Un hijo oculto
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Michael encontró al pequeño Jeremy viviendo con una madre que lo adoraba, la encantadora Camille. La pasión no tardó en apoderarse de Michael y Camille, pero ella ignoraba que él era el padre de Jeremy. ¿Cómo podría confesarle la verdad sin perder a las dos personas que más le importaban en el mundo?
Catherine Spencer
In the past, Catherine Spencer has been an English teacher which was the springboard for her writing career. Heathcliff, Rochester, Romeo and Rhett were all responsible for her love of brooding heroes! Catherine has had the lucky honour of being a Romance Writers of America RITA finalist and has been a guest speaker at both international and local conferences and was the only Canadian chosen to appear on the television special, Harlequin goes Prime Time.
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Un hijo oculto - Catherine Spencer
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Kathy Garner
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Un hijo oculto, n.º 1343 - septiembre 2014
Título original: D’Alessandro’s Child
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4663-0
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Capítulo 1
AL PRINCIPIO, lo único que planeaba Mike era observar al niño. Desde cierta distancia. Para cerciorarse de que todo iba bien en su vida. Después, le haría una última visita a su ex mujer moribunda, aliviaría su mente y corazón torturados y tomaría el primer avión que saliera de San Francisco con rumbo a Vancouver, sin revelarle a nadie que hacía más de cuatro años ella había dado a luz a un niño. Incluso intentaría olvidarlo.
Parecía lo más decente; lo más humano. Porque ya habían sufrido muchos. No tenía derecho a empeorar las cosas.
Pero eso había sido antes de poder mirar al niño, de oír la risa contagiosa o ver el pelo oscuro tan parecido al suyo, o contemplarlo correr por el parque.
Después, observar desde cierta distancia no bastaba. Quería tocar, hablar, escuchar. Saberlo todo sobre el niño de tres años y medio que desconocía que había traído al mundo... cosas sin importancia como el tipo de comida que prefería, cuál era su juguete favorito, si le gustaba la música o los trenes en miniatura; si sabía jugar al fútbol, patinar, nadar.
A unos metros de donde él miraba, la mujer, «la madre», saludó con la mano al niño mientras este pasaba sobre un pony de madera.
–Agárrate bien, cariño –pidió con voz musical.
¡«Agárrate bien»! Las palabras tenían una ironía amarga para Mike. Quizá, si Kay y él se hubieran agarrado bien al matrimonio, él no estaría allí en ese momento, tratando de idear el modo de entablar conversación sin despertar sospechas.
Ya sentía que la gente lo miraba y se preguntaba quién era ese desconocido. En una ciudad tan pequeña y conservadora, un tipo con unos vaqueros sobresalía entre la multitud igual que su coche utilitario de alquiler estaba fuera de lugar entre tanto Mercedes y BMW en el aparcamiento protegido del sol.
El tiovivo se detuvo con el niño en el lado más alejado de su madre. De puntillas, con la falda del bonito vestido malva movida un poco bajo la brisa, ella agitó la mano para captar su atención.
–¡Aquí, Jeremy!
¿Jeremy? Supuso que había nombres peores, aunque ese era demasiado fino para su gusto. Un niño necesitaba un nombre con el que se sintiera a gusto cuando fuera un hombre. Algo fuerte e indiscutiblemente masculino. Como Michael. Y un apellido que reflejara su herencia. Como D’Alessandro.
El pequeño bajó del pony, rodeó el tiovivo a la carrera y en su ansiedad por regresar junto a su madre, tropezó y cayó de bruces prácticamente a los pies de Mike. Sin detenerse a considerar la idoneidad del acto, se inclinó para ayudarlo a incorporarse.
Había manchas de hierba en sus rodillas. El pequeño cuerpo era dulcemente sólido y los ojos que lo miraban del mismo castaño insondable que los de Kay.
Fue como si de repente se abriera un vacío en el interior de Mike; una sensación de pérdida tan aguda que contuvo el aliento por lo dolorosa que era. ¡El niño que se apartó temeroso de él era de su propia sangre!
Anheló tranquilizarlo. Abrazar el cuerpo inocente y susurrarle: «No tengas miedo, hijo. Soy tu padre».
Pero lo dominó el silencio. Así como nunca había tenido que pensar qué decirle a sus sobrinos gemelos de cuatro años, con ese niño debía cuidar las palabras.
Una sombra se deslizó sobre la hierba.
–Ven aquí, Jeremy.
Incluso levemente teñida de alarma, la voz permanecía musical y hermosa. La mano que se extendió para quitar a su hijo del alcance del desconocido era fina y elegante, con dedos largos y esbeltos y delicadas uñas con forma oval y pintadas de rosa.
Mike alzó la vista y se encontró inmovilizado por una mirada azul enmarcada por pestañas tupidas y ligeras. Se irguió, dio un paso atrás y comentó con tono casual:
–Se ha dado un buen golpe, pero no creo que se haya hecho daño.
Era una mujer demasiado educada para decirle que le importaba un bledo lo que creía, pero la respuesta fría que le dio le transmitió el mensaje con claridad.
–Estoy segura de que no, pero gracias por preocuparse. Jeremy, dale las gracias al caballero por ser lo bastante amable como para ayudarte.
–Gracias –repitió él, inspeccionándolo con la desinhibida curiosidad de cualquier niño de tres años aferrado a la seguridad de la pierna de su madre.
Mike deseó ser valiente para revolverle el pelo negro. Pero resultaba impensable. Ella lo miraba con mucha intensidad, con el instinto protector en estado de alerta. Se conformó con meter las manos en los bolsillos de atrás de los vaqueros y esperar que la sonrisa no pareciera demasiado forzada.
–De nada, pequeño.
–Bueno... –la madre tomó la mano de su hijo y se dio la vuelta–. Debemos irnos. Gracias otra vez.
–De nada.
Los observó irse, ella con el porte erguido de una duquesa, y su hijo con el entusiasmo ágil que solo los muy jóvenes e inocentes conocen. «Has logrado lo que has venido a hacer», lo informó su mente racional. «El niño está bien vestido, bien alimentado y bien educado, y hasta un necio es capaz de ver que la madre bebe los vientos por él. Transmítele la noticia a Kay, sigue con tu idea original y olvida esta tarde».
–Imposible –murmuró.
La escena perfecta que lo rodeaba no podía borrar la imagen indeleblemente grabada en su mente de la habitación del St. Mary’s Hospital en San Francisco, ni el rostro de Kay, reducido ya por la enfermedad a proporciones esqueléticas, más patético por la angustia mental que la embargaba.
–Yo lo entregué –había susurrado, con los ojos hundidos anegados en lágrimas y los dedos, tan flacos que semejaban garras, cerrados sobre la sábana que le cubría el cuerpo dolorosamente delgado–. Al descubrir que estaba embarazada, justo cuando empezaba de nuevo... con tantas ambiciones... tan cerca de conseguir mi sueño... Olía el éxito. No podía ocuparme de un bebé, Mike. No entonces.
«Pero yo sí», pensó con amargura. El contacto fugaz que acababa de experimentar le decía que anhelaba profundizar en el conocimiento de un niño que tendría que haber sido suyo.
No era capaz de irse y olvidar la existencia del niño, como un hambriento no podría rechazar alimentarse.
–¿Quién es tu admirador secreto, Camille?
Aunque era una pregunta formulada con tono divertido, provocó un rubor en las mejillas de Camille que contradijo su respuesta:
–No tengo ni la más remota idea de a qué te refieres.
–¡Vamos! ¡Estás hablando conmigo!
Tendría que haber sabido que no podría engañar a la mujer que había sido su mejor amiga desde el parvulario. Frances Knowlton no había compartido su pasión secreta por Mortimer Griffin a los nueve años, no la había ayudado a teñirse el pelo rubio natural de un horrible rojo rubí a los quince, ofrecido su apoyo a los veinte en una boda con cuatrocientos invitados y no la había ayudado a mantener la cordura cuando el matrimonio se vino abajo el día que cumplió los veintiocho, sin haber aprendido una o dos cosas en el camino.
–Si te refieres al hombre que está en aquella mesa –se negó a mirar en esa dirección, aunque a sus ojos les habría encantado deleitarse con él–, nos conocimos de forma casual junto al tiovivo. Fue amable con Jeremy.
–Lo cual sin duda explica por qué prácticamente babeas ante su simple mención. Tampoco te culpo –Fran, a quien nunca le importó mucho el protocolo social, se bajó las gafas de sol y sometió al extraño a una inspección descarada antes de acariciar la rodilla de su marido por debajo de la mesa–. Si yo no estuviera casada con el hombre más sexy de la tierra, le pondría el letrero de «Comprado» al señor Ojos Azules, antes de que cualquiera, incluida tú, Camille, pudiera adelantarse.
Camille se vio obligada a reconocer que tenía los ojos más bonitos que jamás había visto. No de ese azul grisáceo con el que ella había sido maldecida, sino de un índigo profundo y tropical que ardían con una energía casi eléctrica en su rostro bronceado. Y no dejaba de posar esa mirada en ella.
–¿No es una pena que, igual que tú, esté solo? –observó Fran mientras apoyaba sus piernas largas sobre el banco de la mesa de picnic–. En el espíritu de la hospitalidad de las ciudades pequeñas, creo que debería remediarlo.
–¡Por favor, no, Fran! –el rubor volvió a apoderarse de su cara–. Para empezar, no estoy sola, sino con Jeremy, y...
Podría haberse ahorrado las palabras. Fran ya se había lanzado con obsesiva determinación sobre el hombre sentado a dos mesas de distancia. La expresión inicial de curiosidad había dado pie a una sonrisa deslumbrante.
Un momento más tarde, había recogido su plato y la seguía hasta donde Camille permanecía sentada con pétreo bochorno en la cara.
–Si fuera tú, trataría de mantener a mi mujer bajo un mejor control –informó a Adam Knowlton.
–Como no la lleve con una correa corta y con bozal –Adam sonrió–, hay poco que pueda hacer. Siempre ha sido independiente, y no me gustaría que fuera de otra manera –entonces, cuando al ver que Fran avanzaba en línea recta hacia él, sin dejarle al desconocido más opción que sentarse junto a Camille, Adam se adelantó y murmuró–: Será mejor que elimines ese ceño y sonrías. Os van a presentar.
Se llamaba Michael D’Alessandro. Dijo que estaba de vacaciones. Vivía al norte de la frontera, en Vancouver, y era propietario de una empresa de construcción dedicada principalmente a construir casas en la ciudad. En Canadá era muy popular el estilo arquitectónico de California, razón de su viaje al sur.
Dijo muchas más cosas: que no podía creer lo afortunado que era al conocer a Adam, arquitecto especializado en construcción residencial a prueba de terremotos; que había descubierto Calder de casualidad y que le resultaba muy pintoresca.
Contestó las preguntas nada sutiles de Fran con manifiesto encanto. ¿Casado? Ya no. ¿Viajaba solo? Sí. ¿Estaba de paso o pensaba quedarse un tiempo en la ciudad? No tenia una fecha fija; era su propio jefe y podía hacer lo que le apeteciera.
Incluso encontró tiempo para prestarle atención a Jeremy, con la facilidad de alguien acostumbrado a estar con niños pequeños. Jeremy respondió como una planta seca al agua.
–Sé nadar –anunció con orgullo infantil–. Y tengo una pelota de fútbol y me he cortado el pelo –información que Michael D’Alessandro recibió con absorta atención.
Pero lo único que realmente registró Camille era la sensación instintiva de que ese hombre representaba problemas, desde sus ojos hipnotizadores hasta la sonrisa deslumbrante y la voz sexy.
A punto estuvo de caerse del banco. Se preguntó en qué momento había entrado la palabra «sexy» en sus pensamientos. ¡Debía haber sufrido una insolación! «Sexy» había desaparecido de su vocabulario, igual que «romance». Había renunciado a ambas cosas para concentrarse solo en el amor y la pasión que sentía por Jeremy desde el día en que su matrimonio se desmoronó y Todd no solo la dejó a ella, sino también a su hijo.
–Y bien, ¿a qué se debe este picnic público? ¿O la gente en Calder se reúne los fines de semana para darse un empacho de cangrejos?
Fran le