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Asuntos privados

La consejera de Política Territorial, Nieve Lady Barreto, ayer en el pleno en el que de convalido el decreto de empleo público.

La consejera de Política Territorial, Nieve Lady Barreto, ayer en el pleno en el que de convalido el decreto de empleo público. / Andrés Gutiérrez

Ocurrió en una reciente comisión parlamentaria. Un diputado socialista, Jorge González, le preguntaba a la consejera de Presidencia y Justicia del Gobierno autonómico, Nieves Lady Barreto, por la aplicación de la ley de Memoria Democrática en Canarias, y más específicamente, por la situación de los catálogos de vestigios franquistas y del monumento de exaltación a Franco instalado desde los años sesenta al final de las Ramblas de Santa Cruz de Tenerife. La señora Barreto, con su expresión habitual de pálido y ligero fastidio, contestó escuetamente al diputado de la oposición. Pero González quiso insistir en un punto concreto. Admitía, obviamente, que existe una sentencia judicial sobre el conjunto escultórico de Juan de Ávalos, pero quiso preguntarle a la consejera «su opinión personal» sobre el monumento y el hecho mismo que siguiera en pie. Entonces Barreto lanzó una de esas sentencias que merecen mármol de Carrara o, como mínimo, que el gran Carlos Monsiváis la hubiera recogido en Por mi madre, bohemios.

–Yo estoy aquí como consejera de Presidencia del Gobierno de Canarias, no como una particular. Si quiere mi opinión puedo dársela cuando salgamos fuera.

Yo considero que esta declaración de la señora Barreto, en su modestia transeúnte, reviste un interés excepcional e ilumina múltiples aspectos de la fenomenología política de nuestro paisito, que sin duda es pequeño y modesto, pero que ofrece enormes posibilidades de promoción profesional. Para pocos y pocas, ciertamente, pero enormes. En un análisis a vuelapluma es imposible no señalar que

a) Se repite (todavía) una convicción predemocrática profundamente arraigada: la función fiscalizadora de la oposición parlamentaria consiste en responder lo más lacónicamente posible a las preguntas y, si nadie lo impide, adornar las contestaciones con la mayor profusión de tecniquerías que ayudan a no entender la respuesta. Es decir, comportarse como un funcionario de la administración pública que respondiera a un requerimiento por escrito. Debatir es un actitud plúmbea, si no antihigiénica y, sobre todo, exige una entrega y energía que no merecen la pena. Contextualizar los datos, tampoco. Se le echa un huesito de pollo a la oposición y a correr.

b) Establecer la dicotomía público/privado en las comparecencias parlamentarias resulta realmente fascinante. El político –si seguimos la senda de Barreto– no opina sobre la propia materia que se encarga de gestionar o de legislar. El político ideal, para consumar o consumir este argumento, sería una computadora, un marciano –palmero o no–, una inteligencia artificial o un portero de discoteca. Siempre cabe recordar a Andrei Vyshinski, que se definió cada día de su vida como un ferviente bolchevique, pero que aseguró carecer de opiniones personales sobre nada. El único sistema político donde las opiniones personales sobre asuntos públicos pueden y deben formar parte del comportamiento político son, precisamente, las democracias liberales y parlamentarias. ¿Cómo confiar democráticamente de un político sin opiniones? ¿Cómo tomarse que un político eluda precisar su opinión y que, para proferirla, pide abandonar la Cámara, como un niño que levanta la mano para decir que necesita ir al baño ahora mismo o se hace pis?

c) Del franquismo mejor no hablar, aunque el Franquísimo lleve muerto casi medio siglo. Entre aquellos a los que no se les cae Franco de la boca y los que no lo citan porque cuando se le nombra muere un gatito dentro de una urna en la calle Real esto es, como siempre, insoportable.

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