Jump!

        En el conclave espiritual que sucedía en el agujero negro de mi sillón se debatían las miserias de la humanidad llevadas a la mínima expresión. Era yo mismo contra mi mismo, en un debate feroz por tragar las ultimas gotas o no, por perder la consciencia o no.
 El Padre se había despojado a temprana edad de mis escrúpulos y reclamaba el triunfo del espíritu por encima del materialismo vacío que se exhibía alrededor. El hijo era una inmensa disquisición, el epítome de vulgaridad que nos adiestra para no saltar. La peor idea fue encender la televisión. Un tornado en Oklahoma nos hizo reflexionar a los tres sobre lo efímera que es la vida y la fugacidad de su razón. En ese momento el Padre tomaba ventaja y el hijo expió el nerviosismo con una canción.
 Sonó I am the blues del gran Muddy Waters y los tres coincidimos en que faltaban faldas en aquel salón.

 Saltamos.
Saltamos a la calle con el salón a cuestas, embutidos como caracoles en la baba de la meditación beat que tantas preguntas nos había formulado y que tanto tiempo nos había robado. Hielo seco en labios y fricción eran las notas de la enésima sinfonía que se tocaba en la nocturnidad de nuestro salón.

En el bar la mayoría rehuía la propia humanidad, esa sombra alargada que se esconde en la torcedura de las esquinas. La única salida era el alcohol. Compartimos nuestra diáfana soledad con las bocas ajenas y nuestra mente se abrió para dar cabida a ideas prestadas de otras lejanas y etéreas realidades, en la cornucopia imposible que era la verdadera moralidad viviente.
   Brindamos, sujetamos nuestras esencias para mantener el orden físico de las cosas y nuestros culos calientes en aquella vida y en aquel otro salón. La sexualidad irrumpió a tiempo para salvar nuestra dignidad animal y la vorágine dio con nuestros huesos en otro escenario.
El Padre escondido, el hijo perdido en el sillón, Solo quedaba yo a la riendas de mi yo en las puertas de la selva de la programación.

Y aquí vengo a contarlo, a depositar mi proyectil de presuntuosa grandilocuencia en cuyos extremos no cabe ni cabrá nunca publicidad ni metroscopia. Y solo cabe añadir que:

El amor no está en París, está en Oklahoma.

(Y el caos en el televisor)


   

Trago.

     
         Llevo años buscando en el fondo de las botellas la respuesta a la pregunta Cómo puede pasarme otra vez, pero el Diablo se apiada de mí echándome una mano, susurrándome Cómo puedes estar preguntándote eso otra vez.

Y trago.

La gente me pregunta Por qué bebes.

Y el alimento del tiempo nutre las raíces de una tristeza enterrada en las vísceras. Donde se asientan los pilares del fracaso guardo un átomo de amor, descompuesto hasta la sin razón de existir en un mundo donde el amor es perseguido y ultrajado. Allí está, casi inexistente pero formando parte de mí, formando parte del eje corrompido de un plan maestro que fracasó.
Qué perfección amortaja tu propia sombra. Con cuántos demonios has hablado del pasado.



Yo no bebo, respondo.


La muerte bebe aquí el tiempo que hay en mí.

Comunihilismo ilustrado.

     Quiero escribir prosa hermosa y ¡Rayos! me sale ensayo. Ésos de torcer esquinas y beber al borde de cualquier tarima. Porque el mundo apesta a cloaca llena de ratas viciadas de envidia y yo sin motocicleta.

Un par de tetas.

Alivian, pero no son lo que queremos ser, aunque duela. Además, ser o no ser deja de ser la cuestión cuando el más tonto lidera la nación. Ay, el paro, ay el empleo, y yo que empleo vocablos feos para describir la vida de este describidor.

¡Ladrones!

Robando sueños; ellos, no yo, ¡Oiga,  policía! Yo no hago otra cosa que vivir al día.

 ¡Razone, jaja, policía! I´m only sleeping, ¡Policía! Tranquilo en mi cajón de peón, sin dar problemas, sin juntar ideas, sólo muebles, ni pensar en rebeliones absurdas contra este poder tan bonito que nos arropa, ¡Pero qué bonito es!

Yo sólo sé que lo sé todo, y si no que se lo pregunten a Huxley, hace años que lo supo antes que yo. Lo sé, lo sé, lo sé, déjeme tranquilo. 

Y tranquilo me quedo en mi deposición.