Yo la veía un sábado cada tres o cuatro semanas, cuando iba a Dover a pasar un domingo, y a míster Dick lo veía cada quince días, los miércoles.
Tan pronto como se percató (él no la había visto) se volvió a apoderar de ella el miedo y huyó. Vino a Inglaterra y desembarcó en Dover.
Hacía tiempo que mi tía había vuelto a establecerse en Dover, y Traddles había empezado a tener, poco tiempo después de mi marcha, cierto nombre como abogado.
Nos separamos de la manera más cariñosa a la puerta del jardín, y míster Dick no se metió en casa hasta que nos perdió de vista. Mi tía, perfectamente indiferente a la opinión pública, conducía con maestría el caballo gris a través de Dover.
No dudaba de que volvería muy pronto y que quizá muy a menudo ocuparía mi habitación de siempre; pero había dejado de habitarla; los buenos tiempos habían pasado, y se me apretaba el corazón al empaquetar las cows que me quedaban para enviarlas a Dover, y no me preocupaba de que Uriah pudiera verlo, que se apresuraba tanto a mi servicio, que me acuso de haber faltado a la caridad suponiendo que estaba muy satisfecho con mi marcha.
La última vez que yo fui a «Doctors Commons», un hombre muy educado, revestido de un delantal blanco, me saltó encima bruscamente, murmurando a mi oído las palabras sacramentales: « ¿Una autorización de matrimonio?», y con gran trabajo le impedí que me llevara en brazos al estudio de un procurador. Pero después de estas digresiones pasemos a Dover.
Me contó que todas las cartas de los emigrantes respiraban esperanza y alegría; que míster Micawber había enviado ya muchas veces pequeñas sumas de dinero para saldar sus deudas, « como debe hacerse de hombre a hombre; que Janet había vuelto al servicio de mi tía al establecerse esta de nuevo en Dover, y que, por último, había renunciado a su antipatía por el sexo masculino, casándose con un rico tabernero, y habiendo confirmado mi tía aquel gran principio ayudando y asistiendo a la novia y hasta honrando la ceremonia con su presencia.
Había preparado, para pegar en ella, una dirección escrita en el respaldo de una de las tarjetas de expedición que pegábamos en las cajas: «Míster David enviará a buscarla a la oficina de la diligencia de Dover».
-¿Dónde vas? -me dijo el latonero cogiéndome de la pechera de la camisa con su mano negra. -A Dover --dije. -¿De dónde vienes? -insistió agarrándome más fuerte para estar bien seguro de que no me escaparía.
Cuando llegué, por fin, a los áridos arenales que rodean Dover, esta imagen querida me devolvió la esperanza en medio de mi soledad y no me abandonó hasta que conseguí el primer objetivo de mi viaje y pisé la ciudad, el sexto día después de mi evasión.
i tía supongo que empezó a preocuparse seriamente por mi abatimiento prolongado, e ideó enviarme a Dover con el pretexto de ver si todo iba bien en su casita, que había alquilado, y con objeto de renovar el alquiler con el inquilino actual.
Había estado indecisa, al dejar Dover, respecto a si confirmaría o denegaría de una vez el renunciamiento desdeñoso por el sexo masculino que había sido el fundamento de su educación.