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Días de lluvia
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Libro electrónico96 páginas1 hora

Días de lluvia

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En el año 1974, al final de la dictadura de Franco, Marcial Buenaventura, un humilde profesor de un instituto de Madrid, desarrolla una extraña y revolucionaria teoría: los sentimientos humanos pueden influir de manera determinante en el clima. Después de un largo periodo de sequía, la llegada de unos días de lluvia no solo vienen a demostrar la teoría de Marcial, sino que al tiempo que anuncian el final del régimen franquista, llevan al protagonista al descubrimiento de su oscuro pasado y a un sentimiento amoroso que antes no había conocido.

Amalgamado el devenir humano, de esta original manera, en el habitual ciclo del agua, la narración durante esos días que dura la lluvia es también un breve pero denso repaso de nuestra guerra civil, los años de posguerra y el especial clima de esperanza colectiva que se vivió en los últimos años de la dictadura.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento14 sept 2015
ISBN9788416320349
Días de lluvia

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    Días de lluvia - Luis Junco

    1

    Tac-tac-tac.

    Todo tenía el color amarillo de la tierra reseca. Como envueltos en una vasta nube que no dejaba resquicio, las calles, las casas, la humilde iglesia con su espadaña y las dos campanas áureas y la larga procesión de fieles hacia los confines del pueblo iban adquiriendo esa tonalidad ocre que pareciera el único color del mundo. Cerraban el cortejo dos perros maros que dejaban sobre el terreno azafranado un vómito bilioso.

    Tac-tac-tac.

    Ya junto al brocal del pozo, Marcial Buenaventura extendía una mano ambarina de niño huérfano y entregaba a don Ramiro, el señor cura, la última de las llaves que abrían la urna que contenía las reliquias del santo. Después, y descubierto el cuerpo sagrado, Marcial veía con suspensa atención cómo don Ramiro iba desenvolviendo con cuidado sumo la mortaja de lino, hasta descubrir la rodilla derecha del mártir de un aspecto amojamado. Pero, a medida que la larga fila de peregrinos iba depositando sobre ella el beso devoto, tomaba al principio los visos del tuétano, para acabar manifestando el mismo color que lo teñía todo.

    Tac-tac-tac.

    Mientras los santos despojos, sujetos con una cincha y una larga soga que pasaba por una polea colocada en el brocal, descendían por el hueco del pozo para tocar con los pies el agua en su fondo, de la frente de los penitentes que sujetaban la cuerda caían a la tierra sedienta gruesos goterones de sudor, tac-tac-tac, oscuros ronchones que se amalgamaban con el polvo reseco cada vez con más profusión y continuidad, tac-tac-tac-tac-tac-tac, grandes florones negros que nacían como si explosionaran del lienzo amarillo de la tierra, en un vasto y ya incesante repiqueteo. Tac-tac-tac-tac...

    Estaba lloviendo.

    Tac-tac-tac.

    Otros tres golpes en la puerta de su habitación sacaron definitivamente a Marcial Buenaventura del sueño tantas veces repetido y que reproducía una experiencia en el lejano pueblo de su origen y que le había marcado desde niño.

    Tac-tac-tac.

    ¡Don Marcial!

    Se incorporó en la cama y miró instintivamente hacia el despertador. Las seis y cuarto. Aún faltaban quince minutos.

    ¡Diga, doña Encarnación! ¡Qué ocurre!

    ¡Mire por la ventana, don Marcial! ¡Mire por la ventana!

    Sin saber lo que estaba pasando pero con un pálpito venturoso alentándole en el centro del pecho, Marcial salió de la cama de un salto, se puso el albornoz sobre el pijama de franela y, descalzo a pesar del frío de febrero que se colaba como un cuchillo por la hendija abierta del balcón, abrió de par en par las dos puertas de éste y echó hacia fuera las contraventanas que daban a la calle Mesonero Romanos. Aún no amanecía, y la calle, iluminada por farolas que emitían una luz anaranjada, aparecía desierta. Pero a diferencia de otros días en que Marcial repetía la misma operación asomándose por detrás de los cristales, en esta ocasión todo lo que aparecía a su vista brillaba como la superficie de un espejo. Hasta que una suave brisa del norte le azotó en el rostro y sintió toda la cara cubierta de una humedad fría pero reconfortante. Entonces se fijó en el halo luminoso que nimbaba las farolas y lo vio traspasado por delgados hilillos de agua. ¡Dios mío, estaba lloviendo!

    Ahogando un grito de excitación dentro del pecho, volvió a la habitación, se calzó las zapatillas y salió al pasillo de aquella casa en la que se hospedaba desde hacía más de veinte años. Sobre la mesa del salón comedor, como cada mañana, ya estaba dispuesto el servicio del desayuno, y, de pie y vuelta hacia la ventana en donde tenía toda su atención, la figura menuda de doña Encarnación, que al escuchar la llegada de Marcial se volvió como con sobresalto. La expresión de su cara, por regla general animosa a pesar de los setenta y cinco años recién cumplidos, hoy además rebosaba de una alegría contagiosa y una sonrisa insinuada en la comisura de los labios que se acentuaba cuando dio unos pasos hacia el recién llegado. La raída bata de guata de color rojo que vestía realzaba si cabe aún más el optimismo que emanaba de su figura. Sin decirse una sola palabra, Marcial Buenaventura y doña Encarnación Garrigues de la Encina, su patrona, tomados de la mano y dando saltitos acompasados, dieron tres vueltas a la mesa de desayuno al tiempo que emitían grititos y risas de contento. No lo sabían, pero en su reacción reproducían los movimientos rituales de atávicas danzas alrededor del fuego en rogativa por la lluvia.

    Ese día, trece de febrero de mil novecientos setenta y cuatro, Marcial Buenaventura repitió lo que hacía todos los días de trabajo entre las seis y media y las siete y media de la mañana, salvo que la mayor parte de las cosas las despachó con precipitación, como un mero y necesario trámite. Por ejemplo, se olvidó de hacer sus necesidades, se duchó en un santiamén y se tomó el café con leche y el pan con aceite en cinco minutos. Sin embargo, le dedicó más tiempo del habitual a la observación y anotaciones de la presión relativa en los pequeños y precisos aparatos de medición que tenía colocados junto a su propia cama, en el salón comedor, en el dormitorio de doña Encarnación y en la habitación de don Emérito, el otro huésped, medición esta última en la que no olvidó añadir la nota de «ausencia de don Emérito por viaje». Con gran emoción comprobó el pico de la medida ya predicho por sus previsiones hacía más de un mes.

    Y también se demoró con gusto en el cambio de la acostumbrada indumentaria: en lugar del gastado traje gris de todos los días, se puso el de lanilla amarronado de las grandes ocasiones; y la ordinaria corbatilla negra de lazo la sustituyó por otra de iguales características pero de seda y de un color kaki que hacía juego con el traje. Sobre todo tuvo que dedicar tiempo a rebuscar entre la ropa el largo impermeable negro con capucha que llevaba casi dos años sin ponerse y que extrajo del ropero casi con devoción. Mientras se lo ajustaba, rezó para que esta prenda sustituyera por mucho tiempo el usado abrigo de espiguilla de todos los días y después, comprobando en el reloj de pulsera que ya pasaban de las siete y media, cogió la maleta de cuero, se despidió cariñosamente de doña Encarnación y salió a la escalera. Ya había bajado el primer tramo hacia el zaguán cuando en el descansillo recordó que era día de compra. Volvió a subir al piso y buscó a su patrona, que ya trajinaba en la cocina.

    No se le vaya a ocurrir venir cargada como la última vez, doña Encarnación. Cuando salga del trabajo yo me pasaré por los Ultramarinos y traeré la compra, no se preocupe.

    Bueno, hijo, bueno. Es probable que don Emérito vuelva hoy antes del mediodía y pensaba encargárselo a él. Y además, ¿no va a impedirme que me moje un poco, con las ganas que ya tenía, verdad?, añadió con una risita cómplice. Ande, váyase de una vez, que va a perderse la lluvia.

    Ya en la calle, Marcial Buenaventura recibió la lluvia con el ansia de un extraviado en el desierto. Una disposición ésta que no parecía ser sólo cosa suya, pues la actitud de abrir los brazos, volver la cara hacia el cielo y recibir la suave llovizna que caía como una bendición sobre sus ojos semicerrados y los labios entreabiertos en una sonrisa de beatitud, lejos de sorprender a los otros transeúntes con los que se tropezaba, encendía en ellos gestos parecidos de acuerdo y simpatía. El agua que se derramaba con mansedumbre

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