El vuelo de la libélula azul
Por Mónica Samudio
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El vuelo de la libélula azul es un libro que desprende de cada una de sus páginas un sugerente intimismo, marcado a través de una poética cadencia esculpida con frases cortas, y que logra envolver al lector en una delicada atmósfera emocional.
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El vuelo de la libélula azul - Mónica Samudio
vuelo.
I
La temperatura sube en el camarote de plástico. Siente el calor abrasador y se incorpora de golpe para asegurarse de que no ha provocado ningún incendio, que todo está bien. Antes de encender la luz, comprueba que no hay ningún cuerpo a su lado.
Necesita aire. Se viste deprisa con una camiseta negra, un pantalón corto y unas botas mal anudadas y avanza dando tumbos por el pasillo, golpeándose cuando el barco se sacude.
En la cubierta manda el salitre y las huellas de algunos curiosos, que han salido para ver cómo las olas chocan contra el casco y se descomponen en pequeños charcos. Busca un refugio poco salpicado e intenta escribir para agotar el tiempo, pero no puede, su estómago se remueve y entonces escucha un crujido seco que le viene de dentro. Se vuelca en la mesa con la intención de vomitar, sobre el cuaderno dorado, la sensación que la perturba; mientras, la pluma se afloja y se le resbala de los dedos. Las yemas suspenden las lágrimas que no brotan, no corren ni se extienden, tan sólo dejan la mancha de tinta sobre el papel. Le gustaría entender aquel sonido, sabe que no es la fractura de una costilla, si así lo fuera no le ocuparía tanto.
El barco se inclina sobre su eje y entonces siente el mareo de los que no pueden soltarse de la tierra firme, de los que no saben flotar.
—Es mejor que se resguarden dentro, es peligroso quedarse en cubierta —advierte un miembro de la tripulación.
Lula no lo mira, tendría que preocuparse como lo hacen los demás, que empiezan a remolinarse alrededor de la puerta, pero ella no levanta la cabeza. Los pasos y los murmullos van apagándose y se queda sola, pensando en que el crujido puede haber sido la percusión de su alma mal tensada.
—Disculpe, ¿está usted viva? —pregunta una voz.
No responde.
—¿Qué le pasa?
Sigue sin contestar. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo responder que está todo lo mal que puede estar una persona a quien se le acaba de romper el alma?
—Si necesita algo, estaré en cubierta un rato, hasta que la noche y la tormenta se engullan el mar.
El extraño posa la mano en su hombro durante unos segundos y un sudor frío se abre paso entre el cuerpo de Lula y el salitre. Respira hondo pero el aire le llega tan sólo a la garganta. Intenta bajar la respiración al abdomen, está demasiado tensa, sabe que debe controlar la respiración para recuperar la serenidad.
El barco se zarandea, él se agarra a la barandilla y entonces Lula lo observa perpleja; desde allí parece como si estuviese dotado con un par de antenas blancas. Fija su vista borrosa para comprobar que es cierto. Por un momento se olvida del malestar y se centra en aquella silueta amarcianada. Espera. El mal tiempo encrespa la noche y empaña la atmósfera. Se frota los ojos y los achina para buscar mayor definición visual, pero sigue vislumbrándolo frente al mar con sus tentáculos.
Permanece quieta, absorta en esa imagen, en aquellos apéndices cefálicos que apenas se mueven con el viento. La imaginación se le dispara entre personajes mitológicos e insectos. Él está concentrado en el mar, como un Poseidón menor. Cuando gira la cabeza, se desdibuja un perfil humano, cuestionado por un larguísimo bigote. Piensa cómo es posible que los pelos del labio superior crezcan tanto como para que hayan modelado las puntas hacia arriba y le sobresalgan de los pómulos, más allá de las orejas. Con esa nueva perspectiva, Lula se aleja de la mitología para otorgarle carácter de lobo de mar, de artista o de presentador cómico de un programa decadente.
Él, por su parte, la observa aferrado a la barandilla y a una libreta que aprieta para que las hojas no se conviertan en aspas de un ventilador.
Lula se pregunta quién será y qué intentará escribir en la cubierta de esa noche encrespada.
—¿Se encuentra mejor? Parece que va cobrando tono, hace un momento era usted un bloque de piedra.
Es curioso, piensa ella, hace un momento él tampoco era humano.
—Todavía estoy afectada por el vaivén del mar, imagino.
—¿Imagina?
—Bueno, a veces las mareas no nos vienen desde el exterior. Entonces, es difícil de calibrar.
—Probablemente tenga usted razón, aunque estas noches son siempre interesantes y los cuadernos dorados llaman mucho la atención.
—Es cierto, yo también he observado que usted lleva una libreta y me he preguntado qué escribiría.
—Este mar se dispone a zarandearnos, así que invita a una conversación desordenada y espontánea, ¿no le parece?
—Ya veo, no va a contármelo. —Lula insiste—: ¿Es escritor, artista?
—La respuesta afirmativa a esa pregunta sería demasiado vanidosa. He leído en alguna revista «el Artista» o «el Creador» como si tuviesen poco con el peso que ya poseen esas palabras de por sí. ¡Las mayúsculas! La gente necesita escribir en caja alta. ¡Qué arriesgada es la insensatez de algunos periodistas y qué poco conscientes son de su influencia! ¿No será periodista?
—No.
—Menos mal. Juzgando, y con todos los prejuicios del mundo, eso sí, he llegado a la conclusión, a lo largo de mi vida, de que no quiero saber nada más de ningún periodista.
—Eso es porque seguramente usted lo sea.
—Lo fui, malheureusement. —Él esboza una sonrisa apretada bajo su bigote.
—¿Y también fue francés?
—Sí, también lo fui.
—Entonces, ¿ya no lo es?
El hombre le da la espalda y continúa perdido en el mar, mientras su cabello se desordena en una coleta demasiado ordenada. Lula se reclina en el respaldo de la silla para verlo mejor, sin dejar de agarrarse a la mesa.
—¿Y usted? —Él se gira de nuevo—. ¿A qué lugar pertenece?
—Al lugar que me vio crecer, donde me crié y pasé los mejores momentos de mi infancia; los únicos, los otros no existieron.
—¿Quiere decir que este momento no existe, que me lo estoy inventando yo?
—Esto sólo forma parte de una existencia narcotizada.
—Pues no sé a usted, pero a mi existencia le va bien sin drogas.
Los ojos azul grisáceos de Lula se empañan apenas mientras intenta despegar los mechones de cabello negro que se le adhieren al rostro y que contrastan con su piel pálida. El vaivén del barco es cada vez menos soportable. El viento arranca gotas a las crestas de las olas y moja las gafas del hombre, que se las quita, las pliega y las guarda en un estuche.
—¿No escribirá más esta noche? —pregunta el francés mientras señala el cuaderno dorado.
—No sería capaz de escribir ni una línea.
—¿Y qué tiene de malo lo curvo? Estas oscilaciones son hermosas: tumbos, bamboleos, bandazos, arqueos, contorsiones. Tiene carácter el mar cuando se enfurruña.
—¡Dígaselo a mi estómago! ¿Y usted? ¿Sería capaz de seguir escribiendo?
—Yo no escribo, no se trata de eso. Me dedico a dibujar ondas. —El hombre esboza una ondulación en el aire, a la que parece rematar con un punto, como si fuese una firma—. Todo lo contrario a usted que, por lo que veo, es mujer de líneas.
—Entonces, ¿dibuja ondas en esa libreta?
—Bueno, la literatura no tiene que ser tan sólo lineal, puede tener otras formas.
—¿Puedo verlas?
—De ningún modo.
—Pero ¿son dibujos?
—Ondas.
—¿Sólo ondas? ¿Nada más?
—Exactement.
Lula baja la mirada en un gesto incierto y calla. Las rachas de viento empujan las sillas de cubierta y vuelve a agarrase fuertemente a la mesa.
—Ya que le interesa saberlo, le diré que tan sólo soy un peluquero que busca la inspiración en el mar. El de esta noche seguramente traerá un peinado nuevo. ¿Decepcionada?, supongo que imaginaba otra cosa. —El francés suelta una carcajada que deja entrever bajo su bigote unos dientes pequeños y separados—. Ya ve, me dedico a eso, únicamente soy un peluquero, trashumante y feliz de haber abandonado, hace ya quince años, el periodismo por la belleza de una cabeza bien peinada. ¿Qué le parece?
—Que no es difícil darse cuenta de ello, su felicidad es traslúcida.
—Si me permite la observación, usted me parece todo lo contrario: hermosa pero opaca.
El barco da un bandazo y tumba las sillas, que patinan por la cubierta para chocar entre ellas. El hombre decide retirarse ya a su camarote. Ella lo observa avanzar, intentando mantener el equilibrio, con su caminar erguido y su pelo canoso recogido en una coleta, del que sobresalen las puntas de sus «tentáculos». Desde allí, le da la sensación de que está conectado con alguna estrella. Mira el cielo encapotado, no brillará ninguna más.
II
Su vuelta en barco desde Nápoles le hace recordar que el calor es efímero y que le quedan pocos días de vacaciones. Al cerrar los ojos todavía puede entrever las calles decadentes, los colores de las fachadas, el olor del mercado y el último extranjero con el que cruzará algunas cartas hasta que el correo deje de llegar a su buzón. Con los años ha ido acentuando su obsesión por el género masculino y por el epistolar, la necesidad de escribir y recibir cartas para degustarlas en soledad, para traducirlas, para releerlas. Necesita de ellas. Cada mediodía, cuando avanza por la Gran Vía camino a casa, saca la pequeña llave que abre su buzón y el pulso le aletea en las muñecas. ¡Ha besado tantas veces esa llave! La guarda atada a un cordón de cuero negro, separada de las demás. Y si es invierno, se la cuelga al cuello por debajo de la ropa para sentir su contacto. Le gusta llegar y tirar de ella, ponerse de puntillas, aproximarse al buzón para, antes de abrirlo, imaginar cuántas cartas se amontonarán en el interior de su estómago y pensar que esta vez sí que habrá una diferente, allí, debajo, agazapada.
El napolitano, como tantos otros que pueblan su memoria, permanecerá en su pensamiento hasta que se desvanezca su ectoplasma. Pero puede regalarle una carta nueva.
El barco ya ha perdido el aroma de la Costiera Amalfitana, apenas se percibe su recuerdo. Por la mañana, el viento parece haber dado una tregua. Guarda el cuaderno dorado que compró en Pompeya y del que irá arrancando folios que viajarán a otros buzones en invierno, cuando la piel se le erice y tenga que cubrir entero su cuerpo para que el calor no se le escape, cuando las manos se le enfríen y la letra se le vuelva afilada como la luna turca. Como siempre, necesitará huir o morir cuando el final de noviembre amenace con deshacerle la vida.
Lo ha pasado mal durante la tempestad, apenas han dormido. Frente a una manzanilla de máquina, intenta asentar su estómago.
Se levanta para alcanzar el pasillo y salir a cubierta. A su izquierda encuentra al francés en la popa del barco, donde el motor corta el agua para abrir una uve de espuma. Sus pies descalzos se dejan entrever como remate de unos vaqueros agujereados. Se acerca y permanece callada junto a él. Sus miradas se encuentran allá lejos, en la superficie del mar.
Mira al horizonte y tan sólo ve el horizonte.
Él, sin embargo, ve mucho más que el mar.
—Hay barcos que marcan un trazado tan perfecto sobre el agua y forman una cola tan estética que invitan a saltar, ¿no le parece?
—Creí que hoy tenía un mal día. —Los ojos de Lula buscan los del hombre, pero no encuentran respuesta—. Ya veo que el suyo es bastante peor.
—No, no se trata de eso. Me refiero al poder que tienen las cosas bellas, lo que pueden llegar a doler. —El francés hace una pausa—. No sé si conoce Formentera, pero algunas veces me quedo en sus acantilados mirando el fondo del mar desde el punto más elevado. Entonces, me pierdo entre los azules y observo el movimiento de las olas contra los peñascos; son de una cadencia absoluta, golpean como un metrónomo y se vuelven blancas como la leche materna para invitar a beber de ellas, a saltar. Es el diálogo del mundo con el esteta.
—¿Y por qué saltar, por qué no observarlo desde la orilla?
—Porque a veces la belleza es tanta que duele, que no deja respirar. —Él espacia las palabras con marcados silencios—. Reconozco que a menudo me gusta tanto como me asusta mirar, sobre todo en los días claros en los que el aire es tan limpio que permite que te proyectes en un vuelo corto.
—Así que en un vuelo corto. —Lula permanece reflexiva.
—¿Se queda sólo con las dos últimas palabras? —El francés por fin se gira para encontrarse con sus ojos.
—Sí, así es, me quedo con esas dos palabras.
—Lamentablement.
—Seguramente sea eso, lamentable.
—No he querido ofenderla. Discúlpeme, creo que no nos hemos presentado, me llamo Simón.
—Lula. —Le estrecha la mano y siente de nuevo su paz.
Se marcha a la otra punta del barco para después vagar por él sin apetito. Chispea. Parece que Simón tampoco ha comido, pues lleva horas entregado a la lectura, sin importarle las gotas que caen y motean sus gafas. Ella sigue caminando por la cubierta y regresa una y otra vez como si fuera una «niña péndulo» cortada por el agua. Intenta errar su rumbo, evita volver a pasar por ahí para que él no siga siendo su punto de referencia, pero no lo consigue. Recuerda que en la noche creyó que estaba conectado a las estrellas y piensa que quizá el movimiento de traslación que está ejecutando a su alrededor tenga algo que ver. Finalmente, arrastra una silla hacia su mesa, rompiendo así su órbita.
—Por favor, no interrumpa la lectura. Necesito sentarme y parar de una vez.
—Sin embargo, continúa en movimiento. —Simón observa el balanceo de la pierna que ha cruzado sobre la otra.
—Perdone, no me había dado cuenta. No sé por qué pero tenerle cerca me hace sentir bien, me relaja.
—Aun así, sigue proyectándose como una cariátide que soporta el peso de una gran estructura.
La cubierta huele a lluvia. Las tormentas de verano son cortas y tienen otro matiz; a ella le huelen a pinar, a camino de polvo, al hierro del pozo, a ciprés.
—Deme las gafas, se las limpiaré. —Lula extiende su mano, de dedos largos, finos y uñas pintadas de negro.
—No importa, en unos segundos quedarán encharcadas de nuevo.
—¿Y por qué no se las quita?
—Soy bastante miope y además tengo una enfermedad degenerativa en los ojos, así que no me gusta perderme los detalles ahora que todavía puedo mirar de frente al mundo.
—Lo siento. De todos modos, deme las gafas, me gustaría limpiárselas.
Simón se las quita y se las entrega. La lluvia sigue empapándolos. De nuevo, están solos en cubierta.
Avistan tierra y la gente se agolpa en los pasillos. Simón prefiere la barandilla opuesta, la que le permite todavía estar rodeado de mar, flotar, fluir y no tocar la realidad de un viaje que termina. Lula permanece a su lado. En el pecho le oprime la idea de regresar a Madrid, rodearse de edificios y proyectar grandes bloques de estética dudosa. A unos metros, las gaviotas parecen reírse de su fatalidad. Desde el barco da la sensación de que se van a chocar unas con otras.
Permanecen callados, cada uno embelesado en su historia personal del retorno. Los codos se rozan, seguramente porque Lula no quiere perder su contacto. Levanta la cabeza para seguir el vuelo de las gaviotas y él le comenta que ya no le apasionan porque se han hecho sucias y dueñas de la basura de las costas, porque ofrecen una sonrisa de pico ensangrentado.
—¿Pero de verdad está ensangrentado?, parece que sean manchas rojas, todas lo tienen igual. Se está burlando de mí. —Lula ríe mostrando una dentadura simétrica, eso sí, rematada con empastes—. Me fascina la facilidad de su vuelo y me dan envidia porque pueden vivir junto al mar.
—¿Y por qué no vive usted junto al mar? Si lo hace, sabrá cómo es el pico de las gaviotas. ¿Qué se lo impide?
—La tierra que hay por medio, supongo.
—Pues supone mal, sólo está por medio la tierra que quiera poner. —Simón la mira de reojo y, tras una pausa, continúa hablando—. Yo nací en París, pero decidí no quedar anclado al lugar donde me dieron a luz, y pertenecer a otros lugares. En la mayoría de mis viajes he tenido el mar como telón de fondo. Por eso decidí marcharme a la isla, para no perdérmelo. Y si le gustan las gaviotas, allí hay miles, están estrechamente ligadas al paisaje porque ellas son las que anuncian el mar cada día. ¿Cómo se puede vivir sin eso?
—No me importaría ser carroñera si pudiese ser dueña de ese destino.
—Pues hágase carroñera, pero permítase el derecho a ser feliz.
—No es fácil, tengo mi trabajo y toda mi vida en Madrid. Es una ciudad que apresa, engulle y agota, pero es donde estaré a partir de mañana.
—Por eso mismo le he dicho que se haga carroñera, porque tendrá que renunciar a todo y vivir de lo que los demás le permitan hasta que consiga posicionarse en el camino que elija. Pero por lo menos debe saber que tiene derecho a elegir, a extender las alas.
—Mi problema es ése, precisamente ése: mi miedo a volar.
Simón la mira. Lula nunca había visto antes esa mirada, supone que así es como se mira a los desheredados, a los pobres de espíritu, a los perdidos.
Quedan en silencio mientras el barco alcanza la dársena del puerto. Ella tiene que marcharse ya a por su maleta. Simón se agacha para ponerse unas chanclas y cerrar los bolsillos de la mochila que reposa a sus pies.
—Me gustaría poder escribirle alguna carta, si no le importa. Por eso siempre me acompaña un cuaderno dorado —susurra Lula—, soy una amante del género epistolar.
—Ya veo, así que ese cuaderno es el culpable de que su mundo se disperse por el mundo.
—Es posible.
—Ésta es mi dirección, puede hacer lo que quiera con ella, llenar mi buzón o llenar mi casa. —Simón escribe en su libreta, arranca un papel y lo aprieta en su mano—. Espero que de este barco rescate, por lo menos, el mar.
Al darle dos besos, siente la rigidez de sus largos bigotes. Piensa en lo difícil que creyó que sería besar a un tipo como aquél y en lo fácil que ha resultado. Él cogerá dos barcos más hasta llegar a su casa. Ella se irá tierra adentro y sentirá cada vez más lejano el salitre, apenas retendrá su olor y se le irá evaporando la humedad de la piel. Ya no se llenará de azul.
III
Volar no es cosa de dos, es un sentimiento individual, por eso ha decidido hacerlo sola, ser valiente y abandonar todo lo que no es una prioridad. La decisión ya la tomó frente a la estela. Al dejar atrás el barco en un coche alquilado camino a Madrid, se escuchó decir y se repitió que no podría aguantar otro invierno.
El proyecto inmediato que tenía que abordar era el de una maqueta de un edificio con jardín interior. Lo mejor habría sido reducir sus vacaciones, pero decidió enviar las piezas a un proveedor para que las fuera sacando en metacrilato y cortándolas mientras en el estudio se hacía el resto del trabajo. Además, en julio había esbozado algunos trazos para un colegio que se quería ubicar en una barriada sin demasiados recursos y el plazo del concurso terminaba en noviembre.
Los sueños de la facultad se le han hecho a jirones y se ha mermado su mundo quimérico. Los grandes proyectos son para otros, Lula ha tenido que resignarse a la mediocridad arquitectónica. La mesa de la buhardilla es un cementerio de ideas donde muere su colección de dibujos y fotografías.
Día 1 de septiembre y tiene que levantarse de la cama. Es miércoles y la semana se le ha partido también en el centro del pecho. No ha podido dormir, ha dado vueltas sobre la cama sin encontrar paz. Observa la luz que se filtra por la persiana caída, que le lame los pies y matiza las letras del fragmento de poesía que escribió en el cabezal con rotulador. La mañana le llega como un murmullo y no quiere pensar qué dirá ni cómo lo dirá, pero sabe