¿Qué ocurre con estos anteojos...? Quitándomelos rápidamente, los limpié afanosamente con un pañuelo de seda, y volví a ajustármelos.
Caliente estaba aún el cuerpo del animal; la blanca y densa piel de su vientre relucía como
seda manchada de sangre; sus enormes orejas pendían; sus ojos se vidriaban.
Emilia Pardo Bazán
El martes siguiente, envuelto en los susurrantes pliegues de una larga esclavina, con una máscara de terciopelo con barba de satén sujeta detrás de las orejas, esperaba a mi amigo De Jacquels en mi piso de soltero de la calle Taitbout, calentando mis pies a la vez ateridos e irritados bajo el contacto desacostumbrado de la seda, en las brasas del hogar; fuera, las bocinas y los gritos exasperantes de una noche de carnaval llegaban confusos desde el bulevar.
La velada fue deslizándose como una seda, y ya el Muñequero empezaba a tranquilizarse cuando un murmullo sordo le hizo volver la cara hacia la puerta, en la que acababa de aparecer el Maroto.
– Bien, nos vamos –ordenaba su voz, y, en un susurro de seda y satén que se roza, nos hundimos en la puerta cochera, semejantes, me parece, a dos enormes murciélagos, con el vuelo de nuestras esclavinas, repentinamente levantadas por encima de los dominós.
Salvo un enorme coracero de uniforme, una especie de truco de mandíbula pesada y bigote rojizo, sentado junto a dos elegantes dominós de seda malva y que bebía con la cara descubierta, los ojos azules ya vagos, ninguno de los seres que allí se encontraban tenía rostro humano.
Caía, pues, la cresta; entornando los ojos bajo la azul membrana que los protegía, el pavo se acercó a la urna en que el Niño vestido de rancia
seda blanca, alzando en la diestra su mundillo de plata que tiene por remate una cruz, derramaba la gracia de su faz riente y la bondad de sus ojos de vidrio sobre la pobre casa y sus moradores.
Emilia Pardo Bazán
Los árboles extienden Sus brazos a la tierra. Un vaho tembloroso Cubre las sementeras, Y las arañas tienden Sus caminos de seda -Rayas al cristal limpio Del aire-.
Era un animal hermosísimo, tenía esbeltas patas, ojos inteligentes y una crin que le colgaba como un velo de
seda a uno y otro lado del cuello.
Hans Christian Andersen
Habías llegado junto con la carta y ¡estabas tan guapo! -y todavía lo eres-. Llevabas en el bolsillo un largo pañuelo de
seda amarillo, y un sombrero nuevo. ¡Qué elegante ibas!
Hans Christian Andersen
La hija iba de blanco, fina y exquisita. Cintas de
seda verde ondeaban como juncos entre sus dorados rizos, coronados por una guirnalda de lirios de agua.
Hans Christian Andersen
La escoltaban doce preciosas doncellas, todas vestidas de blanca
seda y cabalgando en caballos negros como azabache, mientras la princesa montaba un corcel blanco como la nieve, adornado con diamantes y rubíes; su traje de amazona era de oro puro, y el látigo que sostenía en la mano relucía como un rayo de sol, mientras la corona que ceñía su cabeza centelleaba como las estrellitas del cielo, y el manto que la cubría estaba hecho de miles de bellísimas alas de mariposas.
Hans Christian Andersen