
Mis días de Bruce Lily, como me bautizó monsieur M., pertenecen a mi segundo año de residencia en Quebec, año en el que en pleno mes de enero me vi catapultada al norte más nórdico -en el que todavía se encuentran ciertos vestigios de civilización, como un Tim Hortons-, de Quebec: Sept-Îles. Sept-Îles, a doce horas de coche de Montreal, es una de las última ciudades a orillas del San Lorenzo accesible por carretera, a partir de Natashquan, para llegar a otros puntos habitados, en verano el medio de transporte diario es el barco, y en invierno la motonieve (por encima del curso congelado del río San Lorenzo).
Monsieur M. fue destinado a esta pequeña y muy aislada ciudad de trabajadores (en las serrerías y la pesca del cangrejo de Alaska, principalmente), que cuenta con un Tim Hortons, un bar country, un burdel, un mini-centro comercial y una reserva india con otro centro comercial (los Innu o montañeses han vivido en este territorio desde mucho antes que los blancos supieran de su existencia). Cuando aterricé en Sept-Îles, acababa de empezar a chapurrear el francés, aún no tenía la ciudadanía canadiense (ni el permiso de trabajo que la acompaña), no sabía cocinar más allá de unas galletas y una tarta de manzana, y no tenía una idea muy clara de lo que es realmente sentirse extranjero, tras once meses de vivir en Montreal, ciudad en la que se hablan más cien idiomas diferentes. Tampoco tenía ni idea de lo que es el clima realmente nórdico, pero pude hacerme una muy rápido: cuando casi habíamos llegado, tras diez largas horas de ruta en plena tormenta de nieve, en el último segmento del viaje, entre Port-Cartier y Sept-Îles, hay dos horas de carretera sin ningún punto habitado; dos horas de carretera serpenteante en plena tundra, con enormes abetos de vez en cuando, gigantescos camiones madereros que ocupan la carretera entera y amenazan con sacarte de ella en cada curva. Para amenizar el viaje un poco más, la tormenta de nieve (por aquí lo llaman blizzard, es cuando nieva horizontal y si estiras un brazo delante del cuerpo no te ves la mano) arreció, y nos vimos en la simpática situación de tener que decidir entre dormir en la cuneta (imposible seguir conduciendo, con visibilidad cero), a treinta bajo cero, con el riesgo de ser enterrados por la tormenta y morir congelados, o tomar el riesgo de dar media vuelta e intentar encontrar Port-Cartier y dormir allí, contando con que hubiera algo semejante a un motel. Todo ello con la gata Julieta -tan aterrorizada como yo- encima de mis rodillas (Alfonso aún no formaba parte de la familia).
Finalmente, pudimos encontrar un sitio donde dormir sanos y salvos, y llegamos de una pieza al día siguiente. Tras esa llegada triunfal, siete meses en una ciudad donde lo más exótico que han visto nunca es un anglófono de Montreal (imaginaos cuando yo abría la boca: podrían haberme brotado un par de antenas verdes en la frente y no me hubieran mirado más boquiabiertos); ciudad de pescadores y leñadores, hombres que pasan meses lejos de casa, donde la población femenina es visiblemente menos abundante que la masculina, cuya inmensa mayoría luce orgullosamente barba y bigote, camisa de cuadros y gorra de béisbol pegada al cráneo.
Tras vadear el metro de nieve instalado en permanencia en las aceras, mi rutina diaria me llevaba a la minúscula biblioteca municipal (que me leí de cabo a rabo, y cuya bibliotecaria se convirtió en mi chaleco salvavidas durante el tiempo que pasé allí), de ahí, ponerse de nuevo la parka y el pasamontañas (a 35º bajo cero, o te cubres la cara o se te cae la nariz congelada al suelo con gran estrépito). A continuación, vadear de nuevo como un pato las montañas de nieve hasta el Tim Hortons, donde pedía un cafelito y echaba un vistazo al periódico del día y a mi botín de la biblioteca, rodeada de rústicos parroquianos que dejaban de hablar en cuanto hacía mi aparición. Tras explicar a la camarera, unas semanas más tarde, que yo no era una anglo, sino una "pobresita inmigrante española", se relajaron un poco y siguieron sus conversaciones a pesar de mi presencia. La mayoría no tenía muy claro dónde cae España (en alguna parte cerca de México, probablemente), pero siempre era preferible a una anglófona, por muy quebequesa que sea.
Normalmente hacía mis compras en las Galeries Montagnaises, centro comercial que me gustaba, por tener más variedad de tés, entre otras cosas. Allí constaté que todos los clientes eran amerindios, hablaban inglés (un merecido descanso de mi por entonces muy laborioso francés), y me miraban de la misma manera que los blancos en el Tim Hortons. Para que luego digan que hay tantas diferencias interraciales. Monsieur M. me explicaría mucho más tarde que cuanto más profunda es la región de Quebec, menos cohabitación entre blancos y los indios de las reservas, entre los que existe un odio tranquilo. De ahí el asombro de ver una -para ellos- blanca (soy bastante palidita en invierno, y tengo un aspecto que no es visiblemente ibérico) pasearse por las tiendas.
Después de haberme autoenseñado a cocinar (lo cual provocó algunas crisis de pareja, porque monsieur M. se sentía pelín agotado de llegar a casa y tener que hacer de cobaya para mis soufflés de cangrejo, quiches de berenjenas y otras delicias), haber producido muchas acuarelas, haberme leído la biblioteca entera (ahí encontré libros sobre el té, y me volví la teófila que soy hoy), haber enseñado a Julieta a dar la pata, haberme visto todas las pelis del videoclub y haber descubierto la tele americana por cable y sus patéticos programas, haber superado una depresión con la ayuda del Oprah Winfrey Show (que Dios bendiga a Santa Oprah), decidí que tenía que salir de casa y ver gente (otra gente aparte de los parroquianos del Tim Hortons y la bibliotecaria). Como el ejercicio siempre ha sido una parte importante de mis esfuerzos por conservar la salud mental, y que en Sept-Îles el gimnasio estaba equipado sólo con pesas de cincuenta kilos la unidad, y copado por los rústicos leñadores (ambientazo para una chica sola), me apunté a la única posibilidad existente para mujeres: el dojo local de karate y kung-fu.
Éramos sólo dos mujeres, y la verdad es que a mi colega de género le entraba la risa floja cada vez que había que practicar el combate, cosa que me exasperaba terriblemente. Los chicarrones de la motosierra no sabían muy bien cómo abordar el combate con la oponente femenina: normalmente los pobres se quedaban paralizados, mientras yo les daba de hos%$*ias (con perdón), sin piedad ninguna, más que nada para hacerles reaccionar y que me permitieran practicar paradas.
Fue tras presenciar algunos de mis combates que monsieur M. adquirió un nuevo respeto por su cónyuge (no me levanta la voz jamás), y que me bautizó con el sobrenombre de Bruce Lily. Me avergüenza un poco decir que empecé a pillarle el gusto a eso de soltar mis frustraciones sobre mis oponentes masculinos (actitud deshonrosa en cualquier arte marcial, y en la vida), hasta que sensei, observador él, pensó que ya me había divertido suficiente, y que estaba lista para hacer demostraciones con él. Cada vez que necesitaba un punching bag para mostrar una caída, la afortunada elegida era yo. Me convertí en el saco de arena oficial del dojo. Tampoco es que se pasara, era un buen maestro y siempre frenaba a tiempo, pero mis huesillos se llevaron varias sonoras sacudidas contra el tatami. Y, testaruda como soy, me levantaba pensando: "este maldito falócrata no me va asustar". En el fondo, creo que mi cabezonería y mala leche le cayeron simpáticas, así como ese monstruo interior que me descubrí en el tiempo que pasé allí: me encanta la pelea. Yo que era toda peace & love, me sorprendí a mí misma adorando sacudirme con otro ser humano. Tanto, que si bien hace tiempo que quiero volver a practicar, aún me da un poco de cosa.
Voilà por la historia de hoy. Ahora pasemos a lo realmente importante: la pitanza.

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Los placeres prohibidos del título, es por las zampadas que nos sacudimos monsieur M. y yo en Tong-Por, nuestro restaurante favorito en Chinatown, en el que uno puede ponerse literalmente ciego a excelente comida china por apenas 12$ (canadienses) por barba, y encima, oh maravilla de maravillas, llevarse las sobras a casa (cuando se come en un chino, siempre sobra, a no ser que uno padezca de obesidad extrema).
Otra maravillosa costumbre de este país práctico, ecologista y sin tonterías: el doggy bag, es decir, cuando no puedes terminarte toda la ración que te sirven en el restaurante, puedes pedir, sin ningún problema, que te la envuelvan para llevar. Doggy bag es una especie de broma quebequesa que viene de la tan manida excusa que se daba en los restaurantes, la de "¿Puede envolverme estas sobras? Son para mi perro...".Nada mejor que una jornada gris, lluviosa y fría de noviembre, para ir entrenándose con vistas a los excesos navideños. Empezamos el entrenamiento con la mítica sopa wonton de este restaurante, la mejor que he probado nunca (y he comido en varios barrios chinos, en el de Londres entre otros), con su ajito refrito, el caldo de esta sopa es simplemente magistral.
Seguimos con un tradicional chowmein cantonés, es la especialidad del restaurante, y no tiene mucho que ver con esas versiones ultragrasas que se comían en el chino de mi ciudad natal... los filetes de pato laqueado que lo acompañaban estaban para morirse...Monsieur M. es un incondicional de la placa caliente, traducción improvisada -y espero que correcta- de sizzling platter, esas placas metálicas que se sacan a la mesa y en las que se termina de cocinar el plato, que chisporrotea de forma espectacular. Él pidió unas gambas a la tailandesa.

Abandonando toda esperanza de poder abotonarnos los pantalones al salir de allí, nos dijimos que de perdidos, al río, y aún fuimos capaces de pedir ternera con salsa de naranja.

Terminamos con la consabida tacita de té al jazmín y unas fortune cookies. La mía decía "A este paso, dentro de poco necesitarás desnudarte y untarte de mantequilla para poder atravesar las puertas".