Cristal Traslúcido
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Zaragoza, 1989. Un quinceañero salva a una joven de ser asesinada y se ve inmerso, por amor, en una aventura más grande de lo que puede entender. Sale de la cómoda seguridad de la clase media para arrastrarse a un mundo de prostitución, drogas y violencia en una ciudad en la que la heroína hace estragos entre los humildes.
Marcado por esa primera relación, caerá en situaciones en las que está en juego la vida de los demás y también la suya, y donde el amor o el deseo está tan presente como en todos los chicos de su edad.
Una novela negra que trasciende la narración y nos adentra en la confusión de la adolescencia, la difícil evolución de un protagonista que descubrimos como niño y cuyas vivencias le obligan a avanzar hacia una madurez impropia de su edad.
Eduardo Casas Herrer
Eduardo Casas Herrer es un zaragozano de treinta y nueve años, vinculado a la producción literaria desde hace muchos. Ha ganado numerosos premios y tiene publicada en solitario una novela negra, "Cristal Traslúcido" y una novela corta histórica, "El juez de Sueca".Es miembro del Cuerpo Nacional de Policía, y ha sido condecorado dos veces por su labor con la Cruz al Mérito Policial. Es ponente en conferencias internacionales, tanto en español como en inglés y da charlas en colegios para orientar a los adolescentes.Además de como escritor, aparece como personaje en dos libros de divulgación periodística, "España Negra, los casos más apasionantes de la Policía Nacional", de Rafael Jiménez, Manuel Marlasca et al y "Los nuevos investigadores", de Carlos Berbell y Leticia Jiménez.Ha aparecido en numerosas ocasiones en programas informativos de diferentes televisiones (TVE, Antena 3, Cuatro, Telecinco, La Sexta etc). En 2011 protagonizó el episodio dedicado a la Brigada de Investigación Tecnológica, en la que trabaja, de la serie “Unidades del Cuerpo Nacional de Policía” en el canal de televisión “Crimen Investigación”. En 2013 lo hizo en el capítulo del programa "Crónicas" de Televisión Española sobre el "Acoso en la Red" que fue posteriormente galardonado con el Premio de la Fundación Cuerpo Nacional de Policía.
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Cristal Traslúcido - Eduardo Casas Herrer
ZARAGOZA, JULIO DE 1989.
1
—¿Dónde vas, hijo?
—Por ahí.
—¿Dónde es por ahí
?
—Con mis amigos.
—¿Y qué amigos son esos?
—¿Qué más te da, mamá? Si no los conoces…
Tal vez alcanzó a decir pues debería conocerlos
, no estoy seguro, porque cerré la puerta de casa y me lancé a la calle. Me irritaba mucho que intentase controlar cada uno de mis pasos, cada vez que respiraba, si suspiraba, lo que leía, lo que no, si estudiaba, si no lo hacía... Si lo hubiera pensado con frialdad tal vez me habría dado cuenta de que lo único que hacía era preocuparse por mí, como cualquier madre responsable, pero me gustaba sentirme así. Quizá lo que quería era marcar diferencias con mis viejos. Al fin y al cabo, de eso trata la adolescencia, ¿no?
No le había dicho la verdad. No del todo. Es cierto que no conocía a mis colegas, porque no iba a ver a nadie. Tan solo quería salir a la calle y despejarme. Era julio de 1989 y hacía calor. Mucho. Más o menos como el año anterior, el otro y cada uno de los que recordaba. Es lo que tiene el verano, que sube la temperatura.
Me gustaban más las altas temperaturas que las bajas. Me desagradaba sentir capa tras capa de ropa sobre mi cuerpo; me hacía sentir torpe y me veía como el muñeco de Michelín. Mejor aún, las chicas también aligeraban sus vestidos y eso, con catorce años y todas las hormonas disparadas (recién disparadas, de hecho) era algo con lo que a duras penas podían competir los libros y la televisión. Ni siquiera podían hacerlo los juguetes que se amontonaban en mi habitación y a los que aún les dedicaba tiempo de vez en cuando.
¿Dónde ir? La pregunta no era demasiado complicada: como siempre, al centro; al Corte Inglés y a Galerías Preciados, en el eje formado por la Plaza de España y la Plaza de Aragón, con el Paseo de la Independencia en medio.
Aquel día me alargué demasiado y cuando volvía ya estaba anocheciendo. Me esperaba la bronca. Mi padre ya habría vuelto de trabajar, lo que reforzaba la posibilidad de que me gritasen. Mamá por sí sola no solía imponer nada; mi padre era el catalizador que necesitaba para iniciar la reacción en cadena.
Esos pensamientos pasaron a un segundo plano de golpe.
Para acortar camino me había metido por una de las callejuelas paralelas a Miguel Servet. Eran casas pobres, antiguas, de no más de dos pisos, en un barrio que se consideraba seguro.
Primero solo oí ruido, como quien vuelca un cubo de basura, de esos negros de goma que tenemos por todas partes. Luego, pasos rápidos. A continuación, carreras y un grito femenino.
Estaba ocurriendo muy cerca de mí, casi seguro en la calle perpendicular a la que me encontraba, apenas a doscientos metros. Por supuesto, tenía que averiguar qué estaba pasando. Fui hacia allí.
2
Al principio tan solo aceleré un poco la marcha. Cuando escuché a una chica gritando socorro
y luego ¡no! ¡no!
, mis zancadas se convirtieron en carrera.
Me quedé paralizado en cuanto giré la esquina. No estaban muy lejos de mí, apenas a veinte pasos, quizá menos. Habían salido del primer portal de la calle, que aún estaba abierto. El cubo de basura volcado era el que estaba delante de ese número. No habían llegado mucho más lejos: en el suelo, agitándose y pateando, yacía una joven que no podía tener mucha más edad que yo. Tenía una melena negra azabache despeinada y esparcida por el suelo, que me ocultaba su rostro. No podía apreciar demasiado de su figura, que parecía llena de terribles curvas para un cuerpo tan delgado. Había algo raro en su ropa: medias de rejilla, zapatos de tacón alto, minifalda y un breve top que dejaba su ombligo al aire. Inusual como mínimo.
De pie, inclinado sobre ella y de espaldas a mí estaba un hombre inmenso. Yo no era precisamente un enano y Aun así me sentía diminuto en comparación. Vestía una camiseta Imperio que había conocido tiempos mejores y que dejaba ver abundante vello, que asomaba por el cuello y los sobacos. Llevaba el pelo rapado al estilo militar y un cigarrillo en la oreja. Completaba su atuendo un pantalón negro bastante desgastado y unas deportivas que, por su calidad, desentonaban con el resto.
Lo que más me preocupaba era el enorme cuchillo que lucía en su mano, que más recordaba a un hacha de carnicero. Dado que esa mano estaba elevada por encima de la cabeza, las intenciones estaban más que claras. Tenía que actuar de alguna manera y hacerlo ya.
Pasado el primer momento de estupor, antes de darme cuenta de lo que hacía, empecé a avanzar hacia ellos. Mi coco funcionaba a toda velocidad y pensé, a tiempo, que lo peor no era que me sacase una cabeza, sino que me duplicaba en anchura de hombros. Eso por no hablar de que él iba armado y yo no. Mi única ventaja era que no me habían visto aún.
Al cruzar el cubo de basura cogí un viejo mango de escoba. Puede que no fuera una lanza, pero ayudaría más que ir a pecho descubierto.
Asestó su primer machetazo. La joven alzó su brazo derecho para defenderse. Oí cómo se astillaban los huesos, y vi el chorro de sangre que se proyectó hacia la pared. Apenas gritó. Debía estar agotando sus fuerzas y, en tal caso, su suerte estaba echada, porque no quedaban dudas sobre las intenciones del agresor.
Me forcé a acelerar, a pesar de que la parte racional de mi cerebro empezaba a tirar de todas las fibras de mi cuerpo en dirección contraria. Un par de pasos más tarde ya no había vuelta atrás. El palo estaba alzado sobre mi cabeza, y antes de que volviera a acuchillarla, golpeé la suya con toda mi fuerza.
En una situación calma podría haberlo supuesto: el mango de fregona se partió de cuajo y el hombretón no cayó al suelo. Encogió la testa, y su puñalada quedó interrumpida a medio camino. La chica, que había perdido los zapatos, pateó hasta quedar contra la pared.
Se giró hacia mí con lentitud. Primero me miró por encima de su hombro. Esa fue la primera vez que le vi la cara. Tenía unas profundas ojeras que enmarcaban unos ojos marrones y pequeños, con algunas venitas reventadas que le daban un aspecto aún más maléfico. Iba sin afeitar, con algunas espinillas blancas destacadas aquí y allá. Su nariz aplastada, de boxeador, demostraba que estaba acostumbrado a encajar golpes. Malo para mí, que jamás me había peleado y que apenas tenía músculos entra la piel y los huesos. La delgadez era mi herencia familiar.
Mi vista se desvió un momento hacia la joven, que seguía inmóvil en la pared. Se sujetaba la herida con el brazo sano. Un abundante charco de sangre crecía a su alrededor. Quise gritar que se largara de allí y ni un solo sonido salió de mi garganta. Me atenazaba un miedo terrible, que igual que me enmudecía me impelía a intervenir.
El gigante ya había vuelto su corpachón hacia mí, con odio irracional en su mirada. Si era capaz de asesinar a una chica, mucho más fácil lo haría conmigo. Esa debía ser la mirada que se pone justo antes de hacerlo. Encogió un labio con gesto de asco, y yo entonces recordé que tenía aún algo entre mis manos: el palo que se había astillado era una estaca afilada. Presa de la desesperación, me lancé hacia él, empujando con todas mis fuerzas.
No se esperaba ese movimiento y, dada la escasa distancia que nos separaba, no pudo reaccionar. Lanzó un grito de terror cuando le alcancé en el pecho y salió huyendo, tan rápido que caí al suelo. Las manos manchadas de sangre no me sostuvieron y me acabé dando un buen golpe en la cabeza. Todo se volvió negro.
3
No debí tardar mucho en recobrar la conciencia. Abrí los ojos y me incorporé de golpe: temía por mi vida. Quizá el gigante hubiese vuelto y estuviese a punto de acabar conmigo. No. Solo la farola que nos iluminaba observaba la escena. Unas gotas de sangre indicaban la vía de huída del individuo, calle abajo. El cuchillo de carnicero estaba apenas un poco más adelante. De la estaca no había ni rastro. Quizá se la había llevado clavada, como un vampiro al que no aciertan en su punto vital.
Me llevé la mano a la frente, que me dolía bastante y, aunque noté un buen chichón, mis órganos parecía seguir en su sitio. La chica tampoco se había movido. Tenía la cabeza reclinada y los ojos cerrados. Fue la primera vez que vi su cara. El corazón me dio un vuelco. Era preciosa. A pesar de su sufrimiento, de las magulladuras y de un excesivo maquillaje, irradiaba belleza por los cuatro costados. Tenía un rostro ovalado del que destacaba una nariz pequeña, algo respingona, y unos labios carnosos y sensuales. Su piel era perfecta. Ni una impureza, ni un granito que la afease.
Tenía los brazos cruzados sobre un pecho que se adivinaba más que abundante y, de ahí para abajo, sangre. Me preocupé. Si seguía la hemorragia pronto estaría muerta, si no lo estaba ya. Toqué su cuello. Estaba fría, pero aún respiraba. Arrodillado a su lado le di unos suaves cachetes en la cara. La envolvía un penetrante olor de colonia barata que en aquel momento me pareció el mejor de los aromas. Aún hoy, tantos años después, cuando huelo esa fragancia por la calle, me trae su belleza a la memoria con una dolorosa punzada de nostalgia.
—¡Eh! ¡Despierta!
Abrió los ojos poco a poco, como quien vuelve de un mal sueño. Mi miró sin entender nada.
—¿Quién… quién eres tú? ¿Dónde está mi padre?
—No sé dónde está nadie. Tenemos que salir de aquí antes de que vuelva ese elemento y te acabe de matar. Necesitas un médico ya.
—¿Médico? —dijo con terror—. No puedo… ¡no quiero ir al médico! Estaré bien…
Intentó levantarse. Al hacerlo, soltó su herida y su antebrazo derecho quedó colgando por apenas unas tiras de piel. Ambos lo miramos con incredulidad, como si lo que viéramos fuese imposible. Se desmayó de nuevo y la cogí antes de que cayera al suelo. Le hice una suerte de torniquete con la correa de su bolso, la cargué como pude y salí de allí tan rápido como me permitieron las circunstancias. Me dolía la cabeza de manera horrible. Supuse que eso no sería nada en comparación con lo que tenía que tenía que estar pasando la joven que se bamboleaba sobre mi hombro. Además, el temor de volver a ver al gigante le dio alas a mis pies.
Sudando, dolorido, empapado en sangre de la chica más hermosa que había conocido jamás y de quien la había intentando asesinar, cada paso me costaba más que el anterior y la sien aumentaba su latido a cada instante, como si tuviera cien agujas clavándose a la vez.
Por fin, después de lo que me pareció el trayecto más largo recorrido a pie en mi vida, que hacía un rato apenas me había costado cinco minutos en dirección contraria, llegué frente a una cabina de teléfonos en Miguel Servet
A pesar de ser más de las once de la noche aún había gente por la calle. Enseguida un hombre de mediana edad se acercó a preguntar. Lo tomé por hostil y debió entender mi mirada, ya que se quedó a una prudente distancia. Su mujer había descolgado el teléfono y estaba llamando a la Policía. Me derrumbé y lloré como un niño al sentirme por fin seguro y darme cuenta de lo que acababa de pasar.
En apenas media hora, lo que era un tranquilo y agradable paseo de verano se había convertido en una pesadilla que me podía haber costado el precio más alto. Mientras las lágrimas seguían fluyendo por mis mejillas, en algún momento pensé en el giro que había tomado mi existencia. Parecía una reflexión exagerada, producto de la emoción y de la inexperiencia. No tenía ni idea de lo acertado que estaba, y cómo aquel encuentro fue el comienzo de lo que vino después. ¿Cómo hubiera sido mi devenir de no haber elegido esa calle ese preciso día? Seguro que muy diferente a como es hoy. En tal caso, ella estaría muerta. No hubiera sido un buen cambio.
Es curiosa la cadena de ideas del ser humano. Mientras estaba empapado en sangre, sentado al lado de una chica herida de gravedad, que además se había desmayado, después de haber arriesgado hasta la vida, lo único que pasaba por mi mente desde que había mirado el reloj era Dios mío, mis padres me van a matar
.
4
Cuando conseguí tranquilizar el rumbo de mis pensamientos y, tras un suspiro, corté mis lágrimas, volví el rostro hacia la chica que estaba derrumbada a mi lado. Me sorprendí al ver que ella, despierta, me miraba con unos grandes ojos negros, curiosos e inquisitivos. No mostraba rastro de dolor. Su serenidad me perturbó aún más. Creo que fue entonces y no antes cuando empecé a amarla con esa pasión que solo se puede tener a los catorce, que no entiende de razones, ni de lógica ni de sentido común.
—¿Quién eres? —preguntó, con una voz algo ronca, explicable dadas las circunstancias.
—No me conoces —dije, adoptando una pose de duro de película—. Estaba en el sitio adecuado en el momento preciso. Nada más.
Alzó las cejas mientras asomaba una sonrisa triste a sus labios. En ese momento podría haber tenido un millón de años más que yo. Quizá los tuviera.
—Tendrás un nombre, ¿no?
—¡Claro! Jorge. Me llamo Jorge. ¿Y tú?
—Soy Diana. Perdona si no te doy dos besos, es que ahora mismo no me siento con muchos ánimos, ¿sabes?
Esa ironía parecía tan fuera de lugar como su serenidad. Sorprendente mujer.
—¿Quién era ese tipo que te perseguía?
Fue lo primero que salió de mis labios de entre la multitud de preguntas que mi cerebro empezaba a formularse. Todas quedaron sin respuesta porque en ese momento llegó la ambulancia de Bomberos. Dos sanitarios me apartaron de ella y empezaron a hacer su trabajo. La Policía llegó poco después y por fin me volví a poner de pie. La sangre sobre mi ropa me debía dar un aspecto poco tranquilizador y el chichón en mi frente tampoco debía contribuir a un buen aspecto general.
Supuse que, como mínimo, me iban a interrogar y Diana estaba ya en una camilla, a punto de desaparecer de mi vista, quizá para siempre. No podía permitirlo. Me negaba a perder a la chica que había empezado a amar, así que me lancé a la carrera hacia la ambulancia, seguido de los dos agentes. Llegué antes de que la metiesen dentro del vehículo.
—¡Espera! —le grité, apoyándome en el costado de la camilla— ¿Volveré a verte?
Volvió a sonreír un poco, y me agarró la mano con fuerza. Incorporó un poco la cabeza. En ese momento parecía, por encima de todo, cansada, muy cansada.
—Imagino que durante un tiempo estaré muy localizada en el Hospital al que me lleven. Pregunta allí. A mí también me gustaría volver a hablar contigo…
—¿Puedo ayudarte de alguna forma?
Los policías me alcanzaron y me invitaron a acompañarles. Mientras caminaba hacia el coche patrulla, miré hacia atrás por encima del hombro. Se cerraban las puertas de la ambulancia roja y Diana se alejó de mí bajo ululantes sirenas.
5
—¡Yo no he sido! —fueron mis primeras palabras en aquel cuarto gris y marrón.
El hombre que acababa de entrar esbozó una sonrisa durante apenas un instante. Luego volvió a poner cara seria y dijo:
—Lo sé.
En ese momento tenía miedo, más que en toda la noche, que ya pasaba de la una. Cuando me había enfrentado al monstruo en la calle, las cosas habían ocurrido tan rápido que no había tenido tiempo de pensar en ello. En esa situación era diferente.
Los dos patrulleros me habían metido en su Talbot Horizon y me habían conducido a la Jefatura Superior de Policía, que estaba en el paseo María Agustín. Creo que no tenían muy claro si era yo el responsable de los hechos o no, pero por sus caras deduje que les producía una mezcla de desprecio y asco. Dado mi aspecto, no era para menos. Una vez allí me dejaron en una especie de sala de espera fría y desangelada. Uno se quedó en la puerta y el otro desapareció con mi carnet de identidad, estrenado hacía pocos meses.
Cuando volvió, me condujeron a la habitación gris y marrón, y cerraron la puerta al salir. En ningún momento me habían esposado, no me habían dejado llamar por teléfono a nadie y, en general, habían sido silenciosos. Con la quietud yo tenía tiempo para pensar en mis padres y el disgusto que se iban a llevar; en la venganza del gigante homicida; en lo que podría querer de mí la Policía, en si me creerían o acabaría cargando con las culpas. En Diana. En si querría volverme a ver. En si se pondría bien. En si se recuperaría. En si hablaría a mi favor en el juicio.
Cada instante que pasaba estaba más convencido de que me iban a acusar de intento de asesinato. Seguro que acabaría en la cárcel y Dios sabe cuántas cosas más me podrían pasar. Y estaría lejos de Diana. Cuando me soltasen ya no querría saber nada de mí. Además, en cuanto se enterase mi madre, se iba a morir del disgusto y mi padre no volvería a hablarme jamás y su hija crecería sin saber que tenía un hermano.
En esas estaba cuando se abrió la puerta y grité ese yo no he sido
que han podido leer más arriba.
Quien acababa de entrar era un hombre de estatura media, bastante delgado, de unos cuarenta años. Llevaba unas gafas de cristal verde con montura metálica fina en color dorado, que se quitó en cuanto cerró la puerta. Lo que más destacaba de su rostro eran unas arrugas marcadas y muy profundas alrededor de los ojos y en las comisuras de los labios, tan separadas de éstos que parecían un rasgo facial más, propio e independiente. Vestía una camisa azul claro y una corbata marrón, que se sujetó cuando apartó la silla para sentarse delante de mí.
—¿Fumas? —dijo, poniendo un paquete de Ducados encima de la mesa.
Negué con la cabeza.
—Mejor. El tabaco es malo para los jóvenes —aseveró, mientras encendía un cigarrillo y exhalaba el humo hacia el techo—. Me llamo Manuel Alonso, soy inspector y trabajo en el Grupo de Homicidios. Me han asignado este caso.
—Encantado —dije, con una leve sorna en la voz— Yo soy…
—Sé quién eres, Jorge Manzano. Tengo tu DNI —que puso encima de la mesa y me lo devolvió de un medido empujón—. Un chaval que nunca se ha metido en líos. ¿A que sí?
Volví a asentir en silencio. Él apoyó las manos sobre la mesa, uniendo los dedos entre sí, y me miró fijamente.
—Sé que no has sido tú —repitió—. También sé que has visto lo que ha pasado y necesito que me lo cuentes.
—Mis padres no saben nada, y estarán muy preocupados. ¡Mira qué hora es! —medio gemí, con un deje de desesperación al volver a consultar el reloj por enésima vez desde que había subido al vehículo policial.
Sonrió de nuevo y me acercó un teléfono de góndola de un feo color blanco sucio en el que ni siquiera había reparado en mi eterno rato en ese cuartucho.
—Eso tiene fácil arreglo —concluyó.
Descolgué el auricular sin saber muy bien qué iba a decir, pero aliviado al lograr al menos informar a mi familia de lo que había pasado. Tenía que pensar con cuidado las palabras que menos impacto les causaran.
6
Cuando oí la voz de mi madre al otro lado del hilo, lloraba; Aun así no me llevé una impresión nefasta. Saber que venían a buscarme contribuyó a relajarme y poder centrarme en lo que tenía que hacer en ese momento.
Aún no me fiaba del inspector Alonso, aunque había algo en su mirada que inspiraba confianza. Poco a poco, cada vez menos tenso, le relaté punto por punto lo que había pasado, que no era tanto. Al menos, no tantas cosas. Las que habían pasado, eso sí, eran muy importantes. Cuando cerraba los ojos veía ese antebrazo colgando de unos hilillos de piel, inerte, sanguinolento, y un escalofrío recorría mi espalda. Me costó meses dejar de verlo en mis sueños.
En poco más de un cuarto de hora estaba todo explicado. Después vino una parte más tediosa. Entró otro policía, también de paisano, y dejó dos gruesos libros encima de la mesa. Eran fotos y más fotos de personas que ellos pensaban que podían ser el gigante. No habían hecho demasiado caso de mi descripción, ya que había desde pequeños alfeñiques a negros de diferentes complexiones, alineados, página tras página sin seguir un orden aparente.
—Tómate tu tiempo —me dijo Alonso—. Sé que estás cansado; piensa que, cuanto antes lo detengamos, antes estará a salvo la chica.
Pasaba las hojas bajo la silenciosa mirada del policía, que no había vuelto a fumar. Tras un periodo indeterminado, el mismo hombre que había traído los libros le hizo una señal y me dejó solo. Poco después volvió a entrar con una caja de cartón que dejó en el suelo. En ella estaban, entre otras cosas, el cuchillo de carnicero, la parte de mi improvisada arma que no había seguido en mis manos y el bolso de Diana, una diminuta pieza de charol negro a la que le faltaba la correa que había servido para hacer el torniquete.
—Mañana le pasaremos el arma al Gabinete de Identificación —me dijo—. Ellos sacarán las huellas dactilares. Ya verás que, de una manera o de otra, ese cabronazo acabará cayendo.
Después, con una aparente falta de cuidado cogió el bolso y empezó a volcar su contenido encima de la mesa. Yo observaba embobado. Ver cualquier cosa de Diana me aceleraba el corazón. Alonso levantó la vista y alzó las cejas, como un profesor cuando descubre a su alumno mirando por la ventana. Fingí seguir mirando fotos; en realidad seguía sus movimientos con el rabillo del ojo.
Los objetos no eran tampoco nada especiales. Un DNI, maquillaje variado, un pañuelo, un mechero y doce mil sorprendentes pesetazas. Mucho dinero para una chica de esa edad.
Acababa el segundo libro, sin haber reconocido al matón de la nariz chafada, cuando llegaron mis padres. Un policía de uniforme que no conocía los trajo al cuarto en el que estábamos y yo me levanté para abrazarles. Al menos a ellos no les importaría mi lamentable aspecto. Aproveché el movimiento para echar un vistazo al documento de Diana. Se apellidaba Pastor Gabarre. Con esos datos iba a ser más fácil encontrarla donde quiera que la hubieran llevado.
—¡Jorge! —gritó mi madre, cuando me eché en sus brazos— ¿Qué te han hecho?
—Nada, mamá —respondí, con el tono más tranquilo que fui capaz—. Me encuentro perfectamente. Toda esta sangre —hice un gesto, de arriba hacia abajo con las manos— no es mía. He salvado la vida a una chica —dije, lleno de orgullo, ante la mirada de incredulidad de mi padre, que esperó su turno para abrazarme.
—Su hijo ha sido muy valiente, señora —terció Alonso, estrechando la mano de cada uno de mis progenitores—, pero será mejor que no haga muchas más cosas así —reforzó sus palabras poniéndome una mano en el hombro—. A veces salen bien y a veces no. Hay que tener cuidado —terminó, mirándome a los ojos.
—¿Podemos irnos ya? —pregunté.
—Todavía no. Tan solo queda un trámite por hacer…
Casi dos horas más tarde, pasadas las tres de la mañana, después de que teclearan en una vieja máquina de escribir sobre un original con cuatro calcos lo que antes les había contado de viva voz, bajábamos las escaleras de la Jefatura, camino de casa. Me sentía exultante y locuaz. Mis padres no parecían estar enfadados por mi retraso, y verme ileso les había aliviado tanto que sus caras también sonreían, aunque sus labios no.
Yo, por mi parte, era feliz: había sido un héroe, y había conocido a la mujer de mis sueños, todo en una noche. Cuando me senté en el coche me di cuenta de lo cansado que en realidad me sentía. Me dormí antes de llegar a casa. No recordaba lo último que Alonso había dicho: debía estar disponible si me llamaba el Juez en cualquier momento. No tenía que olvidar que había herido a un hombre, quizá de gravedad, aunque fuera en defensa propia, y tal vez la Justicia quisiera más explicaciones.
7
Al día siguiente madrugué. Abrí los ojos cuando el aroma del café que se preparaba mi padre antes de ir a trabajar empezó a esparcirse por toda la casa. Fui despertándome poco a poco, con el recuerdo de