna manera su dominio
sobre ella misma. Edith Stein guarda silencio. Se trata, antes que nada,
de arrancarse de la rutina, ‘del trabajo a casa y de casa al trabajo’,
para retomar una expresión de Albert Camus en una de las primeras
páginas de El mito de Sísifo, o también desenraizarse de la viscosidad
cotidiana admirablemente descrita por Martin Heidegger en Ser y
tiempo como la dictadura del ‘se’ impersonal. Este despertar a las
preguntas fundamentales de la existencia humana y el comienzo de
una vida que concuerde con su ‘nota personal’, acompañado por un
descentramiento de sí, se puede realizar, entre otros modos, por medio
de lo que Karl Jaspers llama situaciones límite, es decir, choques
existenciales. Pienso aquí en particular en la terrible experiencia de
la muerte de un ser querido admirablemente descrita por Agustín en
sus Confesiones,18 en la embriaguez del amor erótico, en el encuentro
del verdadero amigo o también en la experiencia desestabilizadora del
nacimiento de un hijo.19
18
Ver San Agustín, Confesiones, 1982, México, Porrúa, trad. de Francisco Montes de
Oca, libro IV, capítulo 4 (7).
19
Edith Stein propone dos razones relativas al hecho de que el alma esté impregnada
por la desesperación fundamental: “Choque del destino” (Schicksalschlag) y “perpetuo uso
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La satisfacción que se extrae de una vida transcurrida en la periferia (o en la superficie) del ser personal expresa antes que nada una
tendencia a huir de sí mismo, y más particularmente un deseo pasajero
de ‘perderse a sí mismo’,20 que viene acompañado con un temor de
verse tal cual uno es, para retomar una expresión de Pascal;21 en opinión
de Edith Stein, esto revela también una actitud de profunda desesperanza.22 Nuestra filósofa llega incluso a sostener que esa persona ya no
vive verdaderamente.23 Su estado es comparable a un estado de muerte
–idea que volvemos a encontrar en Gabriel Marcel–24 incluso si tiene
esperanzas cotidianas en la superficie de su ser. Semejante parálisis
del alma ‘espiritual’ conduce a la deficiencia de la persona desde el
punto de vista de su receptividad a los valores y de su respuesta a la
realidad. Edith Stein declara que
64
el mundo puede hundirse en ella [el alma], pero ella no puede ya ‘encenderse’ en él, ya no tiene respuestas respecto a él. La receptividad a
los valores es deficiente [...] y las ‘cualidades tranquilas’ parecen haberse evaporado: la bondad ya no brilla en sentimientos positivos y en
buenas acciones, el interior parece vaciado de todo lo que lo llenaba y
de aquello con lo que se expresaba la indecible individualidad. [...] Su
vida es movida por fuerzas sensibles y eventualmente por la voluntad, o
transportada por fuerzas desconocidas del alma. Su vida no proviene del
excesivo de la fuerza” (ständigen übermässigen Kraftverbrauch); Edith Stein, “Individuum
und Gemeinschaft”, p. 212.
20
Idem, p. 212: “zeitweise verloren hat”.
21
Ver Pascal, Pensées en Œuvres complètes, 1987, París, Gallimard, nr. 205 [139], nr.
207 [217], p. 1138-1147 [Pensamientos, 1986, Madrid, Alianza, trad. de J. Llanso].
22
Edith Stein, “Individuum und Gemeinschaft”, p. 211: “Es gibt sodann ein Flüchten
aus den Tiefen an die Peripherie, wenn der Person ihr seelisches Leben zur Qual wird, wenn
die Seele von Verzweiflung erfüllt ist. Hier ist die Seele wach, obwohl ihr Leben zugunsten des
peripherischen in den Hintergrund gedrängt ist.”
23
Idem, p. 212: “Wenn es nicht aus der Tiefe aus seiner Seele heraus lebt, so gehen
diese Kräfte seinem Leben verloren. Und nun kann es auch geschehen, dass die Seele, ohne
ausgeschaltet zu werden, aufhört, leben zu spenden.”
24
Ver Gabriel Marcel, Du refus à l’invocation, 1940, París, Gallimard, p. 77.
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centro de su propio ser y le falta así la originalidad y la autenticidad
de una ‘vida propia del núcleo’.25
Las fuerzas interiores del alma pueden ser ahogadas por el mundo
exterior al que se ha abierto libremente por un fiat original. El alma
‘espiritual’ se retira en ella misma y se vuelve incapaz de actuar y de
amar verdaderamente.26 Edith Stein describe con justeza este estado
de privación de ‘nota personal’ como el de la no autenticidad y de
la desesperanza, que puede sin embargo cohabitar con una existencia
que en apariencia sería de ‘estilo propio’ al mismo tiempo que se queda
en la periferia.
La desesperanza, que se puede definir como el rechazo a convertirse plenamente en lo que es la persona, se une con el contenido de un
antiguo concepto un poco olvidado hoy y que los modernos llaman
el aburrimiento: la acedia. El individuo impregnado de acedia parece
aquejado de esquizofrenia. Se encuentra tironeado en lo más profundo de su ser entre la aspiración natural de convertirse en lo que es
en tanto que persona y esta tentativa desesperada de huir de su ‘nota
personal’ en
el ruido que ensordece del ‘no hacer otra cosa más que trabajar’, en el
ajetreo exigente del hacedor de palabras sofistas, en la ‘distracción’ sin
tregua en cosas encantadoras y vacías –en una palabra, en una ‘no man’s
25
Edith Stein, “Individuum und Gemeinschaft”, p. 212: “Die Welt schlägt dann wohl
noch in ihr zusammen, aber sie kann nicht darin ‘zünden’, sie hat keine ‘Antwort’ mehr
dafür. Die Empfänglichkeit für Werte versagt […] und auch die ‘ruhenden Qualitäten’ scheinen entschwunden: die Güte strahlt nicht mehr aus in positiven Gesinnungen und gütigen
Handlungen, das Innere scheint entleert von allem, was es erfüllte und worin sich die selbst
unnennbare Individualität aussprach. [...] Sein Leben wird von sinnlichen Kräften und evtl.
vom Willen getrieben oder auch von fremden seelischen Kräften getragen, es kommt nicht
aus dem Zentrum seines eigenes Seins und es mangelt ihm daher die Ursprünglichkeit und
Echtheit des ‘kernhaften’ Lebens.”
26
Idem, p. 211: “Diese Ausschaltung der Seele ist eine willkürliche. Ihr Widerspiel
ist eine allen Bemühungen zum Trotz eintretende Erstarrung der Seele, ein Versiegen ihres
Lebens. Das Ich steigt in seine Tiefen hinab, es verhaart darin, aber es findet eine gähnende
Leere darin vor, es hat das Gefühl, als wäre ihm seine Seele abhanden gekommen, als wäre
es nur noch der Schatten seiner selbst, von seinem eigensten Sein abgetrennt.”
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land’ que quizás estará organizada de manera muy cómoda, pero que no
dejará ningún lugar para la calma de una actividad en sí plena de sentido,
para la contemplación, y mucho menos todavía para la fiesta.27
66
La acedia impregna a la cultura contemporánea occidental, como
lo confirma la presencia de los estados que ella engendra, finamente
analizados por Martin Heidegger en su descripción de la vida cotidiana en Ser y tiempo. No hace alusión a los antiguos y les quita a los
términos de estos estados (como los del ‘se dice’, de la curiosidad, de
la dispersión, de la inestabilidad y de la agitación28) sus connotaciones
religiosas o trascendentales.
La persona impregnada de acedia huye de su interior para refugiarse, por ejemplo, en la verbositas y la curiositas. Posa su mirada sobre
la realidad no para captar la verdad de las cosas o para estar con ella
“en una relación donde su ser está comprometido, sino, –hace notar
Heidegger–, únicamente para ver”.29 La mirada no cesa de revolotear
de un objeto al otro. Esta multitud de ojeadas furtivas echadas sobre
las cosas desemboca en una cualidad superflua de imágenes que tiende
a monopolizar la existencia del sujeto. El zapping que caracteriza
en nuestros días a la prensa o a la televisión sensacionalista constituye el mejor ejemplo de esta mirada superficial, de esta curiosidad
hipertrófica hacia lo que el vecino dice y hace, con las cuales el ser
humano descuida su ser más profundo y lo condena a ahogarse. El
individuo que existe en la periferia de su ser se determina de acuerdo
con lo que ‘se’ dice, ‘se’ piensa, ‘se’ hace. Asistimos en la persona a
Josef Pieper, Zustimmung zur Welt. Eine Theorie des Festes en Werke, 1999, vol. VI, p.
217-85, p. 238: “in den taubmachenden Lärm des Nichts-als-Arbeitens, in die anspruchsvolle
Geschäftigkeit sophistischer Wortmacherei, in die pausenlose ‘Unterhaltung’ durch leere
Reizdinge – mit einem Wort, in ein Niemandsland, das möglicherweise recht komfortabel
eingerichtet ist, aber keinesfalls Raum lässt für die Ruhe eines in sich selbst sinnvollen Tuns,
für die Kontemplation und erst recht nicht für das Fest.”
28
Ver Martin Heidegger, Sein und Zeit, 198616, Tübingen, Max Niemeyer, p. 167-73
[Ser y Tiempo, 1997, Santiago, Editorial Universitaria].
29
Idem, p. 172: “nicht um das Gesehene zu verstehen, das heisst in ein Sein zu ihm zu
kommen, sondern nur um zu sehen”.
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un desafecto de su ‘nota personal’ y a una destrucción progresiva de
la dimensión llamada ‘espiritual’ del alma. Ésta se mueve en el seno
de la dictadura del ‘se’ que no es Persona, y que dispensa al individuo de
vivir auténticamente para él mismo y para su poder ser. El ‘Se’ le evita
ser en el sentido pleno del término. Si el individuo desea vivir en la
autenticidad, es decir, ser plenamente sí mismo, necesitará realizar una
ruptura con el ‘Se’. El acto de resistencia hacia la dictadura del ‘Se’ le
permite al sujeto tomar conciencia de su dimensión plenamente personal, a saber, que no es solamente un ejemplar de la especie humana
en general como lo preconizan la masa y la sociedad.
2. El tipo de individuo en la masa y en la sociedad
2.1. El individuo de la masa
El individuo de masa no está considerado en su calidad de objeto –lo
cual es el caso en la sociedad– ni de apertura a la alteridad viviente
–como es el caso en la comunidad–, sino más bien de acuerdo con sus
acciones uniformes desprovistas de toda ‘nota personal’.30 El tipo de
individuo constitutivo de la masa vive en la periferia de su ser personal
y se encuentra sometido a un determinismo emocional y corporal. No
actúa, es decir que no plantea acciones libres. Reacciona siguiendo el
modelo causal determinista. En la masa, cada individuo adopta un comportamiento idéntico,31 que puede serle sugerido de manera extrínseca.
Su acción –o más precisamente su reacción– tiene como fundamento
su afectividad, que está en el origen de sus convicciones infundadas,
Edith Stein, “Individuum und Gemeinschaft”, p. 241-2: “weil das psychische Individuum nicht ‘aus seiner Seele heraus lebt’. Wo das nicht der Fall ist, da trägt der ganze Charakter
keine persönliche Note, wir haben (für den äusseren Anschein wenigstens) keine Individualität
im Sinne qualitativer Einzigartigkeit, sondern nur das Exemplar eines Typus.”
31
Idem, p. 218-9: “Die Masse ist ein Zusammen sich gleichförmig verhaltender Individuen. Es fehlt an einer inneren Einheit, aus der heraus das Ganze lebte.” “Die Einheitlichkeit
im Verhalten der Masse, die ihr den Charakter einer ‘Kollektiv-Gegenständlichkeit’ verleiht,
ist begründet in der ‘Reizbarkeit’ der individuellen Psyche durch fremdes psychisches Leben
und ihrem Reagieren mit gleichem Verhalten.”
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de sus opiniones, que no tienen prácticamente un tenor. El hecho de
que representaciones caracterizadas por su poderoso destello sensual
y su importante capacidad para producir cierto comportamiento se
fijen en el individuo muestra, según Edith Stein, que han sido aceptadas sin pensamiento lógico ni crítico.32 El individuo de masa está así
desprovisto de libertad real y de pensamiento crítico. Es terreno fértil
para las emociones y las ideas preconcebidas desprovistas de todo
fundamento racional, es decir, para la formación de un totalitarismo,
como lo percibió admirablemente Hannah Arendt.33
Además, el individuo de masa vive en el anonimato, cerrado sobre
sí mismo; desaparece ‘en su propia experiencia’.34 Aunque asume un
comportamiento idéntico sobre un punto particular, la totalidad de su
existencia no se deja reducir, sin embargo, a la dimensión de la masa.
Tal individuo particular puede en efecto reaccionar, en algún sentido,
como un individuo de la masa (el maestro sindicalizado que sale a
las calles para reivindicar mejores condiciones de trabajo), y en otro
sentido como un individuo de una sociedad particular (el maestro en
su función y su papel de maestro), o de una comunidad específica (el
maestro como persona que tiene una relación de solidaridad y de amor
con el prójimo). Así, un individuo puede estar desprovisto de pensamiento crítico desde cierto punto de vista y ejercerlo desde el otro.
Esto significa que puede vivir de una manera tanto no auténtica como
auténtica. Edith Stein hace notar que la vida cotidiana de cada individuo
participa de la estructura social de la masa que vive de manera no auténtica y que ignora la dimensión de la vida personal y el pensamiento
crítico. En efecto, aceptamos con regularidad, sin reflexión lógica,
cierto número de ideas apoyándonos sobre la confianza otorgada al
prójimo que –lo suponemos a priori– ha razonado de manera crítica.35
Idem, p. 220.
Ver Hannah Arendt, Considérations morales, 1996, Paris, Rivage poche/Petite Bibliothèque, p. 47-56.
34
Edith Stein, “Individuum und Gemeinschaft”, p. 263: “ein Aufgehen im eigenen
Erleben”.
35
Ver Edith Stein, “Individuum und Gemeinschaft”, p. 222.
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Yo sostengo, por mi parte, que somos, por nuestra naturaleza humana
–¿quizás por eso Edith Stein sostiene la imposibilidad de alcanzar una
comunidad perfecta?– seres esencialmente tironeados desde el interior
entre el llamado de la comunidad (un llamado a su realización plena)
y el de la masa y de la sociedad. La viscosidad cotidiana no cesa de
pegarse al individuo: él no puede extraerse de ella por sí mismo.
2.2. El individuo de la sociedad
Si nos colocamos ahora en el plano de la sociedad, que en muchos
aspectos funciona y se desarrolla como una máquina, constatamos que el
individuo una vez más no se caracteriza por la realización de su ‘nota
personal’, sino principalmente por su papel y su función en el interior
del todo, como por ejemplo el tipo de individuo llamado ‘maestro’.
Sometido al principio de la búsqueda del máximo de productividad,
de rentabilidad y de eficacia, el individuo es reemplazable. Edith Stein
precisa que
la vida de la sociedad reside en la actividad de sus miembros exigida
por la realización de su meta, con respecto a la cual no tiene ninguna
importancia que sean justamente esos individuos los que realicen el
trabajo en cuestión. Cada individuo, por principio, es reemplazable.36
Desde esta perspectiva, el individuo equivale a un objeto utilizable
como un simple medio con miras a un fin. Puedo, por ejemplo, considerar a mi colega de trabajo en su papel y en su función de maestro, es
decir, de individuo reemplazable por cualquier otro sujeto que pueda
cumplir el mismo papel y la misma función. Mirar a ese colega como
un fin en sí depende de hecho de la forma social de la comunidad.
Edith Stein indica, sobre el individuo de la sociedad,
Idem, p. 230: “Das Leben der Gesellschaft besteht in der durch ihre Zwecke geforderten Tätigkeit ihrer Glieder, wobei es unwesentlich ist, dass gerade diese Individuen die
betreffende Arbeit verrichten und jedes prinzipiell durch andere ersetzbar.”
36
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que cada uno se concebiría y concebiría al prójimo como un instrumento
para alcanzar la meta que le sirve a la sociedad entera. Cada uno se colocaría o sería colocado de manera sistemática en el lugar (es decir que se
encargaría de las funciones de la sociedad) donde, con sus capacidades
reconocidas, podría contribuir mejor a la realización de la meta.37
70
Una forma social que se basara únicamente sobre la masa y sobre
la sociedad, y donde la dimensión personal y comunitaria faltaran
sería, ciertamente, un mecanismo construido de manera absolutamente
brillante y perfecta, pero no funcionaría.38 En efecto, toda sociedad
presupone necesariamente la existencia mínima de una comunidad.
Edith Stein subraya en repetidas ocasiones en Individuo y comunidad
que una “pura sociedad que no fuera también hasta cierto grado una
comunidad no podría subsistir”.39 ¿Cuáles son las razones que ella
exhibe para apoyar esta afirmación?
Habíamos visto que los individuos de una sociedad particular se
conciben recíprocamente como objetos que cumplen un papel y una
función particulares con vistas a alcanzar un fin particular. La concepción y la elección de ese fin tienen su origen en una comunidad de
personas que son capaces de otorgarle un sentido y una motivación
a las acciones. Además, para considerar al prójimo como un objeto,
necesariamente se lo tiene que haber captado previamente, como lo
subrayará Jean-Paul Sartre en El ser y la nada, como un sujeto libre,
y haberse situado con el prójimo en el plano ingenuo de un encuentro
intersubjetivo.
Idem, p. 232: “Jeder würde hier sich und den anderen als Werkzeug zur Erreichung
des Zweckes ansehen, dem die ganze Gesellschaft dient, und jeder würde sich planmässig
an den Platz stellen oder dahin gestellt werden (d.h. diejenige gesellschaftliche Funktion
übernehmen), wo er seinen erkannten Fähigkeiten nach am besten zur Erreichung des Ziels
beitragen kann.” “Man lebt nicht naiv, sondern sieht sich mit den Augen der anderen und
stimmt sein Verhalten darauf ab, dass das Bild der eigenen Person sich harmonisch in den
Rahmen des Ganzen einfügt”, p. 263.
38
Idem, p. 234: “Eine Gesellschaft, die nichts als Gesellschaft wäre, das wäre ein –evtl.
Tadellose konstruierter– Mechanismus, der nicht funktionieren könnte.”
39
Idem, p. 232: “Dass eine reine Gesellschaft, die nicht bis zu einem gewissen Grade auch
Gemeinschaft ist, nicht bestehen kann”. “Gemeinschaft ohne Gesellschaft ist also möglich,
Gesellschaft ohne Gemeinschaft dagegen nicht”, p. 118.
37
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VIDA AUTÉNTICA. EL APORTE DE EDITH STEIN
Edith Stein precisa que
no se pueden conocer los medios de provocar una impresión sobre
la masa sin un buen conocimiento de su vida interior tal como puede
ser obtenida únicamente por una entrega ingenua. Lo que distingue al
observador de quien vive ingenuamente con [su prójimo] es que éste
aprovecha racionalmente lo que le ofrece la vida en comunidad. Pasa
de una experiencia ingenua a una actitud de conocimiento. Hace de la
interioridad desconocida un objeto, en lugar de ‘reaccionar’ directamente
respecto a él. Recupera el conocimiento para los fines de su acción.40
Vemos cómo se dibuja aquí un primer elemento de la definición de
la comunidad presentada por Edith Stein: el reconocimiento del prójimo en su alteridad radical que emerge a partir de un primer encuentro
ingenuo. Gabriel Marcel hablará a su vez de intersubjetividad, corazón
de su filosofía personalista. En un hermoso fragmento de Ser y tener,
publicado en 1935, el filósofo francés declara:
El otro en tanto que otro existe para mí sólo en tanto que yo estoy
abierto a él (que es un tú), pero sólo estoy abierto a él en tanto que yo ceso
de formar conmigo mismo una especie de círculo en el interior del cual
alojaré de algún modo al otro, o más bien su idea; pues, con relación a ese
círculo, el otro se convierte en la idea del otro –y la idea del otro no es ya
el otro en tanto que otro, es el otro en tanto que relacionado conmigo.41
40
Idem, p. 118: “Man kann die Mittel nicht kennen, mit denen auf die Menge Eindruck
zu machen ist, ohne eine Vertrautheit mit ihrem Innenleben, wie sie nur in naiver Hingabe zu
gewinnen ist. Was den Beobachter vom naiv Mitlebenden unterscheidet, ist dies, dass er das,
was ihm das Gemeinschaftsleben bietet, rationell ausnützt; dass er aus dem naiven Erleben
in die erkennende Haltung übergeht, die fremde Innerlichkeit zum Gegenstande macht, anstatt unmittelbar darauf zu ‘reagieren’, und die Erkenntnis für die Zwecke seines Handelns
verwertet.” “Man muss den anderen zunächst einmal als Subjekt genommen haben, um seine
Subjektivität zum Objekt machen zu können”, p. 232; “in denen eine Person die andere
wahrnimmt, sie bewertet usw., ist der Übergang zur ‘gesellschaftlichen’ Einstellung möglich,
in der das andere Subjekt als ein Objekt von besonderer Eigenart betrachtet wird”, p. 240.
41
Gabriel Marcel, Être et Avoir, 1935, París, Aubier, p. 155: “L’autre en tant qu’autre
n’existe pour moi qu’en tant que je suis ouvert à lui (qu’il est un toi), mais je ne suis ouvert
à lui que pour autant que je cesse de former avec moi-même une sorte de cercle à l’intérieur
duquel je logerais en quelque sorte l’autre, ou plutôt son idée ; car par rapport à ce cercle
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La aceptación ingenua y primaria del prójimo presupone una actitud de receptividad y de descentramiento de sí mismo, de trascendencia del cogito propio. La apertura y el consentimiento de la alteridad
–que Edith Stein describe como “cierta ‘actitud’ de las personas entre
ellas”–42 es una parte constitutiva de la naturaleza del ser personal;
dicho de otro modo, a partir del momento en que hay un sujeto humano,
hay ya necesariamente comunidad. La intersubjetividad expresa una
apertura de acogida recíproca. Una de las razones de esta presencia
comunitaria reside, en mi opinión, en el hecho de que todo ser humano
es proyectado desde su concepción en el seno de una estructura de
relaciones comunitarias que lo impregnan profundamente y que se
expresan por el lenguaje, la cultura y la tradición, con lo que fundan
un flujo de experiencias colectivas. El problema esencial consiste en
conocer el tenor de esta relación: puede revestir un contenido positivo, como en Gabriel Marcel o Robert Nozick, o negativo, como en
Jean-Paul Sartre.
3. La comunidad y la persona
72
Edith Stein concibe a la comunidad humana como un organismo vivo
que crece y que muere, compuesto por sujetos autónomos, dotados
de motivaciones propias, y que pueden responder a unos valores. La
relación entre sujetos no es del orden de un ‘yo-él-objeto’, donde el
prójimo es percibido en su alteridad como un objeto, y por lo tanto
como un sujeto objetivado, sino de un ‘yo-tú’ donde el sujeto está
fundamentalmente abierto al prójimo reconocido como un fin en sí.
La esfera del yo se amplía a un intercambio de experiencias y de valores, y desarrolla el carácter personal por el ejercicio de la voluntad
l’autre devient l’idée de l’autre – et l’idée de l’autre ce n’est plus l’autre en tant qu’autre,
c’est l’autre en tant que rapporté à moi.” [Ser y tener, 1996, Madrid, Capparrós Editores,
trad. de Ana María Sánchez López].
42
Edith Stein, “Individuum und Gemeinschaft”, p. 242: “eine gewisse ‘Einstellung’ der
Personen aufeinander”.
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sobre unas disposiciones psíquicas, por la práctica de buenas o de
malas costumbres. Edith Stein describe esa comunidad como ‘personalidades autónomas’, o ‘realidades espirituales autónomas’43 que se
expresan por la constitución de lo que podríamos llamar un ‘nosotros’.
Además de esta apertura al mundo y al prójimo, propia del espíritu, la
comunidad requiere de una unidad cualitativa de los individuos que la
componen, y cuya meta reside en ella misma. Sin esta unidad fundamental interior, los individuos vivirían en apariencia de comunidad, y
cada uno perseguiría su propio objetivo. Edith Stein anota que
la sociedad exige de sus ‘elementos’ únicamente que ocupen una función que contribuya a la realización de su meta constitutiva. No profiere
ninguna pretensión sobre la totalidad de su ser interior. Ocurre algo
diferente en la verdadera comunidad. Existe, en la comunidad y los individuos que la componen, una aspiración viviente a superarse y alcanzar
una unión plena.44
La solidaridad caracteriza el vínculo entre los sujetos de una comunidad, el cual ha sido admirablemente descrito por Gabriel Marcel a
partir del encuentro con un desconocido.45 La solidaridad permite,
según Edith Stein, considerar a la comunidad de manera analógica
como una persona. No constituye sin embargo todavía su realización
en cuanto a su acto segundo. Para que así sea, necesita superar el plano
de la solidaridad y de la buena voluntad hacia el prójimo para alcanzar
el del amor que se expresa por la comunión. Coloca el principio amor
expresado por un ‘nosotros’ en el centro de la realización de la comunidad, que implica la de los individuos que participan en ella.
Idem, p. 249: “selbständige Persönlichkeiten” y “selbständige geistige Realitäten”.
Ver p. 177, 185, 193, 197.
44
Idem, p. 258: “Die Gesellschaft verlangt von ihren Elementen nur, dass sie eine
Funktion übernehmen, die zur Erreichung des ihr konstitutiven Zweckes beiträgt – sie
erhebt keinen Anspruch auf ihr ganzes inneres Sein. Anders liegt die Sache bei der echten
Gemeinschaft. In ihr bzw. in den Individuen, die ihr angehören, lebt ein Streben, über sich
selbst hinaus und zu einer vollkommenen Vereinigung zu gelangen.”
45
Ver Gabriel Marcel, Le mystère de l’Être, 1951, París, Aubier, t. I, p. 195 s. [El misterio
del ser, 1971, Buenos Aires, Sudamericana, trad. de María Eugenia Valentie].
43
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El amor se funda en una ontología de la intersubjetividad positiva
donde la individualidad de los participantes en presencia no desaparece en una unidad fusional, sino que establece una unión fundamental
expresada por el ‘nosotros’. No se trata, sin embargo, como no cesa de
subrayarlo Edith Stein, de una nueva entidad ontológica que vendría
a suplantar a la individualidad propia de los participantes. “Amar,
subraya el célebre filósofo político Robert Nozick, es querer formar
un nosotros con un ser en particular.”46 El bienestar de uno de los
participantes depende del bienestar del otro. Este último es percibido
como una ayuda –y no como un peligro, un objeto o una función– indispensable para la realización del individuo y de la comunidad. El ‘yo’
no desaparece en el ‘nosotros’, sino que su identidad está preservada
en él y es estimulada en su crecimiento individual. La nueva identidad
del ‘nosotros’ se suma a la identidad personal.
Formar parte de un nosotros confiere una nueva identidad, una
identidad suplementaria. Esto no significa que uno no tiene ya identidad propia o que uno ya no existe más que en función del nosotros. Sin
embargo, la identidad de uno es modificada.47
74
El ‘nosotros’ no es autoritario. No consume al ‘yo’, sino que le deja su
plena autonomía y lo rodea con un profundo respeto. Además, la presencia
del ‘nosotros’ no amenaza de ningún modo con aniquilar la libertad de los
sujetos presentes. El filósofo estadounidense explica que
cada elemento de un nosotros quiere poseer al otro completamente; sin
embargo, cada uno tiene también necesidad de que el otro conserve
su independencia y no esté a su servicio. Sólo una persona autónoma
46
Robert Nozick, Examined Life. Philosophical Meditations, New York, Simon and
Schuster, 1989, p. 70: “love is wanting to form a we with that particular person” [Meditaciones
sobre la vida, 2002, Barcelona, Gedisa, trad. de Carlos Gardini].
47
Robert Nozick, Examined Life, p. 71: “To be part of a we involves having a new identity, an additional one. This does not mean that you no longer have any individual identity
or that your sole identity is as part of the we. However, the individual identity you did have
will become altered.”
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podría constituir un compañero apropiado en una identidad común que
engrandezca y enriquezca la propia identidad individual. Por supuesto
que el bienestar –cosa que nos importa– requiere también de esa autonomía. Esto coexiste sin embargo con el deseo de poseer enteramente
al otro. Según yo, ese deseo no proviene forzosamente de una voluntad
de dominación. Lo que uno quiere, lo que uno necesita, es poseer al otro
tan completamente como uno se posee a sí mismo. Es una expresión del
hecho de que uno está formando una nueva identidad común con el otro.
O quizás ese deseo es simplemente el de formar una identidad con el otro
[...] en un nosotros amoroso, la autonomía del otro y la posesión total
se reúnen en la formación de una identidad ampliada, común a ambos.48
Los dos ‘yo’ que forman un ‘nosotros’ se caracterizan por una interacción creciente que sin embargo no desemboca nunca en una identificación completa. El prójimo sigue siendo un misterio en la relación
de amor, alguien cercano que escapa de nuestra entera posesión. Louis
Lavelle captó muy bien, en su obra Conduite à l’égard d’autrui, esta
distancia del prójimo, siempre presente en lo referente al amor:
Hay entonces entre usted y yo una barrera impermeable que yo
puedo hacer retroceder más y más, pero que nunca puedo abolir. Protege el secreto de cada uno que hace de él una iniciativa pura, el primer
comienzo de él mismo, un ser que no cesa de engendrarse cada vez de
nuevo, un sí mismo tan misterioso para mí, en el pasado que trae tras
él, como es misterioso para sí mismo en el provenir que se abre frente a él.
Este intervalo que lo separa de mí funda su independencia y, por consi48
Op. cit., p. 74: “Each person in a romantic we wants to possess the other completely; yet
each also needs the other to be an independent and nonsubservient person. Only someone who
continues to possess a nonsubservient autonomy can be an apt partner in a joint identity that
enlarges and enhances your individual one. And, of course, the other’s well-being –something
you care about– requires that non-subservient autonomy too. Yet at the same time there is the
desire to possess the other completely. This does not have to stem from a desire to dominate
the other person, I think. What you need and want is to possess the other as completely as
you do your own identity. This is an expression of the fact that you are forming a new joint
identity with him or her. Or, perhaps, this desire just is the desire to form an identity with
the other [...] in a romantic we the autonomy of the other and complete possession too are
reconciled in the formation of a joint and wondrous enlarged identity for both.”
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guiente, su existencia misma. Y no puedo soportar a veces ser incapaz
de cruzarla. Pero no es amar al prójimo no amarlo en esa independencia
misma que lo separa de mí.49
76
El principio amor se caracteriza por el fracaso de la pareja en mudar
en una unidad, a pesar del profundo deseo del ‘yo’. Existe una distancia
ontológica infranqueable que hace que el amado permanezca resueltamente exterior al amante. El amor no consigue llenar la distancia entre
el amado y el amante. No cesa al contrario de confirmar esta distancia
ontológica, aunque haga entrar al prójimo en la intimidad misma del
sujeto, intentando con ello romper la soledad ontológica de la persona
humana, que es experimentada frente a su propia muerte. El principio
amor expresa una actitud de apertura y de abandono donde el prójimo
seguirá siendo el prójimo en el sentido en que representa un misterio
fundamental, puesto que es al mismo tiempo una presencia y una ausencia. El amor únicamente puede existir y florecer en la aceptación
de la diferencia ontológica del otro por la cual éste último no sólo es
concebido, sino también querido como otro que no es uno. A partir
de que el amante afirma conocer al amado, lo reduce a una cosa, de la
cual domina todas las dimensiones de su ser; se vuelve, para retomar
una expresión de René Descartes, ‘amo y poseedor’ del amado. Se
sitúa así en el nivel de la masa y de la sociedad. El verdadero amante
no desea que el amado exista con relación a él (el amante), sino en sí,
por sí mismo (el amado). El principio amor atorga al prójimo tanto el
hecho de ser en el ser, a saber, en su existencia, como el hecho de ser
lo que es, a saber, en su esencia y desarrollar lo que es. La libertad del
Louis Lavelle, Conduite à l’égard d’autrui, París, Albin Michel, 1957, p. 70: “il y a
donc entre vous et moi une barrière imperméable que je puis reculer toujours, mais que je
ne puis jamais abolir. Elle protège le secret de chacun qui fait de lui une initiative pure, le
premier commencement de lui-même, un être qui ne cesse de s’engendrer toujours à nouveau,
un soi aussi mystérieux pour moi dans le passé qu’il porte derrière lui qu’il est mystérieux
pour lui-même dans l’avenir qui s’ouvre devant lui. Cet intervalle qui le sépare de moi fonde
son indépendance et par conséquent son existence même. Et je ne puis souffrir parfois d’être
incapable de le franchir. Mais ce n’est pas aimer autrui que de ne pas l’aimer dans cette
indépendance même qui le sépare de moi.”
49
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amante no es de ninguna manera la puesta en peligro de la libertad del
amado, sino que consigue unirse gracias al principio de amor a una
libertad diferente sin por ello ser reducida a una cosa.
La base de la forma social de la comunidad reside, para Edith Stein,
no solamente en la apertura ingenua a la alteridad caracterizada por la
solidaridad o la buena voluntad, en esta trascendencia del encierro de
la mónada sobre sí misma, en el descentramiento fundamental del yo,
sino también en el acto de libertad que le permite al individuo actuar
en el plano de su ser personal. Como no está sometido de manera
determinada a las presiones exteriores o a las influencias de la masa,
el individuo se vuelve responsable de su reacción hacia ellos. Es responsable de una vida que se definiría por la autenticidad y el apego a
su ser personal, o por la falta de autenticidad de una existencia en la
periferia de su ser, sometida a la dictadura del ‘Se’. Es responsable de
la realización de su ‘nota personal’ en la vida que lleva.
4. Conclusión: la imposibilidad de una comunidad perfecta
Edith Stein insiste en el hecho de que todo individuo humano se
caracteriza esencialmente por su pertenencia a las tres formas sociales analizadas más arriba. La sociedad no aparece como una realidad
independiente de la comunidad, sino que participa de la comunidad,
al poner, por ejemplo, algunas de sus realidades entre paréntesis.50
50
La comunidad es al mismo tiempo superior –desde el punto de vista personal y espiritual–, e ‘inferior’ a la sociedad: depende de una relación más ingenua y más simple entre las
personas. Edith Stein precisa en su obra De l’Etat [Sobre el Estado] que “la particularidad
de la sociedad reside en el hecho de que, en oposición con la comunidad, los individuos son
ahí objetos los unos para los otros: sí, ciertamente; objetos y no sujetos que viven juntos en
comunidad. Evidentemente hay que tomar esto cum grano salis, en la medida en que no se
trata simplemente de objetos, sino de sujetos objetivados, donde esta objetivación presupone la
simple relación con el sujeto, propio de la actitud comunitaria. Podemos entonces comprender
a la sociedad como una variante racional de la comunidad. Lo que ‘se da por sentado’ en la
coexistencia ingenua es en la vida social suscitado por actos deliberados”. Edith Stein, Eine
Untersuchung über den Staat, 1970, Tübingen, Max Niemeyer, p. 286.
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El individuo puede vivir más en una u otra de las formas sociales,
dependiendo de que decida libremente vivir más cerca del centro de
su alma espiritual que en la periferia de su ser. Edith Stein le otorga
a la comunidad una condición ontológica superior a la de las otras
dos formas sociales desde el punto de vista de la dimensión personal y espiritual del individuo y de su realización. Retoma la noción
filosófica aristotélica del ser humano como un animal político que
no está reducido a su función social, sino que se realiza por medio
de sus acciones. Éstas realizan tanto al individuo como a la comunidad de la que forma parte. La realización personal va a la par con la
realización de la comunidad de los sujetos pensantes y amantes. La
reconciliación entre la sociedad y la comunidad puede tener lugar en
la medida en que la ‘función’ del individuo es transformada en un
servicio a la comunidad, comprendido como un don de sí. Allí donde
el bien del individuo se reúne con el bien de la comunidad (e inversamente), la sociedad se transforma, como lo afirma Max Frisch, en
una comunidad. Una comunidad así no se realiza, sin embargo, con
el advenimiento de una sociedad sin clases, como lo propone Ernst
Bloch, ni por un progreso técnico, sino por una conversión personal y
fundamentalmente libre de los sujetos para vivir plenamente su ‘nota
personal’. Semejante perfeccionamiento de la comunidad gracias al
amor entre los sujetos es, sin embargo, imposible de alcanzar en el
marco de la temporalidad.
Frente a ella [la comunidad auténtica] se encuentra la imagen de una
comunidad realizada que no puede ser alcanzada por ninguna comunidad
terrestre –y no solamente de manera accidental, sino por principio– [...]
Toda comunidad terrestre está así impregnada de una imperfección
intrínseca y de una tensión por superarse.51
Edith Stein, “Individuum und Gemeinschaft”, p. 258: “Vor ihr steht das Bild einer
vollkommenen Gemeinschaft, das durch keine irdische Gemeinschaft erreicht werden kann
–und zwar nicht zufällig, sondern prinzipiell nicht– (...) Jeder irdischen Gemeinschaft haftet
somit eine innere Unvollkommenheit an und ein Streben über sich selbst hinaus.”
51
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Toda comunidad, incluyendo la que está formada por la pareja o
los amigos, tiene que superarse. En efecto, el amor humano no alcanza
una cima: los actos de amor y de amistad siempre son perfectibles.
La persona puede constantemente darse y amar más, y por ello puede
contribuir incansablemente a la perfección de su comunidad.
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LA ILÍADA DE SIMONE WEIL
LA ILÍADA
DE SIMONE WEIL*
Nicola Chiaromonte**
Simone Weil enfrenta el destino que
en la actualidad alcanza a casi todos los fenómenos y expresiones de
la mente humana. La aceptan aquellos que, por alguna u otra razón,
ya estaban preparados para aceptarla –y ellos le entonan loas–, mientras que otros la admiran a la distancia; se le quiere o se le rechaza
por completo; pero es muy poco lo que se le entiende y estudia. Sin
embargo, esta mujer que se empeñó completamente sola, sola hasta
el final, por redescubrir y vivir hasta sus consecuencias extremas una
realidad que hoy en día hemos perdido totalmente, la realidad del
absoluto espiritual, fue un ser humano extraordinario. Lo que ella se
merece por encima de todo es que se le tome en cuenta con seriedad. El
coraje inflexible de Simone Weil requiere que su obra sea considerada
con la misma intransigencia que inspiró su vida.
Sobre los volúmenes que han producido diversos estudiosos
católicos, tanto legos como sacerdotes, tiene una gran ventaja moral
y cultural la reunión póstuma de los ensayos, artículos, notas y fragmentos de Simone Weil que Albert Camus editó para Gallimard.1 Esta
colección ofrece los escritos –todos los manuscritos de Weil en manos
de su familia– como lo que son, sin ningún argumento moralista o
‘espiritual’. Es decir, se trata de la única edición de sus obras que
nos permite examinarla bien y respetuosamente. El quinto tomo, La
* Traducción de Antonio Saborit.
** Ensayista italiano, 1905-1972.
1
1953, París, Gallimard.
Estudios 77, verano 2006.
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NICOLA CHIAROMONTE
82
Source grecque, acaba de aparecer.2 Resulta particularmente relevante
porque reúne en un solo libro sus ensayos y escritos dispersos sobre
temas griegos. Simone Weil no sólo estaba inmersa por completo
en la cultura griega –Grecia y los griegos, los poetas y los filósofos,
fueron su aniquiladora pasión–, sino que fue su amor al helenismo el
que inspiró su fervor religioso y místico y al mismo tiempo le hizo
imposible aceptar el catolicismo, por cristiana y católica que ella
misma sostuviera ser.
Este volumen incluye una de las obras más bellas y más profundas
de Simone Weil, su ensayo sobre La Ilíada. “L’Iliade ou le poème de
la force” (“La Ilíada o el poema de la fuerza”) fue escrito en 1939-40
para la Nouvelle Revue Française, pero apareció, en cambio, bajo el
seudónimo de Emile Novis, en los Cahiers du Sud, en enero de 1941.
Entonces lo leí por primera vez. Yo estaba en calidad de refugiado
en Marsella, viviendo bajo la opresión de la victoria de Hitler sobre
Francia, ese acontecimiento nauseabundo y tremendo que en ese
momento se veía como si se pudiera tratar de la victoria definitiva de los
‘hombres sin rostro’ sobre las últimas esperanzas frágiles de Occidente.
No sabía quién era Emile Novis entonces. Con toda seguridad el autor
no era ni un académico ni un littérateur, sino alguien que había padecido espiritualmente y que por medio del intelecto se había purgado de la
sensación de derrota que desde los últimos cuatro años pendía sobre
Europa. Que esta persona quisiera y pudiera expresarse por medio de
una nueva lectura de La Ilíada era señal de que esas humane letters
seguían siendo capaces de provocar una reflexión poderosa. En 1945,
tuve algo que ver en conseguir que ese ensayo se publicara en Estados
Unidos –en politics, la revista que editaba Dwight Macdonald– y me
dio gusto ver cuán profundamente estremeció a lectores radicales en
Nueva York, gente que no estaba metida especialmente con la antigua
Grecia y que, según todas las apariencias, se interesaban exclusivamente en la controversia ideológica.
Existe en español: La fuente griega, 1990, México, Jus, prólogo de Fátima Fernández
Christlieb, 163 p. De hecho, las citas que hace Chiaromonte del ensayo de Simone Weil sobre
La Ilíada provienen de esta traducción.
2
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LA ILÍADA DE SIMONE WEIL
El verdadero héroe, el verdadero tema, el centro de La Ilíada es la
fuerza [...] Los que soñaron que la fuerza, gracias al progreso, pertenecía
ya al pasado, pudieron ver en este poema un documento; los que saben
discernir la fuerza, hoy como antes, en el centro de toda la historia humana, encuentran en él el más bello, el más puro de los espejos.
La fuerza es lo que hace de quienquiera que le esté sometido una
cosa. Cuando se ejerce hasta el fin, hace del hombre una cosa en el
sentido más literal, pues hace de él un cadáver.
[...]
La fuerza que mata es una forma sumaria, grosera, de la fuerza.
Mucho más variada en sus procedimientos y sorprendente en sus efectos
es la otra fuerza, la que no mata todavía [...] Del poder de transformar
un hombre en una cosa matándolo procede otro poder, mucho más prodigioso aún: el de hacer una cosa de un hombre que todavía vive. Vive,
tiene un alma, y sin embargo es una cosa. Ser muy extraño, una cosa
que tiene alma. ¿Quién podría decir cómo el alma en cada instante debe
torcerse y replegarse sobre sí misma para adaptarse a esta situación?
Este es el tema del ensayo sobre La Ilíada y cuesta trabajo no
encontrarlo absolutamente relevante para un mundo en el que todo
es una prueba de poderío y miedo de la fuerza que ‘no mata todavía’,
hoy más que en 1940. Los pasajes del poema que Simone Weil cita
son tan pertinentes, aparecen en un estilo tan sencillo y lo llevan a
uno a sopesar profundamente cada palabra, que el lector queda casi
convencido, conforme avanza en la lectura del ensayo, de que La
Ilíada es un terno sobre el tema de la fuerza, la desgracia y la muerte,
una especie de Bhagavad Gita. Al rato, desde luego, nos hace recordar a Helena, Ulises, la risa de los dioses y la sustancia y la variedad
del poema. Pero esto de ningún modo nos aleja de la importancia del
estudio que se nos propone.
El estudio de la fuerza es por necesidad el estudio del destino humano, de lo que es la fuerza en el mundo –en cada uno de los objetos y
en cada uno de los fenómenos de este mundo– que desafía los deseos,
la voluntad y la audacia del hombre. Las manifestaciones de la fuerza
en el mundo natural acaso parezcan misteriosas, incomprensibles o
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ciegas, sin embargo el hombre, al igual que el roseau pensant de Pascal,
es capaz de conservar intacto su orgullo. Sólo que cuando la fuerza se
manifiesta en el corazón mismo del hombre, entre un hombre y otro, en
la pasión, en la injusticia o en la guerra, entonces la fuerza se vuelve
una con el enigma del universo: el destino, ‘la mano de dios’, o la
Providencia. La fuerza parece negar la libertad humana en el momento
mismo en el que es la manifestación más estridente y recalcitrante de
esta misma libertad. Pues la fuerza no sólo transforma al derrotado
en una ‘cosa’. El triunfador, también, en su furia, se transforma en su
víctima o en su instrumento. Lo que cierto filósofo dijera sobre la naturaleza se puede decir también de la fuerza: “Únicamente la podemos
controlar obedeciéndola.” Sólo que el problema radica en que nadie
es capaz de decir a dónde puede conducir esta obediencia. Tratándose
de la naturaleza, es posible no exceder los límites de lo conocido; las
leyes de la fuerza son igualmente ciertas, pero son tan inescrutables como ciertas. Es asimismo cierto que todo acto lleva consigo todas
sus posibles consecuencias, de igual modo que es imposible conocer
cuáles son las consecuencias de ese acto antes de que se manifiesten.
Es una locura de parte del triunfador el llevar demasiado lejos su
triunfo, pero también es tonto de su parte el detenerse antes de haber
ganado. Él es el único juez del límite más allá del cual no puede pasar,
y una vez dicho y hecho todo, su decisión final depende de su idea
de la naturaleza de las cosas animadas como de las inanimadas, esto
es, de la naturaleza del universo. En otras palabras, aquello que haga
mostrará el tipo de universo con el que está jugando, el tipo de mundo
en el que él cree. A partir de esta visión del universo viene el sentido del
límite –en caso de que llegue–, un sentido al cual lo regula una ‘virtud’
de la cual no existe ciencia. A partir de esta visión, también, proviene
la distinción entre lo que es bueno y lo que es malo. Pero como en el
mito platónico de los hados, “cada cual es responsable de su propia
elección: la deidad nada tiene que ver”.
Si La Ilíada le pareció notablemente evocativo a Simone Weil
en 1939-40, fue porque, debido a que la mortificaba profundamente el
espectáculo de la fuerza triunfante contra todas las esperanzas de la
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LA ILÍADA DE SIMONE WEIL
civilización y de la razón, encontró en Homero algo que no encontramos en todos los poemas, novelas y en la moderna teoría filosófica.
Simone Weil encontró el mundo de la fuerza ‘contemplada’, un mundo
en el que la desgracia del héroe derrotado y la Némesis al servicio del
héroe victorioso se encuentran unidas como aspectos del mismo destino
sencillo e implacable; el mundo visto “sin ninguna ficción reconfortante, sin ningún prospecto de inmortalidad consolador, sin el insípido
halo de la gloria o del patriotismo”. Un destino ‘geométrico’. “Esta
sanción de un rigor geométrico, que automáticamente castiga el uso
de la fuerza, fue el objeto primero de meditación entre los griegos
[...] La noción se hizo familiar en todos los lugares donde penetró el
helenismo [...] Pero Occidente la ha perdido y ya ni siquiera tiene en
sus lenguas palabras para expresarla; las ideas de límite, de mesura, de
equilibrio, que deberían determinar la conducta de la vida, sólo tienen
un empleo servil en la técnica. No somos geómetras más que ante la
materia; los griegos fueron primero geómetras en el aprendizaje de
la virtud.” De ahí las líneas que cierran el ensayo: “Nada de lo que han
producido los pueblos de Europa vale lo que el primer poema conocido
que haya aparecido en uno de ellos. Reconquistarán quizás el genio
épico cuando sepan que no hay que creer nada al abrigo de la suerte,
no admirar jamás la fuerza, no odiar a los enemigos ni despreciar a
los desgraciados. Es dudoso que esto ocurra pronto.”
Lo relevante de los pasajes que acabo de citar no es la enésima
observación, correcta y sincera como es, de que los griegos tenían el
sentido de que la mesura era dictada al hombre por la naturaleza misma
de las cosas y que nosotros no tenemos ese sentido. Lo relevante es la
frase “No somos geómetras más que ante la materia.” Nuestras modernas mentes, por precisas y penetrantes que sean al lidiar con el mundo
físico, por expertas que sean en la manipulación de las fuerzas de la
naturaleza, parecen inermes ante el mundo humano, incapaces de medir,
de entender o de ‘contemplar’ a la fuerza cuando la fuerza aparece en
el hombre y entre los hombres.
Especular sobre esto es especular sobre la forma que los modernos le dan al universo. Es preguntar cuál es la base de su idea de lo
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posible y de lo imposible, en qué creen, y qué credo, si hubiera alguno,
tienen en común. Se trata de una pregunta existencial. E inevitable.
Pero cualquier intento por ofrecer una respuesta teórica deja intacta la
pregunta. La respuesta obvia es que el mundo moderno se aparece sin
forma ante los hombres, que asimismo es vaga la idea que el hombre
tiene del bien y del mal, y que no tienen un credo común, como lo
demuestra ampliamente su vida en colectividad. Desde luego que si
esta respuesta no fuera negativa, por principio de cuentas la pregunta
no aparecería.
Sin embargo, aparece, y Simone Weil estuvo perfectamente en
lo cierto en considerarla como la única pregunta relevante. Es una
pregunta que nos abarca y que nos concierne a todos; es una pregunta
‘común’ en la acepción profunda de la palabra, común a todos los
hombres; y cualquier respuesta que se pueda aplicar únicamente al
individuo, ya sea teórica o ascética –o una combinación de ambas,
como en el caso de Simone Weil–, no puede servir más que como
un ejemplo más o menos convincente. El hombre moderno no sabe
cómo contemplar o ‘geometrizar’ la fuerza. Sólo la puede lamentar o
volverla parte de una ideología, en otras palabras, tratar de poner la
fuerza al servicio de ‘buenos’ usos teóricamente. Para ‘geometrizar’
la fuerza, para contemplarla, el hombre moderno debería saber en
dónde, en este mundo, acaban lo humano y lo inteligible y en dónde
empieza lo divino. Debería contar con un sentido del límite sagrado:
una religión que no traicione lo que el hombre sabe sobre el mundo.
Más aún, esos mismos griegos tan queridos para Simone Weil nos
dicen que estos temas más valía ni tocarlos.
Decidida a descubrir los elementos de una ‘geometría de la virtud’,
costárale lo que le costara, Simone Weil se expuso a sí misma e inevitablemente alcanzó la soledad espiritual absoluta. Sólo que es difícil
estar solo sin perder la propia lucidez.
En las últimas páginas del ensayo sobre La Ilíada se alude por
primera vez al perfil de su cristianismo, con una discreción que esta
mujer desafiante habría de violar mucho más resueltamente. Se trataba de una forma extraña de cristianismo. Por un lado, ella cree que
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los Evangelios son la expresión final de la civilización griega y que
el mensaje cristiano ha sido traicionado hasta el punto que se alejó
del espíritu helenístico y se entregó a la influencia abominable del
judaísmo y de Roma. Por otro lado –en los ensayos ‘Zeus y Prometeo’ y ‘Dios en Platón’–, ella interpreta la tradición helénica según
un espiritualismo sin freno y lo ve como una prefiguración de la
cristiandad. De este modo, Prometeo se convierte ni más ni menos
que en el precursor de Cristo. Extraña forma de helenismo la que
conduce a traicionar a Grecia con el fin de no traicionar el aspecto
griego de la cristiandad. Pero en todo caso, para Simone Weil la verdad
humana del Evangelio la traicionaron incluso los primeros cristianos.
Ellos cometieron el sacrilegio de considerar como una bendición la
muerte de Cristo, cuando hasta el mismo Hombre-Dios no pudo sino
estremecerse ante su sufrimiento y su muerte. “El hombre que no está
protegido por la armadura de una mentira no puede sufrir la fuerza
sin ser alcanzado hasta el alma”, exclama indignada Simone Weil.
Hasta la fe que transfigura puede ser una mentira si pasa por alto la
más mínima porción de humanidad. Podemos estar de acuerdo. Pero,
¿qué tipo de cristiandad es ésta?
No es ni cristiandad ni helenismo. Es la herejía solitaria de Simone
Weil, la cual comienza en la ferviente angustia creada por el mal del
mundo y termina en una búsqueda incansable de pureza intelectual,
una búsqueda no de la vida sino de la desencarnación. Es algo parecido
al último sacramento de los cátaros, en el cual, una vez destruido el
cuerpo debido al hambre, el alma del hombre ‘puro’ se reunía con
el Espíritu Eterno.
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DIÁLOGO DE POETAS
DIÁLOGO DE POETAS
E
lsa Cross (México 1946). Poeta
mexicana, autora de numerosos libros de poesía y dos de ensayo. Ha
obtenido el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes y el Premio
Internacional de Poesía Jaime Sabines. Varios de sus libros han aparecido en otros países . Es también profesora de filosofía en la UNAM.
Una de las voces más personales de la poesía contemporánea
mexicana, Elsa Cross llamó la atención desde principios de los años
sesenta, tanto por su lenguaje como por sus temas. Rica en léxico a la
vez que en capacidad de síntesis, su lírica combina el poema breve con
el extenso canto celebratorio, el verso casi instantáneo con el dilatado
versículo de nostálgica atmósfera religiosa. De los poemas mitológicos
–un brillante ejemplo: Bacantes– a los trabajados retratos de paisajes
mexicanos, de la palabra como música esculpida en el tiempo –para
usar las palabras de Tarkowski– a ese paisaje interior que representa
bien el poema Las islas, del cual se publican algunos fragmentos.
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DIÁLOGO DE POETAS
LAS ISLAS
(FRAGMENTOS)*
Elsa Cross
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Toda la noche el canto de las lechuzas jugó entre
dos notas de viola. La luna se ha ido más pálida que
una nube.
Bajo el viento del este, el eucalipto danza –dócil
cabellera– flexible como una mujer posesa,
enajenado a lo que dictan las manos múltiples.
Las nubes huyen. El viento recorre las playas
difusas.
Arrasaría las palmeras heladas la tempestad, el
estallido distante o el piar discontinuo de los pájaros
tiritando en los techos.
Crece el viento en el mar y la mirada inventa su
propia cerrazón, su levedad insomne.
2
Han atracado lentamente las barcas. El frío se levanta donde husmean tímidos los gatos, entre las redes
apiladas.
* Del libro inédito Cuaderno de Amorgós.
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DIÁLOGO DE POETAS
Cruza el cielo una franja violeta y al cuerpo lo cruzan
las delgadas fibras de asombro y un viento que camina
por los pies.
Lejos, desembarcan los tambos tornasolados. Y
más lejos, en el sueño, mientras se intenta fijar sobre
cualquier punto la playa a la deriva,
caen perdiéndose las últimas imágenes. ¿Cuál playa?
¿A dónde encallaremos, como peces dormidos?
Todo este sol con su sabor, ya nuevo por antiguo, toda
la premura de nuestros pasos no bastan para beber
en los hombros del otoño que entra, la luz de la bahía,
la línea inabarcable de las islas.
3
Un violincito desafinado fue y vino para abrir la
tarde, mientras el viento agitaba los manteles.
El monte era visible en el lomo de un gato. Entre los
pasos de Stéphanos por la terraza
la quena se oía trayendo de golpe los Andes a las
faldas de Hágia Triáda–
Adentro, repisas con fotografías de los muertos,
prestancia desteñida entre los sepias,
velas eléctricas alumbrando entre flores los largos
mostachos, el sable y el fusil.
Los borregos bordean el farallón, y pintado de blanco,
brilla ahora en alto el refugio contra los invasores.
Ah, danza de luces filtradas entre la viña y las glicinas, los racimos de flores violetas ya secándose, las uvas
creciendo con el día.
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DOSSIER
PREMIO JUAN RULFO
A TOMÁS SEGOVIA
Tomás Segovia recibió en la pasada
Feria del libro de Guadalajara (noviembre, 2005) el prestigioso premio
Juan Rulfo. En su entrega se dieron varios elementos que hay que
destacar. Se premió a uno de los grandes escritores contemporáneos
en lengua castellana, se premió a un autor no ajeno pero sí al margen
de los círculos establecidos de la cultura. Sagaz polemista e inteligente
ensayista, extraordinario poeta y narrador, Segovia merece éste y
todos los premios que se le hayan dado o se le den. En la premiación
su discurso –que aquí se publica– mostró que ya que le daban la tribuna no quería decir sólo elementales formas de cortesía para salir del
paso, sino que escribió un penetrante texto sobre lo que significa ser
premiado. Otro heterodoxo, el divertido herudito (sí, con h, porque
tiene algo de heroísmo) y filólogo –todos estos calificativos parecen
una contradicción juntos– Antonio Alatorre hizo un apasionante retrato
del premiado, y el lingüista Luis Fernando Lara y el médico Haroldo
Díes, ambos amigos cercanos de Segovia, trazaron el itinerario de
eso precisamente: su amistad. La publicación de este dossier sirve
para rendir homenaje al autor de Cuaderno del nómada, Alegatorio
y Otro invierno.
Discurso de Guadalajara
Hace casi cuatro meses que supe que me habían dado el premio Juan
Rulfo, y todavía ahora, cada vez que pienso en ello, no puedo dejar
de sentir la misma sorpresa que sentí entonces. La sorpresa, por
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supuesto, no excluye la gratitud, más bien al contrario: un buen regalo
que no tenga algo de sorpresa parece que le falta algo, una ligereza,
una alegría. Pero quien recibe un regalo inesperado no puede dejar de
pensar, aunque sólo sea durante algunos segundos, que tal vez es un
error y que acaso el regalo no es sólo inesperado, sino también inmerecido. Supongo que nadie irá a pensar que estoy dándome baños de
modestia, o sea presumiendo de modesto, esa cosa tan groseramente
contradictoria. Mi sorpresa agradecida no tiene que ver con mis méritos
o falta de méritos. Buenos escritores, o sea escritores que cuentan con
cierto número de admiradores más o menos espontáneos, hay todos los
que ustedes puedan imaginar, y el que más y el que menos, muchos de
ellos merecen algún premio, si es que los premios han de existir y si es
que pueden merecerse. Por lo menos es claro que la mayoría de ellos
trabajan, se esfuerzan, estudian, luchan, sufren y hacen otras cosas
igualmente meritorias.
Repito: no se trata de méritos. Mi sorpresa no es que se dé un
premio a un escritor con los méritos que pueda tener o dejar de tener
yo, sino que ese escritor sea yo. Quiero decir: un escritor con mis
características, que no es lo mismo que mis méritos. O con algunas
de mis características, porque lo sorprendente no es que se me premie
a mí personalmente, sino a alguien como yo.
Yo no estoy tan seguro de que los escritores y artistas merezcamos
que se nos premie, se nos apoye, se nos ayude, se nos financie y se nos
privilegie de diferentes maneras. O en todo caso no más que a cualquier
otra clase de ciudadanos. Y menos aún de que las autoridades de los
diferente países tengan la obligación de fomentarnos y protegernos así,
cuando hay tantas cosas obviamente más importantes para los intereses
de esas autoridades o de esa sociedad que se supone que representan,
y que yo no veo que merezcan menos que nosotros ser promovidas y
alentadas. Pero si esos premios y estímulos han de existir de cualquier
manera y no están a fin de cuentas enteramente injustificados, seguramente comparten algunos rasgos generales o tendencias implícitas
que todos reconocemos más o menos inconscientemente o que damos
por descontados sin pensar en ellos. Cuando alguien es escogido para
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uno de esos ‘estímulos’, casi todo el mundo habla de ‘reconocimiento’
–merecido reconocimiento, suelen añadir. A mí no me convence esa
expresión. Ese uso del verbo reconocer hace pensar enseguida en
reconocer los propios errores, o más bien en conceder algún punto al
contrincante sin verdadera convicción, o ceder a los argumentos del
otro como quien pacta una tregua. Parece que reconocer a un escritor
es siempre reconocerlo a regañadientes, como si los que lo premian
–y la gente en general– hubieran estado mirando obstinadamente a
otro lado y por fin hubieran tenido que ‘reconocer’ a pesar suyo que
allí había un escritor. Los que nos felicitan por ese ‘merecido reconocimiento’ parece que nos dijeran: “Yo siempre estuve contigo; por
fin hemos ganado; por fin han tenido que reconocer que eres alguien;
ahora tendrán que tragarse sus palabras.”
Yo desde luego no me siento así. Creo más que nadie en el reconocimiento –anagnórisis en griego–, pero no en ese sentido. Creo
también que hay zonas, corrientes, actitudes que ocupan el centro y
otras las márgenes, y que sus relaciones son movibles, dinámicas,
en gran parte antagónicas y en muchos aspectos polémicas. Pero esa
manera francamente belicista de plantear la polémica no me parece
sensata. Ni todas las zonas centrales son excluyentes ni todas las zonas
marginales son marginadas. Precisamente en lo primero que pienso
cuando me sorprende que me premien es en que yo soy probablemente
un escritor marginal pero no marginado. En ese sentido, yo me he sentido siempre ‘reconocido’. Más de lo que hubiera podido esperar. No
reconocido masivamente, por supuesto, pero ¿quién ha dicho nunca
que el reconocimiento sea cosa cuantitativa? Un premio literario, por
ejemplo –y yo no he recibido muchos, pero en todo caso más de uno,
como ustedes tal vez saben–, un premio literario puede suponerse que
recoge el sentir de una mayoría de lectores, pero de hecho lo decide
un grupo muy reducido de personas, un jurado selecto que también
puede suponerse que no se pliega a las preferencias de los lectores,
sino que justamente quiere sugerirles o contagiarles innovaciones o
cambios en sus gustos y revelarles valores insospechados. Mi caso
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podría ser de ésos, puesto que mis libros nunca se han vendido ni
siquiera medianamente bien.
Pero ésa es la cosa, o como dijo Cantinflas, ahí está el detalle. Yo
siempre he publicado en editoriales marginales, y sin embargo mi
obra ha acabado por transminar en alguna que otra editorial central.
Lo cual a su vez me sorprende, ya pueden imaginárselo, porque ese
logro, o esa suerte, ese ‘reconocimiento’, no impide que tenga que
seguir recurriendo a editoriales marginales para dar a conocer mis
cosas. Y entonces no tengo más remedio que pensar que esta situación
peculiar, este estar en sitios a los que no pertenezco, este asomarme al
centro desde las márgenes, este pasearme por el centro sin perder mi
marginalidad y esta fidelidad a las márgenes sin aislarme de la centralidad es lo que puedo llamar mi destino. Yo, en efecto, nunca me he
aposentado en el centro de mi época, de mi cultura, de mi ideología.
Esta época mía, nuestra, eso que solemos llamar la modernidad, nace
con el triunfo de la desconfianza frente al pasado. La duda, ese hábito
occidental, que empieza en Europa, con Descartes, siendo metafísica
y trascendental, acaba aterrizando en la realidad y poniendo en duda
la religión, el origen divino del poder, la autoridad de la tradición y
de las creencias. Esa modernidad no tarda en afianzarse rechazando
todo pasado, del que no sólo desconfía sino del que además reniega.
Yo también, naturalmente, soy moderno: viviendo en la época en
que vivo, no puedo dejar de desconfiar de la religión, más virulenta hoy
que en tiempos de la Ilustración; del origen, divino o no, del poder;
de la autoridad tradicional. Pero esa ideología recibida, unida a las
circunstancias particulares de mi vida, a mí me llevó bastante pronto a
desconfiar no sólo del pasado, sino también del presente y del futuro.
Las grandes creencias de mi época, la exaltación de lo nuevo, la fe en
el progreso, en especial identificado con el progreso tecnológico, la
orgullosa convicción de que sólo ahora entendemos la realidad, la desacralización de la vida, manifestada cotidianamente en la banalización
del cuerpo, del sexo y del deseo, y sobre todo nuestras prohibiciones
explícitas o implícitas: la prohibición de pedir cuentas al conocimiento científico, a la idea establecida de democracia, al arte y a la
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poesía, todos esos presupuestos compartidos yo los miro con la misma
desconfianza que las creencias y prohibiciones de la Edad Media o
del Barroco. Eso también da un sentido diferente a mi desconfianza del
pasado. En lugar de mirar el pasado como el lastre del progreso, la
resistencia a la innovación, la ceguera o la cobardía que estrangula el
cambio (que siempre es adelanto y nunca retroceso), el peso muerto
del que hay que liberarse para entregarse al fervor de lo nuevo; en
lugar de eso, decía, el que desconfía de esa desconfianza misma toma
distancia frente al pasado no para condenarlo y rechazarlo sino para
tratar de entenderlo, porque el pasado, lo mismo que el presente, se
equivoca sobre sí mismo si no toma distancia.
En la literatura y el arte, por ejemplo, puesto que se supone que
ése es mi terreno, a mí me enseñaron, como a todos los modernos,
que es ridículo preguntar qué quiere decir un poema, un cuadro, una
escultura. Hay que cuidarse mucho de quedar como un pobre bobo
inculto y desinformado haciendo esa ingenua pregunta. A mí, desde
que empecé a escribir, siempre me pareció que era demasiado fácil
protegerse así del juicio del lector. Era yo muy joven cuando me rebelé
contra la famosa anécdota de las ostras. Un pintor moderno está enseñando sus cuadros a un buen burgués, zafio por supuesto, que le dice
que no entiende su pintura. El pintor le pregunta: “¿A usted le gustan
las ostras? –Sí, mucho. –¿Y las entiende?” No sé qué contestaría el
pobre burgués, pero sé qué contestaría yo: Precisamente por eso no
las enmarco y las cuelgo en mi sala o voy a contemplarlas al museo
–ni pago por ellas medio millón de dólares, cosa que también tiene
su importancia.
En cuanto a mí, siempre me esforcé por hacer una poesía interpretable, una poesía que tal vez algún lector encuentre difícil, porque no se
trata de que sea mejor lo fácil que lo difícil, ni tampoco de lo contrario,
pero una poesía que no sea impenetrable. Explicaré un poco en qué
sentido digo interpretable. Interpretar no es ni definir, ni traducir a un
lenguaje diferente, ni añadir significaciones arbitrarias, ni anexar lo
interpretado a una teoría preexistente o creada ad hoc. Interpretar es poner
en contexto. Un mensaje recibido se puede descifrar, en el sentido de
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descodificar, fuera de contexto, a condición de que dispongamos del
código. Pero no se puede interpretar fuera de contexto. Esa burla que
hacen los bien informados al pobre ingenuo que pregunta qué quiere
decir una obra de arte o de poesía es un verdadero chantaje intimidatorio, con el que se coloca al arte y la literatura a salvo de todo contacto
con la impura vida de los impuros mortales, más allá de todo contexto,
absoluta y sublimemente fuera de contexto.
Yo soy tan mal militante de la modernidad, que encuentro perfectamente legítimo que un lector me pregunte qué quiere decir un poema
mío. No es fácil contestar, por supuesto, y es mucho más cómodo
sentenciar que la poesía no se explica. Como las ostras. La respuesta
muchas veces es decepcionante, y eso parece justificar que se descarte
toda respuesta. Pero hay preguntas cuya respuesta es imperfecta o
incluso imposible, por lo menos en el sentido de que nunca puede
cerrarse y concluirse, y que son sin embargo preguntas legítimas.
Sería muy grave por ejemplo que nos ridiculizaran por preguntar por
el sentido de la vida, aunque es claro que nunca podremos acabar de
contestar. O que nos dijeran que es muestra de incultura pedirle cuentas
al gobierno, aunque bien sabemos que no nos las dará.
Pero yo soy todavía más díscolo en el redil de la modernidad.
Creo en el uso de la literatura y el arte. Para empezar, en el uso en el
sentido que tiene el término para los lingüistas. El uso en ese sentido
es muy exactamente la puesta en contexto, y para los lingüistas los
elementos de la lengua no tienen sentido mientras no estén puestos en
contexto. Y conste que el contexto no son sólo otros elementos lingüísticos, también es con-texto el mundo al que se confronta el texto
–contexto situacional lo llaman ellos. Y si el poema toma sentido en
el contexto del mundo real, es claro que al lector le sirve para iluminar
o siquiera confrontar ese mundo real. Ese uso de la poesía, que es su
verdadera interpretación, es el que practicamos por ejemplo cuando,
en el contexto de una emocionante bocanada que sale de algún viejo
portal, llamamos a eso, casi involuntariamente, ‘el santo olor de la
panadería’; o cuando, al recordar un palpitante episodio de nuestra
infancia, nos sorprendemos susurrando “Mi frente aún está roja del
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beso de la Reina”; o cuando, al acercarnos a los lugares inquietantes
de nuestros abuelos, escuchamos una voz casi ultramundana que nos
está contando “Vine a Comala porque me dijeron que aquí murió
mi padre.” Eso es poner en práctica la poesía, porque el uso es una
praxis, la implicación del sentido en el mundo real, el abrazarse del
pensamiento con ‘la rugosa realidad’, para decirlo con palabras de
Rimbaud, usando así un poema más.
Puede decirse pues que aunque yo tenga alguna presencia, alguna
nebulosa existencia en los lugares centrales de la nuestra modernidad,
no pertenezco a ellos porque no comparto sus fes más recalcitrantes. No
creo que el arte y la poesía sean un mundo aparte donde no se aplican
las exigencias, las búsquedas, las preguntas y los anhelos del resto
de la vida humana. Creo que los entendidos de este siglo y pico han
creado un sistema especulativo de segundo nivel, donde las obras de
poesía y arte valen no por su contenido, sino por su pertenencia a las
estructuras de ese segundo nivel, un sistema de escuelas, de ismos, de
corrientes, de modas, de competencia inventiva, y muy significativamente de galerías de arte, museos, casas de subasta y listas de precios.
Ese sistema, refinadamente constituido y perfectamente anclado en los
medios dirigentes, tiene su propia coherencia y sus propias reglas e
incluso leyes, y no es que a mí se me escape, lo entiendo perfectamente, incluso la especulación conceptual con que se justifica, pero yo, el
MOMA me perdone, sigo buscando un contenido en el arte y la poesía.
Me parece que en el arte abstracto, por ejemplo, lo verdaderamente
abstracto no es el cuadro, es el sistema especulativo sin el cual no se
justifica. O sea que no es que sea tan ridículo preguntar qué significa;
no es que el arte no se explique, todo lo contrario: es que la respuesta no
está en el cuadro, está en la teoría que lo explica, justamente, y sin la
cual no sería cuadro.
¿No es de esperarse que alguien que piensa así se sorprenda de
que le den premios? Todo parece indicar que he sido reconocido, o
más bien que estoy, que siempre he estado reconocido, pero ¿significa eso que es reconocida también mi postura ante mi tiempo y mi
medio? ¿Puedo decir que por lo menos algo hay de eso? En alguna
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época estuve tentado de llamar a mi postura ‘la otra modernidad’. Pero
no es eso. No se trata de pasar de una a otra modernidad como quien
pasa del PRI al PAN, de los republicanos a los demócratas, del Pumas
al América. Lo mismo puede decirse que hay una sola modernidad
o que hay todas las que uno quiera. Pero a una persona que piensa
como yo, sin duda hay que ponerla también en contexto. Tendría que
ser en el contexto de mi vida donde se expliquen, quiero decir se entiendan, mis maneras de pensar. Desde mi nacimiento, yo he estado
siempre dentro y fuera de los lugares, de los grupos, de las familias,
de las comunidades donde he vivido. La orfandad y el exilio son las
manifestaciones más fácilmente reconocibles de esa peculiaridad,
pero son sólo dos entre muchos otros ejemplos. Si he vivido tantos
desarraigos, ¿cómo no sentirme también más o menos desarraigado
del suelo del pensamiento compartido en el mundo y la época que
me tocó vivir? Hay otras posturas generales de mi tiempo con las que no
he podido nunca comulgar: la fe en las raíces, en las nacionalidades,
en la identidad, en la bondad sin sombras de las comunidades. Dudo
también muchísimo de los efectos benéficos automáticos de la sociedad
de mercado, de la ideología darwinista en política, de la necesidad de
fundar toda la actividad humana en la competitividad, como la llaman,
y de otros aspectos del consenso de nuestras figuras más destacadas,
pero sé que estas posturas en particular las comparto con mucha más
gente que mis actitudes frente a la modernidad en arte y literatura, o
frente a los valores intocables que acabo de mencionar.
Siempre he envidiado la sabiduría de las mujeres, que me parece,
si no originada, por lo menos históricamente alimentada por siglos de
marginalidad y discriminación. La mirada desde las márgenes ve cosas
que no son visibles desde el núcleo. Quien se mueve en el centro de su
sociedad no puede ver que el rey está desnudo. No me comparo con
las mujeres, pero yo también he conocido desde la infancia pequeñas
marginalidades y discriminaciones de la sociedades donde me ha
tocado vivir. Que en este siglo que empieza los arraigados van a tener
que contar muchísimo con los desarraigados es lo que acabamos de
comprobar no sin escalofrío en las barriadas de Francia y otros países
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europeos. Mi caso no es de ésos, desde luego. Lejos de ser apaleado
por la gendarmería, yo soy en todo caso un desarraigado premiado.
Cierto que tampoco me he entregado a la violencia y el caos, sino
que más bien he estado acumulando méritos, o eso dicen los amigos que
me felicitan ahora. Sería ridículo pensar que conmigo el Premio Juan
Rulfo premia todos los desarraigos, incluyendo el de los violentos
de los suburbios europeos. Pero si algún desarraigo, por largamente
meritorio y reconocido que haya sido, entra conmigo en este lugar
central, ¿no les parece comprensible que a mi gran gratitud se mezcle
alguna sorpresa?
Tomás Segovia
Señoras y señores:
Es un gran honor para mí... Estas seis palabritas habrán sido, seguramente, el comienzo de centenares de miles, millones quizá, de alocuciones y discursos, sinceros algunos, otros insinceros. En todo caso,
“Es un gran honor para mí” ha degenerado en fórmula retórica, frase de
cajón, cosa hueca. Y, sin embargo –¡lo que es la tenacidad de los lugares comunes, su enorme fuerza de inercia!–, debo confesar que fueron
esas seis palabritas las que me vinieron a la cabeza en el momento de
ponerme a escribir esto que estoy leyendo. Y es que, en verdad, así
es: me siento honrado, privilegiado, feliz por haber sido escogido para
hablar aquí y ahora de Tomás Segovia. Porque no fui escogido por
ningún comité organizador, sino por el propio Tomás Segovia. Me hizo
la invitación por teléfono, desde Madrid. Tal vez debí preguntarle por
qué me invitaba a mí y no a otro de los muchos amigos y lectores que
tiene, pero no lo hice, sino que acepté rápidamente, como temeroso
de que otro se me adelantara. Mientras le decía que sí, me bailaba en
la cabeza este pensamiento: ¡Qué oportunidad perfecta para decir en
público lo mucho que quiero y admiro a Tomás! Y, para explicar el qué
y el porqué del “gran honor”, necesito decir, aunque sea con medias
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palabras, quién es ese Tomás que quiso otorgármelo. Claro que al hablar de él no tengo más remedio que hablar también de mí, puesto que
el cariño y la admiración que quiero expresar son sentimientos míos.
Conocí a Tomás hace más de medio siglo, y desde la primera vez
que hablamos me dejó deslumbrado. Además, como él comenzó a escribir desde la adolescencia, muy pronto comencé a leerlo, con lo cual
fue mayor mi deslumbramiento. Siempre lo vi muy por encima de mí.
Por eso, en 1958, quedé tan sorprendido el día en que me invitó a ser
co-director, con él, de la Revista Mexicana de Literatura. A mi modo
de ver, yo estaba pisando un terreno árido y austero, el de la filología,
mientras que él pisaba el verde y florido de la poesía, el cuento y la
novela; el ser co-director de una revista literaria era muy ajeno a mis
quehaceres, me quedaba muy ancho, y así se lo dije a Tomás. Pero él
me contestó con unas palabras que se me quedaron hondamente grabadas: “Nada, nada. Tú eres de los nuestros, yo te conozco.” Así me lo
dijo; y puedo afirmar que estas palabras tuvieron la virtud de hacerme
más seguro de mí mismo. Si recuerdo el desdén con que cierto poeta
se refirió una vez a mi oficio de filólogo, puedo apreciar mucho mejor
la generosidad de Tomás, su amplitud de criterio. Por eso, a mi vez,
como miembro de la tribu filológica, puedo decirle: “Tomás, tú eres
de los nuestros”, cosa que él admitirá sin mover una pestaña. En efecto, cuando Tomás lee a los grandes de la lingüística moderna, como
Hjemslev o Chomsky, o cuando platica con lingüistas profesionales
como Klaus Heger o Luis Fernando Lara, se entiende con ellos a las
mil maravillas. Además, durante algunos años fue profesor-investigador del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios del Colegio de
México, ¡y hay que ver lo bien que cumplió como profesor y como
investigador! Sus clases aún se recuerdan, y su estudio sobre La vida
es sueño de Calderón y El villano en su rincón de Lope de Vega, obras
a las cuales añadió, sorprendentemente, El príncipe de Homburgo de
Heinrich von Kleist, cuajó en un libro impreso en 1985 con un título
que sugiere muy bien el contenido: Poética y profética. Es impresionante la manera como la exégesis cuasi-académica de pasajes de esas
tres obras alterna aquí con un continuo vuelo especulativo sobre la
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entraña del fenómeno literario o sobre la naturaleza del lenguaje. (Bien
visto, la filosofía del lenguaje no es sino una forma de filología: la
más depurada.)
Volviendo a la Revista Mexicana de Literatura, añadiré que los
dos tomamos la tarea muy en serio. Nos reuníamos en su casa con el
grupito algo cambiante de los colaboradores, revisábamos los originales que teníamos en las manos, organizábamos el número siguiente;
y el aire que allí se respiraba era de gozo y de entusiasmo. Recuerdo
especialmente la lectura de las colaboraciones destinadas a la sección
final de cada número, llamada “La pajarera”. Esas colaboraciones se
publicaban anónimas, situación conveniente y cómoda para soltar la
lengua y dar palos a escritores chirles o pedantes. Hay “pajareras” de
Tomás, las hay mías (hechas con gran regocijo de mi ánimo), y las
hay de otros colaboradores.
Yo dejé de ser co-director de la revista en 1960, porque salí de
México. El recuerdo que viene en seguida es de 1962. Estoy en la sala
de la Casa del Lago; se estrena una pieza teatral de Tomás, Zamora
bajo los astros. Yo la conozco ya, pues se ha impreso pocos años
antes; he leído además (por supuesto) los fragmentos que nos quedan
del viejo cantar épico del Cerco de Zamora, esos sobrecogedores
romances viejos que nos hablan de hombres y mujeres de hace mil
años, el rey don Sancho, doña Urraca, Vellido Dolfos y los demás.
Sé, pues, de qué manera ha estilizado Tomás una parte de la historia,
qué jugo le ha sacado. En una palabra, estoy prevenido. Pero lo que
estaba ocurriendo en la sala me cogió desprevenido. La pieza no fue
representada, sino dicha por un grupo de buenos actores dirigidos por
José Luis Ibáñez. En el silencio de la sala suenan unos versos tan bien
pronunciados, tan finamente modulados, que yo me hundo en su música,
y me pierdo, hasta que, de pronto, las lágrimas me hacen consciente
de lo emocionado que estoy.
Siguiente episodio: agosto de 1967. He asistido, en Bucarest, a uno
de esos congresos en que no creo y que me tienen harto, y de vuelta
me detengo en París, donde vive Tomás, solito él y su alma; es ahora un
des-terrado, un Juan sin Tierra. En cuanto nos ponemos a platicar
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veo cuánta falta le hace un interlocutor. Y en una de las noches, en
su diminuta buhardilla del barrio de St. Germain, me lee de cabo a
rabo, despacio, durante varias horas, un poema suyo recién terminado:
Anagnórisis. ¡Cómo pervive en mí el recuerdo de esa “noche transfigurada”! ¡Qué milagrosos chorros de poesía! Para mí, Anagnórisis está,
desde entonces, a la altura de Muerte sin fin. La voz poética de Tomás
Segovia es tan límpida y melodiosa como la de José Gorostiza.
Aquí me es fuerza intercalar algo. Siempre ha habido escritores
que escriben cosas para sí solos: un diario, o, si no, apuntes sueltos,
exámenes de conciencia, reflexiones, frases, reminiscencias, pensamientos, y llenan esas libretas que suelen descubrirse después de su
muerte, y que luego se publican y son un banquete para los lectores, y
contribuyen de un modo u otro a la comprensión de la obra. Tomás es
uno de esos escritores. Pero, cosa insólita, él ha decidido no esperar,
sino imprimir personalmente el contenido de las libretas; no se ha avergonzado de desnudar su corazón en público. Gracias a eso, casi treinta
años después de aquella noche de París, pude ver en los “cuadernos de
notas” de Tomás, publicados con el título de El tiempo en los brazos,
lo que fueron para él los años en que estuvo gestándose Anagnórisis.
Escribe en mayo de 64: “Puedo imaginar un suicida cobarde que se
dedicase a irse cerrando, poco a poco, sistemáticamente, todas las salidas, hasta el momento en que le resultaría absolutamente inevitable
suicidarse –y entonces no tendría que tomar ninguna decisión.” En
seguida, en párrafo aparte: “Mañana cumplo 37 años. Y me sospecho
que será uno de los días más horribles de mi vida.” Otro apunte, de
junio de 65: “Soledad, cruel y amadísima.” Otro, de 1966, 7 de abril:
“La soledad es mala compañía”, y luego, 16 del mismo abril: “La soledad es pésima compañía.” No es que hagan falta estas confidencias
para entender Anagnórisis; no es que den la clave del poema ni nada
de eso: todo está, y de manera mucho más punzante, en el poema mismo;
pero esas confidencias brotadas en días crueles arrojan una como luz
lateral y sesgada sobre el poema mismo, acentuando sus relieves;
o, dicho de otra manera, nos hacen ver la distancia que hay entre el
abismo existencial y el canto sublimado e intemporal que de allí ha
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salido. Anagnórisis, me dijo Jorge Guillén, el poeta de Cántico, un día
en que hablábamos de Tomás, “es un poema hecho para permanecer”,
o “hecho para quedarse”, no recuerdo exactamente sus palabras.
Tomás ha escrito poesía durante toda su vida. Ahora tiene 78 años,
y en la recopilación llamada simplemente Poesía, publicada por el
Fondo, pueden leerse poemas que compuso a los 17. La fuente ha
manado durante 52 años, y sigue manando. Uno de sus últimos libros
de poemas se llama, intencionada y atinadamente, Misma juventud.
Pero tengo la impresión de que fue Anagnórisis el libro que puso a
Tomás en el rumbo que los dioses le tenían señalado, el rumbo de él
y de nadie más que él, lo cual tiene su reflejo, su correlato más bien,
en la hechura de los versos. Esta hechura se inserta, desde luego, en la
tradición del verso español, la de Garcilaso y Góngora, la de Rubén
y Juan Ramón, de López Velarde y Gorostiza y Octavio Paz, pero
Tomás da un paso adelante. Dice: “Yo he ido elaborando, a partir de
esa tradición, una variante que es mi métrica propia.” Lo dice con toda
claridad y con toda seguridad: mi métrica propia.
En esta métrica suya, el ritmo del verso se ajusta al ritmo de la palabra hablada con tal naturalidad, que los signos de puntuación usados
en la palabra escrita salen sobrando. Casi ni se nota que no los hay. Tal
es la métrica que preponderantemente ha practicado Tomás a partir de
Anagnórisis: versos de 7, 9 y 11 sílabas, con muchos alejandrinos; sin
puntuación, sin rima, sin esquemas estróficos, o sea en silva, que quiere
decir ‘selva’, lo contrario del jardín de parterres geométricamente trazados; versos sueltos e irregulares, sí, pero siempre exquisitamente
escandidos, sujetos a su propia ley. Es la métrica de Terceto, de Cuadernos del nómada (donde la belleza de los poemas está como realzada,
misteriosamente, por la belleza material del libro), de Cantata a solas
(especie de prolongación de Anagnórisis), y de los libros de poemas
que dejo sin mencionar por no alargarme, hasta el último, Día tras día,
publicado en este año 2005. Pero hay excepciones. Por lo menos en dos
de esos libros pueden leerse poesías compuestas con todo el rigor del
arte versificatorio. Uno de ellos es Figura y secuencias, donde se contiene una espléndida serie de sonetos eróticos de hechura impecable,
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aunque, eso sí, extremadamente pecaminosos desde el punto de vista
de la moral burguesa. La otra excepción es Bisutería, delicioso librito
que no contiene sino versos ligeros, casi todos de rima consonante,
hechos al parecer de un tirón: juegos, bromas, felicitaciones de año
nuevo, de cumpleaños; en fin, sonrisas para los amigos. Quienes lean
esta Bisutería tendrán la grata sorpresa de ver que Tomás, el poeta
profundo de Anagnórisis y de Cantata a solas, es un bicho humano
muy social, muy ocurrente, muy risueño.
Añadiré, rápidamente, que Tomás sigue siendo poeta cuando escribe prosa. Y en prosa ha escrito no poco, comenzando con Primavera
muda, novelita de amores adolescentes, muy primaveral en efecto. En
años posteriores ha publicado varios libros de relatos o cuasi-relatos,
o más bien meta-relatos, que todo el tiempo le están picando la curiosidad al lector con sus repliegues y sus paradojas, y que se llaman
Trizadero, Personajes mirando una nube y Otro invierno, este último
de 1999. Y, sobre todo, gran número de ensayos. Ya mencioné su gran
Poética y profética. En 98 publicó un volumen intitulado precisamente
Ensayos, que reúne dos anteriores: Actitudes y Contra-corrientes (con
un guión enfático entre contra y corrientes). Después han venido más,
por ejemplo Alegatorio, donde la voz que nos habla es la de una especie de Antonio Machado que fuera contemporáneo nuestro y hubiera
leído lo muchísimo que Tomás ha leído.
Pero ya es hora de hablar del premio Juan Rulfo. (Al decir Juan
Rulfo no puedo menos de recordar que en 1959, cuando Tomás y yo
hacíamos la Revista Mexicana de Literatura, nos dio Rulfo un fragmento de su novela primeriza, El hijo del desconsuelo, escrita aquí
en Guadalajara hacia 1940, y de la cual no se conoce, que yo sepa,
sino ese pedacito.) Bien. El premio Juan Rulfo es cosa solemne. Y
solemne tenía que ser la ceremonia de entrega. Su marco es esta gran
Feria Internacional del Libro, famosa ya en el mundo, multitudinaria
muestra de la industria editorial de muchos países, amplísimo supermercado atestado de productos que le están diciendo al consumidor:
“¡Cómprame, cómprame, llévame contigo!”
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Pues bien, oigan ustedes. Tomás ha escrito y publicado una crítica
muy severa de la industria editorial, diciendo de ella que ha venido
a ser tan funesta para el escritor como para el lector. Dice que hay
escritores (y cada vez más) que ya “no escriben para la lectura, sino
para la edición, ni para el lector sino para el editor”; ocurre cada vez
más que el ‘productor’ (o sea el editor) “no produce para el adquiridor,
sino para el distribuidor”, de manera que, cada vez más, los lectores
“no leen lo que desean, como tampoco el comprador compra lo que
desea, sino lo que le adoctrinan que desee”. Y continúa: “Creo que es el
deber no sólo de un escritor, sino también de un amante de la lectura,
resistir a esa barbarie. Si un día la lectura se vuelve de veras y del
todo consumo de libros, si un día todo el deseo del hombre se confunde
con el deseo de consumo, habrá desaparecido lo que hace que valga
la pena vivir.” Así las cosas, añade, “lo mejor que el escritor por lo
menos puede hacer (subrayado: el por lo menos) es intentar restituir
el contacto entre el lector y el escritor mismo por debajo o al margen
de la gran industria editorial y de los ecos que ramifican su poder,
desde la política cultural hasta la crítica periodística, pasando por las
instituciones académicas”. Hasta aquí sus palabras.
Pero ¡qué utopía –se dirá–, qué ingenuidad, qué cosas tan ajenas a la
realidad, qué visión tan idealista! En efecto, Tomás es un idealista, pero
no es un bobalicón. Sabe lo que dice. Es un idealista porque tiene ideas.
Sobre todo, no se limita a exclamar: “¡Ah, qué bonito sería prescindir
de intermediarios y restablecer el contacto directo del escritor con el
lector!”; ni se limita a sugerir que los escritores lo intenten. Expresa su
idea en el acto mismo de hacerla realidad; lanza la teoría y a la vez la
convierte en práctica. He aquí lo que se lee en el colofón de El tiempo
en los brazos: “Este libro, enteramente diseñado, tipografiado, impreso
y encuadernado a mano por el autor, se empezó a imprimir en su casa
de Madrid en septiembre de 1995.” Repito: “enteramente diseñado,
tipografiado, impreso y encuadernado a mano por el autor”. Y, en vez
del Laus Deo de otros tiempos, lo que se lee al final del colofón es
esto: “Alabada sea la artesanía.” Son varios los libros que Tomás ha
hecho así, solo, “por debajo o al margen de la industrial editorial”. (El
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colofón de la segunda parte de El tiempo en los brazos dice lo mismo,
pero aquí, en vez de “en su casa de Madrid”, se lee: “en casa de su hija
Inés, en México, en agosto de 2001”.)
Son una maravilla estas ediciones artesanales. Lo malo es que
su tirada es minúscula: apenas una veintena de ejemplares. Para una
tirada de siquiera 100 ejemplares, y no digamos de 1,000 o de 3,000,
Tomás necesitaría ayudantes, artesanos como él, y esto nos retrollevaría
a los tiempos de Gutenberg; estaríamos asistiendo al nacimiento de
una industria. Por otra parte, la Gran Industria Editorial podría aparecérsele a Tomás en figura de una giganta imponente y furibunda,
diciéndole. “¡Ingrato! ¡Miserable! Dime, ¿a quién sino a mí debes tu
fama? ¿Quién sino yo ha congregado esa muchedumbre de lectores
que tienes?” No será ocioso explicar que en esta gran industria entran
el Fondo de Cultura Económica, El Colegio de México, Siglo XXI,
Premiá, Joaquín Mortiz y otras editoriales de la ciudad de México, así
como de Guanajuato, Jalapa y San Luis Potosí, y también de Madrid
y de Valencia. Todas ellas le han publicado libros a Tomás. Su bibliografía, para hablar en jerga editorial, consta de unos 50 títulos, y lo que
sucede es que casi todos están agotados. Me gustaría saber cuántos de
ellos se le ofrecen al lector en esta magna Feria del Libro.
En realidad, creo yo, la hazaña artesanal de Tomás es más bien
un juego. Un juego significativo, muy simbólico, pero un juego. Ha
hecho a mano esos libros por el gusto de hacerlos. Para mí, el rasgo
más sobresaliente de su carácter, lo que sobresale en su estructura
mental y moral, es el entusiasmo, las ganas que le mete a todo cuanto
hace; las ganas que ha metido en la Revista Mexicana de Literatura,
en Plural y en Vuelta, en sus innumerables actividades académicas,
en la dirección de la Casa del Lago, en la creación del Seminario de
Traductores del Colegio de México, en su trabazón con la literatura
de todo el mundo hispanohablante durante más de cinco decenios
y, finalmente, en sus traducciones, que también son escritura, y que
suman no sé cuántos miles de páginas impresas. La bondad de una
traducción hecha por Tomás Segovia está siempre garantizada. Pero,
más que las versiones de poetas (de Cesare Pavese, por ejemplo),
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donde se diría que Tomás, por estar en su elemento, no ha tenido que
sudar, habría que fijarse en las traducciones heroicas, no elegidas por
él, sino forzadas, porque no sólo de aire vive el poeta. Fuera de serie
están dos grandes hazañas: la traducción de los endiabladísimos Escritos de Jacques Lacan, y la muy reciente de las obras completas de
Gérard de Nerval. Y rápidamente, antes de decir etcétera, menciono
otros gustos de Tomás: le gusta la música, y se enseñó él solo a tocar
la flauta dulce; le gusta tener un lugar de refugio, alejado del ruido
mundanal, y con sus propias manos, sin más ayuda que la de un albañil,
se hizo en Tepoztlán una casita en toda forma (¡hasta con alberca!);
le gusta dibujar, y sus dibujos no desmerecen mucho junto a los de
Ramón Gaya o Elvira Gascón; le gusta jugar en verso, y reúne estos
juegos en su chispeante Bisutería.
Por encima de todo, o abarcándolo todo, está, desde luego, la actividad creadora de Tomás Segovia, su lucha constante con el Ángel,
o, como él dice, la inacabable “búsqueda del origen y de una pureza
original”, a lo cual añade: “En eso sigo buscando. Tal vez he encontrado
algunas cosas, pero sigo buscando.” Su propósito declarado es éste:
“Buscar exclusivamente y sin el menor desmayo la alegría y la luz.”
Antonio Alatorre
Siempre me ha causado inquietud la expresión ‘ser amigo de
alguien’, ya sea cuando alguien me lo pregunta o cuando yo mismo la
uso. Y es que ‘ser amigo de alguien’ es una afirmación que compromete
tanto a quien lo dice como a aquel considerado amigo suyo. Uno no
debiera poderla utilizar sin permiso previo del amigo así implicado,
pues la amistad es un valor, una significación –para decirlo ya a la
manera de Tomás Segovia– que requiere del acuerdo de los dos, del
mutuo reconocimiento; no es una condición estable y establecida a
partir de cierto momento, para siempre. Me atrevo a hablar de mi
amistad con Tomás Segovia, con la esperanza de su venia; asumiendo
nervioso el riesgo que implica esta afirmación, pero con la emoción
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que me causa este raro momento en que lo que hemos vivido a lo largo
de 35 años se ve conminado a ser dicho.
Hace mucho que pienso que Tomás es el más exigente de mis
amigos. Tomás es como una llama permanentemente ardiente, que
nos demanda abrasarnos con él, entregarnos sin subterfugios ni prevenciones a un decurso intelectual que, a la vez que seduce, exige.
Seguirlo por todas las vueltas que suele dar cuando medita una idea,
que puede llevarle meses y hasta años; responderle no sólo con la
atención, sino con el esfuerzo de poner uno mismo algo en ese camino,
recompensarlo, cumplirle –como diríamos en el lenguaje de nuestra
tradición popular.
Pero, diría quizá Antonio Alatorre, ¡qué recompensa recibimos
de él! Tomás nos seduce con su poesía y su pensamiento, nos pide
entregarnos a su amistad, pero también se entrega en ella.
He de decir que mi amistad con él no es como la de Antonio Alatorre –de la que él habló ayer tan certera, honrada y sentidamente–, ni
como la de tantos amigos suyos, de su generación, de su adolescencia
o de su primera madurez. Para mí, Tomás comenzó siendo, y sigue
siéndolo, mi maître à penser. Comenzó a principios de la década de los
setenta, cuando volví de Alemania a El Colegio de México, después
de haberme zambullido en la lingüística estructural. En un seminario dedicado a la discusión del estructuralismo y posteriormente, en
muchos de los ‘seminarios de su ronco pecho’, que Tomás conducía
libremente, sin ataduras ni formalismos académicos y, por supuesto,
sin calificaciones ni certificados, en el Centro de Estudios Lingüísticos
y Literarios, fui penetrando en su pensamiento sobre el lenguaje, que
puedo calificar, sin lugar a dudas, de una filosofìa del lenguaje. Una
filosofía del lenguaje nacida de su experiencia poética y de su conocimiento práctico, vivido, de las lenguas: del español, por supuesto,
pero también del francés y del inglés.
A Tomás, sin olvidar a Klaus Heger, mi maestro alemán, le debo
aprender a pensar. Mi propio trabajo con el lenguaje se ha nutrido de
su pensamiento y de su manera de pensar. Pero además admiro en él su
coherencia ética e intelectual, la libertad radical con que concibe el
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mundo y ofrece ideas acerca de él: de la literatura, de la lingüística,
de la filosofía, del arte, de la política. Un pensamiento que subvierte,
pero no un pensamiento anárquico; suficiente y deslumbrantemente
lúcido como para no ser simplemente anarquista.
A Tomás le debo no sólo las actividades de la Casa del Lago, cuando
era yo un estudiante de preparatoria que comenzaba a interesarse por la
vida intelectual de México, sino los autores que me llevó a leer y que
hoy forman parte del propio humus de mis pensamientos: Bachelard,
Monod, Atlan, Grangier, Castoriadis, Levy Strauss, Sperber, Clastres,
Ricoeur, Frances Yeats, y tantos más que van apareciendo en muchas
tardes de conversación en Tepoztlán, en México, en Ria o en Madrid.
Como ven, me he apartado del tema central de estos homenajes,
que es el Tomás poeta. No soy yo quien podrá resaltar de la mejor
manera el camino que lleva de Anagnórisis al Ceremonial del moroso,
o de ese trayecto vital que va del Cuaderno del nómada a la cesura de
Salir con vida, hasta alcanzar un verdadero estado de gracia en Día
tras día. En cambio, quisiera destacar al Tomás ensayista. Me tocó
presenciar la elaboración de Poética y profética, su gran ensayo acerca
del lenguaje, del simbolismo y del sentido, muy poco comprendido
en su día, incluso cuidadosamente eludido por la academia literaria
mexicana y ciertamente ignorado por el pensamiento lingüístico internacional (esto último no es de extrañar, en una lingüística que se ha
venido alejando cada vez más, precisamente, del sentido).
Poética y profética, como recientemente Recobrar el sentido,
concentra sus meditaciones sobre el lenguaje, pero sobre todo sobre
la significación, es decir, sobre la actividad humana de dar sentido
a las cosas y a las experiencias. Escrito el primero en el contexto del
formalismo al que dio lugar la lingüística estructural y abrasado tan
alegre como trivialmente por muchos estudios literarios, es una lección
sobre el signo, el símbolo y el mito. Escrito el segundo en años más
recientes, penetra en dos de sus meditaciones más constantes: la del
deseo y la de la crítica del Estado como representación de la sociedad.
Si Poética y profética debiera seguir siendo un libro de cabecera para
estudiosos de la literatura y para lingüistas; un libro para volver a él
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periódicamente y volverse a bañar en las aguas de un pensamiento
libre y original que toca lo más profundo de la filosofía del lenguaje,
Recobrar el sentido invita, diría yo que con perentoriedad, a pensar
el deseo en esta época en que la sexualidad humana se ha instrumentalizado y, paradójicamente, la moral social se ha vuelto más roma.
El segundo conjunto de ensayos en este libro, dedicado a ‘La palabra
inobediente’, son aportaciones profundas al pensamiento acerca del
Estado, la representación y la democracia.
Ayer destacaron su amor a la artesanía. No es una mera circunstancia del poeta y el pensador, sino que la artesanía, entendida como oficio,
es parte central de su vida. El Tomás de la vida práctica es un artesano,
un constructor. Recuerdo un día en que me dijo que se siente satisfecho
de una jornada de trabajo cuando al final del día se ha acumulado en
su escritorio un buen rimero de páginas escritas; de poesía, de ensayo
o de traducción; cuando esas páginas semejan las hiladas de ladrillos
que pone un albañil para ganarse el jornal. Ha sido el constructor de
su casa en Tepoztlán (sus amigos bromeamos, diciendo que la hizo
por entero con su navajita suiza), aunque una vez se le cayó un balcón;
el que compró una casa campesina en el Rosellón –con los bastiones
de los cátaros y los Pirineos españoles en el horizonte– y proyectó
durante meses una gran escalera de caracol para ella; el que planeó
una quilla retráctil para un velero; el que puso una gran bolsa de agua
en el techo de una camioneta que le servía de casa en sus viajes por
el sur de Francia, y se le fue de bruces a la primera enfrenada. Es ese
Tomás que todas las mañanas, en su casa de la huerta de Murcia salía
a echar a andar su planta eléctrica y la bomba de agua de la acequia
para poderse bañar, pues vivía a finales del siglo XX en las condiciones humildes de finales del XIX. Es ese Tomás de vida austera, casi de
cartujo, con la que defiende su libertad. Ese es mi amigo, que no deja
de ser mi maestro. Creo que puedo decir, como el poeta anónimo de
Tenochtitlán, “¡Oh amigo mío, acaso de verdad, amigo mío!”.
Luis Fernando Lara
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Carta abierta a Tomas Segovia
Introducción
No aspiro a ser ‘políticamente correcto’, pero me agrada que esta mesa
redonda de Amigos de Tomás Segovia esté moderada por una mujer.
Tomás se enamoró por primera vez cuando tenía 12 años y vivía en
Casablanca. A partir de entonces y hasta la fecha siempre ha vivido
hechizado por la mujer. Hace poco le oí decir que se llamaba Tomás
Segovia de los Reyes y, con coquetería, agregó... y de las reinas.
Gracias, pues, a Cecilia García Huidobro, que ha venido desde Chile
para estar con nosotros.
Tomás amigo, amigos todos:
Tomás ha dicho que “la amistad es un vínculo que nos hace sentir en
familia y nos permite compartir con alegría el aire que pasa”.
Al iniciar mi participación en esta mesa quiero, en primer lugar,
evocar a Ramón Gaya, amigo ejemplar, y en su figura rendir un homenaje silencioso a todos aquellos que fueron y ya no están. Tomás
conoció a Gaya en 1947 “cuando el mundo se había salvado y la vida
maltrecha renacía”. El encuentro ocurrió en el estudio que la también
pintora Soledad Martínez tenía en la azotea de un edificio cercano al
Paseo de la Reforma. En aquellos tiempos la Ciudad de México era
realmente la región más transparente del aire. Tomás ha dicho que Gaya
“no sólo le enseñó un poco de pintura sino muchas otras cosas” y es
que durante varios años salieron juntos cada mañana “en busca de un
sendero arriesgado, pero central, el sendero impecable de la vida”.
Ramón y Tomás, Tomás y Ramón, espíritus afines que en forma
paralela fueron construyendo una obra única y excepcional por su
esencialidad y su verdad, y la fueron consolidando a lo largo de los
años siempre a contracorriente, al margen de la cultura oficial y de
las modas, ajenos al bullicio ensordecedor de nuestro tiempo.
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Ramón pintó un retrato a Tomás joven en 1949, que hoy se encuentra en el Museo Gaya de Murcia, y dibujó varias viñetas para
las portadas de algunos libros escritos o traducidos por Tomás. La
primera fue en 1954 para la primera edición de Primavera muda publicada por la editorial Los presentes, que fundó y dirigía Juan José
Arreola. La última para la edición española de Día tras día impresa
por Pre-textos el 8 de octubre de 2005, apenas una semana antes del
fallecimiento de Gaya.
¿Cuántos de ustedes saben que Tomás aprendió a pintar y dibujar
‘chapucerías’, como él las llama, al lado de Ramón Gaya? He visto dos
buenos bodegones al óleo en casa de su hija Inés. Un goauche pintado
en Sorede, Francia, es la ilustración de portada que acompaña la recopilación de su poesía hecha por el FCE en 1998. Algunas viñetas de
Tomás se encuentran en la primera edición de Luz de aquí publicada
por el FCE en 1958 y reeditada de manera facsimilar en noviembre
de 2005, y en la antología poética En los ojos del día de Galaxia
Gutenberg, que se publicó en España en 2003. En el Taller del poeta
editó tres sonetos votivos con tres xilografías suyas en 1998 y dos
poemas tropicales con dos grabados también suyos en 1999.
Lo que Tomás ya no quiere expresar en público (perdón por mi
indiscreción) son sus opiniones sobre arte moderno. En la intimidad
me ha confesado que Manet es una especie de Goya adaptado para
señoras francesas, que los cuadros de Mondrian son visualmente muy
parecidos a los sarapes de Oaxaca y que Miró sólo sabía diseñar cajas
para chocolates. Estas opiniones, que parecen ocurrencias ingeniosas, son en realidad reflexiones serias sobre la representación y el
significado en la obra de arte, y sobre el vacío y el sin sentido que él
encuentra en el arte contemporáneo. En unos de sus cuadernos aparece
una anotación de 1964 que dice: “en la obra de arte la significación
alcanza el ser”. Sus ideas sobre arte concuerdan, en gran medida,
con las de Giorgio Agamben, otro amigo de Gaya, que en su libro El
hombre sin contenido expresa que “mientras el nihilismo gobierne
secretamente el curso de la historia de Occidente, el arte no saldrá
de su interminable crepúsculo”.
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Tomás es un gran conversador. Cuando lo escucho pienso en
Scherezada reencarnada y el rey Schahariar, que somos sus amigos.
Estoy seguro que todos los aquí reunidos están de acuerdo conmigo.
Tomás, parodiando a Miguel Hernández, se burla de sí mismo y dice
que cuando está con sus amigos es ‘el rollo que no cesa’.
Suele ser memorioso y memorable al mismo tiempo. Tomás habla
en un poema de la ‘sensatez santa’ de Ramón Gaya. Al hacerlo nos
habla también de la ‘sensatez santa’ de Tomás Segovia. En un capítulo de Tristes trópicos, Claude Lévi-Strauss relata cómo después de
muchos años de trabajo y de estudios se halló “a solas frente a algunas
convicciones rústicas que no difieren mucho de las que tenía a los 15
años”. Esta sensatez y esta coherencia las ha tenido Tomás desde que
empezó a escribir a los 16 años. Tomás es, en efecto, la personificación de la sensatez. Sensatez significa sentido y para él ‘recobrar el
sentido’ es una forma de ‘volver a la propia conciencia’. A Tomás no
le interesa provocar adhesiones o rechazos. Lo que quiere es suscitar
revisiones y dudas, reflexiones y polémicas. Quizá lo que más le gusta
es, armado con la espada del sentido común, romper el cascarón del
lugar común. A Tomás no le agradan las ideas fijas, las doctrinas, los
dogmas, las convicciones formalistas, las manipulaciones, las mentiras,
los engaños. Por ello detesta a los políticos como Bush y asociados.
No escribe para hacer poemas o ensayos; escribe para entender el
mundo. Una vez me dijo que ‘poesía que no sirve para vivir no es
poesía’. A Tomás sólo le interesa rescatar el deseo entendido como
motor fundamental de la vida. El deseo, cuando es auténtico, le da
sentido y valor al tiempo humano. Para él, ‘un hombre sin deseo es
un hombre literal o metafóricamente muerto’.
Tomás ha conversado conmigo en sus casas de Madrid y México
( La de Madrid exhibe en el recibidor una tabla pirograbada que dice
Mesón del Segoviano y recuerdo que en la Cava Baja del antiguo
Madrid estuvo desde el siglo XVII la famosa Posada de San Pedro,
que después se llamó Mesón del Segoviano. En esta mesón se dió en
el año 1927 un banquete en homenaje a Grandmontagne en el que
hablaron, entre otros, Azorín y Antonio Machado). Tomás también
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ha charlado conmigo en el Paseo del Río, donde se gestó el Ceremonial del moroso; en el café Comercial de la glorieta de Bilbao y en el
café Moheli de Coyoacán. Siempre que se interroga está buscando
la verdad. Y cuando nos ofrece su palabra errante e inobediente, nos
está ayudando a encontrar nuestra propia verdad.
Creo que este es un buen momento para contar como se inició la
carrera literaria de Tomás. El mismo lo ha relatado: su profesor de
literatura en el primer año de bachillerato de la Academia HispanoMexicana le solicitó al grupo una pequeña redacción. Después de
leer la de Tomás, exclamó: ‘¡chicos, tenemos un escritor!’ Esto fue
suficiente para que Tomás abandonara el futbol y se pusiera a leer
como un descosido cuanta poesía caía en sus manos.
Otra anécdota de aquella época es la siguiente: el director de su
escuela anunció a los alumnos que se había abierto un concurso escolar
panamericano sobre el tema de la invención de la imprenta. Tomás
escribió un texto breve, enlazando una historia real de palomas que
caían en el patio de su casa con la invención de la imprenta. El director
le desaconsejó concursar con aquel escrito tan lírico y tan poco documentado; pero Tomás decidió resistir a la censura y enviar su trabajo.
No ganó el primer premio, pero sí el único que cayó en México.
Tomás se ha descrito a sí mismo “como un poeta particularmente
artesanal y como un ‘editor’ particularmente artesanal”. Sabe que editar
poesía es una actividad bella y ejemplar, una forma de resistencia ante
la ideología dominante y el neoliberalismo globalizado, en resumen,
una forma de humanizar el mundo. Es importante decir estas cosas
en una feria del libro como ésta porque hay que luchar contra la idea
del libro como mercancía desechable. Con ayuda de la mercadotecnia
es posible crear una demanda de libros que nada tiene que ver con el
deseo de la lectura. Tomás quiere que “el escritor no sea un simple
proveedor y que el lector no sea un simple consumidor”. Con esta idea
en mente Tomás ha editado en el Taller del poeta tres cuadernos de
notas escritas entre 1956 y 1998 con el título general de El tiempo en
los brazos; una reimpresión de Cantata a solas, Lapso y Orden del
día; y otra de Bisutería.
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El origen de los cuadernos de notas se halla en una extraña costumbre adolescente, que él ya narró en alguna parte. Varias veces se le
ocurrió vaciar sobre algún banco de algún parque o sobre alguna mesa
fortuita el contenido de sus bolsillos y apuntar en algún trocito de papel
más o menos sucio y arrugado, y debidamente fechado, el ‘inventario
de sus bolsillos’. Estos cuadernos no son en sentido estricto un diario
íntimo, sino un ‘almario’, es decir, testimonios autobiográficos que
revelan claramente que escribir para Tomás siempre ha sido una forma
de reflexionar sobre su existencia.
Todos estos libritos “fueron enteramente diseñados, tipografiados,
impresos y encuadernados a mano por el autor en su casa de Madrid
o de México entre 1995 y 2001”. Algunos son sólo tiradas de 20
ejemplares, que Tomás repartía entre sus amigos. El colofón siempre
termina con la frase ‘alabada sea la artesanía’.
En la página legal aparece esta leyenda: “Este libro no se cobra,
como no se cobra una palabra dicha a alguien o a todos. Puede citarse,
copiarse, usarse y prestarse libremente siempre que no se cobre a su
vez por ello, sin más limitación que el respeto a la dignidad del autor,
de su nombre, de su personalidad y de sus ideas. Derechos reivindicados. Copyright libre.”
Otro aspecto poco conocido de Tomás es su afición y dedicación a
la música. Supongo que la descubrió poco tiempo después de llegar
a México, escuchando las estaciones de radio XELA y XEN, que en
aquella época sólo transmitían música clásica. A los 15 años él y su
hermana Marta tuvieron un violín. Haciendo trabajos de encuadernación y mecanografía lograron costearse tres o cuatro clases básicas con
un abogado español que por necesidad las impartía. Poco después una
amistad de su tío Jacinto dejó en su casa un piano y Tomás, de manera
autodidacta, aprendió a tocar el primer cuaderno del Microcosmos de
Bela Bartok.
Durante su adolescencia, que él describe como “prodigiosamente
solitaria, soñadora y vagabunda”, le gustaba ir a la entonces lejana
plaza de Chimalistac en el sur de la Ciudad de México e imaginar que
iba a ser compositor. Su Opus 1 se iba a llamar precisamente Sonata
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a Chimalistac. Desistió cuando se dio cuenta de que los primeros
acordes que sonaban en su cabeza de esa obra en ciernes pertenecían
a Tchaikovski.
Ya siendo director de la Casa del Lago de la UNAM conoció a un
joven músico recién llegado de Alemania, que le animó a tocar la flauta
dulce. Aquel joven músico era Eduardo Mata y la primera pieza que
aprendió a tocar, también de manera autodidacta, fue una sonata para
flauta y bajo continuo de Handel.
En 1962 viajó a Uruguay y allí retomó durante algún tiempo sus
clases de violín. Cuatro meses más tarde pudo tocar con su maestro
el movimiento largo ma non tropo del concierto en re menor para dos
violines y orquesta de J. S. Bach. No se si Pancho, que entonces era
un niño, se acuerde de aquellos alardes de virtuosismo de su padre.
En la actualidad Tomás sigue tocando la flauta dulce casi todos los
días (siempre viaja con ella). No dejan de sorprenderme todas estas
hazañas en el único mexicano que yo conozco que al tener que revalidar el bachillerato a título de suficiencia fue reprobado simultáneamente
en solfeo y gimnasia. También me llama la atención que, siendo tan
importante la música en la vida cotidiana de Tomás, existan pocas
referencias musicales en su obra. Apenas tres poemas: Musiquilla, La
música y Oyendo música; y dos textos breves (Cumpleaños musical
y Regalo de un disco) en el libro Bisutería.
En una carta dirigida a Juan García Ponce desde París el 27 de
septiembre de 1965 Tomás decía, entre otras cosas, que el poeta “es
el albañil que alza las casas en la orilla”. Hablemos pues de Tomás
Segovia albañil.
Hace muchos años diseñó y construyó con ayuda de un peón una
casa en Tepoztlán, Morelos, que incluía piscina y que hoy habita su
hijo Rafa. Más tarde realizó modificaciones mayores a una casa del
siglo XVIII en Ria, en la región del Rosellón. Posteriormente rehabilitó
con sus manos una casa rural en la Huerta de Arriba, entre Blanca y
Abarán, en Cieza, Murcia. En fecha reciente hizo la maqueta para otra
casa que piensa construir en el pinar de Marugán, provincia de Segovia.
Allí quiere recorrer los caminos vecinales en una bicicleta de motor
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llamada Velosolex, que es semejante a la que utilizaba cuando vivía
en la Cataluña francesa. Y todo esto lo logra siempre con ‘curiosidad
y preguntando’.... “porque el poeta, gracias a sus artes, al fin hace su
casa en todas partes”.
Hace poco tiempo me regaló un DVD que contiene su primera obra
como videoasta: una visión poética sobre los amaneceres en Madrid,
que él presencia cada mañana mientras camina. Estoy seguro que esta
nueva actividad nos brindará muchas sorpresas, como las que nos
depara su interés por la Ciencia.
Tomás, debo terminar. Creo que toda tu obra, que funde Romanticismo y Renacimiento, es un rostro maravilloso e inclasificable del
destino humano. He querido ser fiel a tus ideas y quizá, he abusado
demasiado del copyright libre. Hermano, más que amigo, espero que
no me dejes de hablar por ello. Muchas gracias.
Haroldo Díes Angulo
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EL PAN DE PANAMÁ
EL PAN DE PANAMÁ
Ana María Jaramillo*
L
a conocí en casa de unos amigos,
en una fiesta de esas que se recuerdan nebulosas por el alcohol, el
calor político, las discusiones filosóficas y las ganas de ligar pronto.
Ella estaba en un rincón, vestida de blanco, el cabello negro y una
mirada escurridiza como queriendo pasar inadvertida sin conseguirlo.
Era hermosa, nada convencional, pero hermosa. Movía un vaso con
un trago de whisky directo, lo contemplaba distraída, sin expresión de
gusto ni de rechazo. Mojaba lentamente sus labios y de vez en cuando
distribuía sobre ellos su sabor con la lengua.
Los hombres solos fueron haciendo un corrillo en la otra esquina del
salón y lanzaban miradas furtivas sobre la misteriosa mujer. Sus voces
bajaron; curioso me uní a ellos. Se llamaba Juana Morales, venía de un
país sudamericano, era soltera, tenía dos hijos de padre desconocido,
murmuraban juguetones mis amigos. Yo no podía dejar de mirarla, en
esta vida, y en otra cualquiera, a mis treinta y tantos años o a mis sesenta,
ella siempre llamaría mi atención. Su físico y su manera de estar en el
mundo siempre, insisto, me atraerían.
No sé cómo fui elegido para hablarle, entre todos decidieron que era
el de mayores posibilidades de sobrevivir a un acercamiento. Yo sólo
pensaba en cómo abordarla. De una cosa pasé a la otra y cuando me di
cuenta ya estaba frente a ella. Tartamudo le pregunté: ¿En qué piensas cuando saboreas un whisky puro? Ni te lo imaginas, me respondió.
Con esas simples palabras inició el último día del resto de mi vida.
* Escritora.
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ANA MARÍA JARAMILLO
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Recordar aquel momento es lo único cierto que tengo para justificar lo que nos pasó después. Saber de antemano que cada vez que la
encontrara me gustaría, ayuda a explicar por qué nunca pude dejarla,
hasta que ella me dejó para siempre.
Fue amor a primera vista, tal vez esto suene muy convencional,
sin embargo, fue lo que ocurrió. Especular hoy sobre lo que me gustó
de ella o qué fue lo que ella vio en mí, sería mentir. Nos gustamos,
nos fuimos juntos de la fiesta, hicimos el amor, y ya no nos separamos
hasta que ocurrió la tragedia. Creo que me quiso a su manera. ¿Cuál
era su manera? La de ella. Cuando desprevenidamente nos unimos a
alguien, no se piensa en el futuro, se deja fluir el presente, el hoy habla,
uno se siente vivo, respiramos, es magnífico. La pasión se impone,
los cuerpos hablan, el sol entra por las ventanas y nosotros retozamos
como dos orates, sin pasado ni futuro, felices. Comimos pan caliente
en la cama. A partir de ese día muchas veces comimos pan caliente, a
ella le encantaba, así como le encantaba suspirar y perderse en quién
sabe qué pensamientos. Mi Juana Morales fue mía.
Nuestro compromiso fue total, estábamos entregados el uno al
otro. En ese momento la única condición que ella puso me pareció
irrelevante y me vino de maravilla: sin preguntas sobre el pasado, sin
celos retrospectivos. Acepté pensando que era una excelente idea dada
la larga lista de aventuras recientes que circulaban por el entorno y
sobre las que yo prefería no dar explicaciones: esposas de amigos,
secretarias, compañeras de viaje, encuentros casuales en algún bar; en
cambio ella llegaba con dos hijos y ningún hombre a la vista sobre el
cual dar explicaciones. Qué situación más cómoda para mí, pero una
mujer sin pasado es igual que un cheque en blanco con fondos ilimitados: al principio emociona, luego incomoda y por último enloquece.
Y eso fue exactamente lo que me pasó.
Con el tiempo la curiosidad fue penetrando en nuestra relación,
aunque de manera diferente. Ella obtuvo informes de forma oblicua.
Porque Juana sí mantuvo imperturbable el compromiso: jamás hizo
una pregunta sobre mi pasado, no hacía falta, le bastaba mirar a una
mujer en una fiesta o en una cena para comprender la clase de relación
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que nos había unido, lo cual era suficiente para apartarse y evitar todo
contacto. Era arisca, reservada y suspiraba con nostalgia cuando algo
parecía desagradarle de la relación. En cambio yo, acelerado, creía
que ella evocaba momentos felices con otros hombres, algún amor
imposible, una relación frustrada por la situación política de su país,
por sus hijos. Quizá recordaba al padre de los niños. La ausencia de
preguntas, prohibidas por aquel absurdo convenio, hacía que me tornara violento: entonces la acusaba de cosas increíbles o descabelladas
como, por ejemplo, de haber ejercido la prostitución o de ser una
secuestradora o una prófuga de un penal asiático. Esto se debía a que
no tenía ninguna información sobre su pasado, aunque poco a poco me
dejó conocer sus habilidades: ella era capaz de falsificar casi cualquier
documento, sabía abrir cerraduras con ganzúas. En una ocasión fuimos al rancho de un amigo y descubrí que las armas de fuego le eran
muy afines. Con una destreza digna de más amplias reflexiones, en un
viaje a Nueva York se dedicó a recorrer joyerías. Pedía ver diamantes
y esmeraldas, distinguía sus cortes y calculaba su valor, mientras que
yo atónito y temeroso, recibía una clase de cómo robarlos, si de pronto
era mi capricho. ¡Qué maestra!
Volví con los nervios destrozados de aquel viaje. Aunque decía
llamarse Juana Morales, de origen paraguayo y, según su pasaporte,
su última escala, antes de llegar a México, fue Panamá, yo no le creía
nada. Panamá era una gran incógnita en la vida de Juana y en la vida
de cualquier persona. Cuando le preguntaba qué había hecho allí,
ponía cara de boba, suspiraba profundo y buscaba algo de comer en el
refrigerador. Yo amaba a Juana Morales, aunque le temía. Al principio
de nuestra relación imaginaba que si le era infiel podía cortarme mis
partes nobles o hasta matarme y hacer algún ritual perverso con mi
cadáver. Con rabia y recelo pensaba que ella nunca rezaba, a lo mejor
pertenecía a alguna secta satánica.
El resentimiento y los celos fueron creciendo al mismo ritmo
que mi amor, mis nervios se fueron adaptando de tal forma que pronto
me arriesgué a desafiar mi propio miedo, a ofender al objeto de mi
amor, y le fui infiel con mi asistente. No lo viví como una experiencia
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grata, pero me dio un aire de libertad. Ya no dependía de Juana, de
sus caricias, de sus cuidados, de sus silencios. Era reconfortante darle
una lección.
Al poco tiempo de conocerme se había instalado en mi casa, trajo
a sus dos hijos –nunca supe de dónde–, que en aquel entonces tenían
dos y cinco años, limpió y arregló con eficiencia el espacio. Pronto
consiguió empleo en una compañía de seguros, valuaba joyas y piezas
de arte, era la mejor, la adoraban en su trabajo. No sé de dónde consiguió referencias para su empleo, a lo mejor me usó a mí sin que lo
supiera. Era una maldita. ¿Era una maldita?
Vivió en México y conmigo como si siempre le hubiésemos pertenecido. Casi de inmediato fue una próspera ejecutiva, se desempeñó
como una excelente madre y ama de casa, fue una magnífica esposa,
una amante sorprendente. Pero yo la amaba y le temía. No tengo más
que adjetivos para demostrar mi admiración hacia ella. Sabía cocinar,
dirigir, administrar, entender a las personas y nunca juzgaba a nadie,
ni siquiera a mí. Se divertía mucho con los niños, sus risas llenaban
todos los espacios.
Estaba seguro: algún día me iba a abandonar. Era hermosa y sabía
demasiado. Llegaría el momento en que un hombre malo regresaría de
su pasado reclamando esos dos niños, que ya tenían siete y diez años.
Crecieron seguros a nuestro lado, los amé como si fueran míos, al
punto que nunca deseé tener hijos propios. Abandoné a mis amigos y
a mi propia familia. No volví a jugar dominó ni a mis clases de tenis
que tanto me gustaban. Mi vida social se arruinó por completo. Yo
era feliz con ellos. Ella no intimaba con nadie. Estaba dedicada por
completo a nosotros.
Cinco años de dicha y de infierno. De celos y de incertidumbre. De
silencios y deducciones desesperadas. Eran esos suspiros y ensueños
los que me hacían dudar de ella. ¿En qué pensaba cuando tenía esas
extrañas regresiones? Seguro evocaba los momentos felices con algún
amante panadero, porque después de esos éxtasis desaparecía por
unas horas e invariablemente regresaba con una bolsa de pan recién
horneado, que generosa ofrecía como si se tratara del mejor manjar.
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Era pan de sal, porque ella no se perdía en las ofertas del maravilloso
pan dulce mexicano. No, ella invariablemente compraba pan salado.
Yo llegué a odiar el pan caliente. ¡Qué equivocado estaba! ¡Que Dios
me perdone!
En aquel entonces estaba seguro de que mi amada tenía una mente
criminal. No, no sólo una mente criminal, estaba convencido que ella
misma era una criminal. Mi apreciación se debía a que Juana, con el
mayor desparpajo, descifraba un delito por complicado que pareciera, se interesaba en la nota roja, divertida criticaba a las autoridades
por su incompetencia y falta de olfato, apostaba sobre la forma como
había sido operado cualquier robo, secuestro o asesinato, especulaba
sobre sus móviles, sobre las armas empleadas, la ruta de escape, la
ayuda interna –si es que la había habido– y todo tipo de detalles que
como arquitecto jamás me interesaron. Pero desde que vivía con ella
mi percepción de la realidad había cambiado. Aprendí que existía un
submundo que nos observaba, que delinquía, que conspiraba, que acechaba, que ya formaba parte de nosotros, porque en más de una ocasión
seguí a Juana, revisé su correo, escuché sus conversaciones, aunque
debo aclarar que sin ningún éxito. Jamás pude probar una conducta
impropia en Juana, pero eso no la exime de culpa. El submundo y yo
formábamos parte de su juego, cualquiera que éste fuera.
No se podía confiar en Juana, porque a ella le encantaba que se
fugaran los presos de las cárceles, decía que para eso eran las cárceles,
para fugarse, y los bancos estaban para ser asaltados, el seguro pagaba,
ella lo sabía perfectamente, a eso se dedicaba, a trabajar en una aseguradora. Lo decía frente a los niños y yo explotaba. Era una antisocial. En
esos momentos no podía soportarla, se convertía en un pésimo ejemplo para cualquiera. Alguna vez fue una prófuga y una asalta bancos.
Llegó a celebrar que explotaran las torres gemelas y estaba esperando
ver caer el Big Ben. Pero yo la amaba. Uno siempre podía contar con
ella. Era dulce, dedicada, me cuidaba cuando me sentía enfermo y me
perdonaba todas las ofensas con decirle: “¿Me perdonas? Me ganó
el mal humor, me sobrepasé.” Y ella respondía: “Sí claro, ya lo olvidé.” Y en serio, lo olvidaba. Un día le dije que me había gastado
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todo su dinero, ella me preguntó serena por qué lo había hecho, y yo,
retándola, respondí: “estaba enojado por tus silencios y tus suspiros
evocadores. Quiero respuestas”. “Mientras sólo se trate de dinero está
bien, no importa, conseguiré más”, me respondió. Y así fue, trabajó
más. Era una reina.
Yo amaba a sus hijos como si fueran míos y no puedo vivir sin
ellos. Qué castigo más grande me impuso Juana. Nunca calculé que
mis acciones nos llevarían a esta tragedia. Cuando rencoroso y lleno
de inseguridad la acosaba, veía cómo ella rehuía la confrontación,
animado la agredía más. Dejaba a un lado el temor que le tenía y llegué
incluso a intentar ahorcarla. Me gritó que se iba a vengar. Me reí. Ese
día me emborraché, volví a casa muy valiente después de ponerle el
cuerno con una de las dibujantes de mi despacho. Envilecido por tantas
malas acciones me atreví a acusarla de ser una delincuente. Con voz
cansada me respondió que al día siguiente tenía un viaje de negocios
a Guadalajara, que ya había dispuesto todo en la casa. Se fue con un
adiós frío en los labios.
Regresó una semana después. En ese tiempo robaron en Guadalajara el Museo de Arte Virreinal, que además exhibía en préstamo una
corona de oro y esmeraldas de la Virgen de Quito. Un robo magistral
dado el cerco de seguridad. La ciudad estaba de luto, las piezas eran
invaluables. Creían que el robo era por encargo, que había actuado una
banda internacional y que el botín ya no se encontraba en el país.
Una mujer dirigía la banda, según testigos de los hechos. Enloquecí.
Ella negó todo, se dijo inocente, para mi tranquilidad tuvo a bien
explicarme con pelos y señales cómo, según ella, se realizó el robo,
los errores que cometieron y por qué ella no pudo haberlo hecho; era
el colmo del descaro. Ignoré sus argumentos, como un débil mental
me dediqué a hacerle la vida imposible: borré sus archivos de la
computadora, desaparecí su ropa favorita, cambiaba sus medicinas de
frascos, la contradecía en público, la citaba en cruceros muy concurridos
de la ciudad y la dejaba plantada, le seguí siendo infiel pero ahora se
lo dejaba saber, le rompí todos sus cds de Frank Sinatra –su cantante
favorito–, me gasté nuestro dinero en cosas inútiles y le dije que no
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la amaba. Juana reaccionó con serenidad. Me informó que me iba a
abandonar. Sólo partiría con los niños y unas pocas maletas, incluso
me dejaría el dinero que había quedado en las cuentas bancarias y la
casa que compramos entre los dos. Yo volví a enloquecer. La amenacé
con entregarla a la policía, con quitarle a sus hijos, con deportarla al
país de donde diablos dijo provenir. Juré aplicarle todo el peso de la
ley. Al fin vi el odio en sus ojos. Tuve miedo. Un miedo profundo.
Un miedo que ya no se me quitó. “Lástima Pedro Rodríguez, mírame
bien, porque es la última vez que lo vas a hacer”, me dijo dándose la
vuelta. Se dirigió al baño de la habitación, del que ya no salió.
Fui un tonto. Mientras esperaba que abriera la puerta del baño,
ella se había escapado por una pequeña ventana que ventilaba la ducha.
Trepó al techo como una culebra silenciosa y volvió a entrar a la casa
recuperando a los niños. Mientras le rogaba que me perdonara ante
la puerta del baño, ellos huían antes de que yo reaccionara. La prófuga
me dejó en la puerta de la casa una breve nota, a manera de despedida,
y en respuesta a esa incansable pregunta que le hice por cinco años
cuando suspiraba, se embelesaba y parecía perderse en pensamientos,
recuerdos y evocaciones. La maldita nota, en aquel momento, no me
dijo nada.
Cuando yo, celoso, le exigía una reacción, ella salía a la calle y
regresaba cargada de pan recién horneado. Siempre he preferido las
tortillas, pero ella dice, o decía, no sé qué pensar en estos momentos,
que las tortillas son unas mata-pasiones, porque un hombre que come
con las manos y huele a cal con chile y maíz chicho mata cualquier
instinto sexual. Me hacía lavar las manos y la boca muy bien antes de
cualquier aproximación; en cambio yo no tenía nada en contra de su
pan fresco. La vida es injusta y discriminatoria, las sureñas son algo
especiales con el maíz. No sé si ella era sudamericana o de dónde era,
lo único cierto es que le gustaba el pan, y ahora que reflexiono sobre
esto, por la lacónica nota que me dejó, me siento ridículo y ya no le
encuentro el gusto a las tortillas.
Jamás imaginé el desenlace trágico de nuestra relación. Conservé una remota esperanza de encontrarlos, por eso viajé a Panamá.
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ANA MARÍA JARAMILLO
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Extrañaba, y aún extraño, la risa y los alborotos de los niños, me hace
falta la presencia de Juana, no puedo vivir sin esa antisocial a mi lado.
No sé por qué no cargó conmigo también. Quería este castigo para mí.
Por mi tontería, por mi incomprensión, por mi mente pequeñoburguesa.
El viaje a Panamá fue un desastre. Una foto de Juana con los niños
fue mi carta de presentación. Con ella en la mano recorrí cada rincón
de ese país. Visité hoteles, pensiones de mala muerte, prostíbulos,
bares, joyerías, centros comerciales, bancos. Siendo arquitecto y a pesar
de tener un interés profesional ignoré la zona del Canal. Fui a Colón,
conduje hasta la frontera con Costa Rica. Desesperado indagué en
cada una de las panaderías para descubrir que el pan de Panamá es
blancuzco, delgado, que tiene una capa harinosa por encima, que todo
el tiempo sacan pan fresco –tal vez para que no se humedezca con el
clima o porque a la gente le gusta así, ¿quién sabe?–, que allí el pan
es muy aromático y según los entendidos sabe delicioso. Pero eso a
mí me tenía sin cuidado, para que me prestaran atención esos alzados
panameños tenía que comprar algo, entonces salía con mi bolsa de pan,
a fuerza lo olía, y de vez en cuando lo probaba, e invariablemente
pensaba en Juana y en los niños, mis niños...
¿Por qué, Juana? ¿Por qué algo tan insoportable? ¿Por qué no
me llevaron con ustedes? ¿Cómo pude haberme equivocado tanto?
¿Quién eras en realidad, Juana? ¿Por qué perdiste el impulso vital?,
¿te cansaste? O no lo perdiste y volviste a empezar en otra parte sin
mí... Cuando me llamó la policía me quedé paralizado, creí que se
trataba de una broma, repasaba en mi mente la información y pedía al
tiempo que se regresara, que me regresara a mí mismo para no pronunciar las palabras malditas: No, Juana, te amo, no te voy a denunciar,
jamás podría hacerlo, no te explotes con los niños, no vueles todo, no
desaparezcas del mapa mi oficina ni los niños ni a ti, por favor Juana,
perdóname, era una broma...
Una breve nota de despedida a guisa de explicación, el simple
recuerdo de toda una pesadilla. Esa nota era la terrible evocación para
un hombre insensible y celoso como yo, que convirtió en motivo de
persecución los suspiros de su mujer.
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EL PAN DE PANAMÁ
A mi regreso de ese viaje infernal me sumí en una fuerte depresión.
La policía no pudo confirmar la muerte de Juana ni la de los niños. El
equipo forense no logró determinar si había restos humanos entre los
escombros del edificio. Tal era el grado de destrucción, el caos. Días
después pude confirmar que Juana no había participado en el robo de
Guadalajara.
Intenté borrar su recuerdo con una vacuna apropiada: entré a una
panadería del barrio, su favorita, –aunque debo aclarar, ninguna la
satisfacía–, tuve una revelación: ningún pan en el mundo huele igual
al de Panamá... A eso se referían los extravíos de Juana, sus suspiros,
sus embelesos. Debo acompañarla. Fui un canalla. Al fin comprendí
la clave de su última nota, a veces uno necesita anclarse a algo, a un
leve olor, por eso su mensaje póstumo, y el mío: El pan de Panamá.
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NOTAS
NOTAS
EL HUMANISMO DE
CLAUDE LÉVI-STRAUSS
Sofía Reding*
H
ace poco, Claude Lévi-Strauss
recibió el XVII Premio Internacional
que otorga la Generalitat de Catalunya.1 Del antropólogo francés, nacido
en Bruselas en 1908, se dice que “se
trata del último gran pensador vivo
en la tradición francesa de codificar
lo que pasa en el mundo, y además
un pensador que se ha negado a separar Naturaleza y Cultura”.2 Cuando
ingresó a la Academia Francesa,
* Antropóloga, División de Humanidades y Ciencias Sociales, ITESM-Ciudad
de México.
1
El País, entrevista a Claude LéviStrauss por Octavi Martí, 7 de mayo del
2005.
2
Xavier Rubert de Ventós, hablando
en nombre del Jurado que escogió a LéviStrauss entre las 257 candidaturas. Fuente
electrónica: http://actualidad.wanadoo.es/
carticulos/78234.html [En línea] Disponible.
17 de mayo de 2005.
en 1973, Lévi-Strauss se convirtió en
el primer etnólogo en hacerlo. Sus
aportes a la teoría antropológica
son muchos y están centrados en la
apuesta por la unidad de nuestra especie. Para él, la antropología es una
ciencia; aunque su discurso es otra
cosa, además de ser una ciencia.3
Es este privilegio de la antropología, el de ser ciencia y discurso
humanista, lo que parece indicarnos
la obra de Lévi-Strauss: al inaugurar
el diálogo con El pensamiento salvaje, encamina nuestra propia cultura
hacia un nuevo pensamiento que es,
sin duda, más tolerante. En cada una
de las sociedades se ha condensado
todo el sentido y la dignidad de
Véase Claude Lévi-Strauss, El hombre
desnudo, 1991, México, Siglo XXI, p. 138.
Primera edición en francés: 1971.
3
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NOTAS
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que es susceptible la vida humana.4
Por ejemplo, en vez de considerar
algunas costumbres aparentemente
absurdas o chocantes, se establece que éstas constituyen un orden
normativo comparable al nuestro.
En todos los casos, el pensamiento humano se aplica a descifrar el
universo, lo que permite superar la
antinomia entre mentalidad moderna
(lógica) y salvaje (pre-lógica). Por
eso afirma que: “El pensamiento salvaje es lógico, en el mismo sentido y
de la misma manera que el nuestro,
pero como lo es solamente el nuestro
cuando se aplica al conocimiento de
un universo al cual reconoce simultáneamente propiedades físicas y
propiedades semánticas. Una vez
disipado este error de interpretación,
sigue siendo verdad que, en contra
de la opinión de Lévy-Bruhl, este
pensamiento avanza por las vías del
entendimiento, y no de la afectividad; con ayuda de distinciones y de
oposiciones, y no por confusión y
participación.”5
En una magistral exposición
convocada por la UNESCO (1952),
el antropólogo disertó sobre Raza e
Historia.6 En dicha ocasión, señaClaude Lévi-Strauss, El pensamiento
salvaje, 1964, México, FCE, p. 360. Primera
edición en francés: 1962.
5
Ibid., p. 388.
6
Claude Lévi-Strauss, Antropología
Estructural. Mito, sociedad, humanidades,
4
laba la importancia de lograr una
cultura planetaria, pero sin sacrificar
las particularidades de los grupos
humanos y sin forzarlos a renunciar a su sentido de grupo cerrado:
“las flores frágiles de la diferencia
tienen necesidad de penumbra para
subsistir”.7 Uno acaba preguntándose, como Lévi-Strauss, si en todo
caso “las sociedades humanas no
se definirán, teniendo presentes sus
relaciones mutuas, por determinado
óptimo de diversidad, más allá del
cual no podrían ir, pero por debajo
del cual tampoco podrían descender
sin peligro”.8 En opinión suya, no
puede haber una civilización mundial única, pues la realización de
aquel proyecto vendría a contradecir
al espíritu humano: “la civilización
implica la coexistencia de culturas
que exhiben entre ellas el máximo
de diversidad; consiste inclusive en
esta coexistencia”.9
Esta última afirmación podría
llevarnos a pensar en el relativismo
cultural, aunque sus principios no
serán los mismos que los del estructuralismo. Cuando se adopta una
1984, México, Siglo XXI, p. 310. En adelante
Antropología Estructural II. Primera edición
en francés: 1973.
7
Ibid., p. 241. En el pensamiento
amazónico, las flores son una alegoría de
la creación.
8
Ibid., p. 307.
9
Ibid., p. 336.
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NOTAS
postura relativista en el estudio de las
culturas y las instituciones sociales,
se consigue llegar a una serie de
bases epistemológicas que permiten
analizar y evaluar las diferencias
entre los diversos modos de vida, sin
someterlos a criterios monoculturales. Esto fue un gran alivio frente a
los planteamientos de corte evolucionista, pues sus explicaciones habían
desembocado en la confección de
secuencias en cuya cima se ubicaba
el mundo occidental. Al defender
la enorme gama de posibilidades
que tienen los grupos humanos para
civilizarse, el relativismo cultural
de Franz Boas, permitió una postura
mucho más flexible en relación a las
distintas modalidades que adquieren
los procesos de humanización. 10
Boas se desprendió también de todo
determinismo geográfico y cultural,
pero no logró explicar la manera en
que factores causales semejantes, que
de hecho existen, generen distintas
realidades. De hecho, Boas afirmó
que el mundo occidental es superior,
y aplaudió la sociedad norteamericana como la mejor, debido a su
sentido de multiculturalidad y por el
desarrollo de un mayor respeto por
la vida y el dolor humanos, que Boas
consideraba resultado del aumento
Franz Boas, Cuestiones fundamentales de Antropología Cultural, 1964, Buenos
Aires, Solar/Hachette.
10
del conocimiento.11 El relativismo, al
servir de apoyo al Estado norteamericano y al maquillar con tolerancia su
desprecio a lo diverso, hizo exclamar
a Lévi-Strauss que se trataba, ni más
ni menos, que de: “una tentativa de
suprimir la diversidad de las culturas
sin dejar de fingir que se la reconoce
plenamente”.12
La antropología de Lévi-Strauss
intenta encontrar las estructuras
primarias que permiten no tanto
entender los significados, sino las
estructuras que gobiernan los significados. La meta que pretende alcanzar
el antropólogo que estudia a los llamados pueblos primitivos, es obtener
datos susceptibles de ser comparados
a fin de encontrar correspondencias y
oposiciones.13 Tras su estancia en el
Ibid., p. 209. Incluso señala que:
“Toda vez que la base del pensamiento humano reside en llevar a la conciencia las categorías en que se clasifica nuestra experiencia,
la diferencia principal entre los procesos
mentales de los primitivos y los nuestros
reside en el hecho de que nosotros hemos
logrado desarrollar mediante el raciocinio,
partiendo de las categorías imperfectas y
automáticamente formadas, un sistema mejor
del campo total del conocimiento, paso que
los primitivos no han dado.” Ibid., p. 222.
12
Claude Lévi-Strauss, Antropología
Estructural II, p. 310.
13
Claude Lévi-Strauss apunta la universalidad del código binario, es decir, la
alternativa elemental de una respuesta de
sí o de no que igual se observa en la lengua
que en los tripletes de nucleótidos (tiamina,
11
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NOTAS
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Matto Grosso y en la Amazonía brasileña (1935-39), Lévi–Strauss sugirió
que las sociedades no–occidentales
se distinguen por tener un criterio de
autenticidad que sólo es posible si
hay relaciones personales intensas.
Esto parece imposible más allá de
cierto umbral demográfico, cuando
la realidad social de los emisores y
de los receptores desaparece detrás de
la complejidad de los códigos. La
diferencia entre la antropología y las
demás ciencias sociales tiene que ver
con dos modalidades de existencia
social: el objeto de la antropología
se construye con base en un criterio de tamaño (demográfico) y un
nivel de realidad (la comunicación)
que corresponden, principalmente,
al conjunto de las sociedades primitivas.14 Por eso, la ventaja de la
observación de las sociedades primitivas está en el hecho de que, siendo
sociedades de menor población, sus
mitos son más accesibles.
Interesante resulta la siguiente
reflexión de Heidegger: “El ‘ser ahí’
primitivo habla con frecuencia más
directamente desde una absorción
radical de los ‘fenómenos’ (tomado
adenina y citosina) del código genético,
aunque la combinatoria del lenguaje es más
rica que la de la vida. Claude Lévi-Strauss,
El hombre desnudo, p. 618-20.
14
Marc Augé, Símbolo, función e historia. Interrogantes de la Antropología, 1987,
México, Grijalbo, p. 147.
el término en el sentido pre-fenomenológico). El repertorio de conceptos, que mirado bajo nuestro punto
de vista quizás es tosco y desmañado,
puede resultar positivamente favorable para poner de relieve en forma
genuina las estructuras ontológicas
de los fenómenos.”15 El método estructuralista surgió del afán por lograr
un modelo de inteligibilidad más
claro, al modo de la metodología de
la lingüística estructural, que busca
los principios explicativos, o sea, las
estructuras del lenguaje. El advenimiento de la lingüística estructural
constituye para Lévi Strauss una
revolución científica comparable a
la revolución copernicana o al desarrollo de la física nuclear.
Una imagen simple que permite
comprender el estructuralismo es la
del calidoscopio. En este artefacto,
un número importante aunque limitado de fragmentos coloridos, posibilita mediante la simple rotación,
la composición de una variedad de
figuras organizadas. Ocurre, pues,
que las civilizaciones que no hacen
más que combinar elementos comunes a toda la humanidad. La hipótesis
filosófica del estructuralismo impone
el conocimiento de la estructura
del espíritu humano y de sus leyes
de funcionamiento como esencial
para la comprensión de los hechos
Martin Heidegger, El Ser y el Tiempo,
1993, Barcelona, Planeta-Agostini, p. 62.
15
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NOTAS
sociales. Según Lévi Strauss, la vida
social se explica por una teoría del
intercambio de bienes (sistema económico), de mujeres (sistema de
parentesco), o de mensajes (sistema
lingüístico), deduciendo que la cultura está anclada en la naturaleza,
pero sin caer en las trampas de las
filosofías del sujeto y las tentaciones
del biologicismo.
Busca las homologías entre estos
tres sistemas de comunicación y
extrae sus características formales,
a fin de colaborar en la elaboración
de una ciencia de los signos y de los
significados. Postula que las formas
de organización social tienen por
base común ciertas estructuras fundamentales del ‘espíritu humano’.
Al parecer son, a juicio suyo, tres: A)
La exigencia de Regla como Regla;
B) La noción de reciprocidad [que
integra] la oposición entre el yo y
el otro; C) El carácter sintético de
la donación [que] transforma a los
individuos en asociados. Asimismo,
intenta demostrar que en la vida social existen leyes comparables a las
que la lingüística estructural revela
en el lenguaje. De ahí su enorme y
ambicioso esfuerzo por analizar los
mitos y sus temas. En suma, para él:
“El fin de la etnología es alcanzar,
más allá de la imagen consciente
y siempre distinta que los hombres
forman de su devenir, un inventario
de posibilidades inconscientes, que
no existen en número ilimitado, y
cuyo repertorio y las relaciones de
compatibilidad y de incompatibilidad que cada una tiene con las otras,
proveen una arquitectura lógica de
los desarrollos históricos que pueden
ser imprevisibles, sin ser jamás arbitrarios.”16
Entre los elementos epistemológicos del estructuralismo se hallan
los siguientes: el estudio de los fenómenos conscientes debe dejar paso al
estudio de su estructura inconsciente.
En segundo lugar, los términos o los
rasgos no deberán tratarse como entidades independientes, sino que es la
relación entre ellos la que debe convertirse en base del análisis. Deben
entonces formularse leyes generales
bajo la forma de relaciones invariantes necesarias o interculturalmente
válidas y no contentarse con suponer
concatenaciones arbitrarias al azar.
Otra vez aparece el juicio de
Heidegger: “Pero hasta ahora quien
nos depara la noción de los primitivos es la etnología. Y ésta se mueve
ya desde el primer momento, de
‘recogida’ del material y en el cribado y elaboración del mismo, dentro
de determinados conceptos previos e
interpretaciones del humano ‘ser ahí’
en general. [...] También la etnología
presupone como hilo conductor una
Claude Lévi-Strauss, Anthropologie
structurale, 1958, París, Plon, p. 30-1. La
traducción es mía.
16
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NOTAS
136
analítica del ‘ser ahí’ satisfactoriamente desarrollada. Pero como las
ciencias positivas ni pueden ni deben
aguardar al trabajo ontológico de la
filosofía, el avance de la investigación no tendrá lugar como ‘progreso’, sino como una ‘reiteración’ y
una depuración de lo descubierto
ónticamente por la que quepa ‘ver a
través’ ontológicamente.”17
Lévi-Strauss ha propuesto una
antropología vista como retrospectiva, perspectiva y prospectiva,
particularmente en el marco del
simbolismo, del parentesco y de las
teorías del intercambio en los sistemas elaborados por el hombre (generalmente de manera inconsciente)
para dotarlos de sentido, y que son
justamente el objeto de los estudios
estructuralistas. Para nuestro autor,
la antropología debe entenderse
como una ciencia que abarca tres
etapas: la investigación de campo
(etnografía), el primer paso hacia la
síntesis (etnología)18 y, finalmente,
Martin Heidegger, El Ser y el Tiempo,
p. 63. Las cursivas son del autor.
18
“Esta síntesis se puede operar en tres
direcciones: geográfica, si se desea integrar
conocimientos relativos a grupos vecinos;
histórica, si se intenta reconstruir el pasado
de una o varias poblaciones; sistemática, en
fin si se aísla, para dedicarle una atención
particular, tal o cual tipo de técnica, costumbre o institución”, en Claude Lévi-Strauss,
Antropología Estructural, 1977, Buenos
Aires, EUDEBA, p. 310 y s.
17
el último peldaño de la investigación
como resultado de la preferencia por
los aspectos que merecen, a juicio
del investigador, una atención particular. Esta última etapa es lo que
nuestro autor considera propiamente
el campo de la antropología social o
cultural.
La teoría estructuralista resalta
el carácter de totalidad e interdependencia de los elementos que conforman un sistema. Una estructura
es dinámica y auto-regulativa en la
medida en que presenta leyes internas de composición y transformación
que permiten el funcionamiento del
sistema como una red de relaciones
que vinculan los elementos entre
sí. Lévi-Strauss asegura que el antropólogo puede llegar a separar
los caracteres fundamentales de
toda vida social, porque por sí solo
puede alcanzar una forma superior
de objetividad. La definición de una
base común es indispensable para
esta labor.
En efecto, es posible estudiar
hechos sociales del mismo modo que
se estudia el lenguaje pues la cultura,
definida como un intercambio de
signos, se articula como tal. Asimismo, intenta demostrar de qué modo el
tratamiento matemático de los datos
difícilmente interpretables de que se
dispone, puede conducir a hipótesis
sobre la estructura del parentesco y
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NOTAS
del matrimonio, que la observación
directa verifica después.19
Estos postulados se encuentran
en el núcleo de lo que serán las Mitológicas, obra cuádruple en la que
Lévi-Strauss intenta estudiar este
producto cultural que es el mito.20
Para estudiar los mitos, se basa en la
hipótesis de que los temas míticos no
pueden ser comprendidos más que
por referencia al conjunto de que forman parte y a su posición relativa en
este conjunto; se impone entonces
la comparación con el lenguaje: son
las posiciones y las oposiciones las
que dan pertinencia a sus elementos
y construyen el significado. Todos
los mitemas o unidades mínimas
que componen un mito, sean los que
fueran, se prestan a operaciones binarias, puesto que éstas son inherentes a los mecanismos forjados por la
naturaleza para permitir el ejercicio
del lenguaje y del pensamiento.21
19
Para Lévi-Strauss tanto las matemáticas como la música son lenguajes.
20
Las Mitológicas comprenden: Lo
crudo y lo cocido (1964), De la miel a las
cenizas (1967), El origen de las maneras de
mesa (1968) y El hombre desnudo (1971).
21
“Los operadores binarios –dice el
autor–, son aquellos que, sin esperar que intervenga la deducción trascendental y ponga
manos a la obra, se revelan ya como algoritmos para deducción empírica.” Lévi-Strauss,
El hombre desnudo, p. 505. Jakobson, por su
parte, llegó a determinar una tabla de doce
oposiciones binarias, establecidas empíricamente, pero de carácter universal.
Aparece un segundo postulado:
cada mito debe ser comprendido en
relación con una totalidad mítica,
fondo común siempre virtualmente
presente, y que es utilizado en cada
caso de una manera particular. El
sentido de un mito no puede ser
interpretado sin tomar en cuenta la
posición que ocupa en relación con
los otros mitos en el seno de un grupo
de transformaciones. Esta totalidad
mítica es explotada a su modo por
cada sociedad, pero según mecanismos fundamentales: oposiciones que
basan el sentido de cada elemento,
correspondencias entre elementos de
diferentes niveles que conducen al
desarrollo de un inmenso sistema de
analogías.22
Así las cosas: “En el terreno de
la religión y de la mitología también,
hay que realizar un esfuerzo por
rebasar esos caracteres externos que
sólo se pueden describir y que cada
investigador clasifica a su guisa en
función de ideas preconcebidas. Detrás de la diversidad desconcertante
de innumerables motivos mitológicos, se alcanzan entonces algunos esquemas poco numerosos a los cuales
los primeros se reducen y cuyo valor
operatorio, a diferencia del de aquellos motivos, es de sobra claro. Al
mismo tiempo, el estudio de cada
cultura permite deslindar un cuerpo
22
Claude Lévi-Strauss, Antropología
Estructural II, p. 66.
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NOTAS
de reglas gracias a las que mitos que
pudieran creerse completamente
diferentes unos de otros, caen en el
mismo grupo de transformación.”23
Al decir que el hombre es creador de culturas, se quiere decir que
es creador de lenguajes, que son su
manera de dominar al mundo: mitos,
ritos, prohibición del incesto, mundo
de la prescripción y de la regla social.24 Mundo del Lógos que ordena
todo aquello que pertenece al ámbito
de la naturaleza y que constituye
el espíritu humano y que aspira a
la armonía frente al movimiento
dislocado, por lo que también es un
Lógos que se modifica y que incluso
puede desaparecer, como es el caso de
algunos mitos.25
Ibid., p. 60.
En algunas especies, especialmente
los chimpancés, es posible observar esta
prohibición pero, como dice Lévi-Strauss, si
la prohibición del incesto tuviera una base natural no habría tal obstinación en decretarlo.
Si el fundamento de la cultura es la regla no
podemos reducir los fenómenos culturales a
modelos copiados de la zoología.
25
Los mitos, dice nuestro autor, mueren
no en el tiempo sino en el espacio: “Se sabe,
en efecto, que los mitos se transforman. Estas
transformaciones que se operan de una variante a otra de un mismo mito, de un mito a otro
mito, de una sociedad a otra sociedad para los
mismos mitos o para mitos diferentes, afectan
ora la armadura, ora el código, ora el mensaje
del mito, pero sin que éste deje de existir
como tal; respetan así una suerte de principio
de conservación de la materia mítica, en los
términos del cual de todo mito podría siem23
138
24
Pero, ¿cuál es el espíritu humano
del que habla nuestro antropólogo? No es en primera instancia la
conciencia. Es, sin ir más lejos, lo
inconsciente, pues para Lévi-Strauss
ahí radica la naturaleza humana o
las propiedades invariantes. Por ello
pretende llevar la investigación “más
allá de los límites de la conciencia”.26
Este inconsciente es a la vez forma
vacía y conjunto de leyes que rigen
la comunicación simbólica, gracias a
lo que todos los seres culturales poseen: un lenguaje. De este modo, lo
inconsciente funda la inteligibilidad
y la comunicabilidad de los fenómenos sociales, cuya configuración
debe buscarse en niveles profundos,
inadvertidos, de las categorías inconscientes.27
Las categorías o conceptos puros
del entendimiento son las diversas
variedades de funciones unificadoras
del entendimiento en su relación con
la sensibilidad y, por tanto, son condipre salir otro mito.” Claude Lévi-Strauss,
Antropología Estructural II, p. 242.
26
Ibid., p. 68.
27
Ibid., p. 80. Cabe señalar que el autor
subraya que el estructuralismo no pretende
oponer lo concreto a lo abstracto ni de reconocerle al segundo un valor privilegiado,
aunque al referirse a mitos y ritos el autor
hable de metalenguaje del mito y paralenguaje del rito, como si pensara en una tabla
periódica al estilo de la de Mendeleiev
y recordando las oposiciones binarias de
Jakobson. Ibid., p. 113 y 169.
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NOTAS
ciones a priori del entendimiento que
hacen posible el conocimiento objetivo
de la realidad. Aseguraba Kant que
se conoce en cuanto se construye, y se
construye en cuanto se proyectan, sobre el dato amorfo, determinadas funciones de significación u objetivación;
pero en el caso del estructuralismo las
categorías inconscientes no son ideas
innatas, sino que vienen a ser resultado
de un largo proceso de humanización,
lo que haría del estructuralismo un
discurso del método opuesto al de
Descartes, puesto que el cogito no
es transparente o, en todo caso, no se
reproduce autónomamente.
En este orden de ideas conviene
traer a colación la postura de Geertz:
para él es claro que la evolución del
sistema nervioso no se produce más
que mediante el acceso a estructuras
simbólicas públicas que permiten
elaborar esquemas autónomos de actividad. En ese sentido, dice Geertz,
el pensar humano es primariamente
un acto público desarrollado con
referencia a los materiales objetivos
de la cultura común y es secundariamente, una cuestión privada.28 El
estructuralismo suscitó varios debates que numerosos pensadores han
reconocido como parte de la vieja
polémica filosófica entre idealistas y
materialistas. Sin embargo, no pare28
Clifford Geertz, La interpretación de
las culturas, 1991, México, Gedisa, p. 82.
ce forzosamente anti-materialista el
pensar que existen sistemas simbólicos subyacentes en las relaciones que
el hombre mantiene con la naturaleza
y con sus semejantes.
Se ha reprochado también al
método estar ‘desencarnado’, de
hacer abstracción total de los factores
individuales y de los sentimientos.
De hecho, aunque apele a la noción
de inconsciente, Lévi-Strauss no
otorga ningún valor operativo a la
noción de deseo. Lo que interesa
de la actividad inconsciente no es
la producción del deseo, sino su
tendencia esencial a clasificar los
datos, a combinarlos, a integrarlos
intelectualmente. El nivel individual,
la manera en la cual esas estructuras
son vividas, no le interesa al estructuralista, toda vez que se concentra
en estudiar costumbres, instituciones y ‘seres colectivos’. Se trata de
pensar en el inconsciente no como
pulsional, sino como forma que
estructura toda la vida social: como
sistema categorial a priori, esto es,
como un conocimiento admitido con
anterioridad a la experiencia, en el
sentido kantiano, basado en la razón
y por ello estrictamente universal y
necesario.
En suma, lo específicamente
humano consiste en que la actividad
inconsciente del espíritu impone formas a un contenido, formas que son
las mismas para todos los humanos.
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NOTAS
140
Las leyes del inconsciente estructural son las que, en última instancia,
expresan la estructura del espíritu
humano, sede de la función simbólica y fuente que configura cualquier
realidad. La diversidad de culturas
pues, se explica por un inconsciente
que engendra estructuras, imponiendo formas a diversos contenidos.
El título de su libro El pensamiento salvaje no se refiere por cierto
al pensamiento del salvaje sino al
conjunto de las operaciones del cual
es capaz el pensamiento humano,
más allá de las diferencias culturales,
cuando no está como en nuestra sociedad “domesticada para aumentar
su rendimiento”, dice Lévi-Strauss.
En eso consiste la condición humana: en la cultura. Pero para él, esta
noción es ciertamente ambigua: “por
su generalidad, el término parece
ignorar, o por lo menos reducir a la
unidad, las diferencias que la etnología tiene por fin esencial señalar
y separar para subrayar las particularidades, pero no sin postular un
criterio implícito –el de la condición
humana–, el único que puede permitir circunscribir los límites externos
de su objeto”.29
Lévi-Strauss no es, por otra parte,
el único que sostiene el carácter de
Claude Lévi-Strauss, Mirando a lo
lejos, 1986, Buenos Aires, Emecé, p. 46. Primera edición en francés: 1983. La referencia
a Rousseau es clara.
29
modelo, en ese preciso sentido, de la
estructura social. Edmund Leach
considera, de modo semejante, que las
estructuras que describe el antropólogo no son más reales que modelos
que existen exclusivamente como
construcciones lógicas de la mente,
por lo que la descripción estructural
nos suministraría un modelo idealizado que establece las relaciones
de status ‘correctas’ entre grupos y
personas sociales.30 Leach manifiesta
que para el antropólogo social: “la
estructura social es algo que existe
con un grado de objetividad igual al
de las articulaciones del esqueleto
humano, al de la interdependencia funcional y fisiológica de los
diferentes órganos de la anatomía
humana. En contraste, Lévi-Strauss
[...] está interesado nada menos que
en la estructura de la mente humana,
y para quien ‘estructura’ no es una
articulación que puede ser observada
directamente, sino un ordenamiento
lógico, una serie de ecuaciones matemáticas que pueden ser demostradas
como funcionalmente equivalentes
(como en un modelo) para el fenómeno en discusión”.31
Véase Siegfried F. Nadel, Teoría de
la estructura social, 1996, Madrid, Guadarrama, cap. VI.
31
Citado por David Kaplan y Robert
Manners, Introducción crítica a la teoría
antropológica, 1981, México, Nueva Imagen, p. 283.
30
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NOTAS
Lévi-Strauss sostiene que la estructura social no puede de ninguna
manera reducirse al conjunto de las
relaciones sociales descriptibles de
una sociedad dada. Incluso la labor
de la ciencia no sería el paso de lo
complejo a lo simple, sino en la sustitución de una complejidad menos
inteligible por otra más inteligible,
lo que, desde Galileo, caracteriza la
ciencia moderna. La estructura social
no tiene nada que ver con la realidad
empírica, sino con modelos construidos según ella, y estos modelos
tienen que ser tales que hagan inmediatamente inteligibles todos los
hechos observados: “la dialéctica
de las superestructuras consiste,
como la del lenguaje, en establecer unidades constitutivas que no
pueden desempeñar este papel más
que a condición de ser definidas de
una manera no equívoca, es decir,
contrastándolas por parejas, para
después, por medio de estas unidades
constitutivas, elaborar un sistema,
el cual desempeñará, por último, el
papel de operador sintético entre
la idea y el hecho, al transformar a
este último en signo. De tal modo, el
espíritu va de la diversidad empírica
a la simplicidad conceptual y luego
de la simplicidad conceptual a la
síntesis significante”.32
Al conceder primacía a los
conceptos de estructura y sistema,
Lévi-Strauss afirma que éstos no
conciernen directamente a las realidades empíricas ni expresan la totalidad de relaciones sociales; no son
más que la materia prima de la que el
observador (o el actor) extrae los modelos estructurales que son siempre
construcciones. Construir modelos y
sumergirlos en los hechos pasa a ser
el método necesario para descubrir
estas estructuras profundas. El modelo es un esquema lógico, un esquema
‘construido’ que debe poner en evidencia las estructuras profundas e
inconscientes del espíritu.
La descripción que hace LéviStrauss de modelo es la que sigue:
“Pensamos [...] que los modelos
deben satisfacer cuatro condiciones: a. El carácter de sistema: una
correspondencia tan estrecha entre
los elementos que cualquier modificación en uno de ellos entrañe la
modificación de los restantes. b. La
pertenencia a un grupo de transformaciones. c. La previsión del modo
en que reaccionará el modelo en caso
de modificarse uno de sus elementos.
d. La exhaustividad: el modelo debe
estar construido de tal forma que su
funcionamiento pueda explicar todos
los fenómenos estudiados.”33 Tanto
Claude Lévi-Strauss, El pensamiento
salvaje, p. 193. Las cursivas son del autor.
33
Claude Lévi-Strauss, Anthropologie
structurale, p. 306. Las cursivas son del
autor.
32
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NOTAS
142
para Lévi-Strauss como para Leach,
la estructura es una construcción
explicativa destinada a suministrar
la clave de los hechos observados
de la existencia social, los principios o fórmulas que dan razón de
su carácter y, por lo tanto, la lógica
subyacente a la realidad social, a
partir básicamente del estudio de las
relaciones sociales, por los cuales se
construyen los modelos que constituyen la estructura social. Los grupos
constan de personas en relaciones
determinadas, y todo grupo se caracteriza por el tipo de relaciones que se
presentan entre dichas personas y las
mantienen juntas.
Así, el camino a seguir consiste
en subordinar toda la información
etnográfica a la cuestión del sentido,
considerada como central, soberana
y autónoma. Si bien es cierto que el
método logra dar cuenta de la lógica
inconsciente que se halla bajo las
instituciones humanas, no puede pretender explicar el funcionamiento de
una sociedad global concreta, sobre
todo si es como la nuestra, de sistemas diluidos. De hecho, Lévi-Strauss
se burla de aquellos que imaginan
que el método estructural aplicado
a la etnología ambiciona alcanzar un
conocimiento total de las sociedades,
lo que sería absurdo.34
34
Ibid., p. 95.
Queda pendiente el problema
acerca del carácter del estructuralismo: ¿es un método descriptivo
o realmente llega a ser una pieza
explicativa? A este respecto conviene recordar que, para Lévi-Strauss,
la ambición estructuralista es la de
tender puentes entre lo sensible y lo
inteligible, para traer a la superficie
de la conciencia verdades profundas
y orgánicas.35
La obra magna de Lévi-Strauss,
Las estructuras elementales del parentesco, revela en su título la influencia
de Mauss, a la vez que recuerda
la búsqueda durkheimiana de las
formas elementales de la religión.36
La contribución específica de este
texto reside en la aplicación de las
sugerencias de Marcel Mauss referentes a la circulación de un tipo
particular de bien, a la explicación
de la prohibición del incesto, de los
matrimonios preferenciales y de
35
Claude Lévi-Strauss, El hombre
desnudo, p. 626. La influencia de los dos
franceses puede notarse cuando señala que:
“no cabe duda de que entre los instintos
heredados de nuestro patrimonio biológico y
las reglas de inspiración racional, la masa de
reglas inconscientes es aún la más importante
y la más eficaz, porque la razón es, como
Durkheim y Mauss lo comprendieron, más
un producto que una causa de la evolución
cultural”. Claude Lévi-Strauss, Mirando a
lo lejos, p. 56.
36
Claude Lévi-Strauss, Las estructuras
elementales del parentesco, 1985, México,
Origen/Planeta, p. 55 y s.
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NOTAS
las principales variedades de los
grupos de parentesco. Sin embargo,
tendría que ser obvio que para analizar las variantes del matrimonio y de
la filiación como sistemas de intercambio, resulta enteramente superfluo postular una ‘estructura’ mental
panhumana inconsciente e invariante
que gobierne la reciprocidad, independizando el análisis de la relación
entre reciprocidad y supervivencia.
Al menos, claro está, que se busquen
arquetipos colectivos o denominadores comunes espirituales, que serían
el substrato mental del que la vida
social es la encarnación material: “la
etnología contemporánea se dedica a
descubrir y a formular tales leyes de
orden en muchos registros del pensamiento y de la actividad humanos.
Invariables a través de las épocas y
las culturas, ellas solas permitirán
remontar la antinomia aparente entre
la unicidad de la condición humana
y la pluralidad aparentemente inagotable de las formas en las cuales las
aprehendemos”. 37 En realidad el
sujeto no deja de inmiscuirse en la
cultura, puesto que la base de toda
regla social (como la prohibición
del incesto), no funciona más que
gracias a la reciprocidad, que implica la participación igualitaria de los
miembros del grupo en la preserva-
ción o transformación o eliminación
de todo el sistema. La reciprocidad,
por ello, es también, como el lenguaje, una ‘condición de la cultura’.38
Existen otras interrogantes dirigidas a la antropología estructural:
las nociones de racionalidad y representación. Para los especulativos
teóricos, es importante esbozar con
nitidez el proyecto de pensar en la
eficacia de las prácticas simbólicas y
de manifestar la parte necesariamente simbólica de toda realidad social.
Pero interrogarse sobre la eficacia
de los símbolos significa menos
apuntar hacia su función que hacia
el mecanismo de su intervención;
teorizar la práctica no sólo quiere
decir comprender la estructura inconsciente de las representaciones
que la dirigen, sino manifestar los
esquemas constitutivos de toda representación y, por ello, cambiar el
sentido del término representación.
El debate, por supuesto no se hizo
esperar.
Frente al existencialismo, el etnólogo francés no aspiró a encerrarse
en los problemas del sujeto, sino en
buscar una racionalidad sin sujeto,
liberando al hombre del ‘estamos
condenados a ser libres’ del existencialismo, puesto que dentro de la
estructura no corresponde al hombre
Lévi-Strauss, Mirando a lo lejos,
38
Lévi-Strauss, Las estructuras elementales del parentesco, p. 102.
37
p. 58.
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NOTAS
144
elegir.39 Si para Sartre el sujeto humano une pensamiento y lenguaje en un
movimiento dialéctico ‘totalizante’,
Lévi-Strauss mantiene el lenguaje
y sus estructuras en un más acá inconsciente, del que se nutre el sujeto
hablante: “La lengua no estriba, ni
en la razón analítica de los antiguos
gramáticos, ni en la dialéctica constituida de la lingüística estructural,
ni en la dialéctica constituyente de
la praxis individual enfrentada a lo
práctico-inerte, puesto que los tres
la suponen. La lingüística nos pone
en presencia de un ser dialéctico y
totalizante, pero exterior (o inferior)
a la conciencia y a la voluntad. Totalización no reflexiva, la lengua es una
razón humana que tiene sus razones,
y que el hombre no conoce.”40
Así, frente a las filosofías del sujeto, Lévi-Strauss propone una doble
reintegración: reintegración del yo
individual al nosotros de la humanidad, y reintegración de la humanidad
a la naturaleza para que no se confine
la dialéctica al exclusivo ámbito de la
historia humana.41 Estudiar al Sujeto
y la cuestión acerca de la consistencia del Yo, lo que ha sido la obsesión
39
Antonio Bolívar, El estructuralismo:
de Lévi-Strauss a Derrida, 1990, Madrid,
Cincel, p. 63.
40
Claude Lévi-Strauss, El pensamiento
salvaje, p. 365.
41
Claude Lévi-Strauss, El hombre
desnudo, p. 623.
de la filosofía occidental, es para
nuestro antropólogo como estudiar
a un insufrible niño mimado durante
demasiado tiempo.42
Esa apreciación explica en buena
medida la confrontación con JeanPaul Sartre, cuya empresa considera
por cierto contradictoria en algunos
casos y superflua en otros, como lo
detalla en un largo párrafo: “De las
dos hipótesis entre las que vacila,
Sartre atribuye a la razón dialéctica
una realidad sui generis; existe independientemente de la razón analítica
bien como su antagonista, bien como
su complementaria. Aunque su reflexión sobre la una y sobre la otra tenga su punto de partida en Marx, me
parece que la orientación marxista
conduce a una concepción diferente:
la oposición entre las dos razones es
relativa, no absoluta; corresponde a
una tensión, en el seno del pensamiento humano, que quizá subsistiría
indefinidamente de hecho, pero que
no está fundada de derecho. Para
nosotros, la razón dialéctica es siempre constituyente: es la pasarela sin
cesar prolongada y mejorada que la
razón analítica lanza por encima de
un abismo del que no percibe la otra
orilla, aunque sabe que existe, y deba
constantemente alejarse. El término
de razón dialéctica comprende, así,
los esfuerzos perpetuos que la razón
42
Ibid., p. 565.
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NOTAS
analítica tiene que hacer para reformarse, si es que pretende dar cuenta
y razón del lenguaje, de la sociedad,
del pensamiento; y la distinción de
las dos razones no está fundada, a
nuestro juicio, más que en el alejamiento transitorio que separa a la
razón analítica de la inteligencia de
la vida. Sartre llama razón analítica
a la razón perezosa; nosotros llamamos dialéctica a la misma razón, pero
valerosa: combada por el esfuerzo
que ejerce para superarse.”43
Si es la subjetividad lo que se
refiere a la existencia de un sujeto
consciente y libre, se comprende
porqué nuestro antropólogo, estructuralista, no comparte las filosofías
que ven en el hombre a un ser cuya
conciencia es, en potencia, independiente de la vida sociocultural. De
esta manera, el trascendentalismo
autoconsciente del cogito, como si
hubiera un lugar prerreflexivo de
la vida humana, desemboca en un
trascendentalismo de las estructuras
inconscientes, llevando al eclipse de
la subjetividad o a la disolución del
sujeto en el triunfante discurso anónimo de la estructura. Así pues, las
causas de un sistema se encontrarán
no fuera de éste, sino en su interior:
cuando se pasa a un modelo en el que
se inserta un sistema hemos dado con
43
Claude Lévi-Strauss, El pensamiento
salvaje, p. 356-7.
su estructura. Pasa el sujeto de ser el
centro de la red, a ser solamente uno
de sus nudos y los niveles de su vida
sólo tramas de esta red, desechando
de esta forma toda subjetividad trascendental.
Contra toda suposición, LéviStrauss considera que no hay una
filosofía en su obra, pues en el mejor
de los casos intenta abjurar de lo
que se entiende hoy por filosofía:
“Al leer las críticas que ciertos filósofos enderezan al estructuralismo,
reprochándole la abolición de la
persona humana y de sus valores
consagrados, me quedo tan estupefacto como si se rebelasen contra la
teoría cinética de los gases con el
pretexto de que, al explicar por qué
el aire caliente se dilata y se eleva,
pusiese en peligro la vida de familia
y la moral del hogar, cuyo calor,
perdido el misterio, perdería sus
resonancias simbólicas y afectivas.
[...] Mi análisis de los mitos de un
puñado de tribus americanas, lejos
de abolirlo, ha extraído más sentido
del que reside en las insulseces y
lugares comunes a que se reducen
desde unos dos mil quinientos años
las reflexiones de los filósofos acerca
de la mitología, exceptuando las de
Plutarco.”44
44
Claude Lévi-Strauss, El hombre
desnudo, p. 576-7. En las líneas siguientes
el antropólogo ataca a los filósofos existencialistas, encerrados frente a frente consigo
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NOTAS
146
El ser humano es un ser corporal,
con un código genético absolutamente irrepetible si la fertilización
es normal. Este cuerpo es tremendamente parecido al de otros animales,
en términos genéticos y en algunos
casos físicos. Y sin embargo poseemos un cerebro, unas manos y
una lengua que nos distinguen del
resto de las especies. Un sujeto es
precisamente eso y algo más, pues
nuestro cerebro está modelado por
la cultura que incide en la organización de la información en ambos
hemisferios del cerebro, las hormonas, el ambiente y las experiencias
que éste produce en el sujeto. Estas
realidades diseñan el cerebro y las
memorias visual, espacial y verbal.
Así, a todos los sujetos corresponde
cierta subjetividad. Como sujetos
vemos modelar nuestra subjetividad
por realidades que tienen que ver
con la interdependencia entre nuestro cuerpo y nuestros ambientes y
experiencias.
mismos y cayendo en éxtasis ante sí, aislándose del conocimiento científico y de una
humanidad cuya profundidad etnográfica
desconocen, para discutir todo el día en atmósferas humorosas del Café du Commerce,
sobre una condición humana cortada a la
medida de una sociedad particular. O bien,
filósofos que se entregarán a la prostitución
de sus predecesores en una especie de
philosop’art cuyos logros estarán destinados
a ser puramente sensuales y decorativos.
Así, el Yo es indudablemente
objetivo y subjetivo también. Más
todavía, el Yo no puede ser sino
intersubjetivo, en el sentido de que
nuestra especie es humana, esto es,
que fuera del ámbito de la sociedad,
ni nuestro cerebro ni nuestras manos, ni nuestra lengua, son capaces
de articularse. Ser humano implica,
ya lo dijo Lévinas, vivir entre los
humanos. Esta vida humana se crea,
y, sobre todo, crea vida, material y
simbólicamente hablando. Son los
otros quienes nos enseñan a comunicarnos y por ello nos crean, recrean y
permiten que creemos: son la novedad que nos permite ser novedad. Y
sin embargo, la novedad que somos
no implica en modo alguno que no
haya posibilidad de diálogo, pues
el compartir códigos (o estructuras)
nos permite comunicar nuestras
experiencias y enjuiciarlas desde el
tribunal de lo humano, es decir, desde aquel mirador en el que podemos
ubicarnos para hacer patente una
conciencia ética.
Finalmente, ¿cuál es la contribución del estructuralismo al humanismo democrático del que Lévi-Strauss
toma tan apasionada defensa? En el
ya citado texto de Raza e Historia,
se planteaba el estudio de las razas
desde un punto de vista etnológico,
o sea, iniciando con una pregunta
impertinente: ¿por qué hay tantas
culturas y tan ‘pocas’ razas? La
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NOTAS
cuestión no es demostrar la supuesta inferioridad de algunas razas, ni
siquiera de algunas culturas. Querer
establecerlo equivaldría a hacer el
inventario de todas ellas, pues no
se establecen en el mismo plano,
aunque tampoco difieren. Al estudiar los diversos grupos humanos se
llega a la conclusión de que existe
por lo menos un punto sobre el cual
una cultura no subirá o bajo el cual
corre peligro de desintegración; este
punto es lo que Lévi-Strauss llama
el ‘óptimo’.
Frente a la tesis moderna, liberal
e ilustrada acerca del sujeto, según el
cual el individuo es autónomo, replegado sobre sí mismo y preocupado
exclusivamente por sus intereses
privados; es preciso defender, como
lo ha hecho Lévi-Strauss, la concepción de un sujeto que no se constituye
de forma absolutamente autónoma,
pues incluso los intereses privados
resultan de la pertenencia al grupo
en el cual este sujeto se inscribe. Por
otro lado, Lévi-Strauss también considera imprudente negar la noción de
progreso, pero cuidándose de posturas racistas. Y es que la diversidad
de las culturas y sus desigualdades
van más allá de la tecnología: los
esquimales se llevan el trofeo por su
adaptación al medio y los australianos, tan atrasados en otros aspectos,
el que corresponde a aquellos que
llevan entre sí tan buenas relaciones,
que para explicarlas necesitaríamos
echar mano de complicadas aseveraciones matemáticas.
Pero la interrogante más fuerte de
Lévi-Strauss se refiere al porvenir
de la civilización occidental: ¿hasta
dónde llegará? ¿Abarcará el planeta
entero? ¿Qué sucederá con las otras
culturas? Una cosa es que pueblos
diferentes con concepciones de la
historia distintas puedan comprenderse, y otra, que haya voluntad
política de hacerlo. La antropología
ha sido generalmente un discurso
sobre las otras culturas, con las cuales
nunca ha entablado un diálogo. Sin
embargo, la antropología parece
ser el único puente tendido entre la
civilización occidental y las civilizaciones primitivas.
Si un diálogo entre estos dos
extremos es posible todavía, es la
antropología la que permitirá a Occidente entablar este diálogo. Sin
duda la antropología clásica, inevitablemente marcada por la oposición
(a la cual debe su nacimiento) entre
razón y sin-razón, implica el rechazo
al diálogo. Pero otro tipo de antropología que sobrepase esta oposición
se transformaría en una nueva forma
de pensamiento. No una antropología como la de Sartre que, según
Lévi-Strauss, separa a su sociedad de
las demás sociedades, pues la dificultad mayor del filósofo existencialista
surge cuando intenta explicar cómo
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NOTAS
viven y piensan los miembros de las
sociedades ‘exóticas’.45 Se trata de
plantear un diálogo en el que todas
las sociedades participen de manera
equitativa aprovechando las formas
en que se han forjado y dejando de
lado aquellos elementos que han
venido a mermar la posibilidad de
construir una intersubjetividad solidaria. A su juicio, como lo planteó
al recibir el premio al que se hizo
acreedor: “El derecho a la vida y el
libre desarrollo de las especies vivas
todavía presentes en la tierra es un
derecho imprescriptible, por una razón
muy simple: la desaparición de una
sola especie deja un vacío irreparable,
a nuestra escala, en el conjunto de toda
la Creación.”46 Para ello, sin duda, será
preciso que la civilización occidental
se responsabilice por los efectos negativos que ha ocasionado.
Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje,
p. 362-3.
46
“Lévi-Strauss condena el nacionalismo al recibir el premio Caraluña de manos de
Pasqual Maragall.” Periódico ABC, Sección
Cultura, Madrid, miércoles 18 de mayo de
2005. Fuente electrónica: http://www.abc.
es/abc/pg050514/prensa/noticias/Cultura/
Cultura 200505/14/NAC-CUL-089.asp [En
línea] Disponible. 17 de mayo de 2005.
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45
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NOTAS
LOS FUEGOS FATUOS DE LA
POLÍTICA EXTERIOR ‘ACTIVA’
Carlos Arriola*
E n El pasado inmediato, texto
escrito en 1939 por Alfonso Reyes
para conmemorar el Congreso Nacional de Estudiantes, celebrado
en 1910, señala: “La historia que
acaba de pasar es siempre la menos
apreciada. Las nuevas generaciones
se desenvuelven en pugna contra
ella y tienden, por economía mental,
a compendiarla en un solo emblema para de una vez liquidarla. ¡El
pasado inmediato! ¿Hay nada más
impopular? Es, en cierto modo, el
enemigo. La diferencia específica
es siempre adversaria acérrima del
género próximo. Procede de él, luego
lo que anhela es arrancársele.”
No otra cosa es lo que intentó
el presidente Fox y buena parte del
nuevo equipo en el Poder Ejecutivo, animados por un maniqueísmo
* Director de la Revista Línea.
simple y envalentonados por su cabal
desconocimiento de las complejidades de la vida política. En el ámbito
interno, la tolerancia y la comprensión
hacia los tropiezos del primer gobierno no priísta fueron relativamente
generosas; en el mundo internacional, los despropósitos, las promesas
insostenibles y las conductas insólitas
en un Jefe de Estado erosionaron
rápidamente la credibilidad en el
nuevo gobierno y en la seriedad del
Presidente. Los desatinos foxistas se
vieron agravados por la petulancia y
los malos modales de su Secretario de
Relaciones, Jorge G. Castañeda.1
A éste se le atribuyen grandes dotes
intelectuales y políticas, cuando las más de
las veces se ha equivocado en sus opciones
políticas y ha carecido del talento para
salir de ellas con elegancia, o al menos con
discreción.
1
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NOTAS
150
La política del joven Castañeda
fue la antítesis de la seguida por su
padre, prestigiadísimo diplomático
de carrera y Secretario de Relaciones
Exteriores, a pesar de haber colaborado con su progenitor.2 Castañeda
padre, poco antes de asumir su cargo,
en el gobierno del presidente López
Portillo, escribió: “Nadie piensa ya
seriamente, en México, por lo menos
así lo creo y espero, que exista o
pueda existir una ‘relación especial’
entre los Estados Unidos y México”
como supusieron algunos que consideraban que “la actitud personal
o amistosa, podría ser un factor
decisivo para obtener una reacción
especial, es decir, más favorable a
algún planteamiento o petición de
México”.
Más aún, Castañeda padre, con
un gran conocimiento de las fuerzas
que actúan en la vida internacional,
escribió las siguientes líneas que
todo diplomático mexicano debería
repetir cada día: “Descuento del todo
y no doy ningún crédito a una buena
voluntad, simpatía o consideraciones
morales por parte de los Estados Unidos, intempestivamente descubiertas
o redescubiertas que pudieran camEn ese período el joven Castañeda
promovió la declaración franco-mexicana
sobre El Salvador, ya que se considera un
‘intelectual de izquierda’, autodefinición a
la que regresa cuando le conviene. V. infra
nota 18.
2
biar su actitud básica hacia México.
Su historia pasada frente a nosotros,
su prepotencia y egoísmo actuales, y
el momento acentuadamente conservador que hoy (1978) vive la sociedad norteamericana, simplemente no
tolerarían este cambio. Las grandes
potencias actúan como lo que son,
grandes potencias.” Esta percepción
sombría pero realista no le impide a
Castañeda considerar que México
cuenta con buenos elementos de
negociación que podrían asegurar
“una interdependencia genuina,
una relación sana y mutuamente
ventajosa”.3
Dos décadas después, cuando
Jorge Castañeda hijo es asesor para
asuntos internacionales del candidato Vicente Fox y con posterioridad
Secretario de Relaciones Exteriores,
habían ocurrido grandes cambios en
el mundo internacional. El mayor
fue, sin duda, la caída de la Unión
Soviética y la consolidación de la
hegemonía de Estados Unidos, que
trajo aparejada la internacionalización de la economía con pautas
y criterios estadounidenses. En el
Jorge Castañeda de la Rosa, “En busca
de una posición frente a Estados Unidos”,
ponencia presentada en el simposio Mexico
Today, celebrado en Washington, en noviembre de 1978, e incluida en Visión del México
contemporáneo, 1979, México, El Colegio
de México, edición coordinada por Roque
González Salazar.
3
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NOTAS
ámbito de las relaciones de México
con el exterior, la mudanza de mayor
envergadura fue la apertura comercial con el ingreso al GATT (Acuerdo
General de Aranceles y Comercio) y
la firma de acuerdos comerciales con
varios países y regiones, principalmente con Canadá y Estados Unidos.
Como es sabido, el joven Castañeda
fue uno de los mayores opositores a
la firma del Tratado con América del
Norte, a pesar de que esta política
buscaba “una genuina interdependencia, una relación sana y mutuamente ventajosa”, dadas las nuevas
circunstancias internacionales.
En el ámbito interno, los resultados electorales de las últimas décadas del siglo XX fueron consolidando
la alternancia de partidos en el
poder, proceso que culminó en las
elecciones en que el PRI perdió la
Presidencia de la República pero
conservó la mayoría relativa en el
Poder Legislativo y la mayor parte
de las gubernaturas de los estados
y las presidencias municipales. Esta
circunstancia fue ignorada por el
nuevo Presidente y su equipo que
compartían la tesis de muchos ‘científicos’ sociales que predecían que ‘el
partido de Estado’ se derrumbaría al
perder la Presidencia.
Para cualquier gobierno, en el
año 2000 la principal tarea era promover la competitividad de las empresas,
de las regiones más atrasadas y, en
general, del país, ya que las ‘adecuaciones’ a la globalización, al menos
las principales, ya se habían realizado. El complemento racional a esta
tarea era atraer nuevas inversiones e
impulsar las exportaciones, sin mezclarse en los asuntos políticos de las
grandes potencias. En lugar de ello, el
gobierno del ‘cambio’ se embarcó en
una desmesurada política exterior que
nunca tomó en cuenta los recursos del
país y mucho menos los intereses de
otras naciones.
Para Fox su ‘hazaña democrática’ era de tal magnitud que nadie
osaría, en el ámbito interno, oponerse
a sus propósitos de campaña, y en
el mundo internacional recibiría un
reconocimiento que lo haría acreedor de un ‘bono democrático’, algo
semejante a un premio escolar por
buena conducta, que esperaba recibir
de los Estados Unidos en particular.
Este desvarío (es difícil llamarlo de
otra forma) se manifestó en una entrevista concedida un mes después de
las elecciones, en la que declaró que
gracias a la legitimidad que alcanzó
el 2 de julio, México podía ‘hablar de
tú a tú’ con Estados Unidos, tanto “en
materia democrática como política y
económica”.4
El joven Castañeda fue el peor
asesor y secretario de Relaciones que
4
2000.
Véase El Universal, 7 de agosto del
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NOTAS
152
pudo haber escogido Fox, ya que albergaba sueños de grandeza, alimentados por sus relaciones personales,
adquiridas en el mundillo académico
e intelectual, con las que impresionó
a un presidente desconocedor del
escenario político internacional. Además, Castañeda Jr. no tomó en cuenta
las recomendaciones de su padre: no
confiar en las amistades personales
(el amigo Bush) y no olvidar las
relaciones de poder, en particular,
la actitud de las grandes potencias.
Se sumaron, así, la ignorancia y el
delirio de grandeza con el rechazo
maniqueo al pasado inmediato, lo
cual sólo podía conducir al fracaso,
como quedó de manifiesto desde
los primeros viajes realizados por el
entonces Presidente electo a Sudamérica, Estados Unidos y Europa.
Pareciera que el Presidente nunca
recuerda o no concede importancia a
lo dicho o escrito con anterioridad,
y quizá supone que los políticos,
diplomáticos, periodistas o simplemente las personas interesadas en el
tema tampoco lo hacen. Jamás se
ha preocupado por la congruencia,
tal vez porque su actividad laboral
anterior lo condicionó a decir a cada
interlocutor lo que desea escuchar
(el cliente siempre tiene la razón),
actitud que manifestó en su campaña electoral. Así, a pesar de que el
tema fundamental de su proyecto
político era buscar alguna forma de
integración con Estados Unidos, ‘cediendo soberanía inteligentemente’,5
antes de viajar a Sudamérica dijo lo
contrario: “parte muy importante
del mensaje que llevamos es que no
se nos vea como parte de Norteamérica y ajenos a Sudamérica, sino
al revés”.6 Naturalmente, los jefes
de Estado de los países visitados,
políticos experimentados y hombres
inteligentes, como Ricardo Lagos y
Fernando Henrique Cardoso, conocedores de la vida política mexicana,
no creyeron una palabra del Presidente electo, quien no logró, a pesar
de haber insistido expresamente y
sin ningún tacto, ser invitado a la
reunión de presidentes de América
del Sur, convocada por Brasil.7
Idem. Como ha ocurrido desde entonces, las reacciones a los desvaríos presidenciales son minimizadas. El PRI exigió
aclaraciones de Fox (La Jornada, 10 de
agosto de 2000), pero el asunto no volvió a
mencionarse.
6
Véase El Universal, 7 de agosto del
2000.
7
Véase El Universal, 10 de agosto del
2000. El prestigiado periodista Raymundo
Riva Palacio reseñó el viaje y escribió que
los comentarios en Argentina, Brasil y Chile
se podían resumir en una pregunta ‘¿A quién
eligieron los mexicanos?’ También cita que
en Brasilia a Fox se le consideró ‘el caballo
de Troya de Estados Unidos’. El título del
artículo es, por lo demás, significativo ‘La
lengua de Fox’. Véase el semanario Milenio
del 21 de agosto del 2000. Fox digirió mal
el rechazo, y ya como presidente constitucional declaró al diario brasileño O Globo
5
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NOTAS
Después, vino el viaje a Canadá
y Estados Unidos que había sido
‘preparado’ por el propio Castañeda
y Adolfo Aguilar Zinser. El fracaso
fue total en los dos países, los cuales
rechazaron la propuesta foxista de integración, vía un mercado común. El
Primer Ministro canadiense, además,
hizo una elegante crítica al descuido
por las formas del Presidente electo,
ante ‘la risa de los reporteros y la sorpresa de Fox’.8 En Estados Unidos,
tanto el gobierno de Clinton como
los candidatos de los dos partidos a la
elección presidencial de noviembre
del 2000, y otros líderes políticos
rechazaron el proyecto de modificar
el Tratado de Libre Comercio (TLC).9
A pesar del fracaso, Fox insistió
en que el viaje fue un éxito: “yo sé
bien que se trata de un juego a nueve
entradas, pero la primera ya la ganamos: ya pusimos las reglas del juego
(¡), ya externamos qué es lo que
debemos discutir y ya estamos en el
juego, es un juego de tú a tú, ya no
de sumisión”, y, para que no quedaque México “era la envidia del mundo,
incluyendo a Brasil y Argentina”, citado en
El Universal, 30 de enero de 2001.
8
Véase La Jornada, 23 de agosto del
2000.
9
Véanse El Financiero del 17 y del 25,
La Jornada del 18 y del 23, El Universal del
24 y El Economista del 25, todos del mes
de agosto del 2000, informaron del viaje, al
igual que el resto de la prensa que mereció
los reproches de Castañeda, v. infra.
ran dudas, añadió: “Me sorprenden
aquellos que dicen que Fox es cándido, que Fox está proponiendo ideas;
pienso que es exactamente al revés,
es el momento preciso de presentar
ideas, porque es el momento en que
les podemos comprometer a hacer
mucho más por México.”10
El autoengaño en Fox ha sido una
constante que, además, ha sido alimentada por sus colaboradores. Castañeda más tardó en llegar a México
que en publicar un artículo en Reforma11 argumentando que el viaje
fue un ‘éxito’, ya que Fox ‘logró
imponer la agenda de discusión’ y
‘dominó el escenario mediático’.
Con un tacto envidiable, culpó del
‘escepticismo ante el manejo de la
gira’ a los periodistas mexicanos por
no leer inglés o quienes por flojera
no hacen su trabajo. Castañeda se
esforzaba en ese entonces por adular
al presidente electo a fin de que lo
designara Secretario de Relaciones,
tal y como ocurrió, pero no hacía
falta leer la prensa estadounidense
para enterarse del rechazo a la propuesta foxista.
En México, el embajador Jeffrey
Davidow claramente lo expresó antes
y después del fallido viaje y, además,
ni tardo ni perezoso, aprovechó las
declaraciones de Fox acerca de la
10
11
Véase Reforma, 28 de agosto del 2000.
Idem.
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153
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NOTAS
posibilidad de modificar el principio
de no intervención12 para cuestionar
dicho principio y señalarlo como una
rémora a la creación de condiciones
favorables a una mayor integración
en América del Norte.13 Tanto en el
viaje a Canadá y Estados Unidos
como en el realizado a Europa días
después, el Presidente electo se
12
2000.
154
Véase La Jornada, 5 de agosto del
13
Véanse Reforma, 15 de agosto del 2000
y La Jornada, 28 de septiembre del 2000. En el
mismo sentido se expresó el ex embajador en
México John D. Negroponte, en un foro convocado por la Universidad Iberoamericana.
Véase El Economista, 12 y 15 de septiembre
del 2000. También hay que ver los artículos del
entonces embajador Jeffrey Davidow, por
ejemplo el publicado una semana antes del
ataque del 11 de septiembre, en el que escribió: “Un cambio de política de esta magnitud
(en materia de migración) requerirá un largo
proceso para lograr un consenso político en
cada una de nuestras naciones y se enfrentará
a varios objetivos que compiten entre sí.” El
Universal, 3 de septiembre del 2001. Tres
años después, Davidow ratificó: “Hoy en día
todos consideran que la esperanza engendrada por la reunión de Guanajuato (Bush-Fox)
fue eliminada por los acontecimientos del 11
de septiembre del 2001. El hecho, sin embargo, es que las conversaciones –los mexicanos
preferían el término negociaciones– no
registraron ningún avance real durante la
primavera del 2001. Se habían topado con
el muro de ladrillo creado por las preocupaciones políticas domésticas de Estados
Unidos y por las diferencias al interior de la
administración mucho antes de la tragedia de
septiembre.” El Universal 20 de diciembre
del 2004. Subrayados añadidos.
comprometió a lograr las reformas
constitucionales necesarias para
abrir ‘de par en par’ las puertas de
la petroquímica secundaria y de la
generación de electricidad al capital
extranjero.14
Después de tomar posesión
como Presidente Constitucional, en
la primera reunión oficial con los
embajadores mexicanos, celebrada
en Palacio Nacional el 5 de enero
del 2001, Fox expuso las bases de
la nueva política y los lineamientos
que deberían seguir los diplomáticos
del país:
1) La política exterior de México la
establecen todos los mexicanos,
no el Presidente ni el Secretario
de Relaciones.
2) Hay (diplomáticos mexicanos)
quienes prefieren ‘agazaparse’
y seguir con la anterior política.
Hoy se optará por una nueva
relación con el mundo, más ‘activa’ y por ello: “Tenemos que
salir al mundo, a participar en
todo lo que sucede, así nos guste
o no, así sea favorable o no nos
sea favorable. Tenemos que ser
un actor claro en la participación
en el mundo externo.”
3) La apertura de las fronteras
mexicanas “al libre tránsito de
personas e ideas políticas de
cualquier índole” será sin limitaVéanse El Economista, 24 de agosto
del 2000 y 5 de octubre del 2000, así como
Milenio, 3 de octubre del 2000.
14
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NOTAS
ciones, ya que “no tenemos nada
de que avergonzarnos ni tenemos
nada que limitar en materia de
ideas”. (sic)
4) La globalización requiere de
cambios sustanciales con una
política exterior más activa y
dinámica que implica “evolucionar en el concepto de soberanía
que hasta el momento rige en el
país”.15
Castañeda, a su vez, anunció
que el Presidente podría considerar
el participar en las operaciones de
mantenimiento de la paz en el mundo, auspiciadas por Naciones Unidas, y reiteró la aspiración a ocupar
un sitio en el Consejo de Seguridad
de la ONU, al tiempo que criticó ‘la
inercia’ de los gobiernos anteriores.16
El desplante de Castañeda no fue del
agrado de las Fuerzas Armadas, ya
que con discreción el Secretario de
Marina se opuso, argumentando las
carencias para el envío de tropas.17
Un viraje semejante en materia
de política exterior, en particular la
integración con Estados Unidos, reVéase Crónica, 6 de enero del 2001.
Véanse La Jornada y El Economista,
4 de enero del 2001.
17
En opinión de un estudioso del tema,
no hay consenso en el Ejército acerca del
papel que el Presidente les está ‘asignando’.
Véase La Jornada, 7 y 10 de enero del
2001. En febrero del 2002, el Secretario
de la Defensa, General Clemente Vega, se
reunió con diputados de todos los partidos y
15
16
quería de una amplia explicación que
lo justificara, pero nunca hubo tal ni
en ésta ni en otras materias; los cinco
años de gobierno del ‘cambio’ han
transcurrido sin búsqueda de consensos y sin ninguna preocupación
por legitimar las nuevas políticas.
Esta conducta no sorprende en el
presidente Fox ni en la mayoría de
su equipo, ya que salidos del mundo
empresarial ni siquiera se plantean
los problemas de legitimación o búsqueda de apoyos. Extraña, sí, en un
soi-dissant ‘intelectual de izquierda’,
como se autodefinía Castañeda.18
Más aún, éste no se diferenció de sus
compañeros de gabinete que abordaban temas sustanciales con ligereza
les garantizó que ‘la soberanía está a salvo’
y que México no participaría en las operaciones militares del Comando Norte, como
lo habían anunciado en Estados Unidos, con
la anuencia del Presidente. El Secretario de
Gobernación, Santiago Creel, minimizó el
hecho, reduciéndolo a un “intercambio de
información y revisión en las fronteras para
evitar la internación de algún grupo que
constituyera una amenaza para México o
Estados Unidos”. Véase Crónica, 19 de abril
del 2002, p. 4, 5 y 6.
18
Véase entrevista con Alejando Toledo
en Macrópolis, 15 de noviembre de 1993.
En esta misma ocasión, decía –con frivolidad– que se diferenciaba de los ‘intelectuales
de derecha’ que sólo quieren “el mercado, la
empresa privada, la utilidad, la rentabilidad,
que todos los problemas se arreglen sin la
injerencia de mecanismos exteriores al mercado. Yo no”. Y añadió: “uno no se define por
las modas. Yo siempre he sido eso –intelec-
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NOTAS
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y locuacidad, sin preocuparse por la
congruencia.
Así, por ejemplo, en el capítulo
de política exterior del Plan Nacional de Desarrollo, presentado el 29
de mayo del 2001 o en el Acuerdo
Político para el Desarrollo Nacional,
del 7 de octubre del mismo año, no
se planteó la posibilidad de ‘integrarnos’ a Estados Unidos, ‘cediendo
soberanía inteligentemente’, como se
había sostenido, ni tampoco de presentar al Congreso una ‘adecuación’
de los principios constitucionales
que rigen la política exterior, sino que
se reafirmaron estos principios. En
el citado Plan también se reiteró la
prioridad de nuestra relación con
América Latina y el Caribe por razones de “identidad cultural, raíces
históricas comunes y aspiraciones
compartidas de desarrollo e integración” (lugares comunes), y dos
más que muestran ignorancia: por
‘proximidad geográfica’ y ‘complementaridad económica’.
En el 2002, se volvió a insistir
en la creación de una Comunidad
tual de izquierda– y quiero seguir siéndolo.
Cuando me canse, me aburra, cambiaré de
etiqueta. Por lo pronto no me he cansado,
no me he aburrido y sigo creyendo en lo que
creo. Sin duda también puedo permitirme ese
lujo: me gano muy bien la vida como intelectual de izquierda. Quizá eso tenga que ver
con la posibilidad de seguirme llamando así”.
Más que cinismo, Castañeda demuestra que
no es tan inteligente como él supone.
de América del Norte, como declaró
Castañeda en una larga entrevista,
concedida a Ignacio Rodríguez Reyna
de El Universal, 7 de marzo del 2002,
y tres meses después, el inconstante
Secretario de Relaciones escribió, en
el mismo diario, que ante la ‘concentración’ de nuestras relaciones con
Estados Unidos había que “perseverar
en los esfuerzos de diversificación
económica”.19
La confusión mental, por un lado,
y el reiterado rechazo de los Estados
Unidos al proyecto de Mercado
Común por el otro, generaba esta
verborrea de Castañeda que desembocó en otro despropósito: “El punto
central es la posibilidad de que la
política exterior mexicana permita
anclar el cambio democrático en
nuestro país.”20 Esta tesis la volvió
a plantear en el balance que hizo de
las acciones realizadas a dos años
del 2 de julio del 2000, para ocultar
el fracaso de su política ‘activa’, en
particular el acercamiento con los
Estados Unidos.21
La otra cara de la nueva política
fue el distanciamiento con Cuba.
Con el celo propio de los conversos y
con la ingenuidad de los aficionados,
Castañeda hizo cuanto pudo para
19
2002.
Véase El Universal, 30 de junio del
Idem.
El texto del artículo de Castañeda se
publicó en Reforma, 12 de julio del 2002.
20
21
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NOTAS
provocar que el presidente Castro
rompiera relaciones con México,
pero el experimentado político cubano no cayó en el garlito y esperó
con paciencia el momento oportuno
para responder. Después de la primera ‘Cumbre’ de Monterrey, Castañeda le ofreció la oportunidad en
bandeja de plata y Castro lo exhibió
como mentiroso y desleal, poniendo al propio presidente Fox en una
situación lamentable con la difusión
de la conversación sostenida que
incluyó el ‘comes y te vas’.
La renuncia de Castañeda era
obligada, al menos para salvar en
algo la figura presidencial, pero
ésta tuvo lugar hasta el mes de enero del 2003, casi 10 meses después
del incidente con Cuba, y con un
formato inédito, humillante para
el Presidente: Castañeda se dio el
lujo de leer su texto de renuncia
ante Fox y su sucesor Luis Ernesto
Derbez, y aunque lamentó no haber
alcanzado el acuerdo migratorio,
cuando según el embajador Davidow
ni negociaciones había (véase nota
14), afirmó sin ningún pudor: “Buena
parte de lo que nos propusimos hacer
se ha cumplido.” Para excusar su
ineficacia, Castañeda reiteró que la
política no es su oficio y criticó a
los que se dedican a ella en forma
profesional, lo que no obstó para que
poco después anunciara su intención
de competir por la presidencia de la
República, como si este cargo fuera
decorativo y nada tuviera que ver con
la política.22
Castañeda tuvo un digno sucesor en Luis Ernesto Derbez, ya que
siguió las mismas pautas: comedimiento, cuando no servilismo ante
los Estados Unidos, distanciamiento
con Cuba, falta de cortesía y de respeto a otros países, todo ello aunado
al desconocimiento de la política
internacional. No fue de extrañar,
por consiguiente, que al ridículo se
sumaran los efectos contraproducentes de una política exterior ‘activa’
cuando no se cuenta con los medios
para llevarla a cabo.
En marzo del 2003 se planteó el
problema de Irak en el Consejo de
Seguridad que puso en entredicho
la intención de México de votar en
contra. Las presiones de Estados
Unidos fueron de tal magnitud que
el presidente Fox se refugió en un
hospital y dejó la decisión en manos
de Derbez. El enojo del gobierno de
Bush fue hecho público y el distanciamiento echó por tierra cualquier
posibilidad de negociar alguno de
los proyectos foxistas. En mayo del
2003, Derbez viajó a Washington
para intentar recomponer la relación
pero recibió una gélida acogida.
Después de entrevistarse con el
22
Esta actitud parece responder a la
ignorancia y la vanidad más que a un cinismo
calculado.
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NOTAS
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Secretario de Estado Colin Powell
declaró que el acuerdo migratorio
ya no era una prioridad, sino la lucha
contra el terrorismo.23 Powell también abordó el tema, pero en forma
comedida, y señaló que el acuerdo
(migratorio) tomaría más tiempo y
costaría más esfuerzo. En cambio, el
Comité de Relaciones Exteriores de
la Cámara de Diputados de Estados
Unidos aprobó una resolución en la
que condicionó la firma de un posible
acuerdo migratorio a la apertura de
Pemex a inversiones de empresas
petroleras de Estados Unidos. 24
Las desventuras del ‘activismo’
mexicano en la ONU no habían terminado para el presidente Fox, quien
recibió otro revés con la publicación
de una carta de Adolfo Aguilar Zinser, ex representante de México ante
Naciones Unidas, en la que además
de dirigirse de tú al Presidente,
comenzó con un ‘Te equivocas Vicente’. En el texto le indica que su
actuación en la ONU (su oposición
a la invasión de Irak) molestó a
‘algunos’ miembros del gobierno
de Estados Unidos que así ‘te’ lo
hicieron saber, al igual que a Derbez,
y tú “para defenderte de quienes te
acusan de haberme cesado por dictados de Colin Powell” te sumaste a
23
24
Véase Crónica, 8 de mayo del 2003.
Véase Crónica, 10 de mayo del 2003.
la campaña de descalificaciones en
mi contra.25
En enero de 2004 se llevó a cabo
otra reunión de presidentes de América en Monterrey a la que obviamente no asistió Fidel Castro. En dicha
reunión, Fox defendió la propuesta
estadounidense de apoyo al acuerdo
de Libre Comercio de las Américas
(ALCA) a la que Brasil se oponía, y
aunque a la postre cedió, Fox tuvo
que defenderse, en conferencia de
prensa, de ser el ‘lacayo’ de los Estados Unidos, aunque reconoció que
su relación con Bush es tan ‘estrecha’
que en ocasiones ‘hace algunas gestiones a través nuestro’.26
Después vino el voto de condena
a Cuba en la Comisión Internacional
de Derechos Humanos en Ginebra,
el discurso del presidente Castro del
1º de mayo (“México hizo cenizas
su prestigio e influencia de América
25
El texto de la renuncia se publicó en
Reforma, 21 de noviembre del 2003, y la
‘campaña de descalificaciones’ se originó
por una conferencia de Aguilar Zinser en la
Universidad Iberoamericana en la que habló
de que México era [para los norteamericanos]
el patio trasero.
26
Véase El Universal, 12, 13 y 14 de
enero del 2004. A pesar de lo anterior, el
ejecutivo federal no caía en cuenta de su
pérdida de credibilidad y confiabilidad, y una
semana después de la reunión de Monterrey,
se ofreció a mediar en el diferendo entre Bolivia y Chile, ofrecimiento que fue rechazado
por este último. Véase El Universal, 19 de
enero del 2004.
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NOTAS
Latina”) que se sumó al caso Ahumada y a la expulsión de diplomáticos
cubanos de México y el retiro de
embajadores, sainete organizado por
los secretarios Creel y Derbez, que
rápidamente tuvieron que suspender
ante el peligro de llevarse otra tunda
como la recibida por el ‘comes y
te vas’. La lista de desaciertos se
completó con el fracaso de Derbez
para ganar la Secretaría General de
la Organización de Estados Americanos que demostró el aislamiento de
México en Latinoamérica y la desconfianza de los Estados Unidos con
respecto a la constancia y capacidad
del Presidente y de su Secretario
de Relaciones a los que no les han
guardado muchas consideraciones
después del caso de Irak.
La actividad del presidente Fox
y de la casi totalidad de sus funcionarios ni siquiera puede calificarse
en términos de haber seguido una
buena política u otra equivocada,
sino de desgobierno. Su actuación no
cae en el ámbito de lo político sino
en el del teatro de lo grotesco, a la
manera del Ubú rey de Alfred Jarry.
Esta deformación de la vida política
y del quehacer gubernamental ha servido para echar por tierra muchos de
los lugares comunes que durante las
últimas décadas se habían acumulado, adquiriendo carácter de verdades
indiscutibles, y que surgieron de los
medios académicos, como fue el
caso de la necesidad de una política
exterior ‘activa’.
El primer libro que planteó el
asunto fue el de Mario Ojeda Alcance
y límites de la política exterior de
México27 en el que sostiene que antes
de 1970 no hubo propiamente una
‘política’ sino una ‘actitud’ ante el exterior de ‘relativa pasividad’. El punto
de apoyo de la tesis fue el mensaje del
II Informe de Gobierno del presidente
Echeverría, en el que sostuvo que:
México no puede crecer en
soledad. Nada de lo que ocurre fuera
de nuestras fronteras nos es ajeno
y es imposible el aislamiento en
una época de creciente interdependencia... Es por ello necesario multiplicar contactos con el exterior,
hacer de la diplomacia un medio
más apto para la defensa de nuestros principios e intereses y salir al
mundo para enfrentar los problemas
que nos afectan.
Estas posiciones fueron tomadas muy en serio por Ojeda quien
concluye: “Esta nueva posición doctrinaria vino a constituir un viraje
profundo en la política exterior, en el
sentido de que sacó al país de su secular aislamiento.” Como ejemplos
‘destacados’ menciona la Carta de
los Derechos y Deberes Económicos
de los Estados, el Sistema Económi27
1976, México, El Colegio de México.
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NOTAS
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co de América Latina y el “proyecto
de Sistema de Desarrollo del Tercer
Mundo. Es de dudar que alguien se
acuerde de ellos.28
Este trabajo fue editado en 1976,
el último año del gobierno echeverrista y le siguió México, el surgimiento
de una política exterior activa, publicado por la SEP en 1986, en el que
reitera algunos de los argumentos
anteriores, subrayando que el hilo
conductor es “el activismo de la política exterior entre 1970 y 1984”, por
lo que “no se cubren otros aspectos
importantes de la vida internacional
de México (la relación con Estados
Unidos, nada menos), que si bien
constituyen la parte fundamental e
ineludible de los contactos de México
con el exterior, se dejan fuera en su
mayor parte”. (p. 9) Esta afirmación
resulta insólita en un académico, ya
que anuncia el uso discrecional de la
variable decisiva para juzgar el grado
de validez de su tesis, puesto que el
‘activismo’ implicó en unos casos alejamiento de la política estadounidense
y en otros abierta confrontación.
No es de extrañar, por consiguiente, que los trabajos de Ojeda revistan
un carácter legitimador, al destacar
las puestas en escena favorables a su
argumentación, los párrafos oficiales
de los discursos, y no abordar con
profundidad las consecuencias y los
28
Mario Ojeda, op. cit., p. 6, 184 y s.
desenlaces manifiestos en las severas
crisis económicas de final de sexenio
de los presidentes Echeverría, López
Portillo y De la Madrid, que obligaron
al país a recurrir a los Estados Unidos
para resolverlas, lo cual echó por
tierra las pretensiones de desempeñar
un papel independiente o destacado
en el mundo.
Con estudios de posgrado en
Harvard, Ojeda también fue víctima
de la pretensión de hacer de los estudios internacionales una ciencia que
escapara a la historia de las relaciones internacionales. Esta pretensión
ha conducido a muchos investigadores a descubrir el hilo negro en el
mejor de los casos y en la mayoría
a incurrir en graves errores de apreciación y de juicio. En el caso de la
política exterior, un simple vistazo a
la historia de México en el siglo XIX
hubiera permitido comprobar que
las relaciones de liberales y conservadores con las grandes potencias
fueron más activas y con mayores
implicaciones internas que las de los
gobiernos del siglo XX, incluyendo
el período 1970-1984.
El conocimiento de la historia
de las relaciones internacionales en
la Europa decimonónica también
hubiera permitido comprender que
se vivía un mundo ‘multipolar’,
en el lenguaje de hoy, que ofrecía
mayores posibilidades de diversificación. Después de la Segunda guerra
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mundial este margen se estrechó con
el surgimiento del mundo bipolar, y
qué decir del ‘unipolar’ que vivimos
en este nuevo siglo.
Pareciera que Ojeda soslaya
que conforme creció el poderío estadounidense disminuyeron las posibilidades mexicanas de seguir una
política exterior activa que incluye,
como uno de sus mayores componentes, la independencia de acción
frente a los Estados Unidos. Al no
hacer explícito este requerimiento,
no queda claro en que consistió ese
‘activismo’ que por momentos revistió actitudes propias de un acto voluntarioso de los presidentes citados
que evaluaron mal, o simplemente no
lo hicieron, la relación de fuerzas en
el mundo. El fracaso del activismo
foxista obliga a una revisión realista
de la política exterior mexicana.
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RESEÑAS
RESEÑAS
Patricia Villegas, De alma enamorada, 2004, México, Universidad
Iberoamericana-Miguel Ángel Porrúa, 120 p.
L
a vida y obra de Juan de la Cruz, místico carmelita español (15421591) es una de las piedras de toque de la literatura universal y, en especial,
de la literatura del Siglo de Oro español. Pero no sólo es ejemplar y bella
la figura y la poesía de este hombre de Dios, sino que se trata de una de las
más claras exposiciones de la verdad de la fe cristiana.
A este Juan de Yepes se le ha estudiado de muy distintas maneras. Se ha
abordado su vida y su obra sobre todo desde la perspectiva religiosa, teológica y
poética. Su obra la siguen apreciando en particular religiosos, teólogos, poetas
e historiadores de la cultura. Abundan también los estudios biográficos, históricos, sociológicos, económicos, políticos y psicológicos. La personalidad
y la calidad de su obra es verdaderamente inagotable por lo que se refiere a
su ampliación e innovación del horizonte espiritual del hombre.
Juan de Yepes nació en Fontiveros, Ávila, en 1542. El siglo que le tocó
vivir estuvo marcado por el movimiento de la Contrarreforma que la Iglesia
de ese entonces emprendió en contra de la corrupción y la desunión de la
cristiandad. Su visión del hombre y del mundo es la de aquel tiempo. Su
filosofía de la vida centrada en el hecho religioso de la fe se conceptualiza
siguiendo la filosofía escolástica cristiana. Estudió la teología escolástica en
la Universidad de Salamanca, pero muy pronto buscó nuevos caminos para su
desarrollo espiritual. Ingresó a los 21 años en los Carmelitas de Medina. En
el mes de julio del año 1567 fue ordenado sacerdote y en ese tiempo conoció
a Teresa de Ávila, quien lo convenció de que buscaran juntos la fundación
de una nueva orden religiosa carmelitana. Paradójicamente, esa reforma que
ellos proponían no era un ataque al movimiento de la contrarreforma sino
el intento de una renovación interna dentro de la misma orden religiosa a la
que pertenecían. El joven religioso fue hecho prisionero en varias ocasiones
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RESEÑAS
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porque era considerado una amenaza a la estabilidad. La reforma de Juan y
Teresa fue acusada de rebelde. En 1576 fue arrestado por la orden carmelita
no reformada, y aunque este suceso pasó pronto, no fue más que el inicio
de las persecuciones de que constantemente fue objeto. Al año siguiente
volvió a la cárcel, pero en esa ocasión se llegó a emplear la violencia y
fue llevado a un convento cercano a los observantes. Esta vez, en prisión, fue
torturado, azotado, interrogado y permaneció incomunicado prácticamente
durante nueve meses. Lo alimentaban a pan y agua. La intención de toda esta
agresión en su contra tenía como objetivo que cambiara su posición frente
a la reforma del Carmelo. Pero lejos de caer en la tentación y de perder su
identidad en el crisol del sufrimiento físico y espiritual, este santo varón
transformó su sufrimiento en una llama de amor viva.
Así, Juan de la Cruz (su nombre de religioso) se fugó con la ayuda de
su amiga Teresa (a quien ahora conocemos como Santa Teresa de Jesús) y
fue exiliado y enviado de Castilla a Andalucía. Al cabo de un mes, enfermo fue
hacia Úbeda dónde vivió los últimos meses de su vida. Murió como consecuencia de una terrible enfermedad y del silencio que le fue impuesto. Su
sepulcro fue un hoyo en el suelo; su cadáver, robado en diciembre de 1591.
El 27 de diciembre de 1726 fue canonizado por el Papa Benedicto XIII y
el 24 de agosto de 1926 fue proclamado doctor de la iglesia. Lo único que
este hombre tuvo en vida era el silencio y la poesía, la oración y la vida, la
noche y la llama de Dios en su corazón. La poesía de San Juan de la Cruz
es breve y está escrita en su mayor parte en liras: Subida al monte Carmelo,
Noche oscura del alma, Llama de amor viva, y sobre todo Cántico espiritual,
en el que hace de su unión con Dios un nuevo Cantar de los cantares.
La poesía de San Juan de la Cruz no se puede separar del proyecto
ético de su persona por la sencilla razón de que ese testimonio de vida, que
ha quedado por escrito de la manera más bella, es al mismo tiempo la vida
real que sólo alcanza su plena justificación en Dios. San Juan de la Cruz es
la respuesta viva del amor de Dios.
Patricia Villegas elige uno de los aspectos más difíciles y al mismo tiempo
apasionantes de este monje universal. No le mueve tanto el afán erudito de
señalar el lugar que el hombre de Fontiveros ocupa en la jerarquía literaria;
tampoco el situarlo en la norma o canon de lo que es un poeta del Siglo de
Oro español.
Centrada en la poesía de la Noche oscura y en la Llama de amor viva,
Patricia Villegas hace un ensayo sobre el alma enamorada de Juan de la
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Cruz. Amor, entendido como aquél que une al hombre con Dios, dialoga con
los poemas en un presente que sigue poniendo en juego los temas a veces
imposibles de la poesía como experiencia de amor místico.
Sin tener que establecer diferenciaciones académicas de las que a veces
se abusa para dar a conocer al poeta, al teólogo, al reformador, al santo, la
autora del ensayo procede a leer la poesía de Juan de la Cruz con los ojos y
el oído del intérprete o hermeneuta que al acercarse va forjando su crítica
literaria. Su virtud consiste en no dejar de lado las lecturas y los apoyos que
otros puedan haber hecho. Su limitación quizá consiste en repetirse constantemente ante la dificultad de acoger un mismo nivel en el discurso.
Aceptando, sin embargo, el reto de tantear la profundidad mística del
contenido de la poesía sanjuanista, construye una reflexión conformada por
12 voces o reflexiones yuxtapuestas. Hay en su interpretación de la Noche
oscura la percepción de que se trata de un duelo de amor. Pero en la Llama
de amor viva, el fuego es el símbolo complementario que anima su fuerza
creativa. La palabra de San Juan de la Cruz revela a la autora, también, un
amor en el exilio. En realidad, se trata de un doble exilio: por un lado el
que le impone su condición de religioso, y por otro, el que le impone su
condición de poeta.
Sabemos que San Juan de la Cruz, al igual que Miguel de Cervantes,
escribió sus mejores páginas durante se estancia en la cárcel. Al estar preso
y escribir sus poemas el monje encuentra la manera de emprender el camino
espiritual del retorno a Casa. La fuerza es la fe en el amor de que Dios
lo escucha y lo espera. Con la expresión ‘noche oscura’ no sólo se sitúa
existencialmente en el estado de cautiverio sino que comienza a extender
un programa de vida el cual todos nos podemos sentir llamados a realizar.
Su amor, como todo amor humano, tiene una meta: la divina unión a través
del camino de la noche oscura.
“El amor une, su extravío separa, pero el amor del místico participa de
ambos: amor y exilio –dice Patricia Villegas– conforman una sólo realidad
en él. San Juan sólo quiere a Dios: eso es amor. Pero no se conforma con
permanecer en esta tierra: eso es exilio. Él es su afán, eso es amor; ruega
temeroso por volver a Él: eso es exilio. Esparce sus rezos: eso es amor, para
enjugar más tarde con sus lágrimas su desesperación: eso es exilio. Llora y
suspira por Él; y porque mira dentro de sí es a un tiempo: amor y exilio.”
Así expresa Patricia Villegas el doble juego que la poesía de San Juan nos
reta a apreciar. Habiendo hecho ya el análisis de otros poetas místicos como
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Concha Urquiza en Silencia y poesía (2001), nos entrega en este pequeño
ensayo su admiración romántica por la poesía de San Juan de la Cruz, no
para mitificar o desmitificar, ni para levantarle un nuevo pedestal sino para
compartir la respuesta permanente que ella percibe en el AMOR.
El amor de San Juan de la Cruz es un amor enamorado de Dios que por
más que corre hacia él no lo alcanza y en lugar de sucumbir queda herido
con una cicatriz que todavía duele y quema. Herida de fuego de la que se
levanta otra vez para transitar el duro camino de la noche que lo perfecciona
espiritualmente. El alma pasa por tres noches: la del sentido (la más material
e inmediata), la del entendimiento y la del alma.
Villegas nos hace ver que San Juan de la Cruz es un atleta de Dios sin
olvidar también que es un poeta del amor. Tanto para subir como para llegar
a la cima de la perfección espiritual, Juan de la Cruz es quizá el testimonio
más contundente de la esperanza en el amor que Dios nos tiene a cada uno
de nosotros.
Nos congratulamos, pues, de este acierto editorial de Miguel Ángel
Porrúa quien, junto con la Universidad Iberoamericana, ha emprendido el
audaz reto de dar a conocer un tema tan serio y a la vez necesario de nuestra
vida espiritual.
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FERNANDO CALOCA
Departamento Académico de
Estudios Generales, ITAM
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Marius De Zayas, Cómo, cuándo y por qué el arte moderno llegó a
Nueva York, 2005, México, DGE | El Equilibrista-UNAM, col. Pértiga.
Estudio introductorio, traducción y apéndices de Antonio Saborit,
360 p.
Entrar en cualquier tienda de autoservicio, detenerse en un puesto de
periódicos, curiosear en la sección de arte de alguna librería, recibir como
regalo un calendario o un mouse-pad y encontrarse ante la reproducción de
una obra de Cézanne, de Modigliani, de Rivera no extraña a nadie, no asombra en absoluto, se ha convertido en algo casi normal. No siempre fue así;
sorprende leer comentarios como el que hiciera el crítico Arthur Hoeber para
el New York Globe sobre las obras de Matisse: “todo esto parece decadente,
enfermo, irreal ciertamente, como una pesadilla espantosa, y resulta hasta
cierto punto deprimente”; o, con motivo de la exposición del mismísimo
Rodin, dibujos, que algunos tacharon de inmoral: “estos garabatos –pues
no son más que eso– a decir verdad son meras sugerencias o impresiones”.
Pensar que hacia 1910 la hoy cosmopolita Babilonia de Hierro que es Nueva
York fuera considerada por los propios neoyorquinos una ciudad “provinciana como sin duda lo es en asuntos de arte”, por fuerza arranca una sonrisa
incluso al más despistado; sic transit gloria mundi, solía decirse. Ejemplos
como los anteriores abundan en esta obra de Marius de Zayas (Veracruz,
1880-Stamford, 1961), pero no son su mérito mayor. La primera sorpresa
que el texto regala es la nacionalidad de su autor, ya que no solemos otorgar
una participación significativa a nuestros compatriotas en la historia del arte
y, sin embargo, este mexicano fue uno de los principales responsables de que
el arte, en ese entonces llamado ‘moderno’, ganara NY; conoció a la primera
plana del mundo artístico tanto de esa ciudad como de París y de Londres;
amigo muy cercano de René Lefebvre, de Francis Picabia y de Alfred H.
Barr Jr. –a quien Abby Aldrich Rockefeller designara para dirigir el Museo
de Arte Moderno de la ciudad donde el Hudson se emborracha con aceite–,
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conoció muy de cerca personas de la talla de Apollinaire y de Picasso y fue
uno de los más importantes promotores no sólo del arte francés y europeo,
sino también del africano y del mexicano: no es frecuente saber que obras de
Diego Rivera fueron exhibidas junto con las de Cézanne, Van Gogh, Picasso,
Braque, en fecha tan temprana como 1916. Junto con Picabia creó la publicación 291, cardinal en su momento, y más tarde fundaría y dirigiría la Modern
Gallery, para después abrir su propia galería en el corazón de Manhattan, la
De Zayas Gallery; después se retiró durante más de veinte años a su castillo
de Rivoiranche, cerca de Grenoble. Allí comenzaría a escribir esta carta dirigida precisamente al director del MOMA, la cual terminaría en EE.UU. casi
en forma de libro; en ella entrega, en palabras del prologuista, “una puntual
relación de voces y hechos, y pone al descubierto las esperanzas y sinsabores
de un puñado de artistas y escritores frente al vitalismo apasionante de la
gran aventura de las vanguardias”.
Es encomiable la labor de Antonio Saborit, quien fuera de los primeros en
ocuparse del autor, pues la investigación para la factura de este libro le llevó
al archivo Zayas en Sevilla, en donde trabajó con el hijo del autor, Rodrigo,
directamente tanto sobre el mecanoescrito original como sobre las imágenes
del cual éste iba acompañado. Su estudio introductorio, además de leerse
con gusto, no abruma con datos eruditos –para eso están los apéndices y el
index nominum–, más bien nos presenta al autor y al contexto en que vivió
para entender cómo se produjo su texto: “Zayas [...] como Barr, se ocupaba
en observar y explicarse las manifestaciones artísticas de su tiempo en el
interior de un marco histórico amplio en el que la tradición artística universal
vivía en constante construcción y ajuste.” Asimismo, todo lector de este libro
corre con suerte pues “es de reconocerse la prudencia con la que Zayas pasó
de largo frente al vanidoso espejo de la memoria y se concentró en leer las
líneas del tiempo sobre la palma de su mano”. La traducción es la de quien
conoce a fondo este oficio de tinieblas.
Enseguida del estudio, los siete capítulos de la carta, que inician con
una descripción del autor a la cual sigue una serie de notas periodísticas de
la época; al final de cada uno (quizá sea la única ‘queja’ sobre este libro)
se encuentran las imágenes en blanco y negro –no como en el original,
colocados en el sitio de los llamados de Zayas; sin embargo, lo anterior se
debe, según Saborit, a imposibilidades editoriales técnicas. El primero es el
que da título al libro y en el cual Zayas narra cómo el arte moderno necesitó
once años de arduo trabajo (1908-18) para volverse ‘popular’, lapso que
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divide en tres períodos: el de la galería Photo-Secession, que abriera Alfred
Stieglitz en un ático que albergaba una serie de salas en el número 291 de
la Quinta Avenida; el segundo, cuando el mismo 291 se transformó en un
símbolo, ‘el símbolo en el que todos creyeron’; y el último, el período de
la Modern Gallery. El autor detalla las exposiciones de dibujos de Rodin,
esculturas de Matisse, pinturas de Cézanne y de Rousseau, de quien James
Huneker, famoso crítico, dijera que ‘como artista es un chiste; como chiste,
es regular’ y a quien denomina ‘el supremo Asno de Montmatre’.
El segundo capítulo recuenta la exposición de Picasso en la Modern
Gallery, en la cual se mostraron también obras de Braque, fotografías
‘cubistas’ de Sheeler y algunas esculturas africanas. The Armory Show, la
Exposición Internacional de Arte Moderno de 1913, tercer capítulo, fue
uno de los acontecimientos más importantes para la ciudad durante el segundo decenio del siglo pasado. El objetivo era “mostrarlo todo y al mismo
tiempo”. Las reseñas y comentarios hicieron énfasis en la obra de Picasso
y en la del escultor Constantin Brancusi, que en general despertó un interés
muy grande y de quien se llegó a afirmar que era ‘el sucesor de Rodin’.
En cambio, en la exposición de la Photo-Secession de 1914 se presentaron
pinturas del futurista Picabia, a quien la crítica no trató nada bien, pero se
lee con mucho interés el testimonio de De Zayas cuando consigna que fue
por dicho pintor que conoció a Apollinaire en París, y por éste a Max Jacob,
quien a su vez le presentó a Paul Guillaume, corredor de arte y promotor
de la escultura negra, que los modernos asociarían de manera directa con
el cubismo. Cuenta el autor que Francis Carco relata una historia en la cual
Vlaminck, el descubridor del arte africano, llevó a su amigo Derain una estatuilla y le dijo: ‘Es casi tan bella como la Venus de Milo’, a lo cual Derain
respondió: ‘Igual de bella’. Fueron con Picasso, quien se tomó su tiempo,
para finalmente afirmar: ‘Es aún más bella’.
El capítulo cuarto está dedicado a Alfred Stieglitz, en palabras de Zayas,
“el hombre adecuado en el lugar adecuado en el momento adecuado”, para
introducir el arte moderno a NY, ya que tenía el don de llamar la atención
y la habilidad para apoderarse de ella y convertirla en interés genuino. No
buscaba hacer que la gente entendiera el arte moderno: su actitud buscó
que éste aterrizara sobre la ciudad y que la gente se enfrentara a él, que
fuera ‘lo que podía ser’. El quinto capítulo se dedica a la Modern Gallery;
durante el año dorado del arte moderno, 1915, se expusieron ahí obras de
Van Gogh, Brancusi, Modigliani; en 1916, Diego Rivera; Toulouse-Lautrec,
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Guys y Daumier, los tres precursores, en 1917. El penúltimo capítulo versa
sobre la fotografía de tres artistas norteamericanos independientes: Sheeler,
Schamberg y Strand, aunque también hace referencia a la pintora Marie
Laurencin –única mujer que Apollinaire incluyera entre los modernistas
franceses–, a Derain, ‘el audaz’, y a Maurice de Vlaminck. El último, breve
capítulo, habla sobre las exposiciones colectivas que buscaban contrastar las
obras de diferentes artistas para encontrar el común denominador y disfrutar
sus diferencias específicas. Según De Zayas, la de 1916 fue la exposición
más completa de la Modern Gallery. El libro finaliza con una mención de la
titánica labor de Lefebvre quien, desde París, se ocupó de embalar y enviar,
incluso durante la guerra, las obras de los artistas para que fueran exhibidas
en Nueva York de cieno, Nueva York de alambres y de muerte.
No siempre, al asistir a un museo, surge la reflexión de todo lo que hace
posible la contemplación de una obra, todos los implicados para el delicado
encuentro entre el artista y el espectador; sin embargo, fue del café al estudio,
del estudio al tren, y al barco hasta llegar a los muros de una galería, en otro
continente, que la gente pudo acceder al contacto con el arte moderno, arte
que tardó en ser comprendido y disfrutado pero que, finalmente, se impuso
como la tendencia más fuerte de todo el siglo anterior. Imposible no recordar
la cita del Filebo de Platón, que el mismo Zayas reproduce:
170
PROTARCO.– ¿Cómo entendemos eso, Sócrates?
SÓCRATES.– Al pronto lo que digo no es plenamente evidente, pero hay
que intentar aclararlo. En efecto, con la belleza de las figuras no intento
aludir a lo que entendería la masa, como la belleza de los seres vivos o la de
las pinturas, sino que, dice el argumento, aludo a líneas rectas o circulares
y a las superficies o sólidos procedentes de ellas por medio de tornos, de
reglas y escuadras, si me vas entendiendo. Pues afirmo que esas cosas no son
bellas relativamente, como otras, sino que son siempre bellas por sí mismas
y producen placeres propios que no tienen nada que ver con el de rascarse.
MAURICIO LÓPEZ NORIEGA
Departamento Académico de
Estudios Generales, ITAM
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