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martes, 13 de octubre de 2009

El parque Mont-Royal

El parque del Mont-Royal, el monte que dio nombre a la ciudad de Montreal, o "parque de la montaña", como lo llaman los montrealeses, se yergue en pleno centro, y hace las veces de corazón y pulmón de Montreal.

El Mont-Royal visto desde la avenida McGill College,
con los edificios del soberbio campus de la Universidad McGill al fondo.

Creado en 1876 por Frederick Law Olmsted, el arquitecto paisajista que diseñó el Central Park de Nueva York, este parque inspira mucho afecto a los montrealeses, que pasean por sus caminos en otoño, esquían en invierno y hacen picnics familiares en verano. En él se encuentran senderos agradables, muchas zonas boscosas (Olmsted consiguió darle un aspecto salvaje a pesar de ser enteramente planeado), un pabellón (el chalet de la montagne) que hoy en día sirve de refugio a los esquiadores que paran a calentarse las manos con un café en invierno, pero que antiguamente fue un salón de baile; una vista soberbia de la isla, un lago (le Lac des Castors) y numerosas ardillas, mapaches, algún raro zorro rojo y lechuza de las nieves, y amantes furtivos en la noche gay, entre otra fauna urbana.
El Mont-Royal un poco más cerca, desde el campus de McGill.
El Lac des Castors
El antiguo salón de baile (hoy café y refugio invernal) en el chalet de la montagne.

Uno de los muchos caminos del Mont-Royal en septiembre...
... y en octubre


Vista obligada para los amigos y familia que vienen a verme desde el otro lado del charco.

martes, 29 de septiembre de 2009

Montreal en Televisión Española


Se hace saber, gracias a un amiguete que me ha avisado hoy, que esta noche a las once, en la primera cadena de TVE (Televisión Española, para mis lectores de este lado del charco), el programa "Españoles en el mundo" paseará sus cámaras por Montreal. No, no aparezco en él (escarmenté con la chapucera entrevista en el periódico). Mis quince minutos de fama mediática me bastaron. Pero a lo mejor os interesa asomaros por esta ciudad, aunque sea a distancia, por otros medios que lo que chafardeáis en este blog. Debo de haberme vuelto muy nórdica, porque veo la hora de emisión y pienso que a las once de la noche normalmente yo ya ando soltando un hilillo de baba sobre la almohada.

Para los lectores de este lado, los de las Américas, y para los del otro que andan desperdigados por esas lejanas Europas, si os interesa podéis verlo en su página web.

domingo, 5 de julio de 2009

Montreal en verano

En verano se revela el auténtico espíritu de esta ciudad: a pesar de sus aires de capital, Montreal aspira a ser un pueblo.

Un pueblo con sus verbenas, sus mercados callejeros, sus balcones y porches floridos de geranios y sus gatos sesteando durante la bochornosa sobremesa.

martes, 28 de abril de 2009

jueves, 23 de abril de 2009

J'aime Montréal

Paseíto primaveral por el centro. A falta de verde (los primeros brotes han salido, tímidos, minúsculos, pero aún falta un mes para ver el verde explotar), el ojo se detiene en detalles que, por cotidianos, se pasan por alto. Como las crípticas señales que convierten el aparcamiento en todo un ejercicio de ingenio para los montrealeses y en algo incomprensible para los visitantes... (juro que he visto dos que se contradecían en el mismo poste)...

... o los edificios decorados con graffittis.






Mirad lo desnuditos que están aún nuestros árboles.

lunes, 23 de marzo de 2009

Kiss me, I'm Irish

Este domingo pasado se celebró en Montreal la fiesta de Saint Patrick. En sus orígenes, la ciudad de Montreal tal y como la conozco hoy fue construida con el trabajo duro de muchos quebequeses francófonos, escoceses e irlandeses, gentes trabajadoras que formaban la clase obrera de la época.

El día del desfile de Saint Paddy todos los montrealeses, vengan de la procedencia que vengan, se sienten un poco irlandeses. Montreal se viste de verde, los pubs irlandeses se llenan hasta los topes de leprechauns de todas las edades, los participantes y espectadores de la fiesta se atiborran de Guinness y balbucean un ebrio "kiss me, I'm Irish" a cualquiera que se les acerque.

Y una tiene la impresión de que, más que festejar al bueno de Patricio, lo que se celebra aquí es que por fin tenemos un grado sobre cero.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Mis días de Bruce Lily, Chinatown y sus placeres prohibidos


Mis días de Bruce Lily, como me bautizó monsieur M., pertenecen a mi segundo año de residencia en Quebec, año en el que en pleno mes de enero me vi catapultada al norte más nórdico -en el que todavía se encuentran ciertos vestigios de civilización, como un Tim Hortons-, de Quebec: Sept-Îles. Sept-Îles, a doce horas de coche de Montreal, es una de las última ciudades a orillas del San Lorenzo accesible por carretera, a partir de Natashquan, para llegar a otros puntos habitados, en verano el medio de transporte diario es el barco, y en invierno la motonieve (por encima del curso congelado del río San Lorenzo).

Monsieur M. fue destinado a esta pequeña y muy aislada ciudad de trabajadores (en las serrerías y la pesca del cangrejo de Alaska, principalmente), que cuenta con un Tim Hortons, un bar country, un burdel, un mini-centro comercial y una reserva india con otro centro comercial (los Innu o montañeses han vivido en este territorio desde mucho antes que los blancos supieran de su existencia). Cuando aterricé en Sept-Îles, acababa de empezar a chapurrear el francés, aún no tenía la ciudadanía canadiense (ni el permiso de trabajo que la acompaña), no sabía cocinar más allá de unas galletas y una tarta de manzana, y no tenía una idea muy clara de lo que es realmente sentirse extranjero, tras once meses de vivir en Montreal, ciudad en la que se hablan más cien idiomas diferentes.

Tampoco tenía ni idea de lo que es el clima realmente nórdico, pero pude hacerme una muy rápido: cuando casi habíamos llegado, tras diez largas horas de ruta en plena tormenta de nieve, en el último segmento del viaje, entre Port-Cartier y Sept-Îles, hay dos horas de carretera sin ningún punto habitado; dos horas de carretera serpenteante en plena tundra, con enormes abetos de vez en cuando, gigantescos camiones madereros que ocupan la carretera entera y amenazan con sacarte de ella en cada curva. Para amenizar el viaje un poco más, la tormenta de nieve (por aquí lo llaman blizzard, es cuando nieva horizontal y si estiras un brazo delante del cuerpo no te ves la mano) arreció, y nos vimos en la simpática situación de tener que decidir entre dormir en la cuneta (imposible seguir conduciendo, con visibilidad cero), a treinta bajo cero, con el riesgo de ser enterrados por la tormenta y morir congelados, o tomar el riesgo de dar media vuelta e intentar encontrar Port-Cartier y dormir allí, contando con que hubiera algo semejante a un motel. Todo ello con la gata Julieta -tan aterrorizada como yo- encima de mis rodillas (Alfonso aún no formaba parte de la familia).

Finalmente, pudimos encontrar un sitio donde dormir sanos y salvos, y llegamos de una pieza al día siguiente. Tras esa llegada triunfal, siete meses en una ciudad donde lo más exótico que han visto nunca es un anglófono de Montreal (imaginaos cuando yo abría la boca: podrían haberme brotado un par de antenas verdes en la frente y no me hubieran mirado más boquiabiertos); ciudad de pescadores y leñadores, hombres que pasan meses lejos de casa, donde la población femenina es visiblemente menos abundante que la masculina, cuya inmensa mayoría luce orgullosamente barba y bigote, camisa de cuadros y gorra de béisbol pegada al cráneo.

Tras vadear el metro de nieve instalado en permanencia en las aceras, mi rutina diaria me llevaba a la minúscula biblioteca municipal (que me leí de cabo a rabo, y cuya bibliotecaria se convirtió en mi chaleco salvavidas durante el tiempo que pasé allí), de ahí, ponerse de nuevo la parka y el pasamontañas (a 35º bajo cero, o te cubres la cara o se te cae la nariz congelada al suelo con gran estrépito). A continuación, vadear de nuevo como un pato las montañas de nieve hasta el Tim Hortons, donde pedía un cafelito y echaba un vistazo al periódico del día y a mi botín de la biblioteca, rodeada de rústicos parroquianos que dejaban de hablar en cuanto hacía mi aparición. Tras explicar a la camarera, unas semanas más tarde, que yo no era una anglo, sino una "pobresita inmigrante española", se relajaron un poco y siguieron sus conversaciones a pesar de mi presencia. La mayoría no tenía muy claro dónde cae España (en alguna parte cerca de México, probablemente), pero siempre era preferible a una anglófona, por muy quebequesa que sea.

Normalmente hacía mis compras en las Galeries Montagnaises, centro comercial que me gustaba, por tener más variedad de tés, entre otras cosas. Allí constaté que todos los clientes eran amerindios, hablaban inglés (un merecido descanso de mi por entonces muy laborioso francés), y me miraban de la misma manera que los blancos en el Tim Hortons. Para que luego digan que hay tantas diferencias interraciales. Monsieur M. me explicaría mucho más tarde que cuanto más profunda es la región de Quebec, menos cohabitación entre blancos y los indios de las reservas, entre los que existe un odio tranquilo. De ahí el asombro de ver una -para ellos- blanca (soy bastante palidita en invierno, y tengo un aspecto que no es visiblemente ibérico) pasearse por las tiendas.

Después de haberme autoenseñado a cocinar (lo cual provocó algunas crisis de pareja, porque monsieur M. se sentía pelín agotado de llegar a casa y tener que hacer de cobaya para mis soufflés de cangrejo, quiches de berenjenas y otras delicias), haber producido muchas acuarelas, haberme leído la biblioteca entera (ahí encontré libros sobre el té, y me volví la teófila que soy hoy), haber enseñado a Julieta a dar la pata, haberme visto todas las pelis del videoclub y haber descubierto la tele americana por cable y sus patéticos programas, haber superado una depresión con la ayuda del Oprah Winfrey Show (que Dios bendiga a Santa Oprah), decidí que tenía que salir de casa y ver gente (otra gente aparte de los parroquianos del Tim Hortons y la bibliotecaria). Como el ejercicio siempre ha sido una parte importante de mis esfuerzos por conservar la salud mental, y que en Sept-Îles el gimnasio estaba equipado sólo con pesas de cincuenta kilos la unidad, y copado por los rústicos leñadores (ambientazo para una chica sola), me apunté a la única posibilidad existente para mujeres: el dojo local de karate y kung-fu.

Éramos sólo dos mujeres, y la verdad es que a mi colega de género le entraba la risa floja cada vez que había que practicar el combate, cosa que me exasperaba terriblemente. Los chicarrones de la motosierra no sabían muy bien cómo abordar el combate con la oponente femenina: normalmente los pobres se quedaban paralizados, mientras yo les daba de hos%$*ias (con perdón), sin piedad ninguna, más que nada para hacerles reaccionar y que me permitieran practicar paradas.
Fue tras presenciar algunos de mis combates que monsieur M. adquirió un nuevo respeto por su cónyuge (no me levanta la voz jamás), y que me bautizó con el sobrenombre de Bruce Lily. Me avergüenza un poco decir que empecé a pillarle el gusto a eso de soltar mis frustraciones sobre mis oponentes masculinos (actitud deshonrosa en cualquier arte marcial, y en la vida), hasta que sensei, observador él, pensó que ya me había divertido suficiente, y que estaba lista para hacer demostraciones con él. Cada vez que necesitaba un punching bag para mostrar una caída, la afortunada elegida era yo. Me convertí en el saco de arena oficial del dojo. Tampoco es que se pasara, era un buen maestro y siempre frenaba a tiempo, pero mis huesillos se llevaron varias sonoras sacudidas contra el tatami. Y, testaruda como soy, me levantaba pensando: "este maldito falócrata no me va asustar". En el fondo, creo que mi cabezonería y mala leche le cayeron simpáticas, así como ese monstruo interior que me descubrí en el tiempo que pasé allí: me encanta la pelea. Yo que era toda peace & love, me sorprendí a mí misma adorando sacudirme con otro ser humano. Tanto, que si bien hace tiempo que quiero volver a practicar, aún me da un poco de cosa.
Voilà por la historia de hoy. Ahora pasemos a lo realmente importante: la pitanza.



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Los placeres prohibidos del título, es por las zampadas que nos sacudimos monsieur M. y yo en Tong-Por, nuestro restaurante favorito en Chinatown, en el que uno puede ponerse literalmente ciego a excelente comida china por apenas 12$ (canadienses) por barba, y encima, oh maravilla de maravillas, llevarse las sobras a casa (cuando se come en un chino, siempre sobra, a no ser que uno padezca de obesidad extrema).


Otra maravillosa costumbre de este país práctico, ecologista y sin tonterías: el doggy bag, es decir, cuando no puedes terminarte toda la ración que te sirven en el restaurante, puedes pedir, sin ningún problema, que te la envuelvan para llevar. Doggy bag es una especie de broma quebequesa que viene de la tan manida excusa que se daba en los restaurantes, la de "¿Puede envolverme estas sobras? Son para mi perro...".

Nada mejor que una jornada gris, lluviosa y fría de noviembre, para ir entrenándose con vistas a los excesos navideños. Empezamos el entrenamiento con la mítica sopa wonton de este restaurante, la mejor que he probado nunca (y he comido en varios barrios chinos, en el de Londres entre otros), con su ajito refrito, el caldo de esta sopa es simplemente magistral.


Seguimos con un tradicional chowmein cantonés, es la especialidad del restaurante, y no tiene mucho que ver con esas versiones ultragrasas que se comían en el chino de mi ciudad natal... los filetes de pato laqueado que lo acompañaban estaban para morirse...



Monsieur M. es un incondicional de la placa caliente, traducción improvisada -y espero que correcta- de sizzling platter, esas placas metálicas que se sacan a la mesa y en las que se termina de cocinar el plato, que chisporrotea de forma espectacular. Él pidió unas gambas a la tailandesa.


Abandonando toda esperanza de poder abotonarnos los pantalones al salir de allí, nos dijimos que de perdidos, al río, y aún fuimos capaces de pedir ternera con salsa de naranja.


Terminamos con la consabida tacita de té al jazmín y unas fortune cookies. La mía decía "A este paso, dentro de poco necesitarás desnudarte y untarte de mantequilla para poder atravesar las puertas".

martes, 21 de octubre de 2008

Jean-Talon en otoño (III) (¡Sí! ¡Otra vez!)


A riesgo de produciros una sobredosis de tema otoñal, publico otra tandita de fotos tomadas en el mercado, durante la expedición en busca de la calabaza perfecta, calabaza que visteis destripar en la entrada de ayer.


Antes de que empecéis a preocuparos por mi salud mental pensando que tengo una obsesión compulsiva cuyo motivo central son las calabazas, insisto en tranquilizaros: tengo una obsesión compulsiva con las calabazas, las más marcianas de las verduras, la manifestación más colorida y excesiva de todos los frutos de la tierra.

Como la estación está tocando a su fin, ya no os queda mucho tiempo de sufrimiento cucurbitáceo, así que tomadlo con paciencia, arrellanaos en vuestras sillas y echadles un vistazo a estas fotos.

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(En orden, de arriba a abajo:)

1. Maíz multicolor, éste es seco y se usa sólo como decoración, pero la variedad de maíz azul empieza a ser popular.

2. "Ay, que todas las gaditanas me parecen manzanas..."

3. Calabazas. Lo sé, estoy enferma.

4. Arándanos rojos o cranberries. Se comen cocinados solamente, y normalmente se encuentran rellenando el interior de un cadáver de pavo. Me parece una pena, con lo bonitos que son, que sean sometidos a tamaña humillación sin que nadie muestre una foto de ellos au naturel.
5. Más calabazas. Voy a ir a que me miren esto, de verdad. ("¿Cucurbitofilia?")

6. Romanesco, romanescu en castellano. O un ejemplo de fractal de la familia del brécol.

7. Eeeehhh, ...vale, son calabazas. Pero el interés de la foto reside en la comparación del tamaño de la zarpita de monsieur M., que tiene unas manos como palas, y el de la calabaza en cuestión.


sábado, 11 de octubre de 2008

Festival de linternas: en el jardín botánico

Mis adorados "Radio Futura" (sí, ahora ya lo sabéis todo de mi turbio pasado, y no me avergüenzo de ello... es más, el Auserón aún me cosquillea un poco...) cantaban aquello de "Soy metálico... en el jardín botánico". No viene mucho a cuento con este post, salvo que cuando tengo visita , me gusta utilizarla como excusa para darme una vuelta por el espléndido jardín botánico de Montreal. En este caso, la que me sirvió de excusa fue la visita de mi amiga Sumire, con la que he tarareado canciones de Radio Futura numerosas veces durante la adolescencia.

Aparte de ser un parque enorme y de ejercer la función de pulmón verde de la ciudad (junto con el parque del Mont Royal, del que ya os hablaré), el jardín encierra maravillas, como un jardín acuático lleno de lotos y nenúfares, un jardín de bonsais, muchos de ellos más que centenarios, y el jardín chino más grande del mundo... fuera de China. Es una de las visitas que no debéis perderos si venís a Montreal.

Los lotos comenzaban apenas a abrirse cuando tomé estas fotos.

Cuando llega el otoño, se organiza el festival de las linternas. Desde hace ya muchos años, el gobierno chino, no siempre tan simpático, tiene la cortesía de enviar auténticas linternas chinas de seda, linternas que se cuelgan por todo el jardín de China y se encienden a la puesta de sol. Pasearse por este lugar, a la luz tamizada de estos farolillos (algunos de ellos auténticas esculturas luminosas), entre los pabellones del jardín, tiene algo de mágico. Cuando llegamos al jardín, el sol empezaba a ponerse.