Karl MARX
EL DIECIOCHO BRUMARIO
DE LUIS BONAPARTE
Escrito: Diciembre de 1851 - marzo de 1852.
Primera Edición: En la revista Die Revolution, Nueva York, EEUU, 1852, con el título
"Der Achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte".
Fuente:C. Marx y F. Engels, Obras escogidas en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú
1981, Tomo I, páginas 404 a 498.
Edición Digital:Por la Red Vasca Roja; digitalizado y preparado por José Julagaray,
Donostia, Gipuzkoa, Euskal Herria, 25 de septiembre de 1997.
Esta Edición:Preparada por Juan R. Fajardo para el MIA, abril 2000.
Capítulo I
Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia
universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez
como tragedia y la otra como farsa. Caussidière por Dantón, Luis Blanc por
Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por
el tío. ¡Y a la misma caricatura en las circunstancias que acompañan a la segunda
edición del Dieciocho Brumario!
Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo
circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se
encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición
de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y
cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las
cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente
cuando conjuran temerosos en su exilio los espíritus del pasado, toman prestados sus
nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y
este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal. Así, Lutero
se disfrazó de apóstol Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con
el ropaje de la República romana y del Imperio romano, y la revolución de 1848 no
supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y allá la tradición revolucionaria de
1793 a 1795. Es como el principiante que ha aprendido un idioma nuevo: lo traduce
siempre a su idioma nativo, pero sólo se asimila el espíritu del nuevo idioma y sólo es
capaz de expresarse libremente en él cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y
olvida en él su lenguaje natal.
Si examinamos esas conjuraciones de los muertos en la historia universal, observaremos
en seguida una diferencia que salta a la vista. Camilo Desmoulins, Dantón, Robespierre,
Saint-Just, Napoleón, los héroes, lo mismo que los partidos y la masa de la antigua
revolución francesa, cumplieron, bajo el ropaje romano y con frases romanas, la misión
de su tiempo: librar de las cadenas e instaurar la sociedad burguesa moderna. Los unos
hicieron añicos las instituciones feudales y segaron las cabezas feudales que habían
brotado en él. El otro creó en el interior de Francia las condiciones bajo las cuales ya
podía desarrollarse la libre concurrencia, explotarse la propiedad territorial parcelada,
aplicarse las fuerzas productivas industriales de la nación, que habían sido liberadas; y
del otro lado de las fronteras francesas barrió por todas partes las formaciones feudales,
en el grado en que esto era necesario para rodear a la sociedad burguesa de Francia en el
continente europeo de un ambiente adecuado, acomodado a los tiempos. Una vez
instaurada la nueva formación social, desaparecieron los colosos antediluvianos, y con
ellos el romanismo resucitado: los Brutos, los Gracos, los Publícolas, los tribunos, los
senadores y hasta el mismo Cesar. Con su sobrio practicismo, la sociedad burguesa se
había creado sus verdaderos intérpretes y portavoces en los Say, los Cousin, los RoyerCollard, los Benjamín Constant y los Guizot; sus verdaderos caudillos estaban en las
oficinas comerciales, y la cabeza atocinada de Luis XVIII era su cabeza política.
Completamente absorbida pro la producción de la riqueza y por la lucha pacífica de la
concurrencia, ya no se daba cuenta de que los espectros del tiempo de los romanos
habían velado su cuna. Pero, por muy poco heroica que la sociedad burguesa sea, para
traerla al mundo habían sido necesarios, sin embargo, el heroísmo, la abnegación, el
terror, la guerra civil y las batallas de los pueblos. Y sus gladiadores encontraron en las
tradiciones clásicamente severas de la República romana los ideales y las formas
artísticas, las ilusiones que necesitaban para ocultarse a sí mismos el contenido
burguesamente limitado de sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran
tragedia histórica. Así, en otra fase de desarrollo, un siglo antes, Cromwell y el pueblo
inglés habían ido a buscar en el Antiguo Testamento el lenguaje, las pasiones y las
ilusiones para su revolución burguesa. Alcanzada la verdadera meta, realizada la
transformación burguesa de la sociedad inglesa, Locke desplazó a Habacuc.
En esas revoluciones, la resurrección de los muertos servía, pues, para glorificar las
nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión
trazada y no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad, para encontrar de
nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez a su espectro.
En 1848-1851, no hizo más que dar vueltas el espectro de la antigua revolución, desde
Marrast, le républicain en gants jaunes, que se disfrazó de viejo Bailly, hasta el
aventurero que esconde sus vulgares y repugnantes rasgos bajo la férrea mascarilla de
muerte de Napoleón. Todo un pueblo que creía haberse dado un impulso acelerado por
medio de una revolución, se encuentra de pronto retrotraído a una época fenecida, y
para que no pueda haber engaño sobre la recaída, hacen aparecer las viejas fechas, el
viejo calendario, los viejos nombres, los viejos edictos (entregados ya, desde hace largo
tiempo, a la erudición de los anticuarios) y los viejos esbirros, que parecían haberse
podrido desde hace mucho tiempo. La nación se parece a aquel inglés loco de Bedlam
que creía vivir en tiempo de los viejos faraones y se lamentaba diariamente de las duras
faenas que tenía que ejecutar como cavador de oro en las minas de Etiopía, emparedado
en aquella cárcel subterránea, con una lámpara de luz mortecina sujeta en la cabeza,
detrás el guardián de los esclavos con su largo látigo y en las salidas una turbamulta de
mercenarios bárbaros, incapaces de comprender a los forzados ni de entenderse entre sí
porque no hablaban el mismo idioma. «¡Y todo esto -suspira el loco- me lo han
impuesto a mí, a un ciudadano inglés libre, para sacar oro para los antiguos faraones!»
«¡Para pagar las deudas de la familia Bonaparte!», suspira la nación francesa. El inglés,
mientras estaba en uso de su razón, no podía sobreponerse a la idea fija de obtener oro.
Los franceses, mientras estaban en revolución, no podían sobreponerse al recuerdo
napoleónico, como demostraron las elecciones del 10 de diciembre. Ante los peligros de
la revolución se sintieron atraídos por el recuerdo de las ollas de Egipto, y la respuesta
fue el 2 de diciembre de 1851. No sólo obtuvieron la caricatura del viejo Napoleón, sino
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al propio viejo Napoleón en caricatura, tal como necesariamente tiene que aparecer a
mediados del siglo XIX.
La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente
del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración
supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los
recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La
revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para
cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desbordaba el contenido; aquí, el
contenido desborda la frase.
La revolución de febrero cogió desprevenida, sorprendió a la vieja sociedad, y el pueblo
proclamó este golpe de mano inesperado como una hazaña de la historia universal con
la que se abría la nueva época. El 2 de diciembre, la revolución de febrero es
escamoteada por la voltereta de un jugador tramposo, y lo que parece derribado no es ya
la monarquía, sino las concesiones liberales que le habían sido arrancadas por seculares
luchas. Lejos de ser la sociedad misma la que se conquista un nuevo contenido, parece
como si simplemente el Estado volviese a su forma más antigua, a la dominación
desvergonzadamente simple del sable y la sotana. Así contesta al coup de main de
febrero de 1848 el coup de tête de diciembre de 1851. Por donde se vino, se fue. Sin
embargo, el intervalo no ha pasado en vano. Durante los años de 1848 a 1851, la
sociedad francesa asimiló, y lo hizo mediante un método abreviado, por ser
revolucionario, las enseñanzas y las experiencias que en un desarrollo normal, lección
tras lección, por decirlo así, habrían debido preceder a la revolución de febrero, para que
ésta hubiese sido algo más que un estremecimiento en la superficie. Hoy, la sociedad
parece haber retrocedido más allá de su punto de partida; en realidad, lo que ocurre es
que tiene que empezar por crearse el punto de partida revolucionario, la situación, las
relaciones, las condiciones, sin las cuales no adquiere un carácter serio la revolución
moderna.
Las revoluciones burguesas, como la del siglo XVIII, avanzan arrolladoramente de éxito
en éxito, sus efectos dramáticos se atropellan, los hombres y las cosas parecen
iluminados por fuegos de artificio, el éxtasis es el espíritu de cada día; pero estas
revoluciones son de corta vida, llegan en seguida a su apogeo y una larga depresión se
apodera de la sociedad, antes de haber aprendido a asimilarse serenamente los
resultados de su período impetuoso y agresivo. En cambio, las revoluciones proletarias
como las del siglo XIX, se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen
continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía terminado, para
comenzarlo de nuevo, se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los
lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su
adversario para que éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse más
gigantesco frente a ellas, retroceden constantemente aterradas ante la vaga enormidad de
sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás y las
circunstancias mismas gritan:
Hic Rhodus, hic salta!
¡Aquí está la rosa, baila aquí!
Por lo demás, cualquier observador mediano, aunque no hubiese seguido paso a paso la
marcha de los acontecimientos en Francia, tenía que presentir que esperaba a la
revolución una inaudita vergüenza. Bastaba con escuchar los engreídos ladridos de
triunfo con que los señores demócratas se felicitan mutuamente por los efectos
milagrosos que esperaban del segundo domingo de mayo de 1852. El segundo domingo
de mayo de 1852 habíase convertido en sus cabezas en una idea fija, en un dogma,
como en las cabezas de los quiliastas el día en que había de reaparecer Cristo y
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comenzar el reino milenario. La debilidad había ido a refugiarse, como siempre, en la fe
en el milagro: creía vencer al enemigo con sólo descartarlo mágicamente con la fantasía,
y perdía toda la comprensión del presente ante la glorificación pasiva del futuro que les
esperaba y de las hazañas que guardaba in petto, pero que aún no consideraba oportuno
revelar. Esos héroes que se esforzaban en refutar su probada incapacidad prestándose
mutua compasión y reuniéndose en un tropel, habían atado su hatillo, se embolsaron sus
coronas de laurel a crédito y se disponían precisamente a descontar en el mercado de
letras de cambio las repúblicas in partibus para las que, en el secreto de su ánimo poco
exigente, tenían ya previsoramente preparado el personal de gobierno. El 2 de diciembre
cayó sobre ellos como un rayo en cielo sereno, y los pueblos, que en épocas de
malhumor pusilánime gustaban de dejar que los voceadores más chillones ahoguen su
miedo interior, se habrán convencido quizá de que han pasado ya los tiempos en que el
graznido de los gansos podía salvar el Capitolio.
La Constitución, la Asamblea Nacional, los partidos dinásticos, los republicanos azules
y los rojos, los héroes de África, el trueno de la tribuna, el relampagueo de la prensa
diaria, toda la literatura, los nombres políticos y los renombres intelectuales, la ley civil
y el derecho penal, la liberté, égalité, fraternité y el segundo domingo de mayo de 1852,
todo ha desaparecido como una fantasmagoría al conjuro de un hombre al que ni sus
mismos enemigos reconocen como brujo. El sufragio universal sólo pareció sobrevivir
un instante para hacer su testamento de puño y letra a los ojos del mundo entero y poder
declarar, en nombre del propio pueblo: "Todo lo que existe merece perecer".
No basta con decir, como hacen los franceses, que su nación fue sorprendida. Ni a la
nación ni a la mujer se les perdona la hora de descuido en que cualquier aventurero ha
podido abusar de ellas por la fuerza. Con estas explicaciones no se aclara el enigma; no
se hace más que presentarlo de otro modo. Quedaría por explicar cómo tres caballeros
de industria pudieron sorprender y reducir al cautiverio, sin resistencia, a una nación de
36 millones de almas.
Recapitulemos, en sus rasgos generales, las fases recorridas por la revolución francesa
desde el 24 de febrero de 1848 hasta el mes de diciembre de 1851.
Hay tres períodos capitales que son inconfundibles: el período de febrero; del 4 de
mayo de 1848 al 28 de mayo de 1849, período de constitución de la república o de la
Asamblea Nacional Constituyente; del 28 de mayo de 1849 al 2 de diciembre de 1851,
período de la república constitucional o de la Asamblea Nacional Legislativa.
El primer período, desde el 24 de febrero, o desde la caída de Luis Felipe, hasta el 4 de
mayo de 1848, fecha en que se reúne la Asamblea Constituyente, el período de febrero,
propiamente dicho, puede calificarse como de prólogo de la revolución. Su carácter se
revela oficialmente en el hecho de que el Gobierno por él improvisado se declarase a sí
mismo provisional, y, como el Gobierno, todo lo que este período sugirió, intentó o
proclamó, se presentaba también como algo puramente provisional. Nada ni nadie se
atrevía a reclamar para sí el derecho a existir y a obrar de un modo real. Todos los
elementos que habían preparado o determinado la revolución, la oposición dinástica, la
burguesía republicana, la pequeña burguesía democrático-republicana y los obreros
socialdemócratas encontraron su puesto provisional en el Gobierno de febrero.
No podía ser de otro modo. Las jornadas de febrero proponíanse primitivamente como
objetivo una reforma electoral, que había de ensanchar el círculo de los privilegiados
políticos dentro de la misma clase poseedora y derribar la dominación exclusiva de la
aristocracia financiera. pero cuando estalló el conflicto real y verdadero, el pueblo subió
a las barricadas, la Guardia Nacional se mantuvo en actitud pasiva, el ejército no opuso
una resistencia seria y la monarquía huyó, la república pareció la evidencia por sí
misma. Cada partido interpretaba a su manera. Arrancada por el proletariado con las
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armas en la mano, éste le imprimió su sello y la proclamó república social. Con esto se
indicaba el contenido general de la moderna revolución, el cual se hallaba en la
contradicción más peregrina con todo lo que por el momento podía ponerse en práctica
directamente, con el material disponible, el grado de desarrollo alcanzado por la masa y
bajo las circunstancias y relaciones dadas. De otra parte, las pretensiones de todos los
demás elementos que habían cooperado a la revolución de febrero fueron reconocidas
en la parte leonina que obtuvieron en el Gobierno. Por eso, en ningún período nos
encontramos con una mezcla más abigarrada de frases altisonantes e inseguridad y
desamparo efectivos, de aspiraciones más entusiastas de innovación y de imperio más
firme de la vieja rutina, de más aparente armonía de toda la sociedad y más profunda
discordancia entre sus elementos. Mientras el proletariado de París se deleitaba todavía
en la visión de la gran perspectiva que se había abierto ante él y se entregaba con toda
seriedad a discusiones sobre los problemas sociales, las viejas fuerzas de la sociedad se
habían agrupado, reunido, vuelto en sí y encontrado un apoyo inesperado en la masa de
la nación, en los campesinos y los pequeños burgueses, que se precipitaron todos de
golpe a la escena política, después de caer las barreras de la monarquía de Julio.
El segundo período, desde el 4 de mayo de 1848 hasta fines de mayo de 1849, es el
período de la constitución, de la fundación de la república burguesa. Inmediatamente
después de las jornadas de febrero no sólo se vio sorprendida la oposición dinástica por
los republicanos, y éstos por los socialistas, sino toda Francia por París. La Asamblea
Nacional, que se reunió el 4 de mayo de 1848, salida de las elecciones nacionales,
representaba a la nación. Era una protesta viviente contra las pretensiones de las
jornadas de febrero y había de reducir al rasero burgués los resultados de la revolución.
En vano el proletariado de París, que comprendió inmediatamente el carácter de esta
Asamblea Nacional, intentó el 15 de mayo, pocos días después de reunirse ésta, destacar
por fuerza su existencia, disolverla, descomponer de nuevo en sus distintas partes
integrantes la forma orgánica con que le amenazaba el espíritu reaccionante de la
nación. Como es sabido, el único resultado del 15 de mayo fue alejar de la escena
pública durante todo el ciclo que examinamos a Blanqui y sus camaradas, es decir, a los
verdaderos jefes del partido proletario.
A la monarquía burguesa de Luis Felipe sólo puede suceder la república burguesa; es
decir que si en nombre del rey, había dominado una parte reducida de la burguesía,
ahora dominará la totalidad de la burguesía en nombre del pueblo. Las reivindicaciones
del proletariado de París son paparruchas utópicas, con las que hay que acabar. El
proletariado de París contestó a esta declaración de la Asamblea Nacional Constituyente
con la insurrección de junio, el acontecimiento más gigantesco en la historia de las
guerras civiles europeas. Venció la república burguesa. A su lado estaban la aristocracia
financiera, la burguesía industrial, la clase media, los pequeños burgueses, el ejército, el
lumpemproletariado organizado como Guardia Móvil, los intelectuales, los curas y la
población del campo. Al lado del proletariado de París no estaba más que él solo. Más
de 3.000 insurrectos fueron pasados a cuchillo después de la victoria y 15.000
deportados sin juicio. Con esta derrota, el proletariado pasa al fondo de la escena
revolucionaria. Tan pronto como el movimiento parece adquirir nuevos bríos, intenta
una vez y otra pasar nuevamente a primer plano, pero con un gasto cada vez más débil
de fuerzas y con resultados cada vez más insignificantes. Tan pronto como una de las
capas sociales superiores a él experimenta cierta efervescencia revolucionaria, el
proletariado se enlaza a ella y así va compartiendo todas las derrotas que sufren unos
tras otros los diversos partidos. pero estos golpes sucesivos se atenúan cada vez más
cuanto más se reparten por toda la superficie de la sociedad. Sus jefes más importantes
en la Asamblea Nacional y en la prensa van cayendo unos tras otros, víctimas de los
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tribunales, y se ponen al frente de él figuras cada vez más equívocas. En parte, se
entrega a experimentos doctrinarios, Bancos de cambio y asociaciones obreras, es
decir, a un movimiento en el que renuncia a transformar el viejo mundo, con ayuda de
todos los grandes recursos propios de este mundo, e intenta, por el contrario, conseguir
su redención a espaldas de la sociedad, por la vía privada, dentro de sus limitadas
condiciones de existencia, y por tanto, forzosamente fracasa. Parece que no puede
descubrir nuevamente en sí mismo la grandeza revolucionaria, ni sacar nuevas energías
de los nuevos vínculos que se han creado, mientras todas las clases con las que ha
luchado en junio, no estén tendidas, a todos lo largo a su lado mismo. Pero, por lo
menos, sucumbe con los honores de una gran lucha de alcance histórico-universal; no
sólo Francia, sino toda Europa tiembla ante el terremoto de junio, mientras que las
sucesivas derrotas de las clases más altas se consiguen a tan poca costa, que sólo la
insolente exageración del partido vencedor puede hacerlas pasar por acontecimientos, y
son tanto más ignominiosas cuanto más lejos queda del proletariado el partido que
sucumbe.
Ciertamente, la derrota de los insurrectos de junio había preparado, allanado, el terreno
en que podía cimentarse y erigirse la república burguesa; pero, al mismo tiempo, había
puesto de manifiesto que en Europa se ventilaban otras cuestiones que la de «república
o monarquía». Había revelado que aquí república burguesa equivalía a despotismo
ilimitado de una clase sobre otras. Había demostrado que en países de vieja civilización,
con una formación de clases desarrollada, con condiciones modernas y de producción y
con una conciencia intelectual, en la que todas las ideas tradicionales se hallan disueltas
por un trabajo secular, la república no significa en general más que la forma política de
la subversión de la sociedad burguesa y no su forma conservadora de vida, como, por
ejemplo, en los Estados Unidos de América, donde si bien existen ya clases, éstas no se
han plasmado todavía, sino que cambian constantemente y se ceden unas a otras sus
partes integrantes, en movimiento continuo; donde los medios modernos de producción,
en vez de coincidir con una superpoblación crónica, suplen más bien la escasez relativa
de cabezas y brazos, y donde, por último, el movimiento febrilmente juvenil de la
producción material, que tiene un mundo nuevo que apropiarse, no ha dejado tiempo ni
ocasión para eliminar el viejo mundo fantasmal.
Durante las jornadas de junio, todas las clases y todos los partidos se habían unido en un
partido del orden frente a la clase proletaria, como partido de la anarquía, del
socialismo, del comunismo. Habían «salvado» a la sociedad de «los enemigos de la
sociedad». Habían dado a su ejército como santo y seña los tópicos de la vieja sociedad:
«Propiedad, familia, religión y orden», y gritado a la cruzada contrarrevolucionaria:
«¡Bajo este signo vencerás!» Desde este instante, tan pronto como uno cualquiera de los
numerosos partidos que se habían agrupado bajo aquel signo contra los insurrectos de
junio, intenta situarse en el palenque revolucionario en su propio interés de clase,
sucumbe al grito de «¡Propiedad, familia, religión y orden!» La sociedad es salvada
cuantas veces se va restringiendo el círculo de sus dominadores y un interés más
exclusivo se impone al más amplio. Toda reivindicación, aun de la más elemental
reforma financiera burguesa, del liberalismo más vulgar, del más formal
republicanismo, de la más trivial democracia, es castigada en el acto como un «atentado
contra la sociedad» y estigmatizada como «socialismo». Hasta que, por último, los
pontífices de «la religión y el orden» se ven arrojados ellos mismos a puntapiés de sus
sillas píticas, sacados de la cama en medio de la noche y de la niebla, empaquetados en
coches celulares, metidos en la cárcel o enviados al destierro; de su templo no queda
piedra sobre piedra, sus bocas son selladas, sus plumas rotas, su ley desgarrada, en
nombre de la religión, de la propiedad, de la familia y del orden. Burgueses fanáticos
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del orden son tiroteados en sus balcones por la soldadesca embriagada, la santidad del
hogar es profanada y sus casas son bombardeadas como pasatiempo, y en nombre de la
propiedad, de la familia, de la religión y del orden. La hez de la sociedad burguesa
forma por fin la sagrada falange del orden, y el héroe Krapülinski se instala en las
Tullerías como «salvador de la sociedad».
Capítulo II
Reanudamos el hilo de los acontecimientos.
La historia de la Asamblea Nacional Constituyente desde las jornadas de junio es la
historia de la dominación y de la disgregación de la fracción burguesa republicana, de
aquella fracción que se conoce por lo nombres de republicanos tricolores, republicanos
puros, republicanos políticos, republicanos formalistas, etc.
Bajo la monarquía burguesa de Luis Felipe, esta fracción había formado la oposición
republicana oficial y era, por tanto, parte integrante reconocida del mundo político de la
época. Tenía sus representantes en las Cámaras y un considerable campo de acción en la
prensa. Su órgano parisino, el National era considerado, a su modo, un órgano tan
respetable como el Journal des Débats; a esta posición que ocupaba bajo la monarquía
constitucional correspondía su carácter. No se trata de una fracción de la burguesía
mantenida en cohesión por grandes intereses comunes y deslindada por condiciones
peculiares de producción, sino de una pandilla de burgueses, escritores, abogados
oficiales y funcionarios de ideas republicanas, cuya influencia descansaba en las
antipatías personales del país contra Luis Felipe, en los recuerdos de la antigua
república, en la fe republicana de un cierto número de soñadores, y sobre todo en el
nacionalismo francés, cuyo odio contra los Tratados de Viena y contra la alianza con
Inglaterra atizaba constantemente esta fracción. Una gran parte de los partidarios que
tenía el National bajo Luis Felipe los debía a este imperialismo recatado, que más tarde,
bajo la república, pudo enfrentarse, por tanto, con él, como un competidor aplastante, en
la persona de Luis Bonaparte. Combatía a la aristocracia financiera, como lo hacía todo
el resto e la oposición burguesa. La polémica contra el presupuesto, que en Francia se
hallaba directamente relacionada en la lucha contra la aristocracia financiera, brindaba
una popularidad demasiado barata y proporcionaba a los leading articles puritanos
materia demasiado abundante, para que no se la explotase. La burguesía industrial le
estaba agradecida por su defensa servil del sistema proteccionista francés, que él, sin
embargo, acogía por razones más bien nacionales que nacional-económicas; la
burguesía, en conjunto, le estaba agradecida por sus odiosas denuncias contra el
comunismo y el socialismo. Por lo demás, el partido del National era puramente
republicano, exigía que el dominio de la burguesía adoptase formas republicanas en vez
de monárquicas, y exigía sobre todo su parte de león en este dominio. Respecto a las
condiciones de esta transformación, no veía absolutamente nada claro. Lo que, en
cambio, vía claro como la luz del sol y lo que se declaraba públicamente en los
banquetes de la reforma en los últimos tiempos del reinado de Luis Felipe, era su
impopularidad entre los pequeños burgueses demócratas y sobre todo entre el
proletariado revolucionario. Estos republicanos puros -los republicanos puros son asíestaban completamente dispuestos a contentarse por el momento con una regencia de la
duquesa de Orleans, cuando estalló la revolución de febrero y asignó a sus
representantes más conocidos un puesto en el Gobierno provisional. Poseían, de
antemano, naturalmente, la confianza de la burguesía ay la mayoría de la Asamblea
Nacional Constituyente. De la Comisión ejecutiva que se formó en la Asamblea
Nacional al reunirse ésta, fueron inmediatamente excluidos los elementos socialistas del
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Gobierno provisional, y el partido del National se aprovechó del estallido de la
insurrección desde junio para dar el pasaporte a la Comisión ejecutiva, y
desembarazarse así de sus rivales más afines, los republicanos pequeñoburgueses o
republicanos demócratas (Ledru-Rollin, etc.). Cavaignac, el general del partido
republicano burgués, que había dirigido la batalla de junio, sustituyó a la Comisión
ejecutiva con una especie de poder dictatorial. Marrast, antiguo redactor jefe del
National, se convirtió en el presidente perpetuo de la Asamblea Nacional Constituyente,
y los ministerios y todos los demás puestos importantes cayeron en manos de los
republicanos puros.
La fracción burguesa republicana, que había venido considerándose desde hacía mucho
tiempo como la legítima heredera de la monarquía de Julio vio así superadas sus
esperanzas más audaces, pero no llegó al poder como soñara bajo Luis Felipe, por una
revuelta liberal de la burguesía contra el trono, sino por una insurrección sofocada a
cañonazos, del proletariado contra el capital. Lo que ella se había imaginado como el
acontecimiento más revolucionario resultó ser, en realidad, el más
contrarrevolucionario. Le cayó el fruto en el regazo, pero no cayó del árbol de la vida,
sino del árbol de conocimiento.
La exclusiva dominación de los republicanos burgueses sólo duró desde el 24 de junio
hasta el 10 de diciembre de 1848. Esta etapa se resume en la redacción de una
Constitución republicana, y en la proclamación del estado de sitio en París.
La nueva Constitución no era, en el fondo, más que una reedición republicanizada de la
Carta Constitucional, de 1830. El censo electoral restringido de la monarquía de Julio,
que excluía de la dominación política incluso a una gran parte de la burguesía, era
incompatible con la existencia de la república burguesa. La revolución de febrero había
proclamado inmediatamente el sufragio universal y directo para reemplazar el censo
restringido. Los republicanos burgueses no podían deshacer este hecho. Tuvieron que
contentarse con añadir la condición restrictiva de un domicilio mantenido durante seis
meses en el punto electoral. La antigua organización administrativa, municipal, judicial,
militar, etc., se mantuvo intacta, y allí donde la Constitución la modificó, estas
modificaciones afectaban al índice y no al contenido; al nombre, no a la cosa.
El inevitable Estado Mayor de las libertades de 1848, la libertad personal, de prensa, de
palabra, de asociación, de reunión, de enseñanza, de culto, etc., recibió un uniforme
constitucional, que hacía a éstas invulnerables. En efecto, cada una de estas libertades
era proclamada como el derecho absoluto del ciudadano francés, pero con un
comentario adicional de que estas libertades son ilimitadas en tanto en cuanto no son
limitadas por los «derechos iguales de otros y por la seguridad pública», o bien por
«leyes» llamadas a armonizar estas libertades individuales entre sí y con la seguridad
pública. Así, por ejemplo: «Los ciudadanos tienen derecho a asociarse, a reunirse
pacíficamente y sin armas, a formular peticiones y a expresar sus opiniones por medio
de la prensa o de otro modo. El disfrute de estos derechos no tiene más límite que los
derechos iguales de otros y a la seguridad pública» (cap. II de la Constitución francesa,
art. 8). «La enseñanza es libre. La libertad de enseñanza se ejercerá según las
condiciones que determina la ley y bajo control supremo del estado (lugar cit. art. 9).
«El domicilio de todo ciudadano es inviolable, salvo en las condiciones previstas por la
ley» (cap. II. art. 3), etc. Por tanto, la Constitución se remite constantemente a futuras
leyes orgánicas, que han de precisar y poner en práctica aquellas reservas y regular el
disfrute de estas libertades ilimitadas, de modo que no choquen entre sí, ni con la
seguridad pública. Y esta leyes orgánicas fueron promulgadas más tarde por los amigos
del orden, y todas esas libertades reguladas de modo que la burguesía no chocase en su
disfrute con los derechos iguales de las otras clases. Allí donde veda completamente «a
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los otros» estas libertades, o consiente su disfrute bajo condiciones que son otras tantas
celadas policíacas, lo hace siempre, pura y exclusivamente, en interés de la «seguridad
pública», es decir, de la seguridad de la burguesía, tal y como lo ordena la Constitución.
En lo sucesivo, ambas partes invocan, por tanto, con pleno derecho, la Constitución: los
amigos del orden al anular todas esas libertades, y los demócratas, al reivindicarlas
todas. Cada artículo de la Constitución contiene, en efecto, su propia antítesis, su propia
cámara alta y su propia cámara baja. En la frase general, la libertad; en el comentario
adicional, la anulación de la libertad. Por tanto, mientras se respetase el nombre de la
libertad y sólo se impidiese su aplicación real y efectiva -por la vía legal se entiende-, la
existencia constitucional de la libertad permanecía íntegra, intacta, por mucho que se
asesinase su existencia común y corriente.
Sin embargo, esta Constitución, convertida en inviolable de un modo tan sutil, era como
Aquiles, vulnerable en un punto, no en el talón, sino en la cabeza, o mejor dicho en las
dos cabezas en que culminaba: la Asamblea Legislativa, de una parte, y, de otra, el
presidente. Si se repasa la Constitución, se verá que los únicos artículos absolutos,
positivos, indiscutibles y sin tergiversación posible, son los que determinan las
relaciones entre el presidente y la Asamblea Legislativa. En efecto, aquí se trataba, para
los republicanos burgueses, de asegurar su propia posición. Los artículos 45-70 de la
Constitución están redactados de tal forma, que la Asamblea Nacional puede eliminar el
presidente de un modo constitucional, mientras que el presidente sólo puede eliminar a
la Asamblea Nacional inconstitucionalmente, desechando la Constitución misma. Aquí,
ella misma provoca, pues, su violenta supresión. No sólo consagra la división de
poderes, como la Carta Constitucional de 1830, sino que la extiende hasta una
contradicción insostenible. El juego de los poderes constitucionales, como Guizot
llamaba a las camorras parlamentarias entre el poder legislativo y el ejecutivo, juega en
la Constitución de 1848 constantemente va banque. De un lado, 750 representantes del
pueblo, elegidos por sufragio universal y reelegibles, que forman una Asamblea
Nacional que goza de omnipotencia legislativa, que decide en última instancia acerca de
la guerra, de la paz y de los tratados comerciales, la única que tiene el derecho de
amnistía y que con su permanencia ocupa constantemente el primer plano de la escena.
De otro lado, el presidente, con todos los atributos del poder regio, con facultades para
nombrar y separar a sus ministros, independientemente de la Asamblea Nacional, con
todos los medios del poder ejecutivo en sus manos, siendo el que distribuye todos los
puestos y el que, por tanto, decide en Francia la suerte de más de millón y medio de
existencias, que dependen de los 500.000 funcionarios y oficiales de todos los grados.
Tiene bajo su mando todo el poder armado. Goza del privilegio de indultar a los
delincuentes individuales, de dejar en suspenso a los guardias nacionales, de destituir,
de acuerdo con el Consejo de Estado, los consejos generales y cantonales y los
ayuntamientos elegidos por los mismos ciudadanos. La iniciativa y la dirección de todos
los tratados con el extranjero son facultades reservadas a él. Mientras que la Asamblea
Nacional actúa constantemente sobre las tablas, expuesta a la luz del día y a la crítica
pública, el presidente lleva una vida oculta en los Campos Elíseos y, además, teniendo
siempre clavado en los ojos y en el corazón el artículo 45 de la Constitución, que le
grita un día tras otro: «frère, il faut mourir!» ¡Tu poder acaba el segundo domingo del
hermoso mes de mayo del cuarto año de tu elección! ¡Y entonces, todo este esplendor se
ha acabado y la función no puede repetirse, y si tienes deudas mira a tiempo cómo te las
arreglas para saldarlas con los 600.000 francos que te asigna la Constitución, si es que
acaso no prefieres dar con tus huesos en Clichy al segundo lunes del hermoso mes de
mayo! A la par que asigna al presidente el poder efectivo, la Constitución procura
asegurar a la Asamblea Nacional el poder moral. Aparte de que es imposible atribuir un
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poder moral mediante los artículos de una ley, la Constitución aquí vuelve a anularse a
sí misma, al disponer que el presidente será elegido por todos los franceses mediante
sufragio universal y directo. Mientras que los votos de Francia se dispersan entre los
750 diputados de la Asamblea Nacional, aquí se concentran, por el contrario en un solo
individuo. Mientras que cada uno de los representantes del pueblo sólo representan a
este o a aquel partido, a esta o aquella ciudad, a esta o aquella cabeza de puente o
incluso a la mera necesidad de elegir a uno cualquiera que haga el número de los 750,
sin parar mientes minuciosamente en la cosa ni en el nombre, él es el elegido de la
nación, y el acto de su elección es el gran triunfo que se juega una vez cada cuatro años
el pueblo soberano. La Asamblea Nacional elegida está en una relación metafísica con
la nación, mientras que el presidente elegido está en una relación personal. La Asamblea
Nacional representa, sin duda, en sus distintos diputados, las múltiples facetas del
espíritu nacional, pero en el presidente se encarna este espíritu. El presidente posee
frente a ella una especie de derecho divino, es presidente por la Gracia del Pueblo.
Tetis, la diosa del mar, había profetizado a Aquiles que moriría en la flor de la juventud.
La Constitución, que tiene su punto vulnerable, como Aquiles, tenía también como éste
el presentimiento de que moriría de muerte prematura. A los republicanos puros
constituyentes les bastaba con echar desde el reino de nubes de su república ideal una
mirada al mundo profano para darse cuenta de cómo a medida que se iban acercando a
la consumación de su gran obra de arte legislativo, crecía por días la insolencia de los
monárquicos, de los bonapartistas, de los demócratas, de los comunistas, y su propio
descrédito, sin que, por tanto, Tetis necesitase abandonar el mar y confiarles el secreto.
Intentaron salir astutamente al paso de la fatalidad con un ardid constitucional, mediante
el artículo 111 de la Constitución, según el cual toda propuesta de revisión
constitucional ha de votarse en tres debates sucesivos, con un intervalo de un mes
entero entre cada debate, por las tres cuartas partes de votantes, por lo menos, y siempre
y cuando que, además, voten no menos de 500 diputados del a Asamblea Nacional. Con
esto no hacían más que el pobre intento de ejercer como minoría -porque ya se veían
proféticamente como tal- un poder que en aquel momento, en que disponía de la
mayoría parlamentaria y de todos los resortes del poder del Gobierno, se les iba
escapando por días de las débiles manos.
Finalmente, en un artículo melodramático, la Constitución se confía «a la vigilancia y al
patriotismo de todo el pueblo francés y de cada francés por separado», después que en
otro artículo anterior había entregado ya los «vigilantes» y «patriotas» a los tiernos y
criminalísimos cuidados del Tribunal Supremo, Haute Cour, creado expresamente por
ella.
Tal era la Constitución de 1848, que no fue derribada el 2 de diciembre de 1851 por una
cabeza, sino que se vino a tierra al contacto de un simple sombrero; cierto es que este
sombrero era el tricornio napoleónico.
Mientras los republicanos burgueses de la Asamblea se ocupaban en cavilar, discutir y
votar esta Constitución, Cavaignac mantenía, fuera de la Asamblea, el estado de sitio en
París. El estado de sitio en París fue el comadrón de la Constituyente en sus dolores
republicanos del parto. Si más tarde la Constitución fue muerta por las bayonetas, no
hay que olvidar que también había sido guardada en el vientre materno y traída al
mundo por las bayonetas, por bayonetas vueltas contra el pueblo. Los antepasados de
los «republicanos honestos» habían hecho dar a su símbolo, la bandera tricolor, la vuelta
por Europa. Ellos, a su vez, hicieron también un invento que se abrió por sí mismo paso
por todo el continente, pero retornando a Francia con amor siempre renovado, hasta que
acabó adquiriendo carta de ciudadanía en la mitad de sus departamentos: el estado de
sitio. ¡Magnífico invento, aplicado periódicamente en cada una de las crisis sucesivas en
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el curso de la revolución francesa! Y el cuartel y el vivac, puestos así, periódicamente,
por encima de la sociedad francesa para aplastarle el cerebro y convertirla en un ser
tranquilo; el sable y el mosquetón, que periódicamente regentaban la justicia y la
administración, ejercían tutela y censura, hacían funciones de policía y oficio de
serenos, el bigote y la guerrera, que se preconizaban periódicamente como la sabiduría
suprema y como los rectores de la sociedad, ¿no tenían necesariamente el cuartel y el
vivac, el sable y el mosquetón, el bigote y la guerrea, que dar por último en la
ocurrencia de que era mejor salvar a la sociedad de una vez para siempre, proclamando
su propio régimen como el más alto de todos y descargando por completo a la sociedad
burguesa del cuidado de gobernarse por sí misma? El cuartel y el vivac, el sable y el
mosquetón, el bigote y la guerra tenían necesariamente que dar en esta ocurrencia, con
tanta mayor razón cuanto que de este modo podían esperar también una mejor
recompensa por sus altos servicios, mientras que limitándose a decretar periódicamente
el estado de sitio y a salvar transitoriamente a la sociedad por encargo de esta o aquella
fracción de la burguesía, se conseguía poco de sólido, fuera de algunos muertos y
heridos y de algunas muecas amistosas de los burgueses. ¿Por qué el elemento militar
no podía jugar por fin de una vez el estado de sitio en su propio interés y para su propio
beneficio, sitiando al mismo tiempo las bolsas burguesas? Por lo demás, no olvidemos,
digámoslo de pasada, que el coronel Bernard, aquel mismo presidente de la Comisión
militar que bajo Cavaignac ayudó a mandar a la deportación sin juicio, a 15.000
insurrectos, vuelve a hallarse en este momento a la cabeza de las Comisiones militares
que actúan en París.
Si los republicanos honestos, los republicanos puros, plantaron con el estado de sitio de
París el vivero en que habían de criarse los pretorianos del 2 de diciembre de 1851
merecen en cambio que se ensalce en ellos el que, lejos de exagerar el sentimiento
nacional como habían hecho bajo Luis Felipe, ahora cuando disponen del poder de la
nación, se arrastran a los pies del extranjero, y en vez de liberar a Italia, hacen que
vuelvan a ocuparla los austríacos y los napolitanos. La elección de Luis Bonaparte como
presidente, el 10 de diciembre de 1848, puso fin a la dictadura de Cavaignac y a la
Constituyente.
En el artículo 44 de la Constitución se dice: «El presidente de la República francesa no
deberá haber perdido nunca la ciudadanía francesa». El primer presidente de la
República francesa, L.N. Bonaparte, no sólo había perdido la ciudadanía francesa, no
sólo había sido agente especial de la policía inglesa, sino que era incluso un suizo
naturalizado.
Ya he puesto en otro lugar la significación de las elecciones del 10 de diciembre. No he
de volver aquí sobre esto. Baste observar que fue una reacción de los campesinos, que
habían tenido que pagar el coste de la revolución de febrero, contra las demás clases de
la nación, una reacción del campo contra la ciudad. Esta reacción encontró gran eco en
el ejército, al que los republicanos del National no habían dado fama ni aumento de
sueldo; entre la gran burguesía, que saludó en Bonaparte el puente hacia la monarquía;
entre los proletarios y los pequeños burgueses, que le saludaron como un azote para
Cavaignac. Más adelante he de tener ocasión de examinar más en detalle el papel de los
campesinos en la revolución francesa.
La época que va desde el 20 de diciembre de 1848 hasta la disolución de la
Constituyente en mayo de 1849, abarca la historia del ocaso de los republicanos
burgueses. Después de haber creado una república para la burguesía, de haber expulsado
del campo de lucha al proletariado revolucionario y de reducir provisionalmente al
silencio, a la pequeña burguesía democrática, se ven ellos mismos puestos al margen
por la masa de la burguesía, que con justo derecho embarga a esta república como cosa
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de su propiedad. Pero esta masa burguesa era realista. Una parte de ella, los grandes
propietarios de tierras, había dominado bajo la Restauración y era, por tanto,
legitimista. La otra parte, los aristócratas financieros y los grandes industriales, había
dominado bajo la monarquía de Julio, y era, por consiguiente orleanista. Los altos
dignatarios del Ejército, de la Universidad, de la Iglesia, del Foro, de la Academia y de
la Prensa se repartían entre ambos campos, aunque en distinta proporción. Aquí, en la
república burguesa, que no ostentaba el nombre de Borbón ni el nombre de Orléans,
sino el nombre de Capital, habiendo encontrado la forma de gobierno bajo la cual
podían dominar conjuntamente. Ya la insurrección de junio los había unido en las filas
del «partido del orden». Ahora, se trataba ante todo de eliminar a la pandilla de los
republicanos burgueses que ocupaban todavía los escaños de la Asamblea Nacional. Y
todo lo que estos republicanos puros habían tenido de brutales para abusar de la fuerza
física contra el pueblo, lo tuvieron ahora de cobardes, de pusilánimes, de tímidos, de
alicaídos, de incapaces de luchar para mantener su republicanismo y su derecho de
legisladores frente al poder ejecutivo y a los realistas. No tengo por qué relatar aquí la
historia ignominiosa de su desintegración. No cayeron, se acabaron. Su historia ha
terminado para siempre, y en el período siguiente ya sólo figuran, lo mismo dentro que
fuera de la Asamblea, como recuerdos, que parecen revivir de nuevo tan pronto como se
trata del mero nombre de República y cuantas veces el conflicto revolucionario amenaza
con descender hasta el nivel más bajo. Diré de pasada que el periódico que dio su
nombre a este partido, el National, se pasó en el período siguiente al socialismo.
Antes de terminar con este período, tenemos que echar todavía una ojeada retrospectiva
a los dos poderes, uno de los cuales anuló al otro el 2 de diciembre de 1851, mientras
que desde el 20 de diciembre de 1848 hasta la disolución de la Constituyente vivieron
en relaciones maritales. Nos referimos, de un lado, a Luis Bonaparte y, de otro lado, al
partido de los realistas colegiados, al partido del orden, al partido de la gran burguesía.
Al tomar posesión de la presidencia, Bonaparte formó inmediatamente un ministerio del
partido del orden, al frente del cual puso a Odilon Barrot, que era, nótese bien, el
antiguo dirigente de la fracción más liberal de la burguesía parlamentaria. Por fin, el
señor Barrot había cazado la cartera de ministro cuyo espectro le perseguía desde 1830,
y más aún, la presidencia del ministerio; pero no como lo había soñado bajo Luis Felipe,
como el jefe más avanzado de la oposición parlamentaria, sino con la misión de matar
un parlamento y como aliado de todos sus peores enemigos, los jesuitas y los
legitimistas. Por fin, pudo casarse con la novia, pero sólo después de que ésta había sido
ya prostituida. En cuanto a Bonaparte, se eclipsó en apariencia totalmente. Ese partido
actuaba por él.
Ya en el primer consejo de ministros se acordó la expedición a Roma, que se convino en
realizar a espaldas de la Asamblea Nacional y arrancándole a ésta los medios
financieros bajo un pretexto falso. Así comenzó la cosa, estafando a la Asamblea
Nacional y con una conspiración secreta con las potencias absolutistas extranjeras
contra la república revolucionaria romana. Del mismo modo y con la misma maniobra,
Bonaparte, formaba el 2 de diciembre de 1852 la mayoría de la Asamblea Nacional
Legislativa.
La Constituyente había acordado en agosto no disolverse hasta después de elaborar y
promulgar toda una serie de leyes orgánicas complementarias de la Constitución. El
partido del orden le propuso el 6 de enero de 1849, por medio del diputado Rateau, no
tocar las leyes orgánicas y acordar más bien su propia disolución. No sólo el ministerio,
con el señor Odilon Barrot a la cabeza, sino todos los diputados realistas de la Asamblea
Nacional le hicieron saber en este momento, en tono imperativo, que su disolución era
necesaria para restablecer el crédito, para consolidar el orden, para poner fin a aquella
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indefinida situación profesional y crear un estado de cosas definitivo; se le dijo que
entorpecía la actividad del nuevo Gobierno y sólo procuraba alargar su vida por rencor,
que el país estaba cansado de ella. Bonaparte tomó nota de todas estas invectivas contra
el poder legislativo, se las aprendió de memoria y, el 2 de diciembre de 1851, demostró
a los lealistas parlamentarios que había aprovechado sus lecciones. Repitió contra ellos
su propios tópicos.
El ministerio Barrot y el partido del orden fueron más allá. Hicieron que de toda Francia
se dirigiesen solicitudes a la Asamblea Nacional pidiendo a ésta muy amablemente que
se retirase. De este modo, lanzaron a la batalla contra la Asamblea Nacional, expresión
constitucionalmente organizada del pueblo, sus masas no organizadas. Enseñaron a
Bonaparte a apelar ante el pueblo contra las asambleas parlamentarias. Por fin, el 29 de
enero de 1849 llegó el día en que la Constituyente había de resolver el problema de su
propia disolución. La Asamblea Nacional se encontró con el edificio en que se
celebraban sus sesiones ocupado militarmente; Changarnier, el general del partido del
orden, en cuyas manos se concentraba el mando supremo sobre la Guardia Nacional y
las tropas de línea, celebró en París una gran revista de tropas, como en vísperas de una
batalla, y los colegiados declararon conminatoriamente a la Constituyente, que si no se
mostraba sumisa, se emplearía la fuerza. Se mostró sumisa y regateó únicamente un
plazo brevísimo de vida. ¿Qué fue el 29 de enero sino el golpe de Estado del 2 de
diciembre de 1851, sólo que ejecutado por los realistas juntamente con Bonaparte contra
la Asamblea Nacional republicana? Esos señores no advirtieron o no quisieron advertir
que Bonaparte se valió del 29 de enero de 1849 para hacer que desfilase ante él, por las
Tullerías, una parte de las tropas y se agarró ávidamente a esta primera demostración
pública del poder militar contra el poder parlamentario, para hacer alusión a Calígula.
Claro está que ellos no veían más que a su Changarnier.
El motivo que llevó especialmente al partido del orden a acortar violentamente la vida
de la Constituyente fueron las leyes orgánicas complementarias de la Constitución,
como la ley de enseñanza, la ley de cultos, etc. A los realistas coligados les interesaba
en extremo hacer ellos mismos estas leyes y no dejar que las hiciesen los republicanos
ya recelosos. Entre esas leyes orgánicas figuraba también, sin embargo, una ley sobre la
responsabilidad del presidente de la república. En 1851, la Asamblea Legislativa se
ocupaba precisamente de la redacción de esta ley, cuando Bonaparte paró este golpe con
el golpe del 2 de diciembre. ¡Qué no hubieran dado los realistas coligados, en su
campaña parlamentaria del invierno de 1851, por haberse encontrado ya hecha la ley
sobre la responsabilidad presidencial! ¡Y hecha, además, por una Asamblea
desconfiada, rencorosa, republicana!
Después de que la misma Constituyente había roto el 29 de enero de 1849 su última
arma, el ministerio Barrot y los amigos del orden la acosaron a muerte, no dejaron por
hacer nada que pudiera humillarla y arrancaron a su debilidad y a su falta de confianza
en sí misma leyes que le costaron el último residuo de respeto de que aún gozaba entre
el público. Bonaparte, con su idea fija napoleónica, fue los suficientemente audaz para
explotar públicamente esta degradación del poder parlamentario. En efecto, cuando el 8
de mayo de 1849 la Asamblea Nacional da un voto de censura al Gobierno pro la
ocupación de Civitavecchia por Oudinot y ordena que se reduzca la expedición romana
a su supuesta finalidad, Bonaparte publica en el Moniteur, en la tarde del mismo día,
una carta a Oudinot en la que le felicita por sus heroicas hazañas, y se presenta ya, por
oposición a los escritorcillos parlamentarios, como el generoso protector del ejército.
Los realistas, al ver esto, se sonrieron, creyendo sencillamente que habían logrado
embaucarle. Por fin, cuando Marrast, presidente de la Constituyente, creyó en peligro
por un momento la seguridad de la Asamblea Nacional y, apoyándose en la
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Constitución, requirió a un coronel con su regimiento, el coronel se negó a obedecer,
invocó la disciplina y remitió Marrast a Changarnier, quien le despidió sardónicamente
diciéndole que no le gustaban las baïonettes intelligentes. En noviembre de 1851,
cuando los realistas coligados quisieron comenzar la lucha decisiva contra Bonaparte,
intentaron, con su célebre proyecto de ley sobre los cuestores, lograr que se adoptar el
principio de la requisición directa de las tropas por el presidente de la Asamblea
Nacional. Uno de sus generales, Le Flô, había suscrito el proyecto de ley. Fue inútil que
Changarnier votase en favor de la propuesta y que Thiers rindiese homenaje a la
circunspecta sabiduría de la antigua Constituyente. El ministro de la Guerra, St.
Arnaud, le contestó como Changarnier había contestado a Marrast, ¡y entre los gritos de
aplausos de la Montaña!
Así fue cómo el mismo partido del orden, cuando todavía no era una Asamblea
Nacional, cuando sólo era ministerio, estigmatizó el régimen parlamentario. ¡Y pone el
grito en el cielo, cuando, el 2 de diciembre de 1851, este régimen es desterrado de
Francia!
Capítulo III
El 28 de mayo de 1849 se reunió al Asamblea Nacional Legislativa. El 2 de diciembre
de 1851 fue disuelta por la fuerza. Este período abarca la vida de la república
constitucional o parlamentaria.
En la primera revolución francesa, a la dominación de los constitucionales le sigue la
dominación de los girondinos, y a la dominación de los girondinos, la de los jacobinos.
Cada uno de estos partidos se apoya en el que se halla delante. Tan pronto como ha
impulsado la revolución lo suficiente para no poder seguirla, y mucho menos poder
encabezarla, es desplazado y enviado a la guillotina por el aliado, más intrépido, que
está detrás de él. La revolución se mueve de este modo en un sentido ascensional.
En la revolución de 1848 es al revés. El partido proletario aparece como apéndice del
pequeñoburgués-democrático. Éste le traiciona y contribuye a su derrota el 16 de abril,
el 15 de mayo y en las jornadas de junio. A su vez, el partido democrático se apoya
sobre los hombros del republicano-burgués. Apenas se consideran seguros, los
republicanos burgueses se sacuden el molesto camarada y se apoyan, a su vez, sobre los
hombros del partido del orden. El partido del orden levanta sus hombros, deja caer a los
republicanos burgueses dando volteretas y salta, a su vez, a los hombros del poder
armado. Y cuando cree que está todavía sentado sobre esos hombros, una buena mañana
se encuentra con que los hombros se han convertido en bayonetas. Cada partido da
coces al que empuja hacia adelante y se apoya por delante en el partido que impulsa
para atrás. No es extraño que, en esta ridícula postura, pierda el equilibrio y se venga a
tierra entre extrañas cabriolas, después de hacer las muecas inevitables. De este modo,
la revolución se mueve en sentido descendente. En este movimiento de retroceso se
encuentra todavía antes de desmontarse la última barricada de febrero y de constituirse
el primer órgano de autoridad revolucionaria.
El período que tenemos ante nosotros abarca la mezcolanza más abigarrada de
clamorosas contradicciones constitucionales que conspiran abiertamente contra la
Constitución, revolucionarios que confiesan abiertamente ser constitucionales, una
Asamblea Nacional que quiere ser omnipotente y no deja de ser ni un solo momento
parlamentaria; una Montaña que encuentra su misión en la resignación y para los golpes
de sus derrotas presentes con la profecía de sus victorias futuras; realistas que son los
patres conscripti de la república y se ven obligados por la situación a mantener en el
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extranjero las dinastías reales en pugna, de que son partidarios, y sostener en Francia la
república, a la que odian; un poder ejecutivo que se encuentra en su misma debilidad su
fuerza, y su respetabilidad en el desprecio que inspira; una república que no es más que
la infamia combinada de dos monarquías, la de la Restauración y la de Julio, con una
etiqueta imperial, alianzas cuya primera cláusula es la separación; luchas cuya primera
ley es la indecisión; en nombre de la calma una agitación desenfrenada y vacua; en
nombre de la revolución los más solemnes sermones en favor de la tranquilidad;
pasiones sin verdad; verdades sin pasión; héroes sin hazañas heroicas; historia sin
acontecimientos, un proceso cuya única fuerza propulsora parece ser el calendario,
fatigoso por la sempiterna repetición de tensiones y relajamientos; antagonismos que
sólo parecen exaltarse periódicamente para embotarse y decaer, sin poder resolverse;
esfuerzos pretenciosamente ostentados y espantosos burgueses ante el peligro del fin del
mundo y al mismo tiempo los salvadores de éste tejiendo las más mezquinas intrigas y
comedias palaciegas, que en su laisser aller recuerdan más que el Juicio Final los
tiempos de la Fronda; el genio colectivo oficial de Francia ultrajado por la estupidez
ladina de un solo individuo; la voluntad colectiva de la nación, cuantas veces habla en el
sufragio universal, busca su expresión adecuada en los enemigos empedernidos de los
intereses de las masas, hasta que, por último, la encuentra en la voluntad obstinada de
un filibustero. Si hay pasaje de la historia pintado en gris sobre fondo gris, es éste.
Hombres y acontecimientos aparecen como un Schlemihl a la inversa, como sombras
que han perdido sus cuerpos. La misma revolución paraliza a sus propios portadores y
sólo dota de violencia pasional a sus adversarios. Y cuando, por fin, aparece el
«espectro rojo», constantemente evocado y conjurado por los contrarrevolucionarios, no
aparece tocado con el gorro frigio de la anarquía, sino vistiendo el uniforme del orden,
con zaragüelles rojos.
Veíamos que el ministerio nombrado por Bonaparte el 20 de diciembre de 1848, el día
de su ascensión, era un ministerio del partido del orden, de la coalición legitimista y
orleanista. Este ministerio, Barrot-Falloux, había sobrevivido a la Constituyente
republicana, cuya vida había acortado de un modo más o menos violento, y empuñaba
todavía el timón. Changarnier, el general de los realistas coligados, seguía concentrando
en su persona el alto mando de la primera división militar y de la Guardia Nacional de
París. Finalmente, las elecciones generales habían asegurado al partido del orden la gran
mayoría en la Asamblea Nacional. Aquí, los diputados y los pares de Luis Felipe se
encontraron con un santo tropel de legitimistas para quienes numerosas papeletas
electorales de la nación se habían trocado en las entradas para la escena política. Los
diputados bonapartistas eran demasiados contados para poder formar un partido
parlamentario independiente. Sólo aparecían como una mauvaise queue del partido del
orden. Como vemos, el partido del orden tenía en sus manos el poder del Gobierno, el
ejército y el cuerpo legislativo, en una palabra, todos los poderes del Estado, y hallábase
fortalecido moralmente por las elecciones generales que hacían aparecer su dominación
como voluntad del pueblo, y por la victoria simultánea de la contrarrevolución en todo
el continente europeo.
Jamás un partido abrió la campaña con medios más abundantes ni bajo mejores
auspicios.
Los republicanos puros naufragados se vieron reducidos en la Asamblea Nacional
Legislativa a una pandilla de unos 50 hombres, y a su frente los generales africanos
Cavaignac, Lamoricière y Bedeau. Pero el gran partido de oposición lo formaba la
Montaña. Con este nombre parlamentario se había bautizado el partido
socialdemócrata. Disponía de más de 200 de los 750 votos de la Asamblea Nacional y
era, por lo menos, tan fuerte como cualquiera de las tres fracciones del partido del orden
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por separado. Su minoría relativa frente a toda la coalición realista parecía estar
compensada por circunstancias especiales. No sólo porque las elecciones
departamentales pusieron de manifiesto que este partido había ganado simpatías
considerables entre la población del campo. Contaba además en sus filas con casi todos
los diputados de París, el ejército había hecho una confesión de fe democrática mediante
la elección de tres suboficiales, y el jefe de la Montaña, Ledru-Rollin, a diferencia de
todos los representantes del partido del orden, fue elevado al rango de la nobleza
parlamentaria por cinco departamentos que habían concentrado sus votos en él. Por
tanto, el 28 de mayo de 1849, dados los inevitables choques intestinos de los realistas y
los de todo el partido del orden con Bonaparte, la Montaña parecía contar con todas las
probabilidades del éxito. Catorce días después lo había perdido todo, hasta el honor.
Antes de proseguir con la historia parlamentaria, son indispensables algunas
observaciones, para evitar los errores corrientes acerca del carácter local de la época que
nos ocupa. Según la manera de ver de los demócratas, durante el período de la
Asamblea Nacional Legislativa el problema es el mismo que el del período de la
Constituyente: la simple lucha entre republicanos y realistas. En cuanto al movimiento
mismo lo encierran en un tópico: «reacción», la noche, en la que todos los gatos son
pardos y que les permite salmodiar todos los habituales lugares comunes, dignos de su
papel de sereno. Y, ciertamente, a primera vista el partido del orden parece un ovillo de
diversas fracciones realistas, que no sólo intrigan unas contra otras para elevar cada cual
al trono a su propio pretendiente y eliminar al del bando contrario, sino que, además, se
unen todas en el odio común y en los ataques comunes contra la «república». Por su
parte, la Montaña aparece como la representante de la «república» frente a esta
conspiración realista. El partido del orden aparece constantemente ocupado en una
«reacción» que, ni más ni menos que en Prusia, va contra la prensa, contra la
asociación, etc., y se traduce, al igual que en Prusia, en brutales injerencias policíacas de
la burocracia, de la gendarmería y de los tribunales. A su vez, la Montaña está
constantemente ocupada con no menos celo en repeler estos ataques, defendiendo así
«eternos derechos humanos», como todo partido sedicente popular lo viene haciendo
más o menos desde hace siglo y medio. Sin embargo, examinando más de cerca la
situación y los partidos, se esfuma esta apariencia superficial, que veía la lucha de
clases y la peculiar fisonomía de este período.
Legitimistas y orleanistas formaban, como queda dicho, las dos grandes fracciones del
partido del orden. ¿Qué era lo que hacía que estas fracciones se aferrasen a sus
pretendientes y las mantenía mutuamente separadas? ¿Serían tan sólo las flores de lis y
la bandera tricolor, la Casa de Borbón y la Casa de Orleans, diferentes matices del
realismo o, en general, su profesión de fe realista? Bajo los Borbones había gobernado
la gran propiedad territorial, con sus curas y sus lacayos; bajo los Orleans, la alta
finanza, la gran industria, el gran comercio, es decir, el capital, con todo su séquito de
abogados, profesores y retóricos. La monarquía legítima no era más que la expresión
política de la dominación heredada de los señores de la tierra, del mismo modo que la
monarquía de Julio no era más que la expresión política de la dominación usurpada de
los advenedizos burgueses. Lo que, por tanto, separaba a estas fracciones no era eso que
llaman principios, eran sus condiciones materiales de vida, dos especies distintas de
propiedad; era el viejo antagonismo entre la ciudad y el campo, la rivalidad entre el
capital y la propiedad del suelo. Que, al mismo tiempo, había viejos recuerdos,
enemistades personales, temores y esperanzas, prejuicios e ilusiones, simpatías y
antipatías, convicciones, artículos de fe y principios que los mantenían unidos a una u
otra dinastía, ¿quién lo niega? Sobre las diversas formas de propiedad y sobre las
condiciones sociales de existencia se levanta toda una superestructura de sentimientos,
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ilusiones, modos de pensar y concepciones de vida diversos y plasmados de un modo
peculiar. La clase entera los crea y los forma derivándolos de sus bases materiales y de
las relaciones sociales correspondientes. El individuo suelto, al que se le imbuye la
tradición y la educación podrá creer que son los verdaderos móviles y el punto de
partida de su conducta. Aunque los orleanistas y los legitimistas, aunque cada fracción
se esforzase pro convencerse a sí misma y por convencer a la otra de que lo que las
separaba era la lealtad a sus dos dinastías, los hechos demostraron más tarde que eran
más bien sus intereses divididos lo que impedía que las dos dinastías se uniesen. Y así
como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo
y lo que realmente es y hace, en las luchas históricas hay que distinguir todavía más
entre las frases y las figuraciones de los partidos y su organismo efectivo y sus intereses
efectivos, entre lo que se imaginan ser y lo que en realidad son. Orleanistas y
legitimistas se encontraron en la república los unos junto a los otros y con idénticas
pretensiones. Si cada parte quería imponer frente a la otra la restauración de su propia
dinastía, esto sólo significaba una cosa: que cada uno de los dos grandes intereses en
que se divide la burguesía -la propiedad del suelo y el capital- aspiraba a restaurar su
propia supremacía y la subordinación del otro. Hablamos de dos intereses de la
burguesía, pues la gran propiedad del suelo, pese a su coquetería feudal y a su orgullo
de casta, estaba completamente aburguesada por el desarrollo de la sociedad moderna.
También los tories en Inglaterra se hicieron durante mucho tiempo la ilusión de creer
que se entusiasmaban con la monarquía, la Iglesia y las bellezas de la vieja Constitución
inglesa, hasta que llegó el día del peligro y les arrancó la confesión de que sólo se
entusiasmaban con la renta del suelo.
Los realistas coligados integraban unos contra otros en la prensa, en Ems, en Claremont
fuera del parlamento. Entre bastidores, volvían a vestir sus viejas libreas orleanistas y
legitimistas y reanudaban sus viejos torneos. Pero en la escena pública, en sus grandes
representaciones cívicas, como gran partido parlamentario despachaban a sus
respectivas dinastías con simples reverencias y aplazaban la restauración de la
monarquía in infinitum. Cumplían con su verdadero oficio como partido del orden, es
decir, bajo un título social y no bajo un título político, como representantes del régimen
social burgués y no como caballeros de ninguna princesa peregrinante, como clase
burguesa frente a otras clases y no como realistas frente a republicanos. Y, como partido
del orden, ejerciendo una dominación más ilimitada y más dura sobre las demás clases
de la sociedad que la que habían ejercido nunca bajo la Restauración o bajo la
monarquía de Julio, como sólo era posible ejercerla bajo la forma de la república
parlamentaria, pues sólo bajo esta forma podían unirse los dos grandes sectores de la
burguesía francesa, y por tanto poner a la orden del día la dominación de su clase en vez
del régimen de un sector privilegiado de ella. Si, a pesar de esto y también como partido
del orden, insultaban a la república y manifestaban la repugnancia que sentían por ella,
no era sólo por apego a sus recuerdos realistas. El instinto les enseñaba que, aunque la
república había coronado su dominación política, al mismo tiempo socavaba su base
social, ya que ahora se enfrentaban con las clases sojuzgadas y tenían que luchar con
ellas sin ningún género de mediación, sin poder ocultarse detrás de la corona, sin poder
desviar el interés de la nación mediante sus luchas subalternas intestinas y con la
monarquía. Era un sentimiento de debilidad el que las hacía retroceder temblando ante
las condiciones puras de su dominación de clase y suspirar por las formas más
incompletas, menos desarrolladas y precisamente por ello menos peligrosas de su
dominación. En cambio, cuantas veces los realistas coligados chocan con el
pretendiente que tienen en frente, con Bonaparte, cuantas veces creen que el poder
ejecutivo hace peligrar su omnipotencia parlamentaria, cuantas veces tienen que exhibir,
17
por tanto, el título político de su dominación, actúan como republicanos y no como
realistas. Desde el orleanista Thiers, quien advierte a la Asamblea Nacional que la
república es lo que menos los separa, hasta el legitimista Berryer, que el 2 de diciembre
d 1851, ceñido con la banda tricolor, arenga como tribuno, en nombre de la república, al
pueblo congregado delante del edificio de la alcaldía del décimo arrondissement. Claro
está que el eco burlón le contestaba con este grito: ¡Enrique V, Enrique V!
Frente a la burguesía coligada se había formado una coalición de pequeños burgueses y
obreros, el llamado partido socialdemócrata. Los pequeños burgueses viéronse mal
recompensados después de las jornadas de junio de 1848, vieron en peligro sus intereses
materiales y puestas en tela de juicio por la contrarrevolución las garantías democráticas
que habían de asegurarles la posibilidad de hacer valer esos intereses. Se acercaron, por
tanto, a los obreros. De otra parte, su representación parlamentaria, la Montaña, puesta
al margen durante la dictadura de los republicanos burgueses, había reconquistado
durante la última mitad de la vida de la Constituyente su perdida popularidad con la
lucha contra Bonaparte y los ministros realistas. Había concertado una alianza con los
jefes socialistas. En febrero de 1849 se festejó con banquetes la reconciliación. Se
esbozó un programa común, se crearon comités electorales comunes y se proclamaron
candidatos comunes. A las reivindicaciones sociales del proletario se les limó la punta
revolucionaria y se les dio un giro democrático; a las exigencias democráticas de la
pequeña burguesía se les despojó de la forma meramente política y se afiló su punta
socialista. Así nació la socialdemocracia. La nueva Montaña, fruto de esta
combinación, contenía, prescindiendo de algunos figurantes de la clase obrera y de
algunos sectarios socialistas, los mismos elementos que la vieja, sólo que más fuertes en
número. Pero, en el transcurso del proceso, había cambiado, con la clase que
representaba. El carácter peculiar de la socialdemocracia consiste en exigir instituciones
democrático-republicanas, no para abolir a la par los dos extremos, capital y trabajo
asalariado, sino para atenuar su antítesis y convertirla en armonía. Por mucho que
difieran las medidas propuestas para alcanzar este fin, por mucho que se adorne con
concepciones más o menos revolucionarias, el contenido es siempre el mismo. Este
contenido es la transformación de la sociedad por la vía democrática, pero una
transformación dentro del marco de la pequeña burguesía. No vaya nadie a formarse la
idea limitada de que la pequeña burguesía quiere imponer, por principio, un interés
egoísta de clase. Ella cree, por el contrario, que las condiciones especiales de su
emancipación son las condiciones generales fuera de las cuales no puede ser salvada la
sociedad moderna y evitarse la lucha de clases. Tampoco debe creerse que los
representantes democráticos son todos shopkeepers o gentes que se entusiasman con
ellos. Pueden estar a un mundo de distancia de ellos, por su cultura y su situación
individual. Lo que les hace representantes de la pequeña burguesía es que no van más
allá, en cuanto a mentalidad, de donde van los pequeños burgueses en modo de vida;
que, por tanto, se ven teóricamente impulsados a los mismos problemas y a las mismas
soluciones a que impulsan a aquéllos prácticamente, el interés material y la situación
social. Tal es, en general, la relación que existe entre los representantes políticos y
literarios de una clase y la clase por ellos representada.
Por todo lo expuesto se comprende de por sí que aunque la Montaña luchase
constantemente con el partido del orden en torno a la república y a los llamados
derechos del hombre, ni la república ni los derechos del hombre eran su fin último, del
mismo modo que un ejército al que se quiere despojar de sus armas y que se apresta a la
defensa, no se lanza al terreno de la lucha solamente para quedar en posesión de sus
armas.
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Inmediatamente después de reunirse la Asamblea Nacional, el partido del orden provocó
a la Montaña. La burguesía sentía ahora la necesidad de acabar con los demócratas
pequeñoburgueses, lo mismo que un año antes había comprendido la necesidad de
acabar con el proletariado revolucionario. Pero la situación del adversario era distinta.
La fuerza del partido proletario estaba en la calle, y la de los pequeños burgueses en la
misma Asamblea Nacional. Tratábase, pues, de sacarlos de la Asamblea Nacional a la
calle y hacer que ellos mismos destrozasen su fuerza parlamentaria antes de que
tuviesen tiempo y ocasión para consolidarla. La Montaña corrió hacia la trampa a rienda
suelta.
El cebo que le echaron fue el bombardeo de Roma por las tropas francesas. Este
bombardeo infringía el artículo V de la Constitución, que prohibe a la República
francesa emplear sus fuerzas armadas contra las libertades de otro pueblo. Además, el
artículo 54 prohibía toda declaración de guerra por el poder ejecutivo sin la aprobación
de la Asamblea Nacional, y la Constituyente había desautorizado la expedición a Roma,
con su acuerdo de 8 de mayo. Basándose en estas razones, Ledru-Rollin presentó el 11
de junio de 1849 un acta de acusación contra Bonaparte y sus ministros. Azuzado por
las picadas de avispa de Thiers, se dejó arrastrar incluso a la amenaza de que estaban
dispuestos a defender la Constitución por todos los medios, hasta con las armas en la
mano. La Montaña se levantó como un solo hombre y repitió este llamamiento a las
armas. El 12 de junio, la Asamblea Nacional desechó el acta de acusación, y la Montaña
abandonó el parlamento. Los acontecimientos del 13 de junio son conocidos: la
proclama de una parte de la Montaña declarando «fuera de la Constitución» a Bonaparte
y sus ministros; la procesión callejera de los guardias nacionales democráticos, que,
desarmados como iban, se dispersaron a escape al encontrarse con las tropas de
Changarnier, etc. Una parte de la Montaña huyó al extranjero, otra parte fue entregada
al Tribunal Supremo de Bourges, y un reglamento parlamentario sometió al resto a la
vigilancia del maestro de escuela del presidente de la Asamblea nacional. En París se
declaró nuevamente el estado de sitio, y la parte democrática de su Guardia Nacional
fue disuelta. Así se destrozaba la influencia de la Montaña en el parlamento y la fuerza
de los pequeños burgueses de París.
En Lyon, donde el 13 de junio había dado señal para un sangriento levantamiento
obrero, se declaró también el estado de sitio, que se hizo extensivo a los cinco
departamentos circundantes, situación que dura hasta el momento actual.
El grueso de la Montaña dejó en la estacada su vanguardia, negándose a firmar la
proclama de ésta. La prensa desertó, y sólo dos periódicos se atrevieron a publicar el
pronunciamiento. Los pequeños burgueses traicionaron a sus representantes: los
guardias nacionales no aparecieron, y donde aparecieron fue para impedir que se
levantasen barricadas. Los representantes habían engañado a los pequeños burgueses, ya
que a los pretendidos aliados del ejército no se les vio por ninguna parte. Finalmente, en
vez de obtener un refuerzo de él, el partido democrático contagió al proletariado su
propia debilidad, y, como suele ocurrir con las hazañas democráticas, los jefes tuvieron
la satisfacción de poder acusar a su «pueblo» de deserción, y el pueblo la de poder
acusar de engaño a sus jefes.
Rara vez se había anunciado una acción con más estrépito que la campaña inminente de
la Montaña, rara vez se había trompeteado un acontecimiento con más seguridad ni con
más anticipación que la victoria inevitable de la democracia. Indudablemente, los
demócratas creen en las trompetas, cuyos toques habían derribado las murallas de
Jericó. Y cuantas veces se enfrentan con las murallas del despotismo, intenta repetir el
milagro. Si la Montaña quería vencer en el parlamento, no debió llamar a las armas. Y si
llamaba a las armas en el parlamento, no debía comportarse en la calle
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parlamentariamente. Si la manifestación pacífica era un propósito serio, era necio no
prever que se la habría de recibir belicosamente. Y si se pensaba en una lucha efectiva,
era peregrino deponer las armas con las que esa lucha había de librarse. Pero las
amenazas revolucionarias de los pequeños burgueses y de sus representantes
democráticos no son más que intentos de intimidar al adversario. Y cuando se ven
metidos en un atolladero, cuando se han comprometido ya lo bastante para verse
obligados a ejecutar sus amenazas, lo hacen de un modo equívoco, evitando, sobre todo,
los medios que llevan al fin propuesto y acechan todos los pretextos par sucumbir. Tan
pronto como hay que romper el fuego, la estrepitosa obertura que anunció la lucha se
pierde en un pusilánime refunfuñar, los actores dejan de tomar su papel au sérieux y la
acción se derrumba lamentablemente, como un balón lleno de aire al que se le pincha
con una aguja.
Ningún partido exagera más ante él mismo sus medios que el democrático, ninguno se
engaña con más ligereza acerca de la situación. Porque una parte del ejército hubiese
votado a su favor, la Montaña estaba ya convencida de que el ejército se sublevaría por
ella. ¿Y con qué motivo? Con un motivo que, desde el punto de vista de las tropas, no
tenía otro sentido que el que los revolucionarios se ponían al lado de los soldados
romanos y en contra de los soldados franceses. De otra parte, estaba todavía demasiado
fresco el recuerdo del mes de junio de 1848, para que el proletariado no sintiese una
profunda repugnancia contra la Guardia Nacional, y los jefes de las sociedades secretas
una desconfianza completa hacia los jefes democráticos. Para superar estas diferencias,
harían falta grandes intereses comunes que estuviesen en juego. La infracción de un
artículo constitucional abstracto no podía representar un tal interés. ¿Acaso no se había
violado ya repetidas veces la Constitución, según aseguraban los propios demócratas?
¿Y acaso los periódicos más populares no habían estigmatizado esta Constitución como
un amaño contrarrevolucionario? Pero el demócrata, como representa a la pequeña
burguesía, es decir, a una clase de transición, en la que los intereses de dos clases se
embotan el uno contra el otro, cree estar por encima del antagonismo de clases en
general. Los demócratas reconocen que tienen que enfrente a una clase privilegiada,
pero ello, con todo el resto de la nación que los circunda, forman el pueblo. Lo que ellos
representan es el interés del pueblo. Por eso, cuando se prepara una lucha, no necesitan
examinar los intereses y las oposiciones de las distintas clases. No necesitan ponderar
con demasiada escrupulosidad sus propios medios. No tienen más que dar la señal, para
que el pueblo, con todos sus recursos inagotables, caiga sobre los opresores. Y si, al
poner en práctica la cosa, sus intereses resultan no interesar y su poder ser impotencia,
la culpa la tienen los sofistas perniciosos, que escinden al pueblo indivisible en varios
campos enemigos, o el ejército, demasiado embrutecido y cegado para ver en los fines
puros de la democracia lo mejor para él, o bien ha fracasado por un detalle de ejecución,
o ha surgido una casualidad imprevista que ha malogrado la partida por esta vez. En
todo caso, el demócrata sale de la derrota más ignominiosa tan inmaculado como
inocente entró en ella, con la convicción readquirida de que tiene necesariamente que
vencer, no de que él mismo y su partido tienen que abandonar la vieja posición, sino de
que, por el contrario, son las condiciones las que tienen que madurar para ponerse a
tono con él.
Por eso no debemos formarnos una idea demasiado trágica de la Montaña diezmada,
destrozada y humillada por el nuevo reglamento parlamentario. Si el 13 de junio
eliminó a sus jefes, por otra parte abrió paso a capacidades de segundo rango, a quienes
esta nueva posición halagaba. Si su impotencia en el parlamento ya no dejaba lugar a
dudas, esto les daba ahora también derecho a limitar sus actos a estallidos de
indignación moral y a estrepitosas declamaciones. Si el partido del orden aparentaba ver
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encarnados en ellos, como últimos representantes oficiales de la revolución, todos los
horrores de la anarquía, esto les permitía comportarse en la práctica con tanta mayor
trivialidad y humildad. Y del 13 de junio se consolaban con este giro profundo: «Pero,
si se osa tocar el sufragio universal, ¡ah, entonces! ¡Entonces verán quienes somos
nosotros!» Nous verrons!
Por lo que se refiere a los «montañeses» huidos al extranjero, basta observar que LedruRollin, en vista de que había conseguido arruinar irremisiblemente en menos de dos
semanas el potente partido a cuyo frente estaba, se creyó llamado a formar un gobierno
francés in partibus; que a lo lejos, desgajada del campo de acción, su figura parecía
ganar en talla a medida que bajaba el nivel de la revolución y las magnitudes oficiales
de la Francia oficial iban haciéndose enanas; que pudo figurar como pretendiente
republicano para 1852; que dirigía circulares periódicas a los valacos y a otros pueblos,
en las que se amenazaba a los déspotas del continente con sus hazañas y a las de sus
aliados. ¿Acaso les faltaba por completo la razón a Proudhon cuando gritó a estos
señores: Vous n'êtes que des blagueurs?
El 13 de junio, el partido del orden no sólo había quebrantado la fuerza de la Montaña,
sino que había impuesto el sometimiento de la Constitución a los acuerdos de la
mayoría de la Asamblea Nacional. Y así entendía él la república, como el régimen en el
que la burguesía dominaba bajo formas parlamentarias, sin encontrar un valladar como
bajo la monarquía; en el veto del poder ejecutivo o en el derecho de disolver el
parlamento. Esto era la república parlamentaria, como la llamaba Thiers. Pero, si el 13
de junio la burguesía aseguró su omnipotencia en el seno del parlamento, ¿no
condenaba a éste a una debilidad incurable frente al poder ejecutivo y al pueblo, al
repudiar a la parte más popular de la Asamblea? Al entregar a numerosos diputados, sin
más ceremonias, a la requisición de los tribunales, anulaba su propia inmunidad
parlamentaria. El reglamento humillante que impuso a la Montaña, elevaba el rango del
presidente de la república en la misma proporción en que rebajaba el de cada uno de los
representantes del pueblo. Al estigmatizar la insurrección en defensa del régimen
constitucional, como anárquica, como un movimiento encaminado a subvertir la
sociedad, la burguesía se cerraba a sí misma el camino del llamamiento a la
insurrección, tan pronto como el poder ejecutivo violase la Constitución en contra de
ella. Y la ironía de la historia quiso que el 2 de diciembre de 1851, el general que
bombardeó Roma por orden de Bonaparte, dando así el motivo inmediato para el motín
constitucional del 13 de junio, Oudinot, hubiera de ser propuesto al pueblo, en tono
implorante y en vano, por el partido del orden, como el general de la Constitución frente
a Bonaparte. Otro héroe del 13 de junio, Vieyra, que desde la tribuna de la Asamblea
Nacional cosechó elogios por las brutalidades cometidas por él en los locales de los
periódicos democráticos, al frente de una banda de guardias nacionales pertenecientes a
la alta finanza, este mismo Vieyra estaba en el secreto de la conspiración de Bonaparte y
contribuyó esencialmente a cortar a la Asamblea Nacional, en sus horas de agonía, todo
apoyo por parte de la Guardia Nacional.
El 13 de junio tenía, además, otra significación. La Montaña había querido arrancar el
que se entregase a Bonaparte a los tribunales. Por tanto, su derrota era una victoria
directa para Bonaparte, el triunfo personal de éste sobre sus enemigos democráticos. El
partido del orden había conseguido la victoria y Bonaparte no tenía que hacer más que
embolsársela. Así lo hizo. El 14 de junio pudo leerse en los muros de París una
proclama en la que el presidente, como sin participación suya, resistiéndose, obligado
simplemente por la fuerza de los acontecimientos, sale de su recato claustral, se queja,
como la virtud ofendida, de las calumnias de sus adversarios, y mientras parece
identificar a su persona con la causa del orden, identifica la causa del orden con su
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persona. Además, la Asamblea Nacional había aprobado, aunque después de realizada,
la expedición contra Roma, habiendo la iniciativa de la misma corrido a cargo de
Bonaparte. Después de restituir en el Vaticano al pontífice Samuel, podía esperar entrar
en las Tullerías como rey David. Se había ganado a los curas.
El motín del 13 de junio se limitó, como hemos visto, a una pacífica procesión callejera.
Contra él no se podían, por tanto, ganar laureles guerreros. No obstante, en una época
tan pobre en héroes y en acontecimientos, el partido del orden convirtió esta batalla
incruenta en un segundo Austerlitz. La tribuna y la prensa ensalzaron el ejército, como
poder del orden, en contraposición a las masas del pueblo, como la impotencia de la
anarquía, y glorificaron a Changarnier, como el «baluarte de la sociedad». Un engaño en
el que acabó creyendo hasta él mismo. Pero por debajo de cuerda, fueron desplazados
de París los cuerpos que parecían dudosos, los regimientos en que las elecciones habían
dado resultados más democráticos fueron desterrados de Francia a Argelia, las cabezas
inquietas que había entre las tropas, enviadas a secciones de castigo, y, por último,
sistemáticamente llevado a cabo el acordonamiento del cuartel contra la prensa y su
aislamiento de la sociedad civil.
Llegamos aquí al viraje decisivo en la historia de la Guardia Nacional francesa. En 1830
había decidido la caída de la Restauración. Bajo Luis Felipe fracasaron todos los
motines en que la Guardia Nacional estaba al lado de las tropas. Cuando en las jornadas
de febrero de 1848, se mantuvo en actitud pasiva frente a la insurrección y equívoca
frente a Luis Felipe, éste se dio por perdido, y lo estaba. Así fue arraigando la
convicción de que la revolución no podía vencer sin la Guardia Nacional, ni el ejército
podía vencer contra ella. Era la fe supersticiosa del ejército en la omnipotencia civil.
Las jornadas de junio de 1848, en que toda la Guardia nacional, unida a las tropas de
línea, sofocó al insurrección, habían reforzado esta fe supersticiosa. Después de haber
subido Bonaparte a la presidencia, la posición de la Guardia Nacional descendió en
cierto modo, por la fusión anticonstitucional de su mando con el mando de la primera
división militar en la persona de Changarnier.
Como el mando sobre la Guardia Nacional aparecía aquí como un atributo del alto
mando militar, la Guardia Nacional parecía quedar reducida a un apéndice de las tropas
de línea. Por fin, el 13 de junio fue destrozada. Y no sólo por su disolución parcial, que
desde aquel momento se repitió periódicamente en todos los puntos de Francia y sólo
dejó en pie las ruinas de la Guardia Nacional. La manifestación del 13 de junio fue,
sobre todo, una manifestación de los guardias nacionales democráticos. Es cierto que no
opusieron al ejército sus armas, sino sólo sus uniformes, pero en este uniforme estaba
precisamente el talismán. El ejército se convenció de que el tal uniforme era un trapo de
lana como cualquiera. El encanto quedó roto. En las jornadas de junio de 1848, la
burguesía, en calidad de Guardia Nacional, estuvieron unidas con el ejército contra el
proletariado; el 13 de junio de 1849, la burguesía hizo que el ejército dispersase a la
Guardia Nacional pequeñoburguesa; el 2 de diciembre de 1851, había desaparecido la
Guardia Nacional de la propia burguesía, y Bonaparte se limitó a registrar este hecho al
firmar, después de producido, el decreto de su disolución. Así fue cómo la burguesía
rompió ella misma su última arma contra el ejército, pero no tenía más remedio que
romperla desde el momento en que la pequeña burguesía no estaba ya detrás de ella
como vasallo, sino delante de ella como rebelde, del mismo modo que tenía
necesariamente que destruir en general, con sus propias manos, a partir del instante en
que se hizo ella misma absolutista, todos sus medios de defensa contra el absolutismo.
Entretanto, el partido del orden festejaba la reconquista de un poder que en 1848 sólo
parecía haber perdido para volver a encontrarlo libre de sus trabas en 1849, con
invectivas contra la república y la Constitución, maldiciendo todas las revoluciones
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futuras, presentes y pasadas, incluyendo las hechas por los dirigentes de su mismo
partido, y por medio de leyes que amordazaban a la prensa, destruían el derecho de
asociación y sancionaban el estado de sitio como institución orgánica. Luego, la
Asamblea Nacional suspendió sus sesiones desde mediados de agosto hasta mediados
de octubre, después de haber nombrado una comisión permanente para el tiempo que
durase su ausencia. Durante estas vacaciones, los legitimistas intrigaron con Ems, los
orleanistas con Claremont, Bonaparte mediante tournées principescas, y los consejos
departamentales en cabildeos sobre la revisión constitucional, casos que se repitiesen
con regularidad durante las vacaciones periódicas de la Asamblea Nacional y en los que
entraré tan pronto como se conviertan en acontecimientos. Aquí advertimos tan sólo que
la Asamblea Nacional obró impolíticamente al desaparecer de la escena durante tan
largo intervalo, dejando que sólo apareciese al frente de la república una figura, aunque
lamentablemente: la de Luis Bonaparte, mientras el partido del orden, para escándalo
del público, se descomponía en sus partes integrantes realistas y se dejaba llevar por sus
apetitos de restauración en pugna. Tan pronto como enmudecía, durante estas
vacaciones, el ruido ensordecedor del parlamento y su cuerpo se disolvía en la nación,
nadie podía dejar de ver que sólo faltaba una cosa para consumar la verdadera faz de
esta república: hacer permanentes las vacaciones parlamentarias y sustituir su lema de
Liberté, égalité, fraternité, por estas palabras inequívocas: ¡Infantería, caballería,
artillería!
Capítulo IV
A mediados de octubre de 1849 reanudó sus sesiones la Asamblea Nacional. El 1 de
noviembre, Bonaparte la sorprendió con un mensaje en el que le anunciaba la
destitución del ministerio Barrot-Falloux y la formación de un nuevo ministerio. Jamás
e ha arrojado a lacayos de su puesto con menos cumplidos que Bonaparte a sus
ministros. Los puntapiés destinados a la Asamblea Nacional los recibían, por el
momento, Barrot y Compañía.
El ministerio Barrot estaba compuesto, como hemos visto, por legitimistas y orleanistas,
era un ministerio del partido del orden. Bonaparte había necesitado de él para disolver la
Constituyente republicana, poner por obra la expedición contra Roma y destrozar el
partido democrático. Él se había eclipsado aparentemente detrás de este ministerio,
entregando el poder del Gobierno en manos del mismo partido del orden y poniéndose
la careta de modestia que bajo Luis Felipe llevaba el gerente responsable de los
periódicos, la careta del homme de paille. Ahora se quitó la máscara, que no era ya velo
sutil detrás del que podía ocultar su fisonomía, sino la máscara de hierro que le impedía
mostrar una fisonomía propia. Había constituido el ministerio Barrot para hacer saltar,
en nombre del partido del orden, la Asamblea Nacional republicana, y lo destituyó para
declarar a su propio nombre independiente de la Asamblea Nacional del partido del
orden.
Pretextos plausibles para esta destitución no faltaban. El ministerio Barrot descuidaba
incluso las formas de decoro que habrían hecho aparecer al presidente de la república
como un poder al lado de la Asamblea Nacional. Durante las vacaciones parlamentarias
Bonaparte publicó una carta dirigida a Edgar Ney en la que parecía desaprobar la
actuación liberal del Papa del mismo modo que había publicado, en oposición a la
Constituyente, otra carta en la que elogiaba a Oudinot por su ataque contra la República
de Roma. Al votarse en la Asamblea Nacional el presupuesto de la expedición romana,
Víctor Hugo, por un supuesto liberalismo, puso a discusión esa carta. El partido del
orden ahogó entre exclamaciones despectivamente incrédulas la ocurrencia de que las
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ocurrencias de Bonaparte pudieran tener la menor importancia política. Ninguno de los
ministros recogió el guante en su favor. En otra ocasión, Barrot, con su conocido
patetismo vacuo, dejó escapar desde la tribuna palabras de indignación contra los
«manejos abominables» en que, según su testimonio, andaban las personas más
cercanas al presidente. Por último, el ministerio, a la par que hacía aprobar por la
Asamblea Nacional una pensión de viudedad para la duquesa de Orleans, rechazaba
todas las propuestas para aumentar la lista civil de la presidencia. Y en Bonaparte, el
pretendiente imperial se fundía tan íntimamente con el caballero de industria arruinado,
que una gran idea, la de su misión de restaurador del imperio, se complementaba
siempre con otra: la de que el pueblo francés tenía la misión de saldar sus deudas.
El ministerio Barrot-Falloux fue el primero y el último ministerio parlamentario
nombrado por Bonaparte. Por eso su destitución señala un viraje decisivo. Con él, el
partido del orden perdió, para no recuperarlo jamás, un puesto indispensable para
afirmar el régimen parlamentario, el asidero del poder ejecutivo. Se comprende
inmediatamente que en un país como Francia, donde el poder ejecutivo dispone de un
ejército de funcionarios de más de medio millón de individuos y tiene por tanto
constantemente bajo su dependencia más incondicional a una masa inmensa de intereses
y exigencia, donde el Estado tiene atada, fiscalizada, regulada, vigilada y tutelada a la
sociedad civil, desde sus manifestaciones más amplias de vida hasta sus vibraciones
más insignificantes, desde sus modalidades más generales de existencia hasta la
existencia privada de los individuos, donde este cuerpo parasitario adquiere, por medio
de una centralización extraordinaria, una ubicuidad, una omniscencia, una capacidad
acelerada de movimientos y una elasticidad que sólo encuentran correspondencia en la
dependencia desamparada, en el carácter caóticamente informe del auténtico cuerpo
social, se comprende que en un país semejante, al perder la posibilidad de disponer de
los puestos ministeriales, la Asamblea Nacional perdía toda influencia efectiva, si al
mismo tiempo no simplificaba la administración del Estado, no reducía todo lo posible
el ejército de funcionarios y finalmente no dejaba a la sociedad civil y a la opinión
pública crearse sus órganos propios, independientes del poder del Gobierno. Pero, el
interés material de la burguesía francesa está precisamente entretejido del modo más
íntimo con la conservación de esta extensa y ramificadísima maquinaria del Estado.
Coloca aquí a su población sobrante y completa en forma de sueldos del Estado lo que
no puede embolsarse en forma de beneficios, intereses, rentas y honorarios. De otra
parte, su interés político la obligaba a aumentar diariamente la represión, y por tanto los
recursos y el personal del poder del Estado, a la par que se veía obligada a sostener una
guerra ininterrumpida contra la opinión pública y mutilar y paralizar recelosamente los
órganos independientes de movimiento de la sociedad, allí donde no conseguía
amputarlos por completo. De este modo, la burguesía francesa veíase forzada, por su
situación de clase, de una parte, a destruir las condiciones de vida de todo poder
parlamentario, incluyendo, por tanto, el suyo propio, y, de otra, a hacer irresistible el
poder ejecutivo hostil a ella.
El nuevo ministerio llamábase el ministerio d'Hautpoul. No porque el general
d'Hautpoul hubiese obtenido el rango de presidente del Consejo. Con Barrot, Bonaparte
había suprimido prácticamente esta dignidad, que condenaba el presidente de la
república, ciertamente, a la nulidad legal de un rey constitucional, pero de un rey
constitucional sin trono y sin corona, sin cetro y sin espada, sin atributo de la
irresponsabilidad, sin la posesión imprescriptible de la suprema dignidad del Estado y,
lo más fatal de todo, sin lista civil. En el ministerio d'Hautpoul no había más que un
hombre de fama parlamentaria, el prestamista Fould, uno de los miembros de peor
reputación de la alta finanza. Le tocó en suerte la cartera de Hacienda. Consúltense las
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cotizaciones de la Bolsa de París y se verá que, desde el 1 de noviembre de 1849, los
fondos franceses suben y bajan con las subidas y bajadas de las acciones bonapartistas.
Habiendo encontrado así su aliado en la Bolsa, Bonaparte se adueñó, al mismo tiempo,
de la policía mediante el nombramiento de Carlier para prefecto de policía de París.
Sin embargo, las consecuencias del cambio de ministerio sólo podían revelarse
conforme fuesen desarrollándose las cosas. Por el momento, Bonaparte sólo había dado
un paso adelante para luego verse empujado hacia atrás de un modo tanto más visible. A
su agrio mensaje, siguió la declaración más servil de sumisión a la Asamblea Nacional.
Cuantas veces los ministros hacían el tímido intento de presentar como proyectos de ley
sus caprichos personales, ellos mismos parecían cumplir a regañadientes un mandato
grotesco, obligados tan sólo por su posición y convencidos de antemano de la falta de
éxito. Cuantas veces Bonaparte, a espaldas de sus ministros, se iba de la lengua
hablando de sus intenciones y jugando con sus idées napoléoniennes, sus mismos
ministros le desautorizan desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional. Parecía
como si sus apetitos usurpadores sólo se exteriorizasen para que no se acallasen las risas
malignas de sus adversarios. Se comportaba como un genio ignorado, considerado por
el mundo entero como un bobo. Jamás fue objeto del desprecio de todas las clases de un
modo más completo que durante este período. Jamás la burguesía dominó de un modo
más incondicional, jamás hizo una ostentación más jactanciosa de las insignias de su
dominación.
No me propongo escribir aquí la historia de sus actividades legislativas, que se resume,
durante este período, en dos leyes: la ley restableciendo el impuesto sobre el vino y la
ley de enseñanza, que suprime la incredulidad religiosa. Si a los franceses se les ponían
obstáculos para beber vino, en cambio se les servía con tanta mayor abundancia el agua
de la vida justa. Si en la ley sobre el impuesto del vino la burguesía declaraba intangible
el antiguo odioso sistema fiscal francés, con la ley de enseñanza intentaba asegurar el
antiguo estado de ánimo de las masas, que lo hacía soportar. Se asombra uno de ver a
los orleanistas, a los burgueses liberales, estos viejos apóstoles del volterianismo y de la
filosofía ecléctica, confiar a sus enemigos hereditarios, los jesuitas, la administración
del espíritu francés. Pero, orleanistas y legitimistas, aunque discrepasen en lo que se
refería al pretendiente a la corona, comprendían que su dominación colegiada exigía
unir los medios de opresión de dos épocas, que los medios de sojuzgamiento de la
monarquía de Julio debían completarse y fortalecerse con los medios de sojuzgamiento
de la Restauración.
Los campesinos, defraudados en todas sus esperanzas, oprimidos más que nunca, de una
parte, por el bajo nivel de los precios de los cereales y, de otra parte, por la carga de las
contribuciones y por el endeudamiento hipotecario, cada vez mayores, comenzaron a
agitarse en los departamentos. Se les contestó con una batida furiosa contra los maestros
de escuela, que fueron sometidos al prefecto, y con un sistema de espionaje, al que
quedaron sometidos todos. En París y en las grandes ciudades, la reacción misma
presenta la fisonomía de su época y provoca más de lo que reprime. En el campo, se
hace baja, vulgar, mezquina, agobiante, vejatoria; en una palabra, el gendarme. Se
comprende hasta qué punto tres años de régimen del gendarme, bendecido por el
régimen del cura, tenía que desmoralizar a las masas incultas.
Por grande que fuese la suma de pasión y declamación que el partido del orden
derrochase desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional contra la minoría, sus
discursos eran monosilábicos, como los del cristiano, que ha de decir: sí, sí; no, no.
Monosilábicos en la tribuna y monosilábicos en la prensa. Insulsos como los acertijos
cuya solución se sabe de antemano. Ya se trate del derecho de petición o del impuesto
sobre el vino, de la libertad de prensa o de la libertad del comercio, de los clubes o del
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reglamento municipal, de la protección de la libertad personal o de la regulación del
presupuesto del Estado, la consigna se repite siempre, el tema es siempre el mismo, el
fallo está siempre preparado y reza invariablemente: «¡Socialismo» Se presenta como
socialista hasta el liberalismo burgués, como socialista la ilustración burguesa, como
socialista la reforma financiera burguesa. Era socialista construir un ferrocarril donde
había ya un canal y socialista defenderse con el palo cuando le atacaban a uno con la
espada.
Y esto no era mera retórica, moda, táctica de partido. La burguesía tenía la conciencia
exacta de que todas las armas forjadas por ella contra el feudalismo se volvían contra
ella misma, de que todos los medios de cultura alumbrados por ella se rebelaban contra
su propia civilización, de que todos los dioses que había creado la abandonaban.
Comprendía que todas las llamadas libertades civiles y los organismos de progreso
atacaban y amenazaban, al mismo tiempo, en la base social y en la cúspide política a su
dominación de clase, y por tanto se habían convertido en «socialistas». En esta amenaza
y en este ataque veía con razón el secreto del socialismo, cuyo sentido y cuya tendencia
juzgaba ella más exactamente que se sabe juzgar a sí mismo el llamado socialismo, el
cual no puede comprender por ello cómo la burguesía se cierra a cal y canto contra él,
ya gima sentimentalmente sobre los dolores de la humanidad, ya anuncie cristianamente
el reino milenario y la fraternidad universal, ya chochee humanísticamente hablando de
ingenio, cultura, libertad o cavile doctrinalmente un sistema de conciliación y bienestar
de todas las clases sociales. Lo que no comprendía la burguesía era la consecuencia de
que su mismo régimen parlamentario, de que dominación política en general tenía que
caer también bajo la condenación general, como socialista. Mientras la dominación de
la clase burguesa no se hubiese organizado íntegramente, no hubiese adquirido su
verdadera expresión política, no podía destacarse tampoco de un modo puro el
antagonismo de las otras clases, ni podía, allí donde se destacaba, tomar el giro
peligroso que convierte toda lucha contra el poder del Estado en una lucha contra el
capital. Cuando en cada manifestación de vida de la sociedad veía un peligro para la
«tranquilidad», ¿cómo podía empeñarse en mantener a la cabeza de la sociedad el
régimen de la intranquilidad, su propio régimen, el régimen parlamentario, este
régimen que, según la expresión de uno de sus oradores, vive en la lucha y merced a la
lucha? El régimen parlamentario vive de la discusión, ¿cómo, pues, va a prohibir que se
discuta? Todo interés, toda institución social se convierten aquí en ideas generales, se
ventilan bajo forma de ideas; ¿cómo, pues, algún interés, alguna institución van a
situarse por encima del pensamiento e imponerse como artículo de fe? La lucha de los
oradores en la tribuna provoca la lucha de los plumíferos de la prensa, el club de debates
del parlamento se complementa necesariamente con los clubes de debates de los salones
y de las tabernas, los representantes que apelan continuamente a la opinión del pueblo
autorizan a la opinión del pueblo para expresar en peticiones su verdadera opinión. El
régimen parlamentario lo deja todo a la decisión de las mayorías; ¿cómo, pues, no van a
querer decidir las grandes mayorías fuera del parlamento? Si los que están en las cimas
del Estado tocan el violín, ¿qué cosa más natural sino que los que están abajo bailen?
Por tanto, cuando la burguesía excomulga como «socialista» lo que antes ensalzaba
como «liberal», confiesa que su propio interés le ordena esquivar el peligro de su
Gobierno propio, que para poder imponer la tranquilidad en el país tiene que
imponérsela ante todo a su parlamento burgués, que para mantener intacto su poder
social tiene que quebrantar su poder político; que los individuos burgueses sólo pueden
seguir explotando a otras clases y disfrutando apaciblemente de la propiedad, la familia,
la religión y el orden bajo la condición de que su clase sea condenada con las otras
clases a la misma nulidad política; que, para salvar la bolsa, hay que renunciar a la
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corona, y que la espada que había de protegerla tiene que pender al mismo tiempo sobre
su propia cabeza como la espada de Damocles.
En el campo de los intereses cívicos generales, la Asamblea Nacional se mostró tan
improductiva, que, por ejemplo, los debates sobre el ferrocarril París-Aviñón,
comenzados en el invierno de 1850, no habían terminado todavía el 2 de diciembre de
1851. Donde no se trataba de oprimir, de actuar reaccionariamente, estaba condenada a
una esterilidad incurable.
Mientras el ministerio de Bonaparte tomaba en parte la iniciativa de leyes en el espíritu
del partido del orden, y en parte exageraba todavía más su severidad en la ejecución y
manejo de las mismas, el propio Bonaparte intentaba, mediante propuestas puerilmente
necias, ganar popularidad, poner de manifiesto su antagonismo con la Asamblea
Nacional y apuntar al designio secreto de abrir al pueblo francés sus tesoros ocultos,
designio cuya ejecución sólo impedían provisionalmente las circunstancias. Así, la
proposición de decretar un aumento de cuatro sous diarios para los sueldos de los
suboficiales. Así la proposición de crear un Banco para conceder créditos de honro a los
obreros. Obtener dinero regalado y prestado: he aquí la perspectiva con que esperaba
que las masas picasen el anzuelo. Regalar y recibir prestado: a eso se limita la ciencia
financiera del lumpemproletariado, lo mismo del distinguido que del vulgar. A esto se
limitaban los resortes que Bonaparte sabía poner en movimiento. Jamás un pretendiente
ha especulado más simplemente sobre la simpleza de las masas.
La Asamblea Nacional montó repetidas veces en cólera ante estos intentos innegables
de ganar popularidad a costa suya, ante el peligro creciente de que este aventurero, al
que espoleaban las deudas y al que no contenía el temor de perder reputación adquirida,
osase un golpe desesperado. La desarmonía entre el partido del orden y el presidente
había adoptado ya un carácter amenazador, cuando un acontecimiento inesperado volvió
a echarse a éste, arrepentido, en brazos de aquél. Nos referimos a las elecciones
parciales del 10 de marzo de 1850. Estas elecciones se celebraron para cubrir los
puestos de diputados que la prisión o el destierro habían dejado vacantes después del 13
de junio. París sólo eligió a candidatos socialdemócratas. Concentró incluso la mayoría
de los votos en un insurrecto junio de 1848, en De Flotte. La pequeña burguesía de
París, aliada al proletariado, se vengaba así de su derrota del 13 de junio de 1849.
Parecía como si sólo se hubiese retirado del campo de batalla en el momento de peligro
para volver a pisarlo, con un amasa mayor de fuerzas combativas y con una consigna de
guerra más audaz, al presentarse la ocasión propicia. Una circunstancia parecía
aumentar el peligro de esta victoria electoral. El ejército votó en París por el insurrecto
de junio, contra La Hitte, un ministro de Bonaparte, y en los departamentos votó en gran
parte por los «montañeses», que también aquí, aunque no de un modo tan decisivo
como en París, afirmaron la supremacía sobre sus adversarios.
Bonaparte viose, de pronto, colocado otra vez frente a la revolución. Lo mismo que el
29 de enero de 1849, lo mismo que el 13 de junio de 1849, el 10 de marzo de 1850
desapareció detrás del partido del orden. Se inclinó pidió pusilánimemente perdón, se
brindó a nombrar cualquier ministerio que la mayoría parlamentaria ordenase, suplicó
incluso a los jefes de partido, orleanistas y legitimistas, a los Thiers, a los Berryer, a los
Broglie, a los Molé, en una palabra, a los llamados «burgraves» a que empuñasen ellos
mismos el timón del Estado. El partido del orden no supo aprovechar este momento
único. En vez de tomar audazmente el poder que le ofrecían no obligó siquiera a
Bonaparte a reponer el ministerio destituido el 1 de noviembre; se contentó con
humillarle mediante le perdón y con incorporar al ministerio d'Hautpoul al señor
Baroche. Este Baroche había vomitado furia como acusador público, una vez contra los
revolucionarios del 15 de mayo y otra contra los demócratas del 13 de junio, ante el
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Tribunal Supremo del Bourges, ambas veces por atentado contra la Asamblea Nacional.
Ninguno de los ministros de Bonaparte había de contribuir más a desprestigiar a la
Asamblea Nacional, y después del 2 de diciembre de 1851 le volvemos a encontrar, bien
instalado y espléndidamente retribuido, de vicepresidente del Senado. Había escupido
en la sopa de los revolucionarios, para que luego se la comiese Bonaparte.
Por su parte, el Partido Socialdemócrata sólo parecía acechar pretextos para poner de
nuevo en tela de juicio su propia victoria y mellarla. Vidal, uno de los diputados recién
elegidos en París, había salido elegido también por Estrasburgo. Le convencieron de
que rechazase el acta de París y optase por la de Estrasburgo. Por tanto, en vez de dar a
su victoria en el terreno electoral un carácter definitivo, obligando con ello al partido del
orden a discutírsela inmediatamente en el parlamento; en vez de empujar así al
adversario a la lucha en el momento de entusiasmo popular y aprovechando el estado de
espíritu favorable del ejército, el partido democrático aburrió a París durante los meses
de marzo y abril con una nueva campaña de agitación electoral, dejó que las pasiones
populares excitadas se extenuasen en este nuevo juego de escrutinio provisional, que la
energía revolucionaria se saciase con éxitos constitucionales, se gastase en pequeñas
intrigas, hueras declamaciones y movimientos aparentes, que la burguesía se
concentrase y tomase sus medidas, y, finalmente, que la significación de las elecciones
de marzo encontrase, en la votación parcial de abril, con la elección de Eugenio Sue, un
comentario sentimental suavizador. En una palabra, le hizo el 10 de marzo una broma
de 1 de abril.
La mayoría parlamentaria comprendió la debilidad de su adversario. Sus diecisiete
burgraves -pues Bonaparte les había entregado la dirección y la responsabilidad del
ataque- elaboraron una nueva ley electoral, cuyo proyecto se confió al señor Faucher,
quien recabó para sí este honor. La ley fue presentada por él el 8 de mayo,; en ella, se
abolía el sufragio universal, se imponía como condición que el elector llevase tres años
domiciliado en el punto electoral, y finalmente, a los obreros se les condicionaba la
prueba de este domicilio al testimonio de su patrono.
Toda la excitación y toda la furia revolucionaria de los demócratas durante la lucha
constitucional de las elecciones se convirtieron en prédicas constitucionales,
recomendando, ahora que se trataba de probar con las armas en la mano que aquellos
triunfos electorales habían ido en serio: orden, calma mayestática (calme majestueux),
actitud legal, es decir, sumisión ciega a la voluntad de la contrarrevolución, que se
imponía insolentemente como ley. Durante el debate, la Montaña avergonzó al partido
del orden, haciendo valer contra su pasión revolucionaria la actitud desapasionada del
hombre de bien que no se sale del terreno legal y fulminándole con el espantoso
reproche de que se comportaba revolucionariamente. Hasta los diputados recién
elegidos se esforzaron en demostrar, con su actitud correcta y reflexiva, cuán ignorantes
eran quienes los denigraban como anarquistas e interpretaban su elección como una
victoria revolucionaria. El 31 de mayo fue aprobada la nueva ley electoral. La Montaña
se contentó con meter de contrabando una protesta en el bolsillo del presidente. A la ley
electoral le siguió una nueva ley de prensa, con la que quedaba suprimida de raíz toda la
prensa diaria revolucionaria. Era la suerte que se había merecido. El National y La
Presse -dos órganos burgueses-, quedaron después de este diluvio como la avanzada
más extrema de la revolución.
Vimos que los jefes democráticos hicieron, durante los meses de marzo y abril, todo lo
posible por embrollar al pueblo de París en una lucha ficticia y que después del 8 de
mayo hicieron todo lo posible por contenerlo de la lucha real. No debemos , además
olvidar que el año 1850 fue uno de los años más brillantes de prosperidad industrial y
comercial, y que, por tanto, el proletariado de París tenía trabajo en su totalidad. Pero la
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ley electoral del 31 de mayo de 1850 le apartaba de toda intervención en el poder
político. Lo aislaba hasta del propio campo de la lucha. Volvía a precipitar a los obreros
a la situación de parias en que vivían antes de la revolución de febrero. Al dejarse guiar
por los demócratas frente a este acontecimiento y al olvidar el interés revolucionario de
su clase ante un bienestar momentáneo, renunciaron al honor de ser una potencia
conquistadora, se sometieron a su suerte, demostraron que la derrota de junio de 1848
los había incapacitado para luchar durante muchos años y que, por el momento, el
proceso histórico tenía que pasar de nuevo sobre sus cabezas. En cuanto a la democracia
pequeñoburguesa, que el 13 de junio había gritado: «¡Ah, pero si tocan al sufragio
universal, ah, entonces!», se consolaba ahora pensando que el golpe
contrarrevolucionario que se había descargado sobre ella no era tal golpe y que la ley
del 31 de mayo no era tal ley. El segundo domingo de mayo de 1852, todo francés
comparecerá en el palenque electoral, empuñando en una mano la papeleta de voto y en
la otra la espada. Esta profecía le servía de satisfacción. Finalmente, el ejército volvió a
ser castigado pro sus superiores por las elecciones de marzo y abril de 1850, como lo
había sido por las del 28 de mayo de 1849. Pero esta vez se dijo resueltamente: «¡La
revolución no nos engañará por tercera vez!»
La ley del 31 de mayo de 1850 era el coup d'état de la burguesía. Todas sus victorias
anteriores sobre la revolución tenían un carácter meramente provisional. Tan pronto
como la Asamblea Nacional en funciones se retiraba de la escena, comenzaban a ser
dudosas. Dependían del azar de unas nuevas elecciones generales, y la historia de las
elecciones desde 1848 probaba irrefutablemente que en la misma proporción en que se
desarrollaba el poder efectivo de la burguesía, ésta iba perdiendo su poder moral sobre
las masas del pueblo. El 10 de marzo, el sufragio universal se pronunció directamente
en contra de la dominación de la burguesía; la burguesía contestó proscribiendo el
sufragio universal. La ley del 31 de mayo era, pues, una de las necesidades impuestas
por la lucha de clases. Por otra parte, la Constitución exigía, para que la elección del
presidente de la República fuese válida, un mínimo de dos millones de votos. Si
ninguno de los candidatos a la presidencia obtenía esta votación mínima, la Asamblea
Nacional debería elegir al presidente entre los tres candidatos que obtuviesen más votos.
Cuando la Constituyente dictó esta ley, había en el censo electoral diez millones de
electores. Es decir, que a juicio de ella bastaba con los votos de una quinta parte del
censo para que la elección del presidente fuese válida. La ley del 31 de mayo suprimió
del censo electoral, por lo menos, tres millones de electores, redujo el número de éstos a
siete millones y mantuvo, no obstante, la cifra mínima de dos millones para la elección
del presidente. Por tanto, elevó el mínimo legal de una quinta parte a casi un tercio del
censo; es decir, hizo todo lo posible por escamotear la elección del presidente de manos
del pueblo, entregándola a manos de la Asamblea Nacional. Por donde el partido del
orden parecía haber consolidado doblemente su dominación con la ley de 31 de mayo,
al entregar la elección de la Asamblea Nacional y la del presidente de la República al
arbitrio de la parte más estacionaria de la sociedad.
Capítulo V
Después de superarse la crisis revolucionaria y abolirse el sufragio universal, estalló
inmediatamente una nueva lucha entre la Asamblea Nacional y Bonaparte.
La Constitución había fijado el sueldo de Bonaparte en 600.000 francos. No había
pasado medio año desde su instalación, cuando consiguió elevar esta suma al doble.
Odilon Barrot arrancó a la Asamblea Constituyente un suplemento anual de 600.000
francos para los llamados gastos de representación. Después del 13 de junio. Bonaparte
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había expresado otra demanda igual, sin que esta vez Barrot le escuchase. Ahora,
después del 31 de mayo, se aprovechó inmediatamente del momento favorable e hizo
que sus ministros propusiesen a la Asamblea Nacional una lista civil de tres millones.
Una larga y aventurera vida de vagabundo les había dotado de los tentáculos más
perfectos para tantear los momentos de la debilidad en que podía sacar dinero a sus
burgueses. Era un chantaje en toda regla. La Asamblea Nacional había deshonrado la
soberanía del pueblo con su ayuda y su connivencia. La amenazó con denunciar su
delito ante el tribunal del pueblo si no aflojaba la bolsa y compraba su silencio con tres
millones al año. La Asamblea Nacional había robado el voto a tres millones de
franceses. Bonaparte exigía por cada francés políticamente desvalorizado un franco en
moneda circulante, lo que hacía un total exacto de tres millones de francos. El elegido
por seis millones de electores reclama una indemnización por los votos que le han
estafado de su elección. La comisión de la Asamblea Nacional rechazó al importuno. La
prensa bonapartista amenazó. ¿Podía la Asamblea Nacional romper con el presidente de
la República, en un momento en que había roto fundamental y definitivamente con la
masa de la nación? Por eso, aun denegando la lista civil anual, concedió por una sola
vez un suplemento de 2.160.000 francos. Con ello, hacíase reo de una doble debilidad:
la de conceder el dinero y la de revelar al mismo tiempo, con su irritación, que le
concedía de mala gana. Más adelante veremos para qué necesitaba Bonaparte este
dinero. Tras este molesto epílogo que siguió a la supresión del sufragio universal,
pisándole los talones, y en el que Bonaparte cambió la humilde actitud que adoptara
durante la crisis de marzo y abril por un retador cinismo frente al parlamento usurpador,
la Asamblea Nacional suspendió sus sesiones por tres meses, desde el 11 de agosto
hasta el 11 de noviembre. Dejó en su lugar una comisión permanente de 28 miembros,
en la que no entraba ningún bonapartista, pero sí en cambio algunos republicanos
moderados. En la comisión permanente de 1849 no había más que hombres de orden y
bonapartistas. Pero entonces el partido del orden se declaraba permanentemente en
contra de la revolución. Ahora, la república parlamentaria se declaraba
permanentemente en contra del presidente. Después de la ley del 31 de mayo, el partido
del orden ya no tenía enfrente más que este rival.
Cuando la Asamblea Nacional volvió a reunirse en noviembre de 1850, parecía
inevitable que estallase, en vez de sus escaramuzas anteriores con el presidente, una
gran lucha implacable, una lucha a vida o muerte entre dos poderes.
Lo mismo que en 1849, durante las vacaciones parlamentarias de este año, el partido del
orden se había dispersado en sus distintas fracciones, cada cual ocupada con sus propias
intrigas restauradoras, a los que la muerte de Luis Felipe daba nuevo pábulo. El rey de
los legitimistas, Enrique V, había llegado incluso a nombrar un ministerio formal, que
residía en París y del que formaban parte miembros de la comisión permanente,
Bonaparte quedaba, pues, autorizado para emprender a su vez giras por los
departamentos franceses y dejar escapar, recatada o abiertamente, según el estado de
ánimo de la ciudad a la que regalaba con su presencia, sus propios planes de
restauración, reclutando votos para sí. En estas giras, que el gran Moniteur oficial y los
pequeños «monitores» privados de Bonaparte, tenían, naturalmente, que celebrar como
cruzadas triunfales, le acompañaban constantemente afiliados de la Sociedad del 10 de
Diciembre. Esta sociedad data del año 1849. Bajo el pretexto de crear una sociedad de
beneficencia, se organizó al lumpemproletariado de París en secciones secretas, cada
una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y en general bonapartista a la cabeza de
todas. Junto a roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca
procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos,
licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores,
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saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de
burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros,
mendigos, en una palabra, toda es masa informe, difusa y errante que los franceses
llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la
Sociedad del 10 de Diciembre, «Sociedad de beneficencia» en cuanto que todos sus
componentes sentían, al igual que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la
nación trabajadora. Este Bonaparte, que se erige en jefe del lumpemproletariado, que
sólo en éste encuentra reproducidos en masa los intereses, que él personalmente
persigue, que reconoce en esta hez, desecho y escoria de todas las clases, la única clase
en la que puede apoyarse sin reservas, es el auténtico Bonaparte, el Bonaparte sans
phrase. Viejo roué ladino, concibe la vida histórica de los pueblos y los grandes actos
de Gobierno y de Estado como una comedia, en el sentido más vulgar de la palabra,
como una mascarada, en que los grandes disfraces y los frases y gestos no son más que
la careta para ocultar lo más mezquino y miserable. Así, en su expedición a Estrasburgo,
el buitre suizo amaestrado desempeñó el papel de águila napoleónica. Para su incursión
en Boulogne, embute a unos cuantos lacayos de Londres en uniformes franceses. Ellos
representan el ejército. En su Sociedad del 10 de Diciembre, reunió a 10.000 miserables
del lumpen, que habían de representar al pueblo, como Nick Bottom representaba el
león. En un momento en que la misma burguesía representaba la comedia más
completa, pero con la mayor seriedad del mundo, sin faltar a ninguna de las pedantescas
condiciones de la etiqueta dramática francesa, y ella misma obraba a medias engañada y
a medias convencida de la solemnidad de sus acciones y representaciones dramáticas,
tenía que vencer por fuerza el aventurero que tomase lisa y llanamente la comedia como
tal comedia. Sólo después de eliminar a su solemne adversario, cuando él mismo toma
en serio su papel imperial y cree representar, con su careta napoleónica, al auténtico
Napoleón, sólo entonces es víctima de su propia concepción del mundo, el payaso serio
que ya no toma a la historia universal por una comedia, sino su comedia por la historia
universal. Lo que para los obreros socialistas habían sido los talleres nacionales y para
los republicanos burgueses los gardes mobiles, era para Bonaparte la Sociedad del 10 de
Diciembre: la fuerza combativa de partido propia de él. Las secciones de esa sociedad,
enviadas por grupos a las estaciones debían improvisarle en sus viajes un público,
representar el entusiasmo popular, gritar Vive l'Empereur!, insultar y apalear a los
republicanos, naturalmente bajo la protección de la policía. En sus viajes de regreso a
París, debían formar la vanguardia, adelantarse a las contramanifestaciones o
dispersarlas. La Sociedad del 10 de Diciembre le pertenecía a él, era su obra, su idea
más primitiva. Todo lo demás de que se apropia se lo da la fuerza de las circunstancias,
en todos sus hechos actúan por él las circunstancias o se limita a copiarlo de los hechos
de otros; pero Bonaparte que se presenta en público, ante los ciudadanos, con las frases
oficiales del orden, la religión, la familia, la propiedad, y detrás de él la sociedad secreta
de los Schuftele y los Spielberg, la sociedad del desorden, la prostitución y el robo, es el
propio Bonaparte como autor original, y la historia de la Sociedad del 10 de Diciembre
es su propia historia. Se había dado el caso de que representantes del pueblo
pertenecientes al partido del orden habían sido apaleados por los decembristas. Más aún.
El comisario de policía, Yon, adscrito a la Asamblea Nacional y encargado de la
vigilancia de su seguridad, denunció a la comisión permanente, basándose en el
testimonio de un tal Alais, que una sección de decembristas había acordado asesinar al
general Changarnier y a Dupin, presidente de la Asamblea Nacional, estando ya
elegidos los individuos encargados de ejecutar este acuerdo. Se comprenderá el terror
del señor Dupin. Parecía inevitable una investigación parlamentaria sobre la Sociedad
del 10 de Diciembre, es decir, la profanación del mundo secreto bonapartista. Por eso,
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precisamente, Bonaparte disolvió prudentemente su sociedad, claro está que sólo sobre
el papel, pues todavía a fines de 1851, el prefecto de policía Carlier, en una extensa
memoria, intentaba en vano moverle a disolver realmente a los decembristas.
La Sociedad del 10 de Diciembre había de seguir siendo el ejército privado de
Bonaparte mientras éste no consigue convertir el ejército público en una Sociedad del
10 de Diciembre. Bonaparte hizo la primera tentativa encaminada a esto poco después
de suspenderse las sesiones de la Asamblea Nacional, y la hizo con el dinero que
acababa de arrancarle a ésta. Como fatalista que es, abriga la convicción de que hay
ciertos poderes superiores, a los que el hombre y sobre todo el soldado no se puede
resistir. Entre estos poderes incluye, en primer término, los cigarros y el champagne, las
aves frías y el salchichón adobado con ajo. Por eso, en los salones del Elíseo, empieza
obsequiando a los oficiales y suboficiales con cigarros y champagne, aves frías y
salchichón adobado con ajo. El 3 de octubre repite esta maniobra con las masas de tropa
en la revista de St. Maur, y el 10 de octubre vuelve a repetirla en una escala todavía
mayor en la revista militar de Story. El tío se acordaba de las campañas de Alejandro en
Asia, el sobrino se acuerda de las cruzadas triunfales de Baco en las mismas tierras.
Alejandro era, ciertamente, un semidiós, pero Baco un dios completo. Y, además, el
dios tutelar de la Sociedad del 10 de Diciembre.
Después de la revista del 3 de octubre, la comisión permanente llamó a comparecer ante
ella al ministro de la Guerra d'Hautpoul. Éste prometió que no volverían a repetirse
aquellas infracciones de la disciplina. Sabido es cómo Bonaparte cumplió el 10 de
octubre la palabra dada por d'Hautpoul. En ambas revistas había llevado el mando
Changarnier, como comandante en jefe del ejército de París. Changarnier, que era a la
vez miembro de la comisión permanente, jefe de la Guardia Nacional, el «salvador» del
29 de enero y del 13 de junio, el «baluarte de la sociedad», candidato del partido del
orden para la dignidad presidencial, el presunto Monk de dos monarquías, no se había
reconocido jamás hasta entonces subordinado al ministro de la Guerra., se había burlado
siempre abiertamente de la Constitución republicana y había perseguido a Bonaparte
con una arrogante protección equívoca. Ahora, se desvivía pro la disciplina contra el
ministro de la Guerra y por la Constitución contra Bonaparte. Mientras que el 10 de
octubre una parte de la caballería dejó oír el grito de Vive Napoléon! Vivent les
saucissons! Changarnier hizo que por lo menos la infantería, que desfilaba al mando de
su amigo Neumayer, guardase un silencio glacial. Como castigo, el ministro de la
Guerra, acuciado por Bonaparte, relevó al general Neumayer de su puesto en París con
el pretexto de entregarle el alto mando de la 14ª y la 15ª divisiones. Neumayer rehusó
este cambio de destino y viose obligado así a pedir el retiro. Por su parte, Changarnier
publicó el 2 de noviembre una orden de plaza en la que prohibía alas tropas gritos ni
ninguna clase de manifestaciones políticas estando bajo las armas. Los periódicos
elíseos atacaron a Changarnier; los periódicos del partido del orden, a Bonaparte; la
comisión permanente celebraba una sesión secreta tras otra, en las que se presentaba
reiteradamente la proposición de declarar a la patria en peligro; el ejército parecía estar
dividido en dos campos enemigos, con dos Estados Mayores enemigos, uno en el
Elíseo, donde moraba Bonaparte, y otro en las Tullerías, donde moraba Changarnier.
Sólo parecía faltar la reanudación de las sesiones de la Asamblea Nacional para que
sonase la señal de la lucha. Al público francés la reanudación de las sesiones de la
Asamblea Nacional para que sonase la señal de la lucha. Al público francés estos
razonamientos entre Bonaparte y Changarnier le merecían el mismo juicio que aquel
periodista inglés que los caracterizó en las siguientes palabras:
«Las criadas políticas de Francia barren la ardiente lava de la revolución con las viejas
escobas, y se tiran del moño mientras ejecutan su faena.»
32
Entretanto, Bonaparte se apresuró a destituir al ministro de la Guerra, d'Hautpoul,
expidiéndolo precipitadamente a Argelia y nombrando para sustituirle en la cartera de
ministro de la Guerra al general Schramm. El 12 de noviembre mandó a la Asamblea
Nacional un mensaje de prolijidad norteamericana, recargado de detalles, oliendo a
orden, ávido de reconciliación, lleno de resignación constitucional, en el que se trataba
de todo lo divino y lo humano menos de las questions brûlantes del momento. Como de
pasada, dejaba caer las palabras que, con arreglo a las normas expresas de la
Constitución, el presidente disponía por sí solo del ejército. El mensaje terminaba con
estas palabras altisonantes:
«Francia exige ante todo tranquilidad... Soy el único ligado por un juramento, y me
mantendré dentro de los estrictos límites que me traza... Por lo que a mí se refiere,
elegido por el pueblo y no debiendo más que a éste mi poder, me someteré siempre a su
voluntad legalmente expresada. Si en este período de sesiones acordáis la revisión
constitucional, una Asamblea Constituyente reglamentará la posición del poder
ejecutivo. En otro caso, el pueblo declarará solemnemente su decisión en 1852. Pero,
cualesquiera que sean las soluciones del porvenir, lleguemos a una inteligencia, para
que jamás la pasión, la sorpresa o la violencia decidan la suerte de una gran nación... Lo
que sobre todo me preocupa no es saber quién va a gobernar a Francia en 1852, sino
emplear el tiempo de que dispongo de modo que el período restante pase sin agitación y
sin perturbaciones. Os he abierto sinceramente mi corazón, contestad vosotros a mi
franqueza con vuestra confianza, a mi buen deseo con vuestra colaboración, y Dios se
encargará del resto.»
El lenguaje honesto, hipócritamente moderado, virtuosamente lleno de lugares comunes
de la burguesía, descubre su más profundo sentido en labios del autócrata de la
Sociedad del 10 de Diciembre y del héroe de merienda de St. Maur y Satory.
Los burgraves del partido del orden no se dejaron engañar ni un solo instante en cuanto
al crédito que se podía dar a esa efusión cordial. Acerca de los juramentos estaban ya
desde hacía mucho tiempo al cabo de la calle; entre ellos había veteranos, virtuosos del
perjurio político, y el pasaje delicado al ejército no se les pasó desapercibido.
Observaron con desagrado que, en la prolija e interminable enumeración de las leyes
recientemente promulgadas, el mensaje guardaba un silencio afectado acerca de la más
importante de todas, la ley electoral, y más aún, que en caso de no revisión
constitucional se dejaba al arbitrio del pueblo, para 1852, la elección del presidente. La
ley electoral era el grillete atado a los pies del partido del orden, que el impedía andar, y
no digamos lanzarse al asalto. Además, con la disolución de oficio de la Sociedad del 10
de Diciembre y la destitución del ministro de la Guerra, d'Hautpoul, Bonaparte había
sacrificado por su propia mano en el altar de la patria a las víctimas propiciatorias.
Quitó la espina al choque que se esperaba. Finalmente, el mismo partido del orden
procuró rehuir, atenuar, disimular temerosamente todo conflicto decisivo con el poder
ejecutivo. Por miedo a perder las conquistas hechas contra la revolución dejó que su
rival cosechase los frutos de ellas. «Francia exige ante todo tranquilidad». Así le venía
gritando desde febrero el partido del orden a la revolución, así le gritaba al partido del
orden el mensaje de Bonaparte. «Francia exige ante todo tranquilidad.» Bonaparte
cometía actos encaminados a la usurpación, pero el partido del orden provocaba
«agitación» si armaba ruido en torno a estos actos y los interpretaba de un modo
hipocondriaco. Los salchichones de Satory no despegaban los labios si nadie hablaba de
ellos. «Francia exige ante todo tranquilidad». Es decir, Bonaparte exigía que se le dejase
hacer tranquilamente lo que quería, y el partido parlamentario sentíase paralizado por un
doble temor; por el temor de provocar la agitación revolucionaria y por el temor de
aparecer como el perturbador de la tranquilidad a los ojos de su propia clase, a los ojos
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de la burguesía. Por tanto, Francia exigía ante todo tranquilidad, el partido del orden no
se atrevió, después de que Bonaparte, en su mensaje, había hablado de «paz», a
contestar con «guerra». El público, que ya se relamía pensando en las grandes escenas
de escándalo que se iban a producir al reanudarse las sesiones de la Asamblea Nacional,
viose defraudado en sus esperanzas. Los diputados de la oposición que exigían que se
presentasen las actas de la comisión permanente acerca de los acontecimientos de
octubre fueron arrollados por los votos de la mayoría. Se rehuyeron por principio todos
los debates que pudieran excitar los ánimos. Los trabajos de la Asamblea nacional
durante los meses de noviembre y diciembre de 1850 carecieron de interés.
Por último, hacia fines de diciembre, comenzó una guerra de guerrillas en torno a unas u
otras prerrogativas del parlamento. El movimiento se sumió en minucias alrededor de
las prerrogativas de ambos poderes, después que la burguesía, con la abolición del
sufragio universal, se hubo desembarazado por el momento de la lucha de clases.
Se había ejecutado contra Mauguin, uno de los representantes de la nación, una
sentencia judicial por deudas. A instancia del presidente del Tribunal, el ministro de
Justicia, Rouher, declaró que podía citarse sin más trámites mandado de arresto contra
el deudor. Maugin fue recluido, pues, en la cárcel de deudores. Al conocer el atentado,
la Asamblea Nacional montó en cólera. No sólo ordenó que el preso fuese
inmediatamente puesto en libertad, sino que aquella misma tarde mandó a su greffier a
que le sacase por la fuerza de Clichy. Sin embargo, para testimoniar su fe en la santidad
de la propiedad privada y con la segunda intención de abrir, en caso de necesidad, un
asilo para «montañeses» molestos, declaró valida la prisión por deudas de
representantes del pueblo, previa autorización de la Asamblea Nacional. Se olvidó de
decretar que también se podría meter en la cárcel por deudas al presidente de la
República. Destruyó la última apariencia de inviolabilidad que rodeaba a los miembros
de su propia corporación.
Recuérdese que el comisario de policía, Yon, había denunciado, basándose en el
testimonio de un tal Alais, los planes de asesinato de Dupin y Changarnier, por una
sección de decembristas. Ya en la primera sesión los cuestores presentaron en relación
con esto la propuesta de crear una policía parlamentaria propia, pagada del presupuesto
privado de la Asamblea Nacional e independiente en absoluto del prefecto de policía. El
ministro del Interior, Baroche, protestó contra esta injerencia en sus atribuciones. En
vista de esto se llegó a una mísera transacción, según la cual el comisario de policía de
la Asamblea sería pagado de su presupuesto privado y nombrado y destituido por sus
cuestores, pero previo acuerdo con el ministro del Interior. Entretanto, Alais había sido
entregado por el Gobierno a los tribunales, y no fue difícil presentar sus declaraciones
como falsas y proyectar, por boca del fiscal, un resplandor de ridículo sobre Dupin,
Changarnier, Yon y toda la Asamblea Nacional. Ahora, el 29 de diciembre, el ministro
Baroche escribe una carta a Dupin exigiendo la destitución de Yon. La Mesa de la
Asamblea Nacional, asustada de la violencia con que había procedido en el asunto
Mauguin y acostumbrada a que el poder ejecutivo le devolviera dos golpes pro cada uno
que ella le asestaba, no sanciona el acuerdo. Destituye a Yon en recompensa por el celo
con que le había servido y se despoja de una prerrogativa parlamentaria inexcusable
contra un hombre que no decide por la noche para ejecutar por el día, sino que decide
por el día y ejecuta por la noche.
Hemos visto que la Asamblea Nacional, durante los meses de noviembre y diciembre,
rehuyó, ahogó, en grandes y decisivas ocasiones, la lucha contra el poder ejecutivo.
Ahora la vemos obligada a aceptar esta lucha por los motivos más mezquinos. En el
asunto Mauguin, confirma en principio la prisión por deudas de los representantes de la
nación, pero se reserva la posibilidad de aplicarla solamente a los representantes que no
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le sean gratos, y regatea por este infame privilegio con el ministro de Justicia. En vez de
aprovecharse del supuesto plan de asesinato para abrir una investigación sobre la
Sociedad del 10 de Diciembre y desenmascarar irremisiblemente a Bonaparte ante
Francia y ante Europa, presentándolo en su verdadera faz, como la cabeza del
lumpemproletariado de París, deja que la colisión descienda a un punto en que ya lo
único que se ventila entre ella y el ministro de Interior es quién tiene competencia para
nombrar y separar a un comisario de la policía. Así, vemos al partido del orden, durante
todo este período, obligado por su posición equívoca, a convertir su lucha contra el
poder ejecutivo en mezquinas discordias de competencias, minucias, leguleyerías,
litigios de lindes, y a tomar como contenido de sus actividades las más insípidas
cuestiones de forma. No se atreve a afrontar el choque en el momento en que éste tiene
una significación de principio, en que el poder ejecutivo se ha comprometido realmente
y en que la causa de la Asamblea Nacional sería la causa de toda la nación. Con ello
daría a la nación una orden de marcha, y nada teme tanto como el que la nación se
mueva. Por eso, en estas ocasiones, desecha las proposiciones de la Montaña y pasa al
orden del día. Después de abandonarse así la cuestión litigiosa en sus grandes
dimensiones, el poder ejecutivo espera tranquilamente el momento en que pueda volver
a plantearla por motivos fútiles e insignificantes, allí donde sólo ofrezca, por decirlo así,
un interés parlamentario puramente local. Y entonces estalla la ira contenida del partido
del orden, entonces rasga el telón que oculta los bastidores, entonces denuncia al
presidente, entonces declara a la república en peligro; pero entonces su patetismo pierde
también todos sabor y el motivo de la lucha aparece como un pretexto hipócrita e
indigno de ser tomado en cuenta. La tempestad parlamentaria se convierte en una
tempestad en un vaso de agua, la lucha en intriga, el choque en escándalo. Mientras la
malignidad de las clases revolucionarias se ceba en la humillación de la Asamblea
Nacional, pues estas clases se entusiasman por las prerrogativas parlamentarias de
aquélla tanto como ella por las libertades públicas, la burguesía fuera del parlamento no
comprende cómo la burguesía de dentro del parlamento puede derrochar el tiempo en
tan mezquinas querellas y comprometer la tranquilidad con tan míseras rivalidades con
el presidente. La mete en confusión una estrategia que sella la paz en los momentos en
que todo el mundo espera batallas y ataca en los momentos en que todo el mundo cree
que ha sellado la paz.
El 20 de diciembre, Pascal Duprat interpeló al ministro del Interior sobre la lotería de
los lingotes de oro. Esta lotería era una «hija del Elíseo». Bonaparte la había traído al
mundo con sus leales, y el prefecto de policía Carlier la había tomado bajo la protección
oficial, a pesar de que la ley en Francia prohibe toda clase de loterías, fuera de los
sorteos hechos para fines de beneficencia. Siete millones de billetes por valor de un
franco cada uno, y la ganancia destinada, al parecer, a embarcar a vagabundos de París
para California. De una parte se quería que los sueños dorados desplazasen a los sueños
socialistas del proletariado parisino, la tentadora perspectiva del premio gordo
desplazase el derecho doctrinario al trabajo. Naturalmente, los obreros de París no
reconocieron en el brillo de los lingotes de oro de California los opacos francos que les
habían sacado del bolsillo con engaños. Pero, en lo fundamental, tratábase de una estafa
directa. Los vagabundos que querían encontrar minas de oro californianas sin moverse
de París, eran el propio Bonaparte y los caballeros comidos de deudas que formaban su
Tabla redonda. Los tres millones concedidos por la Asamblea Nacional se los habían
gastado ya alegremente, y había que volver a llenar la caja como fuese. En vano había
abierto Bonaparte una suscripción nacional para construir las llamadas cités ouvrières, a
cuya cabeza figura él mismo, con una suma considerable. Los burgueses, duros de
corazón, aguardaron a que desembolsase el capital suscrito, y como, naturalmente, el
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desembolso no se efectuó, la especulación sobre aquellos castillos socialistas en el aire
se vino chabacanamente a tierra. Los lingotes de oro dieron mejor resultado. Bonaparte
y consortes no se contentaron con embolsarse una parte del remanente de los siete
millones que quedaba después de cubrir el valor de las barras sorteadas, sino que
fabricaron diez, quince y hasta veinte billetes falsos del mismo número. ¡Operaciones
financieras en el espíritu de la Sociedad del 10 de Diciembre! Aquí la Asamblea
Nacional no tenía enfrente al ficticio presidente de la República, sino al Bonaparte de
carne y hueso. Aquí, podía coger in fraganti, transgrediendo no ya la Constitución, sino
el Code pénal. Si ante la interpelación de Duprat la Asamblea pasó al orden del día, no
fue solamente porque la enmienda de Girardin de declararse satisfait traía a la memoria
del partido del orden su corrupción sistemática. El burgués, y sobre todo el burgués
hinchado en estadista, completa su vileza práctica con su grandilocuencia teórica. Como
estadista, se convierte, al igual que el poder del Estado que tiene enfrente, en un ser
superior, al que sólo se le puede combatir de un modo superior, solemne.
Bonaparte, que precisamente como bohémien, como lumpemproletariado principesco, le
llevaba al truhán burgués la ventaja de que podía librar la lucha con medios rastreros,
vio ahora, después de que la propia Asamblea le había ayudado a cruzar, llevándole de
la mano, el suelo resbaladizo de los banquetes militares, de las revistas, de la Sociedad
del 10 de Diciembre y, por último, del Code pénal, llegado el momento en que podía
pasar de la aparente defensiva a la ofensiva. Las pequeñas derrotas del ministro de
Marina, del ministro de Hacienda, que se le atravesaban en el camino y con las que la
Asamblea Nacional hacía manifiesto su descontento gruñón, no le molestaban gran
cosa. No sólo impidió que los ministros dimitiesen, reconociendo con ello la
subordinación del poder ejecutivo al parlamento, sino que ahora puedo llevar ya a efecto
la obra que había comenzado durante las vacaciones de la Asamblea Nacional; desgajar
del parlamento el poder militar, destituir a Changarnier.
Un periódico elíseo publicó una orden de plaza, dirigida, durante el mes de mayo, al
parecer, a la primera división del ejército y procedente, pro tanto, Changarnier, en la que
se recomendaba a los oficiales, en caso de sublevación, no dar cuartel a los traidores
dentro de sus propias filas, fusilarlos inmediatamente y rehusar a la Asamblea Nacional
las tropas, si ésta llegaba a requerirlas. El 3 de enero de 1851 se interpeló al Gobierno
acerca de esta orden de plaza. Para examinar este asunto pidieron tres meses, luego una
semana y por último sólo veinticuatro horas de reflexión. La Asamblea insiste en que se
dé una explicación inmediata. Changarnier se levanta y aclara que aquella orden de
plaza jamás ha existido. Añade que se apresurará en todo momento a atender los
requerimientos de la Asamblea Nacional y que, en caso de colisión, ésta podrá contar
con él. La Asamblea acoge su declaración con indescriptibles aplausos y le concede un
voto de confianza. La Asamblea Nacional resigna sus poderes, decreta su propia
impotencia y la omnipotencia del ejército, al colocarse bajo la protección privada de un
general; pero el general se equivoca, poniendo a disposición de la Asamblea, contra
Bonaparte, un poder que sólo tienen en precario del propio Bonaparte y esperando, a su
vez, protección de este parlamento, de su protegido, necesitado él mismo de protección.
Pero Changarnier cree en el poder misterioso de que la burguesía le ha dotado desde el
29 de enero de 1849. Se considera como el tercer poder al lado de los otros dos poderes
del Estado. Comparte la suerte de los demás héroes, o, mejor dicho, santos de esta
época, cuya grandeza consiste precisamente en la gran opinión interesada que sus
partidos se forman de ellos y que quedan reducidos a figuras mediocres tan pronto como
las circunstancias los invitan a hacer milagros. El descreimiento es siempre el enemigo
mortal de estos héroes supuestos y santos reales. De aquí su noble indignación moral
contra los bromistas y burlones carentes de entusiasmo.
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Aquella misma noche fueron llamados los ministros al Elíseo. Bonaparte acucia para
que sea destituido Changarnier, cinco ministros se niegan a firmar la destitución, el
Moniteur anuncia una crisis ministerial y la prensa del orden amenaza con la formación
de un ejército parlamentario bajo el mando de Changarnier. El partido del orden tenía
atribuciones constitucionales para dar este paso. Le bastaba con nombrar a Changarnier
presidente de la Asamblea Nacional y requerir cualquier cantidad de tropas para velar
por su seguridad. Podía hacerlo con tanta más seguridad cuanto que Changarnier se
hallaba todavía realmente al frente del ejército y de la Guardia nacional de París y sólo
acechaba el momento de ser requerido en unión del ejército. La prensa bonapartista no
se atrevía siquiera a poner en tela de juicio el derecho de la Asamblea Nacional a
requerir directamente las tropas, escrúpulo jurídico que en aquellas circunstancias no
auguraba ningún éxito. Y, si se tiene en cuenta que Bonaparte tuvo que buscar en todo
París durante ocho días para encontrar por fin a dos generales -Baraguay d'Hilliers y
Saint-Jean d'Angely-, que se declararan dispuestos a refrendar la destitución de
Changarnier, parece lo más verosímil que el ejército hubiese respondido a la orden de la
Asamblea Nacional. En cambio, es más que dudoso que el partido que el partido del
orden hubiera encontrado en sus propias filas y en el parlamento el número de votos
necesario para este acuerdo si se advierte que ocho días después se separaron de él 286
votos y que la Montaña rechazó una propuesta semejante, incluso en diciembre de 1851,
en la hora final de la decisión.
No obstante, quizá, los burgraves hubiesen conseguido todavía arrastrar a l amasa de su
partido a un heroísmo que consistía en sentirse seguros detrás de un bosque de
bayonetas y en aceptar los servicios de un ejército que había desertado a su campo. En
vez de hacer esto, los señores burgraves se trasladaron al Elíseo en la noche del 6 de
enero para hacer desistir a Bonaparte, mediante giros y reparos de ingeniosos estadistas,
de la destitución de Changarnier. Cuando se trata de convencer a alguien, es porque se
le reconoce como el dueño de la situación. Bonaparte, asegurado por este paso, nombra
el 12 de enero un nuevo ministro, en el que continúan los jefes del antiguo, Fould y
Baroche. Saint-Jean d'Angely es nombrado ministro de la Guerra, el Moniteur publica el
decreto de destitución de Changarnier, y su mando se divide entre Baraguay d'Hilliers,
al que se le asigna la primera división, y Perrot, que se hace cargo de la Guardia
Nacional. Se le da el pasaporte al baluarte de la sociedad, y si ninguna piedra cae de los
tejados, suben en cambio las cotizaciones de la Bolsa.
El partido del orden, dando una repulsa al ejército, que se pone a su disposición en la
persona de Changarnier, y entregándoselo así de modo irrevocable al presidente, declara
que la burguesía ha perdido la vocación de gobernar. Ya no existía un Gobierno
parlamentario. Al perder el asidero del ejército y de la Guardia Nacional, ¿qué medio de
fuerza le quedaba para afirmar a un mismo tiempo el poder usurpado del parlamento
sobre el pueblo y su poder usurpado del parlamento sobre el pueblo y su poder
constitucional contra el presidente? Ninguno. Sólo le quedaba la apelación a estos
principios inermes que él mismo había interpretado siempre como meras reglas
generales y que se prescribían a otros para poder uno moverse con mayor libertad. Con
la destitución de Changarnier y la entrega del poder militar a Bonaparte, termina la
primera parte del período que estamos examinando, el período de la lucha entre el
partido del orden y el poder ejecutivo. La guerra entre ambos poderes se declara ahora
abiertamente, se libra abiertamente, pero cuando ya el partido del orden ha perdido sus
armas y soldados. Sin ministerio, sin ejército, sin pueblo, sin opinión pública, sin ser ya,
desde su ley electoral de 31 de mayo, representante de la nación soberana, sin ojos, sin
oídos, sin dientes, sin nada, la Asamblea Nacional va convirtiéndose poco a poco en un
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antiguo parlamento francés, que debe entregar la iniciativa al Gobierno y contentarse
por su parte con gruñidos de recriminación post festum.
El partido del orden recibe al nuevo ministerio con una avalancha de indignación. El
general Bedeau evoca en el recuerdo la benignidad de la comisión permanente durante
las vacaciones y los excesivos miramientos con que había renunciado a la publicación
de las actas de sus sesiones. Por su parte, el ministro del Interior insiste en la
publicación de estas actas que son ya, naturalmente, tan sosas como agua estancada, que
no descubren ningún hecho nuevo y no producen el menor efecto al público hastiado. A
propuesta de Rémusat, la Asamblea Nacional se retira a sus despacho y nombra un
«Comité de medidas extraordinarias». París no se sale de los carriles de su orden
cotidiano, con tanta mayor razón cuanto que en este momento el comercio prospera, las
manufacturas trabajan, los precios del trigo están bajos, los víveres abundan, en las cajas
de ahorro ingresan todos los días cantidades nuevas. Las «medidas extraordinarias», tan
estrepitosamente anunciadas por el parlamento, quedan reducidas, el 18 de enero, a un
voto de desconfianza de los ministros, sin que se mencione siquiera el nombre del tal
general Changarnier. El partido del orden viose obligado a dar el voto este giro para
asegurarse los votos de los republicanos, ya que de todas las medidas del ministerio,
éstos sólo aprobaban la destitución de Changarnier, mientras que el partido del orden no
podía en realidad censurar los demás actos ministeriales, dictados por él mismo.
El voto de desconfianza del 18 de enero se decidió por 415 votos contra 286. Por tanto,
sólo pudo sacarse adelante mediante una coalición de los legitimistas y orleanistas
extremados con los republicanos puros y la Montaña. Este voto probaba, pues, que el
partido del orden no sólo había perdido el ministerio y el ejército, sino que en los
conflictos con Bonaparte había perdido también su mayoría parlamentaria
independiente, que un tropel de diputados había desertado de su campo por el espíritu
de componendas llevado al fanatismo, por miedo a la lucha, por cansancio, por
consideraciones de parentesco hacia los sueldos del Estado, tan entrañables para ellos,
especulando con las vacantes de ministros (Odilon Barrot), por ese mezquino egoísmo
con que el burgués corriente se inclina siempre a sacrificar a este o al otro motivo
privado el interés general de su clase. Desde el principio, los diputados bonapartistas
sólo se unían al partido del orden en la lucha contra la revolución. El jefe del partido
católico, Montalembert, había puesto ya por entonces su influencia en el platillo de
Bonaparte, pues desesperaba de la vitalidad del partido parlamentario. Finalmente, los
caudillos de este partido, Thiers y Berryer, el orleanista y el legitimista, viéronse
obligados a proclamarse abiertamente republicanos, a reconocer que, aunque su corazón
era monárquico, su cabeza abrigaba ideas republicanas y que la república parlamentaria
era la única forma posible para la dominación de toda la burguesía. De este modo se
vieron obligados a estigmatizar ellos mismos ante los ojos de la clase burguesa, como
una intriga tan peligrosa como descabellada, los planes de restauración que seguían
urdiendo impertérritos a espaldas del parlamento.
El voto de desconfianza del 18 de enero fue un golpe contra los ministros y no contra el
presidente. Pero no había sido el ministerio, sino el presidente quien había destituido a
Changarnier. ¿Iba el partido del orden a formular un acta de acusación contra
Bonaparte? ¿Por sus veleidades de restauración? Éstas no eran más que el complemento
de las suyas propias. ¿Por su conspiración en las revistas militares y en la Sociedad del
10 de Diciembre? Hacía ya mucho tiempo que se habían enterrado estos temas bajo
simples órdenes del día. ¿Por la destitución del héroe del 29 de enero y del 13 de junio,
del hombre que en mayo de 1850 amenazaba en caso de revuelta con pegar fuego a
París pro los cuatro costados? Sus aliados de la Montaña y Cavaignac no le permitían
siquiera sostener al caído baluarte de la sociedad mediante una manifestación oficial de
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condolencia. Los del partido del orden no podían discutir al presidente la facultad
constitucional de destituir a un general. Sólo se enfurecían porque habían hecho un uso
no parlamentario de su derecho constitucional. ¿No habían hecho ellos constantemente
un uso inconstitucional de sus prerrogativas parlamentarias, sobre todo al abolir el
sufragio universal? Estaban obligados, pues, a moverse estrictamente dentro de los
límites parlamentarios. Y hacía falta padecer aquella peculiar enfermedad que desde
1848 viene haciendo estragos en todo el continente, el cretinismo parlamentario,
enfermedad que aprisiona como por encantamiento a los contagiados en un mundo
imaginario, privándoles de todo sentido, de toda memoria, de toda comprensión del
rudo mundo exterior; hacía falta padecer este cretinismo parlamentario, para que
quienes habían por sus propias manos destruido y tenían necesariamente que destruir, en
su lucha con otras clases, todas las condiciones del poder parlamentario, considerasen
todavía como triunfos sus triunfos parlamentarios y creyesen dar en el blanco del
presidente cuando disparaban contra sus ministros. No hacían más que darle una
ocasión para humillar nuevamente a la Asamblea Nacional a los ojos de la nación. El 20
de enero, el Moniteur anunció que había sido aceptada la dimisión de todo el ministerio.
Bajo el pretexto de que ningún partido parlamentario tenía ya la mayoría, como lo
demostraba el voto del 18 de enero, fruto de la coalición entre la Montaña y los
monárquicos, y esperando a la formación de una nueva mayoría, Bonaparte nombró un
llamado ministerio-puente, en el que no figuraba ningún diputado y en el que todos sus
componentes era individuos completamente desconocidos e insignificantes, un
ministerio de simples recaderos y escribientes. El partido del orden podía ahora
desgastarse en el juego con estas marionetas; el poder ejecutivo no creyó que valía
siquiera la pena de estar seriamente representado en la Asamblea Nacional. Cuando más
simples coristas fuesen sus ministros, más visiblemente concentraba Bonaparte en su
persona todo el poder ejecutivo, mayor margen de libertad tenía para explotarlo al
servicio de sus fines.
El partido del orden, coligado con la Montaña, se vengó desechando la dotación
presidencial de 1.800.000 francos que el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre había
obligado a sus recaderos ministeriales a presentar. Esta vez, la votación se decidió por
una mayoría de sólo 102 votos; es decir, que desde el 18 de enero habían vuelto a
desertar 27 votos; la descomposición del partido del orden seguía su curso. Al mismo
tiempo, para que en ningún momento pudiera caber engaño acerca del sentido de su
coalición con la Montaña, no se dignó tomar siquiera en consideración una proposición
encaminada a la amnistía general de los presos políticos, firmada por 189 diputados de
la Montaña. Bastó con que el ministro del Interior, un tal Vaïsse declarase que el orden
sólo era aparente, que reinaba gran agitación secreta, que sociedades omnipresentes se
organizaban secretamente, que los periódicos democráticos se preparaban para
reaparecer, que los informes de las provincias era desfavorables, que los emigrados de
Ginebra tendían, a través de Lyon, una conspiración pro todo el sur de Francia, que
Francia estaba al borde de una crisis industrial y comercial, que los fabricantes de
Roubaix habían reducido la jornada de trabajo, que los presos de Belle-Ile se habían
sublevado, bastó con que hasta un Vaïsse conjurase el espectro rojo, para que el parido
del orden rechazase, sin discutirla siquiera, una proposición que habría valido a la
Asamblea Nacional una enorme popularidad y habría obligado a Bonaparte a echarse de
nuevo en sus brazos. En vez de dejarse intimidar por el poder ejecutivo con la
perspectiva de nuevos desórdenes, habría debido, por el contrario, dejar a la lucha de
clases un pequeño margen, para mantener bajo su independencia el poder ejecutivo.
Pero no se sentía a la altura de la misión de jugar con fuego.
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Entretanto, el llamado ministerio-puente fue vegetando hasta mediados de abril.
Bonaparte cansó, chasqueó a la Asamblea Nacional con constantes combinaciones de
nuevos ministerios. Tan pronto parecía querer formar un ministerio republicano con
Lamartine y Billault, como un ministerio parlamentario, con el inevitable Odilon Barrot,
cuyo nombre no puede faltar cuando hace falta un cándido, o un ministerio orleanista,
con Maleville. Y mientras de este modo mantiene en tensión a las diversas fracciones
del partido del orden unas contra otras y las atemoriza a todas con la perspectiva de un
ministerio republicano y con la restauración entonces inevitable del sufragio universal,
suscita en la burguesía la convicción de que sus esfuerzos sinceros por lograr un
ministerio parlamentario se estrellan contra la actitud irreconciliable de las fracciones
realistas. Pero la burguesía clamaba tanto más estentóreamente por un «gobierno
fuerte», encontraba tanto más imperdonable dejar a Francia «sin administración»,
cuanto más parecía estar en marcha una crisis comercial general, que laboraba en las
ciudades en pro del socialismo como laboraba en el campo el bajo precio ruinoso del
trigo. El comercio languidecía cada día más, los brazos parados aumentaban
visiblemente, en París había por lo menos 10.000 obreros sin pan; en Ruán, Mulhouse,
Lyon, Roubaix, Tourcoing, Saint-Étienne, Elbeuf, etc., se paralizaban innumerables
fábricas. En estas circunstancias, Bonaparte pudo atreverse a restaurar, el 11 de abril, el
ministerio del 18 de enero, con los señores Rouher, Fould, Baroche, etc., reforzados pro
el señor Léon Faucher, a quien la Asamblea Constituyente, durante sus últimos días, por
unanimidad, con la sola excepción de los votos de cinco ministros, había estigmatizado
con un voto de desconfianza por la difusión de telegramas falsos. Por tanto, la
Asamblea Nacional había conseguido el 18 de enero un triunfo sobre el ministerio,
había luchado durante tres meses contra Bonaparte para que el 11 de abril Fould y
Baroche pudiesen recibir en su alianza ministerial, como tercero, al puritano Faucher.
En noviembre de 1849, Bonaparte se había contentado con un ministerio no
parlamentario y en enero de 1851 con un ministerio extraparlamentario; el 11 de abril se
sintió ya lo bastante fuerte para formar un ministerio antiparlamentario, en el que se
unían armónicamente los votos de desconfianza de ambas Asambleas, la Constituyente
y la Legislativa, la republicana y la realista. Esta gradación de ministerios era el
termómetro por el que el parlamento podía medir el descenso de su propio calor vital. A
fines de abril, éste había caído tan bajo, que Persigny pudo invitar a Changarnier, en una
entrevista personal, a pasarse al campo del presidente. Le aseguró que Bonaparte
consideraba completamente destruida la influencia de la Asamblea Nacional y que
estaba preparada ya la proclama que había de publicarse después del coup d'état,
constantemente proyectado, pero otra vez accidentalmente aplazado. Changarnier
comunicó a los caudillos del partido del orden la esquela mortuoria, pero, ¿quién cree
que las picaduras de las chinches matan? Y el parlamento, con estar tan derrotado, tan
descompuesto, tan corrompido, no podía resistirse a ver en el duelo con el grotesco jefe
de la Sociedad del 10 de Diciembre algo más que el duelo con una chinche. Pero,
Bonaparte contestó al partido del orden como Agesilao al rey Agis: «Te parezco un
ratón, pero algún día te pareceré un león».
Capítulo VI
La coalición con la Montaña y los republicanos puros, a que el partido del orden se veía
condenado, en sus vanos esfuerzos para retener el poder militar y reconquistar la
suprema dirección del poder ejecutivo, demostraba irrefutablemente que había perdido
su mayoría parlamentaria propia. La mera fuerza del calendario, la manecilla del reloj,
dio el 28 de mayo la señal para su completa desintegración. Con el 28 de mayo
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comienza el último año de vida de la Asamblea Nacional. Ésta tenía que decidirse ahora
por seguir manteniendo intacta la Constitución o por revisarla. Pero la revisión
constitucional no quería decir solamente dominación de la burguesía o de la democracia
pequeñoburguesa, democracia o anarquía proletaria, república parlamentaria o
Bonaparte, sino que quería decir también Orleans o Borbón. Con esto, se echó a rodar
en el parlamento la manzana de la discordia, que por fuerza tenía que encender
abiertamente el conflicto de intereses que dividían el partido del orden en fracciones
enemigas. El partido del orden era una amalgama de sustancias sociales heterogéneas.
El problema de la revisión creó la temperatura política que descompuso el producto en
sus elementos originarios.
El interés de los bonapartistas por la revisión era sencillo. Para ellos, tratábase sobre
todo de derogar el artículo 45 que prohibía la reelección de Bonaparte y la prórroga de
sus poderes. No menos sencilla parecía la posición de los republicanos. Éstos rechazan
incondicionalmente toda revisión, viendo en ella una conspiración urdida por todas
partes contra la república. Y como disponía de más de la cuarta parte de los votos de la
Asamblea Nacional y constitucionalmente eran necesarias las tres cuartas partes para
contar válidamente la revisión y convocar la Asamblea encargada de llevarla a cabo, les
bastaba con contar sus votos para estar seguros del triunfo. Y estaban seguros de
triunfar.
Frente a estas posiciones tan claras, el partido del orden se hallaba metido en
inextricables contradicciones. Si rechazaba la revisión, ponía en peligro el statu quo, no
dejando a Bonaparte más que una salida, la de la violencia, entregando a Francia el
segundo domingo de mayo de 1852, en el momento decisivo, a la anarquía
revolucionaria, con un presidente que había perdido su autoridad, con un parlamento
que hacía ya mucho que no la tenía y con un pueblo que aspiraba a reconquistarla. Si
votaba por la revisión constitucional, sabía que votaba en vano y que sus votos
fracasarían necesariamente ante el veto constitucional de los republicanos. Si,
anticonstitucionalmente, declaraba válida la simple mayoría de votos, sólo podía confiar
en dominar la revolución, sometiéndose sin condiciones a las órdenes del poder
ejecutivo y erigía a Bonaparte en dueño de la Constitución, de la revisión constitucional
y del propio partido del orden. Una revisión puramente parcial, que prorrogase los
poderes del presidente abría el camino a la usurpación imperial. Una revisión general,
que acortase la vida de la república, planteaba un conflicto inevitable entre las
pretensiones dinásticas, pues las condiciones para una restauración borbónica y para una
restauración orleanista no sólo eran no sólo eran distintas, sino que se excluían
mutuamente.
La república parlamentaria era algo más que el terreno neutral en el que podían convivir
con derechos iguales las dos fracciones de la burguesía francesa, los legitimistas y los
orleanistas, la gran propiedad territorial y la industria. Era la condición inevitable para
su dominación en común, la única forma de gobierno en que sus interés general de clase
podía someter a la par las pretensiones de sus distintas fracciones y las de las otras
clases de la sociedad. Como realistas, volvían a caer en su antiguo antagonismo, en la
lucha por la supremacía de la propiedad territorial o la del dinero, y la expresión
suprema de este antagonismo, su personificación, eran sus mismo reyes, sus dinastías.
De aquí la resistencia del partido del orden contra la vuelta de los Borbones.
El orleanista y diputado Creton había presentado periódicamente, en 1849, 1850 y 1851,
la proposición de derogar el decreto de destierro contra las familias reales. Y el
parlamento daba, con la misma periodicidad, el espectáculo de una asamblea de realistas
que se obstinaban en cerrar a sus reyes desterrados la puerta por la que podían retornar a
la patria. Ricardo III había asesinado a Enrique VI con la observación de que era
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demasiado bueno para este mundo y estaba mejor en el cielo. Aquellos realistas
declaraban que Francia no merecía volver a poseer sus reyes. Obligados pro la fuerza de
las circunstancias, se habían convertido en republicanos y sancionaban repetidamente la
decisión del pueblo que expulsaba a sus reyes de Francia.
La revisión constitucional (y las circunstancias obligaban a tomarla en cuenta) ponía en
tela de juicio, a la par que la república, la dominación en común de las dos fracciones de
la burguesía y resucitaba de nuevo, con la posibilidad de una restauración de la
monarquía, la rivalidad de intereses que ésta había representado alternativamente y con
preferencia, resucitaba la lucha por la supremacía de una fracción sobre la otra. Los
diplomáticos del partido del orden creían poder dirimir la lucha amalgamando ambas
dinastías, mediante una llamada fusión de los partidos realistas y de sus casas reales. La
verdadera fusión de la restauración y de la monarquía de Julio era la república
parlamentaria, en la que se borraban los colores orleanista y legitimista y las especies
burguesas desaparecían en el burgués a secas, en el burgués como género. Pero ahora se
trataba de que el orleanista se hiciese legitimista y el legitimista orleanista. Se quería
que la monarquía, encarnación de su antagonismo, pasase a encarnar su unidad, que la
expresión de sus intereses fraccionales exclusivos se convirtiese en expresión de su
interés común de clase, que la monarquía hiciese lo que sólo podía hacer y había hecho
la abolición de dos monarquías, la República. Era la piedra filosofal, en cuyo
descubrimiento se quebraban la cabeza los doctores del partido del orden. ¡Como si la
monarquía legítima pudiera convertirse nunca en la monarquía del burgués industrial o
la monarquía burguesa en la monarquía de la aristocracia tradicional de la tierra! ¿Como
si la propiedad territorial y la industria pudiesen hermanarse bajo una sola corona,
cuando ésta sólo podía ceñir una cabeza, la del hermano mayor o la del menor! ¡Como
si la industria pudiese avenirse nunca con la propiedad territorial, mientras que ésta no
se decide a hacerse industrial! Aunque Enrique V muriese mañana, el conde de París no
se convertiría por ello en rey de los legitimistas, a menos que dejase de serlo de los
orleanistas. Sin embargo, los filósofos de la fusión, que se engreían a medida que el
problema de la revisión iba pasando al primer plano, que hicieron de la Assemblée
Nationale su órgano diario oficial y que incluso vuelven a laborar en ese momento
(febrero de 1852), buscaban la explicación de todas las dificultades en la resistencia y la
rivalidad de ambas dinastías. Los intentos de reconciliar a la familia de Orleans con
Enrique V, intentos que comenzaron desde la muerte de Luis Felipe, pero que, como
todas las intrigas dinásticas, solamente se representaban, en general, durante las
vacaciones de la Asamblea Nacional, en los entreactos , entre bastidores, más por
coquetería sentimental con la vieja superstición que como propósito serio, se
convirtieron ahora en acciones dramáticas, representadas por el partido del orden en la
escena pública, en vez de representarse como antes en un teatro de aficionados. Los
correos volaban de París a Venecia, de Venecia a Claremont, de Claremont a París. El
conde de Chambord lanza un manifiesto en el que, «con la ayuda de todos los miembros
de su familia», anuncia, no su restauración, sino la restauración «nacional». El
orleanista Salvandy se echa a los pies de Enrique V. En vano los jefes legitimistas
Berryer, Benoist d'Azy, Saint-Priest, se van en peregrinación a Claremont, a convencer
a los Orleans. Los fusionistas se dan cuenta demasiado tarde de que los intereses de
familia, de los intereses de dos casas reales. Aunque Enrique V reconociese al conde
París como su sucesor (único éxito que, en el mejor de los caso, podía conseguir la
fusión), la casa de Orleans no ganaba con ello ningún derecho que no le garantizase ya
la falta de hijos de Enrique V y en cambio perdía todos los que había conquistado la
revolución de julio. Renunciaba a sus derechos originarios, a todos los títulos que, en
una lucha casi secular, había ido arrancando a la rama más antigua de los Borbones,
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cambiaba sus prerrogativas históricas, las prerrogativas de la monarquía moderna, por
las prerrogativas de su árbol genealógico. Por tanto, la fusión no sería más que la
abdicación voluntaria de la casa de Orleans, su resignación legitimista, la vuelta
arrepentida de la Iglesia estatal protestante a la católica. Una retirada que, además, no la
llevaría siquiera al trono que había perdido, sino a las gradas del trono en que había
nacido. Los antiguos ministros orleanistas, Guizto, Duchâtel, etc., que fueron también
corriendo a Claremont, a abogar por la fusión, sólo representaban en realidad la resaca
que había dejado la revolución de julio, la falta de fe en la monarquía burguesa y en la
monarquía de los burgueses, la fe supersticiosa en la legitimidad como último amuleto
contra la anarquía. Creyéndose mediadores entre los Orleans y Borbón, sólo eran en
realidad orleanistas apóstatas, y como tales los recibió el príncipe de Joinville. En
cambio, el sector viable y batallador de los orleanistas, Thies, Baze, etc., convenció con
tanta mayor facilidad a la familia de Luis Felipe de que si toda restauración monárquica
inmediata presuponía la fusión de ambas dinastías y ésta, as u vez, la abdicación de la
casa de Orleans, en cambio correspondía por entero a la tradición de sus antepasados el
reconocer provisionalmente la república esperando a que los conocimientos permitiesen
convertir el sillón presidencial en trono. Se difundió en forma de rumor la candidatura
de Joinville a la presidencia, manteniéndose en suspenso la curiosidad pública, y
algunos meses más tarde, en septiembre, después de rechazarse la revisión
constitucional, fue públicamente proclamada.
De este modo, no sólo había fracasado el intento de una fusión realista entre orleanistas
y legitimistas, sino que había roto su fusión parlamentaria, su forma común republicana
volviendo a despoblar el partido del orden entre sus primitivos elementos; pero, cuanto
más crecía el divorcio entre Claremont y Venecia, cuanto más se rompía su avenencia y
más se iba extendiendo la agitación a favor de Joinville, más acuciantes y más serias se
hacían las negociaciones entre Faucher, el ministro de Bonaparte, y los legitimistas.
La descomposición del partido del orden no se detuvo en sus elementos primitivos.
Cada una de las dos grandes fracciones se descompuso a su vez de nuevo. Era como si
volviesen a revivir todos los viejos matices que antiguamente se habían combatido
dentro de cada uno de los dos campos, el legitimista y el orleanista; como ocurre como
los infusorios secos al contacto con el agua; como si hubiesen recuperado la suficiente
energía vital para formar grupos propios y antagonismos independientes. Los
legitimistas veíanse transpuestos en sueños a los litigios entre las Tullerìas y el Pabellón
Marsan, entre Villèle y Polignac. Los orleanistas volvían a vivir la edad de oro de los
torneos entre Guizot, Molé, Broglie, Thiers y Odilon Barrot.
El sector revisionista del partido del orden, aunque discorde también en cuanto a los
límites de la revisión, integrado por los legitimistas bajo Berryer y Falloux de un lado, y
de otro La Rochejaquelein, y los orleanistas cansados de luchar, bajo Molé, Broglie,
Montalembert y Odilon Barret, llegó a un acuerdo con los representantes bonapartistas
acerca de la siguiente vaga y amplia proposición:
«Los diputados abajo firmantes, con el fin de restituir a la nación el pleno ejercicio de
su soberanía, presentan la moción de que la Constitución sea revisada.»
Pero al mismo tiempo declaraban unánimemente, por boca de su portavoz, Tocqueville,
que la Asamblea Nacional no tenía derecho a pedir la abolición de la república que este
derecho sólo correspondía a la cámara encargada de la revisión. las tres cuartas partes
de los votos constitucionalmente prescritas. Tras seis días de turbulentos debates, el 19
de julio fue rechazada, como era de prever, la revisión. Votaron a favor 446, pero en
contra 278. Los orleanistas decididos, Thiers, Changarnier, etcétera, votaron contra los
republicanos y la Montaña.
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La mayoría del parlamento se declaraba así en contra de la Constitución, pero ésta se
declaraba, de por sí, a favor de la minoría y declaraba su acuerdo como obligatorio. Pero
¿acaso el partido del orden no había supeditado la Constitución a la mayoría
parlamentaria el 31 de mayo de 1850 y el 13 de junio de 1849? ¿No descansaba toda su
política anterior en la supeditación de los artículos constitucionales a los acuerdos
parlamentarios de la mayoría? ¿No había dejado a los demócratas y castigado en ellos la
superstición bíblica por la letra de la ley? Pero en este momento la revisión
constitucional no significaba más que la continuación del poder presidencial, del mismo
modo que la persistencia de la Constitución sólo significaba la destitución de Bonaparte.
El parlamento se había declarado a favor de él, pero la Constitución se declaraba en
contra del parlamento. Bonaparte obró, pues, en un sentido parlamentario al desgarrar la
Constitución, y en un sentido constitucional al disolver el parlamento.
El parlamento había declarado a la Constitución, y con ella su propia dominación,
«fuera de la mayoría», con su acuerdo había derogado la Constitución y prorrogado los
poderes presidenciales, declarando al mismo tiempo que ni aquélla podía morir, ni éstos
vivir mientras él mismo persistiese. Los que habían de enterrarlo estaban ya a la puerta.
Mientras el parlamento discutía la revisión, Bonaparte retiró al general Baraguay
d'Hilliers, que se mostraba indeciso, el mando de la primera división y nombró para
sustituirle al general Magnan, el vencedor de Lyon, el héroe de las jornadas de
diciembre, una de sus criaturas, que ya bajo Luis Felipe se había comprometido más o
menos por él con motivo de la expedición de Boulogne.
El partido del orden demostró, con su acuerdo sobre la revisión, que no sabía gobernar
ni servir, vivir ni morir, ni soportar la república ni derribarla, ni mantener la
Constitución ni echarla por tierra, ni cooperar con el presidente ni romper con él. ¿De
quién esperaba la solución de todas las contradicciones? Del calendario, de la marcha de
los acontecimientos. Dejó de arrogarse un poder sobre éstos. Retó, por tanto, a los
acontecimientos a que se impusiesen por la fuerza, retando con ello al poder, al que, en
su lucha contra el pueblo, había ido cediendo un atributo tras otro, hasta reducirse a la
impotencia frente a él. Para que el jefe del poder ejecutivo pudiese trazar el plan de
lucha contra él con mayor desembarazo, fortalecer sus medios de ataque, elegir sus
armas, consolidar sus posiciones, acordó, precisamente en este momento crítico,
retirarse de la escena y aplazar sus sesiones por tres meses, del 10 de agosto al 4 de
noviembre.
El partido parlamentario no sólo se había despoblado en sus dos grandes facciones y
cada una de éstas no sólo se había subdividido, sino que el partido del orden dentro del
parlamento se había divorciado del partido del orden fuera del parlamento. Los
portavoces y escribas de la burguesía, su tribuna y su prensa, en una palabra, los
ideólogos de la burguesía y la burguesía misma, los representantes y los representados
aparecían divorciados y ya no se entendían más.
Los legitimistas de provincias, con su horizonte limitado y su limitado entusiasmo,
acusaban a sus caudillos parlamentarios, Berryer y Falloux, de deserción al campo
bonapartista y de traición contra Enrique V. Su inteligencia flordelisada creía en el
pecado original, pero no en la diplomacia.
Incomparablemente más funesta y más decisiva era la ruptura de la burguesía comercial
con sus políticos. Ella no reprochaba a éstos, como los legitimistas a los suyos, el haber
desertado de un principio, sino, por el contrario, el aferrarse a principios ya superfluos.
Ya he apuntado más arriba que, desde la entrada de Fould en el Gobierno, el sector de la
burguesía comercial que se había llevado la parte del león en el Gobierno de Luis
Felipe, la aristocracia financiera, se había hecho bonapartista. Fould no sólo
representaba el interés de Bonaparte en la Bolsa, sino que representaba al mismo tiempo
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los intereses de la Bolsa cerca de Bonaparte. La posición de la aristocracia financiera la
pinta del modo más palmario una cita tomada de su órgano europeo, el Economist de
Londres. En su número del 1 de febrero de 1851, la revista publica la siguiente
correspondencia de París:
«Por todas partes hemos podido comprobar que Francia exige ante todo tranquilidad. El
presidente lo declara en su mensaje a la Asamblea Legislativa, la tribuna nacional le
hace eco, los periódicos lo aseguran, se proclama desde el púlpito, lo demuestran la
sensibilidad de los valores del Estado ante la menor perspectiva de desorden y su
firmeza tan pronto como triunfa el poder ejecutivo».
En su número del 29 de noviembre de 1851, el Economist declara en su propio
nombres:
«En todas las Bolsas de Europa se reconoce ahora al presidente como el guardián del
orden».
Por tanto, la aristocracia financiera condenaba la lucha parlamentaria del partido del
orden contra el poder ejecutivo como una alteración del orden y festejaba todos los
triunfos del presidente sobre los supuestos representantes de ella como un triunfo del
orden. Por aristocracia financiera hay que entender aquí no sólo los grandes empresarios
de los empréstitos y los especuladores en valores del Estado, cuyos intereses coinciden,
por razones bien comprensibles, con los del poder público. Todo el moderno negocio
pecuniario, toda la economía bancaria, se halla entretejida del modo más íntimo con el
crédito público. Una parte de su capital activo se invierte, necesariamente, en valores
del Estado que dan réditos y son rápidamente convertibles. Sus depósitos, el capital
puesto a su disposición y distribuido por ellos entre los comerciantes e industriales,
afluye en parte de los dividendos de los rentistas del Estado. Si en todas las épocas la
estabilidad del poder público es el alfa y el omega para todo el mercado monetario y sus
sacerdotes, ¿cómo no ha de serlo hoy, en que todo diluvio amenaza con arrastra junto a
los viejos Estados las viejas deudas del Estado?
También a la burguesía industrial, en su fanatismo por el orden, le irritaban las
querellas del partido parlamentario del orden con el poder ejecutivo. Después de su voto
del 18 de enero con motivo de la destitución de Changarnier, Thiers, Anglès, SainteBeuve, etc., recibieron reprimendas públicas, procedentes precisamente de sus
mandantes de los distritos industriales, en las que se estigmatizaba sobre todo su
coalición con la Montaña como un delito de alta traición contra el orden. Si bien hemos
visto que las pullas jactanciosas, las mezquinas intrigas en que se manifestaba la lucha
del partido del orden contra el presidente no merecían mejor acogida, por otra parte este
partido burgués, que exigía a sus representantes que dejasen pasar sin resistencia el
poder militar de manos de su propio parlamento a manos de un pretendiente aventurero,
no era siquiera digno de las intrigas que se malgastaban en su interés. Demostraba que
la lucha por defender su interés público, su propio interés de clase, su poder político, no
hacía más que molestarle y disgustarle como una perturbación de su negocio privado.
Durante las jiras de Bonaparte, los dignatarios burgueses de las ciudades
departamentales, los magistrados, los jueces comerciales, etc., le recibían en todas
partes casi sin excepción, del modo más servil, aun cuando, como hizo en Dijon, atacase
sin reservas a la Asamblea Nacional y especialmente al partido del orden.
Cuando el comercio marchaba bien, como ocurría aún a comienzos de 1851, la
burguesía comercial se enfurecía contra todo lo que fuese lucha parlamentaria, por
miedo a que el comercio perdiese el humor. Cuando el comercio marchaba mal, como
ocurría constantemente desde fines de febrero de 1851, acusaba a las luchas
parlamentarias de ser la causa del estancamiento y clamaba por que aquellas luchas se
acallasen para que el comercio pudiera reanimarse. Los debates sobre la revisión
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constitucional coincidieron precisamente con esta época mala. Como aquí se trataba del
ser o no ser de la forma de gobierno existente, la burguesía se sintió tanto más
autorizada a reclamar a sus representantes que se pusiese fin a esta atormentadora
situación provisional, ella entendía precisamente su perpetuidad, el aplazar hasta un
remoto porvenir el momento de tomar una decisión. El statu quo sólo podía mantenerse
por dos caminos: prorrogar los poderes de Bonaparte o hacer que éste dimitiese
constitucionalmente y elegir a Cavaignac. Una parte de la burguesía deseaba la segunda
solución y no supo dar a sus representantes mejor consejo que callar, no tocar el punto
candente. Creía que si sus representantes no hablaban, Bonaparte se abstendría de obrar.
Quería un parlamento-avestruz, que escondiese la cabeza para no ser visto. Otra parte de
la burguesía quería que Bonaparte, ya que estaba sentado en el sillón presidencial,
continuase sentado en él, para que todo siguiese igual. Y le sublevaba que su
parlamento no violase abiertamente la Constitución y no abdicase sin más rodeos.
Los Consejos generales de los departamentos, representaciones provinciales de la gran
burguesía, reunidos durante las vacaciones de la Asamblea Nacional, desde el 25 de
agosto, se declararon casi unánimemente en pro de la revisión, es decir, en contra del
parlamento y a favor de Bonaparte.
Más inequívocamente todavía que el divorcio con sus representantes parlamentarios,
ponía de manifiesto la burguesía su furia contra sus representantes literarios, contra su
propia prensa. Las condenas a multas exorbitantes y a desvergonzadas penas de cárcel
con que los jurados burgueses castigaban todo ataque de los periodistas burgueses
contra los apetitos usurpadores de Bonaparte, todo intento por parte de la prensa de
defender los derechos políticos de la burguesía contra el poder ejecutivo, causaban
asombro no sólo de Francia, sino de toda Europa.
Si el partido parlamentario del orden, con sus gritos pidiendo tranquilidad, se
condenaba él mismo, como ya he indicado, a la inacción, si declaraba la dominación
política de la burguesía incompatible con la seguridad y la existencia de la burguesía;
destruyendo por su propia mano, en la lucha contra las demás clases de la sociedad,
todas las condiciones de su propio régimen, del régimen parlamentario, la masa
extraparlamentaria de la burguesía, con su servilismo hacia el presidente, con sus
insultos contra el parlamento, con el trato brutal a su propia prensa, empujaba a
Bonaparte a oprimir, a destruir a sus oradores y sus escritores, sus políticos y sus
literatos, su tribuna y su prensa, para poder así entregarse confiadamente a sus negocios
privados bajo la protección de un gobierno fuerte y absoluto. Declaraba
inequívocamente que ardía en deseos de deshacerse de su propia dominación política
para deshacerse de las penas y los peligros de esa dominación.
Y esta burguesía extraparlamentaria, que se había rebelado ya contra la lucha puramente
parlamentaria y literaria en pro de la dominación de su propia clase y traicionado a los
caudillos de esta lucha, ¡se atreve ahora a acusar a posteriori al proletariado por no
haberse lanzado por ella a una lucha sangrienta, a una lucha a vida o muerte! Ella, que
en todo momento sacrificó su interés general de clase, su interés político, al más
mezquino y sucio interés privado, exigiendo a sus representantes este mismo sacrificio,
¡se lamenta ahora de que el proletariado sacrifique a sus intereses materiales, los
intereses políticos ideales de ella! Se presenta como un alma cándida a quien el
proletariado, extraviado pro los socialistas, no ha sabido comprender y ha abandonado
en el momento decisivo. Y encuentra un eco general en el mundo burgués. No me
refiero, naturalmente, a los politicastros y majaderos ideológicos alemanes. Me remito,
por ejemplo, al mismo Economist, que todavía el 29 de noviembre de 1851, es decir,
cuatro días antes del golpe de Estado, presentaba a Bonaparte como el «guardián del
orden» y a los Thiers y Berryer como «anarquistas», y que el 27 de diciembre de 1851,
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cuando ya Bonaparte había reducido a la tranquilidad a aquellos anarquistas, clama
acerca de la traición cometida por las «ignorantes, incultas y estúpidas masas proletarias
contra el ingenio, incultas y estúpidas masas proletarias contra el ingenio, los
conocimientos, la disciplina, la influencia espiritual, los recursos intelectuales y el peso
moral de las capas medias y elevadas de la sociedad». La única masa estúpida, ignorante
y vil no fue nadie más que la propia masa burguesa.
Es cierto que en 1851 Francia había vivido una especie de pequeña crisis comercial. A
fines de febrero se puso de manifiesto la disminución de las exportaciones respecto a
1850, en marzo se resintió el comercio y se cerraron las fábricas, en abril la situación de
los departamentos industriales parecía tan desesperada como después de las jornadas de
febrero, en mayo los negocios no se habían reavivado aún; todavía el 18 de junio, la
cartera del Banco de Francia, con su aumento enorme de los depósitos y su descenso no
menos grande de los descuentos de letras, revelaba el estancamiento de la producción;
hasta mediados de octubre no volvió a producirse de nuevo una mejora progresiva en
los negocios. La burguesía francesa se explicaba este estancamiento del comercio con
motivos puramente políticos, con la lucha entre el parlamento y el poder ejecutivo, con
la inestabilidad de una forma de gobierno puramente provisional, con la perspectiva
intimadora del segundo domingo de mayo de 1852. No negaré que todas estas
circunstancias ejercían un efecto deprimente sobre algunas ramas industriales en París y
en los departamentos. Sin embargo, esta influencia de las circunstancias políticas era
una influencia meramente local y sin importancia. ¿Qué mejor prueba de esto que el
hecho de que la situación del comercio comenzase a mejorar precisamente hacia
mediados de octubre, en el momento en que la situación política empeoraba, en que el
horizonte político se oscurecía, esperándose a cada instante que cayese un rayo del
Elíseo? Por lo demás, el burgués de Francia, cuyo «ingenio, conocimientos, penetración
espiritual y recursos intelectuales» no llegan más allá de su nariz, pudo dar con la nariz
en la causa de su miseria comercial en todo el tiempo que duró la Exposición Industrial
de Londres. Mientras en Francia se cerraban las fábricas, en Inglaterra estallaban las
bancarrotas comerciales. Mientras en abril y mayo el pánico industrial alcanzaba su
apogeo en Francia, en abril y mayo el pánico comercial alcanzaba el apogeo en
Inglaterra. La industria lanera inglesa sufría quebrantos como la francesa, y otro tanto
ocurría con la manufactura de la seda. Y si las fábricas algodoneras inglesas seguían
trabajando, no era ya con las mismas ganancias que en 1849 y 1850. No había más
diferencia, sino que en Francia la crisis era industrial y en Inglaterra comercial; que,
mientras en Francia las fábricas se cerraban, en Inglaterra se extendía su producción,
pero bajo condiciones más favorables que en los años anteriores, que en Francia la que
salía peor parada era la exportación y en Inglaterra la importación. La causa común que,
naturalmente, no ha de buscarse dentro de los límites del horizonte político francés, era
palmaria. Los años de 1849 y 1850 fueron años de la mayor prosperidad material y de
una superproducción que sólo se manifestó como tal a partir de 1851. A comienzos de
este año, aún se la fomentó de un modo especial con vistas a la Exposición Industrial.
Como circunstancias peculiares, hay que añadir: primero, la mala cosecha de algodón de
1850 y 1851; luego, la seguridad de una cosecha algodonera más abundante que la que
se esperaba, el alza y luego la baja repentina, en una palabra, las oscilaciones de los
precios del algodón. La cosecha de seda en bruto había sido todavía inferior, por lo
menos en Francia, a la cifra media. Finalmente, la manufactura lanera se había
extendido tanto, desde 1848, que la producción de lana no podía darle abasto y el precio
de la lana en bruto subió muy desproporcionadamente en relación con el precio de los
artículos de lana. Aquí, en la materia prima de tres industrias del mercado mundial,
tenemos, pues, ya triple material para un estancamiento de comercio. Prescindiendo de
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estas circunstancias especiales, la aparente crisis del año 1851 no era más que el alto
que la superproducción y superespeculación hacen cada vez que recorren el ciclo
industrial, antes de reunir todas sus fuerzas para recorrer con vertiginosidad febril la
última etapa del ciclo y llegar de nuevo a su punto de partida: la crisis comercial
general. En estos intervalos de la historia del comercio, estallan en Inglaterra las
bancarrotas comerciales, mientras que en Francia se paraliza la industria misma, en
parte obligada a retroceder por la competencia de los ingleses en todos los mercados,
competencia que precisamente en esos momentos se agudiza hasta términos
irresistibles, y en parte por ser una industria de lujo, que sufre preferentemente las
consecuencias de todos los estancamientos de los negocios. De este modo, Francia,
además de recorrer las crisis generales, recorre sus propias crisis nacionales de
comercio, que, sin embargo, están mucho más determinadas y condicionadas por el
estado general del mercado mundial que por las influencias locales francesas. No
carecerá de interés oponer al prejuicio del burgués de Francia el juicio del burgués de
Inglaterra. Una de las mayores casas de Liverpool escribe en su memoria comercial
anual de 1851:
«Pocos años han engañado más que éste en los pronósticos hechos al comenzar; en vez
de la gran prosperidad, que se preveía casi unánimemente, resultó ser uno de los años
más decepcionantes desde hace un cuarto de siglo. Esto sólo se refiere, naturalmente, a
las clases mercantiles, no a las industriales. Y, sin embargo, al comenzar el año había
indudablemente sus razones para pensar lo contrario; las reservas de mercancías eran
escasas, el capital abundante, las subsistencias baratas, estaba asegurado un año
próspero; paz inalterada en el continente y ausencia de perturbaciones políticas o
financieras en nuestro país; realmente, nunca se habían visto más libres las alas del
comercio... ¿A qué atribuir este resultado desfavorable? Creemos que al exceso de
comercio, tanto en las importaciones como en las exportaciones. Si nuestros
comerciantes no ponen por sí mismos a su actividad límites más estrechos, nada podrá
sujetarnos dentro de los carriles, más que un pánico cada tres años.»
Imaginémonos ahora al burgués de Francia en medio de este pánico de los negocios,
con su cerebro obsesionado por el comercio, torturado, aturdido por los rumores de
golpe de Estado y de restablecimiento del sufragio universal, por la lucha entre el
parlamento y el poder ejecutivo, por la guerra de la Fronda de los orleanistas y los
legitimistas, por las conspiraciones comunistas del sur de Francia y las supuestas
jacqueries de los departamentos del Nièvre y del Cher, por los reclamos de los distintos
candidatos a la presidencia, por las consignas chillonas de los periódicos, por las
amenazas de los republicanos de defender con las armas en la mano la Constitución y el
sufragio universal, por los evangelios de los héroes emigrados in partibus, que
anunciaban el fin del mundo para el segundo domingo de mayo de 1852, y
comprenderemos que, en medio de esta confusión indecible y estrepitosa de fusión,
revisión, prórroga de poderes, Constitución, conspiración, coalición, emigración,
usurpación y revolución. el burgués, jadeante, gritase como loco a su república
parlamentaria: «¡Antes un final terrible que un terror sin fin!»
Bonaparte supo entender este grito. Su capacidad de comprensión se aguzó por la
creciente violencia de sus acreedores, que veían en cada crepúsculo que los iba
acercando al día del vencimiento, al segundo domingo de mayo de 1852, una protesta
del movimiento de los astros contra sus letras de cambio terrenales. Se habían
convertido en verdaderos astrólogos. La Asamblea Nacional había frustrado a
Bonaparte toda esperanza en la prórroga constitucional de su poder y la candidatura del
príncipe de Joinville no consentía más vacilaciones.
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Si hubo alguna vez un acontecimiento que proyectase delante de sí una sombra mucho
tiempo antes de ocurrir, fue el golpe de Estado de Bonaparte. Ya el 29 de enero de 1849,
cuando apenas había pasado un mes desde su elección, hizo una proposición en este
sentido a Changarnier. Su propio primer ministro, Odilon Barrot, había denunciado
veladamente en el verano de 1849, y Thiers abiertamente en el invierno de 1850, la
política del golpe de Estado. En mayo de 1851, Persigny había intentado otra vez más
ganar a Changarnier para el golpe y el Messager de l'Assemblée había hecho públicas
estas negociaciones. Los periódicos bonapartistas amenazaban con un golpe de Estado
ante cada tormenta parlamentaria, y cuanto más se acercaba la crisis, más subían de
tono. En las orgías, que Bonaparte celebraba todas las noches con la swell mob de
ambos sexos, en cuanto se acercaba la media noche y las abundantes libaciones
desataban las lenguas y calentaban la fantasía, se acordaba el golpe de Estado para la
mañana siguiente. Se desenvainaban las espadas, tintineaban los vasos, los diputados
salían volando por las ventanas y el manto imperial caía sobre los hombros de
Bonaparte, hasta que la mañana siguiente ahuyentaba al fantasma, y el asombrado París
se enteraba, por las vestales poco reservadas y los indiscretos paladines, del peligro de
que había escapado una vez más. Durante los meses de septiembre y octubre se
atropellaban los rumores sobre un coup d'état. La sombra cobraba al mismo tiempo
color, como un daguerrotipo iluminado. Si se ojean las series de septiembre y octubre
en las selecciones de los órganos de la prensa diaria europea, se encontrarán
textualmente noticias de este tipo:» París está lleno de rumores de un golpe de Estado.
Se dice que la capital se llenará de tropas durante la noche y que a la mañana siguiente
aparecerán decretos disolviendo la Asamblea Nacional, declarando el departamento del
Sena en estado de sitio, resturando el sufragio universal y apelando al pueblo. Se dice
que Bonaparte busca ministros para poner en práctica estos decretos ilegales». Las
correspondencias que dan estas nociticas terminan siempre con la palabra fatal
«aplazado». El golpe de Estado fue siempre la idea fija de Bonaparte. Con esta idea en
la cabeza volvió a pisar el territorio de Francia. Hasta tal punto estaba poseído por ella,
que la delataba y se le iba de la lengua a cada paso. Y era tan débil, que volvía a
abandonarla también a cada paso. La sombra del golpe de Estado había hecho tan
familiar a los parisinos como espectro, que cuando por fin se les presentó en carne y
hueso no querían creer en él. No fue, pues, ni el recato discreto del jefe de la Sociedad
del 10 de Diciembre ni una sorpresa insospechada por la Asamblea Nacional lo que hizo
que triunfase el golpe de Estado. Si triunfó, fue, a pesar de la indiscreción de aquél y a
ciencia y conciencia de ésta, como resultado necesario e inevitable del proceso anterior.
El 10 de octubre, Bonaparte anunció a sus ministros su resolución de restaurar el
sufragio universal; el 16 le presentaron la dimisión, y el 26 conoció París la formación
del ministerio Thorigny. El prefecto de policía Carlier fue sustituido al mismo tiempo
por Maupas y el jefe de la primera división, Magnan, concentró en la capital los
regimientos más seguros. El 4 de noviembre reanudó sus sesiones la Asamblea
Nacional. Ya no tenía que hacer más que repetir en pocas y sucintas lecciones de repaso
el curso que había acabado y probar que la habían enterrado sólo después de morir.
El primer puesto que había perdido en su lucha con el poder ejecutivo era el ministerio.
Y no tuvo más remedio que confesar solemnemente esta pérdida, aceptando como
plenamente válido el simulacro de ministerio de Thorigny. La comisión permanente
había recibido con risas al señor Giraud, cuando éste se presentó en nombre de los
nuevos ministros. ¡Flojo era el ministerio para medidas tan fuertes como la restauración
del sufragio universal! Pero se trataba precisamente de no sacar nada adelante en el
Parlamento, sino de sacarlo todo contra el Parlamento.
49
El mismo día en que reanudó sus sesiones, la Asamblea Nacional recibió el mensaje en
que Bonaparte exigía la restauración del sufragio universal y la derogación de la ley de
31 de mayo de 1850. Sus ministros presentaron el mismo día un decreto en este sentido.
La Asamblea rechazó inmediatamente la proposición de urgencia de los ministros, y el
13 de noviembre la propuesta de ley, por 355 votos contra 348. De este modo, volvió a
romper una vez más su mandato, volvió a confirmar una vez más que había dejado de
ser la representación libremente elegida del pueblo, para convertirse en el parlamento
usurpador de una clase, confesó una vez más que había cortado por su propia mano los
músculos que unían la cabeza parlamentaria con el cuerpo de la nación.
Si el poder ejecutivo, con su propuesta de restauración del sufragio universal, apelaba
de la Asamblea Nacional al pueblo, el poder legislativo, con su proyecto de ley sobre
cuestores había de fijar el derecho de la Asamblea Nacional a requerir directamente el
auxilio de las tropas, a crear un ejército parlamentario. Al erigir así al ejército en árbitro
entre ella y el pueblo, entre ella y Bonaparte, al reconocer al ejército como poder
decisivo del Estado, tenía necesariamente que confirmar, de tora parate, que había
abandonado ya desde hacía mucho tiempo su pretensión de mando sobre el ejército.
Cuando, en vez de requerir inmediatamente a las tropas, debatía sobre su derecho a
requerirlas, revelaba la duda en su propio poder. Al rechazar la ley de los cuestores,
conversaba abiertamente su impotencia. Esta ley fue desechada con una minoría de 108
votos; la Montaña decidió, por tanto, la votación. Se encontraba en la situación del asno
de Buridán, no ciertamente entre dos sacos de pienso, sin saber cuál sería mejor, sino
entre dos tandas de palos, sin saber cuál sería peor. De un lado, el miedo a Changarnier;
de otro, el miedo a Bonaparte. Hay que reconocer que la situación no tenía nada de
heroica.
El 18 de noviembre se propuso una enmienda a la ley sobre las elecciones municipales
presentada por el partido del orden, en la que se disponía que los electores municipales
no necesitarían tres años de domicilio, sino uno solo, para poder votar. La enmienda se
desechó por un solo voto, este voto resultó inmediatamente ser un error. Escindido en
sus fracciones enemigas, el partido del orden había perdido desde hacía ya mucho
tiempo su mayoría parlamentaria propia. Ahora ponía de manifiesto que en el
parlamento no existía ya mayoría alguna. La Asamblea Nacional era ya incapaz para
tomar acuerdos. Sus elementos atómicos ya no se mantenían unidos por ninguna fuerza
de cohesión; había gastado su último hálito de vida, estaba muerta.
Finalmente, algunos días antes de la catástrofe, la masa extraparlamentaria de la
burguesía había de confirmar solemnemente una vez más su ruptura con la burguesía
dentro del parlamento. Thiers, que como héroe parlamentario estaba contagiado
preferentemente de la enfermedad incurable del cretinismo parlamentario, había
maquinado después de la muerte del parlamento una nueva intriga parlamentaria con el
Consejo de Estado, una ley de responsabilidad con la que se pretendía sujetar al
presidente dentro de los límites de la Constitución. Así como el 15 de septiembre, en la
fiesta en que se puso la primera piedra del nuevo mercado de París, Bonaparte había
fascinado a las dames de Halles, a las pescaderas, como un segundo Masniello (claro
está que una de estas pescaderas valía en cuanto a fuerza efectiva, por 17 burgraves), del
mismo modo que, después de presentada la ley sobre cuestores, entusiasmaba a los
tenientes obsequiados en el Elíseo, ahora, el 25 de noviembre, arrebató a la burguesía
industrial, congregada en el circo para recibir de sus manos las medallas de los premios
por la Exposición Industrial de Londres. Reproduciré la parte significativa de su
discurso, tomada del Journal des Débats.
«Con éxitos tan inesperados, me creo autorizado a decir cuán grande sería la República
Francesa si se le consintiese defender sus intereses reales y reformar sus instituciones,
50
en vez de verse constantemente perturbada, de un lado, por los demagogos y, de otro
lado, por las alucinaciones monárquicas. (Grandes, atronadores y repetidos aplausos de
todas las partes del anfiteatro.) Las alucinaciones monárquicas entorpecen todo
progreso y todo desarrollo industrial serio. En lugar de progreso, no hay más que lucha.
Vemos a hombres que antes eran el más celoso sostén de la autoridad y de las
prerrogativas reales y que hoy son partidarios de una Convención solamente para
quebrantar la autoridad nacida del sufragio universal. (Grandes y repetidos aplausos.)
Vemos a hombres que han sufrido más que nadie de la revolución y la han deplorado
más que nadie, y que provocan una nueva, sin más objeto que encadenar la voluntad de
la nación... Yo os prometo tranquilidad para el porvenir, etc.» («Bravo», «Bravo»,
atronadores «Bravo».)
Así aplaude la burguesía industrial con su reclamación más servil el golpe de Estado del
2 de diciembre, la aniquilación del parlamento, el ocaso de su propia dominación, la
dictadura de Bonaparte. La tempestad de aplausos del 25 de noviembre tuvo su
respuesta en la tempestad de cañonazos del 4 de diciembre, y la mayoría de las bombas
fueron a estallar en la casa del señor Sallandrouze, en cuya garganta había estallado la
mayoría de los vítores.
Cuando Cromwell disolvió el Parlamento Largo, se dirigió solo al centro del salón de
sesiones, sacó el reloj para que aquél no viviese ni un solo minuto más del plazo que le
había señalado y fue arrojando del salón a los diputados uno por uno con insultos
alegres y humoristas. El 18 Brumario, Napoleón, con menos talla que su modelo, se
trasladó, a pesar de todo, al Cuerpo Legislativo y le leyó, aunque con voz entrecortada,
su sentencia de muerte. El segundo Bonaparte, que por lo demás se hallaba en posesión
de un poder ejecutivo muy distinto del de Cromwell o Napoleón, no fue a buscar su
modelo en los anales de la historia universal, sino en los anales de la Sociedad del 10 de
Diciembre, en los anales de la jurisprudencia criminal. Roba al Banco de Francia 25
millones de francos, compra al general Magnan por un millón y a los soldados por 15
francos a cada uno y por aguardiente, se reúne a escondidas por la noche con sus
cómplices, como un ladrón, manda asaltar las casas de los parlamentarios más
peligrosos, sacándolos de sus camas y llevándose a Cavaignac, Lamoriciére, Le Flô,
Changarnier, Charras, Thiers, Baze y otros, manda ocupar las plazas principales de París
y el edificio del Parlamento con tropas y pegar, al amanecer, en todos los muros,
carteles estridentes proclamando la disolución de la Asamblea Nacional y del Consejo
de Estado, la restauración del sufragio universal y la declaración del departamento del
Sena en estado de sitio. Y poco después, inserta en el Moniteur un documento falso,
según el cual influyentes hombres parlamentarios se han agrupado en torno a él en un
Consejo de Estado.
Los restos del parlamento, formados principalmente por legitimistas y orleanistas, se
reúnen en el edificio de la alcaldía del 10 distrito y acuerdan entre gritos de «¡Viva la
república!» la destitución de Bonaparte, arengan en vano a la masa boquiabierta
congregada delante del edificio y, por último, custodiados por tiradores africanos, son
arrastrados primero al cuartel d'Orsay y luego empaquetados en coches celulares y
transportados a las cárceles de Mazas, Ham y Vincennes. Así terminaron el partido del
orden, la Asamblea Legislativa y la revolución de febrero. He aquí en breves rasgos,
antes de pasar rápidamente a las conclusiones, el esquema de su historia.
I. Primer período. Del 24 de febrero al 4 de mayo de 1848. Período de febrero. Prólogo.
Farsa de confraternización general.
II. Segundo período. Período de constitución de la república y de la Asamblea Nacional
Constituyente.
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Del 4 de mayo al 25 de junio de 1848. Lucha de todas las clases contra el proletariado.
Derrota del proletariado en las jornadas de junio.
Del 25 de junio al 10 de diciembre de 1848. Dictadura de los republicanos burgueses
puros. Se redacta el proyecto de Constitución. Declaración del estado de sitio en París.
El 10 de diciembre se elimina la dictadura burguesa con la elección de Bonaparte para
presidente.
Del 20 de diciembre de 1848 al 28 de mayo de 1849. Lucha de la Constituyente contra
Bonaparte y el partido del orden coligado con él. Caída de la Constituyente. Derrota de
la burguesía republicana.
III: Tercer período. Período de la república constitucional y de la Asamblea Nacional
Legislativa.
- del 28 de mayo al 13 de junio de 1849. Lucha de los pequeños burgueses contra la
burguesía y contra Bonaparte.
Del 13 de junio de 1849 al 31 de mayo de 1850. Dictadura parlamentaria del partido del
orden. Corona su dominación con la abolición del sufragio universal, pero pierde el
ministerio parlamentario.
Del 31 de mayo de 1850 al 2 de diciembre de 1851. Lucha entre la burguesía
parlamentaria y Bonaparte.
Del 31 de mayo de 1850 al 12 de enero de 1851. El parlamento pierde el alto mando
sobre el ejército.
Del 12 de enero al 11 de abril de 1851. Sucumbe en sus tentativas por volver a
adueñarse del poder administrativo. El partido del orden pierde su mayoría
parlamentaria propia. Coalición del partido del orden con los republicanos y la
Montaña.
Del 11 de abril al 9 de octubre de 1851. Intentos de revisión, de fusión, de prórroga de
poderes. El partido del orden se descompone en los elementos que lo integran.
Definitiva ruptura del parlamento burgués y de la prensa burguesa con la masa de la
burguesía.
Del 9 de octubre al 2 de diciembre de 1851. Ruptura franca entre el parlamento y el
poder ejecutivo. El parlamento consuma su defunción y sucumbe, abandonado por su
propia clase, por el ejército y por las demás clases. Hundimiento del régimen
parlamentario y de la dominación burguesa. Triunfo de Bonaparte. Parodia de
restauración imperial.
Capítulo VII
La república social apareció como fase, como profecía, en el umbral de la revolución de
febrero. En las jornadas de junio de 1848, fue ahogada en sangre del proletariado de
París, pero aparece en los restantes actos del drama como espectro. Se anuncia la
república democrática. Se esfuma el 13 de junio de 1849, con sus pequeños burgueses
dados a la fuga, pero en su huida arroja tras sí reclamos doblemente jactanciosos. La
república parlamentaria con la burguesía se adueña de toda la escena, apura su vida en
toda la plenitud, pero el 2 de diciembre de 1851 la entierra bajo el grito de angustia de
los realistas coligados: «¡Viva la república!»
La burguesía francesa, que se rebelaba contra la dominación del proletariado trabajador,
encumbró en el poder al lumpemproletariado, con el jefe de la Sociedad del 10 de
Diciembre a la cabeza. La burguesía mantenía a Francia bajo el miedo constante a los
futuros espantos de la anarquía roja; Bonaparte descontó este porvenir cuando el 4 de
diciembre hizo que el ejército del orden, animado por el aguardiente, disparase contra
los distinguidos burgueses del Boulevard Montmartre y del Boulevard des Italiens, que
52
estaban asomados a las ventanas. La burguesía hizo la apoteosis del sable, y el sable
manda sobre ella. Aniquiló la prensa revolucionaria, y ve aniquilada su propia prensa.
Sometió las asambleas populares a la vigilancia de la policía; sus salones se hallan bajo
la vigilancia de la policía. Disolvió la Guardia Nacional democrática y su propia
Guardia Nacional democrática y su propia Guardia Nacional ha sido disuelta. Decretó el
estado de sitio, y el estado de sitio ha sido decretado contra ella. Suplantó los jurados
por comisiones militares, y las comisiones militares ocupan el puesto de sus jurados.
Sometió la enseñanza del pueblo a los curas, y los curas la someten a ella a su propia
enseñanza. Deportó a detenidos sin juicio, y ella es deportada sin juicio. Sofocó todo
movimiento de la sociedad mediante el poder del Estado, y el poder del Estado sofoca
todos los movimientos de su sociedad. Se rebeló, llevada del entusiasmo por su bolsa,
contra sus propios políticos y literatos; sus políticos y literatos fueron quitados de en
medio, pero su bolsa se ve saqueada después de amordazarse su boca y romperse su
pluma. La burguesía gritaba incansablemente a la revolución como San Arsenio a los
cristianos: Fuge, tace, quiesce! ¡Huye, calla, descansa! Y ahora es Bonaparte el que
grita a la burguesía; Fuge, tace, quiesce! ¡Huye, calla, descansa!
La burguesía francesa había resuelto desde hacía mucho tiempo el dilema de Napoleón:
Dans cinquante ans, l'Europe sera républicaine ou cosaque... Lo había resuelto en la
république cosaque. Ninguna Circe ha desfigurado con su encanto maligno la obra de
arte de la república burguesa, convirtiéndola en un monstruo. Esa república sólo perdió
su apariencia de respetabilidad. La Francia actual se contenía ya íntegra en la república
parlamentaria. Sólo hacía falta el arañazo de una bayoneta para que la vejiga estallase y
el monstruo saltase a la vista.
¿Por qué el proletariado de París no se levantó después del 2 de diciembre?
La caída de la burguesía sólo estaba decretada; el decreto no se había ejecutado todavía.
Cualquier alzamiento serio del proletariado habría dado a aquélla nuevos bríos, la habría
reconciliado con el ejército y habría asegurado a los obreros una segunda derrota de
julio.
El 4 de diciembre, el proletariado fue espoleado a la lucha por burgueses y tenderos. En
la noche de este día prometieron comparecer en el lugar de la lucha varias legiones de la
Guardia Nacional, armadas y uniformadas. En efecto, burgueses y tenderos habían
descubierto que, en uno de sus decretos del 2 de diciembre, Bonaparte abolía el voto
secreto y les ordenaba inscribir en los registros oficiales, detrás de sus nombres, un sí o
un no. La resistencia del 4 de diciembre amedrentó a Bonaparte. Durante la noche
mandó pegar en todas las esquinas de París carteles anunciando la restauración del voto
secreto. Burgueses y tenderos creyeron haber alcanzado su finalidad. Todos los que no
se presentaron a la mañana siguiente eran tenderos y burgueses.
Un golpe de mano de Bonaparte, dado durante la noche del 1 al 2 de diciembre, había
privado al proletariado de París de sus guías, de los jefes de las barricadas. ¡Un ejército
sin oficiales, al que los recuerdos de junio de 1848 y 1849 y de mayo de 1850
inspiraban la aversión a luchar bajo la bandera de los montagnards, confió a su
vanguardia, a las sociedades secretas, la salvación del honor insurreccional de París, que
la burguesía entregó tan mansamente a la soldadesca, que Bonaparte pudo más tarde
desarmar a la Guardia Nacional con el pretexto burlón de que temía que sus armas
fuesen empleadas abusivamente contra ella misma por los anarquistas!
«C'est le triomphe complet et définitif du Socialisme!» Así caracterizó Guizot el 2 de
diciembre. Pero si la caída de la república parlamentaria encierra ya en germen el
triunfo de la revolución proletaria, su resultado inmediato, tangible, era la victoria de
Bonaparte sobre el parlamento, del poder ejecutivo sobre el poder legislativo, de la
fuerza sin frases sobre la fuerza de las frases. En el parlamento, la nación elevaba su
53
voluntad general a ley, es decir, elevaba la ley de la clase dominante a su voluntad
general. Ante el poder ejecutivo, abdica de toda voluntad propia y se somete a los
dictados de un poder extraño, de la autoridad. El poder ejecutivo, por oposición al
legislativo, expresa la heteromanía de la nación por oposición a su autonomía. Por tanto,
Francia sólo parece escapar al despotismo de una clase para reincidir bajo el despotismo
de un individuo, y concretamente bajo la autoridad de un individuo sin autoridad. Y la
lucha parece haber terminado en que todas las clases se postraron de hinojos, con igual
impotencia y con igual mutismo, ante la culata del fusil.
Pero la revolución es radical. Está pasando todavía por el purgatorio. Cumple su tarea
con método. Hasta el 2 de diciembre de 1851 había terminado la mitad de su labor
preparatoria; ahora, termina la otra mitad. Lleva primero a la perfección el poder
parlamentario, para poder derrocarlo. Ahora, conseguido ya esto, lleva a la perfección el
poder ejecutivo, lo reduce a su más pura expresión, lo aísla, se enfrenta con él, como
único blanco contra el que debe concentrar todas sus fuerzas de destrucción. Y cuando
la revolución haya llevado a cabo esta segunda parte de su labor preliminar, Europa se
levantará, y gritará jubilosa: ¡bien has hozado, viejo topo!
Este poder ejecutivo, con su inmensa organización burocrática militar, con su compleja
y artificiosa maquinaria de Estado, un ejército de funcionarios que suma medio millón
de hombres, junto a un ejército de otro medio millón de hombres, este espantoso
organismo parasitario que se ciñe como una red al cuerpo de la sociedad francesa y le
tapona todos los poros, surgió en la época de la monarquía absoluta, de la decadencia
del régimen feudal, que dicho organismo contribuyó a acelerar. Los privilegios
señoriales de los terratenientes y de las ciudades se convirtieron en otros tantos atributos
del poder del Estado, los dignatarios feudales en funcionarios retribuidos y el abigarrado
mapa muestrario de las soberanías medievales en pugna en el plan reglamentado de un
poder estatal cuya labor está dividida y centralizada como en una fábrica. la primera
revolución francesa, con su misión de romper todos los poderes particulares locales,
territoriales, municipales y provinciales, para crear la unidad civil de la nación, tenía
necesariamente que desarrollar lo que la monarquía absoluta había iniciado: la
centralización; pero al mismo tiempo amplió el volumen, las atribuciones y el número
de servidores del poder del Gobierno. Napoleón perfeccionó esta máquina del Estado.
La monarquía legítima y la monarquía de Julio no añadieron nada más que una mayor
división del trabajo, que crecía a medida que la división del trabajo dentro de la
sociedad burguesa creaba nuevos grupos de intereses, y por tanto nuevo material para la
administración del Estado. Cada interés se desglosaba inmediatamente de la sociedad,
se contraponía a ésta como interés superior, general (allgemeines), se sustraía a la
propia iniciativa de los individuos de la sociedad y se convertía en objeto de la actividad
del Gobierno, desde el puente, la escuela y los bienes comunales de un municipio rural
cualquiera, hasta los ferrocarriles, la riqueza nacional y las universidades de Francia.
Finalmente, la república parlamentaria, en su lucha contra la revolución, viose obligada
a fortalecer, junto con las medidas represivas, los medios y la centralización del poder
del Gobierno. Todas las revoluciones perfeccionaban esta máquina, en vez de
destrozarla. Los partidos que luchaban alternativamente por la dominación,
consideraban la toma de posesión de este inmenso edificio del Estado como el botín
principal del vencedor.
Pero bajo la monarquía absoluta, durante la primera revolución, bajo Napoleón, la
burocracia no era más que el medio para preparar la dominación de clase de la
burguesía. Bajo la restauración, bajo Luis Felipe, bajo la república parlamentaria, era el
instrumento de la clase dominante, por mucho que ella aspirase también a su propio
poder absoluto.
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Es bajo el segundo Bonaparte cuando el Estado parece haber adquirido una completa
autonomía. La máquina del Estado se ha consolidado ya de tal modo que frente a la
sociedad burguesa, que basta con que se halle a su frente el jefe de la Sociedad del 10 de
Diciembre, un caballero de industria venido de fuera y elevado sobre el pavés por una
soldadesca embriagada, a la que compró con aguardiente y salchichón y a la que tiene
que arrojar constantemente salchichón. De aquí la pusilánime desesperación, el
sentimiento de la más inmensa humillación y degradación que oprime el pecho de
Francia y contiene su aliento. Francia se siente como deshonrada.
Y, sin embargo, el poder del Estado no flota en el aire. Bonaparte representa a una clase,
que es, además, la clase más numerosa de la sociedad francesa: los campesinos
parcelarios.
Así como los Borbones eran la dinastía de los grandes terratenientes y los Orleans la
dinastía del dinero, los Bonapartes son la dinastía de los campesinos, es decir, de la
masa del pueblo francés. El elegido de los campesinos no es el Bonaparte que se
sometía al parlamento burgués, sino el Bonaparte que le dispersó. Durante tres años
consiguieron las ciudades falsificar el sentido de la elección del 10 de diciembre y
estafar a los campesinos la restauración del imperio. La elección del 10 de diciembre de
1848 no se consumó hasta el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851.
Los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos individuos viven en
idéntica situación, pero sin que entre ellos existan muchas relaciones. Su modo de
producción los aísla a unos de otros, en vez de establecer relaciones mutuas entre ellos.
Este aislamiento es fomentado por los malos medios de comunicación de Francia y por
la pobreza de los campesinos. Su campo de producción, la parcela, no admite en su
cultivo división alguna del trabajo, ni aplicación alguna de la ciencia; no admite, por
tanto, multiplicidad de desarrollo, ni diversidad e talentos, ni riqueza de relaciones
sociales. Cada familia campesina se basta, sobre poco más o menos, a sí misma,
produce directamente ella misma la mayor parte de lo que consume y obtiene así sus
materiales de existencia más bien en intercambio con la naturaleza que en contacto con
la sociedad. La parcela, el campesino y su familia; y al lado, otra parcela, otro
campesino y otra familia. Unas cuantas unidades de éstas forman una aldea, y unas
cuantas aldeas, un departamento. Así se forma la gran masa de la nación francesa, por la
simple suma de unidades del mismo nombre, al modo como, por ejemplo, las patatas de
un saco forman un saco de patatas. En la medida en que millones de familias viven bajo
condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus
intereses y por su cultura de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil,
aquéllos forman una clase. Por cuanto existe entre los campesinos parcelarios una
articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos
ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman
una clase. Son, por tanto, incapaces de hacer valer su interés de clase en su propio
nombre, ya sea por medio de un parlamento o por medio de una Convención. No
pueden representarse, sino que tienen que ser representados. Su representante tiene que
aparecer al mismo tiempo como su señor, como una autoridad por encima de ellos,
como un poder ilimitado de gobierno que los proteja de las demás clases y les envíe
desde lo alto la lluvia y el sol. por consiguiente, la influencia política de los campesinos
parcelarios encuentra su última expresión en el hecho de que el poder ejecutivo somete
bajo su mando a la sociedad.
La tradición histórica hizo nacer en el campesino francés la fe milagrosa de que un
hombre llamado Napoleón le devolvería todo el esplendor. Y se encuentra un individuo
que se hace pasar por tal hombre, por ostentar el nombre de Napoleón gracias a que el
Code Napoléon ordena. «La recherche de la paternité est interdite». Tras 20 años de
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vagabundaje y una serie de grotescas aventuras, se cumple la leyenda, y este hombre se
convierte en emperador de los franceses. La idea fija del sobrino se realizó porque
coincidía con la idea fija de la clase más numerosa de los franceses.
Pero, se me objetará: ¿y los levantamientos campesinos de media Francia, las batidas
del ejército contra los campesinos, y los encarcelamientos y deportaciones en masa de
campesinos?
Desde Luis XIV, Francia no ha asistido a ninguna persecución semejante de campesinos
«por manejos demagógicos».
Pero entiéndase bien. La dinastía de Bonaparte no representa al campesino
revolucionario, sino al campesino conservador; no representa al campesino que pugna
por salir de su condición social de vida, la parcela, sino al que, por el contrario, quiere
consolidarla; no a la población campesina, que, con su propia energía y unida a las
ciudades, quiere derribar el viejo orden, sino a la que, por el contrario, sombríamente
retraída en este viejo orden, quiere verse salvada y preferida, en unión de su parcela, pro
el espectro del imperio. No representa la ilustración, sino la superstición del campesino,
no su juicio; sino su prejuicio, no su porvenir, sino su pasado, no sus Cévennes
modernas, sino su moderna Vendée.
Los tres años de dura dominación de la república parlamentaria habían curado a una
parte de los campesinos franceses de la ilusión napoleónica y los habían revolucionado,
aun cuando sólo fuese superficialmente; pero la burguesía los empujaba violentamente
hacia atrás cuantas veces se ponían en movimiento. Bajo la república parlamentaria, la
conciencia moderna de los campesinos franceses pugnó con la conciencia tradicional. El
proceso se desarrolló bajo la forma de una lucha incesante entre los maestros de escuela
y los curas. La burguesía abatió a los maestros. Por vez primera los campesinos hicieron
esfuerzos para adoptar una actitud independiente frente a la actividad del Gobierno.
Esto se manifestó en el conflicto constante de los alcaldes con los prefectos. La
burguesía destituyó a los alcaldes. Finalmente, los campesinos de diversas localidades
se levantaron durante el período de la república parlamentaria contra su propio
engendro, el ejército. La burguesía los castigó con estados de sitio y ejecuciones. Y esta
misma burguesía clama ahora acerca de la estupidez de las masas, de la vile multitude
que la ha traicionado frente a Bonaparte. Fue ella misma la que consolidó con sus
violencias las simpatías de la clase campesina por el Imperio, la que ha mantenido
celosamente el estado de cosas que forman la cuna de esta religión campesina. Claro
está que la burguesía tiene necesariamente que temer la estupidez de las masas, mientras
siguen siendo conservadoras, y su conciencia en cuanto se hacen revolucionarias.
En los levantamientos producidos después del golpe de Estado, una parte de los
campesinos franceses protestó con las armas en la mano contra su propio voto del 10 de
diciembre de 1848. La experiencia adquirida desde 1848 les había abierto los ojos. Pero
habían entregado su alma a las fuerzas infernales de la historia, y ésta los cogía por la
palabra, y la mayoría estaba aún tan llena de prejuicios, que precisamente en los
departamentos más rojos la población campesina votó públicamente por Bonaparte.
Según ellos, la Asamblea Nacional le había impedido caminar. Ahora no había hecho
más que romper las ligaduras que las ciudades habían puesto a la voluntad del campo.
En algunos sitios, abrigaban incluso la idea grotesca de colocar, junto a un Napoleón,
una Convención.
Después de la primera revolución había convertido a los campesinos semisiervos en
propietarios libres de su tierra. Napoleón consolidó y reglamentó las condiciones bajo
las cuales podrían explotar sin que nadie les molestase el suelo de Francia que se les
acababa de asignar, satisfaciendo su afán juvenil de propiedad. Pero lo que hoy lleva a
la ruina al campesino francés, es su misma parcela, la división del suelo, la forma de
56
propiedad consolidada en Francia por Napoleón. Fueron precisamente las condiciones
materiales las que convirtieron al campesino feudal francés en campesino parcelario y a
Napoleón en emperador. Han bastado dos generaciones para engendrar este resultado
inevitable: el empeoramiento progresivo de la agricultura y endeudamiento progresivo
del agricultor. La forma «napoleónica» de propiedad, que a comienzos del siglo XIX era
la condición para la liberación y el enriquecimiento de la población campesina francesa,
se ha desarrollado en el transcurso de este siglo como la ley de su esclavitud y de su
pauperismo. Y es precisamente esta ley la primera de las idees napoléoniennes que
viene a afirmar el segundo Bonaparte. Si comparte todavía con los campesinos la
ilusión de buscar la causa de su ruina, no en su misma propiedad parcelaria, sino fuera
de ella, en la influencia de circunstancias secundarias, sus experimentos se estrellarán
como pompas de jabón contra las relaciones de producción.
El desarrollo económico de la propiedad parcelaria ha invertido de raíz la relación de los
campesinos con las demás clases de la sociedad. Bajo Napoleón, la parcelación del
suelo en el campo completaba la libre concurrencia y la gran industria incipiente de las
ciudades. La clase campesina era la protesta omnipresente contra la aristocracia
terrateniente, que se acababa de derribar. Las raíces que la propiedad parcelaria echó en
el suelo francés quitaron al feudalismo toda sustancia nutritiva. Sus mojones formaban
el baluarte natural dela burguesía contra todo golpe de mano de sus antiguos señores.
Pero en el transcurso del siglo XIX pasó a ocupar el puesto de los señores feudales el
usurero de la ciudad, las cargas feudales del suelo fueron sustituidas por la hipoteca y la
aristocrática propiedad territorial fue suplantada por el capital burgués. La parcela del
campesino sólo es ya el pretexto que permite al capitalista sacar de la tierra ganancia,
intereses y renta, dejando al agricultor que se las arregle para sacar como pueda su
salario. Las deudas hipotecarias que pesan sobre el suelo francés imponen a los
campesinos de Francia un interés tan grande como los intereses anuales de toda la deuda
nacional británica. La propiedad parcelaria, en esta esclavitud bajo el capital a que
conduce inevitablemente su desarrollo, ha convertido a l amasa de la nación francesa en
trogloditas. Dieciséis millones de campesinos (incluyendo las mujeres y los niños)
viven en chozas, una gran parte de las cuales sólo tienen una abertura, otra parte, dos
solamente, y las privilegiadas, tres. Las ventanas son para una casa lo que los cinco
sentidos para la cabeza. El orden burgués, que a comienzos del siglo puso al Estado de
centinela de la parcela recién creada y la abonó con laureles, se ha convertido en un
vampiro que le chupa la sangre y la médula y la arroja ala caldera de alquimista del
capital. El Code Napoléon no es ya más que el código de los embargos, de las subastas
y de las adjudicaciones forzosas. A los cuatro millones (incluyendo niños, etc.) de
paupers oficiales, vagabundos, delincuentes y prostitutas, que cuenta Francia, hay que
añadir cinco millones, cuya existencia flota al borde del abismo y que o bien viven en el
mismo campo desertan constantemente, con sus harapos y sus hijos, del campo a las
ciudades y de las ciudades al campo. Por tanto, los intereses de los campesinos no se
hallan ya, como bajo Napoleón, en consonancia, sin en contraposición con los intereses
de la burguesía, con el capital. Por eso los campesinos encuentran su aliado y jefe
natural en el proletariado urbano, que tiene por misión derrocar el orden burgués. Pero
el Gobierno fuerte y absoluto -que es la segunda idée napoléoninne que viene a poner
en práctica el segundo Napoleón- está llamado a defender por la violencia este orden
«material». Y este orden material es también el tópico en todas las proclamas de
Bonaparte contra los campesinos rebeldes.
Junto a la hipoteca, que el capital le impone, pesan sobre la parcela los impuestos. Los
impuestos son la fuente de vida de la burocracia, del ejército, de los curas y de la corte;
en una palabra, de todo el aparado del poder ejecutivo. Un gobierno fuerte e impuestos
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elevados son cosas idénticas. La propiedad parcelaria se presta por la naturaleza para
servir de base a una burocracia omnipotente e innumerable. Crea un nivel igual de
relaciones y de personas en toda la faz del país. Ofrece también, por tanto, la posibilidad
de influir por igual sobre todos los puntos de esta masa igual desde un centro supremo.
Destruye los grados intermedios aristocráticos entre la masa del pueblo y el poder del
Estado. Provoca, por tanto, desde todos los lados, la injerencia directa de este poder
estatal y la interposición de sus órganos inmediatos. Y, finalmente, crea una
superpoblación parada y no encuentra cabida ni en el campo ni en las ciudades y que,
por tanto, echa mano de los cargos públicos como de una respetable limosna,
provocando la creación de cargos del Estado. Con los nuevos mercados que abrió a
punta de bayoneta, con el saqueo del continente, Napoleón devolvió los impuestos
forzosos con sus intereses. Estos impuestos eran entonces un acicate para la industria
del campesino, mientras que ahora privan a su industria de sus últimos recursos y
acaban de exponerle indefenso al pauperismo. Y de todas las idées napoléoniennes, la
de una enorme burocracia, bien galoneada y bien cebada, es la que más agrada al
segundo Bonaparte. ¿Y cómo no había de agradarle, si se ve obligado a crear, junto a las
clases reales de la sociedad una casta artificial, para la que el mantenimiento de su
régimen es un problema de cuchillo y tenedor? Por eso, una de sus primeras operaciones
financieras consistió en elevar nuevamente los sueldos de los funcionarios a su altura
antigua y en crear nuevas sinecuras.
Otra idée napoléonienne es la dominación de los curas como medio de gobierno. Pero si
la parcela recién creada, en su armonía con la sociedad, en su dependencia de las
fuerzas de la naturaleza y en su sumisión a la autoridad que la protegía desde lo alto era,
naturalmente, religiosa, esta parcela, comida de deuda, divorciada de la sociedad y de la
autoridad y forzada a salirse de sus propios horizontes, limitados, se hace, naturalmente,
irreligiosa. El cielo era una añadidura muy hermosa al pequeño pedazo de tierra acabado
de adquirir, tanto más cuanto que de él viene el sol y la lluvia, pero se convierte en un
insulto tan pronto como se le quiere imponer a cambio de la parcela. En este caso, el
cura ya sólo aparece como el ungido perro rastreador de la policía terrenal: otra idée
napoléonienne. La próxima vez, la expedición contra Roma se llevará a cabo en la
misma Francia, pero en sentido inverso al del señor Montalembert.
Finalmente, el punto culminante de las idées napoléoniennes es la preponderancia del
ejército. El ejército era el point d'honneur de los campesinos parcelarios, eran ellos
mismos convertidos en héroes, defendiendo su nueva propiedad contra el enemigo de
fuera, glorificando su nacionalidad recién conquistada, saqueando y revolucionando el
mundo. El uniforme era su ropa de gala; la guerra su poesía; la parcela, prolongada y
redondeada en la fantasía, la patria, y el patriotismo la forma ideal del sentido de la
propiedad. Pero los enemigos contra quienes ahora tiene que defender su propiedad el
campesino francés no son los cosacos, son los alguaciles y los agentes ejecutivos del
fisco. La parcela no está ya enclavada en lo que llaman patria, sino en el registro
hipotecario. El mismo ejército ya no es la flor de la juventud campesina, sino la flor del
pantano del lumpemproletariado campesino. Está formado en su mayoría por
remplaçants, por sustitutos, del mismo modo que el segundo Bonaparte no es más que
el remplaçant, el sustituto de Napoleón. sus hazañas heroicas consisten ahora en las
cacerías y batidas contra los campesinos, en el servicio de gendarmería, y si las
contradicciones internas de su sistema lanzan al jefe de la Sociedad del 10 de diciembre
del otro lado de la frontera francesa, tras algunas hazañas de bandidaje el ejército no
cosechará precisamente laureles, sino palos.
Como vemos, todas las «idées napoléoniennes» son las ideas de la parcela incipiente,
juvenil, pero constituyen un contrasentido para la parcela caduca. No son más que las
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alucinaciones de su agonía, palabras convertidas en frases, espíritus convertidos en
fantasmas. Pero la parodia del imperio era necesaria para liberar a la masa de la nación
francesa de peso de la tradición y hacer que se destacase nítidamente la contraposición
entre el Estado y la sociedad. Conforme avanza la ruina de la propiedad parcelaria, se
derrumba el edificio del Estado construido sobre ella. La centralización del Estado, que
la sociedad moderna necesita, sólo se levanta sobre las ruinas de la máquina
burocrático-militar de gobierno, forjada por oposición al feudalismo.
Las condiciones de los campesinos franceses nos descubren el misterio de las elecciones
generales del 20 y 21 de diciembre, que llevaron al segundo Bonaparte al Sinaí pero no
para recibir leyes, sino para darlas.
Manifiestamente, la burguesía no tenía ahora más opción que elegir a Bonaparte.
Cuando, en el Concilio de Constanza, los puritanos se quejaban de la vida licenciosa de
los papas y gemían acerca de la necesidad de reformar las costumbres, el cardenal Pierre
d'Ailly dijo, con voz tonante: «¡Cuando sólo el demonio en persona puede salvar a la
Iglesia católica, vosotros pedís ángeles!» La burguesía francesa exclamó también,
después del coup d'état: ¡Sólo el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre puede ya
salvar a la sociedad burguesa! ¡Sólo el robo puede salvar a la propiedad, el perjurio a la
religión, el bastardismo a la familia, y el desorden al orden!
Bonaparte, como poder ejecutivo convertido en fuerza independiente, se cree llamado a
garantizar el «orden burgués». Pero la fuerza de este orden burgués está en la clase
media. Se cree, por tanto, representante de la clase media y promulga decretos en este
sentido. Pero si es algo, es gracias a haber roto y romper de nuevo diariamente la fuerza
política de esta clase media. Se afirma, por tanto, como adversario de la fuerza política y
literaria de la clase media. Pero, al proteger su fuerza material, engendra de nuevo su
fuerza política. Se trata, por tanto, de mantener viva la causa, pero de suprimir el efecto
allí donde éste se manifieste. Pero esto no es posible sin una pequeña confusión de
causa y efecto, pues al influir el uno sobre la otra y viceversa, ambos pierden sus
características distintivas. Nuevos decretos que borran la línea divisoria. Bonaparte se
reconoce al mismo tiempo, frente a la burguesía, como representante de los campesinos
y del pueblo en general, llamado a hacer felices dentro de la sociedad burguesa a las
clases inferiores del pueblo. Nuevos decretos, que estafan de antemano a los
«verdaderos socialistas» su sabiduría de gobernantes. Pero Bonaparte se sabe ante todo
jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre, representante del lumpemproletariado, al que
pertenece él mismo, su entourage, su Gobierno y su ejército, y al que ante todo le
interesa beneficiarse a sí mismo y sacar premios de lotería californiana del Tesoro
público. Y se confirma como jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre con decretos, sin
decretos y a pesar de los decretos.
Esta misión contradictoria del hombre explica las contradicciones de su Gobierno, el
confuso tantear aquí y allá, que procura tan pronto atraerse como humillar, unas veces a
esta y otras veces a aquella clase, poniéndolas a todas por igual en contra suya, y cuya
inseguridad práctica forma un contraste altamente cómico con el estilo imperioso y
categórico de sus actos de gobierno, estilo imitado sumisamente del tío.
La industria y el comercio, es decir, los negocios de la clase media, deben florecer como
planta de estufa bajo el Gobierno fuerte. Se otorga un sinnúmero de concesiones
ferroviarias. Pero el lumpemproletariado bonapartista tiene que enriquecerse. Manejos
especulativos con las concesiones ferroviarias en la Bolsa por gentes iniciadas de
antemano. Pero no se presenta ningún capital para los ferrocarriles. Se obliga al Banco a
adelantar dinero a cuenta de las acciones ferroviarias. Pero, al mismo tiempo, hay que
explotar personalmente al Banco, y, por tanto, halagarlo. Se exime al Banco del deber
de publicar semanalmente sus informes. Contrato leonino del Banco con el Gobierno.
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Hay que dar trabajo al pueblo. Se ordenan obras públicas. Pero las obras públicas
aumentan las cargas tributarias del pueblo. Por tanto, rebaja de los impuestos mediante
un ataque contra los rentistas, convirtiendo las rentas al 5 por 100 en renta al 4,5 por
100. Pero hay que dar un poco de miel a la burguesía. Por tanto, se duplica el impuesto
sobre el vino para el pueblo, que lo bebe al por menor, y se rebaja a la mitad para la
clase media, que lo bebe al por mayor. Se disuelven las asociaciones obreras existentes,
pero se prometen milagros de asociación para e porvenir. Hay que ayudar a los
campesinos: Bancos hipotecarios, que aceleran su endeudamiento y la concentración de
la propiedad. Pero a estos Bancos hay que utilizarlos para sacar dinero de los bienes
confiscados de la casa de Orleans. No hay ningún capitalista que se preste a esta
condición, que no figura en el decreto, y el Banco hipotecario se queda reducido a mero
decreto, etc.
Bonaparte quisiera aparecer como el bienhechor patriarcal de todas las clases. Pero no
puede dar nada a una sin quitárselo a la otra. Y así como en los tiempos de la Fronda se
decía del duque de Guisa que era el hombre más obligeant de Francia, porque había
convertido todas sus fincas en obligaciones de sus partidarios, contra él mismo,
Bonaparte quisiera ser también el hombre más obligeant de Francia y convertir toda la
propiedad y todo el trabajo de Francia en una obligación personal contra él mismo.
Quisiera robar a Francia entera para regalársela a Francia, o mejor dicho, para comprar
de nuevo a Francia con dinero francés, pues como jefe de la Sociedad del 10 de
Diciembre tiene necesariamente que comprar lo que quiere que le pertenezca. Y en
institución del soborno se convierten todas las instituciones del Estado: el Senado, el
Consejo de Estado, el Cuerpo Legislativo, la Legión de Honor, la medalla del soldado,
los lavaderos, los edificios públicos, los ferrocarriles, el Estado Mayor de la Guardia
Nacional sin soldados rasos, los bienes confiscados de la casa de Orleans. En medio de
soborno se convierten todos los puestos del ejército y de la máquina de gobierno. Pero
lo más importante de este proceso en que se toma a Francia para entregársela a ella
misma, son los tantos por ciento que durante la operación de cambio se embolsan el jefe
y los individuos de la Sociedad del 10 de Diciembre. El chiste con el que la condesa L.,
la amante del señor de Morny, caracterizaba la confiscación de los bienes orleanistas;
«C'est le premier vol de l'aigle» (*) [«Es el primer vuelo (= robo) del águila»], puede
aplicarse a todos los vuelos de este águila, que más que águila es cuervo. Tanto él como
sus adeptos se gritan diariamente, como aquel cartujo italiano al avaro, que contaba
jactanciosamente los bienes que habría de disfrutar durante largos años: «Tu fai conto
sopra il beni, bisogna prima far il conto sopra gli anni» (**). Para no equivocarse en
los años, echan las cuentas por minutos. En la corte, en los ministerios, en la cumbre de
la administración y del ejército, se amontona un tropel de bribones, del mejor de los
cuales puede decirse que no sabe de dónde viene, una bohème estrepitosa, sospechosa y
ávida de saqueo, que se arrastra en sus casacas galoneadas con la misma grotesca
dignidad que los grandes dignatarios de Soulouque. Si queremos representarnos
plásticamente esta capa superior de la Sociedad del 10 de Diciembre, nos basta con
saber que Véron-Crevel (***) es su predicador de moral y Granier de Cassagnca su
pensador. Guando Guizot, durante su ministerio, utilizó a este Granier en un
periodicucho contra la oposición dinástica, solía ensalzarlo con esta frase: «C'est le roi
des drôles», «es el rey de los bufones». Sería injusto recordar a propósito de la corte y
de la tribu de Luis Bonaparte a la Regencia o a Luis XV. Pues «Francia ha pasado ya
con frecuencia por un gobierno de favoritas pero nunca todavía por un gobierno de
chulos»
Acosado por las exigencias contradictorias de su situación y al mismo tiempo obligado
como un prestidigitador a atraer hacia sí, mediante sorpresas constantes, las miradas del
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público, como hacía el sustituto de Napoleón, y por tanto a ejecutar todos los días un
golpe de Estado en miniatura, Bonaparte lleva el caos a toda la economía burguesa,
atenta contra todo lo que a la revolución de 1848 había parecido intangible, hace a unos
pacientes para la revolución y a otros ansiosas de ella, y engendra una verdadera
anarquía en nombre del orden, despojando al mismo tiempo a toda la máquina del
Estado al halo de santidad, profanándola, haciéndola a la par asquerosa y ridícula. Copia
en París, bajo la forma de culto del manto imperial de Napoleón, el culto a la sagrada
túnica de Tréveris. Pero si por último el manto imperial cae sobre los hombros de Luis
Bonaparte, la estatua de bronce de Napoleón se vendrá a tierra desde lo alto de la
Columna de Vendôme.
NOTAS
*
La
palabra
vol
significa
vuelo
y
robo
(N.
de
Marx.)
** «Cuentas los bienes, cuando lo que debieras contar son los años». (N. de Marx.)
*** En su obra La Cousine Bette, Balzac presenta en Grevel, personaje inspirado en el
doctor Véron, propietario del periódico Constitutionnel, al tipo de filisteo más libertino
de París. (N. de Marx.)
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