Romero a Roma
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Los que peregrinan a Roma, decía Alfonso X el Sabio, se llaman romeros. Este libro es el diario de una peregrinación a Roma desde Nápoles hasta la Ciudad Eterna, realizada a pie por tres romeros, mendigando la comida y durmiendo en cualquier sitio, como los peregrinos de antaño. El camino hasta la tumba de Pedro es el hilo conductor que enlaza cansancios, risas, oraciones, versos, encuentros con todo tipo de personas y lugares repletos de historia.
El autor, además, aprovecha para reflexionar de forma amena sobre la vida, la fe católica, Europa, el pasado y el futuro, con profundidad y buen humor. Con estas páginas, el lector tiene la oportunidad de acompañar a los tres romeros en su peregrinación y conversar con ellos por el camino.
Bruno Moreno Ramos
Bruno Moreno Ramos es un conocido bloguero español que disfruta escribiendo casi tanto como leyendo. Sus libros y otras publicaciones se caracterizan por el sentido del humor, la fe católica y el asombro ante la belleza de las cosas pequeñas. Vive en Madrid con su esposa y sus hijos.
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Romero a Roma - Bruno Moreno Ramos
I. Tres romeros y un camino
Me glorío en mi debilidad... porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.
2Co 12,10
––––––––
Antes de que continúes, querido lector, debo advertirte que la peregrinación a Roma que estoy a punto de relatarte fue un perfecto desastre. Si esperas encontrar en este libro una historia de superación, hazañas físicas, fuerza de voluntad y victoria sobre uno mismo, es mejor que dejes ya la lectura, para evitar una decepción. Como sabiamente decía Aristóteles (digo yo que sería Aristóteles, porque era un señor muy sabio y decía muchas cosas): Dichoso quien ocupa su tiempo en meditar sobre sus propios logros, porque tendrá mucho tiempo libre
.
La triste realidad es que apenas hubo plan o propósito que no rompiéramos a lo largo del camino mis dos compañeros y yo. De hecho, empezamos incumpliendo la primera norma de toda peregrinación y esta primera transgresión marcó el tono general de todo nuestro viaje. Lo dicho, un desastre de peregrinación.
La primera norma de toda peregrinación dice, sencillamente, que el camino debe comenzar en la puerta de la propia casa. De otro modo, apenas puede hablarse de peregrinación. Cuando un peregrino medieval decidía caminar hasta Santiago (o era amablemente invitado a hacerlo por su confesor, para purgar sus pecados), no iba en carroza hasta Roncesvalles para comenzar allí su camino. No. Se calzaba las alpargatas, tomaba el cayado y el zurrón, se despedía de la familia entre las abundantes lágrimas de sus parientes más próximos y echaba a andar los meses que hicieran falta hasta llegar a su destino (si los bandidos, los animales salvajes, el frío, el hambre o las pestes no acortaban sensiblemente la peregrinación, claro).
Nosotros, sin embargo, no teníamos los tres meses que habríamos tardado en hacer el viaje entero hasta Roma desde nuestra casa a base de alpargata y carretera. Así pues, decidimos hacer lo más parecido posible. Como no podíamos salir andando desde España, fuimos en avión hasta una de las antiguas Españas, para salir desde allí. Es decir, viajamos hasta Nápoles. Porque Nápoles y Sicilia, aunque parezca mentira, fueron un tiempo Españas. Cuando las monedas de Felipe II decían Hispaniarum Rex, era una forma abreviada de decir Rey de Nápoles, de Sicilia y de otros muchos sitios. La bella ciudad de Nápoles fue una de las joyas de la Corona española (o aragonesa) durante dos siglos y medio, poco menos tiempo que Argentina, por ejemplo. Es una muestra del triste estado de nuestro sistema educativo que casi nadie sea consciente de ello.
Así pues, no partimos desde nuestra casa estrictamente hablando, pero sí desde casa de nuestros padres en sentido amplio, desde una tierra que fue en tiempos española. Nuestra idea era salir de Nápoles y hacer el camino andando y durmiendo en el campo, en pajares o donde pudiésemos, sin quejarnos de nada, sino dando gloria a Dios por todo lo que pasara. Durante el viaje, debíamos mendigar, comiendo lo que los italianos quisieran dar a unos peregrinos que se dirigían a orar ante la tumba de San Pedro. Finalmente, nuestro plan era llegar a Roma un domingo, para poder rezar el ángelus con el papa y escuchar sus palabras.
Decía antes que la peregrinación fue un perfecto desastre, pero igualmente podría decirse que fue un desastre perfecto, el desastre que Dios quiso que fuese. Como verás si continúas leyendo, estimado lector, no pudimos hacer todo el trayecto andando, compramos más de una vez la comida en vez de mendigarla, discutimos entre nosotros, nos quejamos, el final no fue lo que habíamos imaginado... Es decir, rompimos todas las reglas de la peregrinación; todas excepto la fundamental, la que incluye, supera y da sentido a todas las demás. ¿Y cuál es esa norma fundamental?, te preguntarás Una muy simple y fácil de recordar: el único plan que importa es el de Dios.
Y así fue. Cada problema, cada norma abandonada, cada plan hecho añicos fueron providenciales, porque eran pequeños coscorrones que Dios nos daba cuando olvidábamos que nuestros planes no siempre se ajustan al suyo. Una peregrinación es, a fin de cuentas, un signo de lo que es la propia vida, en camino hacia la Jerusalén del cielo. Y si hay algo que Dios se empeña en meternos en la cabeza a lo largo de toda nuestra existencia en este valle de lágrimas es que nuestra felicidad sólo puede encontrarse en hacer su Voluntad. Para ello, se complace en romper una y otra vez nuestros planes, hasta que nuestra dura cabezota se entera de dónde está la verdadera felicidad. El que deja por un momento de quejarse y acepta el plan de Dios se convierte, por eso mismo, en peregrino.
Hablando de peregrinos, tengo otra confesión que hacerte, amigo lector. No sólo éramos malos peregrinos. Lo cierto es que ni siquiera éramos peregrinos. Al menos en sentido estricto. Más bien éramos romeros. No lo digo yo, lo decía Alfonso X el Sabio, allá por el siglo XIII, en las Siete Partidas:
Romero tanto quiere decir como home que se parte de su tierra et va á Roma para visitar los santos lugares en que yacen los cuerpos de Sant pedro et de Sant pablo, et de los otros que prisieron hi martirio por nuestro señor Iesu Cristo. Et pelegrino tanto quiere decir como extraño que va a visitar el sepulcro de Ierusalen et los otros santos lugars en que nuestro señor Iesu Cristo nació, et visquió et prisó muerte en este mundo, ó que anda el pelgrinaie á Santiago ó á otros santuarios de luenga tierra et estraña
.[1]
El Dante, por su parte, distinguía un romero (quien va a Roma) de un palmero (quien viaja a Jerusalén y de allí trae la palma) y un peregrino (quien peregrina a Santiago). En cualquier caso, tanto el poeta italiano como el sabio rey español coincidían en que nosotros no éramos peregrinos, sino romeros. Y si la sabiduría y la poesía están de acuerdo, poco más se puede decir sobre un asunto.
Éramos romeros y estábamos muy orgullosos de serlo. De hecho, quisimos ir en particular a Roma para reafirmar nuestra fe, que es la fe de la Iglesia: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.[2] Para que las reliquias santas del primer Vicario de Cristo y las palabras de su sucesor nos confirmasen en la fe y, sobre todo, en la fe en la Encarnación.
A fin de cuentas, la fe en la Encarnación incluye, de algún modo, todo lo que creemos. Nunca he entendido a quienes afirman ser cristianos, o incluso pretenden ser teólogos, pero muestran que no creen en los milagros de Cristo y hablan de las multiplicaciones de los panes y de los peces como el milagro de compartir
o de las curaciones de leprosos y paralíticos como sanaciones psicológicas
. Si uno cree en el misterio de los misterios, que es la Encarnación, ¿cómo podrá encontrar dificultades en creer en los pequeños milagros de convertir el agua en vino, resucitar un muerto o abrir en dos partes el Mar Rojo? No son más que minucias en comparación con el hecho verdaderamente asombroso de que Dios se haya hecho hombre.
Si Dios te concede una fe firme en la Encarnación de su Hijo, el resto viene por añadidura. Por eso tenía yo tantas ganas de acudir a rezar ante los huesos de aquel pescador de Galilea testarudo y fanfarrón que comió y bebió con Cristo después de su resurrección[3]. Quería tocar la fe con las manos, besando la tumba del mayor de los Apóstoles. Deseaba palpar la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo; un Cuerpo místico, pero no por ello menos real. Anhelaba, en fin, huir de las ideologías abstractas y sin cuerpo de nuestro tiempo y saciarme de nuestra fe hecha carne en lugares, momentos y personas concretas por voluntad de Dios. Para ello, nada mejor que una peregrinación, porque peregrinar es necedad para los sabios de este mundo y escándalo para los que hacen un ídolo de la comodidad o la eficacia, pero es sabiduría de Dios para los creyentes.
Como conviene en toda peregrinación como es debido, Dios marcó con signos su inicio: no teníamos fondos para pagar los billetes hasta Nápoles, así que fue mi abuela quien pagó todo lo necesario. Quizá esto no parezca una señal muy espectacular por parte de Dios, pero puede que se entienda mejor si explico que mi abuela falleció hace unos veinte años. Sucedió que, poco antes de la fecha escogida para el viaje, mi padre, buscando entre fotos y papeles antiguos, encontró una libreta a mi nombre de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Castellón, en la que mi abuela había ido ingresando pequeñas cantidades a mi nombre para cuando yo creciera. Y el total fue más que suficiente para pagar los tres billetes de avión hasta Nápoles. No me cabe ninguna duda de que tuvo mucho que ver con ello la oración de mi abuela, vivat in Christo. Así que Dios nos regaló esta pequeña muestra de su afecto y del misterio tan consolador de la comunión de los santos, que había de estar muy presente en toda la peregrinación.
Por si me quedaban dudas, quiso Dios hacer otro pequeño milagro que marcara nuestra peregrinación como un tiempo en sus manos. Soy traductor y trabajo sentado ante un ordenador. Tanto tiempo amarrado al duro banco hizo que empezara a sufrir dolores de espalda y, en las semanas anteriores a nuestra partida, esos dolores se fueron haciendo cada vez peores, hasta el punto de que apenas