La vida desbordábase en aquellos lugares; gritaban, reían, chusqueábanse todos al unísono, en medio de aquel ambiente caldeado y bajo un cielo de abrasadora brillantez; los hombres más graves, panzones y sesudos, buscaban las posturas más cómodas a la sombra de los caprichosos edificios; la gente moza discurría por doquier en animado bulle bulle; de vez en cuando algunos jabegotes, de desnuda y hercúlea pantorrilla y pie extraño siempre a toda clase de cautiverio, porteaban a tal o cual saladero, ora un jaquetón de acerado matiz y de enormes dimensiones, ora alguna brótola o pescada capaz de hacerle la boca agua al menos gastrónomo de todos los nacidos.
La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban a cada rato de planta, en procura de más fresca sombra.
Yo había sido el mejor amigo de Wyoming, y mientras él vivió el águila no deseó su sangre; se alimentó—la alimenté—con la mía propia. Pero entre él y yo se había levantado algo más consistente que una
sombra.
Horacio Quiroga
Enid había querido a su esposo, nada más; y lo había querido, nada más que querido ante mí, que era la cálida
sombra de su corazón, donde ardía lo que no le llegaba de Wyoming, y donde ella sabía iba a refugiarse todo lo que de ella no alcanzaba hasta él.
Horacio Quiroga
¿No se las abandonarías a los más sabios y teniendo miedo como se dice de tu propia sombra o mejor dicho, de tu ignorancia, no te atendrías firmemente al principio que hemos expuesto?
--Son las nueve.... (pensé.) Pero ¿de qué día? Una
sombra más obscura que el tenebroso aire de la prisión se inclinó sobre mí. Parecía un hombre...
Pedro Antonio de Alarcón
Mis labios murmuraron maquinalmente un nombre, el nombre de siempre, mi pesadilla.... --¡«Ramón!» --¿Qué quieres?--me respondió la
sombra que había a mi lado.
Pedro Antonio de Alarcón
Se oía el choque de sus dientes amarillos. Sus ojos espantados se desviaban de las horribles caras de
sombra. Ni acertaba a contestar: no revolvía la lengua.
Emilia Pardo Bazán
Alejáronse con lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto abandonar aquél, por la sombra de los corredores.
Confiando en la fidelidad de sus compañeros, penetró en la cintura de árboles, la franqueó fácilmente a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un campo, volviéndose de riempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y de tal modo se aproximó a las ruinas de una casa en llamas.
ajo el manto de estrellas de una noche espléndida y glacial, Roma se extiende mostrando a trechos la mancha de
sombra de sus misteriosos jardines de cipreses y laureles seculares que tantas cosas han visto, y, en islotes más amplios, la clara blancura de sus monumentos, envolviendo como un sudario, el cadáver de la Historia.
Emilia Pardo Bazán
La cuna ha desaparecido, el Niño está en pie, alto, crecido ya, convertido en adolescente; y en vez de la gracia infantil, en su cara se lee la meditación, se descubre la
sombra del pensamiento.
Emilia Pardo Bazán