¡Mueran los malos intelectuales!». Unamuno, sin amedrentarse, continúa: «Este es el templo de la inteligencia y yo soy su sumo sacerdote.
Más aún, la dureza de este requerimiento se hace más evidente cuando se recuerda que la velocidad máxima de los cazas embarcados contemporáneos en servicio en otras marinas variaban desde los 227 km/h del Wibault Wib.7 /Wib.74 de la Aéronavale francesa, pasando por los 314 km/h del Hawker Nimrod Mk II del Arma Aérea de la Flota británica, a los 333 km/h del también biplano Grumman FF-1 de la Us Navy. Sin amedrentarse por este desafío la Mitsubishi Jukogyo K.K.
Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a
amedrentarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones.
Esteban Echeverría
Boone continúa observando a su hermana y le advierte a Sayid que se aleje de Shannon. Lejos de amedrentarse, sostiene la amenaza del chico.
Alpuche fue conducido a prisión en el Convento de Santo Domingo. Lejos de amedrentarse, siguió publicando arengas y excitando a la población en contra del régimen centralista.
Era un aviso de los nipones, que lejos estuvieron de amedrentarse ante el potencial exhibido por los guaraníes en la fase de grupos.
Las fuerzas indias, en lugar de ocupar posiciones defensivas sólidas y de mutuo apoyo, se desperdigaron aún más por la zona. Los comunistas por su parte, lejos de amedrentarse, decidieron asaltar las posiciones enemigas.
Harris ante tales ataques decidió que lo mejor era poner freno a esto así que tomo la determinación de iniciar un juicio en contra de Swaggart por calumnias en su contra sin fundamentos lógicos, Swaggart lejos de amedrentarse continuó con sus ataques a la banda llegando a ser más radicales como quemar fotografías de la banda en vivo, mojarlas con agua bendita o inclusive pedir que los mataran por el bien de todos.
La guarnición de Dirraquio consiguió aguantar todo el verano, a pesar de las catapultas, balistas y torres de asedio que desplegó Roberto, y, lejos de amedrentarse, hizo constantes salidas de la ciudad.
¡Mueran los malos intelectuales!». Miguel de Unamuno, sin amedrentarse, continúa: «Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote.