«La puerta sin cerrojo»: Marie Belloc Lowndes; relato y análisis.
«Cuántas veces, durante los últimos seis años,
deseó haber muerto el día del nacimiento de su hijo.»
deseó haber muerto el día del nacimiento de su hijo.»
La puerta sin cerrojo (The Unbolted Door) es un relato gótico de la escritora inglesa Marie Belloc Lowndes (1868-1947), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1929 de la revista Fortnightly Review, y luego reeditado por Cynthia Asquith en la antología de 1931: Cuando los cementerios bostezan (When Churchyards Yawn).
La puerta sin cerrojo, uno de los mejores cuentos de Marie Belloc Lowndes, relata la historia del regreso espectral de la voz de un soldado muerto a la casa de sus padres.
La historia está ambientada en 1924, en la víspera de la conmemoración del Armisticio, y comienza discutiendo los problemas matrimoniales del señor y la señora Torquil, cuyo hijo, John, fue dado por «desaparecido» al finalizar la Primera Guerra Mundial. Un antiguo sirviente de Torquilton House le explica al nuevo empleado que la señora Torquil siempre supo el significado de «desaparecido»; pero su esposo no podía aceptar que su único hijo hubiera muerto, de modo que continuó alimentando la ilusión de que, algún día, John regresará. Por esta razón, explica el anciano sirviente, la puerta principal de la casa siempre debe dejarse sin llave.
Marie Belloc Lowndes trabaja sobre las tensiones entre Anne y Jack Torquil, los silencios, los pequeños resentimientos que albergan. Anne intenta salir adelante al aceptar la idea de que su hijo ha muerto, pero Jack se encuentra social y emocionalmente retraído. Evita el contacto físico con su esposa, a pesar de que la ama, porque toda su energía está enfocada en el deseo de que John retorne a casa. En los intersticios de esta dinámica, Marie Belloc Lowndes introduce algunos elementos perturbadores.
Podría decirse que el hecho de que John esté legalmente «desaparecido», no muerto, le brinda a su padre algo de consuelo y esperanza. Está «firmemente convencido de que, desde las profundidades de alguna prisión alemana, o incluso desde algún manicomio, el chico regresará». Pero, además de consuelo, estas fantasías lo retienen, le impiden cursar el duelo. Su aspecto físico se ha avejentado, mientras que Anne conserva un aire juvenil. El distanciamiento emocional entre ambos es cada vez más pronunciado, un «abismo que se abría cada vez más». A medida que el reloj se acerca a la medianoche donde transcurre esta historia, ella siente la necesidad de ir a desearle las buenas noches a su marido, «pero contiene ese impulso». Duermen en habitaciones separadas y llevan vidas en gran medida independientes, una división que se afirma y se borra al final del cuento.
En el clímax de la historia, justo después de la medianoche, «el picaporte de la puerta sin cerrojo del vestíbulo giró en la oscuridad, y una ráfaga de aire frío ascendió» por la casa. Anne, entonces, escucha dos palabras [«Pobre padre»] emitidas «por una voz que jamás pensó volver a oír». Por supuesto, es la voz de John, el hijo «desaparecido».
El señor Torquil también escucha a John hablar, y corre al encuentro con su esposa. Con «una forma de ternura olvidada», toma su mano. Por primera vez en años, la pareja duerme en la misma habitación.
En este punto donde predomina la emoción del reencuentro [sobrenatural o alucinatorio], Marie Belloc Lowndes introduce lo macabro: el señor Torquil le dice a su esposa que John regresó por ella, para brindarle consuelo. Él le oyó decir «Querida madre», no «Pobre padre» como escuchó Anne.
El «aparecido» [opuesto a «desaparecido»] reúne a los padres, y ambos creen que regresó para consolar al otro. De algún modo, las dos declaraciones contradictorias son lo que la pareja necesita para superar su dolor y unirlos. John ya no está «desaparecido» [para el padre], ni completamente muerto [para la madre]. Sin embargo, lo Anne y Jack oyen también plantea algunas dificultades. Podríamos pensar que cada uno necesita un mensaje personalizado, algo de John para cada uno de ellos; pero también que Anne y Jack le han dado una interpretación personal a algo que no era John; un ruido en la noche, tal vez, un susurro o una conversación oída de lejos.
La idea de lo «desaparecido» como condición liminal hunde sus raíces en el concepto de unheimliche [«lo siniestro»] de Sigmund Freud. La muerte no es un estado absoluto en el universo simbólico del inconsciente; de hecho, los fantasmas resuenan en esta fibra común: la idea de que, en ocasiones, los muertos regresan [ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror]. En el caso de La puerta sin cerrojo, se trata de un regreso fantasmagórico al amor del hogar familiar. John [si es que la voz es la de John] no es un espectro intrusivo, tampoco un visitante de ultratumba indeseado. La puerta está abierta para él. Lo inquietante en esta historia reside en las declaraciones contradictorias, en lo que cada miembro de la pareja oye.
Para Sigmund Freud, lo unheimliche no es una solución al trauma, sino el retorno de un trauma que ha sido enterrado [reprimido] y que ahora adopta una forma a la vez extraña y familiar. En el relato de Marie Belloc Lowndes, lo unheimliche sí resuelve el trauma. La voz de John prueba que, a pesar de la muerte, hay una nueva vida, y que incluso aquellos que han sido golpeados ferozmente por la pérdida de un ser querido pueden sanar. Creo que sería lícito afirmar que, hasta el surgimiento de lo [aparentemente] sobrenatural en la historia, todo lo que Marie Belloc Lowndes relata es el intento de la pareja por gestionar el trauma [ver: No-Muertos]
El «mensaje» [si puede llamarse de este modo] de La puerta sin cerrojo es que sólo el amor compartido permite convivir con la ausencia. No estamos aquí ante un fantasma [trauma] que busca perturbar, sino reunir. De hecho, es ilícito afirmar que todos los no-muertos [traumas] de la ficción regresan de la muerte para encontrar el descanso final. Aquí, el regreso de la voz incorpórea surge de la necesidad parental. e impulsa a los Torquil a reunirse en torno a sus sentimientos compartidos de dolor. Curiosamente, esta reunión simbólica, este reencuentro y posterior gestión del dolor, es lo que permite que su hijo deje de ser un «desaparecido» y, por fin, muera.
La puerta sin cerrojo.
The Unbolted Door, Marie Belloc Lowndes (1868-1947)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
—Deja esa puerta en paz, jovencito; y recuerda de una vez por todas que nunca debe cerrarse con llave ni pestillo. No es que tengan miedo de que esté cerrada, pues el amo siempre tiene la llave consigo.
La señora Torquil oyó las palabras susurradas. Cote, su mayordomo de setenta años, instruía al nuevo lacayo en un tono lento e imponente, como es habitual entre los mayordomos al dirigirse a sus humildes subordinados. Pero este pertenecía a la nueva administración, así que respondió.
—Qué cosa tan curiosa.
—Puede que te parezca curiosa, siendo un desconocido, Henry, pero a mí me da pena.
—¿Pena? ¿Por qué, señor Cote?
Desde donde Anne Torquil había detenido sus pasos en la puerta de su dormitorio, oyó la voz, ahora temblorosa, familiar y antigua, que respondía:
—El señor John, que era un joven muy agradable, no fue simplemente abatido, o asesinado por su coronel cuando no regresó de lo que entonces se llamó «una incursión tras las líneas enemigas». Simplemente se le reportó como «desaparecido». Cruel lo llamé entonces, y cruel lo llamo ahora, pues el término no puede evitar dar falsas esperanzas.
—Debió ser terrible, señor Cote —la voz del joven se había vuelto seria.
—La señora Torquil sabía perfectamente lo que significaba «desaparecido». Pero su esposo no podía creer que su hijo —su heredero— se hubiera ido, por así decirlo, para siempre. Recuerdo bien cómo, unos días después del Armisticio, el señor Torquil apareció una noche justo cuando yo estaba cerrando, y me dijo: «Deja la puerta del recibidor como está, Cote. El señor John siempre entraba por ahí, por el atajo desde la verja. Muchos soldados regresan de Alemania y fueron dados por desaparecidos, así que mi hijo podría entrar por esa puerta cualquier día». Eso fue lo que dijo entonces, pobre caballero; y esa puerta, Henry, nunca ha vuelto a cerrarse ni echar el cerrojo desde entonces.
Los pasos de los hombres se fueron apagando, y algo se conmovió en el desdichado y atrofiado corazón de Anne Torquil. ¡Qué extraño que no supiera, hasta esa noche, de la orden de su marido! Era cierto que, a todas las edades, después de la infancia, el niño solía irrumpir por la puerta exterior de lo que se llamaba «el pequeño recibidor» gritando: «¡Mamá! ¿Dónde estás? ¿Arriba?». Y, sin embargo, por mucho que la quisiera, por muy unidos que estuvieran, ella siempre supo que John se había preocupado más por su padre, que no sabía expresar sus sentimientos.
Estaba tan conmovida que algo de la terrible angustia de hacía seis años regresó. Inquieta, comenzó a caminar de un lado a otro por el hermoso dormitorio que muchas de sus amigas envidiaban. Qué lástima que para ella fuera una habitación de recuerdos intolerables.
En la amplia cama jacobina, donde pasaba sus noches de insomnio, había nacido el hijo cuya llegada parecía inevitable. Convencida de que en este asunto tendría tanta suerte como en todo lo demás. Se reía al pensar que su bebé pudiera ser niña. Cuántas veces, durante los últimos seis años, había deseado haber muerto el glorioso día del nacimiento de su hijo.
Su buen amigo de entonces, y aún hoy, el doctor Maynard, el viejo médico del pueblo, se había atrevido, más de una vez, durante los años perfectos que siguieron al nacimiento de John, a insinuar que era una lástima que el niño no tuviera hermanos con quien compartir su encantadora guardería. Pero ella, Anne Torquil, había ignorado tales consejos. Siempre, durante toda su feliz y consentida juventud, había hecho lo que quería; y nunca había hecho nada que no hubiera deseado. Le había dado a Jack un hijo espléndido, un digno heredero.
De repente, se detuvo frente a un espejo de madera tallada. Había estado durante su último momento feliz. Era otoño de 1918; su esposo estaba en casa, convaleciente de una herida grave; corrían rumores de paz, y esperaban con confianza que su hijo regresara. Exactamente a las tres de la tarde, un lindo día de principios de octubre, se oyó un golpe familiar en la puerta. Incluso cuando era una novia de diecisiete años, y los dos parecían más dos niños felices que un matrimonio, Jack siempre llamaba antes de entrar en la habitación de su esposa.
Con alegría, ella gritó:
—¡Adelante!
Y él entró con un telegrama abierto en la mano.
Era como si ahora pudiera oír, esta noche, seis años después, el sonido de su voz ronca pronunciando su nombre, y luego, cuando alzó el brazo con un movimiento instintivo y violento para protegerse del golpe, las siguientes palabras:
—¡Gracias a Dios que no murió, querida! Solo está desaparecido.
¿Solo desaparecido?
El padre de John había seguido adelante, no solo con una fe contra toda esperanza, sino firmemente convencido de que, desde las profundidades de alguna prisión alemana, o incluso de algún manicomio alemán, el chico regresaría.
Ella, desde el principio, con los ojos secos y desesperados, no había sentido ninguna esperanza. El obstinado optimismo de su marido —al que más de una vez calificó con dureza— la había exasperado, y a veces enloquecido.
Ahora miraba, como hipnotizada, su propio reflejo en el cristal del espejo. Aunque cumpliría cuarenta y cinco años, era cierto, como le decían a menudo las personas fastidiosas, que a veces todavía parecía una niña. El tiempo apenas había rozado su hermoso rostro y su esbelta y redondeada figura; pero Jack Torquil, que aún no había cumplido los cincuenta, podría haber sido diez años mayor que su edad. Por primera vez en su vida, esa noche, Anne se preguntó, con cierta inquietud, si su esposo sería tan infeliz como ella.
Esa noche lo había visto sentado, encorvado en un sillón, con un libro en la mano, al otro lado del fuego. De repente, tomó un lápiz —algo que Jack Torquil solía hacer y que siempre irritaba a su esposa— y marcó un pasaje en el libro que estaba leyendo. Al levantar la vista, la miró extrañamente, avergonzado y suplicante. Y cuando él se levantó y salió de la biblioteca para cumplir con su ritual de pasear a los tres perros, ella cruzó la habitación para ver qué había marcado en su libro. Se sintió molesta, divertida y, quizá, un poco conmovida; pues lo que su marido había marcado eran dos líneas: la primera, ridículamente familiar, la segunda, hasta ese momento, desconocida para ella.
Es la pequeña grieta dentro del laúd
que poco a poco silenciará la música.
que poco a poco silenciará la música.
Y ahora, mientras se desvestía, recordó las dos líneas que Jack había marcado. Lo que él consideraba una «pequeña grieta» entre ellos era, en realidad, un abismo cada vez más profundo. Sin embargo, una vez, solo una vez, en su larga vida juntos, le había dirigido palabras amargas.
Había sido hacía años, cuando él aún albergaba esperanzas, y ella, ¡ay!, desesperanzas, en cuanto al posible regreso de su hijo. El amor que llevaba dentro había despertado, y cuando sus labios buscaron los suyos, ella había dicho con fiereza: « Nunca, Jack. Nunca más». Él había aceptado su decreto tan al pie de la letra que, desde entonces, ni una sola vez había llamado a la puerta de la habitación que habían compartido felizmente durante veintiún años.
Hoy, víspera del Día del Armisticio, había sido un día insoportable, y Anne se dijo a sí misma que el año próximo tendrían invitados durante la primera quincena de noviembre. Eran ricos, hospitalarios, ambos, cada uno a su manera, populares. Pero la verdadera razón por la que nunca estaban solos, salvo en Navidad, las vacaciones y parte de noviembre de cada año, era que una doble soledad se volvía intolerable cuando la compartían un hombre y una mujer que antaño fueron amantes apasionados y felices.
Al acostarse en su gran cama, el reloj empezó a dar las doce, anunciando otro Día del Armisticio. Lágrimas dolorosas y difíciles brotaron de sus ojos.
El pensamiento de su hijo la rondaba esa noche, tan cerca, de hecho, que la invadió un deseo irresistible de contemplar su rostro.
Saliendo sigilosamente de la cama, se dirigió a un armario pintado donde guardaba ciertas cosas sagradas y secretas. Entre ellas estaban las cartas de amor de su esposo, cada una con el título «Mi pequeña amada», escritas durante su breve compromiso; también todas las fotografías de su hijo. Sargent le había hecho un boceto cuando estaba en Sandhurst. Ahora colgaba en el dormitorio de su padre. No había ningún retrato suyo en ninguna otra parte. Algunos de sus últimos amigos desconocían que habían tenido hijos.
Abrió el cajón donde guardaba las fotografías de John y sacó la última, tomada justo después de recibir su nombramiento, con su primer uniforme. Mientras contemplaba su rostro juvenil, él parecía sonreírle con orgullo, confianza y alegría.
Al volver a guardarlo recordó un torpe intento, muy bien intencionado, de compasión por parte de su vicario. La había conocido durante uno de los largos y solitarios paseos que dio durante aquel primer año de sufrimiento, entre su aún extenuante trabajo de guerra, pues, tras el Armisticio, Torquilton House se había convertido en un hospital de convalecencia para soldados.
—¿Quién, muerto, vive? —había dicho el vicario en voz baja.
Echando la cabeza hacia atrás, exclamó:
—¿Sabe que mi marido sigue convencido de que John no murió? Cree que puede volver en cualquier momento.
Con una mirada de asombro y sin intentar responderle, el vicario se marchó.
Curiosamente, hoy, casi en el mismo lugar, había tenido un encuentro con el viejo doctor Maynard que no la había herido, sino más bien la había enfadado. Él se había jubilado en 1919 y ya nunca lo veía solo. Pero esta vez, su único hijo —un hijo que la guerra había perdonado— lo había bajado del coche para que pudiera dar un pequeño paseo.
El anciano le tomó la mano y le dijo con sentimiento:
—Me gustaría pensar que es feliz, querida señora Torquil.
Y, mientras ella negaba con la cabeza —no podía fingir—, él continuó, con un toque de auténtica admiración en su débil voz:
—¡Es maravillosa! ¿No le importará que se lo diga? ¡Pero qué joven se mantiene! Podría tener veinticinco años en lugar de....
—¿Casi cuarenta y cinco? Sí, y todavía me siento joven, por desgracia. Daría cualquier cosa por sentirme vieja, doctor Maynard.
Y entonces dijo unas palabras sobre su marido que le subieron el color a la cara. El doctor siempre había sido cauteloso, hasta entonces.
—¿No se atreve a ser amable con él? —le dijo, mirándola fijamente a su rostro.
Ella respondió de inmediato, y con mucha frialdad:
—No en el sentido que usted pretende.
Sacudiendo la cabeza blanca con tristeza, volvió a tomarle la mano.
—Por favor, perdone a un viejo amigo, ¿quiere?
Ella asintió rápidamente. Pero sintió, entonces, y sentía ahora, que no podía perdonar esa impertinencia.
La duodécima campanada del reloj resonó en el aire inmóvil, y de repente oyó que se apagaba la luz en el pasillo de abajo, seguida del sonido de los pasos de su marido subiendo las escaleras. Sintió un impulso extraño e inesperado. Simplemente salir a desearle buenas noches. Pero lo contuvo. Aun así, se dirigió a la puerta y, apagando la luz, la abrió un poco sin hacer ruido.
Jack Torquil subía las escaleras con paso de anciano, aunque, como ella y el doctor Maynard sabían, aún era joven de corazón, por mucho que el dolor y la esperanza postergada le hubieran marcado el rostro. Y, aún conmovida por lo que su viejo criado le había revelado inconscientemente, esperó oír esos lentos pasos entrar en la habitación.
Y entonces fue como si se le paralizara el corazón, pues el pomo de la puerta sin cerrojo del pasillo de abajo giró en la oscuridad, y una ráfaga de aire frío ascendió, seguida del grito sobresaltado de su marido:
—¿Quién anda ahí?
Hubo un momento de pausa; después, como desde una distancia infinita, resonaron dos palabras con una voz que jamás pensó volver a oír, ni siquiera en otra vida, pues Anne Torquil había llegado a no creer la promesa que el vicario le había repetido, pensando que la consolaría.
Las palabras pronunciadas por su hijo le traspasaron lo más profundo del alma:
—Pobre padre —era todo lo que su hijo había vuelto a decir.
Entonces oyó la ansiosa y alegre voz de Jack Torquil:
—¿John? ¡Mi querido, mi querido muchacho!
Y luego el sonido de sus pies bajando las escaleras.
Al salir corriendo a la galería circular, oyó el picaporte girar de nuevo en la oscuridad. Las luces de abajo se encendieron al máximo y, al mirar por encima de la balaustrada, vio a su marido de pie en el pasillo vacío, mirando con ojos desconcertados la puerta cerrada.
Por fin se giró y, al levantar la vista, vio su rostro pálido y sus ojos muy abiertos, mirándola fijamente.
—¡Tú también lo escuchaste, Anne!
Corrió por la galería y bajó las escaleras. Allí, con una ternura que había olvidado, le tomó la mano.
—¡Claro que lo escuché! La puerta se abrió y él entró con el viento. Habiendo dicho lo que pensaba, regresó, pero, ¿adónde, Jack, adónde?
Más tarde esa noche, mientras Anne yacía en sus brazos, el padre de John murmuró:
—Volvió por ti, querida; para consolarte.
—¿Por mí, Jack? ¡Ay, no!
— Pero lo hizo, mi amor. ¿Escuchaste lo que dijo?
Ella sintió la sorpresa en su voz. Susurró:
—¿Qué te dijo?
—Solo lo que escuchaste; solo esas dos palabras, Anne: «Querida madre».
Esperó un momento y luego dijo con humildad, pues era un hombre muy sencillo:
—Solo para que supieras, querida, y quizás para que yo también supiera, que él está bien.
Marie Belloc Lowndes (1868-1947)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Marie Belloc Lowndes.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Marie Belloc Lowndes: La puerta sin cerrojo (The Unbolted Door), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com