Chico es un buen perro. Tras la búsqueda de sus propósitos de vida a través
de distintas reencarnaciones, está seguro de haber encontrado una nueva
vida que le llena del todo. Mientras observa con curiosidad a la pequeña
Clarity —un bebé que siempre está haciendo peligrosas travesuras—, Chico
está convencido de que es la niña ideal para pasar con ella esta nueva etapa.
Pero cuando Chico se reencarna de nuevo, descubre que tiene un nuevo
destino. Es feliz porque vuelve a ser adoptado por Clarity, ahora una enérgica
pero problemática adolescente. Cuando de pronto los separan, Chico se
comienza a preguntar quién se encargará de cuidarla.
Una cautivadora historia de amor, esperanza y entrega, que hará que nos
planteemos si cuidamos nosotros de nuestras mascotas o son ellas quienes
cuidan de nosotros. Mucho más que una enternecedora historia sobre perros,
La razón de estar contigo. Un nuevo viaje es una conmovedora historia de
lealtad y amor que atravesará todas las barreras.
W. Bruce Cameron
La razon de estar contigo: Un nuevo viaje
ePub r1.0
Titivillus 21.11.2017
Título original: A Dog’s Journey: Another Novel for Humans
W. Bruce Cameron, 2012
Traducción: Carol Isern
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
1
ALLÍ SENTADO EN EL MUELLE de madera que se adentraba en el lago, supe
con certeza que me llamaba Chico y era un buen perro.
El pelo de mis patas era tan negro como en el resto de mi cuerpo, pero, con el
tiempo, se me había vuelto un poco blanco en los extremos. Había tenido una
vida larga y plena al lado de un chico llamado Ethan; había pasado muchas
tardes perezosas en ese mismo muelle, aquí en la granja, disfrutando de un
baño o ladrando a los patos.
Este era el segundo verano sin Ethan. Cuando murió, el dolor fue tan fuerte
como nunca antes en mi vida. Ahora había disminuido, se había convertido en
una especie de malestar en la barriga, pero continuaba sintiéndolo todo el
tiempo. Solamente el sueño conseguía calmarlo: en mis sueños, Ethan
siempre corría a mi lado.
Yo era un perro viejo y sabía que algún día, pronto, me embargaría un sueño
mucho más profundo, tal como me había sucedido siempre antes. Ese sueño
profundo me sobrevino cuando me llamaba Toby, en esa estúpida primera
vida durante la cual mi único propósito había sido jugar con otros perros.
También cuando me llamaba Bailey, la primera vez que conocí a mi chico y
cuando el amor que sentía por él fue mi razón para vivir. Me embargó otra
vez mientras era Ellie y mi trabajo consistía en buscar y salvar personas. Así
que cuando el sueño profundo viniera a buscarme la próxima vez, al final de
esta vida como Chico, estaba seguro de que ya no volvería a vivir otra vez, de
que había cumplido mi propósito y de que no había motivo para que volviera a
ser un perro nunca más. No me importaba si eso sucedía ese mismo verano o
el siguiente. Ethan, amar a Ethan, era mi propósito definitivo, y lo había
hecho tan bien como había podido. Yo era un buen perro.
Y, a pesar de todo…
A pesar de todo, mientras estaba allí sentado, miraba a una de las niñas de la
familia de Ethan que se acercaba con paso inseguro al final del muelle. Era
una cría pequeña y no hacía mucho tiempo que había empezado a andar, así
que temblaba a cada paso. Llevaba un pantalón bombacho blanco, corto, y
una camiseta ligera. Me imaginé que me lanzaba al agua y que la sacaba a la
superficie tirando de ella. Dejé escapar un cansado lamento.
Su madre se llamaba Gloria. Ella también estaba en el muelle, tumbada en
una silla reclinable; tenía unos trocitos de verdura colocados encima de los
ojos. Hasta hacía poco, sujetaba con la mano una larga cuerda que llegaba
hasta la cintura de la niña, pero ahora la mano se había aflojado y la cuerda
se arrastraba por el suelo mientras la cría se acercaba al extremo del muelle.
Cuando era un cachorro, cada vez que mi correa se soltaba, sentía el impulso
de lanzarme a explorar. Y a la niña le había pasado algo parecido.
Era la segunda ocasión que Gloria visitaba la granja. La otra vez fue en
invierno. Ethan todavía vivía. Gloria le había dejado a la niñita en los brazos y
lo había llamado «abuelo». Cuando Gloria se fue, Ethan y su compañera,
Hannah, pronunciaron el nombre de Gloria muchas veces durante varias
noches. Pero sus conversaciones estaban teñidas de emociones tristes.
También pronunciaron el nombre de Clarity. Era el nombre de la niña, a pesar
de que Gloria solía llamarla Clarity June.
Estaba seguro de que Ethan hubiera querido que vigilara a Clarity, que
siempre parecía estar metiéndose en líos. Justo el otro día, mientras yo estaba
tumbado, gateó debajo del comedero de los pájaros y se metió un puñado de
semillas en la boca. Asustar a las ardillas cuando hacían lo mismo era uno de
mis trabajos. Pero no sabía muy bien qué hacer cuando vi que Clarity lo hacía,
a pesar de que probablemente las normas no permitían que una niña comiera
semillas para pájaros. Y supe que tenía razón al respecto, porque cuando, al
fin, ladré, Gloria se incorporó sobre la toalla en que estaba tumbada y se
enfadó mucho.
Miré a Gloria. ¿Debía ladrar? Los niños saltaban muchas veces al lago, pero
ninguno de ellos era tan pequeño como ella. Por la manera en que caminaba,
parecía inevitable que se mojara. A los críos solo se les permitía bañarse
cuando los adultos los sujetaban. Miré hacia la casa. Hannah estaba fuera,
arrodillada, jugando con las flores que había al lado del camino. Estaba
demasiado lejos para poder hacer nada si Clarity caía al lago. Estaba seguro
de que Hannah querría que yo vigilara a Clarity. Y supe qué era lo que debía
hacer.
Clarity se estaba acercando al final del muelle. Solté otro lamento, esta vez en
voz más alta.
—Cállate —dijo Gloria sin abrir los ojos.
No comprendí aquella palabra, pero el tono cortante resultaba inconfundible.
Clarity ni siquiera miró hacia atrás. Cuando llegó al final del muelle, se
tambaleó un momento y cayó directamente al lago.
Hinqué las uñas en la madera del muelle y salté al agua. Clarity movía los
brazos y las piernas con frenesí, pero tenía la cabeza por debajo de la
superficie del agua. Llegué hasta ella en cuestión de segundos y la sujeté con
los dientes por la camiseta. Le saqué la cabeza fuera del agua y fui hacia la
orilla.
Gloria empezó a chillar.
—¡Oh, Dios mío! ¡Clarity!
Corrió hasta la orilla y se metió en el agua justo en el momento en que yo
hacía pie en el fangoso fondo del lago.
—¡Perro malo! —me gritó, mientras apartaba a Clarity de mí—. ¡Eres un perro
muy muy malo!
Bajé la cabeza, avergonzado.
—¡Gloria! ¿Qué ha pasado? —gritó Hannah mientras corría hasta nosotros.
—Tú perro acaba de tirar a la niña al agua. ¡Clarity hubiera podido ahogarse!
¡Tuve que saltar para salvarla y ahora estoy empapada!
Estaba claro por su voz que las dos estaban enfadadas.
—¿Chico? —preguntó Hannah.
No me atrevía a mirarla. Meneé la cola un poco y unas gotas de agua salieron
disparadas y salpicaron la superficie del lago. No sabía qué era lo que había
hecho mal, pero estaba claro que había provocado que todo el mundo se
enfadara.
Es decir, a todo el mundo menos a Clarity. Me arriesgué a mirarla un
momento porque percibí que ella se debatía entre los brazos de su madre. La
niña alargaba las manos hacia mí.
—Tico —dijo Clarity.
Tenía el pantalón empapado. Bajé los ojos otra vez.
Gloria soltó un bufido.
—Hannah, ¿te importaría quedarte con la niña? Tiene el pantalón
completamente mojado y yo quiero tumbarme de espaldas para tener el
mismo color en ambos lados.
—Claro —dijo Hannah—. Vamos, Chico.
Por suerte, eso había terminado. Salté fuera del agua meneando la cola.
—¡Oh, no! —chilló Gloria.
Me reprendió con seriedad y con una serie de palabras que no comprendí,
pero dijo «mal perro» varias veces. Bajé la cabeza y parpadeé.
—Vamos, Chico —repitió Hannah. El tono de su voz era amable.
La seguí obedientemente hacia la casa.
—Tico —decía Clarity todo el rato—. Tico.
Cuando llegamos a la escalera de la parte delantera de la casa, me detuve un
momento a causa de un extraño sabor que notaba en la boca. Ya lo había
sentido otras veces. Me recordó una vez en que saqué de la basura una sartén
metálica que despedía un olor muy dulce y que, después de lamerla, probé a
mordisquear. El metal tenía un sabor tan malo que no me quedó otra que
escupir. Pero ahora no podía escupir ese sabor: se había instalado en mi
lengua y me invadía la nariz.
—¿Chico? —Hannah estaba de pie en el porche y me miraba—. ¿Qué sucede?
Meneé la cola y subí al porche. Cuando ella abrió la puerta, fui el primero en
entrar en la casa.
Siempre era divertido cruzar esa puerta, tanto si era para entrar como si era
para salir, porque eso significaba que íbamos a hacer algo nuevo.
Al cabo de un rato, mientras Hannah y Clarity practicaban un juego nuevo,
monté guardia. Hannah llevaba a Clarity hasta arriba de las escaleras y luego
ella bajaba los escalones arrastrándose por el suelo mientras Hannah la
miraba. Entonces, le decía «buena chica» y yo meneaba la cola. Cuando
Clarity llegaba abajo, le lamía la cara y la niña se reía, pero levantaba los
brazos hacia Hannah de inmediato.
—Más —pedía—. Más, yaya. Más.
Y cuando decía eso, Hannah la cogía en brazos, le daba besos y la subía hasta
arriba de las escaleras para que lo volviera a hacer otra vez.
Cuando estuve seguro de que estaban a salvo, fui a mi sitio favorito del salón,
di unas vueltas y me tumbé con un suspiro. Al cabo de unos minutos, Clarity
se acercó a mí arrastrando una manta. Llevaba esa cosa en la boca que
siempre masticaba y nunca se tragaba.
—Tico —dijo.
Se puso a gatas en el suelo, llegó hasta mí y se enroscó a mi lado mientras se
acercaba la manta con sus pequeñas manos. Le olí la cabeza: nadie en el
mundo olía como Clarity. Su olor me llenaba de un sentimiento cálido que me
invitaba a dormir.
Todavía dormíamos cuando oí que se cerraba la puerta exterior. Gloria entró
en la habitación.
—¡Oh, Clarity! —exclamó.
Abrí un poco los ojos. Gloria se agachó y se llevó a la niña de mi lado. El lugar
en que había estado durmiendo se quedó frío y vacío sin ella.
Hannah salió de la cocina.
—Estoy haciendo galletas —dijo.
Me puse en pie, pues conocía esa palabra. Meneando la cola, me acerqué
para oler las manos de Hannah, que despedían un aroma dulce.
—La niña estaba durmiendo pegada al perro —dijo Gloria.
Oí la palabra «perro»; como siempre, la pronunció como si la hubiera hecho
enfadar. Me pregunté si eso significaba que no tendría galletas.
—No pasa nada —dijo Hannah—. Clarity se puso a su lado.
—Preferiría que mi hija no durmiera al lado de un perro. Si Chico hubiera
rodado a un lado, la hubiera podido aplastar.
Miré a Hannah, intentando comprender algo. Sabía que habían hablado de mí.
Ella se llevó una mano a la boca y dijo:
—Yo… Vale, claro. No volverá a pasar.
Clarity todavía estaba dormida. Tenía la cabeza apoyada en el hombro de
Gloria, que se la pasó a Hannah; se sentó a la mesa de la cocina con un
suspiro.
—¿Queda algo de té frío? —preguntó.
—Te lo prepararé.
Hannah, con la niña en brazos, se fue hasta la encimera de la cocina. Sacó
unas cuantas cosas, pero no vi ninguna galleta, a pesar de que su olor dulce y
cálido llenaba la cocina. Me senté obedientemente y esperé.
—Creo que sería mejor que, mientras Clarity y yo estamos de visita, el perro
se quedara en el patio —dijo Gloria.
Dio un sorbo de té mientras Hannah se sentaba con ella a la mesa. Clarity
empezaba a despertarse. Hannah le dio unas palmaditas en la espalda.
—Oh, no puedo hacerlo.
Me tumbé y solté un suave gruñido. Me pregunté por qué las personas
siempre hacían eso: hablaban de galletas, pero no le daban ninguna al perro
por mucho que se lo mereciera.
—Chico forma parte de la familia —dijo Hannah. Levanté la cabeza con pereza
para mirarla, pero no había ni rastro de galletas—. ¿No te he contado nunca
cómo nos juntó a Ethan y a mí?
Al oír «Ethan» me quedé inmóvil. Últimamente se pronunciaba poco su
nombre, pero cada vez que lo hacían no podía evitar recordar su olor y el
contacto de su mano sobre mí.
—¿Un perro os juntó? —preguntó Gloria.
—Ethan y yo nos conocíamos desde niños. Habíamos sido novios en el
instituto, pero después del incendio… ¿Sabes lo del incendio que le dejó la
pierna mal?
—Tu hijo debe de haberlo mencionado en algún momento, pero no me
acuerdo. En general, Henry habla de sí mismo. Ya sabes cómo son los
hombres.
—Vale, pues después del incendio, Ethan… Había algo oscuro dentro de él. Y
yo no era lo bastante mayor. Quiero decir que no era lo suficientemente
madura para ayudarle a manejarlo.
Percibí algo parecido a la tristeza en Hannah. De inmediato, supe que me
necesitaba. Sin salir de debajo de la mesa, me acerqué a ella y puse la cabeza
sobre su regazo. Me acarició con suavidad. Los pies de Clarity colgaban por
encima de mí.
—Ethan también tenía un perro entonces, un bonito golden retriever que se
llamaba Bailey. Lo llamaba su «perro bobo».
Al oír Bailey y «perro bobo», meneé la cola. Cada vez que Ethan me llamaba
«perro bobo», notaba que su corazón se llenaba de amor. Él me abrazaba y yo
le lamía la cara. En ese momento eché de menos a Ethan más que nunca. Y
me di cuenta de que Hannah también lo añoraba. Le lamí la mano. Ella bajó
los ojos y sonrió.
—Tú también eres un buen perro, Chico —dijo Hannah.
Meneé la cola al oír que me llamaba «perro bueno». Después de todo, quizás
esa conversación terminara con algunas galletas.
—Bueno, cada uno siguió su camino. Yo conocí a Matthew, nos casamos y tuve
a Rachel, a Cindy y, por supuesto, a Henry.
Gloria murmuró algo, pero no la miré. Hannah todavía me acariciaba la
cabeza y no quería que dejara de hacerlo.
—Después de que Matthew muriera, decidí que echaba de menos a mis chicos
y me mudé otra vez a la ciudad. Y, un día, cuando Chico debía de tener un
año, estaba en el parque de perros y siguió a Rachel hasta casa. Llevaba una
etiqueta en el collar y al leerla… Bueno, me sorprendió ver el nombre de
Ethan. ¡Pero mayor fue la sorpresa de Ethan cuando lo llamé por teléfono!
Había estado pensando en pasar por su casa algún día para hacerle una
visita, pero seguramente no hubiera llegado a hacerlo nunca. Por absurdo que
parezca, las cosas no quedaron bien entre nosotros. Y, a pesar de que hacía
mucho tiempo de eso, me sentía…, no sé, tímida quizá.
—No me hables de malas rupturas. Yo he tenido unas cuantas —dijo Gloria.
—Sí, seguro que sí —repuso Hannah. Bajó la mirada hacia su regazo y me
sonrió—. Cuando vi a Ethan, después de tantos años, fue como si nunca nos
hubiéramos separado. Nuestro destino era estar el uno con el otro. Por
supuesto, eso no se lo conté a mis hijos. Pero Ethan fue mi único compañero
del alma. Y, a pesar de ello, de no haber sido por Chico, quizá nunca nos
hubiéramos vuelto a encontrar.
Me encantaba que pronunciaran mi nombre junto con el de Ethan. Hannah
me sonrió. Percibí toda su tristeza y su amor.
—Oh, mira qué hora es —dijo Hannah de repente.
Se puso en pie y le pasó la niña a Gloria. Clarity se revolvió un poco, alargó un
brazo y bostezó. Las galletas salieron del horno y su delicioso olor invadió la
cocina, pero Hannah no me dio ninguna.
Por lo que a mí respectaba, tener tan cerca unas galletas tan tentadoras y que
no me dieran ninguna estaba siendo la tragedia del día.
—Estaré fuera, quizás una hora y media —le dijo Hannah a Gloria.
Alargó la mano hasta un lugar donde guardaba algunos juguetes llamados
«llaves» y oí el tintineo metálico típico que siempre asociaba con el coche.
Miré, alerta, dividido entre el deseo de dar un paseo en automóvil y el de
quedarme cerca de las galletas.
—Tú te quedas aquí, Chico —dijo Hannah—. Ah, Gloria, asegúrate de que la
puerta del sótano esté cerrada. A Clarity le encanta trepar a todas las sillas
que encuentra y he puesto un poco de veneno para ratas ahí dentro.
—¿Ratas? ¿Hay ratas? —preguntó Gloria, alarmada.
Clarity ya se había despertado del todo y se revolvía en brazos de su madre.
—Sí. Esto es una granja. A veces hay ratas. No pasa nada, Gloria. Asegúrate
de que la puerta está cerrada.
Me pareció detectar cierto enojo en Hannah. La miré, ansioso, en busca de
alguna señal que me indicara qué estaba pasando. Pero como solía suceder en
ocasiones así, las emociones fuertes que yo percibía nunca se explicaban. Las
personas son así, tienen emociones complejas que son demasiado difíciles de
comprender para un perro.
Seguí a Hannah mientras ella salía de la casa e iba hasta el coche.
—No, tú te quedas aquí, Chico —me dijo.
Estaba claro lo que me quería decir, sobre todo porque subió al coche y cerró
la puerta antes de que yo pudiera subir. Meneé la cola, deseando que
cambiara de opinión, pero cuando vi que el coche se dirigía hacia el camino
supe que ese día no habría paseo para mí.
Regresé a casa por la puerta de perros. Clarity estaba en su silla especial, una
que tenía una bandeja en la parte de delante. Gloria estaba con ella e
intentaba ponerle una cucharada de comida en la boca, pero Clarity escupía
la mayor parte al suelo. Probé un poco de la comida de la niña: no la culpé en
absoluto por escupirla. A veces dejaban que se llevara la comida a la boca con
las manos, pero cuando se trataba de cosas realmente malas, su madre y
Hannah debían forzarla con la cuchara.
—¡Tico! —exclamó Clarity, dando un porrazo en la bandeja de la silla con
ambas manos, feliz. Parte de la comida salpicó a Gloria en la cara, que se
levantó con brusquedad. Se limpió la cara con una toalla y me fulminó con la
mirada. Yo bajé la mía.
—No puedo creer que te permita andar por aquí dentro como si fueras el
dueño de la casa —murmuró.
No albergaba esperanzas de que Gloria me diera galletas.
—Bueno, pues no será así mientras yo esté al mando. —Me miró un instante
en silencio y, finalmente, sorbió por la nariz y dijo—: Vale. ¡Ven aquí! —
ordenó.
La seguí obedientemente hasta la puerta del sótano. Gloria la abrió y dijo.
—Adentro. ¡Vamos!
Me imaginé lo que quería, así que crucé la puerta. Al otro lado, antes de bajar
las escaleras, había una pequeña zona con una alfombra lo bastante grande
para mí. Me di la vuelta y la miré.
—Te quedas aquí —me dijo, y cerró la puerta.
Al momento, todo se quedó a oscuras.
Bajé las escaleras, que eran de madera y que crujieron bajo el peso de mi
cuerpo. No solía bajar al sótano, así que noté un montón de olores nuevos e
interesantes por explorar. Explorar y, quizá, encontrar algo para comer.
2
LA LUZ EN EL SÓTANO ERA MUY TENUE, pero los rincones estaban
repletos de ricos y densos olores. En los estantes de madera había botellas
polvorientas. Una caja de cartón, medio rota por los lados, estaba atiborrada
de ropas que todavía despedían una maravillosa mezcla de los olores de los
muchos niños que habían estado en la granja durante todos esos años. Inhalé
profundamente, recordando mis carreras por la hierba en verano y los saltos
en la nieve cuando llegaba el invierno.
Sin embargo, a pesar de esos fantásticos olores, no había nada interesante
para comer.
Al cabo de un rato, oí el inconfundible sonido del coche de Hannah, que se
acercaba por el camino. La puerta del sótano se abrió con un leve chasquido.
—¡Chico! ¡Ven aquí, ahora mismo! —ordenó Gloria, cortante.
Subí las escaleras a toda prisa, pero tropecé en la oscuridad y sentí un agudo
dolor en la pata trasera. Un dolor agudo y profundo. Me detuve y miré a
Gloria, que estaba en el quicio de la puerta. Esperaba que me dijera que,
fuera lo que fuera con lo que me había golpeado, no pasaba nada.
—¡He dicho que vengas! —gritó.
Cojeé un poco al dar el primer paso, pero sabía que debía hacer lo que me
ordenaba. Intenté no apoyarme mucho en la pata y eso pareció ayudarme.
No me gustaba especialmente que Gloria me pusiera la mano encima;
además, sabía que, por algún motivo, estaba enfadada conmigo, así que
intenté no acercarme mucho a ella.
—¿Hola? —llamó Hannah. Su voz llegaba como un eco desde arriba de las
escaleras.
Intenté acelerar el paso; la pata parecía estar un poco mejor. Gloria se dio la
vuelta y entramos en la cocina.
—¿Gloria? —dijo Hannah. Dejó unas bolsas de papel en la mesa y yo me
acerqué a ella meneando la cola—. ¿Dónde está Clarity?
—Al final la puse a dormir un rato.
—¿Qué estabas haciendo en el sótano?
—Yo… estaba buscando un poco de vino.
—¿Vino? ¿En el sótano? —Hannah bajó una mano y se la olí, pues me llegaba
el aroma de algo dulce. Estaba muy contento de que hubiera regresado a
casa.
—Bueno, pensé que tendrías bodega ahí abajo.
—Ah. Bueno, no. Creo que tenemos un poco de vino en el armario, bajo la
tostadora. —Hannah me miraba, así que meneé la cola—. ¿Chico? ¿Estás
cojeando?
Me senté. Hannah dio unos pasos hacia atrás y me llamó. Me levanté y fui
hasta ella.
—¿No te parece que cojea un poco? —preguntó Hannah.
—No sé —repuso Gloria—. Soy experta en niños, no en perros.
—¿Chico? ¿Te has hecho daño en una pata?
Meneé la cola por el puro placer de recibir su atención. Hannah se agachó y
me dio un beso entre los ojos, y yo le di un lametón. Luego, fue hasta la
encimera.
—Oh, ¿no querías galletas? —preguntó.
—No puedo comer galletas —respondió Gloria con desprecio.
Nunca había oído pronunciar la palabra «galletas» de una forma tan negativa.
Hannah no dijo nada, pero soltó un leve suspiro mientras empezaba a ordenar
las cosas que había traído a casa. A veces, cuando regresaba, traía un hueso;
pero esta vez sabía por el olor que no había encontrado ninguno. La miré,
alerta a pesar de ello, por si acaso estaba equivocado.
—Y tampoco quiero que Clarity coma ninguna galleta —dijo Gloria al cabo de
un minuto—. Ya está bastante gordita.
Hannah se rio un momento, antes de cambiar el gesto.
—¿Lo dices en serio?
—Por supuesto que lo digo en serio.
Al cabo de un momento, Hannah volvió a ocuparse de las bolsas de la compra.
—Vale, Gloria —dijo, en voz baja.
Al cabo de unos días, Gloria estaba sentada al sol, en el jardín, con las rodillas
dobladas cerca del pecho. Se había puesto unas pequeñas bolitas entre los
dedos de los pies y se los estaba tocando con un pequeño palo mojado con un
producto químico que hacía llorar los ojos. Cada dedo de sus pies quedaba
más oscuro cuando había terminado con él.
El olor era tan fuerte que superó el desagradable sabor que todavía tenía en
la boca, a pesar de que se había hecho más potente con el paso de los días.
Clarity había estado jugando con un juguete, pero ahora se había puesto en
pie y se alejaba caminando. Miré a Gloria, que tenía los ojos clavados en los
dedos de los pies y la lengua un poco fuera de los labios.
—Clarity, no te alejes —dijo Gloria sin prestar mucha atención.
Durante los días que la niña había estado en la granja, había pasado de
caminar con paso inseguro y caerse todo el rato a casi empezar a correr.
Ahora se dirigía hacia el establo. La seguí, preguntándome qué debía hacer.
Allí estaba Troy, el caballo. Cuando Ethan vivía, a veces montaba a Troy, cosa
que a mí no me gustaba mucho porque los caballos no son tan de fiar como
los perros. Un día, cuando era joven, Ethan se cayó de un caballo; pero nadie
se caía nunca de un perro. Hannah nunca montaba a Troy.
Entramos en el establo, Clarity y yo. Troy bufó al vernos. El lugar olía a paja y
a caballo. La niña caminó directamente hacia la caseta en que se quedaba
Troy cuando estaba en la granja. El caballo movió la cabeza arriba y abajo con
un gesto rápido y volvió a bufar. Ella llegó hasta los barrotes de la caseta y los
agarró con sus pequeñas manos.
—Caballito —dijo, emocionada, y sin dejar de subir una y otra rodilla de
emoción.
Troy estaba cada vez más tenso. Yo no le gustaba mucho y había notado en
otras ocasiones que, cuando me encontraba en el establo, él se ponía
nervioso. Clarity alargó la mano por entre los barrotes para acariciar a Troy,
pero el caballo se apartó.
Me acerqué a Clarity y le di un suave golpe con el hocico para que se diera
cuenta de que, si quería acariciar a alguien, a quién mejor que a un perro.
Tenía los ojos y la boca abiertos. Parecía emocionada sin apartar la mirada de
Troy.
La puerta de la caseta estaba cerrada con un trozo de cadena. Pero cuando
Clarity se apoyó en los barrotes, la puerta se abrió un poco antes de quedar
sujeta. De inmediato, supe lo que la niña iba a hacer. Chillando de felicidad,
Clarity se coló de costado por la apertura de la puerta.
Se metió en la caseta de Troy.
El caballo empezó a caminar de un lado a otro, a mover la cabeza y a
resoplar. Tenía los ojos muy abiertos y parecía que golpeaba el suelo con los
cascos con más y más fuerza. Podía oler su agitación: le transpiraba por la
piel, igual que el sudor.
—Caballito —dijo Clarity.
Metí la cabeza en la rendija de la puerta y empujé con fuerza para intentar
pasar. Mientras lo hacía, volví a sentir dolor en la pata trasera, pero lo ignoré
y me concentré en pasar poco a poco mi cuerpo. Jadeando, conseguí meterme
en la caseta justo cuando Clarity se acercaba al caballo con las manos
levantadas hacia él. El caballo daba patadas en el suelo y resoplaba. Me di
cuenta de que iba a pisar a la niña.
Troy me daba miedo. Era grande y poderoso. Y sabía que si me daba con uno
de los cascos me haría mucho daño. Mi instinto me decía que me apartara,
pero Clarity estaba en peligro y yo debía hacer algo al respecto, algo en ese
mismo momento.
Contuve el miedo y ladré con toda mi furia. Le enseñé los dientes al caballo y
me lancé hacia delante, colocándome entre Clarity y Troy. El caballo soltó un
agudo relincho y levantó las patas del suelo un momento. Yo retrocedí, sin
dejar de ladrar, empujando a Clarity hacia un rincón con la parte trasera de
mi cuerpo. Troy empezó a moverse por la caseta con mayor frenesí; pisaba
con fuerza el suelo, muy cerca de mi cara. Sin embargo, yo no dejaba de
gruñir y de lanzar mordiscos al aire en su dirección.
—¿Chico? ¡Chico!
Hannah me estaba llamando con angustia desde fuera de la caseta. Detrás de
mí, Clarity me clavó los deditos en el pelaje para no caerse con mis
empujones. Quizás el caballo me acabara golpeando, pero no pensaba
moverme de entre él y la niña. De repente, uno de sus cascos pasó
rápidamente al lado de mi oreja y lo mordí.
Y entonces, Hannah entró a toda prisa.
—¡Troy!
Desenganchó la cadena y abrió la puerta. El caballo salió disparado, cruzó las
dos puertas del establo y salió al enorme patio.
El enfado y el miedo de Hannah eran evidentes. Cogió a Clarity en los brazos
y exclamó:
—Oh, cariño, estás bien, estás bien.
Clarity daba palmadas y sonreía.
—¡Caballito! —exclamó, feliz.
Hannah alargó una mano y me acarició. Me sentí aliviado al darme cuenta de
que no había ningún problema.
—Sí, es un caballito grande. ¡Tienes razón, cariño! Pero no deberías estar
aquí.
Cuando salimos del establo, Gloria se acercó a nosotros. Caminaba de forma
extraña, como si le dolieran los pies.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Clarity se ha metido en la caseta de Troy. Hubiera podido… Ha sido
terrible.
—¡Oh, no! ¡Oh, Clarity, esto ha estado muy mal! —Gloria cogió a Clarity y la
apretó contra su pecho—. Oh, no debes volver a asustar a mamá así nunca,
nunca más, ¿comprendido?
Hannah cruzó los brazos.
—No comprendo cómo consiguió meterse ahí sin que te dieras cuenta.
—Debe de haber seguido al perro.
—Ya.
Hannah seguía enfadada conmigo, así que bajé un poco la cabeza con cierto
arrepentimiento.
—¿Podrías cogerla? —preguntó Gloria, alargando a Clarity hacia Hannah.
Después de eso, el dolor de la cadera no me desapareció. No era tan fuerte
como para impedirme caminar, pero era un dolor constante que no se iba. Y,
sin embargo, a mi pata no le pasaba nada, no había nada que lamer.
Durante la cena me quedé debajo de la mesa; limpiaba el suelo de las migas
que caían en él. Cuando había niños, siempre conseguía unos cuantos buenos
bocados de comida, pero ese día solamente estaba Clarity. Y, tal como ya he
dicho, su comida tenía un sabor horroroso. Aunque, por supuesto, cuando un
poco de su comida caía al suelo, me la comía de todos modos. Hacía unas
cuantas noches que me quedaba ahí tumbado, desde el incidente con el
caballo, cuando cierto día me di cuenta de que Hannah parecía un poco
alterada y ansiosa. Me senté a su lado y le di un golpe con el hocico. Ella me
acarició con gesto distraído.
—¿Me llamó el médico ese? ¿Bill? —preguntó Gloria.
—No, ya te dije que te lo diría.
—No comprendo por qué los hombres hacen eso. Te piden el teléfono y luego
no llaman.
—Gloria. Yo estaba…, estaba pensando en otra cosa.
—¿En qué?
—Bueno. Primero, quiero que sepas que, a pesar de que tú y Henry no estáis,
ya no estáis juntos, y de que nunca os casasteis, tú eres la madre de mi nieta
y siempre te consideraré parte de la familia. Y que siempre serás bienvenida
aquí.
—Gracias —dijo Gloria—. Lo mismo digo.
—Y siento mucho que el trabajo de Henry lo obligue a estar al otro lado del
océano. Me dijo que todavía está esperando a conseguir una plaza aquí para
poder pasar más tiempo con Clarity.
Al oír ese nombre, miré los pequeños pies de la niña, que era lo único que
podía ver desde debajo de la mesa. Estaba dando patadas en el aire, que era
lo que hacía siempre que cenaba su horrible comida. Cada vez que Gloria le
daba de comer, la niña se removía inquieta en su silla.
—Mientras, sé que estás intentando retomar tu carrera de cantante —
continuó Hannah.
—Sí, bueno, tener un hijo no ayuda, exactamente. Ni siquiera he podido
quitarme de encima estos kilos de más.
—Por eso, estaba pensando: ¿y si Clarity se quedara aquí?
Se hizo un largo silencio. Cuando Gloria habló, lo hizo en voz muy baja.
—¿Qué quieres decir?
—Rachel estará de vuelta en la ciudad la semana que viene. Y, cuando
empiece el año escolar, Cindy estará libre a partir de las cuatro cada día.
Entre nosotras y todos los primos de Clarity, podríamos prestarle mucha
atención. Y tú tendrías la oportunidad de continuar cantando. Además, tal
como he dicho, cada vez que quisieras venir a quedarte aquí, tenemos mucho
sitio. Tendrías mucha libertad.
—Así que se trata de eso —dijo Gloria.
—¿Disculpa?
—Me había hecho esa pregunta. El hecho de que me invitaras a venir, de que
me dijeras que podía quedarme todo el tiempo que quisiera. Ahora ha
quedado claro. ¿Era para que Clarity se quede a vivir contigo? ¿Y luego? ¿Qué
pasará luego?
—Creo que no comprendo qué quieres decir, Gloria.
—Y luego Henry me denuncia para dejar de pasarme el dinero para la niña. Y
entonces yo me quedo sin nada.
—¿Qué? No, eso es lo último…
—Sé que toda tu familia cree que yo intentaba hacer caer a Henry en la
trampa de que me pidiera en matrimonio, pero yo he conocido a un montón de
hombres que valían la pena. No necesito hacer caer a nadie en ninguna
trampa.
—No, Gloria, nadie ha dicho eso.
Gloria se puso en pie con un gesto brusco.
—Lo sabía. Sabía que se trataba de algo así. Todo el mundo mostrándose tan
amable.
Percibía su enfado. Y me aseguré de mantenerme lejos de sus pies. De
repente, la silla de Clarity sufrió una sacudida y sus pequeños pies
desaparecieron de mi vista.
—Voy a hacer las maletas. Me marcho.
—¡Gloria!
Oí que Clarity empezaba a lloriquear mientras su madre subía las escaleras.
La niña no lloraba casi nunca: la última vez que recordaba haberla oído llorar
fue cuando se metió en el jardín y arrancó una planta que picaba tanto que
me hizo llorar más que lo que Gloria se ponía en los pies. Y, a pesar de que
para mí era evidente que eso era algo que nadie debía comer, Clarity se metió
la planta en la boca y la masticó. Inmediatamente puso expresión de sorpresa
y empezó a llorar exactamente igual que ahora: en parte con sorpresa, en
parte con dolor y en parte con rabia.
Hannah también lloró después de que Gloria y Clarity se fueran con el coche.
Intenté consolarla tanto como pude quedándome a su lado con la cabeza
apoyada en sus rodillas. Y estoy seguro de que en algo la ayudé, aunque
continuaba muy triste cuando se quedó dormida en la cama.
No acababa de comprender qué había pasado, aparte de que Gloria y Clarity
se habían ido, pero pensé que las volvería a ver. La gente siempre volvía a la
granja.
Dormí en la cama de Hannah, cosa que había empezado a hacer poco tiempo
después de que Ethan muriera. Durante un tiempo, ella me abrazaba por las
noches y a veces también lloraba. Yo sabía por qué lloraba: añoraba a Ethan.
Todos lo echábamos de menos.
A la mañana siguiente, cuando salté de la cama de Hannah, me pareció que se
me rompía algo en la cadera izquierda. Sin poder evitarlo, solté un aullido de
dolor.
—Chico, ¿qué sucede? ¿Qué te ha pasado? ¿Qué tienes en la pata?
Percibí el miedo de Hannah y le lamí la mano en señal de disculpa por haberla
preocupado, pero no fui capaz de apoyar la pata trasera en el suelo. Me dolía
demasiado.
—Vamos al veterinario ahora mismo, Chico. Te pondrás bien —dijo Hannah.
Fuimos hasta el coche despacio; yo iba saltando sobre tres patas y haciendo
todo lo posible para que no se notara que me dolía y no poner más triste a
Hannah. Aunque siempre me sentaba en el asiento de delante, esta vez ella
me puso detrás, cosa que agradecí, pues era más fácil subir ahí que intentar
hacerlo en el asiento de delante con solo tres patas.
Cuando el coche se puso en marcha y empezó a avanzar, volví a notar ese
horrible sabor en la boca. Pero ahora era más horrible que nunca.
3
CUANDO LLEGAMOS A ESA FRÍA HABITACIÓN y me subieron a la camilla
de metal, meneé la cola temblando de emoción. Me encantaba la veterinaria,
que se llamaba doctora Deb. Siempre me tocaba con gran delicadeza. Los
dedos solían olerle a jabón, pero también se notaba un olor de gatos y de
perros en las mangas. Dejé que me tocara la pata, y no me dolió en absoluto.
Cuando la doctora Deb me lo dijo, me puse en pie. Luego esperé
pacientemente con Hannah en una pequeña habitación hasta que la
veterinaria vino y se sentó en un taburete frente a Hannah.
—No son buenas noticias —dijo la doctora Deb.
—Oh —repuso Hannah.
Noté que la embargaba la tristeza; la miré con simpatía, a pesar de que ella
nunca se había puesto triste con la doctora Deb antes. No entendía qué
estaba pasando.
—Podría amputarle la pata, pero estos perros grandes no acostumbran a
manejarse bien si les falta una pata trasera. Y no hay ninguna garantía de que
el cáncer no se haya extendido ya. Es probable que solo le causáramos una
mayor incomodidad durante el poco tiempo que le queda. Si dependiera de
mí, yo le daría solamente analgésicos. Ya tiene once años, ¿verdad?
—Es adoptado, así que no lo sé con seguridad. Pero sí, más o menos —
respondió Hannah—. ¿Es muy viejo?
—Bueno, dicen que los labradores viven unos doce años y medio, pero he
conocido algunos que viven más. No estoy diciendo que ya se encuentre al
final de su vida. Pero, a veces, en los perros más viejos, los tumores crecen
con mayor lentitud. Ese sería otro factor que tener en cuenta si pensáramos
en amputar.
—Chico siempre ha sido un perro muy activo. No me puedo imaginar que le
amputemos una pata —dijo Hannah.
Meneé la cola al oír mi nombre.
—Eres un perro muy bueno, Chico —murmuró la doctora Deb. Cerré los ojos y
me apoyé en ella para que me rascara tras las orejas—. Para empezar, le
daremos algo para el dolor. Los labradores no siempre nos hacen saber
cuándo les duele. Tienen un umbral de dolor increíblemente alto.
Cuando llegamos a casa, me dieron un plato especial de carne y queso. Luego
me entró sueño y me fui a mi sitio habitual, en el salón. Me tumbé para dar
una larga cabezada.
Durante el verano me sentía mejor si mantenía la pata trasera levantada y me
apoyaba solamente en las otras tres, así que eso fue lo que hice. Los mejores
días fueron aquellos en los que me di un baño en el lago. El agua fría era muy
agradable, y allí dentro no tenía que aguantar el peso de mi cuerpo. Rachel
regresó de donde fuera que se hubiera ido y también aparecieron por allí
todos los niños con nosotros. Asimismo, vinieron los hijos de Cindy; todos
ellos me dedicaron una gran atención, como si yo fuera su mascota. Me
encantaba tumbarme en el suelo mientras dos de las hijas pequeñas de Cindy
me ataban unas cintas rojas al pelo: sus pequeñas manos me tocaban con
gran suavidad mientras trabajaban. Y luego… me comía las cintas.
Hannah me daba un montón de caprichos para comer. Y dormía mucho. Sabía
que me estaba haciendo viejo porque, a menudo, notaba los músculos
agarrotados y porque veía peor. Sin embargo, me sentía muy feliz. Me
encantaba el olor de las hojas que caían al suelo y se enroscaban en sí
mismas, así como el perfume de las flores de Hannah mientras se secaba en
sus tallos.
—Chico vuelve a cazar conejos —oí que decía Hannah un día mientras yo
dormía.
Me desperté al oír mi nombre, pero me sentí desorientado y tardé un
momento en reconocer dónde me encontraba. Había tenido un sueño muy
vívido en el cual Clarity se caía del muelle; pero en el sueño, en lugar de ser
un perro malo, Ethan estaba allí, arrodillado al fondo del lago. «Buen perro»,
me decía, y yo notaba que él se alegraba de que hubiera estado vigilando a la
niña. Cuando ella regresara a la granja, yo volvería a cuidarla. Eso era lo que
Ethan quería que hiciera.
Su olor había ido desapareciendo de la granja lentamente, pero yo todavía
notaba su presencia en algunos lugares. A veces iba a su dormitorio y me
parecía que estaba justo allí, durmiendo o sentado en su silla, mirándome. Esa
sensación me consolaba. Y, a veces, recordaba que Clarity me llamaba «Tico».
A pesar de que sabía que su madre estaba cuidando de ella, siempre que
pensaba en Clarity notaba algo de ansiedad. Esperaba que regresara pronto a
la granja para poder comprobar en persona que la niña se encontraba bien.
Llegó el frío, y cada vez salía menos de casa. Para hacer mis necesidades
elegía el árbol que estaba más cerca; debía agacharme, pues ya no podía
levantar la pata. Hannah venía conmigo y me esperaba. Allí estaba siempre,
aunque lloviera.
Ese invierno, la nieve fue una delicia. Soportaba mi peso igual que el agua y
era más fría, así que resultaba incluso más agradable. Me quedaba de pie en
ella y cerraba los ojos: era tan cómodo que sentía que podía quedarme
dormido allí mismo.
El mal sabor de boca no se iba nunca, pero a veces era más fuerte; otras, me
olvidaba de él. Lo mismo sucedía con el dolor en la pata, pero había
momentos en que un dolor repentino y agudo me despertaba de la siesta y me
dejaba sin respiración.
Cierto día, me levanté y fui a mirar la nieve por la ventana. Se estaba
derritiendo, así que no parecía que valiera la pena salir para jugar con ella, a
pesar de que siempre me había encantado el momento en que la hierba nueva
empezaba a crecer en la tierra húmeda y fangosa. Hannah me miró:
—Vale, Chico. Vale —dijo.
Ese día, todos los niños vinieron a verme, me acariciaron y me hablaron. Yo
me quedé tumbado en el suelo. Gruñía de placer al recibir tantas atenciones y
tantas caricias. Algunos niños estaban tristes; otros parecían aburridos. Pero
todos ellos se sentaron en el suelo conmigo hasta que llegó la hora de irse.
—Eres un perro bueno, Chico.
—Te echaremos de menos, Chico.
—Te quiero, Chico.
Cada vez que oía mi nombre, meneaba la cola.
Esa noche no dormí en la cama de Hannah porque era fantástico quedarme
tumbado en mi sitio, en el suelo, y recordar las caricias de todos los niños.
A la mañana siguiente me desperté justo cuando el sol empezaba a iluminar el
cielo. Tuve que emplear todas mis fuerzas para ponerme en pie; fui hasta la
cama de Hannah cojeando. Ella se despertó en cuanto coloqué la cabeza
sobre la cama, jadeando.
Me dolía mucho el estómago y la garganta, y notaba un dolor sordo en la
pata.
No sabía si ella podía comprenderme, pero la miré fijamente, intentando
hacerle saber lo que necesitaba. Sabía que esa maravillosa mujer, la
compañera de Ethan, que tanto nos había querido a los dos, no me fallaría.
—Oh, Chico. Me estás diciendo que ha llegado el momento —dijo con tristeza
—. Vale, Chico, vale.
Salimos de la casa y me acerqué cojeando al árbol para hacer mis
necesidades. Luego observé la granja, iluminada por la luz del amanecer: todo
tenía un tono naranja y dorado. Del alero del tejado caían gotas de agua; un
agua fría que despedía un olor puro. El suelo, a mis pies, estaba húmedo, listo
para eclosionar con flores y hierba: olía ya esos nuevos brotes justo debajo de
la superficie fragante de la tierra. Era un día perfecto.
Llegamos al coche sin problemas, pero cuando Hannah abrió la puerta, no le
hice caso, sino que me desplacé un poco hasta que mi hocico apuntó hacia la
puerta de delante. Ella se rio un momento. Abrió la puerta y me ayudó a subir.
Yo siempre iba en el asiento delantero.
Me senté y miré hacia fuera, al nuevo día que traía la promesa de brisas más
cálidas. Todavía quedaba un poco de nieve en las zonas en que los árboles
estaban más apretados, pero ya había desaparecido del jardín en que Ethan y
yo habíamos jugado tanto. Todavía me parecía oírle diciéndome que yo era un
buen perro. Cada vez que recordaba su voz, no podía evitar menear la cola.
Durante ese viaje a ver a la doctora Deb, Hannah no paraba de alargar la
mano para acariciarme. Y cuando hablaba, su tono de voz era muy triste. Yo le
lamía la mano cada vez que me tocaba.
—Oh, Chico —dijo.
Meneé la cola.
—Cada vez que te miro, recuerdo a mi Ethan. Chico. Buen perro. Tú eras su
compañero, su amigo especial. Su perro. Y me llevaste hasta él otra vez,
Chico. Sé que no me comprendes, pero que aparecieras en las escaleras de mi
casa fue lo que hizo que Ethan y yo volviéramos a estar juntos. Tú hiciste eso.
Fue… Ningún perro podría hacer nada mejor por su gente, Chico.
Me sentía feliz al oír que Hannah pronunciaba una y otra vez el nombre de
Ethan.
—Tú eres el mejor perro del mundo, Chico. Eres un perro muy muy muy
bueno.
Meneé la cola: me encantaba ser un buen perro.
Cuando llegamos y Hannah me abrió la puerta, me quedé sentado. Sabía que
no había forma de poder saltar fuera del coche. La miré con tristeza.
—Oh, vale, Chico. Espera ahí.
Hannah cerró la puerta y se alejó. Al cabo de unos minutos, la doctora Deb y
un hombre a quien no había visto nunca llegaron hasta el coche. Las manos
del hombre olían a gato y también desprendían un olor de carne muy
agradable. Él y la doctora Deb me llevaron hasta el interior del edificio. Hice
todo lo posible por no hacer caso del dolor que me recorría todo el cuerpo,
pero me quedé exhausto. Me colocaron sobre la camilla metálica, pero yo
tenía tanto dolor que no pude ni menear la cola, así que agaché la cabeza y
me tumbé. El frío del metal en el cuerpo era una sensación muy agradable.
—Eres un perro muy muy bueno —me susurró Hannah.
Sabía que ahora no duraría mucho. Me concentré en ella, que sonreía, pero
también lloraba. La doctora Deb me acariciaba: noté que sus dedos buscaban
un pliegue de la piel en mi cuello.
Pensé en Clarity. Deseé que pronto encontrara otro perro que la vigilara.
Todo el mundo necesita un perro, pero en el caso de Clarity era algo más que
una necesidad.
Mi nombre era Chico. Antes de eso, había sido Ellie; antes, Bailey; y antes,
Toby. Yo era un perro bueno que había amado a su chico, Ethan, y que había
cuidado de sus hijos. También había amado a su compañera, Hannah. Sabía
que ahora ya no volvería a renacer: estaba bien que fuera así. Ya había hecho
todo lo que un perro debía hacer en este mundo.
Sentí el pinchazo en el trozo de piel que la doctora Deb me sujetaba con los
dedos. También, al mismo tiempo, sentí el amor de Hannah. Al instante, el
dolor disminuyó. Me embargó una sensación de paz: una deliciosa y cálida
sensación, como cuando el agua sostenía mi cuerpo en el lago. Poco a poco
dejé de notar el contacto de las manos de Hannah. Entonces, mientras me
alejaba flotando en el agua, me sentí verdaderamente feliz.
4
LAS IMÁGENES TODAVÍA SE ESTABAN acabando de formar ante mi borrosa
visión cuando lo recordé todo. Yo era un cachorro recién nacido sin otro
objetivo que obtener la leche de mi madre y, de repente, de nuevo era yo.
Aunque volvía a ser un cachorro, recordaba haber sido Chico y también todas
las otras veces en que había sido un cachorro en mis anteriores vidas.
Mi madre tenía el pelaje rizado, corto y oscuro. Mis patas también eran
oscuras (por lo menos, lo eran hasta donde yo podía ver con mis ojos recién
abiertos), pero mi pelo no era rizado. Todos mis hermanos tenían el mismo
color oscuro, aunque me di cuenta (mientras chocábamos los unos con los
otros) de que solo había uno que tenía el pelaje como el mío. Los demás lo
tenían tan rizado como nuestra madre.
Pronto se me aclararía la visión, pero dudaba de que eso me ayudara a
comprender por qué volvía a ser un cachorro. Siempre había creído que tenía
un propósito importante y que eso era lo que me hacía renacer cada vez. Y
todo lo que había aprendido a hacer me había permitido ayudar a mi chico,
Ethan. Había permanecido a su lado y lo había guiado durante los últimos
años de su vida. Y ese, creía yo, había sido mi razón de ser.
¿Y ahora qué? ¿Iba a renacer una y otra vez, siempre? ¿Era posible que un
perro tuviera más de un motivo para vivir? ¿Cómo?
Los cachorros dormíamos juntos dentro de una gran caja. Cuando mis patas
se fortalecieron, empecé a explorar los alrededores: resultó tan emocionante
como explorar el interior de una caja. A veces oía unos pasos que bajaban por
unas escaleras y veía una forma borrosa que se inclinaba sobre la caja; a
veces oía la voz de una mujer; en ocasiones, la de un hombre. Por la manera
en que mi madre movía la cola supe que esas eran las personas que la
cuidaban y que la querían.
Muy pronto fui capaz de ver que eran —por supuesto— un hombre y una
mujer. Así es como pensaba en ellos: el Hombre y la Mujer.
Un día, el Hombre trajo a un amigo que sonrió al vernos. Ese amigo no tenía
pelo en la cabeza, pero sí alrededor de la boca.
—Son muy bonitos —dijo el hombre calvo de boca peluda—. Seis cachorros.
Es una buena camada.
—¿Quieres coger uno? —dijo el Hombre.
Unas manos enormes me agarraron; me quedé inmóvil al sentir su contacto.
Me sentía un poco intimidado mientras el hombre de boca peluda me
levantaba y me miraba.
—Esta no es como los otros —dijo el hombre que me sujetaba.
Su aliento despedía un fuerte olor a mantequilla y azúcar, así que lamí un
poco el aire.
—No, tiene un hermano que es igual que ella. No estamos seguros de qué ha
pasado: Bella y el padre son caniches puros, pero esta no parece un caniche.
Pensamos que…, bueno, una tarde nos olvidamos de cerrar la puerta trasera.
Es posible que Bella saliera. O quizá otro macho saltara la valla —dijo el
Hombre.
—Un momento: ¿eso es posible? ¿Dos padres diferentes?
No tenía ni idea sobre qué estaban hablando, pero, si lo único que ese hombre
iba a hacer era sujetarme en el aire y lanzarme olores encima, era mejor que
volviera a dejarme en el suelo.
—Supongo que sí. El veterinario dijo que era posible. Dos padres diferentes.
—Qué divertido.
—Sí, si no fuera porque no podremos vender estos dos perros de padre
misterioso. ¿Quieres este? Como eres amigo, te lo dejo gratis.
—No, gracias.
El hombre que me sostenía se puso a reír y volvió a dejarme en la caja. Mi
madre olió el olor del desconocido en mi cuerpo y, con gesto protector y
amable, me lamió para tranquilizarme. Mis hermanos y hermanas se apiñaban
a mi alrededor porque, probablemente, habían olvidado quién era yo y
querían desafiarme. No les hice ni caso.
—Eh, ¿cómo está tu hijo? —preguntó el hombre de cara peluda.
—Gracias por preguntar. Todavía sigue enfermo, con tos. Probablemente
tendremos que llevarlo al médico.
—¿Ha venido a ver a los cachorros?
—No, todavía son demasiado jóvenes. Quiero que se fortalezcan un poco antes
de que los cojan.
Los dos hombres se alejaron y desaparecieron en la nube borrosa que
quedaba fuera de mi campo de visión.
A medida que pasaban los días, empecé a oír la voz de un niño que venía de
arriba; me alarmó la posibilidad de que todo empezara otra vez, con un chico
nuevo. No era posible que esa fuera mi razón para vivir, ¿no? No sé: aquello
parecía un error, como si yo pudiera ser un perro malo por tener a otro chico
que no fuera Ethan.
Una tarde, el Hombre nos cogió a todos y nos puso en una caja más pequeña.
Nos llevó escaleras arriba mientras mi madre nos seguía, jadeando de
ansiedad. Luego dejó la caja en el suelo y le dio la vuelta con suavidad hasta
que todos nosotros rodamos por el suelo.
—¡Cachorros! —oí que exclamaba el niño en algún lugar por detrás de
nosotros.
Me apoyé en el suelo con las patas muy abiertas para mantener el equilibrio y
miré a mi alrededor. Era un lugar parecido a la sala de la granja, con un sofá
y sillas. Estábamos sobre una mullida manta; naturalmente, casi todos mis
hermanos corrieron en todas direcciones hasta que salieron al resbaladizo
suelo que quedaba más allá del extremo de la manta. Yo me quedé quieto. Por
experiencia, sabía que a las madres les gustaban más los lugares mullidos que
los duros, y siempre es más conveniente quedarse con mamá.
El Hombre y la Mujer rieron y cogieron a los cachorros para volver a
colocarlos en el centro de la alfombra. Eso debería de haber dado pistas a los
cachorros de que no debían salir corriendo de allí, pero la mayoría de ellos lo
intentaron otra vez. Entonces apareció un niño —un poco mayor que Clarity,
pero también muy pequeño— saltando de emoción. Recordé las pequeñas
piernas de Clarity dando patadas en el suelo el día en que vio a ese estúpido
caballo en el establo.
Aunque no deseaba amar a ningún niño que no fuera Ethan, resultaba muy
difícil no dejarse arrastrar por la alegría que todos sentíamos al ver a ese
pequeño humano que alargaba los brazos hacia nosotros.
El niño cogió a mi hermano, el que tenía el pelo más largo y liso, como el mío.
Noté la aflicción de mis otros hermanos al verlo.
—Ten cuidado, hijo —dijo el Hombre.
—No le hagas daño, tócalo con suavidad —dijo la Mujer.
Decidí que ellos eran la madre y el padre del niño.
—¡Me está dando besitos! —rio el niño mientras mi hermano le lamía la boca.
—Muy bien, Bella. Eres una perra buena —dijo el Hombre, acariciando a
nuestra madre, que daba vueltas alrededor de la manta sin dejar de jadear
con ansiedad.
El niño se puso a toser.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó su madre.
El niño asintió con la cabeza. Entonces dejó a mi hermano en la alfombra e,
inmediatamente, cogió a una de mis hermanas. Mis demás hermanos se
encontraban en el extremo de la manta y estaban oliendo la superficie dura
del suelo con desconfianza.
—No me gusta esa tos, parece que está empeorando —dijo el Hombre.
—No estaba tan mal esta mañana —contestó la Mujer.
Se podía oír la respiración del niño, que no paraba de toser. Es más, tosía con
más fuerza. Sus padres se quedaron quietos, mirándolo.
—¿Johnny? —dijo la Mujer.
Había miedo en su voz. Nuestra madre se acercó a ella y meneó la cola. El
Hombre dejó a uno de los cachorros en el suelo y cogió al niño por el brazo.
—¿Johnny? ¿Puedes respirar?
El crío se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las rodillas. Respiraba
con dificultad.
—¡Se está poniendo azul! —gritó la mujer.
Mis hermanos y yo dimos un respingo al oír el tono de terror en su voz.
—¡Llama al 911! —gritó el Hombre—. ¡Johnny! ¡Quédate conmigo, hijo!
¡Mírame!
De forma inconsciente o no, todos nosotros nos habíamos acercado a nuestra
madre en busca de protección. Ella bajó el hocico hasta nosotros un
momento, pero continuaba jadeando con ansiedad y se acercó al Hombre para
darle un golpe con el hocico. El Hombre la ignoró.
—¡Johnny! —gritó, angustiado.
Algunos de los cachorros intentaban seguir a nuestra madre. Ella, al verlos,
regresó con nosotros y nos empujó con el hocico para que no saliéramos de la
alfombra y no nos pusiéramos por medio.
El Hombre tumbó al chico en el sofá. El niño parpadeaba mucho y su
respiración continuaba siendo difícil. La Mujer se llevó las manos a la boca y
se puso a llorar.
Oí una sirena, que se hizo más y más fuerte hasta que dos hombres y una
mujer entraron en la sala. Pusieron una cosa sobre la cara del niño y lo
sacaron de la casa en una camilla. El Hombre y la Mujer salieron con ellos y
nosotros nos quedamos solos.
El deseo de explorar forma parte del carácter de los cachorros, así que mis
hermanos abandonaron la manta de inmediato y se fueron a olisquear todos
los rincones de la sala. Nuestra madre caminaba de un lado a otro,
lloriqueaba y subía las dos patas delanteras a la ventana de la sala todo el
rato mientras dos de mis hermanos la seguían por todas partes.
Me quedé sentado en la manta e intenté comprender qué había sucedido.
Aunque no era mi chico, me preocupaba mucho ese niño. Eso no significaba
que ya no amara a Ethan. Era solo que tenía miedo.
Puesto que éramos cachorros, ensuciamos toda la casa. Yo sabía que, cuando
fuera mayor, tendría más autocontrol; pero en ese momento no era capaz de
saber que necesitaba hacer pipí hasta que ya había empezado a hacerlo.
Esperaba que el Hombre y la Mujer no se enfadaran conmigo.
Cuando el Hombre regresó a la casa, solo, todos nosotros dormíamos. Él nos
llevó al sótano; luego, oí que hacía ruido en el piso de arriba. El aire nos trajo
un olor a jabón. Nos pusimos a mamar, pues nuestra madre se había
tranquilizado por fin al ver que el Hombre estaba en casa.
Al día siguiente nos llevaron a otro sótano en otra casa. Una mujer que olía a
comida, a colada y a perros nos recibió dándonos besos y hablándonos con
cariño. En su casa se notaba el olor de muchos muchos perros, aunque yo
solamente vi uno: un macho que se movía lentamente y casi arrastraba las
orejas por el suelo.
—Gracias. Te estoy muy agradecido, Jennifer —le dijo el Hombre.
—Mi trabajo es dar acogida a los perros —dijo ella—. Ayer adopté un bóxer, y
sabía que aparecerían más. Siempre es así. Tu mujer me dijo que tu hijo tiene
asma…
—Sí. Parece que padece una alergia mortal a los perros, pero nosotros no lo
sabíamos porque Bella es un caniche. Al parecer Johnnie no es alérgico a los
caniches. No teníamos ni idea. Me siento tan estúpido. ¡La alergia le produjo
un ataque de asma, y ni siquiera sabíamos que tenía asma! Por un momento
pensé que íbamos a perderlo.
Bella, al oír su nombre, meneó la cola brevemente. Pero cuando el Hombre se
fue, nuestra madre se inquietó. Estábamos en un sótano, en una caja que
tenía un buen tamaño; pero, en cuanto él se fue, Bella salió de la caja, se
sentó ante la puerta de las escaleras y lloró. Eso inquietó a los cachorros, que
dejaron de jugar y se quedaron sentados con actitud abatida. Estoy seguro de
que yo también parecía abatido, pues era evidente que nuestra madre se
sentía disgustada.
Ese día no pudimos mamar. La mujer, que se llamaba Jennifer, no se dio
cuenta. Enseguida nos pusimos a lloriquear. Nuestra madre estaba tan
alterada y triste que no podía tumbarse con nosotros, ni siquiera cuando las
mamas se le hincharon y empezaron a desprender un olor tan tentador que
todos nos sentimos mareados.
Yo sabía por qué estaba tan triste. Un perro pertenece a su gente.
Nuestra madre estuvo toda la noche caminando de un lado a otro y llorando.
Por nuestra parte, no pegamos ojo, pero por la mañana estábamos muertos de
hambre.
Jennifer vino a ver por qué llorábamos y le dijo a Bella que todo estaba bien,
pero noté el tono de alarma en su voz. La mujer salió de la habitación, y todos
nos pusimos a llamar a nuestra madre. Pero Bella continuaba caminando de
un lado a otro, lloriqueando: no nos hizo ni caso. Luego, después de lo que
nos pareció una eternidad, Bella se puso ante la puerta y apretó el hocico
contra ella, olisqueando con desesperación. Empezó a menear la cola. De
repente, el Hombre abrió la puerta. Bella empezó a lloriquear y a dar saltos
de alegría. El hombre tuvo que apartarla dándole empujones.
—Estate quieta, Bella. Necesito que estés quieta.
—No ha dado de mamar a los cachorros. Está demasiado triste —dijo Jennifer.
—Vale, Bella, ven aquí. Vamos.
El hombre la condujo hasta la caja e hizo que se tumbara. Le puso la mano en
la cabeza para que se quedara quieta. Entonces corrimos atropelladamente
hacia ella, dándonos empujones.
—Me preocupa la posibilidad de que la caspa de los cachorros se me quede
pegada y que Johnny tenga otro ataque. Ya tiene un inhalador y todo lo
demás.
—Pero si Bella no les da de mamar, los cachorros morirán —dijo Jennifer.
—Debo hacer lo que sea mejor para Johnny. Vamos a hacer que limpien toda
la casa —dijo el Hombre.
Por mi parte, empezaba a sentir la barriga pesada y caliente. Comer era algo
maravilloso.
—Bueno, ¿y si te llevaras a Bella y a los cachorros caniches a casa contigo?
Podrías bañarlos, quitarles toda la caspa que pudieran tener de los otros dos
cachorros. Por lo menos podrías salvar a cuatro de ellos. Eso también sería
bueno para Bella.
El Hombre y Jennifer estuvieron callados mucho rato. Yo ya estaba
completamente lleno, por lo que me alejé dando tumbos. Tenía tanto sueño
que solo quería trepar encima de uno de mis hermanos y echar una cabezada.
—¿Sacrificarías a los otros dos, entonces? No quiero dejarlos morir de
hambre —dijo el Hombre.
—No sufrirán —respondió la mujer.
Al cabo de unos minutos, me sorprendió ver que el Hombre y Jennifer cogían
dos cachorros cada uno. Bella saltó fuera de la caja y los siguió. Mi hermano,
el que tenía el pelaje como el mío, lloriqueó un poco; pero los dos teníamos
mucho sueño. Nos enroscamos el uno con el otro en busca de calor y le puse
la cabeza sobre la espalda.
No sabía adónde habían ido mi madre y mis hermanos, pero pensé que pronto
regresarían.
5
ME DESPERTÉ CON FRÍO Y CON HAMBRE. Mi hermano y yo estábamos
apretados el uno contra el otro. En cuanto me moví, él abrió los ojos.
Recorrimos la caja todavía somnolientos, hicimos nuestras necesidades y nos
tocamos varias veces para comunicarnos lo que era evidente: nuestra madre y
nuestros hermanos no estaban.
Él empezó a llorar.
La mujer que se llamaba Jennifer no tardó mucho en venir a vernos. Cuando
se acercó, tuvimos que levantar la cabeza para mirarla.
—Pobres cachorros. Echáis de menos a vuestra madre, ¿verdad?
El tono de su voz pareció tranquilizar a mi hermano, que apoyó las dos patas
delanteras en la pared de la caja y se esforzaba por alargar la cabeza y tocar
a la mujer con el hocico. Ella se agachó y sonrió.
—No pasa nada, pequeño. Todo va a ir bien, te lo prometo.
Cuando la mujer se marchó, mi hermano volvió a llorar. Intenté que se
pusiera a jugar conmigo, pero estaba demasiado triste. Yo sabía que todo
estaba bien porque teníamos a una mujer que nos cuidaba y porque ella
traería pronto a nuestra madre para que pudiéramos comer. Pero mi hermano
estaba asustado y hambriento: no podía pensar en nada más.
Jennifer regreso muy pronto.
—Vale, es hora de ocuparme de vosotros. ¿Quieres ir primero? De acuerdo —
dijo, cogiendo a mi hermano.
Cuando se lo llevó, me quedé solo en la caja. Me tumbé y procuré no pensar
en el vacío que sentía en el estómago. Era más fácil ignorar el hambre ahora
que mi hermano se había ido con Jennifer. Me pregunté si quizá debería
ocuparme de mi hermano, pero pronto descarté esa idea. Los perros no se
ocupan de otros perros, son las personas quienes se ocupan de ellos. Mientras
tuviéramos a Jennifer, todo iría bien.
Me quedé dormido. No me desperté hasta que noté que Jennifer me cogía. La
mujer me miró a la cara.
—Bueno, eso no fue tan bien como había esperado —dijo—. A ver si es más
rápido contigo.
Meneé mi diminuta cola.
Jennifer y yo subimos las escaleras. No había ni rastro de mi hermano,
aunque notaba su olor en el aire. Todavía conmigo en sus manos, Jennifer se
sentó en el sofá y me tumbó de espaldas sobre su antebrazo.
—Vale, vale —dijo Jennifer—. Quieto ahora.
Alargó la mano y cogió una cosa, una cosa que tenía una forma rara y que
acercó lentamente a mi cara. ¿Qué estaba haciendo? Me retorcí un poco.
—Necesito que te quedes quieto ahora, cachorrito. Todo va a ir bien si no te
mueves —dijo Jennifer.
El tono de su voz era tranquilizador, pero yo seguía sin saber qué estaba
haciendo. Pero entonces percibí el delicioso olor de la leche caliente: esa cosa
que sujetaba tenía leche dentro. La punta era suave. Cuando me la introdujo
en la boca, yo la agarré y empecé a succionar. El premio fue una comida
caliente y dulce.
De alguna manera, era parecido a que mi madre me diera de comer, solo que
ahora estaba tumbado de espaldas y esa cosa que tenía en la boca era muy
grande. La leche también era distinta: más dulce y más ligera. Pero no
pensaba quejarme. Succioné y ese maravilloso líquido hizo desaparecer el
dolor que sentía en la barriga.
Cuando estuve saciado, me entró sueño. Jennifer me levantó y me dio unos
golpecitos en la espalda hasta que eructé. Luego me llevó por el pasillo hasta
una mullida cama donde vi durmiendo a un enorme perro de grandes orejas.
Mi hermano estaba enroscado y pegado a él.
—Aquí tienes otro, Barney —susurró Jennifer.
El perro soltó un gruñido, pero meneó la cola. No se movió cuando yo me
acurruqué contra él. A pesar de que era un macho, su barriga era tan caliente
y confortable como la de nuestra madre.
Mi hermano soltó un chillido a modo de saludo y volvió a quedarse dormido.
A partir de ese momento, Jennifer nos alimentaba en su regazo varias veces al
día. A mí me gustaba la manera en que me daba de comer y en que me
hablaba. Sería fácil amar a alguien como Jennifer.
Mi hermano se impacientaba cuando me daba de comer a mí antes que a él.
Me parece que Jennifer decidió que era mejor que yo fuera el segundo y no
tener a mi hermano lloriqueando todo el tiempo.
Creo que yo ya lo sabía desde el principio, pero un día, mientras estaba
haciendo pipí y olí mi orina, se me ocurrió pensar que no éramos hermanos,
sino que éramos hermano y hermana. ¡Yo era una hembra! ¿Cómo podía ser?
Por un momento me pregunté qué habría sucedido con nuestra madre y
nuestros hermanos, pero era como si ya no pudiera recordarlos del todo.
Ahora vivíamos allí, mi hermano y yo: éramos una familia compuesta por dos
cachorros y un perro perezoso que se llamaba Barney. Y eso era algo que
tampoco comprendía.
Supuse que, a veces, lo único que un perro puede hacer es esperar a ver qué
sucede, qué decisiones tomarán las personas sobre qué cambiará o qué
continuará igual en nuestras vidas. Mientras tanto, mi hermano y yo
dedicamos todos nuestros esfuerzos a tirar de las enormes orejas de Barney.
Jennifer llamó Rocky a mi hermano; a mí, Molly. A medida que nos hacíamos
más fuertes, Barney empezó a no querer nada con nosotros y se impacientaba
cuando lo mordisqueábamos. Pero no importaba, porque entonces vino a vivir
con nosotros una enorme perra gris que se llamaba Sophie. A Sophie le
encantaba correr por el patio trasero, donde ya empezaba a crecer la hierba
de la primavera. Era muy rápida: Rocky y yo no conseguíamos atraparla
nunca. Pero ella quería que la persiguiéramos. Entonces, cuando
abandonábamos la persecución, se acercaba y bajaba la cabeza de forma
provocadora delante de nosotros para que continuáramos jugando. Y luego
apareció un fuerte perro que se llamaba Mr. Churchill. Tenía un tamaño
parecido al de Barney, pero era más pesado y tenía las orejas más cortas. Mr.
Churchill resoplaba al caminar: era totalmente distinto a Sophie. No estoy
seguro de que fuera capaz de correr. Y después de comer, olía muy mal.
La casa de Jennifer, con todos esos perros, era casi el lugar más maravilloso
que se pudiera imaginar. A veces echaba de menos la granja, por supuesto,
pero vivir en casa de Jennifer era como estar siempre en un parque para
perros.
Al cabo de unos días, una mujer vino a ver a Sophie y se la llevó.
—Es maravilloso lo que haces. Creo que si yo acogiera a perros, acabaría
quedándome con todos ellos —dijo la mujer que se llevó a Sophie.
Me di cuenta de que Sophie iba a tener una vida nueva con una persona
nueva. Me alegré por ella, aunque Rocky parecía estar completamente
desconcertado por lo que estaba sucediendo.
—Eso es «acogida defectuosa» —rio Jennifer—. Así es como me quedé con
Barney. Fue mi primer perro. Pero me di cuenta de que, si no me controlaba,
solo podría adoptar a unos cuantos perros y no podría ayudar a ninguno más.
Un día, vinieron unas personas a jugar con nosotros: un hombre, una mujer y
dos niñas.
—Estamos convencidos de que queremos un macho —dijo el hombre.
Las niñas se encontraban en esa maravillosa edad en que no pueden correr
mucho más deprisa que un cachorro y en que siempre están riendo. Nos
cogieron y nos besaron; luego nos dejaron en el suelo y jugaron con nosotros.
—¿Has dicho caniche y qué más? —preguntó el hombre.
—Nadie lo sabe. ¿Spaniel? ¿Terrier? —respondió Jennifer.
Sabía qué estaba pasando: habían venido a llevarse a Rocky o a mí a su casa.
Me pregunté por qué debíamos abandonar ese lugar: si alguien debía
marcharse, debería ser Mr. Churchill, que lo único que hacía era estar parado
oliendo mal o, cuando Rocky lo empujaba, perseguirnos y tirarnos al suelo con
un golpe de pecho. Pero también sabía que eran las personas quienes
decidían: en sus manos estaba el destino de los perros, y yo debería ir donde
ellas decidieran.
Sin embargo, Rocky y yo nos quedamos. Me sentí aliviado de no perder a mi
hermano, así como feliz de no tener que decir adiós a los demás perros. Eso
sí: no comprendía por qué había personas que venían a jugar conmigo y no
querían llevarme con ellas.
Y, un día, lo comprendí.
Rocky y yo nos encontrábamos en el patio trasero con una perra marrón
nueva que se llamaba Daisy. Se mostraba muy tímida con Jennifer: no acudía
cuando la llamaba. Y cada vez que ella bajaba la mano para acariciarla, Daisy
se apartaba. Era muy delgada y tenía los ojos de color marrón claro. Pero sí
jugaba con Rocky y conmigo; de hecho, a pesar de que ella era mucho mayor
que nosotros, se dejaba inmovilizar cuando luchábamos.
Oímos el golpe de unas puertas de coche al cerrarse. Al cabo de unos
minutos, se abrió la puerta de la parte trasera de la casa. Mientras Rocky y yo
nos acercábamos para investigar, Jennifer, un chico y una chica salieron al
patio. Daisy se refugió detrás de una mesa de pícnic, donde pareció sentirse
más segura.
—¡Oh, Dios mío, son tan monos! —exclamó la chica, riendo.
Debía de tener la misma edad de Ethan cuando empezó a llevarme en coche.
La chica se arrodilló en el suelo y abrió los brazos. Rocky y yo, obedientes,
corrimos hasta ella. La chica nos abrazó. Y entonces fue cuando descubrí algo
asombroso.
Era Clarity.
Enloquecí de alegría. Empecé a saltarle encima y a oler su piel por todas
partes. A lamerla y a brincar de pura alegría. ¡Clarity!
En ningún momento se me había ocurrido pensar que ella pudiera venir a
buscarme, que ella pudiera saber que yo había renacido, que me encontraría.
Pero los seres humanos conducen coches y deciden cuándo comen los perros
y dónde viven. Estaba claro que también podían hacer aquello: encontrar a
sus perros cuando los necesitaban.
Por tal motivo, esa familia de las niñas pequeñas se había ido sin nosotros:
estaban buscando a sus perros. Y estaba claro que Rocky y yo no lo éramos.
No me cansaba de estar con Clarity. Meneando mi pequeña cola, le lamí las
manos. Ella se rio. El chico se puso a correr por el patio y Rocky se puso a
correr con él, pero yo me quedé con Clarity.
—¿Qué piensas, Trent? —preguntó Clarity en voz alta.
—Es genial —respondió el chico.
—Parece que Molly se ha enamorado de ti —le dijo Jennifer a Clarity—. Ahora
vuelvo —añadió, y desapareció en el interior de la casa.
—Oh, eres tan mona —dijo Clarity acariciándome las orejas. Yo le lamí los
dedos—. Pero mamá no me deja tener un perro. Estamos aquí por Trent.
Ahora estaba claro: mi propósito era, tal y como había intuido, vigilar a
Clarity. Eso es lo que Ethan hubiera querido. Por eso volvía a ser un cachorro,
porque todavía tenía trabajo que hacer.
Y pensaba hacerlo. Vigilaría a Clarity y me encargaría de que no le sucediera
nada malo. Sería una buena perra.
El chico se acercó a nosotras con Rocky en los brazos.
—¿Has visto sus patas? Va a ser más grande que Molly.
Clarity se puso en pie y yo apoyé mis patas delanteras sobre sus piernas para
que me cogiera. Clarity me cogió en brazos. Rocky se debatía para que el
chico lo dejara en el suelo otra vez, pero yo permanecí mirando a Clarity a los
ojos.
—Lo quiero —dijo el chico—. Rocky, ¿quieres venir a casa conmigo? —
preguntó, dejando a mi hermano en el suelo con delicadeza.
Rocky saltó sobre un juguete de goma y empezó a sacudirlo.
—¡Esto es emocionante! —dijo Clarity.
Me dejó en el suelo y se dirigió hacia donde estaba Rocky mordisqueando su
juguete. La seguí pisándole los talones. Al ver que alargaba la mano para
acariciar a Rocky, metí de inmediato la cabeza debajo de su mano. Clarity se
rio.
—A Molly le gustas, C. J. —dijo el chico.
Miré un momento al chico porque había pronunciado mi nombre, pero al
momento volví a dirigir toda mi atención a Clarity.
—Lo sé. Pero Gloria se pondría de los nervios y empezaría a rabiar conmigo.
Parece que la oigo. «Sueltan baba. Son sucios». Como si nuestra casa
estuviera impoluta.
—Pero sería divertido, ¿no? Tendríamos a un hermano y una hermana.
Percibí cierta tristeza y nostalgia en Clarity mientras me sujetaba la cara
entre las manos.
—Sí, sería divertido —dijo en voz baja—. Oh, Molly. Lo siento, chica.
Jennifer volvió a salir al patio.
—Bueno, ¿debemos rellenar algún papel? —preguntó el chico.
—No. No estoy afiliada a ninguna organización ni nada. Solamente soy una
vecina que todo el mundo sabe que acoge perros abandonados y les busca
una casa. Rocky y Molly están aquí porque el niño de la familia tiene asma.
—Dijiste que los regalabas si iban a una buena casa. Pero ¿puedo pagar algo,
por lo menos? —preguntó el chico.
—Acepto donaciones, si quieres hacer una.
El chico le dio una cosa a Jennifer y luego cogió a Rocky en brazos.
—Vale, Rocky —le dijo—. ¿Listo para ir a tu nuevo hogar?
—Si tienes alguna pregunta, ponte en contacto conmigo —le dijo Jennifer.
Miré a Clarity, expectante, pero ella no me cogió en brazos.
—Oh, mírala —dijo Clarity. Se arrodilló y me acarició—. Es como si supiera
que nos vamos a ir sin ella.
—Vámonos, C. J.
Nos dirigimos todos a la puerta trasera de la casa. Jennifer la abrió y el chico
la cruzó con Rocky todavía en los brazos. Luego pasó Clarity, pero cuando yo
hice el gesto de seguirla, Jennifer me bloqueó el paso con el pie.
—No, Molly —dijo, y cerró la puerta.
Me quedé en el patrio trasero.
¿Qué?
Me senté y miré a Clarity, que me observaba desde el otro lado de la puerta.
No podía comprenderlo.
Al ver que se daban la vuelta, me puse a ladrar, frustrada al notar que mi voz
era tan débil. Ladré y lloriqueé. Me apoyé con las patas delanteras en la
puerta y la arañé para abrirme paso. ¿Clarity me abandonaba? ¡No, eso no
era posible! ¡Yo debía irme con ella!
Ella, el chico y Rocky salieron por la puerta delantera de la casa y la cerraron
tras ellos.
—No pasa nada, Molly —me dijo Jennifer. Y se fue a la cocina.
Clarity se había ido. Rocky se había ido.
Ladré y ladré con mi inútil voz de cachorro. Me sentía triste y sola.
6
DAISY, LA PERRA TÍMIDA Y GRANDE, salió de detrás de la mesa de pícnic y
se acercó a olerme mientras yo ladraba. Percibía mi aflicción, pero era
evidente que no podía comprender por qué.
La puerta trasera no me servía de nada. Me dirigí al lateral de la casa, pero
allí la puerta de madera estaba firmemente cerrada y el picaporte quedaba
fuera del alcance de mis diminutos dientes. Ladré una y otra vez. Ese patio,
que hasta el momento había sido tan maravillosamente divertido, ahora me
parecía una prisión. Corrí hasta Barney y nos tocamos la nariz, pero el lento
movimiento de su cola no me ayudaba en nada. Me sentí desesperar. ¿Qué
estaba pasando? ¿Cómo era posible?
—¿Molly?
Me di la vuelta y vi a Clarity. Se arrodilló en el suelo y yo corrí a lanzarme a
sus brazos y a lamerle la cara, aliviada de haberme equivocado: ¡por un
momento había creído que pensaba abandonarme!
Jennifer y Trent estaban de pie detrás de ella.
—Ella me ha elegido. ¿Qué podía hacer? Molly me ha elegido —insistía
Clarity.
Me sentía feliz de ser Molly, de estar con Clarity y de irme con ella hacia el
coche. Trent conducía, por lo que ella se subió a la parte trasera conmigo y
con Rocky. Rocky me saludó como si hubiéramos estado separados días y
días; luego se concentró en la tarea de jugar con Clarity en el asiento trasero.
—¿Y qué va a decir tu madre? —preguntó Trent.
Rocky había cogido un mechón de pelo de Clarity con los dientes y, con las
patas clavadas en el asiento y gruñendo, tiraba de él como si creyera que
podía sacárselo. Clarity se reía. Salté encima de Rocky para que parara de
hacerlo.
—¿C. J? Hablo en serio.
Rocky y yo trepábamos sobre Clarity; ella tuvo que hacer un esfuerzo para
incorporarse en el asiento.
—Dios, no lo sé.
—¿Te dejará que te quedes con ella?
—Bueno, ¿qué se supone que debo hacer? Ya has visto lo que ha pasado. Es
como si Molly y yo tuviéramos que estar juntas. Es el destino. El karma.
—Pues no creo que puedas esconder un perro en tu casa —dijo Trent.
Clarity había bajado la vista y parecía triste, así que le puse las patas sobre el
pecho e intenté lamerle la cara. Por lo que sabía, recibir los lametones de un
perro puede animar a casi cualquiera.
—¿C. J? ¿De verdad crees que puedes esconder un perro en tu casa? —
preguntó Trent.
—Si quisiera, podría esconder una manada de lobos en casa. Lo único que ella
mira es el espejo.
—Ya, claro. Así que durante los próximos diez años vas a tener un perro y, de
alguna manera, tu madre no lo descubrirá.
—¿Sabes qué, Trent? A veces las cosas no son prácticas, pero las haces
porque es lo correcto.
—Claro, eso tiene sentido.
—¿Por qué haces esto? Siempre tienes que discutir.
Los dos se quedaron en silencio un momento.
—Lo siento —dijo Trent al fin—. Solo me preocupaba por ti.
—Todo va a ir bien, lo prometo.
—Vale.
—Pero, bueno, pasa de largo del camino de mi casa, ¿vale? —dijo Clarity—.
No te pares ahí.
El coche se detuvo. Clarity cogió a Rocky y lo puso en el asiento de delante.
Mi hermano y yo nos miramos. Rocky meneó la cola y echó las orejas hacia
atrás. Me daba cuenta de que esto era una despedida, de que a partir de ese
momento estaríamos separados. Y eso estaba bien, porque nuestros destinos
siempre los decidían los seres humanos. Clarity había decidido que me
necesitaba: eso era todo. Ethan hubiera querido que me fuera con ella. Lo que
no estaba bien era que Rocky estuviera en el asiento de delante y yo no. Por
suerte, Clarity abrió la puerta y las dos bajamos del coche, así que ya no hubo
más paseo en automóvil para mí.
El coche se alejó.
—Bueno —dijo Clarity. Parecía un poco preocupada—. Vamos a ver si puedes
estar en silencio.
Me dejó en el suelo y nos acercamos a la casa. Algunos perros habían
marcado los matorrales que se encontraban en la parte delantera, pero eran
olores viejos: nada indicaba que hubiera más perros ahí dentro. Clarity me
cogió en brazos y me llevó al interior de la casa. Subimos unas escaleras,
recorrimos un pasillo y entramos en un dormitorio.
—¿Clarity? ¿Eres tú? —oímos que llamaba una mujer.
—¡Estoy en casa! —gritó Clarity.
Saltó sobre la cama conmigo y empezamos a jugar. De repente, oímos unos
pasos por el pasillo y Clarity se quedó inmóvil.
—¡Molly! ¡Shhhh!
Puso las piernas debajo de la colcha de la cama, levantó las rodillas y me
metió debajo. Le olisqueé los pies mientras oía que se abría la puerta.
—¡Tachán! —oí que decía una voz de mujer.
Conocía esa voz: era Gloria, la madre de Clarity.
—¿Te has comprado un cuello de piel? —preguntó Clarity, como enfadada.
—¿Te gusta? —dijo Gloria—. ¡Es de zorro!
—¿Una piel? ¿Cómo has podido hacerlo?
Decidí que el juego consistía en salir de debajo de la colcha. Empecé a dar
saltos en dirección a la cabeza de Clarity, pero ella metió la mano dentro y me
empujó hacia abajo.
—Bueno, tampoco es que haya matado a nadie. Ya estaba muerto cuando lo
compré. Y no te preocupes, estoy segura de que vivió en libertad.
—Hasta que lo cazaron, querrás decir. Dios, Gloria, ya sabes lo que pienso de
esto.
—Sí, lo tengo claro. No hace falta que te lo pongas.
—¡Como si me lo quisiera poner! ¿Qué crees?
—Bueno, pues lo siento, pero lo necesito para mi viaje. Aspen es el único sitio
donde aún puedes ponerte un cuello de piel sin sentirte culpable. Y…, bueno,
posiblemente Francia.
—¿Aspen? ¿Cuándo te vas a Aspen?
Clarity me mantenía inmovilizada con la mano, pero yo me debatía para
soltarme.
—El miércoles. Así que estaba pensando que deberíamos ir de compras
mañana, solo nosotras dos.
—Mañana es lunes. Tengo escuela —dijo Clarity.
—Ya, la escuela. Es un día como cualquier otro.
Clarity sacó las piernas de debajo de la colcha, que me cayó sobre la cabeza.
—Necesito un yogur —dijo Clarity.
Saqué la cabeza por debajo de la colcha, pero ya era demasiado tarde. Clarity
se iba.
—Detesto que te pongas ese pantalón corto —le decía Gloria mientras su hija
cerraba la puerta—. Te hace las piernas gordas.
Sola, en la cama, decidí rápidamente que el suelo quedaba muy muy lejos de
las posibilidades de mis pequeñas patas. Lloriqueando de frustración, empecé
a dar vueltas sobre las suaves sábanas y me dediqué a olisquear con atención
la almohada. Había algunos juguetes sobre la cama, así que los estuve
mordisqueando un rato.
Entonces se abrió la puerta. Clarity había regresado. Meneé la cola y le lamí
la cara en cuanto se agachó delante de mí. Noté un aroma de leche en su
aliento. ¿Hay algo mejor que lamer la cara a alguien hasta que le haces reír?
Cuando Clarity me llevó fuera del dormitorio, me metió en el interior de su
camiseta para que no tuviera frío. Me felicitó por hacer mis necesidades en el
jardín y me dio unos trozos de carne fría y salada para comer. El sabor era tan
fuerte que me quemó la lengua.
—Mañana te compraré comida para cachorros, Molly, te lo prometo, te lo
prometo, te lo prometo. ¿Quieres más jamón?
Esa noche dormí en el hueco entre el brazo y el cuerpo de Clarity. Ella me
acariciaba con la mano y me susurraba:
—Te quiero, Molly. Te quiero.
Me quedé dormida sintiendo todavía el contacto de su mano acariciándome.
Aquel día me había dejado tan agotada que no me desperté ni una sola vez en
toda la noche. Clarity se levantó en cuanto salió el sol. Se vistió y me sacó
fuera para que hiciera mis cosas. Yo tenía la vejiga tan llena que me dolía.
Mientras lo hacía, me hablaba en un susurro muy tenue. Luego, me llevó
escaleras abajo hasta un sótano.
—Este es mi sitio especial bajo las escaleras, Molly —me susurró—. Lo llamo
mi club. ¿Ves? Aquí tienes un cojín, y aquí un poco de agua. Pero debes estar
callada, ¿vale? No me voy a ir de compras con Gloria, pero debo dejarte un
rato. Te prometo que volveré en cuanto ella se vaya de casa. Mientras, no
ladres. Estate callada, Molly, callada.
Olisqueé el pequeño espacio, que tenía el techo tan bajo que Clarity debía
agacharse. Me dio un poco más de carne fría y salada; me acarició de una
manera que me hizo entender que pensaba dejarme allí, así que en cuanto se
apartó y colocó unas cajas a mi alrededor para atraparme dentro, salí
disparada.
—¡Molly! —exclamó en voz baja.
Meneé la cola. Esperaba que comprendiera que no quería que me dejara en
un espacio tan pequeño. Me parecía que había dejado claro cómo me sentía
cuando estábamos en casa de Jennifer: quería estar con Clarity. Ella me cogió
y me volvió a poner entre las cajas, pero esta vez no fui suficientemente
rápida y no pude impedir que las cajas me bloquearan la salida. ¿Qué estaba
haciendo?
—Sé buena, Molly —dijo Clarity desde el otro lado de las cajas—. Y recuerda,
no ladres.
Rasqué las cajas, pero Clarity no regresaba; al final, desistí. Eché una breve
cabezada; luego encontré un juguete de plástico que estuve mordisqueando
un ratito. Pero en cuanto tuve que hacer pipí en una de las esquinas, ese
pequeño espacio debajo de la escalera perdió todo su encanto para mí.
Lloriqueé, deseando tener una voz más potente. A pesar de que ese pequeño
espacio me devolvía el eco de mis ladridos, estos sonaban bastante patéticos.
De todas formas, ahora que había empezado a ladrar me pareció una buena
idea continuar haciéndolo.
Hice una pausa y ladeé la cabeza al oír que alguien se movía arriba de las
escaleras. Pero no había ningún indicio de que Clarity o Gloria vinieran a
rescatarme, así que empecé de nuevo.
Luego oí el inconfundible sonido de una puerta al abrirse, arriba de las
escaleras. Unos pasos se acercaron hacia mí. En cuanto me di cuenta de que
iban en mi dirección, me puse a ladrar con todas mis fuerzas. En el sótano
había alguien.
Creí que debía de ser Clarity, pero entonces oí una cosa rara: un ser humano
emitía un sonido que estaba entre el llanto y el lamento. Era un ruido terrible,
un sonido de dolor y, quizá, de miedo. ¿Qué estaba pasando? Dejé de ladrar,
un poco asustada. Un fuerte olor (frutal, aceitoso y profundo) llenó el espacio
de dentro de las cajas.
Oí que se volvía a abrir y cerrar la puerta de arriba. También oí más pasos y
noté que había alguien de pie arriba de las escaleras.
—¿Gloria? ¿Estás ahí?
Era Clarity.
El terrible lamento continuaba. Yo estaba en silencio: en toda mi vida había
oído a ningún ser humano emitir un sonido como ese.
Oí unos pasos por la escalera.
—¿Gloria? —llamaba Clarity.
Entonces se oyó un fuerte grito.
—¡Aaahhhh!
Y reconocí la voz de Gloria.
Clarity también chilló.
—¡Aghhhhh!
Me puse a lloriquear. ¿Qué estaba pasando?
—¡Clarity June, me has dado un susto de muerte! —exclamó Gloria, jadeando.
—¿Por qué no respondías? ¿Qué estabas haciendo? —preguntó Clarity.
—¡Estaba cantando! ¡Llevaba puestos los tapones de los oídos! ¿Qué estás
haciendo en casa? ¿Qué llevas en la bolsa?
—Me olvidé una cosa. Es…, bueno…, comida de perro. Estamos organizando
un reparto de comida en la escuela.
—¿De verdad crees que está bien dar comida de perro?
—Ma-má. No es para las personas. Es para sus perros.
—¿Me estás diciendo que no pueden comprar comida para ellos, pero pueden
tener perros? ¿A qué estamos llegando en este país?
—¿Vas a recoger la colada? Te ayudaré a doblarla —dijo Clarity—. Llevémosla
arriba.
Subieron las escaleras.
Me quedé sola otra vez.
Y estaba muy muy hambrienta.
7
CLARITY REGRESÓ. Me alegró tanto verla a ella como reparar en el cuenco
de comida que llevaba en la mano.
—Por fin se ha marchado. Oh, Molly, lo siento mucho mucho.
Metí la cabeza en el cuenco y mastiqué la comida hasta que sentí la boca
seca. Entonces me puse a beber toda el agua que fui capaz de tragar. Luego,
me sacó al patio trasero. El sol brillaba, los insectos zumbaban y la hierba
estaba verde y cálida. Me tumbé y di vueltas por el suelo de pura alegría.
Clarity se tumbó a mi lado. Estuvimos un rato jugando a tirar de la toalla,
pero yo estaba agotada después de haber estado ladrando durante toda la
mañana, así que, en cuanto Clarity me cogió y me puso sobre su pecho,
enseguida me quedé dormida.
Al despertar, volví a encontrarme en ese pequeño espacio. Solté un ladrido. Al
instante, Clarity bajó corriendo las escaleras y apartó las cajas.
—¡Shhhh, Molly! ¡Debes estar callada! —me dijo.
Creí comprender lo que me decía: que cuando la necesitara, debía ladrar y
ella vendría.
Me dejó jugar un rato por el sótano y luego me dio más comida. Entonces tuve
que hacer mis necesidades en el suelo, pero ella lo limpió y no se enfadó por
que yo todavía no pudiera esperar a que saliéramos fuera. Me dio un abrazo y
lo hizo con tal sentimiento de adoración que me retorcí de felicidad.
Estuvimos jugando y jugando hasta que me entró sueño. Esa noche incluso
me despertó para que saliéramos a jugar al aire frío del patio trasero. Todos
los insectos estaban callados. ¡Fue muy divertido estar allí fuera, con todo
aquel silencio!
A la mañana siguiente oí unos fuertes ruidos procedentes de arriba. También
oí la voz de Gloria:
—¿Puedes, por favor, apagar la música?
Me puse a ladrar y a arañar todas las cajas que me impedían salir, deseando
ir a jugar con Clarity. Pero entonces oí el ruido y noté la vibración de una
puerta que se cerraba. Me quedé quieta intentando averiguar qué sucedía.
¿Volvía a estar sola? No, había alguien arriba: oía unos pasos. Luego noté una
ráfaga de aire provocada por la puerta exterior del sótano al abrirse. Las
cajas se apartaron y salté a los brazos de Clarity con el corazón lleno de
alegría. ¡Hora de divertirnos!
—Debes estar muy callada —me dijo.
Me sacó al patio trasero, me dejó en el suelo y caminamos un rato; luego
dimos una vuelta en coche (¡asiento delantero!) y después fuimos a un parque
a jugar todo el día. Estábamos casi solas, excepto por una mujer que tenía un
pequeño perro negro que se llamaba Ven Aquí Milo. El perro negro corrió
directamente hacia mí y yo me tiré al suelo, sumisa. Sabía que, puesto que yo
era un cachorro, debía mostrarle a Ven Aquí Milo que no era una amenaza.
—Ven Aquí Milo —lo llamaba la mujer una y otra vez.
El perro negro me dio un fuerte empujón con el hocico. Clarity me cogió en
brazos y me colocó de la misma manera en que lo había hecho Jennifer el día
en que me había dado de comer esa extraña leche.
Cuando Ven Aquí Milo se marchó, Clarity me dejó en el suelo y estuve
jugando con su cara muy cerca de la mía. Estaba tan feliz que soltaba
chillidos y saltaba todo el rato.
—Se marcha mañana —me dijo Clarity—. Solo necesito esconderte durante
una noche más y luego estará fuera una semana. ¿Podrás no ladrar esta
noche?
Me puse a mordisquear un palo.
—No sé qué voy a hacer, Molly. Ella no dejará que me quede contigo. —Me
cogió y me dio un fuerte abrazo—. Te quiero mucho.
Percibía el afecto que emanaba de ella, pero en ese momento me encontraba
concentrada en el palo, así que no hice gran cosa, aparte de menear la cola.
Cuando llegamos a casa, me decepcionó ver que Clarity me llevaba escaleras
abajo y me dejaba de nuevo en el pequeño espacio entre las cajas. Manifesté
mi disconformidad con una salva de ladridos. Ella reapareció al instante.
—Necesito que no ladres, ¿vale, Molly? Mi madre llegará a casa en cualquier
momento.
Clarity volvió a poner las cajas en su sitio. La verdad era que estaba cansada
después de haber estado jugando durante todo el día, así que me tumbé para
echar una cabezada. De repente, un portazo me despertó.
—¡Ya estoy en casa! —La voz de Gloria resonó por toda la casa—. ¡Ya verás lo
que he comprado en Neiman’s!
A pesar de que hacía días que olía y oía a Gloria, todavía no había tenido
oportunidad de saludarla. Pensé que ella se sentiría tan contenta de verme
como se había sentido Clarity. Solté un par de ladridos y esperé, pero lo único
que oí fue que hablaban. Ladré un poco más; entonces obtuve el resultado
esperado: la puerta de arriba se abrió y oí unos pasos por la escalera. Clarity
apartó las cajas.
—Por favor, Molly, por favor. Por favor, estate callada.
Clarity me dio de comer y me metió dentro de su chaqueta. Me llevó a la
calle. Allí caminamos y caminamos. Cuando regresamos a casa, ya era de
noche y hacía frío. Clarity me volvió a meter en el pequeño espacio.
—Vale. Ponte a dormir, ¿vale, Molly? Ponte a dormir.
Intenté escaparme mientras colocaba las cajas, pero no lo hice con la
suficiente rapidez. Ella subió las escaleras corriendo, que temblaron a su
paso, y cerró la puerta. Todo se quedó en silencio.
Dormí un rato, pero cuando desperté recordé que estaba sola. Lloré un poco.
En la parte de arriba de la casa, Clarity debía de estar en su cama. Seguro
que se sentía sola, pues yo no estaba con ella. Y eso me entristecía. Seguro
que creía que a mí me gustaba quedarme en ese mullido cojín de debajo de
las escaleras, pero la verdad era que deseaba estar con ella. Ladré. No hubo
respuesta, así que ladré otra vez. Y luego, otra.
—¡Clarity! ¿Qué es ese ruido? —chilló Gloria.
Oí que alguien corría. Y luego noté que se abría la puerta de las escaleras.
—¡Creo que viene de aquí abajo! —gritó Clarity. Meneé la cola al darme
cuenta de que bajaba las escaleras—. Vuelve a la cama, Gloria. Yo me ocupo.
—¡Parecía un animal! —respondió Gloria.
Oí que Clarity hacía algo al otro lado de las cajas. Las arañé. Gloria caminaba
por la casa. Noté que estaba ante la puerta de las escaleras.
Ladré.
—¡Otra vez! —exclamó Gloria en voz baja—. ¡Es un perro, hay un perro en la
casa!
Clarity apartó las cajas y yo me lancé a sus brazos y le lamí la cara.
—No, es… ¡Oh, Dios mío, es un zorro! —gritó—. ¡Apártate!
—¿Un zorro? ¿Qué? ¿Estás segura?
—Los zorros ladran, Gloria —dijo Clarity.
—¿Cómo ha entrado en la casa? ¿Qué está haciendo un zorro aquí dentro?
—La puerta del sótano debe de haberse abierto por el viento. Probablemente
ha entrado porque ha olido ese estúpido cuello de piel.
Clarity me miraba y sonreía. Jugábamos a tirar de la toalla, pero ella no
estaba tirando demasiado fuerte.
—No puede ser —dijo Gloria.
—¡Tienen un olfato muy sensible! Voy a asustarlo para que salga de casa —
dijo Clarity.
—¿Estás segura de que es un zorro? ¿Un zorro de verdad?
—Sé cómo es un zorro. Es un zorro pequeño.
—Deberíamos llamar a la policía.
—Ya, claro, porque la policía vendría hasta aquí por un zorro. Voy a echarlo.
Apártate, por si sale corriendo por las escaleras.
Oí que Gloria soltaba una exclamación y que cerraba la puerta de las
escaleras. Clarity me cogió en brazos y corrió a la puerta trasera. Salimos al
frío de la noche. Salimos por la puerta del jardín y no me dejó en el suelo
hasta que no hubimos llegado a la esquina de la calle.
No comprendía a qué juego estábamos jugando, pero después de sacudirme y
de hacer mis necesidades, me sentí dispuesta a continuar. Clarity me hizo
caminar arriba y abajo de la calle. Entonces se acercó un coche y se detuvo.
La ventanilla del coche bajó y, de repente, ¡olí a Rocky! Apoyé las patas en la
puerta metálica del coche, intentando mirar dentro. También olí a Trent.
—Gracias por venir, Trent —dijo Clarity.
—De nada —dijo Trent.
Clarity me cogió y me metió por la ventanilla. Me arrastré por encima del
pecho de Trent, lamiéndole a modo de saludo. Luego me puse a olisquear el
asiento. Rocky no estaba en el coche, pero había estado allí. Los dos éramos
perros de asiento delantero.
Esa noche me fui a casa con Trent, pero Clarity no vino con nosotros. Al ver
que nos alejábamos con el coche, me inquieté y me puse a lloriquear. Me
preguntaba dónde había ido Clarity. ¡Pero cuando llegamos a casa de Trent, vi
que Rocky estaba ahí! Los dos nos sentimos llenos de alegría al vernos de
nuevo. Nos pusimos a jugar en el salón y en el patio de atrás y en el
dormitorio de Trent. El chico tenía una hermana pequeña, que estuvo jugando
con nosotros. Trent también jugó con nosotros; incluso sus padres lo hicieron.
Me quedé dormida en mitad del juego, pues me entró una fatiga repentina
que me obligó a tumbarme, a pesar de que Rocky no dejaba de
mordisquearme la cara.
En cuanto Rocky y yo nos despertamos, a la mañana siguiente, retomamos el
juego. Él era un poco más grande que yo y era evidente que estaba muy
apegado a Trent, porque muchas veces dejaba de jugar conmigo para correr
hasta Trent y recibir caricias y palabras de aprobación. Eso hacía que echara
de menos a Clarity. No obstante, cada vez que pensaba que quizá debía
preocuparme por ella, Rocky se me subía encima y volvíamos a jugar. Así que
me consolé diciéndome que en algún momento vendría a buscarme. Al final,
lo hizo.
A última hora de la tarde oí el ruido de la puerta trasera y Rocky y yo
corrimos a ver quién era. Y allí estaba Clarity. Ambos saltamos encima de ella,
pero al final tuve que ponerme a ladrarle a Rocky, pues se creía tan
importante para ella como yo.
Clarity y Trent se quedaron de pie en el patio trasero para verme jugar con mi
hermano. Intenté demostrarles que era capaz de inmovilizar a Rocky si
quería, pero él no quiso cooperar.
—¿Ya se ha ido? —preguntó Trent.
—Todavía no. Su vuelo es a la una. Le he dicho que debía ir más temprano a
la escuela.
—¿Vas a ir a la escuela?
—Hoy no.
—C. J., no puedes continuar saltándote la escuela.
—Molly me necesita.
Al oír mi nombre, me detuve en seco y Rocky aprovechó para saltarme
encima.
—Hace tres días que tienes a Molly. ¿Y las otras veces?
—No creo que la escuela sea importante en mi vida.
—Eres una estudiante de instituto —dijo él—. La escuela es tu vida.
—Iré el lunes —le dijo Clarity—. Solo quiero pasar tiempo esta semana con
Molly, mientras Gloria está fuera.
—Y cuando Gloria regrese, ¿cuál es el plan?
—¡No lo sé, Trent! A veces la gente no lo planifica todo, simplemente pasa,
¿vale?
Clarity y yo fuimos a dar una vuelta en coche; me senté en el asiento de
delante. Fuimos a un parque que tenía mucha hierba, pero solo un perro, un
animal marrón muy poco amistoso que únicamente estaba interesado en
caminar con su dueño. Luego fuimos a casa. Por suerte, no volví a ese
pequeño espacio de debajo de las escaleras, sino que pude corretear por la
casa. Notaba el olor de Gloria, pero ella no estaba.
Dormí en la cama de Clarity. Estaba tan emocionada que me despertaba
continuamente y le lamía la cara. Cada vez que lo hacía, ella me apartaba el
hocico de un manotazo, pero no lo hacía con enfado. Al final, aceptó que le
mordisqueara con suavidad los dedos de la mano cada vez que sentía la
necesidad de hacerlo. Así pasamos la noche.
Al día siguiente llovió, así que nos quedamos a jugar dentro. Solamente
salimos para que yo pudiera hacer mis necesidades en la húmeda hierba.
—¡Molly! ¡Ven aquí! —me llamó C. J.
Troté por el pasillo. Allí el olor de Gloria era más fuerte. C. J. sonreía y asentía
con la cabeza mientras me acercaba. Me detuve y la miré con curiosidad.
Entonces ella abrió una puerta y el fuerte olor de Gloria me inundó.
—¿Ves ese perro del espejo? —me preguntó C. J.
Oí la palabra «perro» e imaginé que ella quería que cruzara la puerta. Lo hice
y, al instante, me detuve en seco: ¡ahí dentro había un perro! Se parecía a
Rocky. Me lancé hacia delante, pero di un brinco al ver que él saltaba
agresivamente hacia mí. No era Rocky: en realidad, no olía a perro en
absoluto. Meneé la cola con fuerza y empecé a bajar la cabeza al mismo
tiempo.
Era tan raro que me puse a ladrar. Él me miraba y también ladraba, pero no
hacía ningún ruido.
—¡Saluda, Molly! ¡Ve con él! —dijo C. J.
Solté unos cuantos ladridos más, y luego me acerqué y lo olisqueé. Allí no
había ningún perro, solo era algo que parecía un perro. Era muy raro.
—¿Ves al perro, Molly? ¿Ves al perro?
Fuera lo que fuera, no me parecía interesante. Me di la vuelta y me puse a
oler debajo de la cama, donde había zapatos sucios.
—¡Buena perra, Molly! —dijo C. J.
Me gustaba que me felicitaran, pero me alegré de salir de la habitación. Esa
cosa del perro que no olía resultaba un tanto inquietante.
La mañana siguiente amaneció húmeda y fragante. Olí varios gusanos, pero
no me los comí porque, una vez que lo has hecho, sabes que su sabor nunca
es mejor que su olor.
Acabábamos de llegar a casa cuando sonó el timbre de la puerta. Corrí hasta
la puerta de entrada y ladré. Al otro lado del cristal se veía una sombra.
—Cuidado, Molly. Apártate —dijo Clarity, abriendo la puerta solamente un
poco.
—¿Eres Clarity Mahoney? —preguntó una mujer desde el otro lado de la
puerta.
Metí la cara por la rendija de la puerta entreabierta e intenté colarme para
salir, pero Clarity me obligó a quedarme dentro. Meneé la cola para que esa
persona supiera que no estaba ladrando en serio: solo estaba haciendo mi
trabajo.
—Llámeme C. J. —dijo Clarity.
—C. J. Soy la inspectora Llewellyn, inspectora escolar. ¿Por qué no has ido a
clase hoy?
—Estoy enferma. —C. J. giró la cabeza y tosió.
La mujer me miró y yo meneé la cola con más fuerza. ¿Por qué no salíamos las
tres a jugar fuera?
—¿Dónde está tu madre?
—Ha salido a comprar. Mis medicamentos —respondió C. J.
Ambas se quedaron de pie, un momento, calladas. Bostecé.
—Le hemos enviado varios mensajes y no ha respondido —dijo la mujer.
—Está muy ocupada. Es vendedora de pisos.
—Bueno, vale. Dale esto, ¿de acuerdo? —La mujer le dio un trozo de papel a
Clarity—. Has faltado a muchas clases, C. J. Están preocupados por ti.
—He estado muy enferma.
—Dale esto a tu madre. Espero su llamada. Dile que puede llamar a cualquier
hora y que me deje un mensaje si no estoy. ¿Comprendido?
—Sí.
—Adiós, C. J.
Clarity cerró la puerta. Parecía asustada y algo enfadada. Fue hasta la cocina
y puso unas cuantas cosas sobre la mesa.
—Molly, necesitamos helados —me dijo, y me puso una cosa deliciosamente
dulce en el cuenco.
Clarity se sentó a la mesa y comió. Yo también me senté y la miré
intensamente, pero no me dio nada más. Cuando terminó, puso unos cuantos
papeles en un cubo de debajo del fregadero que olían igual de bien que lo que
me había dado para comer. No comprendí por qué no me los daba para que
los pudiera lamer. Las personas son así: tiran las cosas más deliciosas.
Al cabo de un rato, Clarity fue al baño y se subió encima de una caja pequeña,
plana y cuadrada, más grande que un cuenco de perro pero no tan alta.
—¿Un kilo? ¡Dios! ¡Soy una idiota! —exclamó, enojada.
Percibía su angustia, pero ella no se dio cuenta de que yo intentaba
consolarla.
Oí que emitía un sonido ahogado y vi que se arrodillaba delante de la taza del
inodoro y vomitaba. Yo di vueltas detrás de ella, inquieta, porque notaba su
dolor y su tristeza. Noté el olor dulce de lo que se había comido antes, pero
ella alargó una mano y apretó un botón: el olor desapareció con un estruendo.
Meneé la cola con todas mis fuerzas mientras intentaba trepar encima de ella
para lamerle la cara. Al cabo de un rato, pareció que eso servía de algo, a
pesar de que Clarity continuaba un poco triste.
Al cabo de un par de días adoptamos una rutina. Cada mañana, Clarity me
dejaba sola en el sótano durante horas, encerrada en el pequeño espacio de
debajo de las escaleras. Luego, a mediodía, volvía a casa y jugábamos un
poco; ella limpiaba y me daba de comer. Por la tarde bajaba las escaleras
corriendo y diciendo «¡Molly!», y se quedaba en casa hasta la mañana
siguiente. Decidí que debía de estar yendo a la escuela. Mi chico, Ethan,
también iba a la escuela, pero seguía sin gustarme que ella lo hiciera.
Clarity y yo jugábamos a un juego cada noche: ella me bloqueaba el paso en
mi pequeño espacio con las cajas, pero se quedaba quieta al otro lado; yo
podía notar su presencia. Si yo lloraba o ladraba, ella apartaba las cajas y
decía «¡No!» en tono de enojo. Si me quedaba callada, ella apartaba las cajas
y me daba una chuche. Cada vez, los ratos en que yo estaba callada eran más
y más largos. Y cada vez obtenía un premio. Al final comprendí que ella quería
que estuviera callada mientras me encontraba debajo de las escaleras,
siempre y cuando ella estuviera al otro lado de las cajas.
No me gustaba quedarme sola allí: se me ocurrían un montón de juegos
diferentes y mucho más divertidos que ese.
Cada vez que tenía que quedarme allí toda la noche, pensaba que se trataba
de un error. Pero cada vez que ladraba, Clarity bajaba y decía «¡No!». Y
cuando, al fin, desistía y me tumbaba, ella me despertaba y me daba una
chuche. Yo no estaba muy segura de qué conclusión sacar de todo eso.
Entonces, un día, Clarity dijo:
—Vale, ahí viene. Vamos allá, Molly.
Me llevó abajo y me dejó debajo de las escaleras. Yo me senté, callada. Oí
unas voces y unos pasos. Supe que Gloria había llegado a casa.
Me quedé sentada y sin hacer ruido.
Clarity me dio un premio muy grande y me llevó a dar un largo paseo. ¡Se
olían conejos! Cuando oscureció, me puso en el pequeño espacio y me tumbé,
soltando un profundo suspiro. Pero me quedé callada. A la mañana siguiente
recibí un gran premio y fuimos a dar un paseo.
—Sé buena. Estate callada. Te quiero, Molly. Te quiero —dijo Clarity.
Y se fue. Yo dormí un rato. Luego oí que Gloria caminaba por la parte de
arriba. Me pregunté si sabía que debía darme una chuche por haber estado
callada.
Esa vez, Clarity no había ajustado bien las cajas, así que, al apoyar el hocico
en ellas, me di cuenta de que podía mover la caja de abajo lo suficiente para
introducir mi cabeza. Entonces apreté con fuerza y, al momento, ¡salí al otro
lado!
Aunque yo ya había crecido lo suficiente para poder subir las escaleras, llegar
arriba de todo no fue tarea fácil. Una vez allí, vi que la puerta estaba abierta.
En ese momento, sonó el timbre de la puerta. Oí que Gloria se dirigía a la
entrada para abrirla.
Corrí hasta el salón. Me detuve para olisquear una maleta que había en el
suelo y que no estaba allí antes.
—¿Sí? —dijo Gloria, de pie delante de la puerta.
El aire exterior transportaba el aroma de la hierba y los árboles, y también el
fuerte olor de flores de Gloria, tan fuerte que casi apagaba todos los demás
olores.
—¿Señorita Mahoney? Soy la inspectora Llewellyn. Soy inspectora escolar,
responsable de la situación de C. J. ¿Le dio ella la citación?
Me acerqué a ellas para saludar a Gloria. La inspectora me miró.
—¿Una citación? ¿Clarity? ¿De qué está hablando?
—Lo siento. Debo hablar con usted. Su hija se ha ausentado de la escuela
muchas veces durante este semestre.
Gloria estaba allí de pie, quieta, a pesar de que yo me había colocado a su
lado. Le puse una pata en la pierna.
Ella bajó la vista y chilló.
8
GLORIA SALIÓ AL PORCHE DE UN SALTO y la seguí, meneando la cola.
—¡Eso no es un zorro! —gritó Gloria.
La mujer se agachó y me acarició la cabeza. Tenía unas manos calientes y
amables que olían a jabón y a algún tipo de fruto seco.
—¿Un zorro? Por supuesto que no. Es un cachorro.
—¿Qué está haciendo en mi casa?
La mujer se puso en pie.
—No puedo responderle a eso, señora, es su casa. El perro ya estaba aquí
cuando vi a su hija, la semana pasada.
—¡Eso es imposible!
—Bueno…, mire —dijo la mujer—, aquí tiene una copia de la citación, con un
aviso para que se persone. —Le dio unos papeles a Gloria—. Deberá venir al
juzgado con su hija. ¿Comprende? Puesto que es una menor, usted es la
responsable legal.
—¿Y qué hay del perro?
—¿Disculpe?
Al oír la palabra «perro» me senté. Gloria parecía preocupada por algo, pero
me pareció que esa amable mujer quizá me podría dar una chuche. Me
gustaban todos los frutos secos, incluso los salados que me quemaban la
lengua.
—Llévese el perro.
—No puedo hacerlo, señora.
—¿Me está diciendo que le preocupa más que una estudiante de instituto se
salte unas cuantas clases que el hecho de que una mujer se encuentre
atrapada por un perro?
—Eso… Sí, eso es.
—Bueno, pues es lo más absurdo que he oído en toda mi vida. ¿Qué clase de
inspectora de policía es usted?
—Soy inspectora escolar, señorita Mahoney.
—Voy a rellenar un impreso de reclamación ante el comisario de policía.
—Muy bien. Mientras, nos vemos en el juzgado.
La mujer se dio la vuelta y se alejó, así que no hubo ninguna chuche.
—Bueno, ¿y qué hay del perro? —gritó Gloria.
—Llame al Ayuntamiento, señora. Para eso están.
—Muy bien, lo haré —respondió Gloria.
Iba a entrar en la casa con ella, pero, de repente, Gloria se detuvo y me gritó:
—¡No!
Y cerró de un portazo, dejándome fuera.
Di unas cuantas vueltas por el jardín. Hacía un buen día. Quizás esos conejos
estuvieran ahí fuera esperándome. Troté por la acera, olisqueando todos los
matorrales.
Los jardines de las casas de esa calle me recordaron la casa en que Ethan
había vivido antes de trasladarse a la granja: eran lo suficientemente grandes
para poder jugar, y estaban rodeados de matorrales. El aire iba cargado del
dulce olor de las flores. El suelo estaba rico y lleno de plantas. Olí la
presencia de perros, gatos y personas, pero no de patos ni de cabras. De vez
en cuando pasaba un coche y llenaba el aire con su olor metálico y aceitoso.
Tenía la sensación de ser una perra mala por el hecho de estar paseando
libre, sin correa, pero Gloria me había dejado suelta, así que supuse que debía
de estar bien.
Al cabo de una hora o así de explorar y olisquear, oí que unos pasos se
acercaban a mí. Un hombre gritó:
—¡Ven aquí, cachorro!
Mi reacción inicial fue de ir directamente hacia él, pero de repente vi que
llevaba un palo en la mano y me detuve en seco. Del palo colgaba un lazo de
cuerda. Él avanzó hacia mí y levantó el lazo.
—Vamos, buen chico —me dijo.
Sentí el contacto del lazo de cuerda en el cuello como si ya me lo hubiera
puesto. Me alejé.
—No, no te marches —dijo él con tono suave.
Bajé la cabeza e intenté pasar por su lado corriendo, pero el tipo lanzó el lazo.
Al momento, me encontré apresada.
—¡Te pillé! —dijo.
Tenía miedo. Eso no estaba bien. No quería irme con ese hombre, pero él me
arrastró hasta una camioneta. El lazo se apretó alrededor de mi cuello,
obligándome a acercarme a la camioneta. Entonces el hombre me levantó por
los aires y aterricé en el interior de una jaula metálica que había en la parte
trasera.
—¡Eh!
El hombre se dio la vuelta.
—¡Eh!
Era Clarity.
—¿Qué está haciendo? ¡Es mi perro!
El hombre abrió los brazos en señal de disculpa al ver a Clarity, que estaba
delante de él y jadeaba. Apoyé las patas delanteras en la jaula y meneé la
cola, encantada de verla.
—Bueno, calma, con calma —dijo el hombre.
—¡No puede llevarse a mi perro! —dijo Clarity, muy enojada.
El hombre se cruzó de brazos.
—Pues lo estoy haciendo. Hemos recibido quejas. Y el perro estaba suelto.
Ladré para que supieran que estaba allí, esperando a que me soltaran.
—¿Quejas? Molly es solo un cachorro. ¿Quién se puede quejar de un
cachorro? —dijo Clarity—. ¿Se quejan porque hace demasiado felices a las
personas?
—Eso no es asunto tuyo. Si es tu perro, puedes ir a buscarlo a la perrera a
partir de mañana a mediodía —dijo el hombre, e hizo el gesto de alejarse.
—Pero ¡espere! ¡Espere! Es solo… —Unas lágrimas empezaron a deslizarse
por el rostro de Clarity. Yo solté un quejido: quería lamerle la cara y quitarle
esa tristeza. Ella se llevó una mano a la boca—. Ella no comprende por qué se
la llevan. Es una perra de una casa de acogida que ya fue abandonada una
vez. Por favor, por favor. No sé cómo ha salido de casa, pero le prometo que
no volverá a suceder. Lo prometo, lo prometo. Por favor.
El hombre encorvó un poco la espalda. Soltó un profundo suspiro y luego dijo,
despacio:
—Bueno… Muy bien. Vale, pero debes ponerle un chip y vacunarla. Y, dentro
de unos meses, deberás operarla. ¿Trato hecho? Y luego, debes conseguir un
permiso. Es la ley.
—Lo haré. Lo prometo.
El juego de la camioneta había terminado. El hombre abrió la jaula y Clarity
me cogió y me sacó. Me abrazó y le lamí la cara. Luego miré al hombre, por si
también quería que le lamiera.
—De acuerdo —dijo el hombre.
—Gracias, gracias —respondió Clarity.
La camioneta se alejó. Ella la miró alejarse, todavía conmigo en brazos.
—Quejas —murmuró.
Mientras me llevaba a casa, noté que el corazón le latía con fuerza. Cruzamos
la puerta de entrada. Entonces se detuvo y me dejó en el suelo. Vi que tenía
un trozo de papel justo delante del hocico y lo olisqueé. Olía a la mujer que
había estado en el porche antes. Clarity cogió el papel y lo miró.
—¿Clarity? ¿Eres tú?
Gloria apareció en el pasillo y se detuvo, mirándome. Meneé la cola y quise
acercarme a ella para saludarla, pero Clarity me cogió.
—¿Qué? ¿Qué estás haciendo? —preguntó Gloria.
—Es Molly. Es… mi perra.
A Clarity le temblaban las manos.
—No, no lo es —dijo Gloria.
—¿No qué? ¿No es Molly? ¿No es un perro? —preguntó Clarity.
—¡Fuera! —exclamó Gloria.
—¡No! —gritó Clarity.
—¡No puedes tener un perro en mi casa!
—¡Me quedaré con ella!
—No me digas nada ahora. ¿Tienes idea del lío en que te has metido? He
recibido una visita de un inspector. Has faltado tanto a clase que han venido a
arrestarte.
Clarity me dejó en el suelo.
—¡No! No dejes a ese animal encima de mi alfombra.
Con tantos gritos, me alejé de Gloria.
—Es un perro. No va a hacer nada, ha hecho pipí fuera.
—Un perro… ¿Estás segura de que no es un zorro?
—¿Por qué, necesitas otro cuello de piel?
Me fui hacia el sofá, pero allí debajo no había más que olor a polvo. En
realidad, casi todos los olores de la casa procedían de Gloria.
—¡Va a hacer pipí en el sofá! Voy a llamar a alguien —chilló Gloria.
—¿Te has molestado en leer esto? —preguntó Clarity, agitando el papel que
tenía en la mano. Me pregunté si iba a lanzarlo—. Es una citación para ti.
Debes ir al juzgado.
—Bueno, pues les diré que estás totalmente fuera de control.
—Y yo les voy a contar por qué.
—¿Por qué qué?
—Por qué pude saltarme tantas clases. Tú te vas de viaje todo el tiempo y me
dejas en casa sin ningún adulto, incluso cuando tenía doce años. ¡Yo sola!
—No lo creo. Tú pediste que te dejara sola. Detestabas tener canguro.
—¡La detestaba porque estaba borracha! Una vez se quedó dormida en el
coche, en la autopista.
—No volveremos a tener esta conversación. Si lo que estás diciendo es que
soy una madre negligente, puedo llamar a Servicios Sociales y tú puedes vivir
en un orfanato.
Di unas cuantas vueltas y me tumbé encima de la mullida alfombra. Pero los
gritos me hacían sentir ansiosa. Al cabo de unos segundos, me puse en pie
otra vez.
—Claro, así es como funciona. Me dejas en una caja, en el porche. Entonces,
cuando vengan el jueves, me recogerán y se me llevarán como huérfana.
—Ya sabes a qué me refiero.
—Sí. Llamarás a Servicios Sociales y les dirás que ya no quieres ser madre.
Entonces habrá un juicio. Y el juez te preguntará dónde has estado durante
toda la semana pasada (Aspen) y dónde estuviste durante tu viaje a Las Vegas
cuando yo tenía trece años, y dónde fuiste durante tu estancia de un mes en
Nueva York. ¿Y sabes qué te dirá? Dirá que debes ingresar en prisión. Y todo
el vecindario lo sabrá. Te verán subir a un coche de policía, esposada, con el
cuello de piel cubriéndote la cabeza.
—Mi madre me dejaba sola cuando yo era más joven que tú. Y nunca me
quejé.
—¿La misma madre que te pegaba con las herramientas de jardín? ¿La que te
rompió el brazo cuando tenías ocho años? No sé…
—Me refiero a que yo estaba bien. Tú estabas bien.
—Bueno, pues yo me refiero a que arrestaron a tu madre y a que te
arrestarán también a ti, Gloria. Ahora las leyes son mucho más estrictas. No
es necesario enviar a tu hijo a urgencias para acabar en prisión.
Gloria miraba fijamente a Clarity, que jadeaba.
—A no ser —añadió Clarity, bajando la voz— que dejes que me quede con
Molly.
—No sé qué quieres decir.
—Le diré al juez que te mentí. Que te dije que estaba yendo a la escuela, pero
que, en realidad, me saltaba las clases. Le diré que no ha sido culpa tuya.
—¡No ha sido culpa mía!
—O le puedo decir que siempre me dejas sola cuando te vas de viaje con tus
novios. Este es el trato. Me quedo con Molly y le miento al juez. Pero si
intentas que me deshaga de ella, se lo diré todo.
—Eres tan horrible como tu padre.
—Oh, maldita sea, Gloria. Eso ni siquiera me molesta. Me lo has dicho
demasiadas veces. Bueno, ¿qué quieres hacer?
Gloria salió de la habitación. Clarity se acercó a mí y me acarició la cabeza.
Me enrosqué en la alfombra y me dormí. Cuando desperté, Gloria ya no
estaba en la casa. Clarity se encontraba en la cocina. Me levanté, bostecé y
fui a ver qué estaba haciendo. En la cocina había un olor delicioso.
—¿Quieres una tostada, Molly? —me preguntó Clarity. Parecía triste, pero me
la dio—. Pero para ti sin mantequilla —añadió—. Eso es solo para las
personas.
Se levantó de la mesa, abrió una bolsa y el ambiente se llenó del tentador olor
de las tostadas. Tiró un juguete al suelo y yo fui a por él rascando el suelo con
las uñas.
—¿Quieres la tapa? Vale, te doy la tapa —me dijo.
Lamí el juguete, que tenía un sabor delicioso. Pero no había nada que comer
ahí, así que lo mordisqueé. Clarity volvió a levantarse de la mesa y preparó
otra tostada, y luego otra, y otra, mientras yo continuaba mordisqueando el
juguete, feliz. Luego dijo:
—Me he quedado sin pan.
Y tiró una bolsa de plástico al cubo de la basura. Meneé la cola, creyendo que
vendría a jugar conmigo y con el juguete. Sin embargo, en lugar de eso, se
acercó a la encimera y abrió otra bolsa de plástico. E hizo otra tostada. Dio
una patada al juguete y yo salí corriendo a por él. Cada vez que se levantaba a
hacer otra tostada, daba una patada al juguete y yo lo perseguía. Descubrí
que si apoyaba las patas delanteras en él, me deslizaba por el suelo hasta
chocar contra la pared. ¡Vaya juego fantástico!
—Se acabó. Vamos, Molly —dijo Clarity. La seguí hasta su dormitorio—.
¿Quieres dormir encima de este cojín? ¿Molly?
Clarity dio unos golpecitos sobre un cojín, así que salté sobre él, lo agarré con
los dientes y empecé a sacudirlo.
Pero ella no quería jugar. Se tumbó de espaldas con los ojos abiertos. Yo
apoyé la cabeza sobre su pecho y me pasó los dedos por encima del pelaje.
Noté que algo estaba cambiando en ella, que su humor se hacía más oscuro.
Me enrosqué contra su cuerpo con la esperanza de que eso aliviara su
tristeza, pero se puso a sollozar: no lo había conseguido. Entonces quise
lamerle la cara, que le olía a mantequilla, a tostada y a esa misma sustancia
dulce y azucarada del juguete, pero Clarity me apartó.
—Oh, Dios —dijo en voz baja.
Se levantó y fue al baño. Oí que hacía unos sonidos raros, como si se ahogara;
volví a oler las tostadas. Estaba vomitando otra vez. Tenía la cabeza metida en
la taza del inodoro. Tiró de la cadena varias veces. Luego se levantó y se miró
los dientes en el espejo. Luego se puso de pie encima de esa caja pequeña.
—Cuarenta y cinco —dijo en tono de queja—. Me detesto.
Decidí que yo también detestaba esa caja por cómo la hacía sentir.
—Vámonos a la cama, Molly.
Ese día, Clarity no me llevó al sótano, sino que me dejó dormir en su cama.
Estaba tan emocionada por estar fuera de ese sitio y poder quedarme en la
cama con ella que, por supuesto, me costó dormir. Pero ella me puso la mano
encima y me estuvo acariciando hasta que me entró el sueño. Me di la vuelta
y me enrosqué contra su cuerpo. Mientras me dormía, sentía su amor hacia
mí, que era el mismo que yo sentía por ella. Eso era más que, simplemente,
vigilar a alguien por fidelidad: yo amaba a Clarity, la quería tanto como es
posible que un perro ame a una persona. Ethan había sido mi chico, pero
Clarity era mi chica.
Me desperté al oír que Gloria y un hombre hablaban fuera de la casa. El
hombre se rio. Entonces un coche se puso en marcha y se alejó. La puerta de
entrada de la casa se abrió y se cerró. Clarity continuaba durmiendo. Oí que
alguien se acercaba por el pasillo. Tras haber pasado tanto tiempo debajo de
las escaleras oyendo pasos, supe que se trataba de Gloria.
La puerta de la habitación se abrió. Gloria me vio encima de la cama. Sus
complejos olores llenaron la habitación. Meneé un poco la cola.
Ella me miró desde la puerta que daba a aquel oscuro pasillo.
9
CLARITY TENÍA MUCHOS AMIGOS que venían a jugar conmigo. Con el
tiempo, acabé por comprender que ahora su nombre era C. J. Las personas
pueden hacer eso: cambiar el nombre de las cosas. Pero yo continuaba siendo
Molly. El nombre de Gloria continuaba siendo Gloria, y también «madre».
Solo Gloria llamaba Clarity a mi chica.
Pero eso también sucedía al revés: a veces los nombres eran los mismos, pero
las personas cambiaban. Eso es lo que sucedió con el veterinario, que era el
otro nombre de la doctora Deb y que ahora era el doctor Marty. Era igual de
amable que la doctora Deb. Tenía pelo entre la nariz y los labios, así como
unas manos fuertes que me tocaban con suavidad.
El amigo de Clarity que yo prefería era Trent, el chico que cuidaba de Rocky.
Era más alto que C. J. Tenía el pelo oscuro, y siempre olía igual que su perro.
Cuando venía a visitarnos, casi siempre traía a mi hermano. Entonces los dos
nos enredábamos a jugar a pelear por el jardín. Jugábamos hasta que caíamos
rendidos de agotamiento y nos tumbábamos sobre el césped. Muchas veces yo
me tumbaba, jadeando, encima de mi hermano y le sujetaba una pata con los
dientes por puro afecto.
Rocky era más robusto que yo… y más alto. Pero normalmente dejaba que lo
inmovilizara. Y cuando lo conseguía, siempre me daba cuenta de que el pelo
más oscuro de su hocico era del mismo color que el de mis patas. Sin
embargo, el resto de su pelaje era de un marrón más claro que el mío. A
medida que los días se hacían más cálidos, podía medir mi crecimiento
observando el de Rocky: mi hermano ya no era un cachorro torpe. Y yo
tampoco.
Rocky tenía una devoción absoluta por Trent: de repente, interrumpía el juego
y se iba corriendo hasta su chico para recibir caricias. Yo lo seguía, y C. J.
también me acariciaba.
—¿Crees que puede ser un cruce de schnauzer y caniche? —le preguntó un
día C. J. a Trent—. ¿Un schnoodle?
—No lo creo. Quizá sea de dóberman y caniche —respondió Trent.
—¿Un doodle?
Meneé la cola y C. J. me dio un golpecito cariñoso en el hocico.
—O un spaniel de alguna clase —especuló Trent.
—Molly, podrías ser una shnoodle, o spoodle, o doodle, pero no eres caniche
—me dijo C. J. mientras me cogía en brazos y me daba un beso en el hocico.
Volví a menear la cola de placer.
—Eh, mira esto. ¿Rocky? ¡Siéntate! ¡Siéntate! —ordenó Trent.
Rocky miró a Trent con atención, se sentó y se quedó quieto.
—¡Buen perro!
—Yo no le estoy enseñando órdenes a Molly —dijo C. J.—. Ya tengo bastantes
órdenes en mi vida.
—¿En serio? Los perros quieren trabajar. Lo desean. ¿No es cierto, Rocky?
Buen chico. ¡Siéntate!
Bueno, yo sabía qué significaba esa palabra. Esta vez, cuando Rocky se sentó,
yo también lo hice.
—¡Mira, Molly lo ha aprendido de ver a Rocky! ¡Eres una perra muy buena,
Molly!
Meneé al cola al oír que era una perra buena. Yo conocía otras órdenes, pero
C. J. no me las dio. Rocky se tumbó de espaldas para que le acariciaran la
barriga; le sujeté la garganta con los dientes.
—Eh, no… —dijo Trent.
Rocky se quedó inmóvil. Luego se soltó de mí. Yo también lo había notado: un
repentino miedo en Trent. Rocky le dio un golpe con el hocico en la mano
mientras yo me acercaba a C. J., que miraba el cielo y sonreía sin pensar en
ningún peligro.
—Quizá… C. J., quizá deberíamos ir juntos al baile de graduación.
—¿Qué? No, ¿estás de broma? Uno no va al baile de graduación con los
amigos. No se trata de eso.
—Ya, pero…
—Pero ¿qué? —C. J. se dio la vuelta y se apartó el pelo de la cara—. Dios,
Trent, pídeselo a alguna que sea guapa. ¿Qué me dices de Susan? Sé que le
gustas.
—No, yo… ¿Guapa? —dijo Trent—. Venga. Sabes que eres guapa.
C. J. le dio un suave apretón en el brazo.
—Del montón.
Trent frunció el ceño y miró el suelo.
—¿Qué? —preguntó C. J.
—Nada.
—Venga, vamos al parque.
Fuimos a dar un paseo. Rocky iba por delante, olisqueando y marcando los
arbustos. Yo iba al lado de C. J. Ella se metió una mano en el bolsillo y sacó
una cajita, pero no era una chuche. Vi un destello de fuego y noté el olor de
humo en su boca. Conocía ese olor: lo notaba en toda la ropa de C. J. y a
menudo en su aliento.
—Bueno, ¿qué tal la supervisión? ¿Un arresto total? —preguntó Trent.
—No es nada. Solo debo ir a la escuela. Ni siquiera es una supervisión de
verdad. Gloria se comporta como si yo fuera una especie de criminal. —C. J. se
rio y tosió sacando humo.
—Pero has conseguido quedarte con la perra.
Tanto Rocky como yo levantamos la cabeza al oír la palabra «perra».
—Me pienso marchar en cuanto cumpla dieciocho.
—¿Sí? ¿Cómo vas a hacerlo?
—Me alistaré en el ejército si es necesario. O me iré a un convento. Solo
necesito sobrevivir hasta que tenga veintiuno.
Rocky y yo encontramos una cosa que desprendía un olor delicioso, pero C. J.
y Trent continuaron caminando y las correas tiraron de nosotros antes de que
tuviéramos tiempo de restregarnos encima. A veces las personas dejan que
los perros se tomen el tiempo necesario para oler las cosa importantes, pero
en general caminan tan deprisa que nos perdemos oportunidades fantásticas.
—¿Qué sucede a los veintiuno? —preguntó Trent.
—Entonces recibiré la mitad de lo que mi padre me dejó.
—¿Sí? ¿Cuánto?
—Como un millón de dólares.
—No puede ser.
—Sí puede ser. Hubo un acuerdo con la aerolínea después del accidente. Será
suficiente para pagarme la universidad y para trasladarme a Nueva York y dar
el siguiente paso.
A unas casas de distancia, una ardilla dio unos saltos por la hierba. Al vernos
se quedó inmóvil, consciente del error que había cometido. Rocky y yo
bajamos la cabeza y nos lanzamos a la carga tirando de las correas.
—¡Eh! —exclamó Trent, riendo.
Corrieron con nosotros, pero con ellos tirando de la correa la ardilla tuvo
tiempo de correr hasta un árbol y de trepar. Cuando llegó arriba, nos miró y
nos dijo unas cuantas cosas. De no haber sido por ellos, seguro que la
habríamos atrapado. En el camino de regreso a casa, perseguimos a la misma
ardilla. ¿Es que era tan estúpida que deseaba que la pilláramos?
De vez en cuando, C. J. decía: «¿Quieres ir al veterinario?». Mal traducido, eso
significaba: «¡Vamos a dar un paseo en coche, en el asiento delantero, para ir
a ver al doctor Marty!». Yo siempre respondía con entusiasmo. Y lo hice
incluso ese día en que regresé a casa con un estúpido collar cónico, de
plástico, que aumentaba los sonidos y que me hacía difícil comer y beber.
Había tardado un tiempo en acostumbrarme a la idea, pero al fin comprendí
que a las personas les gusta poner esos estúpidos collares a los perros de vez
en cuando.
¡Y la siguiente vez que vi a Rocky, él también llevaba ese collar! Eso hizo
difícil que pudiéramos luchar, pero lo conseguimos.
—Pobre Rocky, ahora tiene voz de soprano —dijo Trent.
C. J. se rio. Le salía humo de la boca y la nariz.
Al poco tiempo de que me quitaran ese estúpido collar, empezamos a ir a
«decoración», un lugar tranquilo donde me dedicaba a mordisquear un
juguete de goma mientras C. J. jugaba con papeles y pegamento. Todo el
mundo de decoración sabía mi nombre; todos me acariciaban e incluso a
veces me daban de comer. Era muy distinto de cuando estábamos en casa:
C. J. me abrazaba y me acariciaba mientras que Gloria me apartaba cada vez
que yo intentaba saludarla de alguna manera.
Gloria tampoco tocaba a C. J. Y por eso yo estaba ahí. De alguna manera,
recibir sus abrazos era mi misión más importante. Notaba que su soledad se
diluía cuando nos tumbábamos juntas en la cama. Y yo le daba lametones y le
mordisqueaba suavemente el brazo de tan contenta que me sentía por estar
con mi chica.
Cuando C. J. no estaba en casa, yo me quedaba abajo de las escaleras. Un día,
Trent vino a casa y entre él y C. J. instalaron una puerta para perros en la del
sótano, para que yo pudiera salir al patio trasero cada vez que quisiera. Me
encantaba salir y entrar por esa puerta: ¡siempre había algo divertido que
hacer al otro lado!
A veces, mientras estaba fuera, en el patio, veía que Gloria estaba de pie en la
ventana mirándome. Yo siempre le meneaba la cola. Gloria estaba enojada
conmigo por algún motivo, pero yo sabía, por experiencia, que la gente no
puede estar siempre enfadada con un perro.
Un día, cuando C. J. llegó a casa, era tan tarde que el sol ya se había puesto.
Al llegar me dio un abrazo muy largo. Estaba triste y enfadada. Luego fuimos
al lavabo y vomitó. Bostecé y empecé a caminar de un lado a otro, ansiosa:
nunca sabía qué hacer cuando eso sucedía. De repente, C. J. y yo levantamos
la vista al mismo tiempo y vimos que Gloria estaba en la puerta y nos
observaba.
—No necesitarías hacer eso tan a menudo si no comieras tanto —dijo Gloria.
—Oh, madre —replicó C. J. Se puso en pie y fue a beber agua al lavamanos.
—¿Cómo han ido las audiciones? —preguntó Gloria.
—Ha sido terrible. No pillé nada. Parece que si no has estado haciendo teatro
durante todo el año, ni siquiera te hacen un casting .
—Bueno. Si no quieren que mi hija participe en la función del verano, ellos se
lo pierden. No importa: nadie se ha convertido nunca en actriz por actuar en
funciones de instituto.
—Es verdad, Gloria. ¿Quién ha oído alguna vez que un actor actúe?
—Solo digo que yo nunca canté en el instituto. Y eso no me ha perjudicado en
absoluto.
—Pues últimamente me he dado cuenta de que todas las compañías
discográficas te cierran las puertas.
Gloria se cruzó de brazos.
—Tuve una carrera muy prometedora hasta que me quedé embarazada de ti.
Cuando tienes un hijo, es diferente.
—¿Estás diciendo que no pudiste cantar más porque tuviste un hijo? ¿Es que
me pariste por el esófago?
—Nunca me has dado las gracias, ni una sola vez.
—¿Debo agradecerte que me dieras a luz? ¿En serio? ¿Hacen tarjetas de
felicitación en algún lado del tipo «gracias por permitir que me quedara
nueve meses en tu útero»?
Di un salto y aterricé en la cama.
—¡Baja de ahí! —exclamó Gloria.
Bajé con un sentimiento de culpa y me tumbé en el suelo, con la cabeza
gacha.
—No pasa nada, Molly. Eres una buena chica —me dijo C. J., tranquilizándome
—. ¿Qué te pasa con los perros, Gloria?
—No comprendo cómo a la gente le pueden gustar. Son sucios y huelen mal.
Dan lametones. No hacen nada útil.
—No pensarías lo mismo si hubieras pasado un tiempo con alguno —replicó
C. J., acariciándome la cabeza.
—Lo hice. Mi madre tenía un perro cuando yo era pequeña.
—Nunca me lo habías dicho.
—Siempre me daba lametones en la boca. Era asqueroso —continuó Gloria—.
A ella le encantaba. Era un perro gordo y se pasaba el día en su regazo sin
hacer nada útil. Se quedaba ahí sentado mirándome mientras yo limpiaba la
casa.
—Bueno, Molly no es así.
—Y te gastas todo el dinero en comida para perros y en veterinarios, cuando
hay tantas cosas bonitas que te podrías comprar.
—Ahora que tengo a Molly, no necesito nada más.
C. J. me rascó detrás de la oreja y yo solté un gemido de placer.
—Comprendo. El perro recibe toda la aprobación. Y tu madre no recibe nada.
Gloria se dio la vuelta y fue hacia la puerta. C. J. se puso en pie y la cerró.
Luego se enroscó en la cama conmigo.
—Nos iremos de aquí en cuanto pueda, te lo prometo, Molly —dijo C. J.
Le lamí la cara.
Era una buena perra que cuidaba de la nieta de Ethan, pero no lo hacía
solamente porque eso era lo que él hubiera querido. Amaba a C. J. Me
encantaba quedarme dormida en sus brazos o caminar con ella e ir a
decoración.
Lo que no me gustaba era ese hombre que se llamaba Shane y que empezó a
venir todo el tiempo. Muchas veces, Gloria no estaba en casa por la tarde, así
que Shane y C. J. se enroscaban en la cama. Las manos de Shane tenían el
mismo olor que impregnaba la ropa de C. J. Él siempre me saludaba, pero yo
me daba cuenta de que en realidad no le gustaba, pues me acariciaba de
forma muy formal. Un perro siempre se da cuenta de eso.
No confiaba en las personas a quienes no les gustaban los perros.
Una tarde, Trent y Rocky vinieron mientras Shane estaba en casa. Rocky
permaneció muy alerta y mirando a Trent todo el tiempo, que no se sentó.
Percibía el enfado y la tristeza de Trent. Estaba claro que Rocky también lo
notaba. Intenté interesar a Rocky en el juego de la lucha, pero no quiso:
parecía totalmente atento a Trent.
—Oh, hola, pensé en pasar por aquí y… —dijo Trent, dando un pequeño
puntapié en la alfombra.
—Como puedes ver, estamos ocupados —dijo Shane.
—Sí —repuso Trent.
—No, entra, solo estamos viento la televisión —dijo C. J.
—No, será mejor que me vaya.
Cuando se hubo ido, me acerqué a la ventana y lo vi de pie al lado de su
coche. Miraba hacia la casa. Al cabo de unos instantes, abrió la puerta del
coche y se fue.
Rocky iba en el asiento delantero.
Al día siguiente, C. J. no vino a casa directamente desde la escuela, así que me
quedé mordisqueando palos en el patio trasero mientras miraba a los pájaros
saltar de árbol en árbol. Ladrarles a los pájaros casi nunca sirve de nada,
porque ellos no comprenden que se supone que deberían tener miedo de los
perros. Simplemente, siguen con sus cosas. Ya me había comido algún pájaro
muerto en otras ocasiones. Y sabía que no eran sabrosos en absoluto. A pesar
de que probablemente no me comería uno vivo aunque lo cazara, quizá lo
intentara solo para saber si el hecho de que estuviera vivo mejoraba su sabor.
De repente, me sobresalté al oír que Gloria abría la puerta trasera.
—Ven aquí, Molly. ¿Quieres una chuche? —me llamó.
Me acerqué con precaución, meneando la cola y con el trasero bajo en señal
de sumisión. Normalmente, Gloria solo me hablaba si yo había hecho algo
malo.
—Bueno, venga —dijo.
Entré en la casa y ella cerró la puerta detrás de mí.
—¿Quieres un poco de queso? —preguntó.
Meneé la cola y la seguí hasta la cocina. Gloria se dirigió al frigorífico, así que
permanecí muy atenta. En cuanto abrió la puerta de la nevera, un montón de
deliciosos aromas llegaron hasta mí.
Gloria sacó una cosa.
—Está un poco pasado, pero debe de ser bueno para los perros, ¿verdad?
¿Quieres esto?
Gloria me acercó un trozo grande de queso pinchado en un tenedor. Lo olí.
Luego, con mucho, mucho cuidado, lo cogí esperando a que ella se enfadara.
—Date prisa —me dijo.
Arranqué el queso del tenedor, lo dejé caer al suelo y me lo comí en unos
cuantos bocados. ¡Vale, quizá Gloria ya no estuviera enfadada conmigo!
—Toma —dijo Gloria.
Oí un golpe seco. Gloria había dejado caer un enorme trozo de queso en mi
cuenco.
—Haz algo útil. Es ridículo que nos gastemos tanto dinero en comida de lujo
para perro cuando podrías comerte nuestros restos.
Nunca habría esperado que me dieran más de un trozo de queso a la vez, así
que tener tanto queso era un auténtico lujo. Cogí el enorme trozo sin saber
bien qué hacer. Gloria salió de la cocina, así que me concentré en comérmelo
poco a poco. Cuando hube terminado, babeaba un poco, por la que me bebí
casi toda el agua.
Gloria apareció en la cocina al cabo de un rato.
—¿Has terminado? —preguntó. Se acercó a la puerta trasera y la abrió—.
Vale, fuera —ordenó.
Comprendí lo que me quería decir y crucé la puerta de inmediato hacia el
patio trasero. Se estaba mejor ahí fuera.
No sabía cuándo regresaría C. J. a casa. La echaba de menos. Pasé por la
puerta de perros y me enrosqué en mi cojín, en el sótano. Deseé que ella
estuviera ahí conmigo.
Me quedé dormida. Cuando me desperté, me sentí mal. Di unas cuantas
vueltas, jadeando. Soltaba mucha baba y tenía sed; además, me temblaban las
patas. Al final, lo único que pude hacer fue quedarme ahí, demasiado débil
para moverme.
Oí los pasos de C. J. y supe que estaba en casa. Abrió la puerta de arriba de
las escaleras.
—¿Molly? ¡Ven! ¡Sube! —me llamó.
Yo sabía que debía hacer lo que me pedía. Di un paso, mareada y con la
cabeza gacha.
—¿Molly? —C. J. bajó las escaleras—. ¿Molly? ¿Estás bien? ¡Molly!
Esta vez, pronunció mi nombre gritando. Quería acercarme para hacerle
saber que todo estaba bien, pero no conseguí moverme. Ella se acercó y me
cogió en brazos. Pero me sentía como si tuviera la cabeza enterrada bajo la
colcha de la cama: los sonidos me llegaban ahogados.
—¡Mamá! ¡Algo le pasa a Molly! —gritó.
Me llevó escaleras arriba, pasó por delante de Gloria, que estaba sentada en
el sofá, y corrió conmigo hasta el camino. Mientras me dejaba en el suelo para
abrir la puerta del coche, vomité en la hierba.
—Oh, Dios, ¿qué es eso que has comido? ¡Oh, Molly!
Hice el viaje en coche en el asiento de delante, pero ni siquiera podía levantar
la cabeza para mirar por la ventanilla cuando C. J. la abrió.
—¡Molly! Vamos al veterinario, ¿vale? ¿Molly? ¿Estás bien? ¡Molly, por favor!
Notaba el dolor y el miedo de C. J., pero no era capaz de moverme. El coche
estaba cada vez más y más oscuro. Noté que la lengua me caía fuera de la
boca.
—¡Molly! —gritó C. J—. ¡Molly!
10
CUANDO PUDE ABRIR LOS OJOS, lo único que veía era una luz borrosa. No
conseguía distinguir las formas. Era una sensación muy familiar: esa y la de
que las patas no me respondieran y la cabeza me pesara tanto que no podía
levantarla. Cerré los ojos. No me parecía posible que volviera a ser un
cachorro.
¿Qué me había sucedido?
Tenía hambre e, instintivamente, busqué a mi madre. No podía olerla. En
realidad, no podía oler nada. Gemí. Noté que volvía a caer en el sueño.
—¿Molly?
Me desperté con un sobresalto. C. J. apareció en mi campo de visión. Mi chica
había puesto la cabeza delante de la mía.
—Oh, Molly, estaba tan preocupada por ti. —Me acarició y me besó en la cara.
Meneé la cola, que golpeó con suavidad la mesa de metal. Me sentía
demasiado débil para levantar la cabeza, aunque sí pude lamerle la mano. Me
sentía aliviada al darme cuenta de que continuaba con vida y podía cuidar de
ella.
El doctor Marty apareció por detrás de C. J.
—La última convulsión ha sido muy breve y hace más de cuatro horas. Creo
que ha salido del peligro.
—¿Qué ha sido? —preguntó C. J.
—No lo sé —respondió el veterinario—. Es evidente que comió algo que no
debería haber comido.
—Oh, Molly —dijo C. J.—. No comas cosas malas, ¿vale?
Le lamí la cara y ella me besó otra vez. Me sentía muy aliviada de no volver a
ser un cachorro y de estar todavía con mi chica.
C. J. y Gloria se enfadaron la primera noche que pasé en casa.
—¡Seiscientos dólares! —gritó Gloria.
—Eso es lo que cuesta. ¡Molly ha estado a punto de morir! —exclamó C. J.
Normalmente, cada vez que discutían, daba vueltas y bostezaba con ansiedad.
Pero esta vez me sentía demasiado fatigada. Me quedé tumbada mientras
Gloria se iba pasillo abajo hasta su dormitorio. Al entrar, cerró la puerta de un
portazo. Sus olores impregnaban toda la casa.
Ese verano, Trent no vino mucho por allí. Pero C. J. y yo dormíamos hasta que
el sol estaba muy alto en el cielo y luego tomábamos juntas el desayuno;
muchas veces nos tumbábamos en el patio trasero. Era maravilloso. C. J. se
cubría con un aceite que olía mal y que tenía un sabor peor; a pesar de ello,
yo le daba algún lametón de vez en cuanto solo por demostrarle mi afecto. Me
encantaba echar una cabezada con C. J.
A veces ella se quedaba fuera casi todo el día; solamente entraba en la casa
para ir al lavabo o para subirse en la cajita que tenía ahí. No comprendía por
qué se subía tan a menudo encima de esa cosa, pues hacerlo nunca la hacía
feliz.
Siempre la acompañaba en esas entradas, así que estaba con ella el día en
que C. J. abrió la puerta trasera y vio que Gloria estaba tumbada encima de
una manta, al lado del lugar en que nosotras habíamos estado tomando el sol.
—¡Gloria! ¿Qué haces con mi bikini?
—Me queda bien. Mejor que a ti, incluso.
—¡Dios, no! Es horrible.
—He perdido cinco kilos. Y cuando pierdo peso, no lo recupero.
C. J. emitió un sonido de frustración. Apretó los puños y regresó a la casa.
—Ven, Molly —me dijo.
Parecía enfadada conmigo, así que caminé a su lado en silencio y con la
cabeza gacha con un sentimiento de culpa. Ella se fue directamente a su
dormitorio y entró en el cuartito donde se lavaba con agua. Me tumbé en la
alfombra, jadeando, pues la oía llorar. Mi chica era infeliz.
Ese día no vomitó, pero muchos días sí lo hizo. Siempre estaba muy triste
cuando lo hacía.
Un día, C. J. me llevó a dar un paseo en coche y me senté en el asiento
delantero. Fuimos a casa de Trent y estuve jugando con Rocky en el patio
trasero, que no era tan grande como el de C. J., pero tenía el atractivo añadido
de que Rocky estaba allí.
—Gracias por hacerlo —dijo C. J.
—Oh, no es nada. A Rocky le gusta la compañía: me echa de menos cuando
estoy en el trabajo —respondió Trent—. ¿Te dije que me han hecho ayudante
de dirección?
—¿En serio? ¿Así que llevas un sombrero de papel especial?
Rocky dejó de jugar y corrió hasta donde estaba Trent.
—Bueno…, no. Pero quiero decir que solo estoy en el instituto y ellos ya
confían en mí… Bueno, no importa —suspiró Trent.
—No. Lo siento. Ha sido un chiste estúpido. Estoy orgullosa de ti.
—Ya.
Rocky acariciaba a Trent.
—No, en serio, lo estoy —repuso C. J.—. Eso demuestra lo bueno que eres en
todo. Por eso eres el delegado de la clase. Puedes conseguir todo lo que te
propongas.
—No todo.
—¿Qué quieres decir?
—Nada.
—¿Trent?
—Cuéntame lo de tu viaje.
—Estoy muy emocionada —dijo C. J.—. Nunca he estado en un crucero. ¡Dos
semanas!
—Procura no empujar a Gloria por la borda. Estoy seguro de que debe de
haber una ley que lo prohíbe…, aunque no debería existir.
—Oh, una vez que estemos en el barco, creo que no nos veremos la una a la
otra.
—Bueno, pues buena suerte —dijo Trent.
No me sorprendió que C. J. me dejara allí: muchas veces me dejaba para que
jugara con Rocky, y a veces mi hermano venía a nuestra casa para jugar
conmigo. Pero al cabo de unas cuantas noches empecé a preocuparme.
Golpeaba con el hocico a Trent para que me tranquilizara.
—Echas de menos a C. J., ¿verdad, Molly? —me dijo Trent, sujetándome la
cabeza con las dos manos.
Meneé la cola al oír su nombre: «Sí, regresemos a casa con C. J.».
A Rocky no le gustó la atención que Trent me daba, así que saltó sobre mi
espalda. Yo me di la vuelta y le enseñé los dientes; pero entonces él se tumbó
y me ofreció la garganta, así que no tuve otra opción que ponerme encima y
mordisquearle el cuello.
Una noche oí que Trent decía «¡C. J.!», como si ella estuviera allí, pero cuando
corrí a su dormitorio (mientras Rocky me saltaba encima todo el rato) vi que
estaba solo.
—Molly. ¿Quieres hablar con Molly por teléfono? Ven, Molly, el teléfono.
Trent me acercó un juguete de plástico. Lo olí. Vale, era un «teléfono». Ya lo
había visto antes, pero nunca me habían invitado a jugar con uno.
—Di «hola» —me dijo Trent.
Oí un ruido suave y extraño. Miré el teléfono y ladeé la cabeza. Trent se llevó
el teléfono a la cara.
—¡Sabe que eres tú! —dijo.
Trent parecía feliz.
Las personas suelen sentirse felices cuando hablan con sus teléfonos, aunque,
según mi experiencia, hablar con un perro es mucho mejor.
Sin embargo, pensé que el comportamiento de Trent era muy raro. Me sentía
muy cansada después de haber sido engañada creyendo que C. J. estaba en el
dormitorio. Subí a los pies de la cama y me tumbé con un suspiro. Al cabo de
un momento, Rocky se tumbó a mi lado y me puso la cabeza sobre el
estómago: percibía mi estado de ánimo. Estaba triste, a pesar de que él
estaba ahí. Añoraba a mi chica.
Pero, de alguna forma, sabía que C. J. regresaría. Ella siempre volvía conmigo.
Un día, Trent no se fue a trabajar. Bajó al sótano y se puso a jugar. Dando un
gemido, cogía unas cosas muy pesadas del suelo y luego las volvía a dejar.
Después se dio una ducha y se pasó mucho rato poniéndose ropa diferente en
el dormitorio. Rocky percibió su nerviosismo y empezó a jadear un poco.
Luego, Trent se fue al salón y se puso a caminar de un lado a otro. De vez en
cuando se paraba delante de la ventana para mirar. Rocky lo seguía pegado a
sus talones. Me acabé aburriendo y me tumbé en la alfombra.
De repente, oí el ruido de una puerta. El nerviosismo de Trent creció. Rocky
apoyó las patas delanteras en la ventana para mirar. Me levanté, curiosa. La
puerta delantera se abrió.
—¡Hola, Rocky! ¡Hola, Molly!
Era mi chica. Estaba tan emocionada de volver a verla que gimoteé y empecé
a dar vueltas alrededor de sus pies. Ella se agachó para acariciarme y le lamí
toda la cara. Cuando se levantó de nuevo, intenté dar un salto para llegar a su
cara y volver a lamérsela. Ella me sujetó la cabeza y me abrazó.
—Molly, eres una doodle-schoodle, pero no un caniche —me dijo.
El contacto de sus manos en el pelaje me provocaba una corriente de placer.
—Hola C. J. —dijo Trent, que alargó los brazos hacia ella. Pero, de repente, se
detuvo.
Ella se rio y saltó a darle un abrazo.
Rocky estaba tan contento que se puso a correr por toda la casa y a lamer los
muebles.
—Eh, calma —dijo Trent.
Pero se estaba riendo, así que Rocky continuó haciéndolo. Parecía un perro
loco. Por mi parte, me quedé con C. J.
—¿Quieres comer alguna cosa? Tengo galletas —le ofreció Trent.
Rocky y yo nos quedamos inmóviles. ¿Galletas?
—Dios, no —dijo C. J.—. Estoy gordísima. Había tanta comida… Era increíble.
Trent nos sacó fuera a Rocky y a mí para que jugáramos a luchar. Pero
echaba de menos a C. J., así que al cabo de un rato rasqué la puerta y la
madre de Trent nos dejó entrar. Trent y C. J. estaban sentados el uno al lado
del otro, en el sofá. Me enrosqué a sus pies. C. J. tenía el teléfono apoyado en
el regazo.
—Este era nuestro camarote —dijo C. J.
—¿Qué? Es enorme.
—Era perfecto. Teníamos esta zona de salón. Y cada una disponía de su propio
dormitorio y su lavabo. No sé si te has dado cuenta, pero Gloria y yo nos
llevamos mejor cuando no nos vemos.
—Dios, ha debido de ser realmente caro.
—Supongo.
—¿Tanto dinero gana tu madre?
C. J. lo miró.
—No lo sé. Supongo que sí. Siempre va a esas presentaciones por la noche,
así que supongo que el negocio debe de ir bien.
Suspiré. Rocky tenía un juguete de goma y me miraba mientras lo
mordisqueaba, esperando a que yo hiciera un movimiento para quitárselo.
—¿Quién es ese chico? —preguntó Trent.
—Oh, nadie.
—Aquí hay otra con él.
—Ha sido solo un amor de crucero. Ya sabes.
Trent calló. Rocky percibió algo, así que cruzó la habitación y puso la cabeza
sobre el regazo de Trent. Aproveché la oportunidad y salté sobre el juguete.
—¿Qué sucede? —le preguntó C. J. a Trent.
—Nada —respondió Trent—. Bueno, se está haciendo un poco tarde y mañana
tengo que trabajar.
Así que nos fuimos. Después de ese día, me pareció que ya no veíamos a Trent
y a Rocky tan a menudo, aunque veíamos mucho más a Shane, que no me caía
muy bien. Nunca se portaba mal conmigo, pero había algo raro en él, algo que
me hacía desconfiar. Muchas veces, Gloria y C. J. hablaban sobre Shane, y
C. J. decía: «oh, ma-dre», y se iba de la habitación.
C. J. no era feliz. Gloria no era feliz. Por mi parte, eso no lo comprendía, pues
me parecía que había muchas cosas por las cuales ser feliz, como el beicon o
los días en que las dos nos tumbábamos en el patio trasero y los dedos de C. J.
me acariciaban con suavidad.
Lo que no me gustaba mucho era el baño. Siempre, en todas mis anteriores
vidas, el baño consistía en que yo permanecía de pie fuera y recibía una
ducha de agua; más tarde, me frotaban con un jabón resbaladizo que olía
igual de mal que el pelo de Gloria. Luego, ese olor se quedaba en mi pelo
incluso después de que me hubieran enjuagado. Para C. J., el baño consistía
en quedarse dentro de la casa, de pie en el interior de una caja que tenía los
lados muy resbaladizos. Me sentía una perra mala cada vez que ella me tiraba
agua caliente con un plato de perro que tenía un asa pegada. Luego me
frotaba con jabones que olían muy mal; yo aguantaba, abatida, con los ojos
cerrados y la cabeza gacha. Los deliciosos olores que había conseguido
acumular con el tiempo (a tierra, a comida antigua y a cosas muertas)
desaparecían después de todos esos platos de agua caliente y apestosa. Si
intentaba escapar, resbalaba y mis uñas rascaban la pared de la caja: era
incapaz de impulsarme. Y entonces C. J. me cogía.
—No, Molly —me decía, muy seria.
El baño era el peor de los castigos, porque yo nunca sabía qué era lo que
había hecho mal. Pero cuando terminaba, C. J. me envolvía en una manta y me
abrazaba. Y eso era lo mejor. Recibir ese fuerte abrazo me hacía sentir segura
y caliente y querida.
—Oh, mi Molly, mi Molly, eres una perra mimosa —me susurraba C. J.
Entonces, cogía esa manta y me frotaba con ella hasta que mi piel se ponía
tan vibrante y eléctrica que, cuando me soltaba, echaba a correr por toda la
casa, sacudiéndome el agua que me quedaba; comenzaba a saltar sobre las
sillas y el sofá, a restregarme por la alfombra para acabar de secarme y
darme un pequeño masaje.
C. J. se reía mucho, pero Gloria gritaba:
—¡Basta!
No sabía por qué lo estaba, pero concluí que ella siempre estaba enfadada,
incluso cuando el castigo del baño había terminado y podíamos celebrar lo
maravilloso que era correr y saltar sobre los muebles.
Cuando volvimos a la rutina de encerrarme en el sótano, supe que C. J. había
regresado a la escuela. Desde allí, oía a Gloria, que se movía por arriba hasta
que también se iba de la casa. Entonces yo salía por la puerta del perro y me
tumbaba en mi sitio habitual, echando de menos a C. J. A veces, mientras
dormía, me parecía que sus dedos me acariciaban.
Todavía íbamos a decoración de forma regular. A veces había otras personas
allí y me acariciaban; en ocasiones, solo estábamos C. J. y yo en el edificio.
Una noche en que estábamos a solas, oímos unos golpecitos en la puerta. Era
uno de esos raros sonidos que me hacen gruñir y que me ponen los pelos
punta.
—¡Molly! No pasa nada —dijo Clarity.
Se acercó a la puerta y yo la seguí. Olí a Shane al otro lado de la puerta, pero
eso no me hizo sentir mejor.
—Eh, C. J., abre —dijo él.
Había otro hombre con él.
—No puedo dejar entrar a nadie aquí —respondió C. J.
—Vamos, nena.
C. J. abrió la puerta y los dos hombres entraron. Shane cogió a C. J. y la besó.
—Hola, Molly —me dijo—. C. J., te presento a Kyle.
—Hola —saludó el otro.
—¿Tienes la llave? —preguntó Shane.
C. J. se cruzó de brazos.
—Ya te dije…
—Sí, bueno, a Kyle y a mí nos gustaría pasar los exámenes de Historia del
Arte, ¿vale? Vamos. Ya sabes que todo eso no es más que una broma, nunca
necesitaremos saber nada de esto en la vida. Haremos una copia del examen
y nos iremos.
No sabía qué estaba sucediendo, pero me di cuenta de que C. J. no estaba
contenta. Le dio una cosa a Shane, que se giró y se la tiró a Kyle.
—Vuelvo enseguida —dijo este.
Se dio la vuelta y se marchó. Shane sonrió.
—¿Sabes que me podrían expulsar por esto? Ya estoy en supervisión —dijo
C. J.
—Relájate. ¿Quién se va a chivar? ¿Molly?
Shane alargó la mano y me acarició la cabeza. Pero fue un poco brusco.
Luego cogió a C. J.
—No. Aquí no.
—Venga. No hay nadie más en todo el edificio.
—Basta, Shane.
Percibí enojo en el tono de su voz. Gruñí un poco. Shane se echó a reír.
—Vale. Dios. No me eches el perro encima. Solo estaba jugando. Voy a ver
qué hace Kyle.
C. J. se puso a jugar con los papeles y los palos otra vez. Al cabo de un rato,
Shane regresó y dejó caer una cosa encima de la mesa, delante de C. J.
—Vale. Nos vamos —dijo.
C. J. no contestó.
Al cabo de unos días, Gloria y C. J. estaban viendo la televisión mientras yo
dormía. Entonces llamaron a la puerta. Me levanté, meneando la cola,
pensando que sería Trent. Pero se trataba de dos hombres que vestían ropas
oscuras y que llevaban unos objetos metálicos en el cinturón: por experiencia,
sabía que eran de la policía. C. J. los dejó entrar en casa. Gloria se puso en
pie. Meneé la cola y le di un golpe amistoso con el hocico a uno de los
policías.
—¿Eres Clarity Mahoney? —le preguntó uno de ellos a C. J.
—Sí.
—¿Qué sucede? —les preguntó Gloria.
—Hemos venido por el robo en el Departamento de Arte del instituto.
—¿Robo? —dijo C. J.
—Un ordenador portátil, dinero en metálico, un marco de plata —dijo el
policía.
Gloria ahogó una exclamación de sorpresa.
—¿Qué? No, eso no… —dijo C. J.
Percibí que empezaba a sentir miedo.
—¿Qué has hecho? —le preguntó Gloria a C. J.
—No fui yo. Fue Shane.
—Debes venir con nosotros, Clarity.
—¡Ella no va a ir a ninguna parte! —exclamó Gloria.
—C. J. Soy C. J.
Me puse a su lado.
—Vamos —dijo el policía.
—¡Ninguna hija mía se va con un policía! Yo la llevaré —dijo Gloria.
—No pasa nada, Gloria —dijo C. J.
—Sí que pasa. No pueden entrar aquí como si fueran la Gestapo. Es nuestra
casa.
Me pareció que los policías se estaban enfadando.
—Sí, bueno, su hija debe venir a la comisaría ahora.
—¡No! —gritó Gloria.
Uno de los policías se llevó una mano al costado y sacó dos pulseras
metálicas.
—Date la vuelta, C. J.
Después de eso, todo el mundo se fue. C. J. ni siquiera me acarició la cabeza,
lo cual hizo que me sintiera una mala perra. La casa se quedó vacía y solitaria
sin ellos.
Bajé al sótano y me tumbé en mi cojín, pues sentía la necesidad de
enroscarme en un lugar seguro.
Al cabo de un rato oí la puerta de entrada de la casa. Me levanté, pero no subí
porque oí que se trataba de Gloria y no de C. J. Cerró la puerta de arriba de
las escaleras.
Me pasé la noche llorando; quería que mi chica regresara a casa, pero no lo
hizo. Tampoco volvió al día siguiente. Yo tenía un hueso para masticar, pero
estaba hambrienta porque no me dieron de comer en todo el día. Podía
conseguir agua en el patio trasero, sobre todo porque esa mañana había
llovido, pero me sentía triste, sola y hambrienta.
Finalmente, decidí expresar mis sentimientos y me puse a ladrar de miedo y
hambre. Un perro solitario me respondió desde algún lugar, lejos; era un
perro que nunca antes había oído. Ambos estuvimos ladrando un rato.
Entonces él se calló en seco. Me pregunté quién debía de ser ese perro, si
quizá jugaríamos juntos algún día. Me pregunté si él habría comido ese día.
Un día es muy largo. Y mucho más largo cuando tienes hambre y estás
preocupada por la persona a quien se supone que debes cuidar. Al final, el
cielo se oscureció. Crucé la puerta de perros y me enrosqué debajo de las
escaleras. El estómago me dolía. Empezaba a tener miedo. Y el miedo me
impedía dormir.
—¿Dónde estaba C. J.?
11
PASÉ LA MAYOR PARTE del día siguiente tumbada a la sombra, en el patio,
observando a los pájaros que saltaban entre la hierba húmeda. El único
momento en que olvidé el hambre que tenía fue cuando vi a Gloria de pie ante
las puertas de cristal, mirándome. Cada vez que lo hacía, me sentía una mala
perra. El resto del tiempo lo pasé muriéndome de hambre.
Estuviera donde estuviera C. J., sabía que no querría que yo estuviera sin
comer. Fui varias veces a la casa, a comprobar cómo estaba mi cuenco de
comida, pero cada vez lo encontré vacío. Allí no había nada para comer,
excepto si contaba unos calcetines que encontré en un cesto. No me comí los
calcetines porque ya había mordisqueado cosas similares otras veces y sabía
que no ofrecían una satisfacción real. Pero lamí el cuenco de todas maneras,
imaginándome que todavía podía detectar el sabor de la comida.
Por desgracia, a momentos olía a comida en el aire: eran unos olores
deliciosos que asociaba con las personas cuando cocinaban. Alguien estaba
asando carne en alguna parte. Probablemente era muy lejos, pero yo sabía
que mi olfato me conduciría hasta allí si salía del patio.
En el patio había dos puertas. La que estaba al lado del garaje era alta y de
madera; pero la que había al otro lado (por la que C. J. pocas veces pasaba)
estaba hecha del mismo acero que el de la valla; en realidad, era un poco más
baja. Con un poco de carrerilla, posiblemente pudiera saltarla.
Esa idea no se me iba de la cabeza. Saltaría por encima de la valla y seguiría
mi olfato y encontraría la carne asada y una persona me daría algo de comer.
Aunque esa idea me hacía babear, el solo hecho de pensar en marcharme del
patio me hacía sentir como una perra mala. C. J. querría que yo estuviera allí.
Y yo no podía protegerla si me escapaba en busca de comida.
Lloriqueando, entré por la puerta de perros para comprobar cómo estaba mi
cuenco de comida otra vez. Nada. Solté un gemido y me tumbé. El vacío que
sentía en el estómago era tan fuerte que me impedía dormir.
Me encontraba en el sótano cuando oí que Trent me llamaba. Salí corriendo
por la puerta de perros y lo vi de pie en el patio, silbándome. Me sentí tan
feliz de verlo que me tiré encima de él. Trent se rio y me abrazó jugando.
Todo su cuerpo tenía el olor de Rocky.
—¡Hola, Molly! ¿Estás bien? Echas de menos a C. J., ¿verdad?
Oí que se abría la puerta trasera y vi que Gloria estaba allí, de pie.
—¿Te lo vas a llevar contigo? —preguntó.
—Molly es una hembra —dijo Trent. Me senté al oír mi nombre—. ¿Le has
dado de comer?
—¿Le he dado de comer? —dijo Gloria.
Noté cierto sobresalto de emoción en Trent: ¿alarma, quizá?
—¿No le has dado de comer?
—No me hables en ese tono. Supuse que aquí, en alguna parte del patio,
habría comida para ella. Nadie me dijo lo contrario.
—Pero… no me puedo creer que hayas dejado que un perro pase hambre.
—Y por eso estás aquí. Por el perro. Vale.
Una emoción muy fea me llegaba de Gloria, algo parecido a la rabia.
—Sí…, bueno. Es decir…
—Estás aquí porque crees que darle de comer al perro hará que Clarity te
mire con otros ojos. Sé que estás colado por ella.
Trent inspiró profundamente y sacó el aire despacio.
—Vamos, Molly —dijo en voz baja.
Seguí a Trent hasta la puerta del patio trasero. Cuando se detuvo, giré la
cabeza para mirar a Gloria. Estaba de pie, con las manos en las caderas. Me
miró a los ojos. Me daba hasta miedo.
Trent me llevó a casa de Rocky y me dio de comer. Me sentía realmente
hambrienta, así que le solté un gruñido a Rocky cuando intentó hacerme jugar
antes de que terminara. Al acabar sentía una agradable sensación de barriga
llena y cierta somnolencia. Lo único que quería era echar una cabezada, pero
Rocky llevaba una cuerda en la boca y corría por todo el patio como si creyera
que yo no sería capaz de atraparlo. Y eso, por supuesto, no era así. Corrí
hacia él y agarré el otro extremo de la cuerda. Estuvimos tirando el uno del
otro por todo el patio. Trent nos miraba y se reía. En un momento dado,
Rocky lo miró. Entonces, aproveché su momentánea pérdida de atención y le
arranqué la cuerda. Salí disparada. Rocky me persiguió a toda velocidad.
Esa noche, mi hermano y yo dormimos juntos en el suelo del dormitorio de
Trent. Estábamos totalmente agotados. Por mi parte, me había olvidado
momentáneamente de C. J. durante la batalla por la cuerda, pero ahora, en la
habitación oscura, la echaba de menos y me sentía triste. Rocky me olisqueó,
me dio un golpe con el hocico y unos lametones en la boca. Al final apoyó la
cabeza sobre mi pecho.
A la mañana siguiente, Trent se fue. Por la manera en que lo hizo —
vistiéndose a toda prisa y recogiendo papeles a última hora— llegué a la
conclusión de que se iba a la escuela. Rocky y yo estuvimos jugando a luchar,
también pasamos un rato con la cuerda y excavamos un par de agujeros en el
patio trasero. Cuando Trent regresó a casa, nos dio de comer y nos habló con
enfado mientras jugaba con la tierra a llenar los agujeros que habíamos
hecho. Parecía ser que nosotros, o por lo menos Rocky, habíamos sido perros
malos por culpa de algo, pero no sabíamos de qué. Rocky se quedó con la
cabeza gacha y las orejas caídas durante un rato. Al final, Trent lo acarició y
todo estuvo bien.
Rocky y yo jugábamos a luchar mientras Trent estaba en el interior de la casa
cuando oímos el ruido de la puerta lateral. Rocky y yo ladramos. Nos pusimos
a correr con el pelo erizado. De repente, al ver a mi chica allí, bajé las orejas
y salté de alegría.
—¡Molly! —exclamó ella, contenta—. ¡Hola, Rocky!
Rocky continuaba tirando de esa estúpida cuerda. C. J. se puso de pie, me
abrazó y me besó en la cara. Luego Rocky levantó la cabeza y salió corriendo
hacia Trent, que salía por la puerta trasera. Rocky saludó a Trent como si
hubiera estado fuera tanto tiempo como C. J., lo cual era ridículo.
—Baja, Rocky. Hola, C. J.
C. J. se incorporó.
—Hola, Trent.
El chico se acercó a ella y la abrazó.
—¡Oh! —dijo C. J., riendo un poco.
¡Y entonces sacaron las correas para ir a dar un paseo! Las hojas caían de los
árboles. Rocky y yo tirábamos, intentando saltar sobre ellas antes de que la
brisa las arrastrara, pero las correas nos impedían conseguirlo.
Me sentía muy feliz de que C. J. hubiera regresado. Y, en realidad, también
me sentía así por estar con Rocky y con Trent. A pesar de que no era cosa mía
(pues yo era un perro), pensaba que deberíamos vivir allí, en la casa de Trent.
Si Gloria no venía a vivir con nosotros, también me parecería bien.
De repente, oí un chasquido y vi un destello de fuego. Entonces la boca de
C. J. se llenó de un humo que le salía de un palito.
—No está permitido fumar ahí. Dios —dijo C. J.—. Diez minutos tardaban tanto
en pasar que casi era posible oírlos.
—¿Cómo ha sido? ¿Ha sido horrible?
—¿El reformatorio? En realidad, no. Solo… No sé, raro. He perdido casi un
kilo y medio, así que ha habido algo bueno. —Se rio—. Los chicos estaban al
otro lado y no los veíamos nunca. Pero los podíamos oír perfectamente. Hay
muchos más chicos que chicas. La mayoría de ellas estaban allí por haber
hecho algo para sus novios, ¿te lo puedes creer?
—Como tú —dijo Trent en voz baja.
¡Estábamos disfrutando de un paseo fantástico! Cada vez que pasábamos por
delante de un árbol o de un arbusto, Rocky se paraba para marcarlo. Por mi
parte, hacía un poco de pipí en el mismo sitio porque todavía recordaba ese
instinto, a pesar de que ahora ya no era tan importante para mí.
—No sabía que Shane iba a robar nada.
—Sabías que iba a robar el examen.
—Iba a copiar el examen, no a robarlo. Y era de Historia del Arte, no era de
Mates ni nada. Dios. ¿Tú también?
Trent se quedó callado un momento.
—No, yo no. Lo siento.
Rocky saltó sobre una hoja que pasaba volando y la agarró. Intentó
provocarme con ella; sin embargo, ahora que estaba en su boca, esa hoja no
era más que una hoja.
—Así que, puesto que estoy en supervisión académica, también estoy en
expulsión académica. Huy, qué miedo. En mi vida había visto tanto papeleo.
Apuesto a que los espías internacionales no tienen un expediente tan gordo
como el mío.
—¿Expulsada por cuánto tiempo?
—Solo este semestre.
—Pero eso significa que no te vas a graduar con nosotros.
—No pasa nada. De todas formas, los vestidos son horrorosos. ¿Y qué me
dices de los sombreros? ¡Vamos! No, me graduaré a mitad de curso, sin
pompa. Valdrá la pena solo por ver la cara de enfado de Gloria, que no se
podrá sentar con todos los padres y llamar la atención sobre sí misma cuando
digan mi nombre.
—¿Y ya está? ¿Y la expulsión?
—Servicios sociales. He elegido lo más guay: perros de entrenamiento y
perros de servicio.
Al oír la palabra «perro», la miré. Ella puso la mano sobre mi cabeza y me
acarició. Le lamí los dedos.
—Eres una buena perra, Molly —dijo.
Cuando llegamos al parque, nos quitaron las correas. Rocky y yo salimos
disparados, gloriosamente felices de sentir el frescor del aire y de estar libres
para corretear por el parque, peleando y haciendo carreras, igual que lo
hacemos en el patio trasero. Olí la presencia de otros perros, pero no
apareció ninguno.
Correr al lado de mi hermano me hacía sentir una vibrante alegría, igual que
cuando se terminaba el castigo del baño y me permitían saltar sobre los
muebles. A veces, Rocky se daba la vuelta para comprobar que Trent todavía
estaba ahí. Rocky era un buen perro. Yo sabía que C. J. continuaba ahí porque
el olor acre del humo se notaba, aunque ella no estuviera llevándose ese
fuego a la boca.
Muchas personas emitían ese mismo olor de humo. A mí nunca me había
molestado mucho. Pero, en C. J. me encantaba por la manera en que se
mezclaba con su propio olor, porque era C. J. A pesar de ello, a veces deseaba
que oliera igual que cuando era un bebé, cuando yo le olisqueaba la cabeza.
Me encantaba ese olor.
Rocky y yo encontramos el cuerpo podrido de una ardilla en una de las
esquinas del parque, ¡y ese olor también me encantaba! Pero antes de que
tuviéramos tiempo de restregarnos con él, Trent nos llamó y tuvimos que
regresar. Nos pusieron las correas otra vez: ¡era hora de dar otro paseo!
Cuando llegamos a casa de Rocky, Trent y C. J. se quedaron al lado del coche
de C. J. Yo esperé en la puerta, un poco ansiosa por miedo a que C. J. se
hubiera olvidado de que yo era un perro de asiento delantero.
—Buena suerte con tu madre —dijo Trent.
—No le importa. Ni siquiera estaba en casa cuando bajé del taxi.
—¿Taxi? Te podría haber ido a recoger.
—No. Hubieras tenido que salir de clase. No quiero corromper a nadie con mi
mala influencia —dijo C. J.
Dimos un paseo en coche. Pude ir en el asiento delantero. Cuando llegamos a
casa, vi que había un hombre sentado al lado de Gloria en el sofá. Me acerqué
meneando la cola para olerlo. El tipo me acarició la cabeza. Gloria se puso
tensa. A ella no la olí. C. J. se había quedado de pie ante la puerta de entrada,
así que me fui con ella otra vez.
—Clarity, te presento a Rick. Me ha ayudado mucho durante los momentos
tan difíciles que me has hecho pasar —dijo Gloria.
—Tengo una hija adolescente —dijo Rick, ofreciéndole la mano a C. J.
Ella se la estrechó rápidamente.
—Soy C. J. Pero Gloria prefiere llamarme Clarity.
—¿Gloria? —El hombre la miró, y yo también lo hice, a pesar de que, en
realidad, evitaba mirarla a los ojos—. ¿Te llama por tu nombre?
—Ya —repuso ella, meneando la cabeza.
—Mira, este es el primer problema aquí —dijo él.
Ese tipo me había parecido bastante agradable. Las manos le olían a grasa y a
carne, y también a Gloria.
—Ella me pidió que la llamara Gloria en lugar de mamá porque no quería que
los hombres desconocidos de la tienda supieran que tenía una hija de mi edad
—explicó C. J.—. Le preocupa mucho lo que los hombres piensen de ella.
Supongo que ya te lo has podido imaginar.
Todos se quedaron callados un momento. Bostecé y me rasqué detrás de la
cabeza.
—Vale. Bueno, me alegro de conocerte, C. J. Ahora me iré. Tu mamá debe
hablar contigo acerca de algunas cosas.
—Es realmente un detalle que estés aquí para decirme esto —repuso C. J.
Fuimos a su habitación y me tumbé en mi sitio de siempre. Era maravilloso
estar de vuelta en casa con mi chica. Sentía un agradable cansancio después
de haber estado jugando con Rocky. Además, me sentía impaciente por que
C. J. se metiera en la cama para poder tumbarme con ella y sentir su mano en
el pelo del cuello.
Sin embargo, entonces la puerta se abrió y Gloria entró en el dormitorio.
—Podrías llamar, por lo menos —dijo C. J.
—¿Llamaban a la puerta de tu celda? —replicó Gloria.
—Sí, y me pedían permiso para entrar, qué te crees.
—Sé que no es cierto.
Me levanté y me sacudí. Bostecé de ansiedad. No me gustaba que Gloria y
C. J. se pusieran a hablar porque las emociones eran demasiado fuertes,
oscuras y confusas.
—Bueno, ¿qué pasa con ese hombre? —preguntó C. J.—. Se comporta como si
estuviera pasando un casting para ser mi padre adoptivo.
—Es un hombre de negocios de mucho éxito. Sabe mucho sobre cómo tratar a
las personas.
—Ya sabía que era un hombre de éxito; si no, tú no te lo habrías estado
montando con él en el sofá.
—Me ha dado muchos consejos acerca de cómo tratar con los hijos difíciles.
Estoy preocupada por ti, Clarity June.
—Ya me di cuenta de lo preocupada que estabas cuando llegué a casa ocho
horas después de que me soltaran y te encontré tomando vino en el salón.
C. J. se sentó en la cama. Salté a su lado. Pero casi no podía notar su olor
porque los aromas de Gloria inundaban la habitación.
Levanté la vista y me di cuenta de que Gloria me estaba mirando, así que miré
hacia otro lado. Ella suspiró.
—Bueno, vale —dijo—. En primer lugar, estarás castigada todo el año. Eso
significa nada de salir, nada de chicos por aquí, nada de hablar por teléfono.
No podrás salir de la casa por ningún motivo.
—Así que cuando llamen del tribunal para saber por qué no estoy haciendo mi
servicio social, les diré que Gloria dice que estoy castigada. Les parecerá muy
bien. Hay un tipo en el corredor de la muerte a quien no pueden ejecutar
porque todavía tiene problemas con su madre.
Gloria se quedó callada un momento con el ceño fruncido.
—Bueno, evidentemente podrás ir a eso —dijo, al fin.
—¿Y las compras de Navidad? No vas a castigarme también en eso, ¿no?
—No, haré una excepción con eso, por supuesto.
—Y, evidentemente, con Acción de Gracias en casa de Trent.
—No. Eso no.
—Pero me dijiste que tú ibas a casa de alguien. De Rick, supongo. ¿Quieres
que esté sola en Acción de Gracias?
C. J. me rascó la cabeza con gesto distraído. Deseaba que Gloria se marchara
de inmediato.
—Bueno, supongo que podrías venir conmigo a casa de Rick, aunque sus hijos
estarán con su madre —dijo Gloria, pensativa.
—No. ¿Hablas en serio?
—Vale, vale. Podrás ir a casa de Trent.
—¿Y qué hay de Jana? Me dijiste que querías que saliera con Jana porque su
padre forma parte del club.
—Eso no es para nada lo que dije. Dije que Jana es el tipo de persona con el
que me gustaría que pasaras más tiempo. Y sí, Jana puede venir a casa.
—¿Y si ella quiere llevarme al club a comer?
—Creo que ya nos encargaremos de esas cosas cuando sea el momento. Es
demasiado difícil preverlo todo ahora. Si recibes algún tipo de invitación
especial, ya hablaremos. Estoy dispuesta a hacer excepciones cuando sea
necesario.
—Ya veo que Rick te ha sido de gran ayuda con todo esto de ser madre.
—Eso es lo que te dije. Y hay otra cosa.
—¿Más castigos? Venga, mamá, ya he estado en el reformatorio. ¿No es
suficiente?
C. J. había dejado de acariciarme, así que le di un golpe con el hocico para
recordarle que allí había un perro que merecía más caricias.
—No creo que comprendas lo humillante que ha sido para mí que se te
llevaran de aquí esposada —dijo Gloria—. Rick dice que es una maravilla que
no haya sufrido una pos…, posalgo.
—¿Una depresión posparto? Un poco tarde ya.
—No es eso. No sonaba así.
—Siento que todo esto haya sido una pesadilla para ti, Gloria. Eso es en lo
único que podía pensar mientras iba sentada en el asiento de detrás del coche
de policía. Pensaba en que era mucho peor para ti que para mí.
Gloria sorbió por la nariz, se giró y me miró. Aparté la mirada rápidamente.
—Rick dice que es tu falta de respeto hacia mí lo que está provocando todo
esto. Y todo empezó cuando trajiste ese perro a casa.
Me preocupó el hecho de que Gloria hubiera pronunciado la palabra «perro».
—Creo que empezó cuando me di cuenta de que tú eras mi madre.
—Así que tendrás que deshacerte de él —continuó Gloria.
—¿Qué?
Miré a C. J. con ansiedad, pues noté su conmoción.
—Rick dice que tu parodia no funcionará. Nadie te va a creer si dices que te
dejaba sola aquí las pocas veces en que yo me tomaba un descanso; no,
cuando les diga que tenías canguro…, cosa que, por cierto, es lo que siempre
te ofrecí y que tú no quisiste. Y te he llevado de crucero, lo cual es prueba
suficiente de que a veces vienes conmigo. ¿Sabes cuánto dinero me ha
costado ese viaje? Debes aprender quién manda en esta casa. Y esa soy yo.
—No voy a deshacerme de Molly.
Al oír mi nombre, ladeé la cabeza.
—Sí, lo harás.
—No, nunca.
—O bien te deshaces del perro, o bien te quito el coche. Y la tarjeta de
crédito. Rick dice que es ridículo que tengas una tarjeta de mi cuenta.
—¿Así que voy a tener mi propia cuenta?
—¡No, debes ganártela! Cuando Rick tenía tu edad, se levantaba temprano
para hacer algo con unos pollos, cada día. He olvidado el qué.
—Vale, criaré pollos.
—¡Cállate! —gritó Gloria—. ¡Estoy cansada de que me repliques! ¡No volverás
a hablarme de esta forma nunca más! Debes aprender que esta es mi casa y
que vivimos según mis reglas.
Gloria me señaló con el dedo. Yo me encogí.
—No pienso tener ese perro en mi casa. No me importa dónde te lo lleves ni
lo que le suceda, pero haré que tu vida sea un infierno para ti y para el perro.
C. J. se sentó en la cama con la respiración agitada. Estaba angustiada. Fui
hasta la cama tan deprisa como pude, le di un golpe de hocico en la mano e
hice todo lo que pude sin que Gloria me viera.
—¿Sabes qué? Vale —dijo C. J.—. A partir de pasado mañana, no volverás a
ver a Molly.
12
A LA MAÑANA SIGUIENTE fuimos de paseo en coche y a visitar a un perro
que se llamaba Zeke y a un gato que se llamaba Annabelle. Zeke era un perro
pequeño al que le encantaba correr a toda velocidad por su patio trasero
conmigo pisándole los talones. Cuando me cansaba de perseguirlo, él bajaba
la cabeza y esperaba a que yo me lanzara de nuevo tras él. Annabelle era
totalmente negra. Se mostraba altiva y esquiva conmigo: esa actitud tan
propia de los gatos, con ese aire lánguido. En la casa también había una niña
que se llamaba Trish y los padres de ella. Trish y C. J. eran amigas.
Nos quedamos allí dos días. Luego fuimos a una casa donde no había ni
perros ni gatos; más tarde, a otra casa que tenía dos gatos, pero ningún
perro; y luego a otra que tenía un perro viejo y uno joven y ningún gato. En
todas esas casas había, por lo menos, una chica de la edad de C. J., además de
otras personas. En general, esas personas se mostraron muy amables
conmigo. A veces C. J. tenía su propia habitación, pero habitualmente se
quedaba en una habitación con uno de sus amigos.
¡Fue fantástico conocer a todos esos perros! Casi todos ellos se mostraron
amistosos y quisieron jugar conmigo, excepto los que eran muy viejos. En
general, me sentí interesada en los gatos. Algunos son tímidos; otros,
atrevidos; unos son desagradables; otros, amables; algunos se frotan contra
mí ronroneando; otros me ignoran por completo. Pero todos ellos tienen un
aliento delicioso.
Me encantaba nuestra nueva vida, aunque a veces echaba de menos a Trent y
a Rocky.
En una de las casas había un chico que me recordó a Ethan. Tenía el pelo
oscuro como él. Y sus manos olían igual que las dos ratas que tenía en una
jaula de su habitación. Era de la misma altura que Ethan el día en que lo
conocí, tanto tiempo atrás, y me quiso al instante: estuvimos jugando a tirar
de un palo y a buscar una pelota en el jardín. El chico se llamaba Del y no
tenía perro. Una rata es mala sustituta de un perro, aunque tengas dos.
Cierto día, de repente, me di cuenta de que había estado todo el día jugando
con Del y de que no había visto a C. J. desde la hora del desayuno. Me sentí
una perra mala. Me fui a la puerta y me senté, esperando a que alguien me la
abriera para poder entrar y buscar a mi chica. Y entonces pensé en Ethan.
Amaba a C. J. con tanta intensidad como había amado a Ethan. Por tanto, ¿me
había equivocado al creer que mi propósito era amar a Ethan? ¿O quizás
ahora tenía un propósito nuevo, amar y proteger a C. J.? ¿Esos dos propósitos
eran distintos, estaban separados, o todo tenía que ver con un propósito aún
mayor?
Nunca se me habría ocurrido pensar en todo eso si no hubiera estado jugando
con Del todo el día. Su gran parecido con Ethan hizo que echara de menos a
mi chico.
La hermana de Del se llamaba Emily. A ella y a C. J. les encantaba hablar en
susurros. Me acariciaban siempre que yo me acercaba; lo hacía por si, por un
casual, estaban hablando de las chuches que me darían.
Cuando llegó la hora de cenar, me senté debajo de la mesa. Siempre me caían
abundantes y deliciosos bocados de la zona donde se sentaba Del. Me los
comía en silencio mientras esperaba más. A veces, C. J. bajaba la mano para
tocarme la cabeza. Estaba encantada con tanta comida y tanto amor. Del y
Emy tenían una madre y un padre, pero ellos nunca dejaban caer nada de
comer.
De repente, oímos el timbre de la puerta. Del se puso en pie y corrió a abrirla.
Yo me quedé con C. J. Al cabo de un minuto, Del apareció corriendo también.
—Hay un chico que quiere ver a C. J. —dijo.
La puerta estaba abierta, así que por el olor supe quién era: Shane. No me
alegré. La única vez en que mi chica me había echado de su lado había sido
cuando Shane había estado con ella. No comprendía por qué no podía
quedarme a su lado, como cuando Trent nos visitaba.
C. J. se levantó de la mesa; yo, por supuesto, fui con ella, pero me cerró la
puerta. Así que regresé a mi sitio debajo de las piernas de Del. Él me
recompensó con un trozo pequeño de pollo.
—Emily. ¿Cuánto tiempo se va a quedar? —preguntó la madre de Emily.
—No lo sé. Dios, mamá, la han echado de casa.
—No estoy diciendo que Gloria Mahoney sea una buena madre —repuso la
madre de Emily.
—¿Mahoney? ¿Es la que vino a la fiesta de Halloween vestida de stripper ?
—¿De stripper ? —exclamó Del, risueño.
—La showgirl de Las Vegas —le corrigió su madre con seriedad—. No me
había dado cuenta de que había conseguido llamar tanto vuestra atención.
El padre hizo un desagradable sonido con la garganta.
—Siempre nos avergüenza —intervino Emily—. Una vez trajo una cita a casa.
Se quedaron a mirar lo que nosotras estábamos viendo por televisión, y luego,
delante de nosotras…
—¡Es suficiente! —dijo la madre de Emily levantando la voz.
Se hizo un silencio. Me puse a lamer el pantalón de Del para que supiera que
seguía allí.
—Lo que quiero decir —añadió la madre en tono más tranquilo— es que sé
que C. J. tiene una situación difícil en su casa, pero…
—No puede quedarse a vivir aquí —dijo el padre.
—No lo hará. ¡Solo es temporal! ¡Dios, papá!
—Me cae bien —dijo Del.
—No es cuestión de que no nos caiga bien, hijo. Se trata de lo que es correcto
—dijo el padre.
—A mí también me cae bien —intervino la madre—. Pero es una chica que
hace malas elecciones. La expulsaron de la escuela, ha estado en prisión…
—Era el reformatorio, y no fue culpa suya —dijo Emily—. No puedo aguantar
esto.
—Sí. Y el chico responsable está ahora en nuestro porche —respondió la
madre.
—¿Qué? —dijo el padre.
Le miré las piernas, pues había dado un respingo en la silla.
—Además…, anoche la oí en el baño. Estaba vomitando —dijo la madre.
—¿Y? —dijo Emily.
—Ese chico no va a entrar aquí —dijo el padre.
Del me dio un trozo de brócoli; a mí no me gustaba, pero me lo comí para que
continuara dándome cosas.
—Estaba vomitando a propósito —dijo la madre.
—Oh, mamá —exclamó Emily.
—¿Por qué lo haría? —preguntó Del.
—Se mete el dedo en la garganta. Ni se te ocurra intentarlo —lo advirtió la
madre.
—No entiendo por qué es tan importante.
Oímos que la puerta exterior se cerraba de golpe.
—Del, ni una palabra de lo que hemos estado hablando —dijo el padre.
C. J. entró. Estaba enfadada.
—Lo siento —se disculpó. Salí disparado de debajo de la mesa y corrí a su
lado—. Disculpadme, por favor —añadió en voz baja.
La seguí hasta el dormitorio que compartía con Emily. C. J. se tumbó en la
cama, y yo salté con ella. Me abrazó y noté que parte de la tristeza la
abandonaba. Ayudar a C. J. a estar menos triste era uno de mis trabajos más
importantes.
Pero deseaba hacerlo mejor. A veces, esos oscuros sentimientos estaban tan
enterrados en ella que parecía que se quedarían ahí para siempre.
Esa noche, más tarde, Emily y C. J. se sentaron en el suelo a comer pizza y
helado. Me dieron un poco.
—Shane dice que si no me puede tener, nadie podrá —dijo C. J.—. Como si
fuéramos las estrellas de un programa de televisión o algo.
Me di cuenta de que Emily abría mucho los ojos. Yo estaba mirando a Emily
todo el rato porque ella no se comía el borde de pan de la pizza y C. J. sí lo
hacía.
—¡Pero cortaste con él!
—Lo sé, y se lo he dicho. Pero dice que me quiere de una manera especial, de
una manera que nadie más puede hacerlo, dice que esperará siempre, que no
importa lo que tarde. Es así de inteligente. Le he dicho que para siempre es,
en realidad, para siempre, así que no debería plantearse lo de «tardar».
—¿Cómo ha sabido dónde estás?
—Ha estado llamando a todo el mundo preguntando dónde estaba —respondió
C. J.—. ¡Dios! Es incapaz de abrir un libro, pero sí que puede averiguar por
teléfono dónde estoy. Probablemente, acabará en un centro de llamadas
telefónicas vendiendo seguros de vida. Oh, espera, eso sería un trabajo
demasiado duro. Nada. —C. J. cogió el último trozo de pizza, por desgracia
para mí—. ¿Quieres esto?
—Dios, no. Hace rato que estoy llena.
—Yo no he cenado mucho.
—No me extraña.
Emily me tiró un trozo de pan, que atrapé al vuelo. Acabé en un instante con
él, lista para hacer ese número otra vez.
—¿Quieres un poco de helado? —preguntó C. J.
Oí que lo preguntaba al tiempo que cogía la tarrina, así que me pregunté si,
quizá, pensaba darme un poco de helado. Esa idea hizo que se me llenara la
boca de saliva. Me relamí.
—No, fuera de mi vista.
—Probablemente engordaré cuatro kilos —dijo C. J.
—¿Qué? Ojalá yo tuviera tus piernas. Mis muslos son enormes.
—No. Tú estás fantásticas. Soy yo quien tengo el culo gordo.
—Después de Año Nuevo empezaré la dieta en serio.
—Yo también.
—Vamos, cállate, si ahora mismo estás fantástica —dijo Emily.
Yo la miraba, deseando que cogiera otro trozo de pan y me lo diera.
—Mañana voy a lo de servicios sociales —dijo C. J.—: entrenamiento de
perros.
—Parece divertido.
—Sí, ¿verdad? La lista era en plan: recoger basura en la carretera, o bien
recoger basura en el parque, o bien recoger basura en la biblioteca. Y luego,
al final de la lista, trabajar para este servicio de perros. Pensé en cuál
quedaría mejor en mi currículo. Quiero decir, ¿quién sabe?, quizá querré
trabajar en dirección de residuos. Entonces, toda esa experiencia con las
basuras me ayudaría.
Emily se rio.
—Dios, no me puedo creer que me haya comido todo eso —dijo C. J. soltando
un gemido al tiempo que se tumbaba.
Al día siguiente, C. J. se levantó antes que los demás, se duchó y me llevó a
dar una vuelta en coche (¡asiento delantero!). Fuimos hasta un edificio muy
grande. En cuanto puse las patas en el suelo, olí que había perros. También
los oí: ladridos varios.
Una mujer nos saludó.
—Hola, soy Andi —dijo; luego se arrodilló y me acarició. Su pelo largo y
oscuro me tapó la cara—. ¿Quién eres tú? —preguntó.
Era mayor que C. J., pero más joven que Gloria. Olía a perro.
—Se llama Molly. Yo soy C. J.
—¡Molly! Yo tuve una Molly una vez. Era una buena perra. —El afecto que
emanaba de Andi resultaba embriagador. La lamí; ella me dio un beso. La
mayoría de las personas no dan besos a los perros en la boca—. Molly, Molly,
Molly —canturreó—. Eres muy guapa, sí que lo eres. Vaya una perra
fantástica.
Andi me gustó.
—¿Qué es? ¿Una mezcla de spaniel y caniche? —preguntó sin dejar de
besarme y acariciarme.
—Quizá. Su madre era caniche, pero el padre no se sabe. ¿Eres una caniche,
Molly?
Al oír mi nombre meneé la cola. Al final, Andi se levantó, pero mantuvo la
mano a mi alcance, así que se la lamí.
—Es un regalo del cielo que estés aquí, necesitamos ayuda —dijo Andi
mientras caminábamos hacia el interior del edificio.
Había un espacio grande y abierto con muchas casetas a cada lado. Había un
montón de perros. Todos me ladraron, pero también se ladraban entre ellos.
No les hice caso porque yo tenía un estatus especial y se me permitía estar
libre mientras el resto estaba encerrado.
—En realidad, no sé nada acerca del entrenamiento de perros, pero estoy
deseando aprender —dijo C. J.
Andi se rio.
—Bueno, vale, pero lo que harás será dejarme libre a mí para que yo pueda
hacer el entrenamiento. Estos perros necesitan que se les cambie el agua y se
les dé comida, que se les limpie las casetas. Además, todos necesitan que los
saquemos a pasear.
C. J. se detuvo.
—Bueno, pero ¿qué sitio es este?
—Técnicamente, somos una casa de acogida de perros, esa es nuestra función
principal. Pero la subvención me permite utilizar las instalaciones para llevar
a cabo una investigación sobre la detección del cáncer. Los perros tienen un
sentido del olfato que es cien mil veces más sensible que el nuestro. Según
algunos estudios, pueden detectar el cáncer en el aliento de las personas
antes de que se haya hecho cualquier otro diagnóstico. Puesto que la
detección temprana es la manera más rápida de curar, podría resultar muy
importante. Así que extraigo las metodologías de los estudios y las llevo a la
práctica.
—Entrenas a los perros para que huelan el cáncer.
—Exacto. No soy la única que lo hace, por supuesto, pero la mayoría de los
entrenadores trabajan con perros para detectar especímenes en laboratorio.
Hacen que el perro huela un tubo de ensayo. Y yo pensé: ¿qué tal si hago un
trabajo de campo, como en centros de salud o en centros comunitarios?
—Así que entrenas a los perros para que vayan de persona en persona, a ver
si detectan el cáncer.
—¡Exacto! Pero el empleado que tenía a tiempo parcial consiguió un trabajo
de jornada completa. Además, mi empleada de jornada completa está de baja
por maternidad. Tengo algunos voluntarios, por supuesto, pero en general
están más interesados en pasear a los perros que en limpiar las casetas. Por
eso estás aquí.
—¿Por qué tengo la sensación de que estás intentando decirme que mi trabajo
consistirá en recoger caca de perro? —dijo C. J.
Andi se rio.
—No estoy intentando decirte eso, pero es así. Mi tía trabaja para el juez; por
eso me aprobaron el servicio social. Al principio puse una descripción
detallada del puesto de trabajo: nadie lo eligió. No es raro. Luego lo cambié y
puse solamente «trabajar con perros». Pero supongo que tú tienes que hacer
servicio social y que eso es una especie de castigo por tus delitos, ¿verdad?
En definitiva, no se supone que todo deba ser divertido. Bueno, ¿y qué
hiciste?
C. J. dejó pasar un momento sin decir nada. Solo se oía ladrar a los perros.
—Dejé que un chico me convenciera de hacer algo totalmente estúpido.
—¿Me estás diciendo que te pueden arrestar por eso? Vaya, entonces tengo
un serio problema —dijo Andi. Ambas se rieron y yo meneé la cola—. Vale,
¿lista para empezar?
Fue un día extraño. C. J. me ponía en una caseta con un perro para que
jugáramos y ella se iba durante unos minutos. Luego regresaba y nos llevaba
de paseo al perro y a mí, con correa, a dar una vuelta al edificio. Sus zapatos
se fueron mojando cada vez más a medida que transcurría el día, lo mismo
que su pantalón. Y ambas nos empapamos del olor de orín. ¡Fue muy
divertido!
Al final del día, C. J. se frotaba la espalda, suspirando. Estábamos de pie,
mirando a Andi jugar con un gran perro macho de color marrón. Había varios
cubos de metal. Andi conducía al perro hasta cada uno de ellos para que
oliera lo que había en el interior. En uno, Andi decía «¿Hueles eso? ¡Ahora,
túmbate!». El perro se echaba en el suelo y Andi le daba una chuche. Al darse
cuenta de que la observábamos, Andi se acercó a nosotras con el perro.
Me acerqué a él y nos olimos mutuamente el trasero.
—Este es Luke. Luke, ¿te gusta Molly?
Los dos levantamos la cabeza al oír nuestros nombres. Luke era un perro
serio, estaba claro. Estaba concentrado en el juego que había estado jugando
con Andi. No era como Rocky, que solo estaba interesado en divertirse y en
querer a Trent.
—Han sido seis horas en total con el descanso para comer, ¿verdad? —dijo
Andi.
—Sí. Seis benditas horas. Faltan ciento noventa y cuatro.
Andi se rio.
—Firmaré el formulario al final de la semana. Gracias, has hecho un buen
trabajo.
—Quizá tenga un futuro en la caca de perro —dijo C. J.
Fuimos a dar una vuelta en coche ¡y yo iba en el asiento delantero! Llegamos
a casa de Emily. Cuando nos detuvimos en el camino de entrada, vimos que
Gloria estaba hablando con la madre de Emily. C. J. se puso tensa al verla.
Gloria se llevó una mano a la garganta.
—Vaya, genial —murmuró C. J.—. Absolutamente genial.
13
—OS DEJO PARA QUE HABLÉIS —dijo la madre de Emily en cuanto nos
acercamos a ellas.
Y entró en la casa. Me quedé al lado de C. J., que no se movió en absoluto: se
quedó allí, de pie. El poderoso arsenal de olores de Gloria inundó mi nariz,
borrando todo lo demás.
—Bueno —dijo—, ¿no tienes nada que decirme?
Como de costumbre, estaba muy disgustada.
—Veo que tienes un Cadillac nuevo —dijo C. J.—. Bonito coche.
—No me refiero a eso. He estado terriblemente preocupada por ti. No me has
llamado ni una vez para decirme dónde estabas. Casi no podía dormir.
—¿Qué quieres, Gloria?
Hubo un movimiento al otro lado de la gran ventana de la casa. Era Del, que
había apartado las cortinas y nos miraba. Entonces apareció la mano de su
madre y tiró de él, apartándolo de allí.
—Solo tengo una cosa que decirte. Luego ya estará: nada de discusiones —
dijo Gloria.
—Parece un debate justo —repuso C. J.
—Aunque ha sido un gasto considerable, he consultado a un abogado
especialista en legislación familiar. Dice que puedo presentar una petición al
juzgado y obligarte a regresar a casa. También dice que no tengo por qué ser
la prisionera de un perro en mi propia casa. Así que también presentaré una
petición en el juzgado por eso. No tienes opción. Y el juez podría incluso
imponerte un toque de queda. Así está el tema. Ir a juicio costará un montón
de dinero y tú perderás, así que he venido a decírtelo. No tiene sentido
gastarse ese dinero en un juicio cuando se podría hacer un agradable viaje o
algo así con él.
De momento, no parecía que estuviera sucediendo nada interesante. Así que
me tumbé, bostezando.
—¿Y bien? —dijo Gloria.
—Creí que no se me permitía hablar.
—Puedes hablar acerca de lo que acabo de decirte, pero no me voy a quedar
aquí a discutir contigo. Eres una menor. La ley está de mi parte.
—Vale —dijo C. J.
Gloria sorbió por la nariz, incrédula.
—¿Vale qué?
—Vale, hagamos lo que has dicho.
—De acuerdo. Eso está mejor. Has sido poco respetuosa y no tengo ni idea de
lo que esta gente piensa sobre que hayas estado aquí viviendo con ellos. Yo
soy tu madre y tengo derechos, según la Constitución.
—No, quiero decir que hagamos lo que has dicho y vayamos a juicio.
—¿Qué?
—Creo que tienes razón —dijo C. J.—. Dejemos que el juez decida. Contrataré
un abogado. Dijiste que se había previsto que yo sacara dinero de lo de papá
para mi cuidado. Así que contrataré un abogado e iremos a juicio. Tú pelearás
por la custodia; yo pelearé para que te incapaciten como madre.
—Oh, comprendo. Ahora soy una madre terrible. Tú has ido a prisión, te han
expulsado, mientes y desobedeces; y yo, que he dedicado toda mi vida a ti, soy
la mala.
Ambas estaban enfadadas, pero Gloria casi estaba gritando. Me senté,
ansiosa. Puse una pata sobre la pierna de C. J. porque me quería marchar.
Ella me acarició, pero no me miró.
—Espero que algún día tengas una hija tan horrible como tú —dijo Gloria.
—Trent me dijo que no le habías dado de comer a Molly.
—Estás cambiando de tema.
—Es verdad, estábamos hablando de lo mala hija que soy. Así pues, ¿qué
crees? ¿Debo llamar a un abogado? ¿O reconoces que Molly es mi perra y que
me quedo con ella? Quiero decir, puedo continuar viviendo aquí.
C. J. hizo un gesto en dirección a la casa. Al hacerlo, una sombra se alejó de la
ventana. Parecía demasiado alta para ser Del.
—No quiero que vivas con otras personas. Me parece terrible —dijo Gloria.
—¿Qué quieres hacer?
Esa tarde regresamos a nuestro dormitorio en casa de C. J. Trent vino con
Rocky y yo me puse muy contenta de ver a mi hermano, que me olió de arriba
abajo, con desconfianza, a causa de todos esos nuevos olores. Cuando salimos
a la calle estaba nevando. Rocky se puso a correr y a revolcarse hasta que
quedó totalmente empapado. Trent salió y lo frotó con una toalla; gruñó de
placer. Ojalá me hubiera rebozado por la nieve yo también.
Después de eso, las cosas volvieron a la normalidad, excepto que C. J. ya no se
marchaba para ir a la escuela. En lugar de eso, la mayoría de las mañanas nos
íbamos a dar un paseo en coche y a casa de Andi a jugar con los perros.
La primera mañana que fuimos a su casa, Andi me recibió abriendo mucho los
brazos, dándome besos y abrazándome. Me encantaban sus muestras de
cariño, así como aquel maravilloso olor a perro. Luego se puso en pie.
—Pensé que a lo mejor habías desistido —le dijo Andi a C. J.
—No, es solo que… Debía ocuparme de unos asuntos familiares. No habrás
avisado al tribunal ni nada, ¿no? —respondió C. J.
—No, pero deseaba que ellos me llamaran a mí.
—Ya, yo… Debería haberlo hecho. Por algún motivo, nunca me acuerdo de
llamar a la gente.
—Bueno, vamos, pongámonos a trabajar.
En casa de Andi, por alguna razón, no se permitía salir a los perros a no ser
que fuera con correa y para dar un paseo. Así pues, mientras C. J. limpiaba
sus casetas, mi trabajo consistía en jugar con ellos en una zona vallada que
había en la gran sala del interior del edificio. Pero muchos no querían jugar.
Había un par que eran demasiado viejos y se limitaban a olisquearme y a
tumbarse; luego, había dos que no sabían jugar: me gruñían y amenazaban
con morderme cada vez que intentaba jugar con ellos. Parecían tristes y
asustados. Los pusieron en unas jaulas del interior de la casa mientras C. J.
limpiaba las casetas.
Eso me dejó mucho tiempo libre para mirar cómo Andi jugaba con Luke, su
gran perro marrón, y con dos hembras, una rubia y la otra negra. El juego era
el siguiente: unas personas mayores se sentaban en unas sillas metálicas,
lejos las unas de las otras. Y Andi llevaba a los perros hasta donde estaba
cada una de ellas para que las olisquearan. Pero esas personas no jugaban
con los perros; a veces a los humanos les gusta quedarse sentados sin hacer
nada, incluso aunque el perro esté justo allí a su lado. Luego Andi llevaba a
los perros a sus casetas y las personas se levantaban y se sentaban en una
silla diferente.
Andi les decía a todos los perros que eran buenos perros, pero en realidad se
emocionaba con Luke. Cada vez que lo llevaba hasta un hombre que no tenía
pelo, Luke lo olisqueaba metódicamente y luego se tumbaba, cruzaba las
patas y apoyaba la cabeza encima de ellas. Entonces Andi le daba una chuche
ahí mismo.
—¡Buen perro, Luke! —le decía Andi.
Yo también quería un chuche, así que me tumbé y crucé las patas. Pero Andi
ni siquiera se dio cuenta. Tampoco C. J. pareció impresionada. Así es la vida:
algunos perros reciben chuches por no hacer casi nada; otros son buenos y no
reciben ninguna chuche.
En un momento dado, C. J. vino a buscarme y ambas salimos afuera. El suelo
estaba cubierto por unos centímetros de nieve, por lo que me puse a buscar
un buen lugar para tumbarme en ella. C. J. se llevaba un palito encendido a
los labios y echaba humo.
Oí que se abría la puerta trasera y corrí a ver quién era. Noté que C. J. se
sobresaltaba, alarmada. Se me erizó todo el pelo del cuello.
—Lo supuse…, que… estarías aquí. —Era el hombre calvo delante del cual
Luke siempre se tumbaba. Hacía un sonido extraño mientras hablaba con C. J.
Yo le di un golpe de hocico a C. J. en la mano, pues todavía me parecía que
estaba asustada.
—¿Podrías… darme… un cigarrillo?
—Claro —dijo C. J., rebuscando en su chaqueta.
—¿Me… lo… encenderías? No puedo… inhalar… bien —dijo el hombre, y se
pasó una mano por la calva.
C. J. hizo fuego y le dio un palito. Él se lo llevó a la garganta. No a la boca,
como hacía C. J. Oí un débil sonido de succión y luego el humo le salió por un
agujero que tenía en el cuello.
—Ah. Qué bueno. Solo… me… permito… uno… a la semana.
—¿Qué pasó? Quiero decir…
—¿El agujero? —Sonrió el hombre—. Cáncer. Garganta.
—Dios, lo siento mucho.
—No. Mi culpa. No debería… fumar.
Se quedaron callados un momento. C. J. estaba incómoda, pero el miedo la iba
abandonando, se disipaba igual que el humo que le salía por la boca.
—Tu edad —dijo el hombre.
—¿Perdón?
—Tu edad. Cuando… empecé… a… fumar. —Y sonrió. Decidí que ya no hacía
falta que montara guardia al lado de C. J., así que fui a oler la mano del
hombre por si tenía alguna chuche para mí. Él se inclinó sobre mí—. Bonito
perro —dijo.
El aliento le olía a humo, pero también tenía un aroma metálico que reconocí
al instante de cuando fui Chico y tenía ese mal sabor en la boca que no me
abandonaba nunca. Probablemente, el hombre calvo también tenía ese mal
sabor de boca, pues se lo notaba en el aliento.
El tipo entró en el edificio, pero C. J. se quedó fuera, en el frío, como mirando
al infinito. El palito que tenía en la mano continuaba encendido. Luego se
inclinó hacia delante, lo apretó contra la nieve y lo tiró en la basura. Entramos
en la casa.
Andi estaba jugando con el perro rubio. Como no llevaba la correa y C. J.
estaba distraída, me dirigí hacia el hombre calvo, que estaba sentado en una
silla. Me acerqué a él, me tumbé y crucé las patas delanteras tal como había
visto hacer a Luke.
—Mira eso —dijo Andi, acercándose a mí—. Eh, Molly, ¿has aprendido eso de
Luke?
Meneé la cola, pero no conseguí ninguna chuche. En lugar de ello, Andi me
llevó de nuevo hasta donde estaba C. J.
Me gustaba mucho Andi. Me encantaba la manera que tenía de saludarme,
con todos esos abrazos y besos. Sin embargo, a pesar de ello, era injusto que
le diera una chuche a Luke y a mí no.
Cuando llegamos a casa, Gloria se alegró de ver a C. J., pero a mí me ignoró,
como siempre. Yo había aprendido a no acercarme a ella, pues nunca me
hablaba ni me daba de comer. En general, ni me miraba.
—Creo que este año deberíamos hacer una fiesta de Navidad —dijo. Tenía un
trozo de papel en la mano y lo agitó—. Algo realmente elegante. Con catering
. Con champán.
—Tengo diecisiete años, Gloria. Se supone que no debo beber champán.
—Oh, bueno, será Navidad. Podrás invitar a quien quieras —continuó Gloria
—. ¿Estás saliendo con alguien especial?
—Ya sabes que no.
—¿Y qué hay de ese agradable joven, Shane?
—Por eso tú no eres mi consejera acerca de quién es un agradable joven.
—Yo invitaré a Giuseppe —dijo Gloria.
—¿A quién? ¿Qué pasó con Rick?
—¿Rick? Resultó que no era quien yo pensaba.
—¿Así que estás saliendo con el padre de Pinocho?
—¿Qué? No, Giuseppe. Es italiano, de Saint Louis.
—¿Allí es donde está Italia? No me extraña que me vaya tan mal en geografía.
—¿Qué? No, no, me refiero a la Italia de verdad.
—¿Le estás ayudando a comprar una casa o algo?
—Bueno, sí, por supuesto.
Me fui a la cocina a comprobar si daba con algo comestible por el suelo. Y fue
entonces cuando vi que había un hombre, fuera, que miraba a través del
cristal de la puerta. Ladré para dar la alarma.
Inmediatamente, el hombre se dio la vuelta y se alejó corriendo. C. J. entró en
la cocina.
—¿Qué sucede, Molly? —preguntó.
Fue hasta la puerta y la abrió. Salí disparada al patio. El olor del hombre
todavía estaba en el aire, así que lo seguí rápidamente hasta la puerta del
patio, que estaba cerrada. Conocía ese olor, sabía a quién pertenecía.
Shane.
C. J. me llamó desde la casa.
—Vamos, Molly, hace demasiado frío —me dijo.
La siguiente vez que fuimos a casa de Andi, ella vino a recibirnos mientras
C. J. todavía se estaba sacudiendo la nieve de los pies.
—Eh. Hoy quiero probar una cosa.
—Claro —respondió C. J.
Se trataba del juego al que Andi jugaba cada día. No me parecía que fuera tan
divertido, comparado con tirar de cuerdas o perseguir pelotas, pero la gente
es así: su idea de lo que es un juego acostumbra a ser menos divertida que la
de los perros. Las personas estaban sentadas en unas sillas colocadas a
bastante distancia las unas de las otras. Andi hizo que C. J. sujetara mi correa;
nos acercamos a una persona que estaba en uno de los extremos. Era una
mujer y llevaba unas botas peludas que olían a gato.
—Hola. ¿Cómo te llamas? —me dijo, bajando la mano para que se la lamiera.
Sus dedos tenían un sabor agrio.
—Se llama Molly —dijo Andi.
Al oír mi nombre, meneé la cola.
Luego fuimos hasta la siguiente persona, y también hasta la de al lado. Y en
cada ocasión nos deteníamos allí unos instantes para que me acariciaran y me
hablaran. Pero no me dieron ninguna chuche, a pesar de que yo podía oler
que uno de los hombre tenía una cosa con queso en uno de los bolsillos.
Luego nos acercamos hasta una mujer cuyas manos olían a pescado. Se
inclinó para acariciarme: noté ese mismo olor, el que se parecía al sabor de
boca de cuando era Chico, el mismo olor del hombre calvo que había estado
hablando con C. J.
—Hola, Molly —dijo la mujer.
Sentí cierta tensión en Andi mientras hacíamos el gesto de alejarnos de ella.
Fue entonces cuando lo comprendí: el juego tenía que ver con ese olor. Me
puse de cara a la mujer, me tumbé y crucé las patas.
—¡Eso es! —dijo Andi, dando una palmada con las manos—. ¡Buena perra,
Molly, buena perra!
Andi me dio unas cuantas chuches: me encantaba ese juego. Meneé la cola,
lista para empezar otra vez.
—¿Así que Molly lo ha comprendido? —preguntó C. J.
—Bueno, algo más que eso. Creo que todos los perros son capaces de detectar
el olor, pero eso no significa que sepan que deben hacernos una señal para
que sepamos que lo han hecho. Pero Molly ha estado mirando a Luke. ¿Te has
dado cuenta de que cruza las patas igual que él? Es la primera vez que sé de
un perro que lo aprende solamente habiendo visto a otro que lo hace, pero
aquí está. No puede haber ninguna otra explicación. —Andi se arrodilló y me
dio un beso en el hocico. Le lamí la cara—. Molly, eres una genio, una perra
verdaderamente genial.
—Eres una geniche, Molly —dijo C. J.—. Parte genio, parte caniche. Una perra
geniche.
Me encantaba recibir tanta atención, así que meneé la cola.
—Si no te importa, me gustaría contar con Molly en el programa. También
contigo, si te interesa —dijo Andi—. Contaría como servicio social.
—¿Cómo? ¿Y dejar de limpiar caca de perro? Tendré que pensármelo.
A partir de ese día, cada vez que estábamos con Andi, Molly me llevaba a
conocer personas y yo hacía la señal cuando notaba ese extraño mal olor.
Pero eso no sucedía muy a menudo. La mayoría de las veces las personas
olían, simplemente, a personas.
¡Pero en ocasiones olían a comida! El Día de Acción de Gracias, C. J. y yo
fuimos a casa de Trent. El ambiente (y también las manos de las personas)
olían tanto a carne, a queso, a pan y a otras cosas maravillosas que Rocky y
yo entramos casi en éxtasis. Las personas estuvieron comiendo durante todo
el día, y todo el rato nos lanzaban trozos de comida al aire.
Trent tenía un padre y una madre. Por primera vez me pregunté por qué C. J.
no tenía un padre. Quizá si Gloria tuviera un compañero, no se pasaría el día
enfadada.
Pero yo no podía hacer nada al respecto. Debía contentarme con comerme las
sobras del Día de Acción de Gracias.
Y me contenté mucho.
En Navidad, C. J. y Gloria pusieron un árbol en el salón y le colgaron unos
juguetes con forma de gato. Ese árbol se podía oler desde todos los rincones
de la casa. Y una tarde vinieron unas personas que colgaron luces y
cocinaron. C. J. se puso un vestido que hacía ruido cada vez que se movía, lo
mismo que Gloria.
—¿Qué te parece? —preguntó su madre, de pie en la puerta de la habitación
de C. J. Se dio la vuelta. Parecía imposible, pero olía más fuerte que de
costumbre. Arrugué el hocico involuntariamente ante esa marea de olores que
llenaba el aire.
—Muy bonito —dijo C. J.
Gloria rio, contenta.
—Ahora, déjame verte.
C. J. paró de cepillarse el pelo y se dio la vuelta. Luego se detuvo y miró a
Gloria.
—¿Qué? —preguntó.
—Nada, es solo que… ¿Has engordado un poco? Te queda diferente que el día
en que lo compramos.
—He dejado de fumar.
—Bueno…
—Bueno qué.
—No entiendo cómo es posible que no hayas sido capaz de controlarte ahora
que se acercaba el día de la fiesta.
—Tienes razón, debería haber continuado inhalando veneno; eso me hubiera
ayudado a que el vestido me quedara mejor para la fiesta.
—Yo no he dicho eso. No sé por qué me molesto en intentar hablar contigo —
dijo Gloria.
Estaba enfadada y se fue.
Llegaron los amigos. Trent vino, pero, por algún motivo, no trajo a Rocky. La
mayoría eran personas de la edad de Gloria. Yo di unas vueltas por la casa,
inhalando esos deliciosos aromas; al cabo de un rato empezaron a darme
trozos de comida. Y no me los daban porque yo hiciera ningún número, sino
simplemente porque era un perro. En mi opinión, eran unas personas de gran
clase.
Una mujer se inclinó hacia mí y me dio un trozo de carne con queso derretido
encima.
—¡Oh, eres una perra tan bonita! —me dijo.
Y yo hice lo que se suponía que debía hacer: me tumbé en el suelo y crucé las
patas delanteras.
—¡Qué mona! ¡Me está haciendo una reverencia! —dijo la mujer.
C. J. se acercó al sofá para verme y yo meneé la cola.
—Oh, Dios mío —dijo C. J.
14
C. J. PARECÍA ANSIOSA Y ASUSTADA.
—Sheryl, ¿puedo hablar contigo un momento? En privado.
La mujer todavía me estaba acariciando, pero yo miraba a C. J. para saber si
había hecho mal.
—Claro —dijo la mujer.
Empecé a seguirlas por el pasillo, pero C. J. se dio la vuelta y me dijo:
—Quieta, Molly.
Yo sabía qué quería decir «quieta», pero era la última cosa en mi lista de
cosas que hacer favoritas. Estuve sentada un momento. Luego me levanté y
me fui a oler la puerta por donde se habían ido. Estuvieron ahí durante unos
diez minutos; luego, la puerta se abrió y la mujer salió cubriéndose la boca
con la mano. Estaba llorando. C. J. también estaba preocupada. Noté que se
sentía triste.
La mujer cogió su abrigo. Gloria se acercó a ella con una copa en la mano.
—¿Qué ha pasado? —Miró a C. J. y a la mujer—. ¿Qué le has dicho?
C. J. negó con la cabeza. La mujer dijo:
—Lo siento. Ya te llamaré.
Y se fue. Gloria se enfadó mucho. Trent apareció por detrás de ella, miró a
ambas y pasó por el lado de Gloria para colocarse junto a C. J. Yo levanté la
cabeza para tocarle la mano con el hocico en el momento en que pasaba por
mi lado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Gloria.
—Molly ha hecho la señal, tal como la hemos entrenado. La señal del cáncer.
Ha indicado que Sheryl tiene cáncer.
—Oh, Dios —dijo Trent.
Algunas personas habían salido al pasillo y oí que una de ellas decía:
—¿Cáncer? ¿Quién tiene cáncer?
—¿Y debías decírselo ahora? —dijo Gloria. Luego se giró y, al ver a la gente,
meneó la cabeza—. No es nada —dijo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó un hombre.
C. J. negó con la cabeza.
—Es solo una conversación personal. Lo siento.
Se hizo el silencio y esa gente se alejó.
—Solo te preocupas por ti —dijo Gloria.
—Pero ¿qué dices? —respondió Trent en voz alta.
—Trent —dijo C. J., que le puso una mano en el brazo.
—¿Sabes cuánto dinero ha costado esta fiesta? —preguntó Gloria.
—¿La fiesta? —preguntó Trent.
—Trent. No —dijo C. J.—. Solo… ¿Sabes qué, Gloria? Presenta mis excusas a
tus amigos. Diles que me duele la cabeza y que me he ido a mi habitación.
Gloria hizo un sonido con la garganta. Luego se dio la vuelta y me miró con
cara de odio. Aparté la mirada. Ella se giró y se alejó por el pasillo con paso
firme en dirección a donde se habían ido esas personas. Cuando llegó al final
del pasillo, se detuvo, irguió la espalda y se arregló el cabello.
—¿Giuseppe? —llamó mirando hacia el salón—. ¿Dónde estás?
—Voy a por tu abrigo —le dijo C. J. a Trent.
Él hundió los hombros un poco.
—¿Estás segura? Quiero decir, podría quedarme contigo un rato. Charlar.
—No. Estoy bien.
C. J. se fue al dormitorio de Gloria y salió con el abrigo de Trent. Él se lo puso.
Estaba triste. C. J. le sonrió.
—Eh, en caso de que no nos veamos, feliz Navidad.
—Sí, igualmente.
—C. J., te das cuenta de que tu madre está equivocada, ¿verdad? Quizás hayas
alterado a Sheryl, pero le has dado una información muy importante. Y si
hubieras esperado para no interrumpir la fiesta, hubiera sido muy difícil
decírselo luego a Sheryl porque… Bueno…, hubiera parecido de locos que
hubieras esperado.
—Lo sé.
—Así que no dejes que eso te afecte, ¿vale? No permitas que Gloria se te meta
en la cabeza.
Se quedaron callados y se miraron un momento.
—Vale, Trent —dijo C. J. finalmente.
El chico se giró y se fue hacia la puerta. Lo seguimos. Una vez allí, se paró un
momento y levantó la mirada.
—Eh, muérdago.
C. J. asintió con la cabeza.
—Bueno, pues ven —dijo Trent.
C. J. se rio al ver que él abría los brazos. Trent dio un paso hacia delante y la
besó. Salté y apoyé las patas delanteras en su espalda, pues quería formar
parte de lo que estuviera pasando.
—Vaya —dijo C. J.
—Vale, bueno, adiós. Feliz Navidad —dijo Trent.
Intenté colarme por la puerta con él, pero C. J. me retuvo. Luego la cerró y me
miró un instante. Yo la miré, preguntándome qué íbamos a hacer.
Me hubiera encantado circular por entre los pies de toda esa gente que
gritaba tanto en el salón y comerme todos los trozos de comida. Pero C. J. se
fue a su habitación y chasqueó los dedos para que fuera con ella. Se quitó el
vestido y se puso lo que acostumbraba a llevar puesto: una camiseta larga que
le llegaba hasta las rodillas. Se subió a la cama con la luz encendida y un libro
en las manos.
Los libros son buenos para mordisquear, aunque tienen bastante poco sabor y
la gente siempre se enoja cuando un perro les hinca el diente. Son uno de
esos juguetes con los cuales se supone que un perro no debe jugar.
Me enrosqué en el suelo al lado de la cama y me quedé dormida, a pesar de
que oía el murmullo de esas personas hablando. Más tarde, pude percibir el
ruido de la puerta que se abrió y se cerró varias veces. Entonces se oyeron
unos golpes en la puerta y me desperté. La puerta de la habitación se abrió.
—Hola, C. J. —dijo un hombre.
Reconocí aquel olor: lo había percibido antes. Él me había acercado la mano
para darme un trozo de pescado y el reloj se le había deslizado por la muñeca
haciendo un fuerte ruido.
—Oh, hola, Giuseppe.
El hombre rio y entró en la habitación.
—Llámame Gus. La única persona que me llama Giuseppe es tu madre. Creo
que es porque piensa que pertenezco a la realeza italiana.
Se volvió a reír.
—Ya —dijo C. J., alisando la sábana sobre sus piernas.
El hombre cerró la puerta y preguntó:
—¿Qué estás leyendo?
—Estás borracho, Gus.
—Eh, es una fiesta.
El hombre se sentó en la cama dejándose caer pesadamente en ella; sus pies
quedaron justo delante de mí.
Yo también me senté.
—¿Qué haces? Sal de mi habitación —dijo C. J.
Estaba enfadada.
El hombre tiró de la sábana. C. J. también tiró.
—Para —dijo.
—Venga —dijo el hombre.
Se puso en pie y se acercó a C. J. alargando las dos manos. Noté el miedo en
ella, así que salté y apoyé las patas en la cama. Planté mi cara frente a la del
hombre y me puse a gruñir igual que había hecho con Troy, aquel caballo,
cuando estuvo a punto de pisotearla cuando era una niña.
El hombre se incorporó y tropezó con la estantería de la pared. Unos libros y
unas fotografías cayeron al suelo. Él se giró y se dio de bruces contra el suelo,
encima de la alfombra. Por mi parte, ladré y me lancé hacia delante
enseñando los dientes.
—¡Molly! No pasa nada. Buena chica.
Noté la mano de C. J. en el pelo, que se me había erizado por toda la espalda.
—Eh —dijo el hombre.
C. J. encontró mi collar y tiró de mí para apartarme.
—Tienes que irte, Gus.
Él rodó a un lado y se puso de rodillas. En ese momento se abrió la puerta y vi
que Gloria estaba ahí de pie.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
Miró a Gus, que estaba gateando en el suelo. El hombre apoyó las manos en el
poste de la cama y se sujetó para ponerse en pie.
—¿Giuseppe? ¿Qué ha pasado?
Él pasó por delante de ella y salió al pasillo con un andar muy torpe. Gloria se
giró para dirigirse a su hija.
—He oído al perro. ¿Le ha mordido?
—¡No! Por supuesto que no.
—Bueno, ¿qué está pasando?
—Es mejor que no lo sepas, Gloria.
—¡Dímelo!
—Ha entrado aquí y ha empezado a tocarme, ¿vale? —gritó C. J—. Molly me
estaba protegiendo.
Al oír mi nombre, giré la cabeza. Gloria se puso tiesa y abrió mucho los ojos
con sorpresa. Inmediatamente, los entrecerró y dijo:
—Eres una mentirosa.
Se dio la vuelta y salió de la habitación justo en el momento en que la puerta
de entrada de la casa daba un portazo.
—¡Giuseppe! —llamó.
Durante los días siguientes, Gloria y C. J. nunca estaban en la misma
habitación. Y cuando se sentaron para hacer esa parte de Navidad en que
rompen papeles y cajas, no hablaron mucho. C. J. empezó a comer en su
habitación; a veces solo comía una pequeñísima cantidad de verduras; otras
veces, maravillosos platos llenos de noodles y salsas y quesos, o pizza y
patatas fritas y helado. Luego iba al baño y se ponía encima de la caja y emitía
un gemido de tristeza. Cada día, y muchas veces durante el día, C. J. se subía
en esa caja. Empecé a pensar en ella como la «caja triste», porque así es
como se sentía C. J. siempre que se subía ahí encima.
Un día, Trent vino con Rocky y todos estuvimos jugando en la nieve. Fue la
única vez en que C. J. pareció verdaderamente feliz.
No me sentí una mala perra por haberle gruñido a ese hombre. C. J. le había
tenido miedo, y yo lo había hecho sin pensar. Me preocupaba que pudieran
castigarme por ello, pero no lo hicieron.
Pronto, C. J. empezó a ir a la escuela otra vez. Ella y Gloria hablaban cada vez
más a menudo, pero yo todavía percibía la tensión entre ellas. Cuando C. J.
estaba en la escuela, bajaba a mi antiguo sitio de debajo de las escaleras y
esperaba a que regresara; solamente lo abandonaba para salir por la puerta
para perros y jugar o ladrarles a los perros que oía en la distancia.
Ya no íbamos a ver a Andi cada día, pero a veces íbamos de visita. Siempre
era maravilloso verla. Las personas hacen eso: justo cuando se ha establecido
una rutina, la cambian. En esas ocasiones, después de los habituales besos y
abrazos, jugábamos al juego de las personas sentadas en sillas. Pero también
practicábamos un juego nuevo en el cual había personas sentadas o, a veces,
de pie, en una larga hilera.
—La subvención es para esto, para ver si un perro puede detectarlo en
personas que están en un grupo —dijo Andi un día—. Solamente Luke ha sido
capaz de hacerlo.
Él levantó la mirada al oír su nombre.
Recorrimos la hilera de personas arriba y abajo; las primeras dos veces que lo
hice me di cuenta de que Andi y C. J. esperaban algo de mí, pero yo no estaba
segura de qué era lo que debía hacer. Y entonces detecté ese olor en una
mujer que no tenía pelo y cuyas manos olían a jabón. Ahí estaba: ese
inconfundible olor en su aliento. Hice la señal y me dieron una galleta.
Parecía que en eso consistía el juego, aunque no estaba del todo segura, pues
Andi también me llevaba hasta otras personas que no tenían ese olor, como si
yo también tuviera que hacer esa señal. Pero, si lo hacía, Andi se quedaba de
pie a mi lado con los brazos cruzados sobre el pecho y no me daba ninguna
galleta. Era muy desconcertante.
Un día me encontraba en medio de la nieve en el patio trasero, saltando, pues
la nieve era tan alta que debía saltar para avanzar, cuando oí que se abría la
puerta. Gloria estaba ahí.
—¿Quieres un trozo de carne asada? —me dijo.
Di un paso hacia ella, dudando, y me detuve. Noté el tono de interrogación en
su voz, pero no sabía si eso significaba que me había metido en algún lío o no.
—Toma —dijo ella.
Y me tiró una cosa que cayó sobre la nieve, a poca distancia de mí. Me
acerqué a eso; tuve que localizarlo con el olfato, pues se había hundido mucho
en la nieve. ¡Era un delicioso trozo de carne! Levanté la cabeza y miré a
Gloria, meneando la cola con precaución.
—¿Quieres más?
Me tiró un trozo de carne que cayó a mi lado. Le salté encima, olisqueando
con fuerza, hasta que lo encontré y me lo pude comer de un bocado.
Cuando levanté la cabeza, Gloria había vuelto al interior de la casa. Me
pregunté de qué iba todo eso.
Entonces oí que Gloria me llamaba desde el jardín.
—Yuuu-juuu, Molly. Perrita, ¿quieres más comida?
¡Comida! Corrí hasta la verja del patio y la encontré abierta. El hombre que
venía por las mañanas con un camión para quitar la nieve había limpiado el
camino. Di la vuelta a la casa corriendo. Gloria me esperaba en el camino de
entrada.
—Comida —dijo, y me tiró otro trozo de carne que atrapé en el aire. Entonces
abrió la puerta trasera del coche—. Vale, ¿quieres entrar? ¿Comida?
Lo que me decía estaba claro. Me acerqué con paso inseguro a la puerta
abierta. Ella tiró un poco de carne dentro del coche, y yo salté dentro.
Rápidamente, cerró la puerta mientras me tragaba el trozo de carne. Luego
subió al coche, lo puso en marcha y salimos por el camino.
No me importaba no ir en el asiento delantero. No creía que me gustara
mucho ir ahí si era Gloria quien conducía. Estuve mirando por la ventana
hacia los árboles nevados y los campos. Luego me di la vuelta y me tumbé en
el asiento para echar una cabezada.
Me desperté al notar que el coche se detenía y que Gloria apagaba el motor.
Ella se dio la vuelta en el asiento.
—Despacio. ¿Recuerdas que te he dado comida? Sé buena, Molly.
Meneé la cola al oír mi nombre. Gloria me acercó las manos al cuello y se las
olí, pero no tenía carne. Oí un clic, y mi collar cayó sobre el asiento. Lo olí.
Gloria salió del coche y abrió la puerta.
—Vamos. A mi lado. Sé buena. No te escapes.
Nos acercábamos a un edificio que apestaba a perro. Gloria abrió la puerta de
entrada, se dio una palmada en la pierna y yo la seguí al interior del edificio.
Me encontré en una pequeña habitación que tenía una puerta abierta; del
otro lado se oía ladrar a más de una docena de perros.
—¿Hola? ¿Hola? —llamó Gloria.
Por la puerta abierta apareció una mujer y nos sonrió.
—Sí. ¿En qué puedo ayudarla?
—He encontrado este pobre perro abandonado —dijo Gloria—. No comprendo
cómo ha podido vivir así, solo y tan lejos de su familia. ¿Es aquí donde se deja
a los perros perdidos?
15
YA HABÍA ESTADO EN LUGARES COMO ESE ANTES. De hecho, se parecía
un poco al sitio en que C. J. y yo íbamos a jugar con Andi y con Luke, solo que
aquí había muchos más perros. Además, el techo era bajo y no había ningún
espacio grande donde las personas se sentaban en sillas. Solamente había
unos pasillos abarrotados de jaulas para perros.
Me pusieron en una con el suelo de cemento; estaba a poca distancia de una
verja y de una puerta que daba a una caseta. La caseta tenía un trozo de
alfombra que olía a muchos perros. El ambiente desprendía el mismo olor. Y
todo el espacio estaba lleno de los ladridos de los perros.
Vi que la mujer se acercaba con agua o con comida; corrí hasta las rejas
meneando la cola con la esperanza de que me dejara salir. Quería correr,
jugar, recibir caricias. La mujer era amable, pero no me dejó salir.
Casi todos los otros perros también corrían hacia las rejas cuando la mujer se
acercaba. Muchos ladraban; algunos se quedaban callados y sentados para
comportarse tan bien como pudieran. Pero la mujer no los dejaba salir.
Por mi parte, no comprendía qué estaba pasando ni por qué estaba allí, con
todos esos perros que no paraban de ladrar. Echaba tanto de menos a C. J.
que no paraba de dar vueltas de un lado a otro, sollozando. Me fui a la caseta
y me tumbé encima de la pequeña alfombra, pero no pude dormir.
Esos ladridos ensordecedores estaban cargados de miedo. Además, había algo
de rabia, un poco de dolor y un poco de tristeza. Por mi parte, en mis ladridos
se podía detectar dolor y súplica. Quería que me sacaran de allí.
Por la noche, la mayoría de los perros se callaron, pero de vez en cuando uno
de ellos empezaba a ladrar. Solía hacerlo uno que estaba en la caseta
contigua y que era negro y marrón, alto y delgado, sin cola. Entonces los
demás perros se despertaban; pronto estaban todos ladrando de nuevo. Era
muy difícil dormir en esas circunstancias.
Me imaginé que me encontraba en la cama de C. J. A veces, por las noches,
pasaba tanto calor que bajaba de la cama para dormir en el suelo. Pero ahora
la echaba mucho de menos: lo único que quería era estar tumbada en esa
cama por mucho calor que pudiera tener. Deseaba sentir el contacto de sus
manos en mi pelo, aquel familiar y maravilloso olor de su piel.
A la mañana siguiente me sacaron de la jaula, me llevaron por el pasillo y me
subieron a una mesa igual que la del veterinario. Un hombre y una mujer me
acariciaron; el hombre me miró las orejas. La mujer cogió un palito y lo
acercó a mi cabeza, pero el hombre me sujetaba la cabeza con las dos manos,
así que no pude girarla para vez si era un juguete.
—Lo ha detectado —dijo la mujer.
—Sabía que llevaría chip —respondió el hombre.
Me volvieron a llevar a la jaula. Me sentía tan decepcionada que no podía
reunir la energía necesaria para entrar en la caseta y tumbarme en la
alfombra. Mordisqueé un poco la caseta, pero eso tampoco me hizo sentir
mejor. Suspiré y me tumbé con un gemido.
Al cabo de unas horas, el hombre regresó.
—Hola, Molly —me dijo. Me encantó oír mi nombre, así que me senté y meneé
la cola. Él me pasó una correa por el cuello—. Vamos, chica, ha venido una
persona a verte.
Olí a C. J. en el mismo instante en que el hombre abría la puerta del final del
pasillo.
—¡Molly! —exclamó ella.
Salí disparada hacia ella. C. J. se arrodilló y me rodeó con los brazos. Le lamí
la cara y la oreja, y empecé a dar vueltas a su alrededor. Puesto que llevaba la
correa, me enredé con ella. Pero di rienda suelta a mi sentimiento de alivio y
empecé a ladrar y a ladrar de alegría. C. J. se rio.
—Buena perra, Molly. Ahora siéntate.
Era difícil sentarse en esos momentos, pero debía ser una perra buena. Así
que me senté, meneando la cola, mientras mi chica hablaba con el hombre.
—Estaba muy preocupada —dijo—. Creo que salió por la verja del patio
cuando vinieron a limpiar la calle después de la nevada.
El perro alto, negro y marrón empezó a ladrar. Todos lo imitaron. Deseé que
también los vinieran a buscar a ellos pronto.
—La mujer que la trajo dijo que estaba corriendo por la calle.
—Eso no es propio de Molly. ¿Cuánto es en total?
—Sesenta dólares.
Al oír mi nombre, meneé la cola. C. J. alargó la mano y me acarició la cabeza.
—Un momento. ¿Y la mujer?
—Una señora rica —dijo el hombre.
—¿Rica?
—Bueno, ya sabes. Tenía un Cadillac nuevo, vestía ropa cara y llevaba un
bonito peinado. Un montón de perfume.
—¿Y el pelo rubio?
—Sí.
C. J. suspiró profundamente. Estaba buscando algo en su bolso. La miré con
atención, pues a veces llevaba galletas ahí dentro.
—Mire. ¿Es ella?
C. J. se inclinó sobre el mostrador.
—Creo que no debería decirlo.
—La mujer de la foto es mi madre.
—¿Qué?
—Sí.
—¿Tu madre dejó aquí al perro? ¿Sin decirte nada?
—Sí.
Se hizo un silencio. C. J. estaba triste y enojada.
—Lo siento —dijo el hombre.
—Sí.
Me senté en el asiento delantero del coche para ir de paseo.
—Te he echado mucho de menos, Molly. ¡Tenía tanto miedo de que te pasara
algo! —dijo C. J. Me abrazó y yo le lamí la cara—. Oh, Molly, Molly —susurró
—. Eres una perra boba. —Se sentía triste, a pesar de que estábamos juntas—.
Lo siento mucho mucho. No sabía que haría algo así.
A pesar de que había muchas cosas interesantes que ver al otro lado de la
ventana, yo la miraba a ella, la lamí y le puse la cabeza en el regazo, tal como
hacía cuando era un cachorro. Era tan agradable estar a su lado que
rápidamente, agotada, me sumí en el sueño.
Al notar que el coche bajaba la velocidad y giraba, me senté. Noté los olores
familiares: estábamos de vuelta en casa. El coche se detuvo y C. J. me sujetó
la cabeza con ambas manos.
—Este no es un lugar seguro para ti, Molly. No sé qué voy a hacer. No puedo
confiar en que Gloria no te haga daño. Me moriría si te pasara algo, Molly.
Meneé la cola un poco. C. J. me dejó salir del coche y yo avancé por la nieve
hasta la puerta de entrada de la casa. Era muy agradable estar en casa. C. J.
abrió la puerta. Al entrar, ahogó una exclamación. Noté que la embargaba un
repentino miedo.
—¡Shane!
El amigo de C. J. estaba sentado en el salón. Se puso en pie, pero no me
acerqué a él y no meneé la cola. Algo estaba mal en el hecho de que estuviera
ahí, solo, en nuestra casa.
—Hola, C. J.
—¿Cómo has entrado?
Él apoyó una rodilla en el suelo y dio una palmada con las manos.
—Hola, Molly.
Olía a humo. Yo permanecí al lado de C. J.
—¿Shane? Te he preguntado que cómo has entrado.
—He metido un rastrillo por la puerta del perro y he girado el pomo de la
puerta —dijo riendo.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Por qué nunca me devuelves las llamadas?
—Tienes que irte de aquí ahora mismo. ¡No puedes entrar en mi casa!
C. J. estaba muy enfadada. Yo la miraba con atención, preguntándome qué
estaba pasando.
—No me has dejado alternativa. Me has estado ignorando por completo.
—Sí, eso es lo que hace la gente cuando rompe, Shane. Dejan de hablarse. Lo
puedes investigar.
—¿Puedo fumar aquí?
—¡No! Tienes que marcharte.
—Bueno, no pienso irme hasta que hablemos de esto.
—¿De qué? Shane, tú… —C. J. respiró profundamente—. Me has llamado como
treinta veces seguidas a las dos de la mañana.
—¿Ah, sí?
Entonces oí que un coche se detenía en el camino de entrada; fui hasta la
ventana para ver quién era. La puerta del coche se abrió ¡y era Rocky! Trent
también bajó del coche. Mi hermano corrió hasta un árbol para hacer pipí.
—Ha venido una persona —dijo C. J.
—¿Espero arriba?
—¿Qué? ¿Estás loco? Quiero que te vayas.
Se oyó que llamaban suavemente a la puerta. Corrí hasta allí y apreté el
hocico contra ella, olisqueando. Rocky estaba al otro lado y hacía
exactamente lo mismo que yo. C. J. se acercó y abrió la puerta.
—¡La has encontrado! —exclamó Trent.
Y entonces se paró en seco.
—Hola, Trent —dijo Shane.
Rocky y yo nos estábamos oliendo mutuamente. Le salté encima, le agarré un
pliegue de la piel del cuello y tiré.
—Lo siento, quizá será mejor que vuelva en otro momento —dijo Trent.
—¡No! —dijo C. J.
—Sí, estamos en medio de una conversación personal —dijo Shane.
—No, estamos en medio de que te estabas marchando —respondió C. J.
—C. J., tenemos que hablar —dijo Shane.
—Parece que ella quiere que te vayas —dijo Trent.
Rocky se quedó inmóvil. Yo le di un mordisco en la cara, pero él observaba a
Trent. Tenía los músculos apretados y quietos.
—¡Quizá no me quiera marchar! —dijo Shane en voz alta.
Notaba el enojo de Trent. C. J. le puso una mano en el brazo. Rocky había
levantado las orejas y el pelo de la grupa se le estaba erizando.
En ese momento se me ocurrió pensar que el propósito de Rocky era amar y
proteger a Trent, al igual que el mío era amar y proteger a C. J.
—Shane —dijo C. J.—. Vete. Nos veremos mañana.
El chico estaba mirando a Trent.
—¡Shane! —repitió C. J. levantando la voz.
Shane parpadeó un momento y luego la miró.
—¿Qué?
—Nos vemos mañana, en el sitio donde vas con el skate. ¿Vale? Después de la
escuela.
Shane se quedó quieto un momento; luego asintió con la cabeza. Recogió su
chaqueta y se la colgó del hombro. Al salir de la casa, le dio un empujón a
Trent con el hombro; este no dejó de mirarlo hasta que hubo salido por la
puerta.
—¿Irás a verlo mañana? —preguntó Trent, mientras acariciaba la cabeza de
Rocky con gesto distraído.
Le di un lametón a Rocky en la boca.
—¡No! Mañana no estaré aquí.
—¿Qué quieres decir?
—Molly y yo nos marchamos de casa. Hoy, esta tarde. Nos vamos a California.
C. J. se acercó a las escaleras y fue a su habitación. Trent, Rocky y yo la
seguimos.
—¿De qué estás hablando? —preguntó él.
C. J. sacó una maleta de su armario. Conocía esa maleta; cuando C. J. me dejó
en casa de Trent durante tantos días, también la había sacado del armario.
Rocky estaba listo para volver a jugar, pero ver esa maleta me había puesto
ansiosa, así que me quedé al lado de C. J. mientras ella empezaba a abrir
cajones y a sacar ropa y ponerla en la maleta.
—Molly no se escapó. Gloria la dejó en la perrera.
—¿Qué?
—Le enseñé la foto al hombre de allí. ¿Te lo puedes creer?
—Sí, bueno, de tu madre me lo creo casi todo.
—Pues ya está. Nos vamos a California. Viviré en la playa hasta que encuentre
un trabajo. Y cuando cumpla los veintiuno, recibiré el dinero de mi padre e iré
a la universidad.
—No estás pensando con calma, C. J. ¿Universidad? Si no has terminado el
instituto.
—Pasaré un examen de educación general. O iré al instituto allí. No lo sé.
—Iré contigo —dijo Trent.
—Oh, claro, eso funcionará.
—No puedes irte a vivir a la playa. No puedes decirlo en serio.
C. J. no respondió, pero noté que estaba empezando a enfadarse. Trent la
observó durante unos minutos.
—¿Y qué hay de lo otro? —susurró Trent.
C. J. se quedó quieta y lo miró.
—¿A qué te refieres?
—A… lo de la comida.
C. J. lo miró fijamente y respiró profundamente.
—Dios, Trent, cada día de mi vida me levanto con esa voz en la cabeza que me
pregunta qué voy a comer ese día. No puedo tener también tu voz en la
cabeza. Simplemente, no puedo.
Trent bajó la mirada. Parecía triste. Rocky se acercó a su lado y le dio un
golpe con el hocico.
—Lo siento —dijo.
C. J. sacó otra maleta y la puso encima de la cama.
—Necesito irme de aquí antes de que Gloria vea a Molly.
—Eh, déjame que te dé el dinero que tengo.
—No tienes por qué hacer eso, Trent.
—Ya lo sé. Toma.
Bostecé, ansiosa. Me encantaba estar con Rocky y con Trent, pero no si C. J.
iba a coger maletas y a irse a alguna parte sin mí.
—Eres mi mejor amigo, Trent —dijo C. J. en voz baja. Los dos se dieron un
abrazo—. No sé qué haría sin ti y sin Molly.
En ese momento se oyó un fuerte golpe: la puerta de entrada de la casa al
cerrarse.
—¿Clarity? —dijo Gloria—. ¿Ese es el coche de Trent?
C. J. y Trent se miraron.
—Sí —dijo C. J. en voz alta. Y luego, en un susurro, añadió—: ¿Puedes hacer
que Molly no ladre?
Meneé la cola.
—Sí —dijo Trent. Se arrodilló delante de mí y me acarició las orejas—: Molly,
chis —susurró.
Meneé la cola. Rocky, celoso, metió la cabeza delante de mi cara.
C. J. salió al pasillo y se inclinó sobre el pasamanos. Por mi parte, hice el gesto
de ir con ella, pero Trent me sujetó con suavidad. Me retorcí, sintiendo el
instinto de ponerme a gimotear. No quería que C. J. se separara de mí ni
medio metro, ahora que había sacado esas maletas.
—No —me dijo Trent en voz muy muy baja—. Quédate callada, Molly.
—Cariño, Giuseppe me va a llevar al cine y luego iremos a cenar. Regresaré
tarde, así que no me esperes levantada.
—Giuseppe —dijo C. J., claramente disgustada.
—No, no empieces, Clarity June. He dejado atrás todo ese asunto tan
desagradable. Espero que tú hagas lo mismo.
—Adiós, Gloria.
—¿Qué se supone que significa eso? ¿A qué te refieres?
No pude evitarlo; solté un gimoteo al tiempo que intentaba soltarme.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Gloria.
C. J. se giró y me miró. Yo volví a gimotear, esforzándome para ir con ella.
—Es Rocky. Trent ha venido a verme y lo ha traído. Sabe que estoy muy triste
por Molly.
—¿Es que tenemos que estar siempre invadidas por los perros?
—No, Gloria, no volverá a suceder.
—Gracias. Buenas noches, C. J.
—Adiós.
C. J. regresó a la habitación y cerró la puerta. Me tiré encima de ella y le lamí
la cara.
—Molly, solo estaba a un metro de distancia de ti, perra loca. Eh, ¿sabes qué
serías si fueras una cocker spaniel-caniche? Serías una cocker-caniche-boba.
Sí que lo serías —dijo, y me dio un beso en la cara.
Trent bajó las maletas al piso de abajo y las llevó hasta el maletero del coche
mientras yo reclamaba el asiento delantero. Rocky se acercó para
olisquearme, pero no intentó subir conmigo, cosa que, de todos modos, yo no
hubiera permitido.
Trent me dio un abrazo, pero parecía triste. Yo le lamí la cara. Sabía que
volvería a verlos a los dos como mucho al cabo de un par de días.
Trent se apoyó en la ventanilla delantera, que C. J. había bajado después de
subir al coche. También bajó la mía para que pudiera respirar el aire fresco.
—¿Conoces la ruta? —preguntó.
—La he puesto en el móvil —dijo C. J.—. Estaremos bien, Trent.
—Llámame.
—Bueno…, no sé, ¿ella puede hacer que rastreen mis llamadas?
—Exacto, Gloria pasará todos sus contactos al FBI.
C. J. se rio. Trent le dio un abrazo por la ventanilla.
—Molly, espero que seas una perra buena.
Meneé la cola por haber sido una perra buena.
—Nos vamos, Molly —dijo C. J.
16
DIMOS UN LARGO PASEO EN COCHE. Decidí enroscarme en el asiento de
delante con la cabeza, dejando una distancia cómoda para que C. J. pudiera
acariciarme, algo que hizo muy a menudo. Sentía su amor fluyendo a través
de su mano, lo que me hizo sumir en un sueño tranquilo. Eso era mucho mejor
que estar en un lugar lleno de perros que ladraban. Deseé no tener que
regresar allí nunca más. Lo único que quería era estar justo donde estaba en
ese momento, en el asiento delantero con C. J., mi chica.
Nos paramos en un lugar que estaba lleno de maravillosos olores y donde
había unas mesas en el exterior.
—No se está mal aquí fuera, si me dejo puesta la chaqueta —dijo C. J.
mientras ataba mi correa a la pata de una de las mesas—. Quédate aquí,
¿vale, Molly? Voy a ir allí un segundo. No me mires así, no te voy a
abandonar. Buena perra.
Entendí que yo era una buena perra. Al ver que se daba la vuelta, quise
seguirla, pero la correa me lo impidió. Tiré de ella mientras C. J. cruzaba unas
puertas de cristal y entraba en el edificio. No lo comprendí, así que me puse a
gimotear. ¡Si yo era una buena perra, debería estar con C. J.!
—Hola, Molly.
Giré la cabeza y vi a Shane. No meneé la cola.
—Buena perra.
Shane se agachó a mi lado y me acarició la cabeza. Olía a humo, a aceite y
carne. Yo no sabía qué hacer.
Al ver a C. J., meneé la cola. Llevaba una bolsa y estaba de pie al otro lado de
las puertas de cristal, mirándonos. Shane la saludó con la mano. Ella caminó
despacio hasta nosotros.
—Hola, nena —dijo Shane poniéndose en pie.
—Supongo que sería estúpido preguntarte si me has estado siguiendo —dijo
C. J.
Dejó la bolsa en el suelo. Esa bolsa olía a comida y yo tenía unas ganas
terribles de meter la cabeza en ella.
—Vi que Trent ponía unas maletas en tu coche. Así que no vendrás a
encontrarte conmigo mañana en el parque.
—Una prima mía se ha puesto enferma y tengo que ir a visitarla. Regresaré
dentro de un par de días.
—La cuestión es que te comprometiste conmigo. Ahora estás rompiendo tu
compromiso.
—Tienes razón, he roto un contrato.
—No tiene gracia. Siempre haces lo mismo —dijo Shane.
—Te hubiera llamado.
—La cuestión no es esa. Te dije que debía hablar contigo, y tú me has estado
dando largas. Y ahora esto, irte de la ciudad sin decírmelo siquiera. No me
has dejado otra alternativa que seguirte.
Le di un golpe de hocico a C. J. en la mano para recordarle que yo continuaba
allí y que, si a ella no le interesaba, yo podía encargarme de la comida.
—¿De qué quieres hablar, Shane? —dijo C. J.
—Bueno, de nosotros. —El chico se puso en pie—. Tengo… como insomnio.
Incluso a veces me siento un poco mal del estómago. Y tú no respondes mis
mensajes. ¿Cómo crees que me hace sentir eso? Pues muy enfadado. Eso es.
No puedes hacerme esto, nena. Quiero que todo vuelva a ser como era antes.
Te echo de menos.
—Vaya —dijo C. J.
Se sentó a la mesa y, por fin, empezó a sacar la comida de la bolsa. Me quedé
sentada, como una perra buena.
—¿Vaya qué? Eh, ¿me das unas cuantas patatas fritas? —Shane alargó la
mano, cogió un poco de esa comida tan deliciosa y se la puso en la boca.
Seguí su mano con la mirada, pero no se le cayó nada.
—Sírvete —dijo C. J.
—¿Tienes un poco de kétchup?
C. J. empujó la bolsa hacia él. Shane empezó a rebuscar en ella.
—¿Vaya qué? —repitió.
—Acabo de darme cuenta de una cosa sobre mí misma. Sobre el talento que
tengo —dijo C. J.
—¿Ah, sí?
—Tengo una especial habilidad para hacer amigos que solo piensan en sí
mismos.
La mano de Shane se quedó quieta a mitad de camino de su boca. Le dediqué
toda mi atención.
—¿Eso es lo único que somos? ¿Amigos? —preguntó.
C. J. bufó por la nariz y apartó la mirada de él.
—Sabes que eso no es cierto, nena —dijo Shane. Unos tentadores aromas
envolvían las palabras que salían de sus labios—. Tú eres perfecta para mí.
Todo el mundo dice que hacemos una pareja genial. Eh, ve a buscar más
kétchup, ¿vale? Solo has traído un paquete. No es suficiente.
C. J. se quedó un momento mirándolo. Luego, sin decir palabra, entró en el
edificio. En cuanto estuvo dentro, Shane alargó la mano, miró en su bolso y
sacó una cosa que no era comestible. Lo miró.
—¿Santa Monica? —preguntó en voz alta—. Maldita…
Tiró el teléfono al interior del bolso y se recostó en la silla.
C. J. salió y le dio una cosa. Luego bajó la mano para acariciarme.
—Te daré comida dentro de un minuto, Molly —dijo.
El hecho de que hubiera pronunciado «Molly» y «comida» en la misma frase
hizo que me pusiera contenta.
—Y esta prima, ¿dónde me has dicho que vive? —preguntó Shane.
—¿Qué?
—He preguntado que adónde vas.
—Oh. San Luis.
—Vale. Los dos sabemos que es mentira.
—¿Perdón?
—No tienes ninguna prima enferma. Te estás escabullendo para no tener que
enfrentarte conmigo como una persona honesta.
—Y tu talento especial consiste en ser gracioso por accidente.
A Shane le asaltó una enorme rabia y descargó una fuerte palmada sobre la
mesa. Di un respingo, asustada y sin comprender lo que estaba haciendo.
Percibí cierto miedo en C. J. ¿Qué estaba pasando? Involuntariamente, se me
erizó el pelo del lomo: notaba la vibración en mi piel cuando eso sucedía.
—Esto termina aquí —dijo Shane en tono cortante.
—¿El qué?
—Las mentiras. La manipulación. El egoísmo.
—¿Qué quieres decir?
—Ahora subiremos a nuestros coches y regresaremos a Wexford. Yo te
seguiré, y Molly irá conmigo para asegurarme de que no intentas hacer nada
estúpido.
Lo miré. C. J. se quedó mucho rato sin decir nada y sin comer nada.
—Vale —dijo al fin.
El miedo la había abandonado.
—Bien.
La rabia de Shane disminuía también. Fuera lo que fuera lo que hubiera
pasado entre los dos, parecía haber terminado.
C. J. apartó la bolsa.
—¿No te vas a comer eso? —preguntó Shane.
—Atibórrate.
Shane empezó a comerse la comida de C. J. Yo lo miraba, apenada.
—Dame tus llaves, voy a meter a Molly en el coche —dijo C. J.
—Yo lo haré —dijo Shane.
—No, debo ser yo quien lo haga.
—No me fío de ti.
—Si lo haces tú, ella no lo comprenderá. Debo hacerlo yo. Ella no querrá irse
contigo: los perros son muy hábiles juzgando el carácter de las personas.
Quiero que se siente allí un minuto y que se acostumbre a la idea antes de
que nos vayamos.
—Juzgando el carácter de las personas… —se burló Shane.
—¿Me das las llaves o no?
Shane, sin dejar de masticar, se llevó la mano al bolsillo y le tiró una cosa a
C. J.: aquel inconfundible tintineo de las llaves. Ella las cogió y se le cayeron
delante de mí. Me incliné para olerlas y noté el olor a animal muerto.
—¿Ahora llevas una pata de conejo de llavero? —preguntó C. J.
—Sí. Me recuerda lo afortunado que soy de tenerte.
C. J. soltó aire por la nariz, recogió esa cosa de animal muerto con las llaves y
me desató.
—Vamos, Molly.
—Voy dentro de un segundo —dijo Shane.
—No hay prisa. —C. J. me llevó hasta un coche y abrió una puerta. Dentro, olía
a Shane y a más cosas, pero a ningún perro—. Vale, Molly. ¡Sube!
Eso no tenía ningún sentido para mí, pero salté tal como me ordenaba,
contenta de que fuera el asiento delantero. C. J. se inclinó hacia delante y la
ventanilla de mi lado se abrió.
—Vale, Molly, sé buena chica —dijo C. J.—. Esto va a salir bien.
C. J. cerró la puerta del coche. Yo la observaba, desconcertada, mientras ella
regresaba con Shane y se sentaba a su lado. ¿Qué estábamos haciendo? Metí
la cabeza por la ventanilla y empecé a gemir.
C. J. se puso en pie y entró en el edificio. Shane continuaba comiendo sin
levantar la mirada y sin indicar que me estaba guardando un poco de comida.
De repente, la puerta de cristal se abrió y vi que C. J. estaba allí, pero que se
alejaba en silencio. ¿Qué estaba sucediendo? C. J. llegó a la esquina del
edificio y la perdí de vista. Y me puse a sollozar.
Oí el sonido de su coche al ponerse en marcha y sollocé con más fuerza.
Shane se puso en pie, cogió la bolsa y la puso en el cubo de basura. Bostezó,
se miró la muñeca y luego fue hacia las puertas del edificio. Allí, ladeó la
cabeza y se frotó la mandíbula.
Entonces apareció el coche C. J. en la esquina y pasó a toda velocidad por
delante de Shane, que se quedó inmóvil. Avanzó unos metros por el camino y
la puerta delantera del coche se abrió.
—¡Molly! —gritó C. J.
Shane me miró. Yo ladré por la ventana.
—¡Molly! —volvió a gritar C. J.
Shane bajó la cabeza y corrió hacia mí. Saqué la cabeza por la ventana y di
unas vueltas sobre el asiento delantero. Parecía muy probable que Shane me
abriera la puerta para que yo pudiera ir con mi chica.
—¡Molly! —chilló C. J.—. ¡Ven aquí! ¡Ahora! ¡Molly!
Me di la vuelta y salté por la ventanilla justo en el momento en que Shane
llegaba al coche.
—¡Te tengo! —dijo agarrándome.
Noté su mano en mi espalda y bajé la cabeza. Me retorcí y conseguí soltarme.
—¡Para! ¡Mala perra! —gritó.
Shane empezó a perseguirme. Corrí por el aparcamiento y me precipité por la
puerta abierta del coche de C. J., subí a su regazo y llegué al asiento de su
lado, jadeando. Ella cerró la puerta y aceleró.
C. J. miraba hacia la parte superior del parabrisas.
—No eres muy inteligente, ¿verdad, Shane? —dijo.
Ahora conducía despacio; de hecho, al cabo de poco rato, detuvo el coche.
Continuaba mirando a la parte superior del parabrisas.
Me di la vuelta y miré por el cristal trasero del coche. Ahí estaba Shane,
corriendo hacia nosotras. Por su cara, vi que estaba enfadado. C. J. bajó la
ventanilla y muy muy despacio hizo avanzar el coche.
Shane dejó de correr y apoyó las manos en las rodillas. C. J. detuvo el coche.
Él levantó la cabeza y empezó a caminar hacia nosotras. Se acercaba cada vez
más, hasta que estuvo tan cerca que el viento me trajo el olor de la comida
que había acabado de comer. En ese momento me hubiera gustado poder
lamer los dedos de alguien.
El coche empezó a rodar de nuevo. C. J. metió una mano en su bolso y sacó las
llaves con el animal muerto. Las sostuvo fuera de la ventanilla, las balanceó
un poco y luego las tiró por encima del coche hasta las altas hierbas que
rodeaban la carretera. Y entonces, aceleró. Por mi parte, continué mirando
por el cristal trasero. Vi que Shane llegaba al punto en que habíamos estado
nosotras y empezaba a mirar por el suelo con las manos en las caderas.
Yo las hubiera podido encontrar fácilmente, pero las personas no son
especialmente hábiles localizando cosas perdidas. Esa es una de las razones
por las que tienen perros. Pero, en este caso, algo me decía que C. J. había
tirado las llaves por motivos que no tenían nada que ver con el juego de
buscar y encontrar.
Al cabo de poco, detuvo el coche y me puso un poco de comida en un cuenco.
Sabía que no se olvidaría de darme de comer, pero la verdad era que lo que
Shane había estado sacando de la bolsa olía mucho mejor.
Ese fue el paseo en coche más largo de mi vida. Por las noches, C. J. aparcaba
debajo de una farola y dormíamos en el asiento delantero. Yo apoyaba la
cabeza sobre sus piernas. Condujimos por un lugar muy nevado y luego por
un sitio muy seco y con mucho viento.
Casi cada vez que C. J. paraba, alguien, en algún edificio, le daba una bolsa de
comida. A veces comíamos en una mesa exterior. Las comidas eran exóticas y
deliciosas. ¡Ese fue uno de los mejores paseos en coche de mi vida!
Un día, me encontraba profundamente dormida cuando el coche se detuvo y
el motor se apagó. Me desperecé y miré a mi alrededor. Estábamos al lado de
un montón de coches. En el cielo, el sol todavía no estaba muy alto.
—¡Ya hemos llegado, Molly! —dijo C. J.
Salimos del coche y, de inmediato, me asaltó el olor: de golpe, supe
exactamente dónde estábamos.
Cuando yo era un perro que trabajaba buscando y rescatando personas, había
ido muchas veces a este sitio con Jako o con Maya. Era el mar. C. J. me llevó
hasta el agua y me soltó la correa. Se echó a reír mientras yo saltaba al agua
y corría contra la embestida de las olas con toda la energía acumulada
después de dos días de encierro.
Estuvimos un rato jugando allí; luego fuimos hasta unas mesas exteriores.
C. J. me dio agua y comida; se sentó al sol, pues empezaba a hacer calor.
—Bonito día —dijo un hombre—. Bonito perro.
Y bajó la mano para acariciarme. La mano le olía a menta.
—Gracias —dijo C. J.
—¿De dónde eres? Yo diría que de Ohio.
—¿Qué? No, soy de aquí.
El hombre rio.
—No. Llevando ese abrigo, no eres de aquí. Me llamo Bart.
—Hola —dijo C. J., y apartó la vista del hombre.
—Vale, ya lo pillo, no quieres compañía. Es solo que hace un buen día y quería
deciros hola a ti y a tu perro. Ten cuidado con los polis, que no pillen a tu
perro en la playa o te pondrán una multa.
El hombre volvió a sonreír y luego fue a sentarse a una de las mesas.
Durante los dos días siguientes dormimos en el coche. C. J. se iba hasta un
sitio de donde salía agua y me llevaba con ella hasta un pequeño edificio
donde se cambiaba de ropa. Luego dábamos una vuelta por los alrededores,
casi siempre por los restaurantes; lo deduje por como olía. C. J. me dejaba
atada a la sombra y entraba. A veces salía enseguida, pero otras veces se
quedaba un rato ahí dentro. Al final del día, su pelo y su ropa olían mucho a
todos esos deliciosos olores de comida.
Por otro lado, siempre me llevaba al mar para correr y jugar, pero ella nunca
nadaba.
—Oh, eres una perra muy buena, Molly —dijo C. J.—. Encontrar trabajo está
siendo mucho más difícil de lo que pensé, incluso por un sueldo mínimo.
Meneé la cola al saber que era una perra buena. En mi opinión, nos lo
estábamos pasando mejor que nunca. ¡Nos pasábamos el día, o bien en el
coche, o bien en el exterior!
Al cabo de unas cuantas noches, cuando ya nos íbamos a dormir, empezó a
llover. C. J. solía dejar las ventanillas del coche un poco abiertas, pero
entonces la lluvia empezó a entrar dentro, así que las cerró. Por eso no pude
oler a ese hombre. Solamente lo vi cuando apareció bajo la lluvia, iluminado
por la farola de la calle. Era como si la noche y la lluvia se hubieran aliado
para formar a ese hombre oscuro y mojado. Me senté, totalmente quieta, y lo
miré. El pelo, largo, le cubría la cara y llevaba una gran bolsa colgada del
hombro. Y nos estaba mirando directamente.
Noté que a C. J. la embargaba el miedo al verlo. De inmediato, me puse a
gruñir.
—No pasa nada, Molly —dijo C. J.
Meneé la cola. El hombre miró a su alrededor lentamente. Parecía estar
examinando los otros coches del aparcamiento. Luego volvió a observarnos.
Entonces caminó hacia nosotras.
C. J. inspiró con fuerza.
17
EL HOMBRE SE ACERCÓ DIRECTAMENTE al coche y alargó las manos hacia
la puerta. De inmediato, me lancé contra la ventanilla gruñendo, ladrando y
soltando dentelladas. Le estaba haciendo saber que si intentaba entrar, se
encontraría con mi boca. Y pensaba morderlo: ya casi lo sentía entre mis
dientes.
Tenía el largo pelo empapado; el agua le caía sobre la cara. Se inclinó un poco
para mirar a C. J. sin hacerme ningún caso. Ella estaba tan asustada que
emitió un leve chillido y noté que se le había acelerado el corazón.
Que alguien asustara a mi chica me había hecho montar en cólera, así que me
puse a rascar el cristal de la ventanilla y a lanzarme contra ella una y otra vez
con la esperanza de atravesarlo. Mis ladridos eran igual de salvajes que
cuando había intentado proteger a Clarity de Troy.
El hombre sonrió y dio unos golpecitos en la ventanilla; me lancé contra el
lugar en que sus nudillos golpeaban el cristal. Luego se enderezó y miró a su
alrededor.
—¡Váyase! —gritó C. J.
El hombre no reaccionó. Al cabo de un minuto, se alejó y desapareció entre
las sombras.
—Oh, Dios mío. Oh, Molly, has sido una perra muy buena —dijo C. J.
abrazándome. Le lamí la cara—. Estaba muy asustada. ¡Parecía un zombi o
algo así! Pero tú me has protegido, ¿verdad? Eres una perra vigilante, una
perra vigilante y una caniche: ¡una vaniche! Te quiero mucho.
En ese momento, se oyó un fuerte estruendo y C. J. soltó un chillido. El
hombre había regresado y había dado un fuerte golpe en la ventanilla con un
palo. Sonreía: lo único que yo podía ver en medio de esa lluvia eran sus
dientes torcidos y amarillos, pues tenía los ojos ocultos por el ala del
sombrero. El tipo dio otro golpe, y yo apreté la cara contra el cristal. Ahora sí
pude verle los ojos; clavé la mirada en ellos mientras gruñía con la boca llena
de baba. Ese hombre estaba asustando a mi chica, así que dejé que me
inundara la rabia hasta el punto que mi único deseo era morderlo.
Él se rio y miró por la ventanilla. Me señaló con el dedo y luego hizo un gesto
con él, igual que el que hacía Gloria cuando hablaba conmigo. Luego se
enderezó y desapareció en medio de la oscuridad y la lluvia.
Siempre había pensado que los palos eran una cosa para jugar, pero ahora
comprendía que un palo también podía ser una cosa mala si te encontrabas en
un lugar terrible y la persona que lo tiene no quiere jugar con él.
Estuvimos toda la noche oyendo el rugido de la lluvia cayendo sobre el coche.
Al principio, C. J. no pudo dormir, pero poco a poco el miedo la fue
abandonando. Al final, recostó la cabeza. Yo dormí acurrucada contra ella
para que supiera que su perra la estaba protegiendo.
La mañana siguiente amaneció muy brillante. La tierra estaba húmeda y
desprendía unos olores muy interesantes, pero C. J. prefirió que fuéramos al
sitio donde había esas mesas exteriores. Cuando llegamos, nos saludó el tipo
amable que habíamos conocido unos días antes. Era más alto que la mayoría
de los hombres que yo había conocido. Sus manos continuaban oliendo a
menta.
—Permíteme que te invite a desayunar —dijo.
—No, gracias —repuso C. J.—. Solo quiero café.
—Venga. ¿Qué quieres comer, una tortilla?
—Estoy bien.
—Tomará una tortilla de verdura —le dijo el hombre a la mujer que traía la
comida.
—He dicho que estoy bien —repitió C. J. en cuanto la mujer se alejó.
—Eh, lo siento, pero pareces hambrienta. ¿Eres actriz? Modelo, seguramente
eres modelo. Eres muy guapa. Yo me llamo Bart. Mis padres me pusieron
Bartholomew. Y yo como que se lo agradezco y prefiero llamarme Bart.
Bueno, ¿estás preparada para lo siguiente? Pues sí: mi apellido es Simpson.
Así que sí, soy Bart Simpson. ¡Bah! ¿Cómo te llamas tú?
—Wanda —dijo C. J.
—Hola, Wanda.
Estuvimos cómodamente sentados durante unos minutos, disfrutando del olor
del beicon que nos llegaba desde la cocina.
—Bueno, ¿he acertado? Eres modelo, por eso estás tan delgada —dijo el
hombre.
—La verdad es que estoy pensando en ser actriz.
—Bueno, pues me alegro por ti, porque soy representante de actrices. Ese es
mi trabajo. Soy un agente de mucho talento. ¿Tienes agente?
Me senté, pues la mujer había traído comida. Me puse delante de C. J., que
empezó a comer, se detuvo un momento ¡y me dio una tostada!
—No, la verdad es que soy buena representándome —dijo C. J.—. Pero
gracias.
—¿Lo ves? Estabas hambrienta. Mira, ya sé lo que está pasando.
C. J. dejó de comer y miró al hombre.
—Cada mañana doy un paseo por la playa. Te he visto salir del coche, como si
acabaras de aparcar, pero la otra noche vine y tu automóvil seguía aparcado
ahí. ¿Crees que eres la primera actriz que duerme en el coche? No tiene nada
de vergonzoso.
C. J. se puso a comer otra vez, pero esta vez masticaba despacio.
—No estoy avergonzada —dijo con calma.
Me tiró un trozo de algo con queso; lo atrapé en el aire con gran habilidad.
—Lo que deberías hacer es venir a casa conmigo, ahora.
—Oh. ¿Como un premio por la tortilla? —preguntó C. J.
El hombre se rio.
—No, por supuesto que no. Tengo una habitación libre. Solo hasta que puedas
buscarte un lugar.
—La verdad es que estoy de vacaciones y me voy mañana.
El hombre volvió a reírse.
—Sí que eres actriz. ¿Qué es lo que te preocupa? ¿No ser capaz de conseguir
lo que necesitas? Sea lo que sea, yo te lo puedo conseguir.
—¿Qué?
—Estoy intentando protegerte, echarte una mano. ¿Por qué tanta hostilidad?
—¿Drogas? ¿Es de eso de lo que estás hablando? No tomo drogas.
Noté que C. J. se estaba enfadando, pero no sabía por qué.
—Vale. Me he equivocado. Casi todas las chicas las toman, a decir verdad.
Quiero decir, estamos en Los Ángeles.
—Casi todas las chicas. ¿Qué es lo que tienes? ¿Un harén? ¿Un establo?
—He dicho que represento…
C. J. se puso en pie.
—Ya sé lo que representas. Bart. Vamos, Molly —dijo, cogiendo mi correa del
suelo.
—Eh, Wanda —dijo el hombre mientras nos alejábamos. C. J. no se detuvo—:
Ya sabes que volverás a verme, ¿verdad? ¿Verdad?
Nos pasamos el día sentadas encima de una manta, en la acera de la calle.
Encima de ella había una caja; de vez en cuando, alguien se detenía y dejaba
caer algo en el interior. Y cada vez que lo hacían, se detenían a hablar
conmigo.
—Bonito perro —decían casi siempre.
C. J. respondía:
—Gracias.
Me encantaba ver a tanta gente.
Nos quedamos en la manta hasta que el sol se puso. Luego C. J. me dio de
comer.
—He conseguido suficiente para comprarte un poco más de comida para
mañana, Molly —dijo.
Meneé la cola para demostrarle que había oído mi nombre y que me sentía
feliz de estar comiendo.
Mientras nos dirigíamos hacia el coche, C. J. aminoró el paso.
—Oh, no —dijo.
Alrededor del coche, el suelo estaba lleno de unas piedras pequeñitas.
Brillaban a la luz de las farolas. Me acerqué, con curiosidad, para
olisquearlas.
—¡No, Molly, te cortarás las patas! —C. J. dio un tirón de la correa; comprendí
que había hecho algo malo. La miré—. Siéntate —me dijo.
Ató la correa a una de las farolas para que no pudiera seguirla hasta el coche.
Las ventanillas estaban abiertas. C. J. metió la cabeza por una de ellas. Me
puse a gemir: si íbamos a subir al coche, no quería que se olvidara de mí.
Entonces un automóvil se acercó a nosotras lentamente. De uno de sus
laterales salió un haz de luz que cayó sobre C. J. Ella se dio la vuelta de
inmediato.
—¿Es tu coche? —dijo una mujer sacando la cabeza por la ventanilla.
C. J. asintió. La mujer bajó del coche; un hombre hizo lo mismo, pero por el
otro lado. Eran policías.
—¿Se han llevado alguna cosa? —preguntó la mujer.
—Tenía ropa y cosas así —respondió C. J.
El hombre se acercó y me acarició la cabeza.
—Bonito perro —dijo.
Meneé la cola. Sus dedos desprendían olor a especias.
—Elaboraremos un informe —dijo la mujer—. El seguro pagará los cristales y,
quizá también, el contenido. Depende de lo que tengas contratado.
—Oh, bueno, no creo que valga la pena.
—No hay problema —dijo la mujer—. ¿El DNI?
C. J. le dio una cosa a la mujer. El hombre se incorporó, cogió una cosa y se
fue a sentarse en su coche. C. J. se acercó a mí.
—Buena perra, Molly —dijo, aunque parecía algo temerosa y no sabía por qué.
La mujer estaba caminando alrededor del coche. C. J. me soltó la correa. El
hombre se puso en pie.
—Está en la base de datos —dijo.
La mujer miró a C. J. Entonces mi chica se dio la vuelta y se echó a correr. Yo
no sabía qué era lo que estábamos haciendo, pero me alegré de poder correr
a su lado.
No habíamos llegado muy lejos cuando oí unos pasos detrás de nosotras. Era
el policía. Llegó corriendo a nuestro lado y dijo:
—¿Hasta cuándo quieres que dure esto? —preguntó sin dejar de correr.
C. J. dudó un momento y, finalmente, se detuvo. Apoyó las manos sobre las
rodillas y yo le lamí la cara, lista para arrancar a correr otra vez.
—Este fin de semana participo en una carrera, así que me viene bien un poco
de entrenamiento —le dijo el policía. Alargó la mano para acariciarme y
meneé la cola—. ¿Por qué has salido corriendo así? —preguntó.
—No quiero ir a prisión —respondió C. J.
—No vas a ir a prisión; no encarcelamos a la gente por escapar de casa. Pero
eres una menor y te tenemos en la base de datos, así que tendrás que venir
con nosotros.
—No puedo.
—Ya sé que ahora lo ves diferente, pero, créeme, no te gustaría vivir en la
calle. ¿Cómo te llamas?
—C. J.
—Bueno, C. J., tendré que esposarte porque has intentado huir.
—¿Y Molly?
—Llamaremos a Control de Animales.
—¡No!
—No te preocupes. No va a pasarle nada malo. La tendrán allí hasta que
puedas ir a buscarla, ¿vale?
Regresamos al coche. Vi a unas personas hablando entre ellas. Al final, vino
una camioneta que tenía una jaula en la parte trasera; de ella se bajó un
hombre con un palo y un lazo. Yo no quería ir de paseo en esa jaula, así que
me agaché en el suelo en cuanto vi que se acercaba a mí.
—No, espere, no pasa nada. Molly, ven aquí —dijo mi chica. La obedecí y me
acerqué. Ella se arrodilló y me cogió la cabeza con las manos—. Molly,
tendrás que irte unos días al centro de acogida, pero vendré a buscarte. Te lo
prometo, Molly. ¿Vale? Buena perra.
C. J. parecía triste. Me llevó hasta la camioneta y el hombre del lazo abrió la
puerta de la jaula. Miré a C. J. ¿En serio?
—Vamos, Molly. ¡Arriba! —dijo C. J. Salté al interior de la jaula y me di la
vuelta. C. J. me acercó la cara y le lamí las lágrimas del rostro—. Estarás bien,
Molly. Lo prometo.
El paseo dentro de la jaula no fue nada divertido. Cuando la camioneta se
detuvo, el hombre abrió la jaula y me pasó el lazo por la cabeza. Entramos en
un edificio.
Los olí y los oí antes de que hubieran abierto la puerta: perros. En el interior,
el suelo era resbaladizo. Yo no podía caminar bien. Los ladridos eran tan
fuertes que ni siquiera podía oír el ruido de mis uñas al arañar el suelo en un
intento de impulsarme.
El estruendo resultaba increíble, como si los perros se estuvieran amotinando.
El hombre me llevó hasta una habitación y me hizo caminar por una rampa
que subía hasta una mesa metálica. Allí había dos hombres que me sujetaron.
—Es tranquila —dijo el hombre del lazo.
Sentí que me sujetaban el pelaje de detrás de la cabeza y noté un dolor leve y
agudo. Meneé la cola con las orejas gachas para hacerles saber que, aunque
me habían hecho daño, no pasaba nada.
—Esto es lo primero que hacemos: vacunarlos. No pasa nada si ya lo están.
Así evitamos una epidemia de moquillo —dijo uno de los hombres. Pero había
tanto ruido que tenía que gritar para hacerse oír—: Así que este será tu
trabajo, como parte del proceso de introducción.
—Comprendido —dijo el tercer hombre.
—La propietaria está en el centro femenino. Es una menor —dijo el hombre
del lazo.
—Sí, bueno, le quedan cuatro días.
Me llevaron por un estrecho pasillo. El suelo era igual de resbaladizo que el
anterior: resultaba muy molesto. Había jaulas a cada lado del pasillo; en cada
una de ellas había un perro. Algunos ladraban; otros lloraban. Algunos se
ponían delante de la puerta; otros se escondían en el fondo. El lugar apestaba
a miedo.
Ya había estado antes en sitios llenos de perros que ladraban, pero nunca tan
fuerte como aquí.
En el ambiente flotaba un olor a productos químicos. Era el mismo que el de
la máquina que había en el sótano, donde C. J. ponía la ropa para mojarla. Y
también noté olor de gato, aunque no podía oírlos, quizá por el ruido de todos
aquellos ladridos.
Me metieron en una jaula. No había caseta, pero sí una pequeña toalla encima
del suelo resbaladizo. El hombre cerró la puerta de la jaula. En el suelo había
un desagüe. Lo olí: muchos perros lo habían marcado con su olor. Decidí no
hacerlo en ese momento.
Al otro lado del pasillo, delante de mí, un perro grande y negro se lanzaba
contra la puerta de la jaula y gruñía. Al verme, me clavó los ojos y me enseñó
los dientes. Era un perro malo.
Me enrosqué encima de la toalla. Echaba de menos a C. J.
Los ladridos, los aullidos y los gemidos continuaron y continuaron.
Al cabo de un rato, me uní a ellos. No pude evitarlo.
18
ESTABA ASUSTADA. A pesar del estruendo constante de los ladridos, nunca
en mi vida me había sentido tan sola. Me enrosqué tanto como pude encima
de la toalla, en el suelo. Me dieron agua y comida en unos cuencos de papel.
El perro de la jaula de delante destrozó su cuenco, pero yo no lo hice.
Después de un buen rato, un hombre vino a buscarme. Me sacó de la jaula y
me puso unas tiras de tela en el hocico, así que solo podía abrir la boca un
poco. Me llevó hasta una habitación fría cuyo suelo era igual de resbaladizo.
Allí había más silencio, aunque los ladridos todavía se oían.
En esa habitación se notaba el olor de muchos perros: olor de miedo, de dolor
y de muerte. Ese era un lugar en que los perros morían. El hombre me
levantó y me puso encima de un agujero cubierto con una rejilla de metal. Me
quedé de pie, con las patas temblorosas. Intenté apretarme contra el hombre
en busca de consuelo, pero él se apartó.
Reconocí el olor de otro hombre: el tipo que había estado en la habitación el
día anterior. Le meneé la cola un poco, pero él no pronunció mi nombre.
—Vale. ¿Es la primera vez que estás aquí? —dijo el hombre que me había
llevado hasta allí.
—Bueno, no. Cargué los coches de los que recibieron la eutanasia ayer —dijo
el hombre que yo conocía.
—Vale, bueno, esta es la prueba de agresividad. Si no la pasan, tendrán poco
tiempo. Eso significa que solamente tendrán cuatro días antes de que
acabemos con ellos. Si la pasan, les damos más tiempo, si es que no estamos
abarrotados.
—¿No estáis siempre abarrotados?
—Ja, ja, sí, lo vas pillando. A veces no estamos abarrotados del todo, pero
normalmente sí lo estamos. —El otro hombre fue hacia una encimera y cogió
un cuenco lleno de comida—. Lo que voy a hacer ahora es dejar que huela
esto y luego hacer que se crea que es su comida. Después empezaré a
apartarla con esta manopla de plástico. ¿Vale? Si intenta morder la mano, eso
es agresión. Si gruñe, es agresión.
—¿Cómo sabe el perro que es una mano?
—Tiene la forma de una mano y un color parecido. Es una mano.
—Bueno, vale. Pero a mí me parece más bien un trozo de plástico.
—Pues gruñe.
Los dos hombres se rieron.
Yo no sabía qué estaba pasando, pero nunca me había sentido tan deprimida.
El hombre me puso la comida delante. Yo empecé a salivar. ¿Pensaban darme
de comer? Me sentía hambrienta. Bajé el hocico y el hombre se acercó a mí
con un gran palo.
Después de haber estado con C. J. en el coche, había aprendido que a veces
los palos podían ser malos, así que en cuanto el hombre me acercó el palo al
hocico, gruñí. Estaba demasiado asustada para hacer otra cosa.
—Vale, ya está —dijo el hombre de la comida—. Agresiva.
—Pero la dueña dijo que vendría a buscarla —objetó el otro hombre.
—Siempre lo dicen. Los ayuda a sentirse mejor. Pero, ¿sabes qué?, nunca lo
hacen.
—Pero…
—Eh, ya sé que eres nuevo, pero deberás acostumbrarte deprisa si quieres
durar aquí. Es un perro agresivo. Y ya está.
—Sí, de acuerdo.
Me llevaron de vuelta a mi jaula. Me enrosqué y cerré los ojos. Al cabo de un
rato, pude dormirme, a pesar de la fuerza de los ladridos.
Pasó un día, y luego, otro. Me sentía ansiosa y enferma. Me empezaba a
acostumbrar al ruido y a los olores, pero no me acostumbraba a estar sin mi
chica. Y cuando ladraba, lo hacía a causa del dolor que me producía la
separación.
Pasó un día más. Ese fue el peor de todos, pues parecía que mi chica me
había olvidado por completo. Necesitaba que C. J. viniera a buscarme de
inmediato.
El estruendo era tan fuerte que noté la presencia de una mujer delante de mi
jaula sin haberla oído antes. Abrió la puerta y se dio una palmada en las
rodillas. Despacio, insegura, me acerqué a ella con las orejas gachas y
meneando la cola. Ella enganchó una correa a mi collar y me llevó por delante
de las otras jaulas. Los perros aullaban y ladraban y gruñían y gemían.
La mujer me llevó hasta una puerta. Al abrirla, vi que C. J. estaba ahí.
Lloriqueando, empecé a dar saltos para lamerle la cara.
—¡Molly! —exclamó—. Oh, Molly, Molly, ¿estás bien? Lo siento mucho, Molly,
¿estás bien?
Estuvimos varios minutos abrazándonos y dándonos besos. Mi chica. Después
de todo, no se había olvidado de mí. El gran amor que emanaba de ella me
hacía sentir el corazón henchido de alegría.
C. J. me llevó hasta un coche. La seguí hasta allí, completamente feliz. Abrió la
puerta trasera, pero yo estaba tan contenta de marcharme de ahí que subí
antes de darme cuenta de por qué no iba en el asiento delantero: Gloria
estaba allí, sentada en mi sitio. Me miró. Yo meneé la cola, pues estaba tan
contenta de irme de aquel sitio en que los perros ladraban tanto que incluso
verla a ella me llenaba de alegría.
—Buena perra, buena perra —dijo C. J. mientras se sentaba ante el volante y
ponía en marcha el coche.
Fuimos hasta un sitio donde había tanto ruido como el de los perros, pero
aquí el ruido lo hacían las personas. Se oían coches, autobuses, gritos y otros
sonidos. De vez en cuando, un estruendo parecía hacer temblar el mismo aire.
C. J. sacó una caja del maletero que tenía una puerta con una reja metálica en
uno de los extremos. La abrió y me dijo:
—Entra en el transportín, Molly. —Yo la miré con expresión interrogante—.
Transportín —repitió. Bajé la cabeza y entré—. Buena perra, Molly. Este es tu
transportín.
Cuando estuve dentro, me di cuenta de que podía ver a través de la reja de
metal, pero las demás paredes de la caja eran sólidas.
—Vas a hacer un viaje en avión, Molly. Todo irá bien —dijo C. J. metiendo los
dedos por la rejilla.
Ese fue uno de los días más extraños de mi vida. A veces, el transportín se
inclinaba a un lado y a otro; al final, me pusieron en una habitación en la cual
había otro perro: lo podía oler, aunque no podía verlo. El perro empezó a
ladrar, pero yo ya no era capaz de ladrar más y solamente quería dormir. Sin
embargo, en un momento dado, la habitación se llenó de un ruido que me hizo
rechinar los dientes; el transportín vibraba y yo sentía el cuerpo pesado, como
si estuviéramos dando un paseo en coche. El perro ladraba y ladraba y
ladraba; no obstante, yo ya había soportado ladridos peores, por lo que
aquello no me inquietó lo más mínimo. La vibración me hacía sentir una gran
fatiga. Pronto me dormí.
Después de un buen rato de balanceo y vibración, me encontré en un lugar
lleno de personas y donde había el mismo ruido que antes. C. J. apareció y
abrió el transportín: salí disparada. Me sacudí, lista para divertirme. C. J. me
llevó fuera, hasta una zona con hierba, para que hiciera mis necesidades. Allí,
la combinación de aromas que flotaban en el aire frío me informó de que
estábamos cerca de casa. Meneé la cola de felicidad.
Un hombre nos condujo de paseo en coche. Gloria se puso a su lado, y C. J. se
sentó conmigo. Feliz de estar con ella de nuevo, quería sentarme en el regazo
de C. J., pero cuando lo intenté, ella se rio y me apartó.
Cuando llegamos a casa, vi a Trent. ¡Y también Rocky! Salí disparada del
coche y corrí hasta mi hermano. Él me olisqueó de arriba abajo, oliendo —sin
duda— todos los perros y las personas con que me había encontrado desde la
última vez que lo había visto. Luego estuvimos jugando a luchar y con la
nieve, pero yo todavía me sentía muy insegura y no permitía que Rocky me
llevara muy lejos de C. J., que estaba sentada en los escalones, con Trent.
—Ha sido… una aventura, eso seguro —dijo C. J.—. Debo decir que la próxima
vez que vaya a California me alojaré en un lugar que tenga ducha. El Ford no
tiene.
—¿Qué le ha pasado al Ford?
—Dios, Gloria me ha obligado a venderlo. Se supone que tenía demasiada
independencia: esta es la nueva teoría. Que me escapé de casa por culpa de la
independencia. Además, quiere que vaya a ver a un psicólogo. Está
convencida de que alguien que no quiera vivir con ella debe estar loco.
—¿Cómo fue? Cuando apareció, quiero decir.
—¿Quieres saberlo? Gloria en estado puro. Apareció ante el mostrador de esa
mujer y le dijo: «Gracias a Dios, gracias a Dios». Y también le dio las gracias a
todo el personal por haber cuidado de su «pequeña». Creo que pensaba que le
darían un premio o algo: la madre del año. Y luego, cuando subimos al coche,
me preguntó si me quería ir a dar una vuelta con ella para ver las casas de los
famosos.
Rocky había intentado varias veces que me lanzara a perseguirlo por el patio,
pero ahora había desistido: se había tumbado de espaldas, mostrándome el
cuello para que se lo mordisqueara. C. J. alargó una mano y me acarició. Era
maravilloso estar en casa.
—Así que me soltó ese rollo y me dijo que ya había llegado a un acuerdo con
un vendedor para que se deshiciera del coche, que estaba retenido, supongo.
Y luego fuimos a comer al Ivy, que es el restaurante donde se supone que se
pueden ver a todas las estrellas de cine. Me dijo que estaba decepcionada
conmigo y que ella quería mucho a su madre; luego me preguntó si quería
probar su vino, porque en California el vino es tan bueno como en Francia. En
un restaurante… y quiere darle vino a una menor… Después fuimos a recoger
a Molly y volamos en primera clase: estuvo todo el trayecto flirteando con el
auxiliar de vuelo. Como él le había preguntado varias veces si quería más
vino, ella estaba convencida de que estaba loco por ella, a pesar de que el
chico tendría apenas unos veinticinco años y estaba claro que no le iban las
mujeres.
—¿Y con Molly?
—Bueno, esa es la cuestión, ¿verdad? Le dije que si alguna cosa le sucede a
Molly, voy a escribir un libro contando por qué me vi obligada a escapar; que
mi madre es una maltratadora de perros y que me voy a autopublicar y que
haré una gira nacional con el libro. Eso le ha dado algo en que pensar.
Rocky y yo habíamos dejado de luchar cuando oí mi nombre. Ahora, él había
dado un salto intentando subirse a mi grupa.
—Rocky, para —dijo Trent.
Mi hermano se bajó de mi grupa y se acercó a Trent en busca de aprobación.
—Vamos a dar un paseo —dijo C. J. poniéndose en pie.
Nos pusieron las correas y salimos por la puerta lateral a la calle. ¡Era tan
fantástico salir a dar un paseo!
—Oh, y luego me dijo que Shane era de gran ayuda, que era el único que le
había dicho que yo estaba en Los Ángeles. ¡Y eso que yo le conté lo chalado
que está! Hablan por teléfono y seguro que incluso le ríe las gracias.
—He estado buscándote, ¿sabes? Quiero decir, por Internet, estaba mirando
los posts , todo lo que pudiera tener tu nombre.
—Debería haber llamado. Lo siento. Solo es que… no ha sido de las mejores
épocas para mí.
—Pero encontré una cosa mientras buscaba —dijo Trent.
—¿El qué?
—En realidad, sería más bien lo que no he encontrado. Es que me di cuenta
de que, ¿sabes la inmobiliaria en que tu madre tiene la oficina? Tiene su foto
ahí, pero no tiene ninguna lista de propiedades a la venta asignada.
—¿Es su foto glamurosa? Detesto esa foto.
—Sí, creo que sí. Está totalmente desenfocada.
—Pues ella está convencida de que alguien verá esa foto y le ofrecerá un
supercontrato.
—En la página se pueden ver las ventas de hasta tres años atrás. El nombre
de tu madre no está en ninguna de ellas.
—¿Y eso qué significa?
—Supongo que significa que, durante los tres últimos años, tu madre no ha
vendido ni ha tenido asignada ninguna casa.
—Estás bromeando.
—No. Puedes comprobarlo tú misma.
—No tenía ni idea. Ella nunca ha dicho nada sobre eso.
Rocky se puso tenso. Enseguida me di cuenta del motivo: una ardilla había
salido a la calle y se había quedado inmóvil, mirándonos, probablemente
paralizada por el miedo. Clavando las patas en la nieve, ambos tiramos de las
correas y la ardilla salió disparada hacia un árbol y trepó a él. C. J. y Trent
permitieron que nos acercáramos al árbol. Rocky apoyó las patas delanteras
en el tronco y ladró para hacerle saber a la ardilla que la hubiéramos
atrapado si de verdad hubiéramos deseado hacerlo.
Entonces una mujer nos saludó a nuestras espaldas.
—Hola.
Levanté el hocico. Por el olor, supe que ya nos habíamos encontrado antes,
aunque no estaba segura de dónde.
—Hola, Sheryl —dijo C. J.—. Este es mi amigo Trent.
La mujer se agachó y nos alargó la mano a Rocky y a mí para que la
oliéramos. Llevaba puesto un guante que tenía un olor delicioso, pero ya sabía
que no era conveniente cogerlo con la boca.
—Hola, Trent. Hola, Molly.
—Nos conocimos en la fiesta de Navidad —dijo Trent.
—Sí, claro —repuso Sheryl.
—Ajá —hizo C. J. Ella y Trent se miraron—. Sheryl, en la fiesta, cuando Molly
hizo la señal… No lo sabíamos. Quiero decir…
La mujer se enderezó.
—Había… un bulto. Pero era muy pequeño, y yo estaba muy ocupada. Lo
hubiera estado posponiendo de no haber sido por Molly.
Meneé la cola.
—Lo detectamos a tiempo, según dice mi médico. Así que… —La mujer soltó
una carcajada—. Llamé a tu madre y se lo conté. ¿No te dijo nada?
—No, no lo mencionó. Pero he estado… de viaje.
La mujer se agachó y me dio un beso. Meneé la cola mientras Rocky metía la
cabeza en medio.
—Gracias, Molly —dijo la mujer—. Me has salvado la vida.
Al llegar a casa, Trent y Rocky se marcharon. C. J. y yo entramos. Había una
habitación en la cual yo no entraba nunca porque era el lugar donde Gloria se
sentaba a mirar papeles. Fuimos hasta allí. No había nada de comida ni
ningún juguete, así que no tenía ni idea de por qué nos interesaba ese cuarto.
C. J. abrió unos cajones y miró unos papeles mientras yo me enroscaba y
consideraba la posibilidad de echar una cabezada.
—Oh, no —dijo C. J. en voz baja.
Oí que pronunciaba la palabra «no», pero no creía haber sido una perra mala.
De repente, C. J. se puso en pie y salió al pasillo. Estaba enfadada y empezó a
dar golpes en el suelo con los pies.
—¡Gloria! —gritó.
—¡Estoy aquí!
Fuimos hasta su habitación. Estaba sentada en una silla, delante del televisor.
—¿Qué es esto? —preguntó C. J. levantando la voz y agitando unos papeles
que tenía en la mano.
Gloria la miró entrecerrando los ojos y soltó un suspiro.
—Ah, eso.
—¿Nuestra casa tiene una sentencia hipotecaria?
—No lo sé. Todo es tan complicado.
—Pero… dice que tenemos seis meses de retraso. ¡Seis meses! ¿Es cierto?
—No puede ser. ¿Tanto tiempo hace?
—Gloria, dice que ya ha empezado el proceso de sentencia hipotecaria. ¡Si no
hacemos algo, perderemos la casa!
—Ted dijo que podía prestarme algo de dinero —respondió Gloria.
—¿Quién es Ted?
—Ted Peterson. Te caerá bien. Parece un modelo masculino.
—¡Gloria! En tu escritorio hay un montón de facturas que ni siquiera has
abierto.
—¿Has estado revolviendo mi escritorio?
—Vamos retrasadas en los pagos de la casa. ¿Crees que no tengo derecho a
saberlo?
—La oficina es mi espacio privado, Clarity.
Mi chica parecía cada vez menos enfadada. Se dejó caer en una silla y los
papeles cayeron al suelo. Los olisqueé.
—Bueno, vale —dijo C. J.—. Creo que tendremos que echar mano del dinero de
papá.
Gloria no dijo nada. Continuaba mirando la televisión.
—Gloria, ¿me estás escuchando? Siempre has dicho que hay una previsión de
dinero por si necesitamos algo de verdad, como una operación o algo. Yo diría
que perder la casa cuenta como necesidad.
—¿Y por qué crees que vamos retrasadas en los pagos?
—¿Disculpa?
—Ahí no había dinero suficiente. Tu padre debería haber contratado un
seguro de vida más completo, pero nunca fue muy planificador.
C. J. se había quedado muy quieta; podía oír el latido de su corazón. Le di un
golpe de hocico en la mano, preocupada, pero no me hizo caso.
—¿Qué estás diciendo? ¿Estás diciendo que cogiste el dinero? ¿El dinero de
papá? ¿Mi dinero? ¿Cogiste mi dinero?
—Nunca ha sido tu dinero, Clarity. Era el dinero que tu padre dejó para que
pudieras vivir. Todo el dinero que he gastado ha sido por ti. ¿Cómo crees que
he pagado tu comida, la casa? ¿Y los viajes, el crucero?
—¿El crucero? ¿Has arrasado el fondo para que pudiéramos irnos de crucero?
—Algún día serás madre y lo comprenderás.
—¿Y qué me dices de tus cosas, Gloria? ¿Qué me dices de tus coches, de tu
ropa?
—Bueno, evidentemente debo tener ropa.
C. J. se puso en pie de un salto. Estaba tan rabiosa que me puse rígida y me
asusté.
—¡Te odio! ¡Te odio! ¡Eres la persona más despreciable del mundo! —chilló.
Llorando, salió corriendo por el pasillo y yo fui tras ella. Recogió unas cuantas
cosas de la encimera de la cocina, salió por la puerta, fue hasta el coche de
Gloria y abrió la puerta. Salté dentro: ¡asiento delantero!
C. J. continuaba llorando mientras conducía por la calle. Yo miraba por la
ventana, pero no vi a la ardilla que habíamos perseguido antes. C. J. tenía una
mano al lado de la oreja, sujetando el teléfono.
—¿Trent? Oh, Dios mío, Trent, Gloria se ha gastado todo mi dinero. Mi dinero.
¡El seguro de papá ha desaparecido! Dice que lo ha hecho por mí, pero es
mentira, se fue de vacaciones y se compró cosas y lo hizo con mi dinero. Oh,
Trent, era el dinero para la universidad, era mi… Oh, Dios.
La tristeza de C. J. era sobrecogedora. Me puse a gemir y apoyé la cabeza en
su regazo.
—No, ¿qué? No, me he ido. Estoy conduciendo. ¿Qué? No, no he robado el
coche, no es suyo, lo ha comprado con mi dinero —gritó C. J.
Se quedó callada un momento. Se secó las lágrimas.
—Lo sé. ¿Puedo ir a tu casa? Estoy con Molly.
Meneé la cola.
—Un momento —dijo C. J.
Se quedó callada, el cuerpo quieto; otra emoción la embargó completamente:
el miedo.
—Trent, es Shane. Está justo detrás de mí.
C. J. se giró y luego volvió a mirar hacia delante. Noté una pesadez en el
cuerpo que significaba que había acelerado el coche.
—No, estoy segura. ¡Me está siguiendo! ¡Te volveré a llamar!
C. J. tiró el teléfono a mi asiento, donde rebotó y cayó al suelo, delante de mí.
Lo miré, pero decidí no bajar para olisquearlo.
—Sujétate, Molly —dijo C. J.
Me costaba no dar tumbos. Oí el claxon de un coche. El automóvil giró y caí al
suelo. De repente, nos detuvimos y luego volvimos a arrancar. Tomamos otra
curva.
C. J. inspiró profundamente.
—Vale, vale, creo que se ha ido, Molly —dijo.
Se inclinó hacia delante para recoger el teléfono. En ese momento algo me
golpeó con tal fuerza que estuve a punto de perder el sentido. Oí gritar a C. J.
y un dolor agudo me recorrió todo el cuerpo y no pude ver nada. Sentí que
caíamos.
Tardé un momento en comprender lo que estaba pasando. Ya no estaba en el
asiento delantero. Me encontraba sobre el techo del coche, en la parte
interior. C. J. estaba encima de mí, en el asiento.
—Oh, Dios, Molly, ¿estás bien?
Notaba sabor de sangre en la boca. Además, no podía menear la cola ni mover
las piernas. C. J. se desabrochó el cinturón de seguridad y se acercó.
—¡Molly! —gritó—. ¡Oh, Dios, Molly, por favor, no puedo vivir sin ti, por favor,
Molly, por favor!
Sentía su terror y su tristeza; deseaba consolarla, pero lo único que podía
hacer era mirarla. Ella puso las manos alrededor de mi cara. Era muy
agradable sentir su contacto en mi pelaje.
—Te quiero, Molly. Oh, Molly, lo siento, oh, Molly, oh, Molly —decía.
De repente, ya no la podía ver y oía su voz muy distante.
—¡Molly! —volvió a gritar.
Sabía qué estaba sucediendo. Notaba la oscuridad invadiéndolo todo a mi
alrededor. Recordé haber estado con Hannah, el último día que me llamé
Chico. Y, mientras me iba, pensé en Clarity de pequeña y deseé que
encontrara un perro que cuidara de ella.
Entonces, con un sobresalto, me di cuenta de una cosa: yo había sido ese
perro.
19
LAS OTRAS VECES, siempre que las cálidas y suaves oleadas me mecían y
arrastraban lejos mi dolor, me había dejado llevar por la corriente, flotando
sin dirección. Y cada renacimiento había sido una sorpresa para mí, pues
siempre creía que ya había cumplido mi misión, que ya había realizado mi
propósito de vida.
Pero esta vez no fue así. Mi chica tenía problemas y yo debía regresar con
ella. Cuando las oleadas aparecieron y dejé de sentir las patas y el pelaje, hice
un esfuerzo consciente para que mis patas volvieran a responderme. Quería
renacer.
Así pues, cuando recuperé la conciencia, sentí un gran alivio. Tenía la
sensación de haber estado dormido durante menos tiempo que las otras
veces, lo cual era bueno. Ahora solamente debía hacerme lo bastante alto y
fuerte para encontrar de nuevo a C. J. y ser su perro.
Mi madre era de un color marrón claro, al igual que mis dos hermanas, que ya
buscaban con determinación alimentarse. Cuando empecé a distinguir los
sonidos, lo primero que oí fueron ladridos de perro. De muchos perros.
Me encontraba, otra vez, en un lugar lleno de perros que ladraban. Al cabo de
un rato, el escándalo pasó a formar parte del paisaje sonoro y dejé de oírlo.
Mientras la luz todavía fuera borrosa y mis miembros fueran débiles, lo único
que podía hacer era dormir y comer. Pero recordaba qué era lo que debía
hacer, sabía cómo avanzar hasta mi madre y que debía frenar la impaciencia
que producía mi debilidad.
Había dos mujeres cuyas voces oía de vez en cuando, cuya presencia también
notaba a veces. Y siempre que venían, el cuerpo de mi madre se ponía a
temblar con el movimiento de su cola: lo notaba mientras mamaba de ella.
Sin embargo, cuando mi visión se hizo más clara y pude ver a una de esas
mujeres, me quedé conmocionada. La que se agachaba sobre nosotros era
una mujer gigantesca.
—Qué monadas —dijo—. Buena perra, Daisy.
Mi madre movió la cola, pero yo miraba fijamente a esa enorme mujer,
parpadeando para poder verla bien. Ella acercó la mano para acariciar a mi
madre y me encogí de miedo: esa mano era terriblemente grande, más grande
que yo, más grande que la cabeza de mi madre.
Mientras crecía, me limitaba a observar a mis hermanas cuando se afanaban
por saludar a la mujer gigante cada vez que ella se acercaba a la jaula. Yo me
quedaba a un lado, temeroso; ni siquiera seguía a mi madre cuando se
acercaba para recibir caricias. ¿Por qué mis hermanas no tenían miedo?
Un día, la mujer me cogió. Sus manos me cubrían por completo; le gruñí, a
pesar de que sus fuertes dedos me hacían sentir atrapado.
—Hola, Max. ¿Eres un perro fiero? ¿Vas a ser un perro guardián?
Entonces otra mujer gigante se acercó para verme. También le gruñí.
—Puede que el padre sea un yorkshire terrier —dijo.
—Desde luego, parece una mezcla de chihuahua y yorkshire —repuso la
mujer, que me sostenía entre las manos.
Pronto supe que se llamaba Gail. Era la persona que más tiempo pasaba
conmigo de entre todas las que había en ese lugar.
Me llamaron Max; mis hermanas eran Abby y Annie. Siempre que jugaba con
ellas tenía la sensación de que tendría que estar buscando a C. J. Pero las
otras veces había sido ella la que me había venido a buscar a mí cuando yo
estaba en un lugar lleno de perros, así que, probablemente, no me quedaba
otra que esperar. Y ella aparecería. Mi chica siempre aparecía.
Cierto día, nos llevaron a Abby, a Annie y a mí a un pequeño cercado donde
había más perros. Todos eran cachorros, y corrieron a saludarnos. Eran
demasiado jóvenes para saber que no se deben tocar los hocicos directamente
ni se debe saltar encima de otro perro sin parar. Desdeñoso, me aparté de
uno de ellos, que me estaba acosando. Intenté no hacer caso de su lengua y
me moví para demostrarle que lo primero que había que hacer era
olisquearnos educada y mutuamente los genitales.
Me di cuenta de que había más perros en otros cercados; cuando miré hacia
ellos, me llevé una sorpresa: ¡también eran enormes! ¿Qué lugar era ese en
que los perros y las personas eran monstruos gigantescos? Me acerqué a la
valla que nos separaba para oler a un perro blanco que era diez veces más
grande que mi madre. El perro bajó la cabeza. Nos olisqueamos a través de la
valla y luego me aparté, ladrando, para hacerle saber que no tenía miedo
(aunque, por supuesto, sí lo tenía).
—No pasa nada, Max. Ve a jugar —me dijo Gail, la gigante.
Aparte de cuando estábamos en el cercado, no íbamos nunca sin correa. Un
día, me llevaban de vuelta a mi jaula por un pasillo repleto de jaulas con
perros cuando vi a uno que se parecía un poco a Rocky: el mismo gesto
ansioso de la cabeza, las mismas patas delgadas. Sabía que no era Rocky,
pero el parecido era tan notable que me detuve. Pero ese perro, al igual que
muchos de los que había en ese lugar, era gigantesco.
Y entonces fue cuando se me ocurrió: no era que las personas y los perros
fueran enormes, sino que yo era muy pequeño. ¡Me había convertido en un
perro diminuto!
Por supuesto, ya me había encontrado con perros diminutos antes, pero
nunca había pensado en cómo resultaría ser uno de ellos. Siempre había sido
un perro grande, porque las personas siempre necesitan la protección que un
perro grande les puede dar. ¡Y, desde luego, C. J. la necesitaba! Recordé la
vez en que me encontraba en el coche con ella y ese hombre intentó entrar y
golpeó la ventanilla con un palo y yo lo ahuyenté gruñéndole. ¿Un perro
diminuto podría hacer eso?
Decidí que sí. Si volvía a suceder, podría gruñir para que el hombre supiera
que, si abría la puerta, lo mordería. Luchar con perros diminutos me había
enseñado que tienen los dientes muy afilados. Solo debería convencer a los
hombres malos de que estaría dispuesto a clavarles los míos en las manos.
Eso impediría que entraran en el coche.
De vuelta en el cercado, observé a Abby y a Annie jugar. Ellas me miraban.
Naturalmente, buscaban el liderazgo en mí, pues era evidente que yo era el
perro con mayor experiencia. O, por lo menos, eso es lo que deberían haber
hecho cuando quise unirme a su juego. Pero, en lugar de someterse, ellas se
unieron contra mí. Y esa era otra de las cosas que había aprendido con el
tiempo: normalmente, los perros pequeños acababan tumbados de espaldas e
inmovilizados. Debería esforzarme mucho para demostrar que, aunque fuera
pequeño, no me iba a dejar pisotear por los demás.
Así que, la siguiente vez que nos llevaron a los cercados, puse en práctica mi
decisión. Les iba a dejar claro que, fuera cual fuera su tamaño, yo era el perro
de referencia. Por tanto, cuando un perro negro y marrón cuyas patas y orejas
eran más grandes que él —y que, por tanto, algún día sería tan grande como
Rocky— intentó vencerme con la superioridad de su peso, me colé por entre
sus patas delanteras y lo perseguí amenazándolo con mis afilados dientes
hasta que se tumbó de espaldas y se rindió sumisamente.
—Sé bueno, Max —me dijo Gail.
Sí, me llamaba Max, y era un perro al que había que tener en cuenta.
Un día, después de mamar, nos pusieron en unas jaulas y nos llevaron a dar
un paseo en coche hasta unos cercados exteriores. Dejaron a nuestra madre
en una caseta separada de nosotros, lo cual intranquilizó a Abby y a Annie,
pero no a mí. Yo sabía lo que iba a suceder. Era el momento en que venían
personas y los cachorros se iban a casa con ellas.
Los cercados no tenían suelo, estaban directamente sobre la tierra. Deseaba
revolcarme por la hierba y disfrutar del sol. Pero me quedé perplejo al
percibir los olores y los sonidos. Había un ruido constante; no eran ladridos,
sino una especie de rugido mecánico y unos chirridos que yo ya había sufrido
el día en que C. J. me puso en el transportín de plástico, después de
recogerme del lugar en que los perros ladraban tanto, al lado del mar. Y los
olores: coches, perros, personas, agua, hojas, hierba y, por encima de todo
eso, comida. Enormes ráfagas de olores me envolvían. Esa cantidad de
estímulos nos dejaron deslumbrados tanto a Abby y a Annie como a mí. Nos
quedamos quietos, con los hocicos al viento, recibiendo todos esos aromas.
Muchas personas vinieron a vernos al cercado. Algunas se quedaban un buen
rato jugando con los cachorros.
—¡Mira qué cachorros! —decían al vernos a mis hermanas y a mí.
Abby y Annie corrían hacia ellas con gran entusiasmo y amor, pero yo siempre
me apartaba. Estaba esperando a C. J.
Dos hombres se arrodillaron a nuestro lado y pusieron los dedos a través de la
valla. Gail se acercó para hablar con ellos.
—Creemos que tienen algo de yorkshire. Su madre es la chihuahua que está
ahí.
Gail abrió la verja. Abby y Annie salieron atropelladamente. Los dos hombres
rieron, encantados. Yo me quedé al fondo del cercado con la cabeza gacha.
Esa fue la última vez que vi a mis hermanas. Me alegró que esos dos hombres
—que, evidentemente, eran muy buenos amigos— se las llevaran juntas. Así
Abby y Annie podrían verse, igual que en su momento nos había pasado a
Rocky y a mí.
—No te preocupes, Max. Encontrarás un hogar —me dijo Gail.
Unos días después regresamos a ese mismo lugar. Y, en esa ocasión, mi
madre y otro perros se fueron con otras personas. La puerta de mi cercado se
abrió tres veces. Y las tres veces yo me agaché en el suelo y gruñí cuando
intentaron cogerme.
—¿Qué le pasa? ¿Recibió malos tratos? —le preguntó un hombre a Gail.
—No, nació en el centro. No lo sé. Max es… poco sociable. Tampoco juega con
los demás perros. Creo que es como quien se queda en casa y no recibe
muchas visitas.
—Bueno, pues no es como yo —dijo el hombre soltando una carcajada.
El hombre, al final, se fue con un perro blanco.
Al cabo de un rato, otro hombre se acercó a Gail.
—¿Ha habido alguien interesado en Max? —preguntó.
Lo miré con actitud de súplica, pero él no hizo ningún gesto de abrir la puerta
para que yo pudiera ir en busca de C. J.
—Me temo que no —respondió Gail.
—Tendremos que ponerlo en la lista, pues.
—Lo sé.
Me estaban mirando. Con un suspiro, me tumbé sobre la hierba. Supongo que
tendría que esperar un poco más.
—Bueno, quizá tengamos suerte. Al menos eso espero —dijo el hombre.
—Yo también —repuso Gail.
Parecía triste. La miré un momento antes de apoyar la cabeza sobre las patas.
Y entonces, en esa tarde despejada y cálida, en medio del estruendo de los
coches y de las máquinas que vibraban, en mitad de los olores de
innumerables perros y personas, vi a una mujer que caminaba por la calle. Me
puse en pie para verla mejor. Había algo en su actitud, en la manera de
caminar, en el pelo y en la piel…
Caminaba deprisa con un perro enorme al lado. No era enorme porque lo
comparara conmigo, sino porque era el más grande que había visto jamás. Me
recordó al asno que vivía en la granja, tantos años atrás: era igual de grande,
con un cuerpo delgado y una cabeza enorme. Cuando la mujer se acercó, el
viento me trajo su olor.
Por supuesto, era C. J.
Me puse a ladrar. Mis ladridos resultaban frustrantemente débiles en medio
de todo aquel ruido. Conseguí que el perro gigante me mirara un momento,
pero C. J. ni siquiera dirigió la mirada en mi dirección. Frustrado, la observé
alejarse por la calle hasta desaparecer.
¿Por qué no se había detenido a mirarme?
Al cabo de unos días, estaba otra vez en el cercado, en la misma zona de
hierba. Y precisamente a la misma hora, apareció C. J., otra vez con el mismo
perro. Ladré y ladré, pero ella no me vio.
—¿Por qué ladras, Max? ¿Qué has visto? —me preguntó Gail.
Meneé la cola. ¡Sí, déjame salir, debo correr tras C. J.!
El mismo hombre se acercó a Gail, pero yo estaba concentrado en C. J., que se
alejaba.
—¿Qué tal va Max? —preguntó.
—No muy bien, me temo. Esta mañana le ha dado un mordisco a una niña.
—Me parece que, aunque lo diéramos en adopción, no creo que haya nadie
sea capaz de manejarlo —dijo el hombre.
—Eso no lo sabemos. Si se le ofrece un entorno mejor, quizá esté bien.
—Bueno, a pesar de todo, Gail, ya sabes lo que pienso.
—Ya.
—Si no le aplicamos la eutanasia, acabaremos con un montón de perros
inadoptables y no podremos hacer nada por ellos.
—¡No ha mordido a nadie!
—Has dicho que ha dado un mordisco.
—Lo sé, pero… Es muy dulce, quiero decir que, en el fondo, creo que es un
perro fantástico.
Me pregunté qué significaba que C. J. tuviera un perro al lado. ¿Era su perro?
Todo el mundo necesita un perro. Y sobre todo ella, pero ¿por qué necesita a
un perro tan grande? La verdad era que allí había mucha más gente que en
cualquier otra parte en que habíamos vivido, así que quizá necesitara un
perro grande como ese para que la protegiera en caso de que alguien
intentara entrar en su coche en medio de la lluvia nocturna. Pero estaba claro
que ese perro no sería capaz de proteger a mi chica tan bien como yo. Solo yo
conocía a C. J. desde que era niña.
—Te diré lo que vamos a hacer —le dijo el hombre a Gail—. Le daremos otra
oportunidad a Max en la próxima feria de adopción. ¿Cuándo es? ¿El martes?
Pues una más. Quizá tengamos suerte. Pero sabes que ya se ha rebasado el
tiempo establecido.
—Sí —exclamó Gail—. Pobre Max.
Esa noche pensé en C. J. Había crecido y llevaba el pelo más corto. Aun así, la
reconocía. Uno no se pasa horas y horas mirando a una persona para, luego,
olvidar qué aspecto tiene, aunque haya cambiado un poco. Además, a pesar
de que en ese lugar estaba envuelta en un montón de aromas, todavía podía
detectar su olor.
La siguiente vez que me llevaron a ese cercado al aire libre, hacía un día
nublado. Gail se puso al otro lado de la valla y se inclinó para hablar conmigo.
—Ya está, Max. Es tu último día. Lo siento mucho, pequeño. No tengo ni idea
de qué debe de haberte pasado para que seas tan agresivo. Sigo creyendo que
eres genial, pero no puedo tener perros en mi apartamento. Ni siquiera un
cachorro tan pequeño como tú. Lo siento mucho mucho.
No esperaba ver a C. J. hasta el final del día; sin embargo, al cabo de media
hora de estar allí, la vi. Llevaba dos bolsas y caminaba sola, sin ningún perro
grande al lado. Al verla, ladré. Ella se giró y me vio. ¡Me miró directamente a
los ojos! Pareció que aminoraba el paso un segundo para echar un vistazo a
las jaulas y a la gente desde el otro lado del cristal. Pero entonces,
inexplicablemente, continuó andando.
¡Me había mirado directamente a los ojos! Me puse a gemir y luego a llorar
mientras rascaba la valla. Gail se acercó.
—Max, ¿qué sucede?
Yo continuaba mirando a C. J. y ladraba con todas mis fuerzas. No podía
reprimir el dolor. Me sentía tan frustrado. Oí que se abría la puerta de la jaula
y Gail se inclinó hacia mí y me puso la correa.
—Ven, Max —dijo.
Lancé una dentellada hacia ella, tan cerca de sus dedos que casi pude notar el
sabor de su piel. Gail reprimió una exclamación y se apartó, dejando caer la
correa. Salí por la puerta abierta y corrí tras C. J. arrastrando la correa por el
suelo.
¡Qué alegría estar por fin al aire libre corriendo tras mi chica! ¡Qué día tan
fantástico!
La vi cruzar la calle, así que pasé a toda velocidad por delante de los coches.
Se oyó un potente chirrido y un camión enorme y muy alto se detuvo justo
delante de mí, pero fui capaz de salir de debajo de esa mole sin siquiera tener
que agacharme. Esquivé otro coche y conseguí llegar al otro lado. C. J. estaba
a unos cuantos metros de mí y giraba por una calle.
Aceleré todo lo que pude. Un hombre abrió la puerta de un edificio muy alto y
C. J. entró. Arrastrar la correa me hacía ir un poco más despacio, pero giré la
esquina y conseguí cruzar la puerta de cristal antes de que se cerrara.
—¡Eh! —gritó el hombre.
Me encontraba en una habitación grande con el suelo resbaladizo. Esquivé al
tipo, buscando a C. J. Y la vi: estaba de pie dentro de una cosa que parecía un
armario con una luz arriba. Feliz, corrí hacia ella haciendo ruido con las uñas
al rascar el suelo.
C. J. bajó la mirada y me vio. Las puertas de esa cosa empezaron a juntarse.
De un salto, me metí dentro y apoyé las patas delanteras en sus piernas,
lloriqueando.
La había encontrado, había encontrado a mi chica.
—¡Oh, Dios mío! —dijo C. J.
De repente, noté un tirón de la correa.
—¡Estás atrapado! ¡Oh, Dios! —gritó.
Dejó caer las bolsas. Al impactar contra el suelo, hicieron mucho ruido y
desprendieron un fuerte olor de comida. C. J. quería cogerme, pero yo no
podía llegar hasta ella. La correa tiraba de mí hacia atrás.
—¡Oh, no! —chilló C. J.
20
C. J. SE TIRÓ AL SUELO y empezó a buscar con las manos en mi cuello
mientras yo iba resbalando hacia atrás sin poder hacer nada.
El collar me apretaba tanto que me impedía respirar. Ella estaba aterrorizada
y gritaba:
—¡No! ¡No!
La correa tiraba de mí irremediablemente y me encontré apretado contra la
pared que tenía a las espaldas. Entonces oí un chasquido y el collar se me
soltó. Caí al suelo y oí un chirrido. De repente, hubo un temblor y las puertas
se abrieron un poco. El collar desapareció.
—Oh, cachorrito —exclamó C. J. Me cogió en brazos y yo le lamí la cara. Era
maravilloso sentirme entre sus brazos otra vez, sentir el sabor de su piel y
oler su familiar aroma—. ¡Hubieras podido morir delante de mí!
También percibí el olor de perros y de un gato. Y, por supuesto, el fuerte olor
de los líquidos que goteaban de las bolsas que había dejado caer al suelo.
Cuando las puertas se abrieron, la seguí por un pasillo enmoquetado. A
medida que avanzábamos, el olor de perro se hizo más fuerte. Al final, nos
detuvimos ante una puerta. C. J. metió algo en ella y la abrió.
—¡Duke! —llamó mientras le daba un empujón a la puerta con la cadera para
cerrarla.
Oí al perro antes de verlo: era el enorme perro que ya había visto caminando
con C. J. Era blanco y gris, con unas manchas negras en el pecho que, juntas,
eran más grandes que mi madre. Al verme, se detuvo en seco con la cola
levantada.
Puesto que yo estaba ahí para cuidar de C. J., fui directamente hacia él. El
perro bajó la cabeza y yo le gruñí. No pensaba ceder ni un milímetro.
—Sé amable —dijo C. J.
Ni siquiera podía elevarme lo suficiente para olisquearle como era debido. Él
intentó hacerlo conmigo, pero lancé una dentellada al aire a modo de
advertencia.
C. J. estuvo unos minutos en la cocina mientras el perro gigante y yo dábamos
vueltas el uno alrededor del otro, tensos. Yo notaba olor a gato y sabía que
había uno viviendo allí, pero no lo veía por ninguna parte. Al final, C. J. salió
de la cocina limpiándose las manos con un trapo y me cogió en brazos.
—Vale, cachorro, vamos a ver si averiguamos de quién eres.
Bajé la vista, con desdén, hacia el perro grande, que me miraba con expresión
desolada. Quizá él se fuera de paseo con C. J., pero ella nunca lo cogería en
brazos para abrazarlo.
Salimos fuera y fuimos hasta la misma habitación pequeña en que nos
habíamos encontrado; luego me llevó por un pasillo hasta unas puertas de
cristal que daban fuera. El hombre que me había gritado antes estaba allí.
—Hola, señorita Mahoney. ¿Este perro es suyo? —preguntó.
—¡No! Pero casi se estrangula en el ascensor. David, me temo que he dejado
caer una botella de vino para salvar a este pequeño; se ha vertido un poco en
el suelo del ascensor.
—Me ocuparé de ello ahora mismo.
El hombre alargó una mano enguantada hacia mí, pero yo le solté un gruñido
de advertencia, pues no sabía si quería tocarme a mí o a C. J. Y nadie tocaría a
C. J. mientras yo estuviera a su lado. Él apartó la mano dando un respingo.
—Valiente —dijo.
Me llamaba Max, no Valiente. Lo ignoré.
C. J. me llevó calle abajo. Alarmado, empecé a notar los olores de los cercados
exteriores de los perros. Me retorcí entre sus brazos, intentando escapar.
—Hola, creo que es uno de sus perros —dijo mi chica mientras yo le apoyaba
la cabeza en el hombro y le lamía la oreja.
—¡Es Max! —exclamó Gail a mis espaldas.
—Max —dijo C. J.—. Es un encanto. Corrió hasta el ascensor de mi edificio
como si viviera allí. La correa se enganchó en las puertas y temí que acabara
estrangulado.
Ella me estaba acariciando. Y yo metí la cabeza en el hueco de su cuello. No
quería regresar a ese sitio de perros ladradores. Quería estar justo donde
estaba en ese preciso momento.
—Es un amor de perro —dijo C. J.
—Nadie ha dicho nunca que Max es un amor de perro —dijo Gail.
Le di un lametón a C. J. en la cara y miré de reojo a Gail, meneando un poco la
cola para que supiera que ahora estaba contento y que ella podía continuar
cuidando de los otros perros.
—¿Qué raza es?
—Su madre es chihuahua. Creemos que el padre es yorkshire.
—¡Max, eres un chorkshire! —C. J. me sonrió—. Bueno. ¿Dónde se lo dejo?
Gail me miraba. Luego levantó la vista hacia C. J. y dijo:
—¿La verdad? No quiero que lo ponga en ninguna parte.
—¿Perdón?
—¿Tiene perro?
—¿Qué? No, no puedo. Quiero decir, soy cuidadora de perros.
—Así que le gustan los perros.
C. J. se rio.
—Bueno, claro. ¿A quién no le gustan los perros?
—Se sorprendería de saberlo.
—La verdad, ahora que lo dice, sí conocí a una persona a la que no le
gustaban los perros.
C. J. empezó a apartarme con suavidad de su cuello, contra el cual me había
apretado con toda mi fuerza.
—Es evidente que Max está encantado con usted —señaló Gail.
—Es un encanto.
—Le van a practicar la eutanasia mañana por la mañana.
—¿Qué?
Noté que los dedos de C. J. se crispaban sobre mi cuerpo a causa de una
sorpresa. Dio un paso hacia atrás.
—Lo siento. Sé que…, sé que suena brutal. En este centro no matamos a los
animales.
—¡Eso es horrible!
—Sí, desde luego que lo es. Hacemos todo lo que podemos para darlos en
adopción y no tener que matarlos. Pero están a tope, estamos a tope, y cada
día llegan perros nuevos. Normalmente podemos colocar a los cachorros,
pero Max nunca ha sido cariñoso con nadie y ya ha pasado el tiempo
asignado. Necesitamos el espacio.
C. J. me apartó un poco y me miró. Tenía los ojos húmedos.
—Pero… —empezó a decir.
—Hay otros perros que necesitan ayuda. La ayuda que prestamos es como un
río: debe continuar fluyendo. Si no, morirían muchos más perros.
—No lo sabía.
—Max nunca ha sido cariñoso con nadie, excepto con usted. Esta mañana
quiso darme un mordisco. Y yo soy quien le da de comer. Es como si la
hubiera elegido a usted de entre todas las personas de Nueva York. ¿No se lo
puede quedar? Por favor. Se le dispensaría el pago.
—Justo hace dos semanas que me quedé con un gato.
—Normalmente, los gatos y los perros que crecen juntos se llevan bien. Le
salvaría la vida.
—No puedo, yo… ahora mismo estoy cuidando un perro, quiero decir, soy
actriz, pero trabajo cuidando perros. Y todos son grandes.
—Max se apaña con los perros grandes.
—Lo siento.
—¿Seguro? Él solo necesita una oportunidad. Usted es su oportunidad.
—Lo siento mucho.
—Bueno, pues mañana morirá.
—Oh, Dios.
—Mírelo —dijo Gail.
C. J. me miró y sentí un enorme placer al recibir su atención. Ella me levantó
un poco, así que le di un lametón en la barbilla.
—Vale —dijo C. J.—. No me puedo creer que esté haciendo esto.
Cuando nos fuimos del lugar de las jaulas de perros, nos dirigimos a un sitio
que estaba lleno del ruido de los pájaros y del olor de unos animales que yo
nunca había olido. C. J. me puso un collar y le enganchó una correa. Después,
con la cabeza alta, caminé al lado de sus tobillos, contento de volver a estar
protegiéndola.
Pronto llegamos al pequeño armario donde, antes, por fin había conseguido
reunirme con C. J. El líquido que había caído al suelo desde las bolsas ya no
estaba, pero todavía se percibía un aroma residual dulce del líquido. Caminé
con seguridad a su lado por el pasillo; sin embargo, cuando llegamos a la
puerta, C. J. me cogió en brazos.
—¿Duke? —llamó.
Se oyó el ruido como el de un caballo corriendo; aquel enorme perro se
abalanzó sobre nosotros. Le enseñé los dientes.
—Duke, Max va a vivir con nosotros ahora —dijo C. J.
Duke levantó el hocico hacia mí, pero C. J. me puso en alto. Lancé un gruñido
de advertencia. El perro agachó un poco las orejas y meneó la cola, pero C. J.
no me dejó en el suelo.
—¿Sneakers? —llamó C. J.
Me llevó hasta el dormitorio. Duke nos siguió. Vi un gato joven tumbado en la
cama. Al verme, abrió mucho los ojos.
—Sneakers, este es Max. Es un chorkshire.
C. J. me dejó encima de la cama. Yo creía que sabía cómo manejar a los gatos:
solo había que hacerles saber que no les harías daño, siempre y cuando ellos
no cruzaran el límite. Troté directamente hasta Sneakers, pero antes de que
pudiera ponerle una pata encima, el gato me bufó y me arañó en la cara con
sus diminutas y afiladas uñas. ¡Me hicieron daño! Retrocedí, demasiado
conmocionado para hacer nada que no fuera gemir, y me caí de la cama. Duke
bajó su enorme cabeza y me lamió. Su lengua tenía el tamaño de mi cara.
Ese fue mi primer encuentro con esos seres, ninguno de los cuales pareció
reconocer la importancia de mi llegada ni lo fundamental que yo era para C. J.
Esa noche, C. J. estuvo cocinando unas cosas buenísimas; el aroma de la carne
llenó el apartamento. Duke la seguía por todas partes y apoyaba la cabeza en
la encimera de la cocina para ver lo que estaba haciendo.
—No, Duke —le dijo C. J., apartándolo. Por mi parte, solo podía levantar las
patas delanteras y rascar las pantorrillas de C. J. buscando su atención—.
Vale, Max, eres un buen perro —me dijo.
Yo era un buen perro. Y Duke era «no, Duke». Eso fue lo que comprendí de
esa situación. Por desgracia, Sneakers se encontraba en el dormitorio y se
perdió la información de que yo era la mascota favorita.
Mientras cocinaba, C. J. estuvo jugando con su cabello y sus ropas, aunque no
era un juego en el que pudiera participar un perro. Se puso unos zapatos que,
por el olor, parecía que debían de tener buen sabor. Cuando caminaba por la
cocina, hacía mucho ruido.
Al cabo de poco rato, se oyó un ruido en la puerta. C. J. me cogió en brazos y
la abrió.
—Hola, cariño —dijo C. J. a un hombre que apareció en la puerta.
Era un hombre fornido y sin pelo; olía a algo tostado y a cacahuetes, así como
a algún tipo de especia muy fuerte.
—Vaya, ¿quién es este? —preguntó el hombre.
Me puso los dedos de la mano en la cara; yo le gruñí y le enseñé los dientes.
—¡Max! —dijo C. J.—. Entra. Es Max, es como… mi perro nuevo.
—¿Como tu perro nuevo?
El hombre entró y C. J. cerró la puerta.
—Estaba en el corredor de la muerte. Lo iban a sacrificar mañana mismo. No
fui capaz de abandonarlo. Es tan mimoso.
El hombre se estaba acercando demasiado a C. J., así que le enseñé los
dientes de nuevo.
—Sí, mimoso. ¿Qué dirá Barry cuando regrese y vea que tienes un perro
nuevo en su apartamento?
—Ya me dejó tener a Sneakers. Max no es más grande.
Duke estaba intentando meter su estúpida cabeza debajo de la mano del
hombre, que lo apartó. C. J. me dejó en el suelo y miró mal al hombre: todavía
no sabía si él representaba algún peligro. Además, debido a mi tamaño, no me
podía permitir el lujo de bajar la guardia hasta que estuviera seguro.
—Estoy cocinando un poco de carne con brócoli —dijo C. J.—. ¿Quieres abrir
el vino, Gregg?
—Eh, ven aquí.
C. J. y el hombre se abrazaron y luego se fueron por el pasillo. Yo los seguí,
pero era demasiado pequeño para subirme a la cama con ellos. Duke hubiera
podido subir con facilidad, pero Sneakers salió por la puerta en cuanto C. J. y
el hombre entraron. Y Duke se mostró más interesado en seguir al gato.
Sneakers se metió debajo del sofá. Yo hubiera podido meterme ahí debajo
fácilmente, pero decidí dejar pasar la oportunidad de que el gato me arañara
otra vez. Duke, por el contrario, fue tan tonto que creyó que podría meterse
ahí si se esforzaba lo suficiente. Bufando y gimiendo, apretó la cabeza contra
el sofá hasta que consiguió moverlo. Me preguntaba cuánto rato toleraría eso
Sneakers antes de demostrarle a Duke para qué servían sus uñas.
Al cabo de un rato, C. J. y el hombre salieron de la habitación.
—¡Bueno! —dijo C. J. soltando una carcajada. Menos mal que apagué las
placas de calefacción—. Hola, Max. ¿Te has divertido con Duke? —Duke y yo
la miramos al oír que pronunciaba nuestros nombres—. ¿Te apetece abrir el
vino?
El hombre estaba de pie al lado de la mesa, con las manos en los bolsillos.
C. J. salió de la cocina, que todavía estaba repleta de tentadores aromas.
—¿Qué sucede?
—No me puedo quedar, nena.
—¿Qué? Pero dijiste…
—Lo sé, pero ha surgido una cosa.
—Ha surgido una cosa. ¿Y qué cosa es, exactamente, Gregg?
—Eh. Yo nunca te he mentido acerca de mi situación.
—¿Te refieres a la situación que dijiste que terminaría?
—Es complicado —repuso él.
—Ya, sí, supongo que lo es. ¿Por qué no me pones al día de cómo está ahora
mismo «la situación»? Porque creí que en el proceso de «no mentirme nunca»
fuiste muy claro con que la situación casi había terminado.
C. J. parecía enojada. Duke bajó la cabeza, asustado, pero yo estaba tieso y
alerta. El hombre se llamaba Gregg y estaba haciendo enfadar a mi chica.
—Debo irme.
—¿Así que esto ha sido una parada para repostar? ¿Un revolcón?
—Nena.
—¡Para! ¡No soy una nena!
Sentí que Gregg también se estaba empezando a enfadar. Aquello se estaba
desmadrando. Corrí hacia él y di un mordisco a la pernera de su pantalón.
—¡Eh! —gritó él, y soltó una patada que no me tocó por muy poco.
—¡No! —gritó C. J., cogiéndome en brazos—. Ni se te ocurra darle una patada
a mi perro.
—El perro ha intentado morderme —dijo Gregg.
—Solo está defendiéndome. Creció en un centro de acogida.
—Debes educarlo o algo.
—Vale, eso es: cambiemos completamente de tema. Sí, eso, hablemos del
perro.
—¡No sé qué es lo que quieres! —gritó Gregg—. Estoy llegando tarde.
Dio unos rápidos pasos hasta la puerta, la abrió con gesto enérgico y se giró
un momento.
—Esto tampoco es fácil para mí. Por lo menos, podrías demostrar cierta
comprensión al respecto.
—Desde luego, te concedo que no es fácil.
—No necesito esto —dijo el hombre, que cerró la puerta con fuerza.
C. J. se sentó en el sofá y se cubrió el rostro con las manos. No podía subir al
sofá para consolarla. Duke se acercó y apoyó la gigantesca cabeza en su
regazo, como si eso pudiera ayudarla de alguna forma.
C. J. se quitó los zapatos y los tiró al suelo, sollozando. Decidí que eran unos
zapatos malos.
Al cabo de unos minutos, C. J. se fue a la cocina, sacó dos sartenes, las colocó
encima de la mesa y se puso a comer directamente de ellas. Comió y comió y
comió, mientras Duke la observaba con atención.
Yo estaba seguro de lo que iba a pasar después. Y así fue: al cabo de media
hora, C. J. estaba en el baño vomitando. Me cerró la puerta, así que me senté
en el suelo, sollozando y deseando poder ayudarla a soportar el dolor. Mi
objetivo era cuidar a C. J., y en ese momento sentía que no estaba haciendo un
buen trabajo.
21
AL DÍA SIGUIENTE, fuimos todos a pasear, excepto Sneakers. Había visto
gatos por la calle, pero jamás pasean con las personas; normalmente van por
ahí solos. Pero casi siempre que un perro pasea, lo hace al lado de una
persona. Este es uno de los muchos aspectos en que un perro es mejor que un
gato.
Duke y yo llevábamos la correa puesta. Por mi parte, me sentía mejor
predispuesto hacia él que la primera vez que lo vi, pues hasta el momento se
había mostrado sumiso: cuando jugábamos, siempre se tumbaba en el suelo y
me permitía trepar a su cuello y mordisqueárselo. Pero caminar con él
resultaba muy irritante. No dejaba de tirar de la correa a derecha e izquierda,
distraído por un olor u otro, haciendo que C. J. perdiera el equilibrio y
cortándome el paso.
—Duke… Duke… —decía ella.
Nunca tenía que decir «Max… Max…», pues yo trotaba a sus pies como un
buen perro. De vez en cuando soltaba un ladrido, porque si no lo hacía no
estaba seguro de que la gente me viera: siempre miraban a Duke,
seguramente asombrados de que ese perro caminara tan mal.
Me alegraba que mi chica hubiera encontrado otro perro después de que yo la
dejara cuando era Molly. Sin embargo, ahora que nos habíamos reunido,
estaba claro que yo estaría al mando, puesto que Duke no tenía ni idea de
nada.
Por todas partes había olor de comida, latas de basura y papeles para oler,
pero yo me veía obligado a mover las patas tan deprisa que esas delicias me
pasaban de largo sin tener tiempo de disfrutarlas. Subimos por unos
escalones de ladrillo. C. J. llamó a una puerta con los nudillos. Esta se abrió y,
de inmediato, me asaltó el olor de personas, de un perro y de comida. Una
mujer apareció al otro lado de la puerta.
—Oh —dijo—. ¿Ya es la hora?
Noté que C. J. estaba incómoda.
—Eh…, sí, llego en punto —respondió.
Detecté el olor de un perro desconocido en una maceta y me agaché para
marcarla.
—¡Mis plantas! —exclamó la mujer.
—¡Oh! —C. J. me cogió en brazos—. Lo siento, solo es un cachorro.
C. J. se había incomodado. Y todo había sido por culpa de esa mujer, así que
cuando ella se agachó para observarme, le gruñí. La mujer se apartó de un
respingo.
—Ladra, pero no muerde —dijo C. J.
—Voy a buscar a Pepper —respondió ella.
Nos dejó ante la puerta de la entrada un momento y luego regresó con una
perra de color canela que era mucho más grande que yo, pero mucho más
pequeña que Duke. La llevaba atada y le dio la correa a C. J. La perra me
olisqueó y yo le gruñí para dejarle claro que yo estaba allí para proteger a
C. J.
Me di cuenta de que Pepper era el nombre de la perra de color canela. Nos
fuimos a pasear y nos detuvimos en otros sitios. Al cabo de poco rato, íbamos
con una perra marrón que se llamaba Sally y con un perro fornido y peludo
que se llamaba Beevis. Íbamos todos atados a nuestras correas formando una
familia canina totalmente artificial.
Eso no era como estar con Rocky ni como estar con Annie y con Abby. Aquello
era una amalgama de perros que se sentían muy tensos por culpa de las
correas, que nos mantenían atados demasiado cerca los unos de los otros.
Durante casi todo el tiempo hicimos un esfuerzo por ignorarnos entre
nosotros, a pesar de que Duke intentó jugar con Sally sin tener en cuenta que
íbamos de paseo.
Sin embargo, lo que resultaba todavía más extraño que esa manada de perros
era la obsesión de C. J. por ir recogiendo nuestras deposiciones. En la granja,
me había acostumbrado a hacer mis necesidades en el bosque de alrededor;
cuando era Molly, lo había hecho en un rincón del patio, que un hombre
limpiaba a menudo. A veces, cuando estábamos en la propiedad de alguna
otra persona, C. J. las recogía; pero nunca lo había hecho como lo hacía ahora:
ahora estaba recogiendo metódicamente las deposiciones de cada uno de
nosotros; incluso las de Duke, que eran enormes. Las llevaba un rato dentro
de unas pequeñas bolsas. Al final las dejaba en unos contenedores que había
en la calle, lo cual resultaba todavía más desconcertante: ¿por qué se tomaba
tanto trabajo en recogerlas y transportarlas para no quedárselas luego?
A veces, los humanos hacen cosas que los perros no podemos comprender.
Casi siempre damos por sentado que los seres humanos, puesto que tienen
vidas complejas, cumplen un propósito mayor que el nuestro. Sin embargo, en
ese momento, no estaba seguro de ello.
A pesar de que yo era el perro líder, intentaba mostrarme educado con los
demás. Pero no le caí bien a Beevis, y él no me cayó bien a mí. En cuanto me
olió, se le erizó todo el pelaje y me dio un empujón con el lomo. Era más
grande que yo, aunque no mucho: de no haber sido por mí, habría sido el
perro más pequeño del grupo. Al verlo, C. J. le dio un tirón con la correa: su
cara quedó delante de la mía, cosa que aproveché para darle una dentellada.
Él intentó devolvérmela, pero la dio en el aire.
—¡Basta! ¡Max! ¡Beevis!
C. J. se había enfadado. Le meneé la cola, esperando que comprendiera que
nada de eso era culpa mía.
C. J. nos llevó a un parque para perros. ¡Era un lugar fantástico! Y me alegró
tanto estar libre de la correa que me lancé a correr. Duke y Sally me
siguieron, aunque yo era capaz de hacer los giros más deprisa; así, pronto me
encontré corriendo solo otra vez. En el parque también había otros perros con
sus dueños; algunos de ellos perseguían pelotas y otros jugaban a luchar.
Pronto, un perro blanco de orejas caídas se unió a la carrera con Duke y Sally.
¡Era tan divertido correr con esos perros detrás!
De repente, vi que Beevis se agachaba; cuando pasé por su lado, se lanzó
sobre mí. Yo lo esquivé y él se puso a perseguirme, gruñendo. Hice un giro
muy cerrado, y él me cerró el paso. Parecía que no tenía otra opción que
morderlo, pero Duke —que llegaba a toda velocidad— chocó contra los dos.
Con Duke, mucho más alto, Beevis se mostró menos hostil, así que corrí hasta
el banco en que C. J. se había sentado. Intenté subirme a su lado, pero no
conseguía llegar. Riendo, ella me cogió y pude sentarme, orgulloso, en su
regazo a mirar a los perros y a disfrutar de los exóticos olores mientras ella
me acariciaba. Todo eso me encantó.
Cuando nos fuimos del parque para perros, hicimos el mismo camino de antes
pero a la inversa y fuimos dejando a todos los perros que habíamos recogido
antes. Al final, solamente quedamos Duke y yo. Entonces regresamos a casa
de C. J. Me sentía exhausto, así que después de un rápido aperitivo, me quedé
dormido a los pies de C. J.
Durante ese verano, Beevis y yo aprendimos a ignorarnos mutuamente. A
pesar de ello, él todavía me gruñía cuando yo me ponía a correr. No era capaz
de darme alcance, pero era muy hábil cortándome el paso. A menudo, cuando
estaba disfrutando de una fantástica carrera con todo el grupo, él, de repente,
entraba a la carrera contra nosotros para desafiarme. En ese momento, todos
los perros se detenían en seco desordenadamente. No sé si a los demás les
parecía tan irritante como a mí.
En casa, asumí la responsabilidad de ayudar a Duke a tener un
comportamiento más educado. No comprendía que mi cuenco de comida
estaba fuera de sus límites, así que me vi obligado a amenazarle un par de
veces para que lo captara de una vez. En realidad, él nunca se comía mi
comida; la mayoría de las veces ni siquiera se comía toda la suya. Pero no me
gustaba que ese enorme hocico se metiera en mi cuenco a olisquear mi
comida. Además, era un perezoso: cuando llamaban a la puerta, nunca
ladraba hasta que yo no empezaba a hacerlo. No tenía en cuenta que él y yo
éramos la única protección que C. J. tenía en el mundo. Por tanto, debía
mostrarme supervigilante y ladrar ante el más tenue sonido procedente del
pasillo.
Sabía que debía ladrar porque C. J. siempre se enfadaba cuando llamaban a la
puerta.
—¡Eh! ¡Para! ¡Cállate! ¡Basta! —gritaba.
No comprendía esas palabras, pero el significado quedaba claro: estaba
molesta porque llamaban a la puerta, así que debíamos continuar ladrando.
Cada vez que Duke ladraba, Sneakers salía corriendo y se metía debajo de la
cama. Pero, en general, el gato ya no tenía tanto miedo. Incluso después de
varios intentos de olisquearme, empezó a jugar conmigo. Jugábamos a luchar
y, aunque no era exactamente lo mismo que hacerlo con un perro (ya que
Sneakers me cogía con las patas), era más fácil que intentar jugar con Duke,
que era ridículamente grande y tenía que tirarse al suelo para que yo pudiera
inmovilizarlo.
Las únicas veces en que había paz entre Sneakers y Duke era cuando C. J.
ponía en marcha una máquina que arrastraba por el suelo y que hacía mucho
ruido. Esa máquina aterrorizaba a Duke, y Sneakers también huía de ella. A
mí no me molestaba, porque ya había visto otras máquinas como esa en mis
vidas. Normalmente, después de guardar la máquina, C. J. se tumbaba con
nosotros y Duke. Entonces Sneakers y yo nos enroscábamos con ella para
recuperarnos del trauma sufrido.
Ya sabía que era su favorito, pero C. J. lo demostró una tarde en que me sujetó
la correa al collar y me llevó (a mí y solo a mí) a dar una vuelta. Duke nos
siguió hasta la puerta, pero ella le dijo que era un buen perro y que debía
quedarse allí. Así que fuimos solamente nosotros dos.
Ya me había acostumbrado tanto al ruido de la calle que casi ni lo notaba.
Pero los olores todavía me resultaban cautivadores. Las hojas empezaban a
caer de algunos árboles y la brisa fresca las empujaba por el suelo. Se
acercaba el final de la tarde y dejamos unos cuantos bloques de edificios
atrás. Por la calle había mucha gente con perros, así que yo me mantenía
alerta.
Finalmente, llegamos ante una puerta. C. J. tocó una cosa que había en la
pared y dijo:
—¡Soy C. J.!
Entonces se oyó un zumbido y entramos en el edificio. Mi chica me llevó por
un tramo de escaleras hasta un pasillo, al final del cual se abrió una puerta y
un hombre salió por ella.
—¡Hola! —dijo.
Al acercarnos, pude olerlo y me di cuenta de que era ¡Trent!
Me quedé perplejo, pues no había contemplado la posibilidad de volver a
verlo. Sin embargo, los humanos pueden hacer que suceda cualquier cosa que
deseen. Por eso C. J. siempre conseguía encontrarme cuando me necesitaba.
Trent y C. J. se dieron un abrazo. Apoyé las patas delanteras en él. Trent se rio
y me cogió en brazos.
—Cuidado… —le advirtió C. J.
—¿Cómo se llama? —preguntó, riéndose de alegría mientras yo le lamía la
cara. ¡Estaba tan contento de verlo! Me retorcí de placer en sus brazos,
buscando que me apretara con más fuerza.
—Se llama Max. No puedo creer lo que está haciendo. Nunca se comporta así.
En general, no le gusta la gente.
—Es un encanto. ¿Qué raza es?
—Un chorkshire, medio chihuahua y medio yorkshire. Eso es lo más probable.
¡Vaya, me encanta lo que has hecho en tu apartamento!
Trent se rio y me dejó en el suelo. Vivía en la mejor casa del mundo: no había
ni un mueble. Pude correr por todas partes sin encontrar ni un obstáculo.
—Me tienen que traer cosas —dijo Trent—. ¿Abrimos un poco de vino? ¡Dios,
me alegro tanto de verte!
Mientras charlaban, me dediqué a explorar la casa. Había dos habitaciones
más, vacías también. De repente, noté el olor de Rocky, pero él no estaba por
ninguna parte. Mi hermano ya no debía de estar vivo; me pregunté por qué
Trent no tendría otro perro. ¿Es que la gente no necesita tener un perro?
—¿Y qué tal el nuevo trabajo? —preguntó C. J.
—Es una empresa fantástica. Ya estaba realizando algo de cofinanciación con
ellos cuando estaba en San Francisco, así que todo ha encajado. ¿Qué me
cuentas de ti? ¿Qué tal el teatro?
—He hecho un par de talleres. Me encanta. Estar en el escenario tiene algo.
Que todo el mundo me escuche, se ría con mi texto, me aplauda… es lo mejor.
—Qué extraño que la hija de Gloria quiera actuar para que todo el mundo le
preste atención —dijo Trent—. ¿Quién lo hubiera dicho?
—Y qué interesante que un banquero inversor quiera hacerme psicoterapia
gratis.
Trent se rio. El sonido de su risa era tal como lo recordaba.
—Tienes razón. Perdona. He estado haciendo terapia: si vives en California, es
obligatorio. Pero me ayudó con algunas cosas.
—Siento lo de Rocky.
Al oír el nombre de mi hermano me detuve y los miré un momento. Luego
continué con la exploración.
—Sí. Rocky. Era un perro muy bueno. Torsión gástrica. El veterinario dijo que
les pasa mucho a los perros grandes.
Percibí que Trent se ponía triste, así que corrí y salté a su regazo. Él me cogió
y me dio un beso en la cabeza.
—¿Y él?
—Mi casa queda cerca de un centro de adopción de Central Park.
—Un momento, ¿vives cerca del parque? El teatro te debe de ir muy bien.
—Bueno, no. Quiero decir… Sí, vivo en un lugar fabuloso, pero estoy cuidando
al perro de ese chico, Barry. Representa a un tipo que boxea y que está
entrenando para un combate en África.
—Este cachorro es lo más precioso del mundo —dijo Trent.
—Sí, ¿verdad? Desde luego, tú le has gustado.
—Eh, pidamos algo de comida. Solo verte me ha dado hambre.
—¿Qué se supone que significa eso? —replicó C. J.
Salté del regazo de Trent y fui hasta ella.
—Estás muy delgada, C. J.
—Hola, soy actriz…
—Sí, pero…
—Déjalo, Trent.
Él suspiró.
—Antes confiábamos el uno en el otro —dijo al cabo de un momento.
—Lo tengo todo controlado. Eso es lo único que debes saber.
—Solo permites que me acerque a ti hasta cierto punto, C. J.
—¿Más terapia?
—Venga. Te echo de menos. Añoro nuestras conversaciones.
—Yo también —dijo ella, más amablemente—. Pero hay cosas de las que no
quiero hablar con nadie.
Se quedaron callados un minuto. Puse las patas delanteras sobre las piernas
de C. J., que me cogió y me dio un beso en el hocico. Meneé la cola.
Después de que charlaran un rato más, llegó un hombre con bolsas llenas de
comida. Nos sentamos juntos en el suelo y comimos de las bolsas. Me dieron
un trocito de pollo, lo devoré; un poco de verdura, la escupí.
—¿Cómo se llama? —preguntó C. J.
—Liesl.
—Un momento: ¿Liesl? ¿Estás saliendo con una de las de Von Trapp? —C. J. se
rio.
—Es alemana. Es decir, vive en Tribeca, pero vino de Europa cuando tenía
nueve años.
—Tribeca. Mmm. ¿Así que has venido a Nueva York y no me has llamado?
—Alguna vez.
—Decidido. Ataca, Max. Ve directo a la garganta.
Oí que pronunciaba mi nombre, pero no comprendí qué se suponía que debía
hacer. C. J. hacía unos gestos señalando a Trent, así que me acerqué a él.
Trent se agachó y le lamí la cara. Él se rio.
Cuando nos íbamos, Trent le dio un largo abrazo a C. J. Entre ambos había
amor. Justo en ese momento me di cuenta de que sería mejor para C. J. que
dejáramos a Sneakers y a Duke y de que nos viniéramos a vivir aquí, a este
sitio tan divertido sin ningún mueble, para que ella y Trent se pudieran
querer. C. J. necesitaba un compañero, igual que Ethan necesitaba a Hannah.
Además, Trent necesitaba un perro.
Y pensé que si, a pesar de todo, las otras dos mascotas debían venir con
nosotros, por lo menos necesitaríamos un sofá para que el gato tuviera un
lugar debajo del cual esconderse.
—Me alegro tanto tanto de verte —dijo Trent.
—Yo también.
—Bueno, ahora que me traslado aquí, haremos esto a menudo. Lo prometo.
—¿En serio? ¿Nos sentaremos en el suelo a cenar?
—Quizá nos podamos encontrar los cuatro. Quiero decir con Liesl y Gregg.
—Claro —dijo C. J.
Trent se apartó un momento y la miró.
—¿Qué sucede?
—No es nada. Es que… Gregg no… Su situación familiar no está del todo
resuelta todavía.
—¿Bromeas? —preguntó Trent levantando la voz.
—Basta.
—No me estarás diciendo…
C. J. le tapó la boca con la mano.
—No. Lo hemos pasado muy bien. Por favor. ¿Por favor? Sé que te preocupas
por mí, Trent. Pero no puedo soportar tus juicios.
—Yo nunca te he juzgado, C. J.
—Bueno, pues así es como me hace sentir.
—Vale —dijo Trent—. Vale.
Mi chica se quedó un poco triste. Nos fuimos del apartamento y regresamos a
casa.
Después de esa noche, pensé que veríamos a Trent cada día. Lo que no me
imaginé era lo que sucedería con Beevis al día siguiente.
22
ESTÁBAMOS EN EL PARQUE, como siempre. Duke y Sally olisqueaban a un
gran perro blanco que se llamaba Trae La Pelota Tony. Trae La Pelota Tony
parecía más interesado en subirse encima de la grupa de Sally que en prestar
atención a su dueño. Por mi parte, intentaba sumar al juego a un perro macho
que tenía mi tamaño y que se parecía mucho a mi madre, con los mismos
colores en la cara; finalmente, lo convencí de que me persiguiera. Así que, por
supuesto, Beevis vino corriendo y gruñendo, enseñando los dientes y las
orejas aplastadas. Mi compañero de juego enseguida se sintió intimidado y se
apartó, pero yo me giré y lancé un mordisco al aire en dirección a Beevis para
que supiera que me estaba agobiando demasiado. Pero él, en lugar de
alejarse, fue a por mí.
Oí que C. J. gritaba:
—¡No!
Beevis levantó las patas delanteras y yo hice lo mismo. Intentaba herirme con
los dientes, así que yo le respondí de la misma manera. Al hacerlo, le atrapé
un pliegue de piel entre los dientes, pero en ese momento mi chica se puso
entre los dos.
—¡No! —volvió a gritar. Me cogió en brazos y yo continué gruñendo y
lanzando dentelladas al aire, pues Beevis intentaba alcanzarme. C. J. se giró
para cerrarle el paso con su cuerpo.
—¡Basta, Beevis! ¡No, Max, no!
Entonces, al oír el nerviosismo en el tono de voz de C. J., apareció Duke.
Estaba claro que él no comprendía lo que estaba pasando, pero su sola
presencia hizo que Beevis retrocediera.
—Oh, Max, tu oreja —dijo C. J.
Percibí su ansiedad. No apartaba la mirada de Beevis, que daba vueltas con
impaciencia. Noté olor de sangre. No me di cuenta de que era la mía hasta
que sentí un agudo dolor en el momento en que C. J. me tocó la oreja. Sacó un
poco de papel de su bolso y lo apretó contra el costado de la oreja.
Mientras llevábamos a los perros a sus casas, C. J. me paseaba en brazos. En
casa de Sally tuvimos que esperar un poco a que llegara ella.
—Lo siento mucho. Ha habido una pelea. ¿Te va bien si te dejo a Sally un poco
antes? —le preguntó C. J.
Cuando llegamos a casas de Beevis, un hombre abrió la puerta y C. J. le dijo:
—Lo siento, pero no podré sacar a pasear a Beevis más. Se pelea con los otros
perros.
—No es verdad —dijo el hombre—. No, a no ser que el otro perro empiece.
Noté que C. J. se enfadaba y, aunque me dolía la oreja, le solté un gruñido
dirigido a ese tipo. Beevis, por su parte, estaba contento de haber llegado a
casa y meneaba la cola. Luego entró sin mirar hacia atrás ni siquiera un
momento.
Al llegar a casa, C. J. hizo pasar a Duke, pero me mantuvo a mí en brazos sin
dejar de apretarme la oreja. Fuimos al veterinario: yo sabía que estábamos en
el veterinario porque me pusieron encima de una mesa metálica y me
acariciaron; la ropa del hombre tenía el olor de muchos perros. Noté un
pinchazo en la oreja y unos pequeños tirones. C. J. estuvo mirando todo el
rato.
—No es nada grave. Has hecho bien en mantener presionada la herida. Este
tipo de heridas sangran mucho —dijo el veterinario.
—Oh, Max. ¿Por qué le gruñes a todo el mundo? —preguntó C. J.
—¿Quieres que, ya que estáis aquí, lo esterilicemos?
—Bueno, sí, supongo que sí. ¿Max tendrá que quedarse a pasar la noche?
—Sí, pero lo podrás venir a buscar por la mañana.
—De acuerdo. Vale, Max, esta noche vas a quedarte aquí.
Oí mi nombre y percibí cierta tristeza en C. J., así que meneé la cola.
C. J. se fue, lo que no me gustó en absoluto, pero el veterinario me acarició y
me sumí en un sueño tan profundo que perdí la noción del tiempo. Cuando
desperté, ya era la mañana siguiente y estaba en una jaula. Llevaba puesto un
estúpido collar que me rodeaba toda la cara y que amplificaba los sonidos y
los olores. «Otra vez», pensé. Ya hacía tiempo que había desistido de intentar
comprender por qué a las personas les gustaba poner a sus perros en una
situación tan ridícula.
Cuando C. J. llegó, el veterinario me sacó de la jaula y me puso en sus brazos.
Me sentía cansado: lo único que quería era quedarme dormido allí mismo. Al
irnos, nos paramos un momento para hablar con una señora que olía a limón.
La mujer le dijo algo a C. J.
—¿Qué? No…, no tengo tanto —dijo C. J.
Estaba preocupada, así que le dirigí un gruñido a la señora de los limones.
—Aceptamos tarjetas de crédito.
—No me queda tanto crédito en mi tarjeta. Ahora le puedo dar cuarenta… ¿y
el resto cuando cobre?
—El pago debe realizarse en el momento del servicio.
Percibí una tristeza en el interior de C. J. que pugnaba por expresarse. Le lamí
la cara.
—Eso es todo lo que llevo encima ahora mismo —dijo C. J. en voz baja.
Fuera lo que fuera lo que estuviera entristeciendo a mi chica, sin duda era
culpa de Beevis. C. J. dio unos papeles a la señora de los limones, y esta le
devolvió a cambio otros. Luego, nos fuimos del veterinario. Empecé a
retorcerme porque quería bajar al suelo, pero C. J. me sujetaba con fuerza.
Tanto Duke como Sneakers quisieron olisquearme el estúpido collar y
meterme el hocico en la oreja. Notaba que ahí llevaba puesto algo. Le gruñí
un poco a Duke, pero Sneakers me ronroneó, así que le permití que me oliera.
Resultaba muy extraño tener la cara de un gato dentro del pequeño espacio
de ese estúpido collar.
Durante unos cuantos días no se me permitió salir a pasear con Duke; eso me
entristeció. Pero Sneakers estaba encantado: salía de debajo de la cama para
jugar conmigo; y cuando yo me tumbaba al sol, se enroscaba a mi lado y se
ponía a ronronear. Me gustaba dormir con Sneakers, pero llevar puesto ese
estúpido collar y no poder salir de paseo me hacía sentir como un perro malo.
Una mañana, C. J. me quitó el collar, me limpió la oreja y, luego, después de
ponerle la correa a Duke, me la puso a mí también. ¡Iba a salir de paseo!
Fuimos a buscar a los perros de siempre, pero ni Sally ni Beevis aparecieron
más. No eché de menos a Beevis, pero Duke parecía triste sin Sally.
Había días en que C. J. no salía de la cama para ir a pasear a los perros, así
que Duke y yo la despertábamos. Luego, tampoco es que fuera a pasear a los
perros, aunque sí que nos llevaba de paseo a Duke y a mí. Esos eran mis días
favoritos: ojalá pudieran ser todos los días así. Una mañana, C. J. aplicó un
líquido que tenía un fuerte olor químico en los muebles y en el suelo, y puso
en marcha la máquina que hacía que Duke se pusiera a ladrar y que Sneakers
se escondiera. Cuando terminó y hubo guardado la máquina, Duke empezó a
correr por el salón como si lo acabaran de soltar de una jaula.
Y yo, al verlo, no tuve más opción que ponerme a perseguirlo. Excitado, Duke
bajaba la cabeza delante de mí, provocándome para luchar. Le trepé encima y
estuvimos jugando un rato. De repente, se abrió la puerta de la casa. Me puse
a ladrar, igual que aquel perro tan grande. Un hombre entró y gritó:
—¡Duke!
Con él venían otros dos tipos que dejaron unas maletas en el suelo y se
fueron. Corrí hasta el desconocido, gruñendo, mientras Duke meneaba la cola
y le olía las manos.
—¡Max! —llamó C. J.
Me cogió justo en el momento en que yo pensaba agarrar el pantalón de ese
hombre con los dientes, pues me estaba ignorando y solo acariciaba a Duke.
Duke le estaba dando la bienvenida, a pesar de que había entrado en casa de
C. J. sin permiso. Aquel perro no comprendía qué significaba el concepto de
«protección». Menos mal que yo estaba ahí.
—Bienvenido a casa, Barry.
—Hola, C. J. Eh, Duke, ¿me has echado de menos? ¿Me has echado de menos,
chico? —Se arrodilló y abrazó a Duke, que le meneó la cola. Pero luego, Duke
se acercó a C. J. y la olisqueó, pues se sentía celoso siempre que ella me cogía
en brazos—. No parece que me haya echado de menos en absoluto —dijo el
hombre.
Olía a aceite y a fruta. Me miró a los ojos. Le gruñí.
—Has estado fuera mucho tiempo —dijo C. J.—. Siete meses son muchos para
un perro.
—Vale, pero lo hubiera podido llevar a un centro para perros. Pagué para que
una persona se quedara con él en esta casa.
—Él no lo sabe, Barry.
—¿Y este quién es? Creí que me dijiste que era un gatito.
—Sí. Este es Max. Es una larga historia. Max, sé bueno.
Aunque yo desconfiaba de ese hombre, C. J. parecía estar bien con él, así que
cuando me dejó en el suelo, me fui directamente a jugar con Duke.
—Bueno, ¿tu chico ganó? —preguntó C. J.
—¿Qué?
—Tu chico. Lo del boxeo.
Duke se tumbó de espaldas y yo le sujeté un pliegue del cuello y le di un
suave tirón.
—Mira que eres bobo, ¿eh? —dijo el hombre.
—¿Qué?
—No, no ganó.
—Oh, lo siento, Barry. ¿Por eso has regresado dos meses antes?
—Sí, bueno, cuando tu luchador pierde, no haces gira mundial con la prensa,
¿verdad? ¿Qué… está haciendo Duke?
—¿Duke? —dijo C. J.
Al oír su nombre, el perro se quedó inmóvil con las patas abiertas en el aire y
la lengua fuera. Yo le tiraba del pelaje con suavidad.
—Solo están jugando.
—¡Duke! ¡Basta! —gritó el hombre, enfadado.
El perro se puso en pie de inmediato y me tumbó al suelo al hacerlo. Se
acercó a C. J. con las orejas gachas. Por mi parte, me quedé tumbado en el
suelo, jadeando.
—¿Qué sucede, Barry?
—Has convertido a mi perro en un pelele.
—¿Qué? No, se lo pasan muy bien jugando juntos.
—No quiero que «juegue» así con un perro que parece una rata.
—Max no es una rata, Barry.
Decidí que el hombre debía de llamarse Barry.
—Vale, bueno… No recuerdo haberte dado permiso para tener un perro y,
desde luego, no me gusta el comportamiento de Duke. Te contraté porque
dijiste que tenías mucha experiencia. Así que, bueno, ahora ya he regresado.
Vuelve a tu casa y podré relajarme y reconocer a mi perro otra vez.
C. J. se quedó callada un momento. Yo la miré, percibiendo su tristeza. Se
había sentido herida.
—Pero… no tengo casa, Barry.
—¿Qué?
—Dijiste entre ocho y diez meses. No tenía sentido que mantuviera un
apartamento si iba a pasarme aquí ocho meses.
—Entonces qué, ¿vas a quedarte conmigo? —preguntó Barry.
—¡No! Quiero decir, dormiré en el sofá y mañana buscaré algún lugar.
—Espera, no. Olvídalo. Estoy… estresado. He estado un año trabajando en
esto y va y lo tumban en el segundo round . Puedes quedarte aquí. De todas
maneras, solo he venido a dejar mis cosas. Me voy a casa de Samantha. Nos
vamos a Hawái. Así pues, bueno, tienes dos semanas para encontrar un
apartamento. ¿Te va bien? Ya buscaré a alguien que cuide de Duke cuando
esté en la ciudad.
—¿Así que estoy despedida?
—Es lo mejor.
—Sí, claro, lo entiendo.
—El sarcasmo no es necesario. Te he pagado muy bien y has tenido un piso
gratis. Soy el cliente y no he quedado satisfecho.
—Todo eso es cierto —dijo C. J.
Al cabo de poco, Barry se fue.
—Adiós, Duke —dijo Barry al salir.
Duke meneó la cola al oír su nombre, pero me di cuenta de que estaba
aliviado (igual que yo) de que Barry se fuera. Así C. J. ya no estaría tensa,
aunque, de todos modos, mi chica parecía un poco tensa.
Al día siguiente, después de pasear con los perros habituales, C. J. nos dejó
solos en casa y estuvo fuera mucho rato. Yo estuve jugando a pelear con
Duke, pero al final me irrité con él porque su cabeza era tan grande y fuerte
que me tumbaba todo el tiempo.
Me dormí. De repente oí un largo y fuerte gemido procedente del dormitorio.
Fui a investigar. Duke estaba muy excitado. Tenía la cola tiesa y daba
latigazos en el aire con ella. Tenía la cabeza metida debajo de la cama.
Jadeaba. El gemido procedía de Sneakers, que estaba totalmente
aterrorizado. Duke era tan fuerte que estaba consiguiendo mover toda la
cama al intentar meterse debajo de ella para llegar hasta donde estaba
Sneakers.
Corrí directamente hasta Duke y empecé a ladrarle. Él temblaba de la
emoción de sentir que se estaba aproximando mucho a Sneakers. El gato
había retrocedido hasta la pared y tenía las orejas aplastadas contra la
cabeza. Duke no hizo caso de mis ladridos, así que me lancé contra él y le
clavé los dientes.
Eso consiguió llamar su atención. Retrocedió y la cama cayó al suelo dando un
golpe. Le continué gruñendo y provocando hasta que conseguí sacarlo de la
habitación; luego regresé para ver cómo estaba Sneakers.
Yo era pequeño y podía meterme bajo la cama si quería, pero decidí dejar solo
a Sneakers. Sabía que todavía estaba aterrorizado y, por lo que sabía sobre el
comportamiento de los gatos, cuando tienen miedo utilizan las uñas.
C. J. nos dejaba solos cada día, y cada día Duke interpretaba su marcha como
la señal de que había llegado la hora de acosar a Sneakers. Hasta el punto de
que, en cuanto la puerta se cerraba tras C. J., Sneakers salía disparado de
donde estuviera y se escondía debajo de la cama. Si Duke le veía pasar
corriendo, corría tras él como fuera de sí, chocando contra las paredes cada
vez que giraba demasiado deprisa por el pasillo. Yo también corría. Cuando
llegaba a la cama, me metía debajo de ella y me enfrentaba al hocico húmedo
y tembloroso de Duke, gruñéndole y mostrándole los dientes. Él gemía de
frustración y, a veces, incluso ladraba. Sus ladridos resultaban
ensordecedores en ese espacio cerrado, pero yo sabía que no debía
retroceder. Al final, él perdía el interés y regresaba al salón para echar una
cabezada.
Sin embargo, cierto día, aquel hábito cambió. Salimos a dar el paseo habitual,
pero, cuando regresamos, C. J. trajo una caja con una puerta y metió a
Sneakers dentro, con cuidado. Esa caja me recordó el transportín en que
estuve cuando era Molly, ese que se movía de un lado a otro y que acabó en
aquel lugar con tantos coches y tanto ruido. A Sneakers no le gustó estar ahí
dentro. De hecho, no se acercó cuando yo aplasté el hocico a la reja para oler.
Luego Duke se acercó y bufó con fuerza por la nariz; Sneakers retrocedió
hasta el fondo de la caja.
—Duke —dijo C. J. con tono de advertencia.
El perro se acercó a ella para ver si iba a darle una chuche.
C. J. cogió la caja con Sneakers dentro y nos dejó solos a los dos. Aquello
resultaba completamente desconcertante: ¿adónde se llevaba a Sneakers, y
por qué no íbamos también nosotros? No sabíamos qué hacer, así que nos
tumbamos en el suelo y nos pusimos a mordisquear unos juguetes de goma.
Cuando mi chica regresó, Sneakers ya no estaba con ella.
¿Dónde se había metido?
23
DURANTE DOS DÍAS, C. J. nos sacó a pasear y luego nos dejó solos, sin
Sneakers. Duke y yo intentamos sacar el máximo partido de la situación; en
realidad, al no tener un gato en casa, parte de la tensión que había entre
nosotros se difuminó y pudimos jugar con mayor libertad y durante más
tiempo, hasta el punto de que a veces acabábamos durmiendo el uno encima
del otro.
Al tercer día, cuando regresamos del paseo, vimos que una mujer nos
esperaba delante de la puerta de casa. Duke, por supuesto, meneó la cola y le
apoyó la cabeza encima. Pero yo retrocedí hasta los pies de C. J. y esperé,
tieso, a comprobar que esa mujer no fuera una amenaza.
C. J. llamaba «Marcia» a esa mujer. Después de estar dentro de casa durante
media hora, Marcia me alargó la mano con cuidado y yo se la olisqueé. C. J.
había dicho «con suavidad, Max». La mano le olía a chocolate y a perros, así
como a alguna cosa dulce que no pude identificar.
Duke y yo estuvimos mordisqueándonos perezosamente mientras C. J. y
Marcia charlaban.
—Vale, creo que ya está todo —dijo C. J. al fin, poniéndose en pie.
Duke y yo también nos pusimos en pie. ¿Paseo?
—Bueno, Duke, supongo que esto es un adiós. Marcia cuidará de ti, a partir
de ahora —dijo C. J.
De repente, una repentina tristeza la embargó. Me acerqué y le apoyé las
patas delanteras mientras ella se agachaba ante el sofá y le cogía la cabeza a
Duke entre las manos. Duke sabía que ella estaba triste, pues bajó las orejas y
meneó la cola de un modo que no me pasó desapercibido. Me pregunté si
sabía qué era lo que estaba pasando, pues yo desde luego no lo comprendía.
—Voy a echarte de menos, chicarrón —susurró C. J.
Intenté subirme a su regazo, pero no lo conseguí.
—Oh, Dios, me siento fatal —dijo Marcia.
—No te sientas mal. Barry está en su derecho, es su perro.
—Sí, pero…, es decir, Duke cree que es tu perro. Eso es evidente. No es justo
que os impidan veros.
—Oh, Duke, lo siento mucho —dijo C. J. en un tono que expresaba mucha
tristeza.
—Quizá podría llamarte para encontrarnos en algún lugar —ofreció Marcia.
C. J. negó con la cabeza.
—No quiero meterte en problemas. Barry te despediría inmediatamente.
Créeme, tengo experiencia con estas cosas.
Duke, triste, apoyó la cabeza en el regazo de C. J., compartiendo esa
misteriosa tristeza. Envidié su tamaño, pues lo único que podía hacer era
arañar sus piernas con la esperanza de que se diera cuenta de que estaba allí.
—Bueno. —C. J. suspiró—. Me alegro de haberte conocido, Marcia. Vamos,
Max.
C. J. me cogió en brazos. Bajé la vista para mirar a Duke. C. J. me enganchó la
correa al collar, pero no hizo lo mismo con Duke. Nos fuimos hasta la puerta.
—Adiós —dijo C. J. en voz baja.
Abrió la puerta y Duke la siguió fuera del apartamento arrastrando a Marcia,
que se esforzaba por retenerlo sujetándolo por el collar. C. J., todavía conmigo
en brazos, le bloqueó el paso.
—No, Duke. Tú te quedas, lo siento.
Entre las dos, consiguieron cerrar la puerta. C. J. me dejó en el suelo y me
sacudí, dispuesto a hacer lo que fuera que íbamos a hacer. Dentro de casa,
Duke se puso a rascar la puerta.
Mientras nos alejábamos por el pasillo oía los ladridos tristes y dolidos de
Duke. Y, otra vez, me pregunté qué estaría pasando. ¿Por qué no venía Duke
con nosotros? ¡Estaba claro que quería venir!
Mi chica lloraba. A pesar de que la empecé a mirar preocupado, no me dijo
nada. Dimos un paseo muy largo, primero por las calles llenas de olores y de
ruidos, y luego subimos por unas escaleras muy largas. C. J. abrió una puerta
y, de inmediato, olí a Sneakers.
—Bienvenido a casa, Max —dijo C. J.
Estábamos en una cocina pequeña; el cuenco de la comida de Sneakers
estaba en el suelo, así que fui directamente a olerlo. En la cocina también
había una cama, y allí estaba Sneakers, tumbado encima de un cojín. En
cuanto me vio, se puso en pie y arqueó la espalda.
¡Sneakers tenía su propia casa! No comprendía por qué, pero pensé que quizá
tendría algo que ver con el hecho de que Duke no parara de perseguirlo
cuando C. J. nos dejaba a los tres solos en casa. Quizá, para proteger a
Sneakers, C. J. había encontrado esa nueva casa arriba de todo de esas largas
escaleras; un lugar seguro para el gato. Y ahora me estaba enseñando que ahí
era donde Sneakers vivía; pronto volveríamos a casa con Duke, que notaría el
olor de Sneakers en mi pelaje. ¡Me pregunté qué conclusión sacaría de eso!
¿Se imaginaría que C. J. y yo habíamos ido a casa de Sneakers?
Las personas hacen lo que quieren, pero, en mi opinión, los gatos ya comen
mejor comida que los perros, así que darle una casa a un gato me parece
demasiado.
Sneakers se puso a ronronear y a caminar a mi alrededor, frotándose contra
mí. Estuvimos jugando un rato. Parecía terriblemente contento de verme allí
sin Duke. Yo noté el olor de otra persona en su pelaje; era un olor fuerte y
floral que me recordó un poco a Gloria.
Esa noche no fuimos a casa. C. J. durmió en la pequeña cama; por mi parte,
me enrosqué a sus pies. Sneakers estuvo dando vueltas un rato por la casa. Al
final, subió para intentar enroscarse conmigo, pero era muy incómodo para
los dos. Cuando C. J. movió las piernas, el gato saltó al suelo y ya no intentó
volver a subir.
A la mañana siguiente, Sneakers se puso delante de la puerta a maullar.
—Vale, ¿quieres ir a ver a la señora Minnick? —dijo C. J.—. Vamos a ver si
está en casa.
Salimos al pasillo y llamamos a la puerta de al lado. La mujer que nos abrió
desprendía los mismos fuertes olores que había notado en Sneakers, así que
supe que el gato y ella habían pasado tiempo juntos. De hecho, Sneakers
entró directamente en la casa, como si viviera allí.
—Oh, hola, Sneakers —dijo la mujer, haciendo un ruido extraño con los labios
al hablar.
Permanecí tieso, pero no gruñí, pues estaba claro que esa mujer era débil y
no representaba ninguna amenaza.
A partir de ese momento, Sneakers pareció creer que cada vez que se abría la
puerta era la oportunidad de salir corriendo y esperar a que lo dejaran entrar
en casa de la señora Minnick. No sabía a qué se debía esa atracción, pero
estaba claro que a él le gustaba estar ahí. Por mi parte, no me había formado
una opinión sobre la señora Minnick, más allá de darme cuenta de que hacía
un ruido extraño cada vez que hablaba.
Continuábamos yendo a pasear con los perros, pero ahora teníamos que hacer
un largo recorrido para recoger al primero de ellos, que se llamaba Katie, y
en el grupo ya no venían ni Sally, ni Duke ni Beevis.
Yo no echaba de menos a Beevis en absoluto.
Un día en que estaba lloviendo e íbamos a recoger a Katie, sentí tanto frío que
iba temblando.
—Oh, Max, lo siento —me dijo C. J.
Ese día, ella me cogió en brazos hasta que entré en calor de nuevo. Y, la
siguiente vez en que el viento era frío, me puso una manta encima.
—¿Te gusta tu jersey, Max? ¡Estás guapísimo con tu jersey!
Me encantaba la sensación de tener ese jersey sujeto a todas las partes de mi
cuerpo; además, me mantenía caliente. Y lo llevaba con orgullo, porque me
parecía que era una demostración de que C. J. me quería más a mí que a
Sneakers, que ni siquiera llevaba collar.
—¡Estás tan guapo con tu jersey, Max! ¡Eres mi perro con jersey! —me decía
C. J. con cariño.
Yo meneaba la cola, encantado de ser el centro de su mundo.
Cada vez que me quitaba el jersey, este hacía un ruido como de algo que se
rasgara. Al final, asocié ese sonido con el final del paseo y el inicio de la
siesta.
No sabía por qué nunca regresamos a casa ni por qué Duke ya no venía con
nosotros de paseo. Suponía que, seguramente, Sneakers no echaba de menos
a Duke, pero resultó que yo sí lo extrañaba. Por irritante que pudiera resultar
a veces, era un perro grande y bobo: era divertido jugar con él. Y me dejaba
ser el líder. Además, me daba cuenta de que la gente iba con cuidado cuando
C. J. iba protegida por nosotros dos. Él había formado parte de nuestra
familia.
Así iban las personas por el mundo. Un día podían decidir que se iban a vivir a
otra parte y que dejaban de jugar con ciertos perros.
A veces, C. J. se sentaba en el único mueble que había al lado de la cama, un
taburete de madera, y tiraba una pequeña pelota que rebotaba por toda la
cocina. Yo me ponía a perseguirla, resbalando por el suelo.
—Oh, Max, siento mucho que este espacio sea tan pequeño —me dijo un día,
tirándome la pelota.
Me encantaba ese juego y, ahora que ya me había acostumbrado, me gustaba
más la nueva casa que la anterior, puesto que aquí podía estar más cerca de
C. J.
La pelota rebotó sobre la cama y di un salto para ir a por ella. Y me
sorprendió ver que podía subir a la cama, porque hasta ese momento nunca
antes lo había hecho. Sneakers también se sorprendió, porque se puso en pie
de un salto, abriendo mucho los ojos y erizando todo el pelaje.
—¡Max! —exclamo C. J., encantada.
Cada vez que se ponía esos zapatos que olían tan bien y se pasaba un rato
jugando con su cabello, yo sabía que Gregg estaba a punto de llegar. Y en esa
ocasión tampoco me equivoqué, puesto que pronto oímos que llamaban a la
puerta. Corrí hasta ella y Sneakers salió huyendo. Olí a Gregg al otro lado de
la puerta, así que seguí ladrando. C. J. me cogió en brazos.
—Max, sé amable —me dijo mientras abría la puerta.
Gregg entró y le dio un beso a C. J. en la cara mientras ella me apartaba un
poco. Gruñí.
—Tan simpático como siempre, por lo que veo —dijo Gregg.
—Max, sé amable. Amable, Max.
Yo pensaba que «amable» significaba «no muerdas», pero continué
fulminando a Gregg con la mirada para que supiera que no debía intentar
nada malo.
—Bonito lugar —dijo Gregg, mirando a su alrededor.
C. J. me dejó en el suelo y me acerqué a oler el pantalón de Gregg, que olía a
hojas.
—Sí, permite que te haga una visita guiada. No te alejes de mí para no
perderte —dijo C. J. riendo—. Esta es la cocina-comedor-dormitorio.
—Bueno, tengo una sorpresa.
—¿De verdad? ¿Cuál?
—Nos vamos. Al norte. Tres días.
—¡Bromeas! —C. J. dio una palmada y yo la miré con curiosidad—. ¿Cuándo?
—Ahora.
—¿Disculpa?
—Ahora, vámonos ahora. Puedo estar fuera un par de días más.
—¿Y qué…?
Gregg hizo un gesto con la mano.
—Hay una especie de acuerdo sobre una propiedad; ha tenido que irse de la
ciudad.
C. J. se quedó muy quieta, mirándolo.
—No era eso a lo que me refería. Lo que quería decir es que no puedo irme
justo ahora, Gregg. No en este mismo instante.
—¿Por qué no?
—Tengo clientes. Debo encontrar a alguien que me sustituya. No puedo irme
así.
—Tus clientes son perros —dijo Gregg.
Percibí cierto enojo en el tono de su voz y le dirigí una mirada amenazadora
que él ignoró.
—Ellos cuentan conmigo. Si no estoy, debo encontrar a alguien que me cubra.
—¡Dios! —Gregg miró a su alrededor—. Ni siquiera hay un sitio para sentarse
a hablar de esto.
—Bueno, sí, quiero decir que podemos sentarnos en la cama —dijo C. J.
—Vale, buena idea.
Gregg y C. J. se fueron a la cama a abrazarse. Sneakers bajó de la cama y yo
subí para lamerle la cara a C. J.
—¡Max! —exclamó ella, riendo.
Pero Gregg no se reía.
—Esto… —empezó.
—Vamos, Max —dijo C. J. cogiéndome en brazos.
Me llevó al baño y Sneakers nos siguió, metiéndose entre las piernas de C. J.
—Quédate aquí —me dijo.
Cerró la puerta. Sneakers y yo nos miramos, entristecidos.
—¿Quedarnos?
Sneakers se acercó y me olisqueó un poco, buscando consuelo. Luego se puso
delante de la puerta y se sentó, con actitud expectante, como si esta fuera a
abrirse de inmediato. Estuve un buen rato rascando la puerta, gimiendo, pero
al final desistí y me enrosqué a esperar en el suelo.
Al cabo de un rato, C. J. abrió la puerta y me puse a correr por la cocina,
emocionado de estar fuera del baño. ¡Era tan divertido! C. J. iba descalza,
pero volvió a ponerse esos zapatos que olían tan bien. Apoyé las patas
delanteras en sus piernas y ella me sonrió.
—Hola, Max. Buen perro.
Meneé la cola al oír que era un buen perro.
—Bueno, pues vale —dijo Gregg—. Si no puedes, no puedes.
—Lo siento, pero necesito saberlo con un poco de antelación. Aunque sea uno
o dos días. Hay un chico en el parque que pasea perros. Supongo que podría
sustituirme, pero no sé cómo ponerme en contacto con él.
—Este tipo de cosas no las podemos saber con antelación.
—Bueno, pero dentro de poco eso ya no importará, ¿verdad? Quiero decir que
dijiste que era cuestión de unos cuantos meses más.
Gregg miró a su alrededor y dijo:
—Vaya, este sitio es pequeño incluso tratándose de Nueva York, ¿sabes?
—¿Gregg? Dijiste que unos cuantos meses más. ¿Verdad? ¿Verdad?
Gregg se pasó una mano por el cabello.
—Debo ser sincero, C. J. Esto no funciona para mí.
—¿El qué?
—Quiero decir… —Gregg dejó vagar la mirada por la cocina—. Esto no es
conveniente.
—Oh. Vale. Porque, por encima de todo, yo soy conveniente.
C. J. parecía enfadada.
—¿Sabes qué? Ese es el tono insultante que siempre utilizas conmigo —dijo
Gregg.
—¿Insultante? ¿En serio?
—Ya sabes qué quiero decir.
—No, en realidad, no lo sé. ¿Qué quieres decir?
—Mira, antes eras comprensiva, y ahora tienes todas esas exigencias. Yo
venía con ese fantástico viaje planeado, pero tú… no puedes. Y desde el
principio has sabido con qué me enfrento en casa. Es solo… que lo he estado
pensando y…
—Oh, Dios mío, Gregg, ¿estás haciendo esto ahora? Es decir, ¿no podías
haber dicho algo antes? O quizá eso no hubiera sido conveniente para ti.
—Has sido tú quien ha sacado el tema. Yo estaba feliz con irnos de viaje y
todo, pero tú has tenido que empezar a presionar.
—A presionar. Vaya.
—Creo que necesitamos un poco de distancia durante un tiempo, para ver
cómo nos sentimos.
—Lo que siento es que tú has sido el mayor error que he cometido en toda mi
vida.
—Vale, pues ya está. No pienso tolerar más insultos tuyos.
—¡Fuera de aquí, Gregg!
—¿Sabes qué? ¡Nada de esto es culpa mía! —gritó Gregg.
Ahora me daba cuenta de que Gregg estaba haciendo enfadar a C. J., así que
me lancé contra él gruñendo, directo a sus tobillos. Él se apartó de un salto.
C. J. me cogió en brazos.
—Si ese perro hace eso otra vez, lo mando al espacio de una patada —dijo
Gregg.
Él también estaba enojado. Me debatía en los brazos de C. J. para que me
dejara bajar, pero ella me sujetaba con fuerza.
—Vete. Ahora. Y no vuelvas —dijo C. J., cortante.
—Es poco probable que lo haga —replicó Gregg.
Cuando se hubo marchado, C. J. se sentó a la mesa y se puso a llorar. Yo
lloriqueé un poco. Ella me cogió en brazos. Intenté lamerle la cara, pero ella
me obligó a quedarme quieto en su regazo.
—Soy tan tonta, tan tonta —decía una y otra vez.
No comprendía nada de lo que estaba diciendo, pero por cómo se sentía
pensé que había sido un mal perro. C. J. se quitó los zapatos y, al cabo de un
rato, se fue al refrigerador y sacó un poco de helado.
Después de eso, no volví a ver esos zapatos durante mucho tiempo. Casi todos
los días dábamos paseos con los perros, y muchas veces íbamos al parque. Allí
siempre buscaba el olor de Duke. Pero nunca lo encontré, a pesar de que allí
había innumerables rastros de muchos muchos perros. Sneakers dividía su
tiempo entre la casa de la señora Minnick y la nuestra, lo cual estaba bien
porque eso significaba que yo disponía de más tiempo para estar a solas con
C. J. Los días se fueron haciendo más fríos y yo empecé a salir siempre con el
jersey puesto.
El día en que los zapatos, por fin, volvieron a aparecer, me preparé para tener
otro encuentro con Gregg. Pero me llevé una agradable sorpresa cuando,
después de lanzarme a ladrar contra la puerta cuando llamaron, me di cuenta
de que era otra persona: ¡Trent!
—¡Hola, desconocido! —exclamó C. J. al abrir la puerta.
De repente, me invadió una oleada de aromas florales: Trent llevaba flores en
los brazos. Se abrazaron. Luego, él se agachó para saludarme y noté, por
encima del olor de las flores, que sus manos desprendían un olor de jabón y
de algo aceitoso. Meneé la cola y me retorcí de placer al sentir el contacto de
sus manos.
—No puedo creer cómo se comporta Max contigo —dijo C. J. mientras le hacía
pasar y dejaba las flores.
Toda la casa se llenó de su olor al instante.
—¿Sabes? Este sitio es mucho mejor que el último —dijo Trent.
—Ya, cállate. ¿Puedes creer que me dijeron que tenía cocina? Le dije a la
mujer: oye, una cocina tiene más de un quemador. Esto es un hornillo.
Trent se sentó en la encimera, cosa que no me gustó, porque significaba que
no podía llegar hasta él.
—Supongo que este alquiler es mucho más barato que el del ático.
—Bueno, sí, pero ya conoces Nueva York. Tampoco es barato. Y lo de pasear
perros no me está yendo muy bien. Resulta que cuando pierdes a un cliente
famoso, también pierdes un montón de clientes no tan famosos.
—Pero estás bien, ¿supongo?
—Sí, bien.
Trent la miró.
—¿Qué sucede? —preguntó ella.
—Estás muy delgada, C. J.
—Vamos, Trent, por favor.
Se quedaron en silencio un momento.
—Bueno, eh, tengo novedades —dijo Trent al fin.
—¿Te han puesto al mando del sistema financiero mundial?
—Bueno, por supuesto, pero eso fue la semana pasada. No, es, esto…, Liesl.
—¿Qué?
—Este fin de semana voy a pedirle que se case conmigo.
Percibí que C. J. se sobresaltaba con sorpresa. Se sentó en el taburete y yo me
acerqué a ella, preocupado.
—Vaya —dijo, al fin—. Eso es…
—Sí, lo sé. Las cosas estaban un poco tensas entre nosotros, creo que ya te
hablé de eso. Pero, últimamente, no sé. Simplemente, parece que todo está
bien, ¿sabes? Hace un año y medio que estamos juntos. Y esa es la
conversación que nunca hemos tenido entre nosotros, así que pensé que
había llegado el momento de hablarlo. ¿Quieres ver el anillo?
—Claro —dijo C. J. en voz baja.
Trent se metió la mano en el bolsillo, sacó un juguete y se lo dio a C. J. Ella no
me dejó olerlo, así que me imaginé que no debía de ser muy divertido.
—¿Qué pasa, C. J.?
—Es que me parece…, no sé, rápido… o algo. Es decir, somos tan jóvenes.
¿Casados?
—¿Rápido?
—No, olvídalo. El anillo es precioso.
Al cabo de poco rato, C. J. y Trent se marcharon. Cuando ella regresó, olía
deliciosamente a comida. Pero estaba sola. Me sentí decepcionado, puesto
que tenía la esperanza de que Trent se quedara para jugar, tal como había
hecho siempre cuando tenía a Rocky. Me pregunté si el hecho de que no
tuviera un perro era el motivo por el que ya no venía tanto como antes. Y, no
por primera vez, pensé que Trent, sin lugar a dudas, necesitaba un perro.
C. J. parecía triste. Se tumbó en la cama y dejó caer los zapatos al suelo. Oí
que lloraba. Sneakers subió a la cama, pero yo no me podía imaginar que un
gato pudiera ofrecer tanto consuelo como un perro. Cuando estás triste,
necesitas un perro. Tomé carrerilla y salté. C. J. me abrazó con fuerza.
—Mi vida no es nada —dijo.
Había una gran tristeza en sus palabras, aunque yo no sabía qué era lo que
decía o si me hablaba a mí o a Sneakers.
Al cabo de un rato, mi chica se quedó dormida, a pesar de que llevaba puesta
la misma ropa que cuando se había marchado con Trent. Bajé de la cama y di
unas vueltas por la habitación, agitado a causa de su tristeza.
Seguramente a causa de mi preocupación y de que intentaba comprender qué
era lo que sucedía, pensé algo que no se me había ocurrido pensar antes:
cada vez que C. J. se ponía esos zapatos que olían tan bien, se ponía triste.
Quizá tuvieran un olor maravilloso, pero eran unos zapatos muy muy tristes.
Supe lo que debía hacer.
24
PENSÉ QUE SI MORDISQUEABA esos zapatos tristes, mi chica ya no volvería
a estar así nunca más. Pero cuando se despertó y vio los trozos de zapato
esparcidos por el suelo, no se puso contenta.
—¡Oh, no! —gritó—. ¡Malo, Max! ¡Malo, Max!
Yo era un perro malo. No debería haber mordisqueado los zapatos.
Me acerqué a ella con la cabeza gacha y las orejas aplastadas contra la
cabeza, lamiéndome el hocico con nerviosismo. C. J. se arrodilló y se puso a
llorar con la cara entre las manos. Sneakers se asomó al borde de la cama
para mirarnos. Yo apoyé, ansioso, las patas delanteras en mi chica, aunque al
principio no pareció que eso fuera de ninguna ayuda. Pero al final, ella me
cogió en brazos y me apretó con fuerza. Su tristeza fluyó mientras lloraba.
—Estoy sola en el mundo, Max —me dijo C. J.
No meneé la cola porque había pronunciado mi nombre con mucha tristeza.
Al final, C. J. tiró los trozos de zapato. A partir de aquella mañana, parecía que
se movía más despacio, que sus gestos eran melancólicos. Continuábamos
yendo a pasear con los otros perros casi cada día, pero C. J. no se animaba al
verlos. Y cuando cayó la primera nieve, se sentó a mirarnos jugar a mí y a
Katie en el parque para perros sin reírse ni un momento.
Yo deseaba que Trent volviera, porque C. J. siempre estaba alegre cuando
Trent estaba cerca. Pero no lo hizo, y mi chica no volvió a pronunciar el
nombre de Trent en el teléfono.
Aunque, un día, sí pronunció el nombre de Gloria. C. J. estaba sentada en el
taburete, hablando. Y tenía el teléfono en la cara.
—¿Cómo estás, Gloria? —dijo.
Yo había estado jugando con Sneakers en la habitación, pero ahora entré en
la cocina, curioso. Gloria no estaba allí. C. J. solo decía:
—Ajá… Ajá… Ajá.
—¿Hawái? Eso suena muy bien —dijo C. J. mientras yo bostezaba y daba
vueltas sobre el cojín para ponerme cómodo.
Sneakers se acercó y saltó sobre la encimera, fingiendo que no le importaba
que yo estuviera allí.
—Ajá. Qué bien —dijo C. J.—. Escucha, Gloria, tengo que preguntarte… si me
podrías prestar un poco de dinero. Es solo… que voy un poco justa. Estoy
buscando trabajo, y también estoy intentando encontrar más clientes para
pasear perros, pero no me salen… Ajá. Bueno, claro, comprendo, eso debe de
haber sido caro… Claro, lo pillo, no podías ir con unas maletas viejas… No, no
lo estoy, solo estoy escuchando lo que me dices… Vale, solo te lo quería
preguntar, Gloria, no quiero que esto se convierta en una discusión.
Al final, Sneakers perdió la paciencia y bajó de un salto. Se acercó a mí,
ronroneando, pero puesto que yo no me moví, él se enroscó a mi lado, encima
del cojín. Suspiré.
C. J. dio un fuerte golpe con el teléfono. Estaba muy enfadada con él, pero yo
ya sabía —desde el episodio con los zapatos— que eso no significaba que
quisiera que yo hiciera algo al respecto. No obstante, los teléfonos no me
parecían buenos juguetes. C. J. se fue hasta el refrigerador, lo abrió y se
quedó de pie mirando dentro durante un buen rato. Luego me miró:
—Vamos a dar un paseo, Max —me dijo.
Hacía mucho frío, pero no me quejé. Al final, C. J. me cogió en brazos
mientras caminaba. Al no tener ya las patas sobre el suelo húmedo, volví a
estar caliente y cómodo.
Una tarde, al cabo de varios días, llamaron suavemente a la puerta y ladré
con fuerza. C. J. se había pasado casi todo el día en la cama, allí, tumbada, y
yo había estado con ella casi todo el tiempo. Pero al oír que llamaban, se
levantó mientras yo pegaba la nariz a la rendija de la puerta, meneando la
cola: ¡Trent!
—¿Quién es, Max? ¿Hola? —dijo mi chica en voz alta.
—C. J., soy yo.
—Oh.
C. J. miró a su alrededor, se pasó una mano por el pelo y abrió la puerta.
—Hola, Trent.
—Dios, he estado preocupado por ti. ¿Por qué tienes apagado el teléfono?
—Oh. Esto, solo, una tontería. Debo hablar con ellos.
—¿Puedo entrar?
—Claro.
Trent entró y golpeó el suelo con los pies para sacudirse la nieve. Llevaba el
abrigo mojado, y lo puso en el mismo colgador en el que estaba mi correa. Yo
di vueltas alrededor de sus tobillos hasta que, al fin, él se arrodilló para
recibir mis lametones.
—Hola, Max, ¿cómo estás, chico? —dijo Trent, riendo. Luego se puso en pie y,
mirando a C. J., preguntó—: Eh, ¿estás bien?
—Claro.
—Pareces… ¿Estás enferma?
—No —respondió C. J.—. Solo estaba echando una cabezada.
—No has respondido mis mensajes. Los de antes, quiero decir los de cuando
el teléfono todavía te funcionaba. ¿Estás enfadada conmigo?
—No. Lo siento, Trent. Sé que es difícil que te lo creas, pero últimamente he
estado un poco ocupada y no he podido responder a todo el mundo.
Trent permaneció callado un momento.
—Lo siento.
—No, no pasa nada.
—Mira, ¿quieres que vayamos a comer algo?
Me di cuenta de que C. J. se enfadaba un poco. Se cruzó de brazos y preguntó:
—¿Por qué?
Me acerqué a ella y me senté a sus pies por si acaso me necesitaba.
—Esto… No lo sé, ¿porque es la hora de cenar?
—¿Así que has venido a alimentarme? ¿Qué te parece si abro la boca y tú
regurgitas dentro?
—¿Qué? C. J., ¿qué estás diciendo? He venido a ver cómo estás.
—Has venido a controlar cómo estoy. Para ver si no me salto ninguna comida.
—Yo no he dicho eso.
—Bueno, pues no puedo. Tengo una cita.
Trent parpadeó, sorprendido.
—Oh.
—Debo arreglarme.
—Vale. Mira, lo siento si…
—No hace falta que te disculpes. Siento haberme enfadado. Pero deberías
irte.
Trent asintió con la cabeza. Cogió el abrigo y la correa se meció en el
colgador tentadoramente. Miré a C. J., pero no tenía pinta de que fuéramos a
dar un paseo. Trent se puso el abrigo, miró a C. J. y le dijo:
—Te echo de menos.
—He estado muy ocupada.
—¿Tú también me echas de menos?
C. J. apartó la mirada.
—Por supuesto.
Entonces, la tristeza embargó a Trent.
—Bueno, ¿cómo me puedo poner en contacto contigo?
—Cuando recupere el teléfono, te llamaré.
—Tomaremos… café… o algo.
—Claro —dijo C. J.
Se dieron un abrazo. C. J. también estaba triste. La tristeza los embargaba a
ambos. No comprendía por qué se sentían tan tristes, pero a veces suceden
cosas entre las personas que los perros no comprenden.
Trent se fue y Sneakers salió de debajo de la cama. Deseé que no se hubiera
escondido; no había ningún motivo para esconderse de él: Trent era bueno.
Al cabo de unos días, cuando regresamos de pasear con los perros,
encontramos a una mujer en la puerta de entrada. Llevaba un papel en la
mano. C. J. jadeaba un poco después de haber subido las escaleras. Yo me
puse a ladrar.
—¡Lidia! —dijo C. J.
Se agachó y me cogió en brazos. Paré de ladrar.
—Solo estaba dejando un aviso —dijo la mujer.
—Un aviso —repitió C. J.
La mujer suspiró.
—Vas muy retrasada, cariño. ¿Podrías pagar algo del alquiler hoy?
—¿Hoy? No, yo… cobro el viernes. Quizá podría hacer casi todo el pago
entonces.
Mi chica tenía miedo. Me puse a gruñirle a esa mujer, porque llegué a la
conclusión de que ella era la causa de la agitación de C. J.
—Calla, Max —dijo C. J., poniéndome una mano sobre el hocico.
Pero continué gruñendo a pesar de su mano.
—El viernes ya deberás otro pago. Por eso estoy aquí. Lo siento, C. J., pero
debo decirte que, o bien te pones al día, o tendrás que irte. Yo también tengo
que pagar un alquiler y encargarme de las facturas.
—No, lo comprendo. Sí, claro —dijo C. J.
Se pasó un mano por los ojos.
—¿Tienes familia? ¿Alguien a quien puedas recurrir?
C. J. me sujetó el hocico con más fuerza, así que dejé de enseñarle los dientes
a la mujer. Me di cuenta de que mi chica necesitaba más mi consuelo que mi
protección.
—No, mi padre murió en un accidente de avión cuando yo era pequeña.
—Oh, lo siento.
—Me mudaré. Gracias por… toda tu paciencia. Prometo que te pagaré el
dinero que te debo. Estoy buscando un trabajo mejor.
—Cuídate, cariño. Parece que no hayas comido desde hace una semana.
La mujer se marchó. C. J. entró en el apartamento con el papel que la mujer le
había dado. Se sentó en la cama. Yo me puse a gimotear, así que me cogió y
me subió también, y fui a ponerme en su regazo. La tristeza y el miedo la
embargaban.
—Me he convertido en mi madre —susurró.
Al cabo de un rato, se puso en pie y empezó a poner su ropa en una maleta.
Me dio un poco de queso y algo de la comida que Sneakers se había negado a
comer. En otras circunstancias, me habría sentido encantado con ese
magnífico banquete, pero la manera en que me lo dio era un tanto extraña. Su
actitud mostraba una pesadumbre fría que le quitó toda la alegría.
C. J. sacó el transportín de Sneakers y puso todos sus juguetes dentro;
también su lecho. Sneakers lo observaba todo, inexpresivo, pero yo daba
vueltas alrededor de C. J. con ansiedad. Sin embargo, me sentí mejor cuando
me enganchó la correa, cogió a Sneakers y el transportín y se fue hasta la
puerta de la casa de la señora Minnick.
—Hola, señora Minnick —dijo C. J.
La señora Minnick alargó los brazos para coger a Sneakers, que se había
puesto a ronronear.
—Hola, C. J. —dijo.
—Necesito pedirle un favor enorme. Yo… debo mudarme. Y al sitio al que voy
no aceptan animales de compañía. Así que me preguntaba si usted podría
cuidar a Sneakers durante un tiempo. Quizá ¿para siempre? Él es tan feliz
aquí.
La señora Minnick sonrió ampliamente.
—¿Estás segura? —Y sujetando a Sneakers en el aire, preguntó—: ¿Sneakers?
Sneakers dejó de ronronear porque no le gustaba que lo sujetaran de esa
manera. Puse una pata sobre la pierna de C. J., impaciente por ir a pasear. La
señora Minnick retrocedió un poco y C. J. dejó el transportín en el suelo,
dentro de la casa.
—Todas sus cosas están ahí dentro. También hay unas latas de comida, pero
últimamente no come mucho.
—Bueno, yo le he estado dando comida.
—Me lo imaginaba. Muchas gracias otra vez.
C. J. dio un paso hacia la señora Minnick, que todavía tenía al gato en brazos.
—Sneakers. Eres un buen gato —dijo C. J., recostando el rostro sobre el pelaje
del gato. Él frotó la cabeza contra ella, ronroneando—. Vale —susurró C. J.
Gimoteé, ansioso al sentir la tristeza de mi chica.
La señora Minnick miraba a C. J.
—¿De verdad que estás bien?
—Oh, sí. Sneakers, tú eres mi gato favorito, sé bueno.
—¿Vendrás a vernos? —preguntó la señora Minnick.
—Por supuesto. Tan pronto como esté instalada en el sitio nuevo, vendré. ¿De
acuerdo? Ahora debo irme. Adiós, Sneakers. Te quiero. Adiós.
El gato saltó de los brazos de la señora Minnick y entró en la casa. Sneakers
era, en general, un gato bueno, pero ahora había puesto triste a mi chica y
eso no me gustó.
Después de que dejáramos a Sneakers con la señora Minnick, fuimos a dar un
paseo muy raro. Primero hice mis necesidades en la nieve; luego C. J. me
cogió en brazos y caminamos y caminamos y caminamos. Me encantaba notar
su calor y sentirme seguro en sus brazos. Pero ella parecía verdaderamente
cansada y triste. Me pregunté adónde íbamos.
Finalmente, se detuvo y me dejó en el suelo. Olisqueé un poco la nieve, pero
no reconocí ninguno de los olores. C. J. se arrodilló y se inclinó ante mí.
—Max.
Le lamí la cara. Eso la hizo sentir triste otra vez: no tenía ningún sentido para
mí. Normalmente, se alegraba cuando la lamía.
—Has sido un perro muy muy bueno, ¿me entiendes? Has sido el mejor perro
que una chica puede querer. Te quiero, Max. Me crees, ¿verdad? No importa
lo que suceda, no olvides cuánto te quiero, porque es verdad.
C. J. se estaba pasando la mano por la cara y tenía las manos llenas de
lágrimas. Su tristeza era tan terrible que sentí miedo.
Al cabo de un momento, se puso en pie y respiró profundamente.
—Vale —dijo.
Me llevó un poco más adelante. Entonces reconocí algunos olores. Supe que
íbamos a ver a Trent. Me sentí aliviado: Trent ayudaría a C. J. Fuera lo que
fuera lo que estaba pasando, un perro no lo podía entender. Pero él sabría
qué hacer.
Trent abrió la puerta.
—Dios, ¿qué ha pasado? —preguntó—. Entra.
—No puedo —dijo C. J., de pie en la entrada—. Debo irme. Tengo que ir al
aeropuerto. Me dejó en el suelo y yo corrí hasta Trent dando saltos y
meneando la cola.
—¿Al aeropuerto?
—Es Gloria, está muy enferma. Debo estar ahí.
—Iré contigo —dijo Trent.
—No, no, lo que necesito es… ¿Puedes quedarte con Max? ¿Por favor? Eres la
única persona en el mundo que le cae bien.
—Claro —dijo Trent—. ¿Max? ¿Quieres quedarte aquí unos cuantos días?
—Debo irme —dijo mi chica.
No parecía estar más feliz ahora, ahí con Trent.
—¿Quieres que te lleve en coche al aeropuerto?
—No, no hace falta.
—Pareces muy preocupada, C. J.
Ella respiró profundamente, temblorosa.
—No, estoy bien. Supongo que tengo cosas… inconclusas con Gloria. No pasa
nada. Debo irme.
—¿A qué hora tienes el vuelo?
—Trent, por favor, estoy bien, ¿vale? Déjame marchar.
—Vale —dijo Trent en voz baja—. Di adiós, Max.
—Ya nos hemos… —C. J. meneó la cabeza—. Vale, claro. Adiós, Max. —Se
arrodilló y dijo—: Te quiero. Nos vemos pronto, ¿vale? Adiós, Max. —Se puso
en pie—. Adiós, Trent.
Se dieron un fuerte abrazo. Cuando se separaron, me di cuenta de que Trent
sentía un poco de miedo. Miré a mi alrededor, pero no vi ninguna amenaza.
—¿C. J.? —susurró.
Ella negó con la cabeza, pero no le miró a los ojos.
—Debo irme —dijo.
Se dio la vuelta. Quise seguirla, pero la correa me lo impidió. Ladré, pero C. J.
no miró hacia atrás. Se fue directamente a la pequeña habitación con la doble
puerta y, cuando esta se abrió, entró y se giró. Entonces, por un instante
eterno, me miró. Me miró a los ojos y luego miró a Trent. Con una pequeña
sonrisa, le dijo adiós con la mano. Incluso desde ahí vi sus lágrimas, brillantes
bajo la dura luz del techo de esa pequeña habitación. Volví a ladrar. Entonces,
las puertas se cerraron.
Trent me cogió y me miró.
—¿Qué está pasando aquí, eh, Max? —susurró—. Esto no me gusta. No me
gusta nada de nada.
25
AHORA LAS COSAS ERAN totalmente distintas. Yo vivía en casa de Trent,
que era más grande que la casa en que vivía con C. J. Todavía iba de paseo
con perros: una mujer que se llamaba Annie venía cada día con un perro
gordo y feliz llamado Harvey y me llevaba de paseo con ella. Me resultaba
extraño que se llamara Annie, puesto que mis hermanas, en ese sitio en que
los perros ladraban, se llamaban Abby y Annie. Llegué a la conclusión de que
algunas personas querían tanto a los perros que se ponían nombre de perro.
Annie olía a muchos gatos y perros diferentes, lo cual parecía confirmar mi
teoría. La primera vez que vino, fui corriendo hasta ella ladrando fieramente
para que supiera que no me sentía intimidado por Harvey, pero Trent estaba
allí y me cogió en brazos. Luego Annie también me acunó y no supe qué
hacer. Normalmente, cuando gruñía, las personas no me daban abrazos. Pero
ella me acarició y me estrechó: bajé la guardia por completo. C. J. no estaba
allí y no necesitaba mi protección, así que quizá estaba bien si dejaba que
Annie se tomara ciertas libertades.
Annie, Harvey y yo íbamos de paseo con otros perros, pero Annie lo hacía
mal: no nos parábamos a recoger a Katie de camino, aunque sí nos
deteníamos a recoger a un perro que se llamaba Zen, que era grande pero
tenía las patas cortas y unas orejas muy grandes que casi le llegaban al suelo.
Se parecía mucho a Barney, el perro que vivía con Jennifer cuando Rocky y yo
éramos cachorros. Al ver a Zen le gruñí; él se tumbó de espaldas al suelo y
permitió que le olisqueara todo el cuerpo. No tendría ningún problema con él.
Pero había un perro que se llamaba Jazzy, con el pelo rizado, que se mostraba
menos dispuesto a cooperar. Jazzy no jugaba conmigo.
Trent solo venía a casa por la noche; normalmente traía una bolsa con comida
que ingería en silencio y de pie en la cocina. Parecía muy cansado y triste.
Cuando me acercaba las manos, notaba el olor de muchas cosas diferentes,
pero nunca el olor de mi chica.
—Oh, Max, la echas de menos, ¿verdad? —me dijo Trent en voz baja.
Meneé la cola para demostrarle que había oído mi nombre y que me gustaba
que me acariciara la cabeza.
Lo apreciaba y me apenaba mucho que no tuviera perro, pero yo necesitaba
estar con C. J. ¿Dónde estaba? ¿Por qué me había dejado allí? A veces soñaba
que estaba a mi lado; sin embargo, cuando abría los ojos, volvía a estar en
casa de Trent, solo.
¿Habría regresado C. J. a vivir con Sneakers? ¿Por eso estaba tan triste?
Había percibido el mismo tipo de tristeza en Hannah la vez en que, cuando yo
era Chico, me habían llevado al veterinario por última vez. Era una especie de
tristeza de despedida. Pero C. J. me necesitaba en su vida; por eso siempre
venía a buscarme cuando era un cachorro. Nada podía cambiar eso. Así pues,
fuera lo que fuera lo que me mantenía separado de ella, tenía que ser algo
temporal.
Una tarde, cuando Annie y Harvey me llevaron de vuelta a casa de Trent, él
estaba sentado en el salón.
—¡Oh, hola! —dijo Annie—. ¿Este es el día?
—Sí —dijo Trent.
Harvey se había sentado en la entrada, esperando a que le dijeran que podía
entrar. Era uno de esos perros que siempre están esperando el permiso de las
personas para hacer las cosas. Yo podría ser ese tipo de perro, pero C. J.
nunca me pedía que lo fuera.
—Vale, Harvey —dijo Annie.
Él entró y se acercó a mi cuenco para ver si le había dejado algo de comida.
Jamás hacía tal cosa, pero, igualmente, él siempre tenía que comprobarlo.
Annie se detuvo y alargó los brazos hacia mí. Me acerqué para que me
abrazara mientras Harvey le pegaba el enorme hocico en la cara para recibir
un abrazo.
—Hoy has tenido un buen día, Max.
Cuando Annie se fue, Harvey se fue con ella sin mirar atrás ni una vez.
—Mira lo que tengo aquí para ti, Max —dijo Trent.
Era como un transportín, pero los laterales eran suaves. Trent parecía muy
emocionado de enseñármelo. Lo olisqueé detenidamente. Cuando era Molly,
el transportín era mucho más grande; pero, claro, yo también lo era.
Pensar en ser Molly y en ese viaje que hice en un transportín hizo que me
preguntara si íbamos a ver a C. J. Trent me cogió para meterme dentro del
transportín. No me quejé, a pesar de que no podía ver casi nada de fuera.
Trent cogió el transportín; aquello me desconcertó. Fue muy diferente a
cuando las personas me cogían en brazos y me levantaban del suelo.
Fuimos a dar un paseo en coche, los dos en el asiento trasero. Me sentía un
poco frustrado por que Trent no me dejara salir del transportín para ladrar a
todos los perros de la calle. No obstante, allí dentro hacía un agradable calor,
lo cual resultaba reconfortante, comparado con el aire frío y húmedo que
había notado cuando Trent y yo salimos del edificio.
Fuimos a otro edificio. No pude evitar sentirme inquieto: era un lugar
silencioso, muy silencioso, a pesar de que noté el olor de varias personas y de
productos químicos. Apenas veía nada metido allí dentro. Además, la forma en
que Trent movía el transportín al caminar me mareaba un poco. Luego
entramos en una pequeña habitación y él dejó el transportín en el suelo.
—Eh —dijo en voz baja. Oí un crujido.
—Hola —dijo alguien con voz débil y entrecortada.
—He traído a alguien —dijo Trent.
Metió los dedos entre el suave material del transportín y yo le lamí los dedos,
ansioso por que me dejara salir. Por fin, metió las manos dentro y me cogió.
Me levantó en el aire y vi a una mujer tumbada en una cama.
—¡Max! —exclamó ella.
Y entonces me di cuenta de que era C. J. Su olor era raro: ácido y de
productos químicos, pero la reconocí. Me debatí un poco para saltar de los
brazos de Trent, pero él me sujetó con fuerza.
—Debes ser suave, Max. Suave —dijo Trent.
Me acercó a C. J. Ella alargó sus manos calientes y maravillosas hacia mí. Me
apreté contra ella, gimiendo y lloriqueando un poco: no pude evitarlo. Estaba
muy contento de ver a mi chica.
—Vale, tranquilo, Max. ¿Vale? Tranquilo —decía Trent.
—No pasa nada. Me has echado de menos, ¿verdad, Max? Sí, pequeño —dijo
ella.
Me pregunté por qué su voz era tan débil y entrecortada. Sonaba
completamente diferente. De su brazo colgaba una correa de plástico.
Además, en la habitación se oía un pitido que resultaba muy desagradable.
—¿Cómo te sientes hoy? —preguntó Trent.
—Todavía me duele la garganta, por lo del tubo, pero estoy mejorando. Eso sí,
aún tengo náuseas —dijo C. J.
Quería olerle todo el cuerpo para explorar todos esos extraños olores, pero
sus manos me sujetaban con una rara tensión y me obligaban a quedarme
quieto. Hice lo que ella quería.
—Sé que crees que tienes un aspecto muy malo, pero, comparado a cómo
estabas en la UCI, es como si estuvieras lista para correr una maratón. Has
recuperado el color en las mejillas —dijo Trent—. Y tienes los ojos limpios.
—Seguro que estoy fabulosa —respondió C. J.
Una mujer entró en la habitación; solté un gruñido profundo para hacerle
saber que C. J. estaba protegida.
—¡No, Max! —dijo C. J.
—Max, no —dijo Trent.
Se acercó y también me puso las manos encima, así que me encontré
totalmente inmovilizado cuando la mujer le dio a C. J. una cosa inodora para
comer, así como un pequeño vaso de agua. La verdad era que resultaba muy
agradable que los dos me estuvieran tocando, así que me quedé quieto.
—¿Cómo se llama? —preguntó la mujer.
—Max —dijeron Trent y C. J. al mismo tiempo.
Meneé la cola.
—No debería estar aquí. No se permite la entrada a los perros.
Trent se acercó un poco a la mujer y le dijo:
—Es un perro muy pequeño y no ladra ni nada. ¿No puede quedarse un
minuto?
—Me encantan los perros. No se lo voy a decir a nadie, pero, si os pillan, no
os atreváis a decir que yo lo sabía —respondió la mujer.
Cuando la mujer se marchó, Trent y C. J. dijeron «buen perro» al mismo
tiempo, y yo volví a menear la cola.
Percibía un montón de oscuras emociones en mi chica: una mezcla de tristeza
y de desesperanza. Que me apretara contra ella no pareció animarla. También
estaba cansada; exhausta, incluso. Al cabo de poco rato, sus manos ya no me
sujetaban, sino que descansaban encima de mí, reposando con el peso de la
gravedad.
Me sentía confundido. No podía entender por qué C. J. estaba en esa
habitación. Sin embargo, lo más desconcertante e inquietante fue el hecho de
que Trent, al cabo de poco, me llamó y me apartó de C. J.
—Vendremos dentro de unos cuantos días, Max —dijo Trent.
Oí mi nombre, pero no comprendí lo que me decía.
—Buen chico, Max. Vete con Trent. No, no lo traigas otra vez, no quiero
enfrentarme con los médicos —dijo C. J.
Meneé la cola al saber que era un buen chico.
—Volveré mañana. Duerme bien, ¿vale? Y llámame a cualquier hora si no
puedes dormir. Me encantará hablar —dijo Trent.
—No tienes por qué venir cada día, Trent.
—Ya lo sé.
Regresamos a casa. Durante los días siguientes, Annie continuó viniendo para
llevarme de paseo con Harvey, Jazzy y Zen, pero ahora, cuando Trent
regresaba a casa por la noche, yo notaba el olor de C. J. en sus manos, además
de todos aquellos extraños olores.
Al cabo de uno o dos días, regresamos a esa pequeña habitación. C. J.
continuaba en la misma cama, pero su olor era un poco más agradable.
Cuando Trent me sacó del transportín, la encontré sentada en la cama.
—¡Max! —exclamó con alegría.
Salté a sus brazos y me abrazó. Ahora ya no llevaba una correa en el brazo y
tampoco se oía el pitido.
—Cierra la puerta, Trent, no quiero que Max tenga problemas.
Mientras charlaban, me enrosqué debajo de su brazo, procurando reclamar
para mí ese trecho de cama, por si Trent, al irse, no me llevaba con él. Estaba
durmiéndome cuando oí una voz de mujer:
—¡Oh, Dios mío!
Al momento, la reconocí.
Gloria.
Entró en la habitación con unas flores que le dio a Trent mientras se acercaba
a la cama de C. J. Olía a todas esas flores, además de a muchas otras cosas
dulces, lo cual me hizo llorar los ojos.
—Estás horrible —dijo Gloria.
—Yo también me alegro de verte, Gloria.
—¿Te están dando de comer? ¿Qué sitio es este?
—Esto es un hospital —dijo C. J.—. ¿Te acuerdas de Trent?
—Hola, señora Mahoney —dijo él.
—Bueno, claro que sé que es un hospital, no me refería a eso. Hola, Trent. —
Gloria acercó su cara a la de Trent y luego se giró hacia su hija—. Nunca
había estado tan preocupada en toda mi vida. ¡La conmoción casi me mata!
—Lo siento —dijo C. J.
—Cariño, ¿crees que yo no he tenido malas épocas? Pero siempre he
encontrado la fuerza para continuar. Eres un fracaso solo si te ves como un
fracaso; ya te lo he dicho en otras ocasiones. Pero que pasara esto… Estuve a
punto de desmayarme. He venido en cuanto me he enterado.
—Bueno, diez días —dijo Trent.
Gloria lo miró:
—¿Disculpa?
—La llamé hace diez días. Así que no ha sido exactamente en cuanto se ha
enterado.
—Bueno…, no tenía sentido que viniera mientras ella estaba en coma —dijo
Gloria frunciendo el ceño.
—Por supuesto —respondió Trent.
—Lo que dice tiene cierto sentido —apuntó C. J.
Ella y Trent se sonrieron.
—No soporto los hospitales. Los detesto profundamente —dijo Gloria.
—En eso eres única —dijo C. J.—. La gente los adora.
Esta vez, Trent se rio.
—Bueno, Trent, ¿crees que una madre podría hablar con su hija a solas? —
preguntó Gloria con frialdad.
—Claro —respondió Trent, que se apartó de la pared en que estaba apoyado.
—Llévate también a tu perro —le dijo Gloria.
Al oír la palabra «perro», miré a C. J.
—Es mi perro. Se llama Max —respondió C. J.
—Llámame si necesitas cualquier cosa —dijo Trent mientras salía por la
puerta.
Gloria se acercó a la cama y se sentó en la silla.
—Bueno, este sitio es realmente deprimente. ¿Así que Trent ha regresado a la
escena?
—No. Trent nunca ha estado «en la escena», Gloria. Es mi mejor amigo.
—De acuerdo, llámalo como quieras. Su madre, que, naturalmente, no pudo
evitar llamarme en cuanto se enteró de que mi hija se había tomado pastillas
con anticongelante, dice que es vicepresidente de un banco. No le creas
cuando se comporte como si fuera un tipo importante: en los bancos dan
cargos a todo el mundo. Así es como evitan pagarles un salario decente.
—Es inversor. Y sí: tiene mucho éxito —respondió C. J., irritada.
—Hablando de inversiones, tengo noticias muy importantes.
—Dime.
—Carl me va a proponer matrimonio.
—Carl.
—Ya te he hablado de Carl. Hizo una fortuna vendiendo fichas, eso que se
pone en las máquinas, como en las secadoras de las lavanderías. ¡Tiene una
casa en Florida y un velero de veinte metros! También tiene un apartamento
en Vancouver y es el dueño de un hotel en Vail, donde podemos ir cada vez
que queramos. ¡Vail! Siempre había querido ir allí, pero nunca había
encontrado a la persona adecuada. Dicen que Vail es como Aspen, pero sin
todos esos locales que lo destrozan.
—¿Así que te vas a casar?
—Sí. Me lo va a pedir el mes que viene, cuando nos vayamos al Caribe. Ahí es
donde propuso matrimonio a sus dos esposas. Así que, ya sabes, sumé dos y
dos. ¿Quieres ver una foto suya?
—Claro.
Levanté la vista, bostezando, mientras Gloria le daba una cosa. C. J. soltó una
carcajada.
—¿Este es Carl? ¿Es un veterano de la guerra civil?
—¿A qué te refieres?
—Tiene como mil años.
—No es verdad, es un hombre muy distinguido. Te pediría que no seas
maleducada. Va a ser tu padrastro.
—Oh, señor. ¿Cuántas veces he oído esto? ¿Qué me dices del que pagó la
hipoteca, a quien tú me hacías llamar «papá»?
—No se puede confiar en la mayoría de los hombres. Carl es diferente.
—¿Porque es viejo?
—No, porque todavía conserva la amistad con sus exesposas. Eso dice algo.
—Desde luego que sí. —C. J. me puso una mano sobre la cabeza; al sentir su
cálido y amoroso contacto, me entró sueño y me dormí.
Pero, de repente, me desperté al sentir que C. J. estaba enfadada.
—¿Qué quieres decir con que no piensas hablar de ello? —le preguntó C. J. a
Gloria.
—Esa familia fue horrible conmigo. No tendremos ninguna relación con ellos.
—Pero eso no es justo para mí. Yo tengo un vínculo de sangre con ellos.
Quiero conocerlos, saber de dónde provengo.
—Yo te crie sola, sin la ayuda de nadie.
Percibí que un sentimiento de tristeza empezaba a embargar a C. J., pero
continuaba enfadada.
—Recuerdo muy pocas cosas de cuando era pequeña y papá me llevaba allí.
Recuerdo… que había un caballo. Y a mi abuela. Eso es lo único que tengo:
fragmentos de cuando debía de tener unos cinco años.
—Así es como tiene que ser.
—¡No eres tú quien ha de decidir eso!
—Basta. Escúchame. —Gloria se había puesto en pie. También ella parecía de
mal humor—. Ya no vas al instituto y no pienso permitir que te comportes
como una niña mimada. Si vas a vivir en mi casa, seguirás mis normas.
¿Entendido?
—No, no lo hará —dijo Trent con calma desde la puerta.
Ambas se giraron mientras él entraba en la habitación.
—Esto no es asunto tuyo, Trent —dijo Gloria.
—Es asunto mío. C. J. no necesita esto ahora mismo. Se supone que debe
evitar el estrés. Y no se va a ir a casa contigo. Su carrera como actriz está
aquí.
—Bueno, no creo que nunca llegue a ser actriz —dijo C. J.
—Exacto —coincidió Gloria.
—Pues serás alguna cosa. Puedes hacer lo que tú quieras. No es que te hayas
quedado inútil, C. J. Todo depende de ti —dijo Trent.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Gloria con frialdad.
—Me crees, ¿verdad, C. J.? —preguntó él.
—No…, no puedo quedarme, Trent. No me lo puedo permitir.
—En mi casa hay espacio de sobra. Puedes instalarte en la habitación que no
uso hasta que encuentres tu camino.
—¿Y qué hay de Liesl?
—Oh. Liesl. —Se rio—. Hemos roto otra vez. Creo que es definitivo: no pienso
suplicarle que vuelva conmigo. Me he dado cuenta de que lo que le gusta es el
drama de romper, volver a estar juntos, romper… Es como una adicción.
—¿Cuándo fue?
—La noche antes de que tú… me dejaras a Max.
Meneé la cola.
—Siento no haber sido mejor amiga. Ni siquiera te pregunté por ello —dijo
C. J.
—No pasa nada, has estado un poco distraída —bromeó Trent.
—¿Podemos, por favor, retomar el tema? —exigió Gloria.
—Quieres decir el tema del que tú quieres hablar —replicó C. J.
—No, no es eso lo que quiero decir en absoluto. Quiero decir que el miércoles
me voy. Ya está todo listo —dijo Gloria con firmeza.
—Debes estar con alguien que crea en ti. Yo creo en ti. Siempre he creído en
ti —intervino Trent.
Noté que Gloria estaba más y más enfadada.
—Nadie puede acusarme de no «creer en mi hija». He soportado este ridículo
traslado a Nueva York, ¿no es así?
—¿Soportado? —repuso C. J.
—No le haces bien, Gloria. Necesita ponerse buena. Y tú eres la última
persona que la puedes ayudar en eso —dijo Trent.
—Yo soy su madre —repuso Gloria con frialdad.
—Bueno, sí, tú la trajiste a este mundo. Eso no lo voy a negar. Pero ella es
mayor. Cuando un niño es mayor, el trabajo del padre termina.
—¿C. J.? —dijo Gloria.
Miré a Gloria, que miraba a su hija; observé a Trent, que miraba a Gloria; y,
finalmente, miré a C. J., que movía la cabeza de uno a otro. Gloria apoyó las
manos en las caderas.
—Nunca me has dado las gracias. Tantos sacrificios… —dijo con amargura. Se
dio la vuelta con intención de marcharse. Al llegar a la puerta se giró y
fulminó a su hija con la mirada—: Mañana regresaré. Y pasado mañana nos
iremos, tal como está previsto. No hay nada más que decir. —Miró a Trent y
añadió—: Nadie tiene nada más que decir.
Al ver que Gloria se iba, meneé la cola. Siempre me sentía un poco menos
estresado cuando se iba.
Esa noche, cuando Trent y yo regresamos a su casa, me pregunté si esa era la
nueva rutina: dormir en su casa y luego irnos a la nueva habitación de C. J.,
que tenía ese suelo tan resbaladizo. Parecía que a mi chica cada vez le
gustaba vivir en sitios más pequeños.
Trent me lanzó un juguete de goma que rebotó salvajemente por toda la
cocina. Lo perseguí y se lo llevé de nuevo. Se rio y me dijo que era un buen
perro.
Más tarde, mientras me estaba poniendo un poco de comida en lata encima
del pienso que había en mi cuenco, noté un inconfundible olor metálico en su
aliento. Eso me sorprendió, pero hice lo que me habían entrenado para hacer
tanto tiempo atrás.
Aquella señal.
26
UNOS DÍAS DESPUÉS de la visita de Gloria, C. J. vino a vivir a casa de Trent.
Colocó sus cosas en una habitación; algunas de sus piezas de ropa aún tenían
el olor de Sneakers. El traslado parecía haberla fatigado. De hecho, se pasó
un montón de tiempo en la cama, triste, débil y con dolor casi todo el rato.
Intenté animarla dándole juguetes para mordisquear, que Trent me traía a
casa dentro de unas pequeñas bolsas; sin embargo, aparte de sujetarlas
débilmente para que yo las mordisqueara, C. J. no se mostraba muy
interesada en aquel juego.
Trent regresaba a casa una vez al día, por lo menos, para sacarme a la calle.
—No pasa nada, estaré a la vuelta de la esquina.
—Quizá mañana me sienta con ánimos de sacar a pasear a Max —dijo C. J.
—Tómate el tiempo que necesites —respondió Trent.
Les gustaba un juego en el que Trent se sentaba a su lado y le envolvía el
brazo con un jersey como el mío; entonces Trent apretaba una pelota
pequeña. Se oía un siseo muy raro, y C. J. y Trent se quedaban muy quietos.
—Bien, la tensión está bien —solía decir Trent.
Y cuando le quitaba ese jersey, hacía el mismo ruido que el mío.
No se me permitía jugar con esa pelota, pues creo que era la favorita de
Trent.
Era él quien me daba de comer. Aprendí que, para que me diera de comer,
debía hacer la señal cuando notaba el olor metálico en su aliento, cosa que
sucedía casi siempre.
—Ponte a rezar, Max —me decía a veces.
Yo hacía la señal y él me decía:
—Buen chico, Max.
Y, como premio, me daba de comer.
—Max se pone a rezar antes de la comida —le dijo Trent a C. J. un día.
Yo estaba correteando por la habitación para quemar un poco de energía,
pero al oír mi nombre y la palabra «comida» me quedé inmóvil. Ya había
comido, pero no pondría objeción alguna a que Trent me diera una chuche.
—¿Qué quieres decir? —preguntó C. J. riendo.
—Te lo juro. Baja la cabeza y pone las patas juntas así, como si estuviera
rezando. Es muy divertido.
—Nunca le he visto hacer eso —dijo C. J.
—¡Reza, Max! —me dijo Trent.
Me di cuenta de que se suponía que debía hacer algo, así que me senté y solté
un ladrido. Ambos se rieron, pero no me dieron comida, así que parecía ser
que lo había hecho mal.
Cuando, al fin, C. J. se levantó de la cama y se fue al sofá, lo hizo muy muy
despacio y empujando una cosa que parecía una silla mientras se sujetaba a
ella con mucha fuerza. Esa especie de silla tenía unas pelotas de tenis, pero
ella no me las tiró para que fuera a buscarlas. Correteé alrededor de sus pies,
contento de que se hubiera levantado, pero ella respiraba con fuerza y no
parecía muy contenta.
Sin embargo, Trent parecía encantado.
—¡Has conseguido llegar al sofá!
—Sí, solo he tardado una hora.
—Eso es realmente fantástico, C. J.
—Desde luego que sí. —Ella apartó la mirada y suspiró.
Salté sobre el sofá y le di un golpe en la mano con el hocico para que se
sintiera mejor.
Después de eso, C. J. se levantaba cada día de la cama y caminaba un poco
por el apartamento, siempre empujando esa cosa de las pelotas de tenis.
Cierto día, empezamos a dar paseos fuera de casa. La primera vez que lo
hicimos, la nieve se estaba derritiendo; los neumáticos de los coches hacían
mucho ruido sobre el pavimento. Solamente caminamos unos cuantos metros
por la acera; las pelotas de tenis de esa especie de silla de C. J. se mojaron.
Unos días después, había vuelto a nevar, por lo que solamente dimos unos
cuantos pasos antes de regresar a casa. Al otro día, el sol salió, el tiempo era
más cálido y la nieve empezaba a derretirse; se olía la hierba tierna debajo de
ella.
Nuestra casa tenía una habitación exterior que se llamaba «balcón». Trent
puso allí una caja con una alfombra gruesa dentro y me llamó.
—Aquí puedes hacer tus necesidades, Max. Es tu orinal especial.
Esa alfombra era más suave que el cemento del suelo del balcón. Me
encantaba tumbarme encima de ella cuando hacía un poco de brisa y recibir
todos los olores de la calle. A veces olía a la señora Warren, la mujer que
muchas veces salía al balcón de al lado.
—Hola, Max —me decía.
Y yo meneaba la cola.
—No debes tumbarte ahí dentro, Max —me dijo Trent.
C. J. se rio, encantada.
No sabía qué estaba pasando, pero decidí que si eso hacía tan feliz a mi chica,
me tumbaría encima de esa alfombra siempre que pudiera.
A medida que los días se tornaron más calurosos, C. J. salía con aquella
especie de silla y caminaba cada vez más lejos, aunque siempre iba muy
despacio. Durante uno de esos paseos, nos detuvimos a buscar a Katie y a
otros perros.
Al final, me familiaricé con esa ruta y me iba parando en los parterres de
flores del camino. Había un perro al que no había visto nunca y que siempre
marcaba las plantas. Yo lo olisqueaba detenidamente antes de marcar la
misma zona.
—A Max le encanta pararse aquí para oler las flores —le dijo C. J. a Trent un
día en que habían salido juntos a pasearme.
—Buen perro, Max. Párate y huele las rosas —dijo Trent.
Lo oí, pero estaba muy concentrado en el olor de ese perro.
Algunos días eran mejores que otros para C. J. En uno de esos días malos, se
encontraba tumbada en la cama cuando oí unos ruidos al otro lado de la
puerta de entrada, así que corrí hasta ella ladrando. Cuando se abrió, me
asombró oler con quien estaba Trent.
¡Duke!
Duke entró corriendo en la habitación, lleno de esa energía enloquecida.
Apoyé las patas sobre su cara y le lamí los labios: me alegraba muchísimo de
verlo. Duke sacó su enorme lengua y me la pasó por la cara una y otra vez
mientras gemía y temblaba de felicidad por estar conmigo. Luego se tumbó de
espaldas para que pudiera trepar encima de él. Nos lo pasamos en grande
jugando a pelear.
—Vamos, chicos —dijo Trent.
Fuimos a la habitación de C. J., que se sentó en la cama.
—¡Duke! —exclamó.
El perro estaba tan emocionado de verla que saltó sobre la cama. C. J. soltó
una exclamación de dolor.
—¡Eh! —gritó Trent.
La lámpara que había al lado de C. J. cayó al suelo y hubo un destello: la
habitación quedó más oscura. Duke, jadeando, empezó a dar vueltas y a
chocar contra cosas, y luego volvió a saltar sobre la cama.
—¡Fuera, Duke! —dijo C. J., enfadada.
Con un gruñido, le di un mordisco a Duke en las patas, y él se encogió en el
suelo con las orejas gachas.
En ese momento me di cuenta de que lo que mi chica necesitaba era calma y
tranquilidad. Duke no debía saltar encima de ella. Además, todo el escándalo
que había montado había hecho que C. J. y Trent se enfadaran.
En esa casa, para ser un buen perro había que hacer menos ruido y moverse
menos. C. J. necesitaba silencio.
Cuando Duke estuvo un poco más bajo control, C. J. le acercó la cabeza a la
suya y le rascó las orejas.
—Vale, Trent, ¿cómo has conseguido esto? —preguntó.
—No fue difícil localizar a Barry. Pero, bueno, la cosa es que le llamé a la
oficina y le expliqué qué quería. No se podía negar —dijo Trent.
C. J. dejó de rascar las orejas de Duke y lo miró.
—Quieres decir que no te iba a decir que no a ti.
—Exacto. Bueno…
—Oh, Duke, estoy tan contenta de verte —le dijo C. J. al perro.
Salté con agilidad sobre la cama y fui directo a la zona donde se daban todas
las caricias. Seguro que C. J. también querría tenerme allí a mí. Al fin y al
cabo, yo era el perro más importante.
Después de que Duke se fuera, C. J. y Trent cenaron en la mesa, en lugar de
en la habitación. Yo prefería que comieran en la cama, pues entonces solían
darme pequeños trozos de comida. Sin embargo, en ese momento y por algún
motivo que desconocía, ambos parecían muy contentos de estar sentados
solamente con las piernas al alcance de mi hocico. Me senté a sus pies,
esperando pacientemente a que me cayera algo de comida.
—Quizás una diálisis no estaría tan mal —dijo Trent.
—Oh, Dios, Trent.
—Solo quiero decir que, si tiene que pasar, lo manejaremos.
—Si me sucede a mí, ¿nosotros lo manejaremos? —replicó C. J. con dureza.
Durante unos momentos, solamente se oyó el sonido de los tenedores sobre
los platos.
—Lo siento —dijo C. J. en voz baja—. Aprecio mucho todo lo que estás
haciendo por mí. Dios, eso ha sido propio de Gloria.
—No, has sufrido mucho, te duele y una diálisis asusta. Es natural que te
enfades conmigo por sugerir que, de alguna manera, esto también es cosa
mía. Lo que quería decir… Bueno, te apoyaré en todo: cueste lo que cueste.
Solo es eso.
—Gracias, Trent. No merezco un amigo como tú —respondió C. J.
Cuando terminaron de comer, él me puso comida en el cuenco. Me encantaba
el sonido que hacía la comida al caer al interior de mi cuenco de metal. Di
vueltas a su alrededor esperando a que terminara.
—Ahora, mira. Reza, Max, reza.
Trent mantenía el cuenco alejado de mí, pero estaba inclinado y noté ese olor
en su aliento.
Sabía lo que quería, así que hice la señal.
—¿Lo ves? —dijo Trent, riendo.
—Es extraño. Nunca le había visto hacer eso antes —dijo C. J.
—Está rezando una oración —dijo Trent.
A medida que el tiempo se hizo más cálido, C. J. y yo nos íbamos más lejos
durante nuestros paseos. Al final, ella dejó de empujar esa especie de silla con
las bolas de tenis, pero se apoyaba sobre un palo mientras caminábamos
despacio por la acera. Yo había aprendido a ser muy paciente: caminaba a su
lado al ritmo que ella quisiera. En ese momento, protegerla significaba
asegurarme de que no se cayera o de que no sintiera dolor por caminar
demasiado deprisa. A veces, Trent llegaba a casa en mitad del día y salía de
paseo con nosotros. Él también caminaba despacio.
Hacía mucho tiempo que no iba a dar una vuelta en coche. Aunque en la calle
había muchos autos, ya casi había abandonado la idea de volver a estar en el
asiento delantero otra vez. Por eso me sorprendió el día en que me pusieron
en un transportín, uno que tenía los laterales duros y mucho más espacio que
el transportín blando, y Trent me sacó del edificio. Me metió en el asiento
trasero de un coche grande.
—Ata el transportín —dijo C. J.—. Es mucho más seguro con el cinturón.
Cuando el coche se alejó con Trent al volante, lloriqueé un poco. ¿Se habían
olvidado de que yo estaba allí?
—Oh, Max, lo sé, pero nosotros vamos delante. Tú estás más seguro detrás —
dijo C. J.
No comprendí nada de lo que me decía, pero percibí el tono amoroso de C. J.
¿Cuál debía ser mi reacción? Tenía ganas de continuar ladrando hasta que me
sacaran del transportín, pero recordé la vez en que, siendo Molly, nos fuimos
del mar y dimos ese largo paseo con un perro que ladraba todo el rato: pero
nadie lo sacó de su cajetín y sus ladridos me resultaron irritantes. Yo no
quería irritar a C. J. Ahora cuidaba de ella procurando que nada la molestase.
Así pues, me tumbé y solté un suspiro largo y triste.
—Es la primera vez que salgo de Nueva York en agosto. Siempre envidiaba a
todo el mundo que lo hacía. Aquí el calor es criminal —dijo C. J.
Fue un largo paseo en coche.
—¿No vas a decirme adónde vamos? ¿Ni siquiera ahora? —preguntó C. J. al
cabo de un rato.
—Ya te darás cuenta —respondió Trent—. Quiero mantener la sorpresa tanto
tiempo como sea posible.
Hacía mucho calor fuera del auto, pero pasamos la noche en un lugar tan
fresco que dormí debajo de la colcha con C. J. Trent tenía una habitación
distinta, pero olía de manera muy parecida a la nuestra.
Mientras me quedaba dormido, pensé en el último largo paseo en coche que
había hecho, cuando fuimos al mar. ¿Estábamos yendo allí?
El segundo día, tras horas y horas en la carretera, después de que C. J. se
pasara la mayoría del tiempo durmiendo, se despertó de repente y
completamente emocionada preguntó:
—¿Estamos yendo donde creo que estamos?
—Sí —repuso Trent.
—¿Cómo lo encontraste?
—No fue difícil. En el Registro. Ethan y Hannah Montgomery. Llamé y les dije
que querías ir a visitarlos.
Al oír los nombres de Ethan y Hannah, meneé la cola.
—No fue difícil para ti. ¿Cómo es posible que sepas hacer todas estas cosas?
Siempre he sido mucho más lista que tú —dijo C. J.
—Ah, claro, así que tú eres más lista. Ni siquiera puedo responder a eso sin
que se me fundan los plomos del cerebro.
Se rieron.
—¿Saben que vamos? —preguntó C. J.
—Oh, sí. Están muy contentos.
—Estoy impaciente. ¡Esto es genial!
Me quedé dormido, acunado por el zumbido constante del coche.
Al despertar, los olores que entraban en el coche me marearon ligeramente.
Sabía dónde estábamos. De hecho, en cuanto el coche se detuvo me puse a
ladrar para que me dejaran salir.
—Vale, Max —dijo Trent.
Sentí el cálido aire de la tarde cuando me abrió la puerta del transportín y
cogió mi correa. Salté al suelo cubierto de hierba.
En realidad, no debería haberme sorprendido: al final, todo el mundo
regresaba a la granja.
Varias personas salieron de la casa y corrieron a verme. Y también a C. J.
—¿Tía Rachel? —preguntó C. J. sin estar muy segura.
—¡Mírate! —exclamó la mujer, abrazando a C. J. mientras los demás las
rodeaban.
Había tres mujeres, dos hombres y una niña pequeña. Reconocí los olores de
todos menos el de la niña.
—Soy tu tía Cindy —dijo otra mujer.
Se agachó y me ofreció la mano para que la oliera, pero Trent me apartó
tirando de la correa.
—Esto, es Max, pero no es muy amable —dijo Trent.
Yo meneaba la cola, contento de ver a todo el mundo y de estar de nuevo en
casa. ¿Íbamos a vivir ahí, ahora? Eso me hubiera parecido muy bien.
—Parece simpático —dijo Cindy.
Tiré hacia delante y conseguí lamerle la mano. Trent se rio. Pronto, Cindy me
cogió en brazos y estuve a la altura de la nariz de toda la familia.
—Vamos dentro —dijo Cindy.
Le dio la correa a la niña pequeña, que se llamaba Gracie.
Fue un gran placer subir otra vez por esos escalones de madera, a pesar de
que me había costado menos esfuerzo cuando era un perro grande. Orgulloso
de conocer el camino, me abrí paso para cruzar la puerta y noté que Gracie
dejaba caer la correa al suelo.
En el salón había una mujer sentada en una silla. Era mayor, pero yo hubiera
reconocido su olor en cualquier parte. Crucé la habitación corriendo y le salté
al regazo. Era Hannah, la compañera de Ethan.
—Dios santo —se rio ella, mientras yo le lamía la cara y me retorcía de
felicidad.
—¡Max! —me llamó Trent.
Parecía serio, así que salté del regazo de Hannah y corrí a ver en qué lío me
había metido. Él cogió la correa.
—¿Abuela? —dijo C. J.
Hannah se puso en pie despacio y C. J. se acercó a ella. Ambas se estuvieron
abrazando un buen rato. Las dos lloraban, pero el amor y la felicidad que
sentían llegó a todo el mundo que las estaba mirando.
27
NO NOS QUEDAMOS A VIVIR en la granja, pero pasamos más de una semana
allí. Me encantaba corretear por todas partes con el hocico pegado al suelo,
siguiendo olores familiares. Había patos en el lago (una familia entera, como
siempre); sin embargo, aunque me quedé a mirarlos un rato, no me molesté
en perseguirlos. No solo es que nunca conseguía nada con eso, sino que los
dos más grandes eran tan grandes como yo. Era la primera vez en mucho
tiempo que pensaba sobre lo pequeño que era siendo Max. No me parecía
bien que un perro tuviera el mismo tamaño que un pato.
En el establo había un fuerte olor a caballo, pero no vi a ninguno allí dentro,
lo cual me pareció una suerte. Si C. J. se hubiera metido allí, me hubiera
vuelto a enfrentar a ese caballo, pero la perspectiva de hacerlo siendo Max, y
no Molly, me hacía sentir un tanto temeroso.
C. J. se pasó gran parte del tiempo caminando y charlando con Hannah, que
se desplazaba con la misma lentitud que mi chica. Yo iba a su lado, orgulloso
de protegerlas a las dos.
—Nunca abandoné la esperanza —dijo Hannah en cierta ocasión—. Sabía que
este día llegaría, Clarity. Quiero decir, C. J. Perdona.
—No importa —dijo C. J.—. Tú me puedes llamar así.
—Casi me pongo a chillar como una adolescente cuando tu novio me
telefoneó.
—¿Oh, Trent? No, no es mi novio.
—¿Ah, no?
—No. Es mi mejor amigo desde siempre, pero nunca hemos sido pareja.
—Interesante —dijo Hannah.
—¿Qué? ¿Por qué me miras así?
—Nada. Es solo que me alegra que estés aquí, eso es todo.
Una tarde, me pareció que el rugido de la lluvia cayendo sobre el tejado era
tan fuerte como el ruido de los coches cuando lo oía desde mi alfombra
especial en el balcón, solo que aquí no llegaba el ruido de ningún claxon. Las
ventanas estaban abiertas y la habitación se había llenado con el olor de la
tierra húmeda. Yo me encontraba perezosamente tumbado a los pies de C. J.
mientras ella y Hannah comían galletas sin darme ninguna.
—Me siento culpable de no haberme esforzado más —le dijo Hannah a C. J.
—No, abuela, no digas eso. Si Gloria te mandó esa carta del abogado…
—No fue solamente eso. Tu madre se trasladó muchas veces después de que
Henry…, después de que se estrellara el avión. Y en la vida nos ocupamos con
tantas cosas que uno no se da cuenta de lo deprisa que pasa el tiempo. A
pesar de ello, hubiera podido hacer algo, quizá buscarme un abogado.
—¿Bromeas? Conozco a Gloria. He crecido con ella. Si te dijo que te llevaría a
juicio, lo decía en serio.
Mi chica se acercó a Hannah y se dieron un abrazo. Suspiré, pues todavía
podía oler las migas de galleta en el plato. A veces las personas dejan un plato
en el suelo para que el perro lo pueda lamer, pero casi siempre se olvidan de
hacerlo.
—Pero tengo una cosa para ti —dijo Hannah—. ¿Ves esa caja que hay en el
estante, la que tiene las flores rosas? Mira dentro.
C. J. cruzó la habitación. Me puse en pie, pero ella se limitó a coger una caja y
a traerla de vuelta. No desprendía ningún olor interesante.
C. J. se puso la caja en el regazo.
—¿Qué son? —preguntó.
Fuera lo que fuera lo que había dentro, olía a papeles.
—Tarjetas de cumpleaños. Cada año te compraba una tarjeta y te contaba lo
que había sucedido desde tu cumpleaños anterior. Bodas, nacimientos… Todo
está ahí. Cuando empecé a hacerlo no pensé en la cantidad de tarjetas que
acabaría escribiendo. Al final tuve que buscar una caja más grande. Nadie
espera vivir hasta los noventa —bromeó Hannah.
C. J. estaba jugando con los papeles de la caja, totalmente ajena a la evidente
conexión entre las migas de galleta y su fiel Max.
—Oh, abuela, es el regalo más maravilloso que me han hecho nunca.
A la hora de cenar, siempre me tumbaba debajo de la mesa. Rachel, Cindy y
otras personas se sentaban con C. J. y charlaban y reían. Todo el mundo
parecía feliz. Así que me sorprendió cuando, un día, Trent empezó a sacar
maletas de la casa y a meterlas en el coche: por muy feliz que estuviera C. J.,
nos íbamos.
Los humanos hacen estas cosas: aunque sería mucho más divertido quedarse
en la granja, o en un parque para perros, deciden marcharse y ya está, se van.
Y un perro debe marcharse con ellos una vez que ha marcado toda la zona con
su olor.
Yo estaba en mi transportín, en el coche. Mi chica se había olvidado por
completo de que era un perro de asiento delantero.
—Es como si la abuela me hubiera dado todos los recuerdos de mi vida, la
vida que he perdido. Todos mis recuerdos en una caja —dijo C. J. mientras
íbamos en coche.
Lloraba y yo me puse a gimotear, deseando reconfortarla, a pesar de que no
podía verla.
—No pasa nada, Max —me dijo C. J.
Meneé la cola al oír mi nombre.
Después de muchas horas, me senté por segunda vez en el interior del
transportín: los olores me resultaban muy familiares. Al final, el coche se
detuvo y yo esperé pacientemente en el transportín a que me sacaran. Pero
C. J. y Trent se quedaron sentados en los asientos.
—¿Estás bien? —dijo Trent.
—No lo sé. No sé si quiero verla.
—Vale.
—No —dijo C. J.—. Quiero decir que cada vez que la veo acabo sintiéndome
mal conmigo misma. ¿No es terrible? Es mi madre.
—Pues te sentirás como debas sentirte.
—No creo que pueda hacerlo.
—Vale entonces —dijo Trent.
Bueno, ya había aguantado todo lo que podía aguantar, así que solté un
quejido de frustración.
—Sé un perro bueno, Max —dijo C. J.
Meneé la cola por ser un perro bueno.
—Bueno, ¿estás segura? ¿Quieres que nos marchemos? —preguntó Trent.
—Sí. ¡No! No, debería entrar. Quiero decir, ya que estamos aquí… Espera,
¿vale? Iré a ver de qué humor la encuentro.
—Claro. Max y yo no nos moveremos.
Meneé la cola. La puerta del coche se abrió y oí que C. J. bajaba del coche.
Cuando la puerta se cerró esperé, ansioso, pero ella no vino para sacarme de
allí.
—No pasa nada —Max.
Gimoteé. ¿Dónde estaba mi chica? Trent alargó un brazo y metió los dedos
por las rejas del transportín y se los lamí.
Al poco rato, la puerta del coche se abrió y C. J. subió haciendo tambalear el
coche. Meneé la cola, esperando que me dejara salir para celebrar su regreso,
pero ella se limitó a cerrar la puerta.
—No te lo vas a creer.
—¿Qué?
—Se ha trasladado. La mujer que me respondió dice que lleva un año viviendo
aquí. Dice que le compró la casa a un hombre mayor.
—Estás bromeando. Creí que ese novio que tenía, uno cuyo padre era
senador, pagó la hipoteca para que pudiera tener la casa para siempre —dijo
Trent.
—Exacto, pero parece que la ha vendido de todos modos.
—Bueno…, ¿quieres llamarla? Probablemente tenga el mismo número de
teléfono.
—No, ¿sabes qué? Voy a tomarme esto como una señal. Es como ese chiste en
el que tus padres se trasladan y no te dicen cuál es su nueva dirección…
Bueno, pues eso es lo que Gloria me ha hecho. Vámonos.
El coche se puso en marcha otra vez. Con un suspiro, me tumbé.
—¿Quieres que vayamos hasta tu antigua casa? —preguntó C. J.
—No, no pasa nada. Este viaje era para ti. Yo tengo un montón de buenos
recuerdos de esa casa, pero después de que mamá muriera y la
vendiéramos… Prefiero dejar los recuerdos tal como están, mejor no ver los
cambios, ¿sabes?
Estuvimos en el coche un buen rato sin que nadie hiciera ningún ruido. Yo
estaba medio dormido, pero me desperté al oír la voz de C. J., pues su tono
era un poco temeroso.
—¿Trent?
—¿Qué?
—Es verdad, ¿no? Este viaje era para mí. Todo lo que has hecho desde que he
estado en el hospital ha sido para mí.
—No, yo también me lo he pasado bien.
—Todo. Buscar a mi familia. Dar ese rodeo para que pudiera ver a Gloria, a
pesar de que los dos sabíamos que quizá yo sería una gallina cuando llegara
el último minuto.
Ladeé la cabeza. ¿Gallina?
—Desde que éramos niños, has estado dispuesto a apoyarme. ¿Sabes una
cosa? Tú eres mi roca.
Me di la vuelta en el transportín y me tumbé.
—Pero no es por eso por lo que te quiero, Trent. Te quiero porque eres el
mejor hombre del mundo.
Trent se quedó callado un momento.
—Yo también te quiero, C. J. —dijo.
Entonces noté que el coche daba un giro y se detenía. Me puse en pie y me
sacudí.
—Creo que necesito dejar de conducir un minuto —dijo Trent.
Esperé pacientemente a que me sacaran de allí, pero lo único que pude oír
fueron susurros y un sonido como de comer. ¿Se estaban comiendo la gallina?
A pesar de que yo no olía ninguna gallina, pensar en eso me puso ansioso.
Finalmente, solté un ladrido.
C. J. se rio.
—¡Max! Nos habíamos olvidado de ti.
Meneé la cola.
Resultó que esa no fue la última vez que vimos a Hannah y a toda la familia.
No mucho tiempo después de regresar a casa, me llevaron a una gran
habitación llena de personas que estaban sentadas sobre unas sillas
dispuestas en hilera. Era como si fuéramos a jugar al juego que Andi me había
enseñado cuando yo era Molly. Trent me sujetaba con fuerza, pero yo me
revolví en sus brazos en cuanto olí a Cindy, a Rachel y a Hannah. Rachel se
rio y me cogió en brazos; luego me cogió Hannah y le lamí la cara. Procuré
que mis movimientos fueran suaves, no como los de Duke, pues parecía frágil
y siempre había alguien sujetándola por el brazo.
¡Estaba tan feliz de verlas! C. J. también estaba contenta, tan contenta como
nunca antes en su vida. El amor y la alegría llenaban el ambiente y fluían
entre las personas que estaban en las sillas. Y también entre mi chica y Trent.
No puede evitar ponerme a ladrar. C. J. me cogió y me acarició.
—Calla, Max —me susurró, dándome un beso en el hocico.
Yo llevaba una cosa suave en la espalda; caminé con C. J. entre esas personas
hasta donde se encontraba Trent. Me senté allí con ellos mientras charlaban;
luego se besaron y todo el mundo empezó a chillar y yo ladré con fuerza.
Fue un día maravilloso. Todas las mesas tenían una tela encima, de tal
manera que debajo de las mesas quedaban unas pequeñas habitaciones llenas
de piernas y de trozos de carne y pescado. Las flores y las plantas llenaban el
lugar de olores tan fantásticos como los del parque para perros. Jugué con
niños que reían y me perseguían; cuando Trent me cogió para llevarme fuera
a hacer mis necesidades, estaba impaciente por regresar.
C. J. llevaba un vestido muy largo; debajo de él quedaba un poco de espacio,
aunque no había nada de comida allí: solo piernas. Cada vez que me metía ahí
debajo, mi chica se reía y me sacaba.
—Oh, Max, ¿te estás divirtiendo? —preguntó C. J. una de las veces.
Me cogió en brazos y me dio un beso en la cabeza.
—Ha estado todo el rato corriendo por ahí como un loco —dijo Trent—. Esta
noche dormirá bien.
—Bueno…, eso es bueno —dijo C. J., y los dos se rieron.
—Es un día perfecto. Te quiero, C. J.
—Yo también te quiero, Trent.
—Eres la novia más guapa de toda la historia de las bodas.
—Tú tampoco estás nada mal. No puedo creer que esté casada contigo.
—Por todo el tiempo que quieras. Para siempre. Tú eres mi mujer para
siempre.
Se besaron, cosa que habían estado haciendo a menudo últimamente. Meneé
la cola.
—Tengo un mensaje de Gloria —dijo C. J cuando me dejó en el suelo.
—¿Ah, sí? ¿Nos ha lanzado la maldición de los siete infiernos a nosotros y a
nuestras tierras?
C. J. se rio.
—No, en realidad, fue bastante bonito teniendo en cuenta que venía de ella.
Dijo que sentía tener que boicotear nuestra boda, pero que sabía que
comprenderíamos cuáles eran sus motivos.
—Pues yo no los comprendo —repuso Trent.
—No pasa nada. Me dijo que estaba orgullosa de mí y que tú eras un buen
partido. Nos deseaba que fuera una boda estupenda, a pesar de que ella no
podía acudir. También dijo que lo que más lamentaba era que siempre pensó
que cantaría el día de mi boda.
—Bueno, pues no es eso lo que yo más lamento —dijo Trent.
Al final del día, me sentía tan lleno y estaba tan agotado que lo único que
podía hacer cuando la gente venía a darme besos y a hablarme era menear la
cola. Hannah me tomó en brazos y le lamí la cara; noté que tenía algo dulce
en los labios: sentía el corazón lleno de amor por ella.
—Adiós, Max, eres un perrito muy dulce —me dijo Hannah—. Un perro muy
muy bueno.
Me encantaba que Hannah pronunciara esas palabras.
Ese invierno, C. J. pudo empezar a dar paseos más largos y a paso más rápido.
Trent continuaba jugando cada día con su pelota de goma, sentándose al lado
de ella y haciendo esos siseos. Nunca comprenderé cómo es posible que no se
le ocurriera lanzarme esa pelota ni una sola vez.
—La tensión está bien —solía decir Trent—. ¿Te estás tomando los
aminoácidos?
—Estoy harta de esa dieta baja en proteínas. Quiero una hamburguesa con un
bistec encima —dijo C. J.
Ese año no celebramos el Día de Acción de Gracias, aunque un día yo lo olí en
todo el edificio. Trent y C. J. me habían dejado solo durante unas horas;
cuando llegaron a casa, trajeron ese maravilloso olor de Acción de Gracias
pegado a la ropa y las manos. Los olisqueé con sospecha. ¿Era posible que las
personas celebraran Acción de Gracias sin su perro? No lo creía.
Pero sí celebramos la Navidad. Trent construyó una cosa en el salón que olía
igual que mi alfombra del balcón y le colgó unos gatitos de juguete. Cuando
empezamos a desgarrar los envoltorios de los paquetes, descubrí que en el
mío había un maravilloso juguete para mordisquear.
Después de Navidad, C. J. empezó a dejarme solo la mayor parte del día y
varios días a la semana, pero nunca traía con ella el olor de otros perros, así
que sabía que no se había ido con ellos sin mí.
—¿Qué tal han ido las clases hoy? —le preguntaba Trent muchas veces.
Ella parecía contenta de dejarme solo, lo cual no tenía ningún sentido. En mi
opinión, estar sin un perro debería entristecer a la gente.
No obstante, sí me di cuenta de que a veces se sentía muy débil y cansada.
—¡Mira lo hinchada que tengo la cara! —se quejaba.
—Quizá deberíamos hablar con tu médico para que te aumente los diuréticos.
—Pero si ya me paso todo el día en el lavabo —repuso ella con amargura.
Le di un golpe en la mano con el hocico, pero ella no disfrutó tanto de ese
contacto como yo. Quería que sintiera el mismo placer, pero las personas son
seres más complicados que los perros. Nosotros siempre los amamos con
alegría, pero a veces ellos se enfadan con nosotros, como cuando mordisqueé
esos zapatos tristes.
Un día en que mi chica estaba muy triste, Trent llegó mientras ella se
encontraba sentada en el salón, conmigo en el regazo, mirando por la
ventana.
—¿Qué sucede? —preguntó él.
C. J. volvió a ponerse a llorar.
—Son los riñones —le dijo—. Me han dicho que es demasiado peligroso que
tengamos hijos.
Trent la rodeó con los brazos y se abrazaron. Apreté el hocico entre los dos
para que también me acariciaran. Trent también estaba triste.
—Podríamos adoptar. Adoptamos a Max, ¿no es así? Mira lo bien que nos ha
salido.
Meneé la cola al oír mi nombre, pero C. J. apartó a Trent.
—¡No lo puedes arreglar todo, Trent! Yo lo jodí todo. Este es el precio que
todos debemos pagar, ¿vale? No necesito que me digas que todo está bien.
C. J. se puso en pie, me dejó caer al suelo y se fue. Corrí tras ella, pero, al
llegar al final del pasillo, me cerró la puerta en las narices. Al cabo de un
minuto regresé con Trent y salté a su regazo, porque ahora era yo quien
necesitaba que lo reconfortaran.
A veces las personas se enfadan las unas con las otras…, y no tiene nada que
ver con zapatos. Eso siempre queda más allá de la capacidad de comprensión
de los perros. Pero de lo que no tenía duda era del amor que había entre mi
chica y Trent. Se pasaban muchos días abrazados en el sofá y en la cama. A
menudo, se sentaban con las cabezas casi tocándose.
—Eres el amor de mi vida, C. J. —solía decir él.
—Yo también te quiero, Trent —respondía ella.
En momentos como ese, la adoración que se profesaban me hacía retorcer de
placer.
Por mucho que me gustara llevar puesto mi jersey, me gustaba más cuando el
aire era cálido y húmedo. Pero, ese año, C. J. se sentaba en el balcón con una
manta encima. Me daba cuenta de que tenía frío por la manera que tenía de
abrazarme. También percibía que ella iba perdiendo fuerzas, que cada vez
estaba más y más cansada.
La señora Warren solía salir a su balcón para jugar con las plantas.
—Hola, señora Warren —decía C. J.
—¿Cómo te encuentras hoy, C. J.? ¿Un poco mejor? —respondía la señora
Warren.
—Un poco.
Nunca vi a la señora Warren en otro sitio que no fuera su balcón, a pesar de
que a veces la olía en el pasillo. Ella no tenía ningún perro.
—Mira mis muñecas, están hinchadas —le dijo C. J. a Trent una tarde, cuando
él llegó a casa.
—Cariño, ¿has estado ahí fuera todo el día? ¿Al sol? —preguntó él.
—Estoy helada.
—¿No has ido a clase?
—¿Qué? ¿Qué día es hoy?
—Oh, C. J. Estoy preocupado por ti. Deja que te mire la tensión.
Trent sacó esa pelota especial y la miró con atención mientras la apretaba;
quizá pensaba que había llegado el momento de darme la oportunidad de
jugar con ella.
—Creo que quizá sea hora de que hablemos de un tratamiento más
permanente.
—¡No quiero diálisis, Trent!
—Cariño, eres el centro de mi universo. Me moriría si te pasara algo. Por
favor, C. J., vamos al médico. Por favor.
Esa noche, C. J. se fue a la cama temprano. Trent no me dio la orden de rezar
cuando me dio la comida, pero el olor en su aliento era tan fuerte que yo lo
hice de todas maneras.
—Buen perro —dijo Trent, sin ni siquiera mirarme, tal y como suele hacer la
gente con los perros.
A la mañana siguiente, justo después de que Trent se marchara, C. J. se cayó
en la cocina. Estaba yendo desde el balcón para llenar una lata de agua
cuando cayó al suelo. Sentí la vibración del golpe en los dedos de los pies y
corrí hasta ella. Le lamí la cara, pero no reaccionaba.
Gemí y luego me puse a ladrar. Ella no se movía. Respiraba suavemente y su
aliento tenía un olor ligeramente agrio.
Me puse frenético. Corrí hasta la puerta de entrada, pero no oí que hubiera
nadie al otro lado. Ladré. Luego salí corriendo al balcón.
La señora Warren estaba arrodillada jugando con sus plantas. Le ladré.
—Hola, Max —me dijo.
Pensé en mi chica, inconsciente y enferma en la cocina. Necesitaba
comunicarle a la señora Warren lo que estaba pasando. Metí la cabeza con
fuerza entre los barrotes de la baranda y le ladré con tal urgencia que el tono
de histeria en mi voz era claro como el de una campana.
La señora Warren se quedó allí arrodillada, mirándome. Ladré y ladré y ladré.
—¿Qué sucede, Max?
Al oír mi nombre en tono de interrogación, me di la vuelta y corrí al interior
del apartamento para que la señora Warren supiera que el problema estaba
allí. Luego volvía a salir corriendo al balcón ladrando otra vez.
La señora Warren se puso en pie.
—¿C. J.? —llamó, insegura e inclinándose para intentar ver algo dentro de
nuestra casa.
Continué ladrando.
—Chis, Max —dijo la señora Warren—. ¿Trent? ¿C. J.?
Continué ladrando. Entonces la señora Warren meneó la cabeza, se fue a la
puerta, la abrió y entró. Cuando cerró la puerta, me quedé tan asombrado que
dejé de ladrar.
¿Qué estaba haciendo?
Gimiendo, corrí al lado de mi chica.
Su respiración era cada vez más débil.
28
AUNQUE FUERA EN VANO, me fui hasta la puerta y empecé a rascarla con
desesperación. Hice un surco en la madera con las uñas, pero eso fue todo lo
que logré. La voz me salía aguda y temblorosa, llena de miedo. Entonces oí un
ruido al otro lado, el sonido de unos pasos. Ladré y apreté el hocico contra la
rendija de la puerta. Olí a la señora Warren y a un hombre que se llamaba
Harry y que a veces llevaba herramientas por el pasillo.
La puerta se abrió un poco.
—¿Hola? —llamó Harry.
—¿C. J.? ¿Trent? —dijo la señora Warren.
Preocupados, entraron en el piso.
Fui a la cocina, mirando hacia atrás para asegurarme de que me seguían.
—Oh, Dios mío —dijo la señora Warren.
Al cabo de unos minutos, vinieron unos hombres y pusieron a C. J. en una
camilla y se la llevaron. La señora Warren me cogió en brazos mientras todo
eso sucedía, acariciándome y diciéndome que era un perro bueno, pero yo
tenía el corazón desbocado y el pánico me embargaba. Luego me dejó en el
suelo. Ella, Harry y todo el mundo se fue y me quedé solo.
Empecé a dar vueltas a un lado y a otro, ansioso y preocupado. La luz se fue
apagando y llegó la noche. Y C. J. seguía sin regresar a casa. La recordaba
tumbada, con la mejilla contra el suelo de la cocina. Eso me hacía gemir.
Cuando la puerta se abrió por fin, era Trent. C. J. no estaba con él.
—Oh, Max, lo siento —dijo.
Me llevó a dar un paseo y fue un alivio poder hacer mis necesidades entre los
arbustos.
—Tenemos que ser fuertes ahora, Max. Ella no va a querer diálisis, pero no
tiene alternativa. Debe hacerlo. Esto hubiera podido ser mucho mucho peor.
Cuando C. J. regresó a casa, al cabo de unos días, estaba muy cansada y se
fue directamente a la cama. Me enrosqué a su lado, aliviado y al mismo
tiempo temeroso por lo triste y frustrada que parecía.
A partir de ese momento, C. J. y yo hacíamos un trayecto en la parte trasera
de un coche que nos recogía delante de nuestro edificio. Al principio, Trent
siempre venía con nosotros. Íbamos a una habitación y nos tumbábamos allí
en silencio mientras unas personas le hacían cosas a mi chica. Ella siempre
estaba cansada y enferma cuando llegábamos; estaba agotada y triste cuando
se levantaba del sofá, pero me di cuenta de que eso no era culpa de esas
personas que le hacían cosas, a pesar de que un día le hicieron daño en el
brazo. Por eso no les gruñí, como habría hecho tiempo antes.
El día siguiente de ir a ese lugar solía ser un buen día para C. J. Se sentía más
fuerte y más contenta.
—Dicen que seguramente tardaré años en conseguir un riñón —dijo C. J. una
noche—. Hay muy pocos disponibles.
—Bueno, me preguntaba qué te podría regalar para tu cumpleaños —repuso
Trent, riendo—. Tengo uno de tu tamaño justo aquí.
—Ni se te ocurra. No pienso aceptar el tuyo ni el de ninguna persona viva. Yo
me puse a mí misma en esta situación, Trent.
—Yo solo necesito uno. El otro me sobra, casi nunca lo utilizo.
—Muy gracioso. No. Al final conseguiré uno de un difunto. Hay personas que
han estado veinte años con diálisis. Llegará cuando tenga que llegar.
Un día de ese invierno, C. J. entró por la puerta con un transportín de plástico.
Me quedé atónito al ver, cuando abrió la puerta, que de dentro salía
Sneakers. Corrí hasta el gato, francamente emocionado de verlo, pero él
arqueó la espalda, aplastó las orejas sobre la cabeza y me bufó, así que me
detuve en seco. ¿Qué le pasaba?
Se pasó el día olisqueando todo el apartamento, y yo lo seguí intentando
interesarlo en un juego de tirar de un juguete. Pero no quiso tener nada que
ver conmigo.
—¿Cómo están los hijos de la señora Minnick? —preguntó Trent durante la
cena.
—Creo que se sienten culpables. Casi nunca la iban a ver, y un día ella se fue
—dijo C. J.
Observé a Sneakers, que había saltado silenciosamente sobre la encimera y
miraba el pollo con desdén.
—¿Qué? ¿Qué sucede? —preguntó Trent.
—Estoy pensando en Gloria. ¿Así es como me voy a sentir yo? ¿Un día ella no
estará y lamentaré no haber hecho un esfuerzo?
—¿Quieres ir a verla? ¿La invitamos?
—¿Lo dices en serio? La verdad es que no sé…
—Está bien. Dímelo cuando estés segura.
—Eres el mejor marido del mundo, Trent. Soy muy afortunada.
—Yo soy el afortunado, C. J. En toda mi vida solamente he querido a una
chica, y ahora es mi esposa.
C. J. se puso en pie y yo hice lo mismo, pero ella se limitó a saltar sobre Trent
y a apretar la cara contra él. Empezaron a caerse hacia un lado.
—Vale, ahora sé valiente —dijo C. J. mientras se deslizaban por la silla y caían
al suelo, riéndose.
Luego estuvieron jugando a luchar durante un rato. Yo miré a Sneakers, que
no parecía interesado en nada de lo que sucedía, pero yo percibía que entre
Trent y mi chica había un amor pleno.
Al final, Sneakers empezó a mostrarse más cariñoso. A veces caminaba por la
habitación y entonces, sin previo aviso, se acercaba a mí y me frotaba la
cabeza contra la cara, o me lamía las orejas mientras yo estaba tumbado en el
suelo. Pero nunca quería jugar a pelear, como hacíamos antes. No podía dejar
de pensar que el tiempo que había pasado sin ningún perro a su lado no le
había sentado bien.
En los días fríos, C. J. y Trent se pasaban la tarde en el balcón envueltos en
una manta; por las noches, se tumbaban juntos en el sofá. A veces C. J. se
ponía unos zapatos que olían bien y salían, pero cuando regresaban nunca
estaban alegres. A pesar de ello, creo que, aunque C. J. hubiera estado triste,
yo no le hubiera hecho nada en los zapatos.
Paseábamos por las calles y por el parque. A veces, ella se quedaba dormida
sobre una manta tendida en la hierba; Trent se tumbaba a su lado,
observándola, con una sonrisa en el rostro.
Cuando pasábamos el día en el parque, siempre me sentía hambriento y no
veía el momento de regresar a casa para abalanzarme sobre la comida. Un
día, estaba dando vueltas con impaciencia por la cocina mientras observaba a
Trent, que me preparaba la cena, cuando nuestra rutina sufrió un cambio.
—Voy a tardar una eternidad en sacarme el grado. Y, luego, cuando tenga los
másteres, voy a tener como treinta. ¡Eso antes era ser viejo!
C. J. sostuvo mi cuenco en el aire.
—Vale, Max. Reza —dijo.
Me puse tenso. Quería la comida, pero esa orden solo tenía sentido si notaba
el olor que a veces desprendía el aliento de Trent.
—Conmigo siempre lo hace —señaló él—. ¿Max? ¡Reza!
C. J. tenía mi cuenco y yo estaba hambriento. Me acerqué a Trent y, puesto
que él estaba inclinado, olí su aliento. Hice la señal.
—¡Buen perro! —me felicitó Trent.
C. J. puso mi cuenco en el suelo y corrí a comer. Sabía que ella me miraba con
las manos apoyadas en las caderas.
—¿Qué sucede? —le preguntó Trent.
—Max nunca reza cuando se lo digo yo. Solo lo hace contigo.
—¿Y?
Yo estaba devorando la comida.
—Cuando termine, voy a probar una cosa —dijo C. J.
Estaba concentrado en la comida y, al terminar, lamí todo el cuenco.
—Vale, llámalo.
—¡Max! ¡Ven aquí! —dijo Trent.
Obediente, fui hasta él y me senté. Tiempo atrás, siempre me daba una
chuche cuando me llamaba y yo acudía, pero, tristemente, esos días (por
algún motivo que desconocía) habían quedado atrás.
—Y ahora inclínate sobre él, como si le estuvieras dejando el cuenco en el
suelo —dijo C. J.
—¿Qué estamos haciendo?
—Hazlo. Por favor.
Trent se inclinó sobre mí. Ese día, el olor era especialmente fuerte.
—¡Reza! —dijo C. J.
Yo hice la señal.
—C. J., ¿qué sucede? ¿Por qué pones esa cara? —preguntó Trent.
—Quiero que hagas una cosa —dijo ella.
—¿Qué? ¿De qué se trata?
—Quiero que vayas al médico.
Durante el año siguiente, Trent estuvo muy enfermo. Muchas veces vomitaba
en el lavabo. Eso me recordó que antes C. J. también lo hacía de forma
regular, aunque ahora ya no. Cuando él vomitaba, C. J. parecía ponerse igual
de triste que cuando lo hacía ella. No podía evitar echarme a gimotear con
ansiedad.
Se le cayó todo el cabello, pero yo le hacía reír lamiéndole la calva mientras él
estaba tumbado en la cama. C. J. también se reía, pero siempre percibía cierta
tristeza y desesperación en ella, como una ansiedad y preocupación
constantes.
—No quiero que esta sea mi última Navidad con mi marido —dijo C. J. un día.
—No lo será, cariño, te lo prometo —respondió Trent.
El estrepitoso comportamiento de Duke me había enseñado de qué manera no
debía comportarme cuando estaba al lado de una persona enferma, así que
me apliqué en mostrarme tranquilo, cosa que Trent y C. J. parecieron apreciar
mucho. Mi trabajo había consistido, hasta el momento, en mantener alejado el
peligro. Y lo había hecho. Ahora mi trabajo consistía en mantener alejada la
tristeza, cosa que requería un comportamiento totalmente diferente.
C. J. y yo continuábamos yendo varias veces a la semana a tumbarnos en un
sofá para que unas personas le hicieran cosas. Todos me conocían, me
querían, me acariciaban la cabeza y me decían que era un buen perro. Y no se
me escapaba que me lo decían porque me quedaba quieto y no me ponía a
saltar por la habitación. Cuando nos íbamos de ese sitio, siempre me parecía
que mi chica no estaba tan enferma como al principio de empezar a hacerlo,
pero yo no era más que un perro y quizás estuviera equivocado.
Cierta noche, C. J. y Trent estaban abrazados en el sofá. Yo estaba tumbado
entre los dos. Sneakers estaba en el otro extremo de la habitación y nos
miraba sin parpadear. Nunca sabía qué pensaban los gatos, ni siquiera sabía
si pensaban.
—Quiero que sepas que tengo muchos seguros e inversiones. Estarás bien —
dijo Trent.
—Eso no va a pasar. Te vas a poner mejor. Te estás poniendo mejor —dijo C. J.
Parecía enfadada.
—Sí, pero, por si acaso, quiero que lo sepas.
—No importa. No va a suceder —insistió C. J.
A veces, Trent estaba fuera de casa durante varios días seguidos. C. J.
también, aunque ella siempre venía para sacarme de paseo y a darme de
comer. Y siempre olía a Trent, así que yo sabía que habían estado juntos en
alguna parte.
Un día estábamos los dos solos, C. J. y yo, sentados en la hierba disfrutando
del calor del verano. Había estado corriendo por ahí y me alegraba poder
descansar en el regazo de mi chica. Ella me acarició la cabeza.
—Eres un perro muy bueno —me dijo.
Me rascó ese punto de la espalda que siempre me pica y gemí de placer.
—Sé lo que estabas haciendo, Max. No estabas rezando, ¿verdad? Estabas
intentando decirnos lo de Trent, intentabas decirnos que olías su cáncer. Al
principio no lo comprendimos. ¿Molly te lo contó? ¿Ella habla contigo, Max?
¿Por eso lo supiste? ¿Es Molly un perro ángel que nos cuida? ¿Tú también
eres un perro ángel?
Me gustó que pronunciara el nombre de Molly, así que meneé la cola.
—Lo hemos detectado a tiempo, Max. Porque se lo han quitado y no ha vuelto.
Tú has salvado a mi marido. No sé cómo, pero si hablas con Molly, ¿le darás
las gracias de mi parte?
Me sentí muy decepcionado cuando a Trent le empezó a crecer el pelo,
porque lamerle la calva siempre le hacía reír. Pero las cosas cambiaban: el
cabello de C. J., por ejemplo, era más largo que nunca: una gloriosa cascada
que me caía encima cada vez que se inclinaba. Y cuando Trent se inclinaba, ya
no percibía ese olor metálico. Y ahora, cada vez que me decía «reza», yo lo
miraba, frustrado y confundido. ¿Qué quería? Y todavía me sentía más
confundido cuando, después de sentarme y mirarlo un largo instante, tanto él
como C. J. se reían, aplaudían, decían «¡buen perro!» y me daban una chuche.
Y yo no había hecho nada.
La razón de ser de un perro no puede consistir en comprender lo que las
personas quieren. Eso es imposible.
El verano después de que a Trent le creciera el cabello, unos hombres
vinieron a casa y se lo llevaron todo. C. J. habló con ellos y los guio por la
casa, así que supe que todo estaba en orden. Sin embargo, a pesar de ello,
ladré un poco por puro hábito. C. J. me puso en el transportín cuando lo hice.
E hizo lo mismo con Sneakers. Aquello me pareció un tanto exagerado por su
parte, la verdad.
Nos fuimos a dar un largo paseo en coche, en el asiento trasero, todavía en
nuestros transportines.
Al final del paseo, vi a los mismos hombres, pero esta vez llevaban todas
nuestras cosas a una casa nueva. ¡Fue divertido explorar todas esas
habitaciones desconocidas! Sneakers lo olisqueó todo con suspicacia, pero yo
estaba exultante de alegría y corría de un sitio a otro sin parar.
—Aquí es donde vivimos ahora, Max —me dijo Trent—. Ya no tendrás que vivir
más en un apartamento.
Puesto que me estaba hablando a mí, corrí hasta él y apoyé las patas
delanteras en sus piernas. Me cogió en brazos. Miré con arrogancia a
Sneakers, que fingía que no le importaba. Trent era un buen hombre. Quería
a C. J. y me quería a mí. Y yo lo quería a él. Esa noche, mientras me dormía
enroscado con mi chica y con Trent, que estaba al otro lado de la cama, pensé
en lo fiel que Rocky le había sido a Trent. Uno siempre sabe que un hombre
es bueno si tiene un perro que lo quiere.
Nunca regresamos a casa. Ahora estábamos en una casa pequeña con
escaleras. Y lo que era mejor: tenía un patio con hierba en la parte trasera.
Sneakers no se mostró en absoluto impresionado con aquello, pero a mí me
encantaba estar ahí fuera. Era más tranquilo y no había tantos olores de
comida, pero se oía el sonido musical del ladrido de los perros y se notaba el
olor de las plantas y de la lluvia.
Era feliz. Pasó un año… y otro. C. J. siempre estaba un poco enferma, pero
parecía ir mejorando y haciéndose más fuerte poco a poco.
Ya hacía mucho tiempo que vivíamos en la casa nueva cuando me empezaron
a doler las piernas en invierno. Al despertar por la mañana, las notaba tiesas y
doloridas. Ya no podía moverme muy deprisa. Nuestros paseos se hicieron tan
lentos como cuando C. J. había estado tan enferma y empujaba esa especie de
silla.
Sneakers también era más lento. A menudo, ambos dormíamos la siesta en el
sofá, pero en extremos opuestos. Y, a mitad del día, nos intercambiábamos el
sitio.
—¿Estás bien, Max? Pobre perro. ¿Te están ayudando los medicamentos? —
me preguntaba C. J.
Notaba la preocupación en su voz, por lo que meneaba la cola al oír mi
nombre. Ahora, mi objetivo era estar con mi chica cuando se tumbaba en el
sofá y en acurrucarme con ella y echar tantas cabezadas como fuera posible.
Eso era lo que C. J. necesitaba.
Hacía lo que podía por disimular el dolor ante ellos. Percibía su preocupación
cada vez que se daban cuenta de que me fallaban las articulaciones: era como
cuando Beevis me mordió la oreja y me hizo sangrar.
Además, ya no correteaba por el patio trasero, ladrando de pura alegría.
Estaba demasiado cansado. Continuaba sintiendo alegría, pero no la
expresaba.
A veces, me encontraba tumbado al sol, y C. J. me llamaba. Entonces
levantaba la cabeza, pero mis piernas no querían moverse. Mi chica se
acercaba, me cogía y me estrechaba sobre su regazo. Podía percibir su
tristeza, así que me esforzaba por luchar contra esa debilidad y por levantar
la cabeza y lamerle la cara.
—¿Tienes un buen día hoy, Max? ¿Te duele mucho? —me preguntó en cierta
ocasión, después de un momento especialmente malo en el que estuve sin
poderme mover durante unos minutos—. Creo que quizás ha llegado el
momento. Lo he estado temiendo. Pero mañana te llevaré al veterinario. No
tendrás que sufrir más, Max, te lo prometo.
Suspiré. Era agradable que C. J. me estrechara. Sus manos, al acariciarme,
parecían quitarme todo el dolor. Trent se acercó y también me acarició.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Trent.
—Nada bien. Al salir, pensé que se nos había ido.
—Es un buen chico —murmuró Trent.
—Oh, Max —susurró C. J.
Parecía muy muy triste.
Justo en ese momento, noté una sensación en mí, una oscuridad cálida y
suave. Algo estaba ocurriendo en mi interior, algo rápido y sorprendente. El
dolor de las articulaciones empezó a remitir.
—¿Max? —dijo C. J.
Su voz sonaba muy muy lejos.
Me estaba muriendo.
Era incapaz de moverme ni de verlos. Mi último pensamiento, mientras sentía
esa oleada que me arrastraba de nuevo, fue que me alegraba de que C. J. y
Trent todavía tuvieran a Sneakers para que cuidara de ellos.
Sneakers era un buen gato.
29
ERA VAGAMENTE CONSCIENTE de haber estado durmiendo durante mucho
tiempo, de acabar de despertarme después de una larga larga cabezada. No
obstante, al abrir los ojos, lo veía todo borroso y oscuro.
Cuando la vista se me aclaró lo suficiente para poder ver a mi madre y a mis
hermanos, me di cuenta de que tenía manchas marrones, blancas y negras en
el pelaje, que era corto.
No oía la voz de C. J. Tampoco notaba su olor. Pero había otras personas,
muchas, y llevaban unas ropas largas y unas pequeñas sábanas en la cabeza.
Estábamos en una habitación muy pequeña que tenía unas cuantas alfombras
en el suelo. La luz entraba por una ventana que estaba muy arriba, cerca del
techo. Mis hermanos (dos chicas y tres chicos) jugaban continuamente a
luchar. Cuando crecimos un poco, empezaron a perseguirse los unos a los
otros. Intenté ignorarlos y me concentré en permanecer sentado ante la
puerta esperando a C. J., pero la diversión era demasiado contagiosa.
Por primera vez en todas mis vidas, se me ocurrió preguntarme si alguno de
ellos también habría experimentado otras vidas, y si también tendrían
personas que encontrar. Pero lo que estaba claro era que no se comportaban
como si así fuera. Yo era el único cachorro que parecía tener otras
preocupaciones, más allá de jugar y jugar y jugar.
Las personas que vinieron a vernos eran todas mujeres. Pronto aprendí a
identificar su olor y a distinguirlas, a pesar de que sus vestidos eran iguales.
Eran seis personas distintas, todas ellas mayores que C. J., pero más jóvenes
que Hannah. A las mujeres les encantaba vernos. Se reían cuando los
cachorros les saltaban encima y tiraban de sus vestidos. Me cogían y me
daban besos, pero había una en especial que me prestaba más atención que
las demás.
—Es este —dijo—. ¿Ves lo tranquilo que es?
—No existe un beagle tranquilo —respondió una de las mujeres.
—Oh, Margaret, un cachorro no servirá —dijo otra—. Sé que son bonitos, pero
tienen demasiada energía. Deberíamos tener un perro maduro como Oscar.
Después de oír que pronunciaban su nombre varias veces, aprendí que la
mujer que me sostenía se llamaba Margaret.
—Tú no estabas cuando tuvimos a Oscar, Jane —dijo Margaret—. Cometimos
varios errores al principio, pero, cuando finalmente lo encontramos, pasó
poco tiempo hasta que murió. Creo que entrenar un cachorro desde el
principio nos permitirá tenerlo muchos años.
—Pero no un beagle —dijo la primera mujer—. Un beagle es demasiado
activo. Por eso no quise adoptar a una beagle embarazada.
Me pregunté cuál de esas mujeres se llamaba «beagle».
Por la pesadez que notaba en los huesos y en los músculos, supe que estaba
destinado a ser un perro más grande que cuando era Max. Era un alivio saber
que no debería destinar tanta energía a demostrar a los demás perros y a las
personas que era un gran perro y que podía proteger a mi chica. Cuando la
mujer me dejó, fui a saltar sobre una de mis hermanas. Ya era más grande
que ella y me encantaba dominarla con mi tamaño en lugar de con mi actitud.
Poco después de que empezáramos a comer comida blanda en el cuenco
común, nos llevaron fuera, a una zona con hierba que estaba vallada. Era
primavera. El aire era cálido y transportaba la fragancia de las flores y de la
hierba tierna. Por el olor, sabía que nos encontrábamos en una zona de clima
húmedo y que las lluvias eran muy frecuentes y alimentaban a gran variedad
de árboles y arbustos. Mis hermanos pensaban que ese patio era el lugar más
maravilloso imaginable. Así pues, cada mañana se ponían a correr en círculos,
impacientes por que los dejaran salir al patio. A mí me parecía un
comportamiento absurdo, pero en general me unía a ellos porque era
divertido.
Me pregunté cuándo vendría a buscarme C. J. Daba por seguro que por eso
volvía a ser un cachorro. Nuestros destinos estaban unidos. Así pues, si yo
renacía, es que mi chica aún me necesitaba.
Un día, una familia salió al patio: dos niñas pequeñas y un hombre y una
mujer, acompañados por una de las seis mujeres que nos cuidaban. Sabía lo
que implicaba su presencia. Los cachorros se acercaron corriendo a ellos para
jugar, pero yo me quedé rezagado. A pesar de todo, cuando una de las niñas
me cogió en brazos, no pude resistirme y le lamí la cara.
—Este, papá. Este es el que quiero para mi cumpleaños —dijo la niña
pequeña, llevándome hasta su padre.
—La verdad es que una de las monjas ya nos ha hablado de él —dijo la mujer
—. Va a tener un trabajo. Eso esperamos, por lo menos.
La niña me dejó en el suelo. La miré, meneando la cola. Era mayor de lo que
había sido C. J. cuando se llamaba Clarity, pero más joven que cuando Rocky y
yo fuimos a casa con Trent y mi chica. Nunca había conocido a C. J. a esa
edad. Al ver que la niña cogía a uno de mis hermanos, me sentí muy
decepcionado: me habría gustado jugar con ella un poco más.
Al cabo de muy poco tiempo, todos mis hermanos se fueron a casa con otras
personas; pronto fui el único perro que quedó con mi madre, que se llamaba
Sadie. Los dos estábamos un día fuera, echando una cabezada, cuando
vinieron a vernos algunas de las mujeres. Yo cogí un pequeño hueso de goma
y se lo llevé con la esperanza de que una de ellas empezara a perseguirme
para quitármelo.
—Has sido una perra muy buena, Sadie, una madre muy buena —dijo
Margaret.
Solté el hueso de goma y le salté encima para que también me dijeran que era
un buen perro.
—Tu nueva casa te va a encantar —dijo otra de las mujeres.
Una tercera mujer me cogió en brazos y me puso frente a mi madre. Nos
olisqueamos mutuamente, un tanto desconcertados ante esa extraña
situación.
—¡Dile adiós a tu cachorro, Sadie!
La mujer le enganchó la correa a Sadie y se la llevó. Margaret me sujetaba
para que yo no pudiera seguir a mi madre. Estaba claro que ocurría algo.
—Te voy a llamar Toby, ¿vale? Toby, eres un buen perro, Toby. Toby —me dijo
Margaret con tono cariñoso—. Te llamas Toby.
Recordé el nombre de Toby. Me quedé desconcertado: Toby había sido mi
primer nombre hacía mucho mucho tiempo. Era obvio que Margaret debía de
saber eso.
Los seres humanos lo saben todo. No solo saben cómo dar un paseo en coche
o dónde encontrar beicon, sino que también saben cuándo los perros son
malos o buenos, y dónde deben dormir y con qué deben jugar. A pesar de
todo, me asombró que Margaret me llamara Toby. Para mí, cada vida había
estado marcada por un nombre diferente.
¿Qué significaba que me llamara Toby otra vez? ¿Significaba que estaba
empezando de nuevo y que luego volvería a llamarme Bailey?
Sadie no regresó. Así pues, poco a poco llegué a comprender que ese lugar
lleno de mujeres vestidas con sábanas era mi nueva casa, una que no se
parecía a ninguna de las que había conocido antes. En general, yo vivía en la
zona vallada, aunque una noche me llevaron dentro y me pusieron en la
habitación en que nací. No me sentía solo, pues las mujeres venían a verme
durante todo el día y solían lanzarme una pelota de goma o jugaban a tirar de
un juguete conmigo. Pronto pude distinguirlas a casi todas por el olor, a pesar
de que sus manos desprendían fragancias similares.
Lo que resultaba chocante era que, a diferencia de en mis anteriores vidas, no
había una única persona que cuidara de mí. Conmigo jugaban más mujeres de
las que hubiera imaginado nunca. Y me hablaban y me alimentaban. Era como
si yo fuera el perro de todas las personas que estaban allí.
Margaret me enseñó una orden nueva: «quieto». Al principio me sujetaba
contra el suelo y decía «quieto», y yo creía que quería jugar a luchar, pero
ella continuaba diciendo «no, no, quieto». No tenía ni idea de qué era lo que
me estaba diciendo, pero sabía que «no» significaba que estaba haciendo algo
mal. Intenté lamerla, escaparme y todos los trucos que se me ocurrieron, pero
ninguno de ellos la complacía. Al final, desistí, frustrado.
—¡Buen perro! —me dijo ella, y me dio una chuche, a pesar de que yo no
había hecho nada.
Esa situación continuó hasta que al final, después de varios días, me di cuenta
de que «quieto» significaba «quédate ahí tumbado». Cuando fui consciente de
ello, empecé a tumbarme y a estar sin moverme durante todo el tiempo que
ella quisiera, a pesar de lo que me costaba contener la impaciencia. ¿Por qué
esperaba tanto tiempo para darme una chuche?
Luego Margaret empezó a llevarme a sitios del interior del edificio a los que
nunca había ido. Vi mujeres que estaban sentadas, mujeres que estaban de
pie y mujeres que comían. Este último grupo resultó ser el más interesante
para mí, pero no nos quedamos mucho rato con ellas. Margaret quería que
estuviera «quieto» mientras estaba en el regazo de alguna persona. A mí no
me interesaba mucho todo eso, pero opté por colaborar.
—¿Ves lo bueno que es? Buen perro, Toby. Eres un perro bueno.
Una mujer vino al sofá y se tumbó, y a mí me pusieron a su lado, encima de
una sábana. Me dieron la orden. La mujer se estaba riendo y yo me moría de
ganas de lamerle la cara, pero hice lo que me decían y conseguí una chuche.
Todavía estaba allí tumbado y sin moverme, esperando otra chuche, cuando
varias mujeres me rodearon.
—De acuerdo, Margaret, me has convencido. Te lo puedes llevar contigo a
trabajar. A ver qué tal lo hace —dijo una de las mujeres.
Margaret alargó una mano y me cogió.
—Lo hará bien, hermana.
—No, no lo hará bien. Molestará a todo el mundo y lo mordisqueará todo —
intervino otra mujer.
A la mañana siguiente, Margaret me puso un collar y una correa y fuimos
hasta su coche.
—Eres muy bueno, Toby —me dijo.
Dimos un paseo en coche ¡y yo iba en el asiento delantero! Pero todavía no
era lo bastante alto como para sacar el hocico por la ventana.
Margaret me condujo a un lugar que se parecía mucho al que íbamos con C. J.
para que ella se tumbara en ese sofá. Pude oler a muchas personas, y supe
que muchas de ellas estaban enfermas. Estuve quieto. La superficie del suelo
era suave.
La gente me acariciaba o me abrazaba; algunos estaban inmóviles en la cama,
pero me miraron.
—Estate quieto —me ordenó Margaret.
Me concentré en no moverme, pues ya había aprendido que eso era lo que se
debía hacer cuando las personas estaban enfermas. También noté ese fuerte y
familiar olor en un par de personas, el mismo que había notado en Trent
durante tanto tiempo. Pero no hice la señal, puesto que había aprendido que
la orden para hacerlo era «reza» y nadie me había dado la orden.
Al poco rato, Margaret me llevó a un patio exterior que estaba rodeado por
unos muros. Tenía un montón de energía acumulada, así que estuve corriendo
un rato. Luego Margaret me dio una cuerda que tenía una pelota en un
extremo, y yo la arrastré por todas partes. Ojalá hubiera habido otro perro
para jugar conmigo. Al otro lado de las ventanas vi unas personas que me
miraban, así que me aseguré de ofrecerles un buen espectáculo con la cuerda.
Más tarde, Margaret me llevó de regreso al interior del edificio y me puso
dentro de una jaula.
—Vale, Toby, esta es tu nueva casa.
En el suelo había un cojín nuevo. Margaret se agachó y dio unas palmadas
sobre el cojín. Yo, obediente, me senté encima.
—Esta es tu cama, Toby, ¿vale? —me dijo Margaret.
No sabía si se suponía que debía quedarme encima del cojín nuevo, pero
estaba cansado, así que eché una cabezada. Al despertar, oí que Margaret
estaba hablando.
—Hola, ¿me puedes poner con la hermana Cecilia, por favor? Gracias.
La miré, somnoliento. Ella me sonrió al ver que bostezaba. Tenía un teléfono
en la cara.
—¿Cecilia? Soy Margaret. Todavía estoy en el hospital, con Toby… No, mejor
incluso. Les encanta. Esta tarde, algunos se han sentado a mirar cómo jugaba
en el patio… Ningún ladrido, ni siquiera una vez… Gracias, Cecilia… No, por
supuesto, pero no creo que suceda. Es un perro muy especial.
Oí la palabra «perro» y meneé la cola un par de veces antes de quedarme
dormido otra vez.
Durante los siguientes días me fui acostumbrando a mi nueva vida. Margaret
iba y venía, pero no lo hacía cada día, así que me aprendí los nombres de
Fran, de Patsy y de Mona, las tres mujeres a las que les gustaba llevarme a
visitar a las personas que estaban en la cama. Patsy desprendía un fuerte olor
a canela y un poco a perro. Por lo demás, ninguna de ellas llevaba el tipo de
vestido de Margaret. Me decían que me estuviera quieto cuando me tumbaba
con aquellas personas. A veces, ellas querían jugar conmigo, a veces me
acariciaban la cabeza o preferían echar una cabezada. Pero casi siempre
podía percibir la alegría que sentían.
—Eres un alma vieja, Toby —me dijo Fran un día—. Un alma vieja en el
cuerpo de un perro joven.
Percibí el tono de felicitación en esas palabras, así que meneé la cola. Las
personas son así, pueden hablar y hablar sin decir ni una vez «perro bueno»,
pero eso es lo que quieren decir.
Aparte de esas visitas, podía ir donde quisiera. Todo el mundo me llamaba.
Alguna gente estaba sentada en unas sillas que Fran u otra persona
empujaban. Todos me querían, me acariciaban, me abrazaban y me daban
chuches.
Me encantaba la cocina, donde había un hombre que se llamaba Eddie y que
siempre estaba preparando comida. Me decía que me sentara y me daba
sabrosos trozos de comida, a pesar de que «siéntate» es una de las cosas más
fáciles de hacer para un perro.
—Tú y yo somos los únicos hombres en este lugar —me decía Eddie—.
Debemos ser un equipo, ¿de acuerdo, Toby?
En mis otras vidas, siempre había estado con una persona solo y había
dedicado mis días a ocuparme de ella. Al principio, esa persona había sido
Ethan; estaba tan seguro de que el motivo por el que yo era un perro consistía
en que debía amarlo que, cuando decidí cuidar de Clarity, lo hice solamente
porque sabía que Ethan habría querido que lo hiciera. Sin embargo, poco a
poco, fui queriendo a C. J. igual que a Ethan. Así, comprendí que querer a C. J.
no era una deslealtad hacia Ethan. Los perros pueden querer a más de una
persona.
Sin embargo, en este lugar, no tenía a ninguna persona en especial: parecía
que mi propósito era amarlas a todas ellas. Eso las hacía felices.
Yo era un perro que quería a muchas personas: eso era lo que me hacía ser un
buen perro.
Quizá mi nombre fuera Toby otra vez, pero había recorrido un larguísimo
camino desde la primera vez que me pusieron ese nombre. Ahora sabía
muchas cosas, cosas que había aprendido durante el viaje de mi vida.
Comprendía, por ejemplo, por qué me decían que estuviera quieto. Mucha de
la gente que estaba en la cama sufría dolor y yo lo sabía: era consciente de
que, si subía encima de ellos para jugar, les haría daño. Solo había necesitado
ponerme una vez encima de la barriga de un hombre para aprender la
lección: el grito que dio me resonó en los oídos durante días y me hizo sentir
terriblemente mal. Yo no era Duke, un perro torpe e incapaz de controlarse a
sí mismo. Yo era Toby. Yo podía quedarme quieto.
Cuando estaba a mi aire sin Mona, Fran o Patsy, me iba a ver a ese señor
encima del cual me había subido. Se llamaba Bob. Quería que supiera que
sentía mucho lo que había hecho. Tal como era habitual en casi todas las
habitaciones, él tenía una silla pegada a la cama; si subía a ella de un salto,
podía ponerme encima de su sábana sin hacerle daño. Bob estaba dormido
siempre que iba a verlo.
Una tarde, Bob estaba solo en la cama y me di cuenta de que estaba
abandonando la vida. Esa marea cálida empezaba a arrastrarlo y a quitarle
todo el dolor. Me tumbé con calma a su lado y estuve allí todo lo bien que
pude. Me pareció que si mi propósito consistía en ofrecer consuelo a las
personas que estaban sufriendo, todavía era más importante que estuviera
con ellos en su último momento.
Fran me encontró allí tumbado. Comprobó el estado de Bob y le cubrió la
cabeza con la sábana.
—Buen perro, Toby —susurró.
A partir de ese momento, cada vez que sabía que se acercaba el momento
para alguien, me iba a su habitación y me tumbaba en la cama para ofrecerles
consuelo y compañía mientras abandonaban la vida. A veces, las familias
estaban allí con ellos; a veces estaban solos. Pero quien siempre estaba cerca
de allí era alguna de esas personas que se pasaban el día en aquel edificio
ayudando a la gente.
De vez en cuando, alguien de la familia sentía miedo y se enfadaba al verme.
—¡No quiero que ese perro de la muerte se acerque a mi madre! —gritó un
hombre una vez.
Oí la palabra perro y percibí su ira, así que salí de la habitación sin saber qué
era lo que había hecho mal.
Sin embargo, la mayoría de las veces mi presencia era bienvenida en todas
partes. No tener a una única persona como dueño me permitía recibir un
montón de cariño. A veces, cuando me acariciaban, las personas estaban
sufriendo una gran pena y yo notaba que esa tristeza se disolvía un poco
mientras permaneciera en sus brazos.
Lo que sí echaba de menos era la presencia de otros perros. Me encantaba
toda la atención que recibía de las personas, pero añoraba sentir el cuello de
otro perro entre los dientes. Empecé a recordar a Rocky, a Duke y a todos los
perros del parque para perros. Por eso solté un ladrido un día en que Fran me
sacó al patio y vi que había otro perro allí.
Era un perro fornido, fuerte y pequeño que se llamaba Chaucer. Olía a la
canela de Patsy. De inmediato, nos pusimos a jugar a luchar como si nos
conociéramos de toda la vida.
—Esto es lo que Toby necesitaba —le dijo Fran a Patsy, riendo—. Eddie dice
que casi parecía deprimido.
—Esto también es una fiesta para Chaucer —dijo Patsy.
Chaucer y yo levantamos la cabeza. ¿Fiesta?
Después de ese día, Chaucer empezó a venir de visita a menudo. Y, aunque yo
debía continuar estando callado y quieto, siempre encontraba un momento
para jugar con él.
También había algunos perros que venían con las familias a las habitaciones,
pero habitualmente estaban ansiosos y no querían jugar aunque los llevaran
al patio.
Así pasaron unos cuantos años. Yo era un buen perro que había hecho muchas
cosas y me podía sentir cómodo en mi nuevo papel de perro que no le
pertenecía a nadie, pero que le pertenecía a todo el mundo.
Cuando llegó Acción de Gracias, vino mucha gente y hubo un montón de
chuches para el perro bueno. Y cuando llegó Navidad, las mujeres que
llevaban las sábanas sobre la cabeza acudieron a jugar conmigo, me dieron
chuches y se sentaron alrededor de un gran árbol que había en el interior del
edificio. En el árbol había gatos de juguete, como siempre, pero no había
ningún gato de verdad con el que pudiera jugar.
Me sentía satisfecho. Tenía una razón de ser: no era tan concreta como cuidar
a C. J., pero era importante.
Y entonces, una tarde, me desperté de la siesta súbitamente y ladeé la
cabeza.
—¡Necesito mis zapatos! —oí que decía una mujer desde una de las
habitaciones.
Reconocí la voz al instante.
Gloria.
30
CORRÍ POR EL PASILLO y estuve a punto de hacer caer a Fran al suelo
cuando entré en la habitación resbalando por el suelo. Gloria estaba en la
cama y su potente perfume inundaba la habitación, pero no le presté ninguna
atención, pues me concentré en una mujer delgada que estaba de pie a su
lado. Era mi C. J., que me miraba con expresión divertida.
Rompí el protocolo por completo. Abandoné la actitud reservada que siempre
adoptaba cuando estaba en aquellas habitaciones y me puse a saltar sobre mi
chica, levantando las patas delanteras hacia ella.
—¡Vaya! —exclamó.
Lloriqueé y empecé a menear la cola a ras de suelo, a dar vueltas a su
alrededor y a pegar saltos. Ella me sujetó la cabeza con las manos y yo cerré
los ojos, gimiendo de placer al sentir sus manos. C. J. había venido a por mí,
por fin. No podía sentirme más alegre. ¡Volvía a estar con mi chica!
—¡Toby! Baja —dijo Fran.
—No pasa nada. —C. J. se arrodilló en el suelo y las rodillas le chasquearon al
hacerlo—. Qué perro tan bueno.
Ahora llevaba el pelo corto, por lo que no me cubrió con él como antes. Le
lamí la cara. Olía a cosas dulces… y a Gloria. Me di cuenta de que estaba
frágil y débil; las manos le temblaban un poco mientras me acariciaba. Eso
significaba que debía contenerme, cosa que me parecía totalmente imposible.
Deseaba ladrar, correr por la habitación y tirar todas las cosas al suelo.
—Toby es nuestro perro de terapia —explicó Fran—. Vive aquí. Consuela a
nuestros pacientes. A ellos les encanta tenerlo aquí.
—Bueno, pues a Gloria no —dijo C. J. soltando una carcajada.
Me miró a los ojos con expresión de afecto.
—¡Toby, eres un terapeagle!
Meneé la cola. Su voz sonaba un poco más temblorosa, pero me encantaba
oírla de todas maneras.
—Clarity me robó el dinero —declaró Gloria—. Quiero irme a casa. Llama a
Jeffrey.
C. J. suspiró, pero continuó acariciándome la cabeza. Me di cuenta de que
Gloria era tan infeliz como siempre. Era muy vieja, se notaba por el olor.
Últimamente, había pasado mucho rato con gente muy vieja.
Patsy entró en la habitación con su olor de canela y de Chaucer, como
siempre.
—Buenos días, Gloria, ¿cómo estás? —preguntó Patsy.
—Nada —dijo Gloria—. Nada.
Patsy se quedó con Gloria mientras C. J. y Fran iban a una pequeña habitación
donde había una mesa pequeña.
—Vaya, Toby, ¿tú también vienes? —Fran se rio al ver que yo entraba antes de
que ella cerrara la puerta.
—Es un perro muy bonito —dijo C. J.
Meneé la cola.
—Parece que te ha cogido afecto de verdad.
C. J. se sentó en una silla; noté que sufría una punzada de dolor al hacerlo.
Preocupado, le apoyé la cabeza en las rodillas. Ella bajó la mano y me acarició
con actitud distraída. Los dedos le temblaban ligeramente. Cerré los ojos. La
había echado de menos tanto tanto; sin embargo, ahora que estaba aquí, era
como si nunca se hubiera ido.
—Gloria tiene días buenos y días malos. Hoy es un día bastante bueno. La
mayoría del tiempo no está muy coherente —dijo C. J.
Meneé la cola. Incluso oír el nombre de Gloria pronunciado por C. J. me
producía placer.
—El alzhéimer es muy cruel y tiene una progresión poco constante —repuso
Fran.
—Eso del dinero me vuelve loca. Le dice a todo el mundo que yo le he robado
la fortuna y la casa. La verdad es que la he mantenido durante los últimos
quince años. Y, por supuesto, lo que le mandaba nunca era suficiente.
—Sé por experiencia que en situaciones como esta siempre hay temas no
resueltos.
—Lo sé. Y debería ser capaz de manejarlo mejor. También soy psicóloga.
—Sí, lo he visto en el informe. ¿Quiere que hablemos de cómo eso afecta la
relación con su madre?
C. J. respiró profundamente y reflexionó un momento.
—Supongo que sí. Cuando estaba haciendo el posgrado, se me hizo la luz:
Gloria es narcisista, así que nunca cuestiona su propio comportamiento ni
cree que tenga nada por lo que disculparse. Así que no, nunca podrá haber un
cierre con ella. Esa posibilidad no existía ni siquiera cuando estaba en la
plenitud de sus condiciones. Pero muchos niños tienen heridas narcisistas, así
que tenerla de madre me ha ayudado mucho en mi trabajo.
—¿En el instituto? —preguntó Fran.
—A veces, sí. Mi especialidad son los desórdenes de la alimentación, que casi
siempre son más agudos en las chicas adolescentes. Pero estoy semirretirada.
En ese momento me di cuenta de que debajo de uno de los armarios de Fran
había una pelota. Metí la cabeza ahí debajo e inhalé profundamente. Olía a
Chaucer. ¿Qué hacía Chaucer con una bola ahí debajo?
—También he visto que ha pasado más de veintidós años con diálisis. Espero
que no le moleste que se lo pregunte, pero creo que sería usted una buena
candidata a un trasplante. ¿Consideró esa posibilidad alguna vez?
—Supongo que no me importa contestar a eso —dijo C. J.—, aunque no estoy
segura de si estas preguntas tienen que ver con Gloria.
Alargué las patas para llegar hasta la pelota; la toqué, pero no conseguí
sacarla de allí.
—En el hospital no trabajamos solamente con los enfermos. También tenemos
en cuenta las necesidades de toda la familia. Cuanto mejor la conozcamos,
mejor la podremos ayudar —dijo Fran.
—Lo entiendo, sí. Bueno, me hice un trasplante, en realidad: los veintidós
años son acumulativos. Recibí un riñón de un donante cuando tenía un poco
más de treinta años. Me duró más de dos décadas antes de que empezara a
fallar. Lo llaman rechazo crónico; en realidad, no se puede hacer nada al
respecto. Retomé la diálisis hace diecisiete años.
—¿Y qué me dice de otro trasplante?
C. J. suspiró.
—Hay pocos órganos disponibles. No podía aceptar uno. Sé que hay otras
personas que se lo merecen más que yo.
—¿Que se lo merecen más?
—Me destrocé los riñones porque, cuando tenía veinticinco años, intenté
suicidarme. Hay niños que nacen con problemas y que necesitan un
trasplante. Yo ya he recibido uno. No merezco otro.
—Comprendo.
C. J. se rio.
—Lo dice como si hubiéramos tenido cincuenta horas de psicoanálisis.
Créame, lo he pensado mucho.
Me apoyé en la pierna de C. J. con la esperanza de que fuera a buscarme la
pelota.
—Gracias por hablar de esto conmigo —dijo Fran—. Me ayuda saberlo.
—Oh, mi madre se lo habría mencionado. Le encanta contarle a todo el mundo
la historia del anticongelante. Hace tres años que la llevé a cuidados
asistidos. Y ha hecho creer a todo el mundo que soy un engendro del demonio.
Bostecé, agitado. ¿Es que a nadie le importaba la pelota?
—¿Qué sucede? ¿Por qué se ha callado? —preguntó Fran al cabo de un
momento.
—Estaba pensando que quizá ella no se lo diga. Cada vez responde menos y,
por supuesto, casi ha dejado de comer. Supongo que, en parte, me cuesta
aceptar la idea de que esto se está acabando de verdad.
—Es duro perder a alguien que ha sido tan importante en su vida —dijo Fran.
—No creí que lo fuera —dijo C. J. en voz muy baja.
—Pero usted ya experimentó una pérdida hace un tiempo.
—Oh, sí.
Me senté y miré a mi chica, olvidando la pelota. C. J. alargó la mano para
coger un trocito de papel blando y se lo llevó a los ojos.
—Mi esposo, Trent, murió el otoño pasado.
Me senté, muy quieto. Mi chica bajó la mano y se la lamí.
—Por eso acudí al hospital. Trent falleció en paz, rodeado por personas que se
preocupaban por él.
Hubo otra pausa larga y triste. Me gustó oír el nombre de Trent, pero no
notaba su olor en C. J. Era algo parecido a cuando, siendo Max, me di cuenta
de que Trent ya no tenía el olor de Rocky. Sabía qué significaba que
desapareciera un olor, tanto si era el de una persona como si era el de un
perro.
Era fantástico estar con C. J., pero resultaba triste pensar que no volvería a
ver a Trent.
—¿La enfermedad de Gloria le despierta sentimientos relacionados con su
marido? —preguntó Fran con tono amable.
—La verdad es que no. Esto es muy distinto. Además, yo siempre he tenido
sentimientos por Trent. Él era el amigo al que siempre podía recurrir, y él
nunca pedía nada para sí. Creo que, durante mucho tiempo, entendí el amor
en función de la relación que tenía con mi madre. Cuando por fin pude
quitarme eso de encima, Trent estaba esperándome y tuvimos una vida
maravillosa juntos. Pasamos por todo. Y no fue precisamente un camino de
rosas: mi trasplante, los inmunosupresores, las escapadas a urgencias. Él
siempre era una roca para mí. Incluso ahora… No puedo creer que se haya
marchado.
—Parece haber sido alguien muy especial —dijo Fran—. Me hubiera gustado
conocerlo.
A partir de ese día, cuando mi chica venía a visitar a Gloria, yo la recibía en la
puerta y me quedaba con ella hasta que se marchaba. A veces se sacaba una
chuche del bolsillo y me lo daba sin que debiera cumplir ninguna orden.
—Eres un perro muy bueno —me susurraba.
¡Eddie también me decía que era un perro bueno, y reforzaba el mensaje
dándome más chuches!
—¿Sabes qué? Los perros sois enviados por Dios. Por eso estáis aquí, para
ayudar a las monjas a hacer el trabajo de Dios. Así pues, creo que un poco de
estofado de cordero es lo menos que te puedo ofrecer, pero que quede entre
nosotros —me dijo Eddie un día.
No entendí una palabra de lo que me dijo, ¡pero la comida que me daba era la
mejor que había comido nunca!
Llegué a la conclusión de que, de la misma forma que yo había cuidado de
Clarity por Ethan, ahora mi trabajo consistía en cuidar de Gloria por C. J. Pasé
mucho tiempo en la habitación de Gloria, incluso cuando C. J. no estaba. No
subía a la cama de Gloria porque la única vez que lo intenté me di cuenta de
que sus ojos se llenaban de terror y, además, me gritó.
A algunas personas no les gusta tener un perro cerca. Es triste pensar que
hay gente así. Sabía que Gloria era así; quizá por eso nunca había sido
verdaderamente feliz.
Fran y C. J. se hicieron amigas y muchas veces comían juntas en el patio. En
esas ocasiones, me tumbaba a sus pies y esperaba a que cayeran migas al
suelo.
Y es que las migas caídas al suelo eran mi especialidad.
—Debo hacerte una pregunta —le dijo C. J. a Fran durante una de esas
comidas—, pero quiero que lo pienses un poco antes de responder.
—Eso es exactamente lo que me dijo mi esposo el día en que me propuso
matrimonio —respondió Fran.
Ambas se rieron.
Al oír que C. J. se reía, meneé la cola. Parecía que sufría mucho por dentro; lo
notaba porque siempre reprimía una exclamación cuando se movía y porque
soltaba un largo suspiro al sentarse. Pero cada vez que se reía, parecía que el
dolor remitía.
—Bueno, no se trata de esa clase de proposición —dijo C. J.—. Estoy pensando
que me gustaría trabajar aquí, en el hospital. Como terapeuta, quiero decir.
Me doy cuenta de que es duro para ti, para Patsy y para Mona hacerlo todo.
Podría trabajar como voluntaria. No necesito dinero.
—¿Y qué tipo de trabajo?
—Hace tiempo que trabajo menos. En realidad, ahora mismo solo me dedico a
la asesoría. Y, si te digo la verdad, cada vez me parece más difícil
relacionarme con adolescentes. O quizá sea al revés. Cuando les digo que me
identifico con lo que están viviendo, me miran con escepticismo. Para ellos es
como si tuviera cien años.
—Normalmente no recomendamos que los familiares de los enfermos trabajen
como voluntarios hasta que ha transcurrido un año desde la muerte del
paciente.
—Lo sé, ya me lo dijiste. Por eso me gustaría que lo pensaras. Creo que se
podría hacer una excepción conmigo. Sé perfectamente bien lo que es estar
en una cama y sentirse horrible: lo hago tres veces a la semana. Y, desde
luego, lo que estoy viviendo con Gloria me ayuda a entender qué es lo que
sienten los familiares.
—¿Cómo está tu madre?
—Está… No durará mucho.
—Has sido una buena hija, C. J.
—Sí, bueno, quizá por las circunstancias. No estoy segura de que Gloria
estuviera de acuerdo con ello, ni que hubiera estado de acuerdo nunca. ¿Lo
pensarás?
—Por supuesto. Lo hablaré con el director y con las monjas. La verdad es que
depende de ellos. El resto somos empleadas.
Al cabo de unas semanas, me encontraba sentado a los pies de C. J. en la
habitación de Gloria cuando percibí que se producía un cambio en ella. Noté
que su respiración se hacía cada vez más superficial. De repente se paraba;
entonces, inhalaba un par de veces, de golpe. Pero en cada ciclo la
respiración era más débil; las exhalaciones, más suaves.
Se estaba muriendo.
Salté a la silla que había a su lado y le miré la cara. Tenía los ojos cerrados, la
boca abierta y las manos crispadas sobre el pecho. Miré a C. J., que estaba
dormida. Sabía que ella querría haber estado despierta, así que solté un único
y agudo ladrido que resonó con fuerza en la habitación.
Mi chica se despertó sobresaltada.
—¿Qué sucede, Toby? —Se puso en pie y se acercó. Levanté el hocico y le
lamí los dedos—. Oh —dijo.
Al cabo de un momento, alargó el brazo y cogió la mano de Gloria. Vi que le
caían unas lágrimas por la cara. Enseguida percibí la tristeza y el dolor que
sentía. Nos quedamos así unos minutos.
—Adiós, mamá —dijo C. J. al fin—. Te quiero.
Cuando Gloria exhaló, C. J. regresó a la silla y se sentó. Salté sobre su regazo
y me enrosqué en él. C. J. me estrechó y me meció con suavidad. Hice todo lo
que pude por ella. Solo podía estar con ella mientras sentía ese dolor.
Al final de ese día, fui con C. J. y con Fran hasta la puerta de entrada.
—Nos veremos en la ceremonia —dijo Fran. Se abrazaron—. ¿Seguro que
quieres ir sola a casa?
—Estoy bien. Si te digo la verdad, es un alivio que todo haya acabado.
—Lo sé.
C. J. me miró y yo meneé la cola. Se arrodilló (esbozando una mueca al hacer
el gesto) y me abrazó.
—Eres un chico increíble, Toby. Lo que haces por todo el mundo, consolarlos
y guiarlos hasta el final. Eres un milagro, un ángel de perro.
Meneé la cola. «Ángel de perro» sonaba a «buen perro». Creo que significaba
que yo era bueno y que me querían.
—Muchas muchas gracias, Toby. Eres un buen perro. Te quiero.
C. J. se puso en pie, le dirigió una sonrisa a Fran y salió a la calle oscura.
No regresó al día siguiente, ni al otro. Pasaron más días, hasta que dejé de
correr a la puerta de entrada cada vez que se abría. Al parecer, mi chica no
me necesitaba en ese momento.
Así eran las cosas. Me hubiera gustado irme con C. J. a donde fuera que se
hubiera ido, pero ahora mi trabajo consistía en cuidar y amar a todas las
personas del edificio. Y en estar con las personas que abandonaban la vida. Y,
claro, también en sentarme al lado de Eddie para que me diera un poco de
pollo.
Sabía que si C. J. me necesitaba me vendría a buscar, tal como había hecho
siempre.
Mientras, lo único que podía hacer era esperar.
31
UN DÍA, CUANDO LAS HOJAS MARRONES de fuera se agitaban empujadas
por un viento tan fuerte que se oía desde cualquier parte del edificio, mi chica
entró por la puerta. Al principio, me mostré precavido, pues no estaba seguro
de que fuera ella: la manera de caminar mostraba una ligera cojera y llevaba
un abultado abrigo que disimulaba su fragilidad y delgadez. Pero cuando el
fuerte viento entró por la puerta y me trajo su maravilloso olor, salí corriendo
directo hacia ella. De todas formas, por miedo a tumbarla al suelo, no le salté
encima. Meneé la cola con alegría y cerré los ojos al sentir su mano
acariciándome.
—Hola, Toby. ¿Me has echado de menos?
Fran se acercó y le dio un abrazo. C. J. dejó unas cosas encima de la mesa de
una de las habitaciones. A partir de ese día, vivimos al revés de antes. C. J. se
iba por la noche y no regresaba hasta la mañana, en lugar de marcharse por
la mañana y no regresar hasta la noche. Nunca me llevó con ella a esa
habitación con sofás, pero yo sabía, por el olor, que ella solía ir allí.
C. J. iba por el edificio visitando a las personas de las habitaciones y hablando
con ellas. A veces, las abrazaba. Yo siempre la seguía. Sin embargo, cuando
por la noche se iba, casi siempre había alguien que me necesitaba al lado de
su cama, así que me tumbaba allí para acompañarlos. A veces, los miembros
de su familia me abrazaban.
Muchas de las personas que hablaban con C. J. estaban sufriendo, tanto si
estaban tumbadas en una cama como si estaban de pie. Pero, normalmente,
después de una conversación, notaba que su sufrimiento disminuía. A menudo
alguien de la familia me cogía. Entonces, mi trabajo consistía en dejarme
abrazar durante tanto tiempo como necesitaran hacerlo, incluso aunque me
pudiera resultar incómodo.
—Buen perro —decía C. J.—. Buen perro, Toby.
Muchas veces, Fran o Patsy también estaban en la habitación con C. J. y
decían lo mismo:
—Buen perro, Toby.
Me alegraba ser un buen perro.
C. J. también sufría. Lo notaba y lo veía cuando sus pasos se hacían más
lentos. Pero abrazarme siempre hacía que se sintiera mejor.
Había una familia que estaba muy triste porque una mujer que se encontraba
tumbada en la cama estaba sufriendo mucho y tenía aquel olor metálico en el
aliento. Había un hombre de su edad y tres niñas que eran como C. J. cuando
yo era Molly. Una de las niñas me cogió y me puso encima de la cama. Yo hice
«quieto».
—Dawn —dijo C. J. dirigiéndose a la mayor de las hijas, una niña más alta que
C. J. y con un pelo muy muy largo que olía a jabón y a flores y cuyas manos
olían a manzana—. ¿Me acompañas a tomar un café?
Noté un sentimiento de alarma en Dawn. Miró a su madre, que estaba
durmiendo sin percibir mi presencia a su lado. Luego miró al hombre, su
padre, quien asintió con la cabeza.
—Ve, cariño.
Noté algo parecido a la culpa en la chica mientras se alejaba del lado de su
madre. Decidí que, fuera lo que fuera lo que estuviera ocurriendo, C. J. me
necesitaba más con ella y con Dawn que con la mujer de la cama. De forma
tan silenciosa como me fue posible, bajé al suelo y seguí a mi chica por el
pasillo.
—Eh, ¿quieres comer algo? ¿Un plátano, quizá? —preguntó C. J.
—Claro —dijo la chica.
Pronto detecté el fuerte y dulce aroma de una fruta mezclada con el olor de
manzana en las manos de la chica. Oí que hacían ruido de masticar. Me
tumbé a sus pies, bajo la mesa.
—Debe de ser difícil ser la mayor. Tus hermanas te admiran, eso se nota —
dijo C. J.
—Sí.
—¿Te apetece hablar de eso?
—La verdad es que no.
—¿Qué tal está tu papá?
—Está… No lo sé. Siempre dice que debemos luchar. Pero mamá…
—Ella ya no lucha —dijo C. J. con suavidad al cabo de un momento.
—Sí.
—Debe de ser muy estresante.
—Ajá.
Se quedaron un momento en silencio.
—¿Qué comida te gusta más? —preguntó C. J.
—La manteca de cacahuete —respondió Dawn con una sonrisa—. Ah, y ¿sabes
esas lasañas que se calientan?
—Comer ayuda a manejar el estrés —dijo C. J.
Dawn calló.
—¿Y luego, cuando has comido demasiado? —preguntó C. J. bajando la voz.
Noté que Dawn se alarmaba. Irguió la espalda.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando iba al instituto, yo tenía ese problema. Siempre comía para
sentirme mejor —dijo C. J.—. Pero a cada bocado que daba me detestaba más
a mí misma porque me parecía que estaba gorda y sabía que no hacía más
que añadir kilos. Casi notaba cómo el trasero se me ponía gordo. Así pues,
para quitármelo de encima, vomitaba.
Entonces Dawn habló con un temblor en la voz:
—¿Cómo?
—Ya sabes cómo, Dawn —respondió C. J.
Dawn inspiró profundamente.
—Siempre tenía esos puntitos de sangre en los ojos. Igual que los tuyos —dijo
C. J.—. A veces tenía las mejillas hinchadas, como las tuyas.
—Debo irme.
—Quédate un poquito más conmigo, ¿quieres? —le pidió C. J.
Dawn movió los pies con nerviosismo. Era evidente que tenía miedo.
—Estos no son mis dientes, ¿sabes? —continuó C. J.—. Los perdí cuando era
joven a causa de la acidez: muchas personas de mi edad llevan dentadura,
pero yo me la puse cuando iba al instituto.
—¿Se lo vas a contar a papá? —preguntó Dawn.
—¿Tu mamá lo sabe? —repuso C. J.
—Ella… Creo que sí, pero nunca me ha dicho nada. Y ahora…
—Lo sé. Dawn, hay un programa…
—¡No! —replicó Dawn, cortante y apartando la silla de la mesa.
—Sé cómo te sientes. Sé que es terrible tener ese secreto, que hace que te
detestes a ti misma.
—Quiero volver a la habitación de mi madre.
Se pusieron en pie. Yo hice lo mismo y bostecé con ansiedad. C. J. no estaba
tan tensa como Dawn, pero los sentimientos entre ambas eran fuertes.
—Estoy de tu lado, Dawn —dijo C. J.—. Durante los próximos días o semanas,
quiero que me llames cada vez que sientas esa urgencia, esa necesidad
incontrolable. ¿Lo harás?
—¿Prometes que no se lo dirás a papá?
—Solo si estoy completamente segura de que no te harás daño a ti misma,
cariño.
—Entonces no estás de mi lado —exclamó Dawn.
Se dio la vuelta y se alejó mucho más deprisa de lo que mi chica podía
avanzar. Ella suspiró con tristeza. Le di un golpe de hocico en la mano.
—Buen perro, Toby —me dijo, pero en realidad no me estaba prestando
atención.
Me encontraba tumbado al lado de la madre de Dawn cuando falleció. Y todos
estaban muy tristes. Las niñas me abrazaron y yo hice «quieto» para ellas.
Fran y Patsy estaban allí, pero C. J. no. Muchas veces, aunque C. J. se
encontrara en el edificio, yo permanecía con Fran o con Patsy, pues ellas me
necesitaban más en ese momento.
Fue una buena manera de pasar los años. Allí no había una puerta para
perros, pero cada vez que me acercaba a la que daba al patio, esta se abría
sola. Los olores que entraban me permitían saber si iba a nevar o a llover,
cuándo era verano y cuándo era otoño. Chaucer continuaba viniendo a jugar
regularmente; sin embargo, a partir del momento en que se enteró de que
Eddie daba comida, nos pasábamos casi tanto tiempo en la cocina como en el
patio.
A veces C. J. estaba fuera durante una o dos semanas seguidas, pero siempre
regresaba. Un día, durante la comida, poco después de una de sus ausencias,
me di cuenta de que parecía un tanto temerosa mientras hablaba con Fran.
Me senté, alerta.
—Va a llegar un paciente nuevo. Probablemente ya esté aquí el lunes —dijo
C. J.
—¿Ah, sí? ¿Y quién es? —preguntó Fran.
—Yo. La paciente soy yo.
—¿Qué?
—Es casi una bendición, Fran. Hay tantas cosas en mí que funcionan mal que
los médicos no saben ni por dónde empezar. Y, si te digo la verdad, estoy tan
cansada… Estoy cansada del dolor, del insomnio y de las náuseas. Estoy
cansada de mis cuarenta pastillas al día. Cuando Gloria murió, me di cuenta
de que mis obligaciones habían acabado. Ya no le debo nada a nadie.
—C. J…
Mi chica cambió de postura en la silla y se inclinó hacia delante.
—Es una decisión que tomé hace mucho mucho tiempo, Fran. No podrás
disuadirme. En mi reunión familiar se lo dije a todo el mundo y me despedí.
Mis asuntos están en orden. —Soltó una breve carcajada—. De esta forma,
seré más joven que Gloria para siempre. Eso la volverá loca.
—Creo que deberíamos hablarlo. Quizá pudieras ir a ver a alguien…
—Lo he trabajado con mi terapeuta. Créeme, hace más de un año y medio que
no hablo de casi nada más.
—A pesar de todo, creo…
—Sé lo que crees, pero estás equivocada. No se trata de un suicidio. Se trata
de aceptación. Es cuestión de tiempo que me pase algo. Me aterroriza pensar
que otro ataque me deje débil: después de ver a Gloria, no puedo enfrentarme
a la idea de que algo así le pueda pasar a mi cerebro. De esta manera, yo
controlo lo que sucede, dónde y cómo.
—Pero no puedes saber si tendrás otro ataque.
—Fran. He dejado la diálisis.
—Oh, Dios.
—No, no tienes ni idea. La libertad. No debo regresar allí nunca más. Ha
habido momentos mejores y peores, pero he tenido una buena vida y no voy a
lamentar haber tomado esta decisión. Por favor, debes comprenderlo. Tengo
la sensación de que me he mantenido viva de manera artificial. Quizás haya
sido por un buen motivo: he ayudado a mucha gente. Pero el pronóstico es de
que todo vaya mal. Quiero marcharme cuando yo lo decida, no quiero que no
se alargue de manera artificial sin tener en cuenta mi calidad de vida. No
quiero acabar como un vegetal.
Ahora C. J. ya no sentía miedo. Le di un golpe en la mano con el hocico y ella
me acarició con ternura.
Al cabo de unos días, C. J. vino a vivir al edificio. Y enseguida me di cuenta de
que se sentía más enferma que nunca. Salté sobre su cama y me quedé allí
con ella. A veces me colocaba al lado de su cara; a veces me enroscaba a sus
pies.
—Buen perro, Toby —me decía ella siempre. Pero su voz era cada vez más
débil—. No solo eres un terapeagle, sino que eres un ángel de perro, igual que
Max, igual que Molly.
Meneé la cola al oír que pronunciaba esos nombres con tanta ternura. Mi
chica sabía quién era yo, sabía que yo siempre había estado con ella,
cuidándola y protegiéndola de los peligros.
Muchas personas venían a visitar a C. J. a la habitación, y ella siempre se
alegraba de verlas. Conocía a algunas de ellas, como a Gracie, que había sido
una niña pequeña cuando yo era Max, pero que ahora era una mujer que tenía
hijos. C. J. besaba a todos los niños y se reía. Entonces el dolor parecía
menguar. También la visitaba otra mujer que conocía de no hacía mucho
tiempo atrás. Se llamaba Dawn, la niña cuyas manos olían a manzana; se
sentaba al lado de C. J. y se pasaba horas hablando con ella. Un día que Dawn
la visitó, las dejé solas un rato para ir a ver si Fran o Patsy me necesitaban,
pero cuando regresé, ellas continuaban allí.
—La gente siempre me pregunta qué especialidad haré. Y siempre les digo
que estoy concentrada en entrar en Medicina. ¿Cómo voy a saber qué me
atrae más? Todavía no me han aceptado.
—Lo harán —dijo C. J.—. Sé que lo harán.
—Tú siempre has creído en mí, C. J. Tú me salvaste la vida.
—No, tú salvaste tu propia vida. Ya sabes lo que dicen en el programa: nadie
puede hacerlo en tu lugar.
—Sí, lo sé.
C. J. tosió débilmente y yo salté a su lado. Ella me acarició la espalda con la
mano.
—Supongo que es mejor que me vaya —dijo Dawn.
—Te agradezco mucho que hayas hecho el viaje para venir a verme, Dawn.
Se abrazaron y noté que se querían.
—Que tengas un buen vuelo —dijo C. J.—. Y, recuerda, siempre puedes
llamarme.
Dawn asintió con la cabeza y se secó los ojos. Sonrió y le dijo adiós con la
mano antes de salir de la habitación. Yo me acomodé al lado de mi chica y
noté que ella se sumía en un profundo sueño.
Una tarde, mientras me estaba dando unos trozos de bocadillo de jamón y
queso que Eddie le había traído, C. J. se quedó quieta un momento y me miró.
Yo no aparté los ojos del bocadillo.
—Toby —me dijo—, escúchame. Sé que tienes un vínculo muy fuerte conmigo,
pero voy a dejarte. Podría quedarme, pero ya he disfrutado de todas las cosas
buenas que la vida puede ofrecer y estoy cansada de todas las malas,
especialmente de lo que está por venir si intento prolongarla. Solo quiero
estar con mi esposo. Lo único que lamento es dejar a mis amigos. Y tú eres
uno de esos amigos, Toby. Pero sé que te quieren y que te cuidan. Y estoy
segura de que ser amado y tener un trabajo es lo más importante para un
perro. En muchos aspectos, me recuerdas a mi perra Molly, con su
amabilidad; pero también a Max, con su seguridad. ¿Les dirás a mis ángeles
perros que iré a verlos muy pronto? ¿Y te quedarás conmigo hasta el
momento final? No quiero tener miedo. Y, si estás conmigo, sé que no lo
tendré. Tú eres mi amigo eterno, Toby.
Mi chica me estrechó contra su cuerpo y un profundo amor fluyó entre los
dos.
C. J. se marchó una tarde fría y clara de primavera. Fran había estado sentada
a su lado todo el día y yo había recostado la cabeza sobre su pecho mientras
ella me acariciaba el pelaje con gesto débil. Cuando su mano dejó de moverse,
miré a Fran, que acercó la silla a la cama y le cogió la mano. Poco a poco, C. J.
fue soltando la vida. Tras exhalar por última vez, mi chica se fue.
—Buen perro, Toby —me dijo Fran.
Me abrazó y sus lágrimas cayeron sobre mi pelaje.
Pensé en cuando Clarity, la niña, se cayó en la granja. En que su mirada
reposaba en mí mientras Gloria la cogía en brazos. «Tico», dijo. Recordé el
día en que llegó con Trent para llevarme a casa. Recordé sus abrazos y sus
besos. Me acordé de que, cuando era Max, me estrechaba contra su pecho
para que no tuviera frío.
Ahora debería vivir sin sus abrazos.
Mi C. J.
Ella me había enseñado que era bueno amar a otras personas aparte de a
Ethan, mi chico. Me había abierto los ojos a que, en realidad, yo había amado
a muchas personas durante mis vidas, a que amar a los seres humanos era mi
propósito último. Su presencia durante mis vidas había significado el punto de
referencia de mi existencia, me había permitido ayudar a las personas que
estaban tumbadas en la cama para que pudieran enfrentarse a sus miedos y a
encontrar la paz y la aceptación.
Continué sirviendo a esas personas durante muchos años después, pero todos
los días me acordaba de C. J. Recordaba el día en que la niña, Clarity, se había
metido en el establo del caballo, recordaba la manera en que me abrazaba en
el coche, ante el mar, recordaba haber vivido con Trent cuando yo era Max.
Una mañana, mientas hacía mis necesidades, sentí un dolor muy agudo que
me hizo soltar un aullido. Patsy, Fran y Eddie me llevaron al veterinario y
supe por qué todos ellos vinieron a dar ese paseo en coche. En ese momento
yo ya estaba ciego casi del todo, pero todavía fui capaz de notar el olor de
canela y el olor de Chaucer en las manos de Patsy mientras ella me cogía y
me llevaba, jadeando, hasta la consulta del veterinario y me dejaba encima de
aquella mesa tan fría. Las fuertes manos de Eddie, que olían a pollo, me
acariciaban mientras todos me susurraban al oído y un rápido pinchazo me
ofrecía un alivio instantáneo.
—Te queremos —me dijeron.
Esta vez, mientras la marea me arrastraba, no hubo oscuridad, sino la
burbujeante luminosidad de miles de puntos que danzaban. Levanté la cabeza
y me dejé flotar hacia esa luminosidad. Penetré en esa superficie acuosa para
salir a la gloriosa luz del sol. Dorada, la luz que jugueteaba sobre las suaves
olas era dorada. De repente, mi visión se hizo tan clara como la de un
cachorro. Un abanico de maravillosos olores me asaltó. Y el corazón me dio
un vuelco al darme cuenta de a quién estaba oliendo.
—¡Molly! —dijo alguien.
Giré la cabeza y allí estaban, las personas que acababa de oler. Eran todas las
personas a quienes yo había amado durante mis vidas. Estaban de pie, a la
orilla del agua, sonriendo y aplaudiendo. Vi a Ethan y a Hannah, a Trent y a
C. J. Allí estaban, de pie y delante de mí, al lado de Andi, de Maya, de Jakob y
de todos los demás.
—¡Bailey! —gritó Ethan, saludándome con la mano.
Yo era Toby, Chico, Molly, Max, Bailey y Ellie. Era un buen perro. Y este era
mi premio. Ahora podría estar con las personas a las que amaba.
Gimiendo de alegría, me di la vuelta y nadé hacia esa orilla dorada.
W. BRUCE CAMERON nació en Petoskey, Michigan, 1960. Escritor, guionista
y humorista, saltó a la fama en 2010 con la publicación de La razón de estar
contigo. Es autor de siete libros más, todos ellos grandes éxitos de venta en
Estados Unidos.