Academia.eduAcademia.edu

De nombrar no se trata

2021, De nombrar no se trata

Ficción sobre temas de la linguística¿Es posible un idioma no convencional? ¿Por qué no llamar "tigre" al prado sobre el que corre o al venado sobre el cual se lanza? 1 Cuando el lunes se supo que, de entre todas las lenguas, el quechua había sido escogido; Sinesterra, regaló todos su diccionarios, los manuales de estilo que había escrito, centenares de libros especializados en lingüística atesorados por tres décadas de estudio y docencia; y se internó en lo desconocido.

De nombrar no se trata Por Fernando Baena Vejarano ¿Por qué no llamar “tigre” al prado sobre el que corre o al venado sobre el cual se lanza? 1 Cuando el lunes se supo que, de entre todas las lenguas, el quechua había sido escogido; Sinesterra, regaló todos su diccionarios, los manuales de estilo que había escrito, centenares de libros especializados en lingüística atesorados por tres décadas de estudio y docencia; y se internó ilusionado en el amazonas peruano tomando el martes un vuelo directo de Bogotá a Cuzco. Antes de partir, ya en el aeropuerto, le había dicho a su mejor amigo: — Puedes hacer lo que quieras con mis libros. Si quieres alimenta con ellos tu chimenea. Y así le dejó saber que no volvería a verlo en muchos años. Ese mismo día se convocó una protesta unificada de todas las academias de la lengua española, contra el recién fundado gobierno mundial. Y lo mismo estaban haciendo, indignados, los doctos y los sabios del inglés, del francés, del chino; de todos los idiomas. Era inadmisible que se afirmara que, por sus características, la lengua de los Qeros era la única digna de ser escogida como idioma oficial del planeta Tierra. ¿De donde acá que no fueran los hijos de Cervantes, los admiradores de Shakespeare; o los discípulos de Dante o los lectores de Verlaine los escogidos para que se comunicaran los seres humanos durante el primer milenio de paz perfecta que se auguraba para los cinco continentes a partir del año 2020? Pero la decisión estaba tomada. 2 Señores dignatarios de la lengua española: Apreciado público: Déjenme presentarme a ustedes, hoy, 23 de abril del año 2040, día del idioma planetario. No merezco ni las alabanzas que se han escrito sobre mi labor investigativa, ni el mérito que se me atribuye. Todo se lo debo a mi maestro, el paco Juan de Dios Saksahuayuque, quien me reveló durante veinte años, en medio de las selvas que resguardan los tesoros de los Incas, los misterios del cosmos y su relación con el idioma sagrado. Soy Daniel Sinesterra García. Ya no me digan doctor. Lo fui en mi juventud, cuando todavía amaba la filología por encima de todas las cosas y honraba a Rulfo y a Borges. Considérenme apenas un aprendiz de los códigos perfectos. He sido invitado a discurrir sobre la lengua universal hoy, ante ustedes, porque el gobierno mundial reconoce, tras dos décadas de impositivo silencio, que la declaración de superioridad del quechua y su enseñanza obligatoria como primera lengua no ha sido comprendida lo suficiente. Nunca se quiso subvalorar el sistema de signos fonéticos, semánticos, sintácticos y gramaticales que usó Gabriel García Márquez. Pero tampoco se comprendía, recién inaugurada la paz mundial, cómo era que de la magia del quechua emanaba el sentimiento de hermandad hoy en día reinante: no se ha cometido un sólo asesinato de guerra desde el año 2020. Los beneficios se conocían, pero no los mecanismos. Y de estos vengo a hablarles, porque me han sido revelados. Una vez me hayan escuchado, comprenderán que no hay sesgos indigenistas ni revanchismo antieuropeo en la decisión de excluir cualquier otro idioma para lograr sintonizar los corazones humanos. Como saben, estoy recién llegado de la recién descubierta Paititi, la ciudad mítica, tesoro ocultado a los conquistadores gracias a oportunas estratagemas del astuto Atahualpa. ¿Sabían ustedes que en quechua la palabra “oro” significa primordialmente “primera palabra”, o, mejor aun “idioma de los dioses” y que inclusive se usa como sinónimo de “divinidad”? Cuando Pizarro y sus traductores preguntaron ávidos por El Dorado mientras mostraban el vulgar metal con el dedo índice, el hijo de Huayna Cápac -de acuerdo con lo que dice la leyenda- sí que reaccionó de inmediato ordenando una expedición que escoltara hasta Paititi, muy lejos, lo más preciado del reino Inca: sus lingüistas. Es por un simple equívoco que se popularizó el mito de toneladas de oro que habrían sido apartadas de la avaricia española a lomos de miles de llamas. Atahualpa no mandó esconder el mineral de las manos genocidas, sino que estuvo preservando el futuro de la humanidad. No se le entregan los secretos de la bomba atómica a un grupo de fanáticos terroristas, ni se le explica el lenguaje del universo a una jauría de prófugos que quieren comprar hidalguía haciendo manar sangre inocente. Los secretos del quechua quedaron a cargo de un incontaminado grupo de sabios que se escondió por siglos para transmitirlos de generación en generación, a salvo de la brutalidad blanca. Viví allí con sus descendientes, en El Dorado, entre manglares y cuevas, entre pirámides disfrazadas de montañas selváticas, alucinado por los gritos incansables de los micos y los gestos displicentes de los manatíes. Pero, sobre todo, rodeado de los lingüistas más sabios que ha dado la especie “Homo Sapiens”, todos ellos sin excepción miembros del clan Saksahuayuque, una familia que nunca se humilló ante la arrogancia cristiana. Yo fui el primer analfabeto que ellos contactaron. Lo digo en serio. ¿Cómo describirían los nativos de la tercera dimensión a unos habitantes de un mundo bidimensional, incapaces de comprender las nociones de “arriba” o “abajo”? Como analfabetos, sencillamente. Las dimensiones superior e inferior del espacio no se pueden explicar mediante los dos sustantivos correspondientes a seres de tan bajo nivel evolutivo. Hay que vivirlas. Por eso mismo los sacerdotes queros, los paqos, nos describen como ignorantes; y no intentan siquiera usar los términos secretos enfrente nuestro. Son seres de quinta dimensión. Y el quechua que conocen los lingüistas es apenas el abrebocas de un quechua más profundo, raizal, su lingüística misma,en la que he sido iniciado, y a la que se llama “Tzutzuhuimol”. Sólo quien accede a los fonemas inemitibles del Tzutzhuimol puede entender plenamente lo que diré ahora, desde este momento. Ustedes palabrean español. Por lo tanto deben resignarse, para comenzar, con entender en primer lugar por qué su amada lengua es sin embargo, comparada con el oro, mera hojalata. Un idioma existe para hablar de algo. Primer punto. Pero ese algo, que ustedes llaman “cosmos” debe ante todo ser correctamente percibido, o de lo contrario será equivocadamente nombrado. Si en vez de ver un loro veo una mata espinosa, aseguraré a mis hijos que los cactus hablan. Una vez un idioma incorrecto haya sido aceptado y se haya vuelto costumbre, esa percepción errónea se perpetuará : el habla común se convierte entonces en una barrera para la percepción original de la existencia, y el hablante queda sin remedio aislado de la magia del mundo. De allí en adelante, habla en prosa. Los que intentan no caer en esa trampa cometen poesía. Pero ya nadie está en contacto puro con el secreto de las cosas y todo se vuelve soledad. La incorrecta percepción del universo es insoportable. Los idiomas comunes son un alivio diseñado como antídoto para esa condena, pero perpetúan la enfermedad de esa ignorancia esencial. Para que no les ocurriera esto, los queros de antaño, tres mil años antes del breve fulgor de un siglo que fue el imperio Inca; siguieron las tradiciones que les habían legado, diez mil años más atrás todavía, los atlantes. Dicen -y les creo-que los sobrevivientes del continente hundido entraron al Perú flotando por los aires entre los picos nevados, cuando todavía no olvidaban las artes levitatorias, en aeronaves transandinas. Eran una raza de ojos azules, de dos metros de alto, piel blanca; y los hombres eran barbados, tal y como dibujaron los muiscas -una etnia imberbe- a su mítico benefactor, Bochica. Por su avanzada tecnología y los poderes que desplegaron, por las artes que les transmitieron para inculcarles los rudimentos de la cultura, los nativos americanos los llamaron “dioses”. No porque pensaran que eran los creadores del mundo, sino porque una vez los aprendices pasaron la prueba de aprender agricultura y ganadería, matemáticas y astronomía los ofrendantes del saber se regalaron a sí mismos: les transmitieron la más avanzada de sus ciencias: la lingüística del quechua, el Tzutzuhuimol, el oro, que era su ADN mismo y la clave de la alquimia creadora. Pero no piensen en eso que se les viene a la mente cuando digo “Noam Chomsky”. No hablo de una disciplina que estudiara el signo lingüístico como unidad básica y mínima de la comunicación, no de ese burdo metalenguaje que ustedes han inventado, en el que yo mismo confié alguna vez, consistente en darles nombres a los nombres hasta olvidar que de nombrar no se trata. Se trata de percibir el misterio. Segundo punto que no deben olvidar. Cuando el gobierno mundial decretó lo del quechua, yo no lo dudé un segundo. Me fui para Cuzco porque desde hacía mucho tiempo Juan de Dios Saksahuayuque me había escogido para darme una enseñanza que yo creía erróneamente que ya se había terminado. Ya nos conocíamos mi maestro y yo: me había enseñado el idioma de los Andes durante mis vacaciones intersemestrales, con entrenamientos intensivos, desde que yo era un muchachito de pregrado. Me había insistido en que volviera, aunque yo no entendía su insistencia considerando que ya me comunicaba sin errores en el idioma coincidencialmente recién prescrito por el gobierno mundial. Yo no tenía coraje para creerle que la magia, la lingüística, la ciencia y la sabiduría son todas lo mismo. Este acontecimiento político me corroboraba que mi chamán andino tenía razón. Abandoné mi carrera docente y le regalé mi biblioteca a un colega. Lamenté no haber tomado en serio lo que se rumoraba: que La N.A.S.A. y la O.N.U venían investigando cuidadosamente a los bolivianos y peruanos desde mediados del siglo XX. Era obvio que hubiesen concluido, después de profundizar en los misterios egipcios, los calendarios mayas, la física cuántica y la arqueoastronomía; que la única manera de evitar la hecatombe ecológica y la tercera guerra mundial por los recursos sobrantes, era obligándonos a todos a hablar quechua para despertar el espíritu del Tzutzhuimol. Ninguna otra lengua hubiese servido. El primer ejercicio que me prescribió mi Ferdinand de Saussure indígena fue cegarme los ojos y taparme los oídos. Ungió mi piel con una grasa analgésica que me impidió sentir cosa alguna por medio del tacto e igualmente me volvió incapaz de olfatear o degustar. La tarea era absurda: Yo debería hablar en quechua como una cotorra, por veintiún días, durmiendo apenas lo necesario, parando solamente para comer, beber, ir al pozo séptico y dormir. Así lo hice. Les diré los resultados, que no serán del agrado de los hispanoamantes. Sordo y ciego, ignorando el volumen de mi voz, indiferente a la posibilidad de que alguien me entendiera o no lo que yo decía, ya no pude saber si las palabras que pronunciaba eran las correctas, ni si usaba como debería las correspondencias entre las personas gramaticales, los tiempos verbales, las expresiones adverbiales y las adjetivaciones. Yo debería experimentar que de nombrar no se trata. El léxico, que al comienzo requería una parte de mi atención, se volvió secundario. Mi mente académicamente estructurada entró en pánico, porque la verborrea fue produciendo un éxtasis semántico -muy parecido al comienzo, pero incomparable después-; al que genera la lectura y recitado de poesía. Los verbos ya no describían acciones diferenciables unas de otras, sino procesos mucho más extensos. Al nombrar por ejemplo la acción de correr, ya no podía usar lexemas que excluyeran la semántica de sudar, mirar, cantar, llorar; por lo cual tenía que inventar palabras nuevas que surgían en mi mente espontáneamente y resultaban de nuevo inútiles al profundizar un poco más. Y lo mejor: me convertía en cada cosa que bautizaba, no pudiendo tomar distancia de la misma, como suele hacer quien se representa el mundo externo. Cuando buscaba en mi memoria los sustantivos para los sujetos que realizaban acciones o las padecían, los experimentaba ya no como signos lingüísticos estáticos, inmutables, substanciales, sino de nuevo como afluencias líquidas. Ni el significante ni el significado me importaban. Un árbol, por ejemplo, no me parecía un agente o paciente de una acción. Lo prohibido, es decir, conjugar un sustantivo, me parecía lo más idóneo para nombrar una experiencia: “arbolear” en vez de “arbol” , para describir con realismo eso, para no convertirlo en una foto. Comprobé que no hay montañas sino montañear; que se conjuga en presente, preterito, futuro, pluscuamperfecto y condicional. No hay fotos sino vídeos en las galaxiar. No hay soles sino solar, soler, solir del que disfrutan en las playas los veraneantes. No era comprensible que creciera algo ni que alguien lo cortara, porque no existía por sí mismo, salvo como una colección de ocurrencias que a su vez no era ejecutada por nadie ni sufrida por algo. Me daba risa haber creído toda mi vida en sujetos y predicados, porque no podía percibir ni actores separables de sus acciones; ni acciones diferenciables de sus agentes. Eran lo mismo y nada unos y otros, cualquier transcurso de movimientos era la prolongación natural e indiferenciable de cualquier otro; y merecía ese mismo nombre u otro cualquiera diferente. ¿Por qué no llamar “tigre” al prado sobre el que corre o al venado sobre el cual se lanza? ¿Por qué insistir en ponerles nombres diferentes a los ríos si todos son agua que fluye, el mismo líquido, el mar al que van y del que nacen, las nubes en las que se convierten? No hay agua ni río ni nube ni corriente y hasta la palabra misma “devenir” no designa cosa alguna. Le metía un gol Heráclito a Parménides. Aristóteles se tapaba la cara de la vergüenza. Sentía la irrigación de la savia por el tallo de un Nogal, por poner un caso, pero resultaba ridículo usar la segunda persona del plural para referirme a “ella” , “la savia”, como si fuera algo diferente de la acción de irrigarse, de irrigar, de alimentar al conjunto, de poner en comunicación los nutrientes absorbidos por “la raíz”, término este último que tampoco se refería a nada separable del resto. Intentaba pensar en las cualidades que poseyeran ciertas personas, animales u objetos, pero en vez de encontrar adjetivos para describirlos, para compararlos, para enjuiciarlos; se me antojaban ni iguales ni diferentes, ni bajos ni altos, ni buenos ni malos, ni sabrosos ni hediondos. No pudiéndolos adjetivar, me aferraba al prejuicio de que fueran femeninos, masculinos o neutros; pero tampoco lograba descubrír su género: no me era posible asignarles un artículo ni un pronombre con el cual asirme a algún criterio para entender el mundo. Todo dejó de tener sentido. Ya no había cosas por amar u odiar, porque no había seres separables unos de otros. No había diferencias, por lo tanto, entre víctima y victimario, entre cazador y presa. Todo era una grandiosa danza de la nada que fluía. Sentí paz y gratitud verdaderas, inmensas, que iban y venían de más allá de mí mismo. Primero dejaron (¿quienes?) de tener cualidades; luego ya no ejecutaban acciones ni las recibían (¡hacia donde, de donde, de parte de quién?), más tarde yo -el emisor- ya no pude diferenciarme de ti ( tu eres él, ella, ellos, ellas) el receptor -; y finalmente todo fue un caos revelador. Linguísticamente hablando, fui pasando de la menos grave de mis ingenuidades a la más terca de todas : la de que hay múltiples objetos, por lo cual debe haber múltiples palabras -una para cada uno de ellos. Pero un amor visceral por todo cuanto existiera invadía cada una de mis células. Corrijo: no “me pasó” nada a “mi” porque no había un “yo” gramatical al que un verbo “invadir” lo modificara, ni células. Celuleaban, eso sí, los mitocondriantes lisosomados citoplasmantes inyectados de “amar”. No hay células, sino corrientes coordinadas de fluires microbiológicos hidráulicamente afluviales que corren como reflujos que ni hacen algo ni se lo dejan hacer. En sentido estricto, y para bajarlo al burdo lenguaje español, los afluenciables que invadiendo manan habrían visceraleado saberes que circulan tigreando venadiados pastear mitosísmicamente alimentares arboricoleantes de savialicuescentes subires tallidificando nutrimentalicios deliciosares pudiendo haber cualificado floreceres nogalaceos que hubiesen fructificado caedizos al humus licui-vaporoso o hasta permeabi-licola material orgánico que de nuevo pasa por el ciclo de ser cazador y presa. En una palabra: Juan de Dios Saksahuayuque me acababa de enseñar Tzutzhuimol, la esencia de la que brota el quechua. Y esto ocurrió en veintiún días. Pero volver de la quinta dimensión a la tercera -por así explicarlo- me tomó todo el resto de mi primer año iniciático. Fue dificil. Trastabillaba, veía doble, intentaba atrapar una fruta con la mano pero se me iba muy lejos o muy cerca, tartamudeaba…en fín. Tuve que volver a aprenderlo todo. Cuando ya nadie se reía de mí, Saksahuayuque me dijo: —Ahora viene lo mejor. Como ya aprendiste a ser un mequetrefe, aprenderás magia. Y por los siguientes diecinueve años practiqué la lengua sagrada, que no consiste de ninguna manera en nombrar cosas o acciones o cualidades, ni en comunicarme con otras personas respecto a todo ello, ni en ordenar en el espacio o en el tiempo sucesos respecto a los cuales hacer, haber hecho, habiendo podido hacer, estar haciendo o habiendo podido estar haciendo alguna cosa. Por fin una lengua, en vez de distanciarme del mundo , me permitía convertirme en cualquier cosa que nombrara. Como ninguna está separada de las otras, todo mi ser se empoderaba de la creatividad y del poder supremo. Reconocí con humildad que hablar en español, en inglés o en cualquier otro idioma me distanciaba del oro, en vez de unírmele y permitirle que se me una. Y que cuando nos arropamos juntitos, lo misterioso hago, hacemos, hace, haces, hacen lo que sea que queramos quiero quiere el ella que juguemos a conseguir ustedes y hasta vosotros. Ni el español, ni el inglés, ni lengua moderna alguna sirve para descubrir Tzutzhuimol. Y me refiero a todas, incluido el arameo, el griego, los dialectos mongoles, el sumerio, el sánscrito. El quechua es un puente directo porque fue transmitido por los barbados atlantes, heredado a su vez de otras humanidades que pasaron por este planeta hace no miles, sino millones de años. Y solamente la lengua original nos puede llevar a las primeras leyes del universo, pronunciadas no después, sino antes; de que existieran todas las cosas. He intentado levitar megalitos de mármol sin usar Tzutzhuimol y no he podido alzarlos ni un milímetro. Una vez maldije en sánscrito y la enfermedad se devolvió contra mí como un bumerán. Otra vez intenté resucitar a un muerto en arameo pero apenas conseguí que parpadeara un poco, por lo que concluí que Jesús usó Tzutzhuimol si es cierta la leyenda de Lázaro. Créanme. El español no sirve. El quechua, por ser apenas un proemio de la lingüística sagrada, no fue la materia prima de los encantamientos que se utilizaron para ordenarles a millones de piedras que se alinearan formando la pirámide de Keops en un término de cinco lustros. Pero por ahora la humanidad debe aprenderlo: evoca brisas de afecto que han evitado que la Tierra colapse y que nos matemos los unos a los otros a mediados del siglo XXI. Comparado con el oro, el quechua es plata. Pero yo ustedes estoy aquí amos para invitarlos arme a que prueben emos el oro, porque ante tanta pobreza los nativos americanos ellos hemos han decidido hemos ofrecerles ernos a ustedes nosotros los tesoros de “El Dorado”. Faltan más personas como yo, que hablen Tzutzhuimol, para lograr verdaderos avances. No podemos conformarnos con un mundo puedo conformarme en el que ya no hay cometemos asesinatos. Hay injusticia, hambre, tantos maleficios que aun no han sido deshechos. ¿En que idiomas se han escrito todas las ideologías que desde el comienzo de la historia han fracasado? Eso prueba que son inútiles para comprender los problemas o imaginar soluciones: siempre incompletos, incapaces de armar el rompecabezas. Unen unas piezas, pero se les desbaratan otras por haber integrado las primeras, como cuando uno logra poner de pie unas fichitas de dominó para armar una reacción en cadena pero se le caen las otras por haberlo hecho. Los sustantivos falsean el mundo. Solamente hay verbos pero todos son uno. Los idiomas nos hacen darle la espalda a lo que somos. Hagan novelas, escriban poemitas, chateen en español si lo desean. No digo que sea inútil, ni nadie les prohibirá usar una lengua infantil; de las que sirven para referirse al mundo. Pero cuando quieran hablar en serio, dejen a un lado la hojalata. Página 10 de 10