Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo €10,99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Éboli, la princesa: No creas todo lo que digan sobre mí
Éboli, la princesa: No creas todo lo que digan sobre mí
Éboli, la princesa: No creas todo lo que digan sobre mí
Libro electrónico529 páginas8 horas

Éboli, la princesa: No creas todo lo que digan sobre mí

Calificación: 3 de 5 estrellas

3/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

De la Princesa de Éboli la imaginación popular afirma que fue amante de Felipe II y de su secretario Antonio Pérez, y que por celos el rey la mandó encarcelar. Pero la Princesa de Éboli fue más, mucho más de lo que la leyenda popular se imagina. Estas Memorias nos lo dicen. No hubo personaje de la Corte de Felipe II más implicado en los acontecimientos y que haya tenido un trato más íntimo con las figuras más relevantes de su tiempo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 sept 2015
ISBN9788415495789
Éboli, la princesa: No creas todo lo que digan sobre mí

Lee más de José Ramón Arana Marcos

Relacionado con Éboli, la princesa

Títulos en esta serie (43)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Ficción histórica para usted

Ver más

Categorías relacionadas

Comentarios para Éboli, la princesa

Calificación: 3 de 5 estrellas
3/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Éboli, la princesa - José Ramón Arana Marcos

    Autor

    Sinopsis

    De la Princesa de Éboli la imaginación popular afirma que fue amante de Felipe II y de su secretario Antonio Pérez, y que por celos el rey la mandó encarcelar.

    Pero la Princesa de Éboli fue más, mucho más de lo que la leyenda popular se imagina. Estas Memorias nos lo dicen. No hubo personaje de la Corte de Felipe II más implicado en los acontecimientos y que haya tenido un trato más íntimo con las figuras más relevantes de su tiempo. Descubrimos la talla política de su marido, Ruy Gómez de Silva, cerebro gris de la primera época, la más brillante, de Felipe II. Trató íntimamente a la reina Isabel de Valois, a Don Juan de Austria y a Alejandro Farnesio. Toda su política y la de su marido fueron frontalmente contrarias a las del duque de Alba, a quien odiaba visceralmente, odio correspondido con creces. Conoció de primera mano los turbios procesos del rey que llevaron a la muerte de su hijo, el príncipe Carlos, y provocaron la huida de Antonio Pérez. Su temperamento dominante levantaba polémicas y le jugó malas pasadas.

    Felipe II se entera de que su antigua aliada y actual enemiga está redactando sus Memorias, se hace con ellas y, como era costumbre en él, las va comentando.

    De Doña Ana de Mendoza no sabemos si admiramos más su ambición de gobernar en un mundo exclusivo de varones y su política certera para los Países Bajos o si lamentar la tragedia de una mujer desoída pese a sus aciertos y que cae desde la gloria al infierno de la persecución sin causa.

    José Ramón Arana

    ÉBOLI

    LA PRINCESA

    No creas nada de lo que digan sobre mí

    Dedicatoria

    A Petri, que me lo sugirió,

    me incitó y me escuchó

    Citas

    Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo

     Virgilio

    Tu ne cede malis, sed contra audentior ito

     Virgilio

    Apresamiento de un prócer y descubrimiento de un manuscrito

    –¡Daos preso en nombre de Su Majestad!

    Las espadas desenfundadas de varios soldados con cotas de malla y casco lo amenazaban en círculo: no se trataba de una broma.

    –¡Estoy en un claustro, caballeros, protegido por las leyes divinas de cualquier intromisión de las leyes humanas, incluidas las del rey!

    Don Diego, mozo veinteañero, había tenido el primer impulso de llevar su mano a la espada, pero había preferido esta excusa mucho más sensata frente a aquel grupo de soldados, él que escasamente había recibido adiestramiento militar, atraído como estaba por las letras.

    –De eso ya hablaremos luego –replicó el capitán Juan Sancho, mientras con cautela se le aproximaba y lo desarmaba–. ¡Seguidnos!

    Lo rodearon los soldados con sus espadas desenfundadas y, conducidos por el capitán, lo guiaron con deferencia hasta la sala de recepción del monasterio, en el lado sur del claustro.

    No puede ser que el rey se obceque de esta forma. Ya ha perseguido lo suficiente a nuestra madre. ¿Qué quiere ahora de nosotros? Porque yo no he cometido ningún acto de desacato, mi hermano Rodrigo le sirvió en Portugal, a su propia costa, siendo un mozo de dieciocho años, cuando el rey fue a tomar posesión de su nuevo reino. ¿Qué quiere ahora?.

    La luz de Pastrana cegó al joven al entrar en la penumbra de la sala, maciza y de piedra, con una ventana estrecha por el lado que daba al claustro. El verde reposado del claustro fue desplazado por el marrón de roble antiguo y lustroso. El silencio devolvió poco a poco la luz y llenó de rumores el Cristo colgante de la pared norte.

    Invitado por el capitán, el muchacho se destocó del sombrero, lo posó sin soltarlo en la mesa y se sentó en un taburete de cuero junto a ella. Los soldados y el capitán salieron en silencio.

    No tuvo que esperar mucho. De una pequeña puerta que daba al monasterio entró solitario un hombre embozado en capa:

    –Disculpe, don Diego, estas molestias, pero son todas necesarias para la buena marcha de las cosas de su madre.

    –Los asuntos de mi madre están en buenas manos en los abogados de Madrid y el rey, que es justo, nos dirá en breve de qué se la acusa.

    –Sin la menor duda. Pero vos sabéis que, a veces, los asuntos de palacio son lentos, sobre todo para un rey que tiene que atender a tantos y tan importantes súbditos, a este lado del océano y al otro, al norte y al sur de Europa, en temas religiosos y otros muchos civiles, y siempre con la mira puesta en la mayor gloria de Dios.

    La innata educación de don Diego le había hecho levantarse cuando entró el personaje y se percató de que era de mediana edad, de baja estatura y rechoncho, fuerte, cabeza redonda casi cana. Le desagradaba su manera de hablar chillona, como reprimida para no gritar, y sin apenas mover los labios.

    –¿Podemos sentarnos? –pidió el recién llegado.

    Los dos se sentaron sin protocolo alguno, uno al lado del otro, en el mismo lado de la mesa.

    –Permitid que me presente: soy Mateo Vázquez, secretario de Su Majestad, y vengo directamente enviado por él. Nadie sabe que estoy aquí y nadie, salvo el rey, conocerá nuestra conversación.

    Mateo Vázquez dejó que sus palabras fuesen llenando la Sala del monasterio de San Francisco. Don Diego, por muy joven que fuese, no desconocía la historia de su familia y sabía que desde que este converso se había hecho cargo, junto con Antonio Pérez, de los asuntos del rey, ya en vida de su padre, el enfrentamiento de los dos secretarios había sido permanente y había ido a peor. Ruy Gómez, hombre matizado, recelaba de él, pero su madre Ana lo detestaba sin miramientos y a veces incluso decía en voz alta a todo el que quisiera escucharla, porque era una mujer que lo que pensaba lo decía sin tapujos, que la falta de acusaciones por parte del rey, la desidia de su caso, se debía a la inquina de este personaje. Don Diego lo temía por su poder y, sobre todo, porque no sabía realmente hasta dónde alcanzaba su influencia.

    –Y yo soy don Diego de Silva Mendoza, hijo de don Ruy Gómez de Silva, que Dios tenga en su gloria, y de doña Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli.

    Mateo Vázquez escuchaba con atención. Veía siempre con rencor a esta gente noble a la que se le llenaba la boca con sus títulos, cuando no habían hecho nada por el estado ni nada sabían hacer; pero era eso lo último que se le hubiese ocurrido manifestar. Mientras los escuchaba, pensaba los caminos por donde más fácilmente los llevaría al despeñadero.

    –Lo sé, conde de Salinas y Rivadeo. Os felicito por vuestro reciente matrimonio, ya que aún no había tenido oportunidad de hacerlo. Por eso he venido a hablar con vos.

    –Gracias.

    La voz clara del conde talló el silencio de la sala.

    –Tenéis unos escritos… –continuó Mateo Vázquez despacio, mientras colocaba su mano derecha ancha y regordeta sobre la mesa.

    –Los de las pertenencias de mi madre en su defensa, los títulos de su propiedad y los de sus numerosos méritos de nobleza que ha ido heredando y otros consiguiendo en vida de mi padre. ¿También esos queréis quitárselos? ¿Es que no vais siquiera a dejarle que se defienda?

    Vázquez hizo como que no había escuchado ni oído.

    –… unos escritos –continuó– recientes.

    Miró fijamente a los ojos al joven conde de Mendoza.

    –¿A qué os referís? Mi madre, dado su estado y postración y a que no le dejan llevar el gobierno de su casa, no ha podido adquirir el más mínimo patrimonio ni venderlo.

    Vázquez tamborileó suavemente la mesa con los dos dedos de su mano regordeta y bien alimentada.

    –No es la riqueza de vuestra madre lo que me interesa, que debéis cuidar bien. Otros papeles que ella está redactando –y cerraba aún más si cabe los labios al pronunciar redactando.

    El conde se puso pálido.

    –Son sus últimas voluntades, apuntes para su testamento por si algún día falta e instrucciones para sus abogados de Madrid.

    –Sois joven, don Diego, y el interés en ayudar a vuestra madre os honra. Pero tenéis un porvenir por delante, tanto en las armas como en las letras.

    –Os referís, sin duda, a los papeles que le suelo llevar, pequeñas composiciones mías para que se solace: las madres son lectoras agradecidas y tengo la suerte de que la mía también es entendida.

    –Conozco la cultura de vuestra madre, sus grandes lecturas, los extraordinarios escritores que vuestra familia ha dado y a los que vos, sin la menor duda, igualaréis y superaréis si seguís en este vuestro esfuerzo y con este vuestro talento. Pero no pretendáis confundirme, Excelencia. No me refiero a esos papeles. Las instrucciones que vuestra madre da a sus abogados las conocemos todas, pues nada puede salir del Palacio sin nuestro permiso. Pero el rey está enfadoso con el comportamiento de vuestra hermana menor, Ana, que se queda con su madre a cuidarla y que solo por gracia regia lo hace; podría quitársela y dejarla sola en manos de sus guardianes.

    Vázquez miró con sus cejas levantadas al mozo después de un silencio. Se levantó con su sombrero en mano y se puso a dar vueltas a lo largo de la sala, mientras don Diego luchaba por encontrar explicaciones que no encontraba.

    –¿Es que ni siquiera vais a dejar a una anciana que cuente a su hija su vida, una de las más gloriosas de este reino?

    Con suavidad Vázquez volvió a sentarse en el mismo lugar y a dejar su sombrero donde antes estaba. Hasta ahora don Diego no había advertido lo pilosos que eran los dedos, en especial las falanges, de este personaje parsimonioso.

    –No soy yo, don Diego, ni os enfadéis conmigo: es Su Majestad, vuestro rey y el mío, el que quiere esos recuerdos. Si por mí fuera, hace tiempo estaría resuelto el caso de vuestra madre.

    Don Diego no supo cómo interpretar estas ambiguas palabras del secretario.

    –Mi madre solo cuenta historias de sus antiguos tiempos, historias que a nosotros nos ha contado innumerables veces, sin mayor interés, reiterativas, pues ya su condición no le permite tener mayor inventiva.

    –No todos tenemos la suerte de tener por madre a una Grande de España y menos aún de su abolengo. ¿Podría leerlas?

    –¡Jamás! La intimidad de una madre no la traiciona nunca un hijo.

    –Es el rey el interesado. Para obtenerlas estoy yo aquí.

    –¿Se conforma entonces el rey con las cuartillas que ha redactado mi madre a cambio de que no siga dictando más?

    –Veo que vais entendiendo, señor conde. Pero no del todo. Vuestra madre dictará sus memorias, todas las que quiera, que llegarán a vuestras manos y que yo iré transmitiendo a manos del rey.

    –¡Esto es infame!

    –No os excitéis, joven conde. Todo el mundo gana en ello. Vuestra madre desahogará una vez más su vida, su rica vida, el rey, entre sus numerosos quehaceres, tendrá el placer de leer los recuerdos de una mujer que tan unida ha estado a uno de sus más íntimos e inteligentes colaboradores, don Ruy Gómez, las condiciones de vida de vuestra madre en el Palacio ducal se mejorarán, no empeorarán. Todo el mundo sale ganando. –Le chispearon sus ojos sin grandeza.

    –¿Me prometéis que solo los leerá Su Majestad?

    –¿Me prometéis que ni vuestra madre ni vuestra hermana se enterarán de este nuestro pacto?

    –Yo cumplo siempre mis promesas.

    –Y yo os aseguro que ni siquiera yo las leeré. Os enviaré periódicamente un mensajero en mi nombre o, si preferís, vos mismo podéis presentaros en vuestro nombre en el Alcázar y me las entregaréis cada vez que haya terminado un capítulo.

    Ambos caballeros se levantaron al tiempo, cogieron sus sombreros y con la cabeza aún descubierta, se inclinaron mutuamente. Cuando se iban a separar, Mateo Vázquez preguntó:

    –¿Cómo os habéis hecho con las dos primeras entregas?

    Don Diego estuvo a punto de no responder. Pero lo importante estaba ya decidido.

    –Llevaba yo hacía tiempo poemas a mi madre, que se los entregaba a mi hermana, única que tenía permiso para vivir con ella. Mi hermana tenía garrapateados los recuerdos entre las mismas líneas de los poemas o al dorso, que yo siempre dejaba en blanco. Cada cinco o seis días, mi hermana, para descansar, iba a residir al convento de las carmelitas de San José, aquí en Pastrana. Yo iba a preguntarle por nuestra madre, para llevarles noticias a nuestros demás hermanos. Un día, hacia mayo del año del Señor de mil y quinientos y noventa y uno, mi madre, enfadada porque la cerraban y le amurallaban sus aposentos, se le ocurrió dictar sus recuerdos. Y yo los he ido recopilando. Y vos, ¿cómo os habéis enterado de su existencia?

    –Disculpad, conde, pero eso pertenece a los servicios de Su Majestad.

    El conde se quedó pensativo en la penumbra de la sala. Mateo Vázquez, ya embozado y con sombrero, ordenó a su cuadrilla:

    –¡Al Alcázar de Madrid!

    El carricoche protegió al caballero de la canícula de agosto.

    Dentro, un Felipe II, encanecido, de barba bien tallada y puntiaguda, recibió los primeros manuscritos y la confirmación de su propósito.

    Mi linaje

    No creas nada, absolutamente nada, de lo que digan sobre mí, hija. Me acusan del asesinato de Escobedo, pero eso no es más que una cortina de humo para ocultar la complicidad de este rey. Me acusan de amores con Antonio Pérez, pero ¿qué Mendoza se acostaría con ese afeminado lameculos?

    Estoy presa no por lo que he hecho, sino por lo que he pretendido hacer: en una Corte de hombres y de nobles ignorantes he querido gobernar. Sí, gobernar. ¿Por qué no iba a quererlo? Y eso no lo perdona nadie y menos que nadie las mujeres, que dejan que sus maridos gobiernen por ellas. Dignifiqué a tu padre en vida y aprendí de él, ¿por qué no colaborar con él incluso después de muerto? Bregamos contra la intolerancia religiosa y por la pacificación de los Países Bajos. En ambas tareas tuve razón, en ambas fui vencida.

    Hace mucho tiempo conocí ya las ambigüedades de este rey: siempre las consideré una mala forma de gobierno. Pero nunca me hubiera imaginado que hubiese dado él la orden de matar a Escobedo. Este Memorial que Antonio Pérez acaba de publicar lo prueba con creces. Felipe ha querido excusarse echando sobre Antonio la responsabilidad del asesinato. Pero Antonio no está dispuesto a cargar con las culpas de nadie: si siempre ha sido maestro en escurrir el bulto de cualquier error y sacar partido de las circunstancias difíciles, ¡como para asumir el castigo de un asesinato!

    Desde que se fugó a Aragón, toda Zaragoza está enconada como una ampolla. Ha habido que poner guardias especiales en la Cárcel de la Manifestación para impedir que el pueblo la asaltara y lo liberase. Sus partidarios la vigilan y por el momento van consiguiendo que las fuerzas del gobernador, mi primo el marqués de Almenara, se haga con el preso. No han cesado las reuniones de los altos representantes del reino de Aragón con los miembros de sus tribunales de justicia y de todos ellos con representantes de Felipe en aquel reino. Los aragoneses son díscolos y saben defenderse. Están muy quejosos con este rey, que les ha impuesto, contra todos sus fueros, gobernadores y virreyes castellanos, y lo soportan mal. Detestan a los castellanos, a quienes nos consideran dominadores y usurpadores. Pero no se quejan cuando los ducados de nuestra corona se drenan hacia sus tierras o cuando defendemos sus costas de piratas y del turco con nuestras naves y con la vida de nuestros hijos. De mi padre les costará olvidarse: cuando fue virrey, durante el tiempo en que yo esperaba a que mi marido Ruy volviera de Inglaterra, entró con sus tropas en la Manifestación y dio garrote vil allí mismo a un preso, algo jamás visto en Aragón, en donde los manifestados están a salvo de cualquier tortura. Deben de juzgar a todos los castellanos por tu abuelo, pero él era un intemperante imprevisible.

    El caso de Antonio Pérez se encona cada día más y ha llegado a un punto tal que ha adquirido resonancia en las naciones. Porque, aunque no es noble, departía los mayores asuntos con el rey, controlaba los de Italia y los del Norte, inspeccionaba a los espías y todos los embajadores que querían hablar con el rey pasaban antes por su despacho. Los hilos de su influencia ni siquiera se sospechan: solo ahora, con sus numerosos procesos, se empiezan a conocer.

    No extraña que este rey esté alterado. Pero ¿por qué nos encierra a nosotras aún más de lo que estábamos? ¿Acaso no sabe que ha sido él quien ha dado la orden de matar? ¿Teme acaso que ayudemos a Antonio a escapar? ¿O que dispongamos de papeles con que podamos amenazarlo como Antonio? Desvalijó mi casa cuando me prendió y me encerró en Pinto, ni siquiera dejó constancia de los documentos que se había llevado y cada vez que ha querido ha intervenido mi correspondencia y la de tu padre y no ha encontrado nada. ¿Qué quiere? Tu padre murió va ya para diecisiete años: ¡demasiados en una vida e incluso en un estado como este, tan convulso!

    Desde la fuga de Antonio a nosotras nos aprieta aún más en nuestro encierro. No nos dejaba salir de este aposento, había cerrado las puertas y las había sustituido por un torno por donde nos daban la comida sin poder hablar ni ver al sirviente que nos la traía. Ni siquiera podíamos acudir a la capilla de al lado, sino que nos teníamos que conformar con asistir a los oficios a través de una mirilla. Pero es que ahora han colocado una verja delante del torno y guardas que nos vigilen, como una prisión de galeotes; la capilla la han cerrado con una reja como si mi Palacio fuera una prisión, y la ventana que da al patio la han enrejado también por fuera y por dentro, como si temieran que nos descolgásemos. Este rey, preso en sus propios crímenes, se está volviendo loco y se encierra en sus propias suspicacias.

    Sin embargo, Antonio se las ha apañado para hacerme llegar este su Memorial. Es todo un alegato contra el rey, defendiéndose con documentos y toda clase de testimonios del asesinato de Juan de Escobedo, de la acusación de haber inducido al rey con engaños a aprobar el crimen, de ensuciar la imagen de don Juan de Austria y de entremeterlo con su hermanastro, el rey, de uso indebido de secretos de estado, de falsificar documentos en el cifrado y descifrado que llegaban al rey, de quebrantar la cárcel y de huir a Aragón. Al rey las flechas se le vuelven lanzas y todo aquello de que acusaba a Antonio le acusa ahora a él. Antonio prepara con este librillo su defensa jurídica en el proceso de Enqüesta en Aragón que ha incoado contra él Felipe. Porque en Castilla ha sido ya condenado a muerte.

    Ha llegado a ti este Memorial de Antonio Pérez porque yo lo he querido, para ver cómo reaccionas. Y has caído en la trampa: siendo libre, Antonio te dominaba; y estando presa, te sigue dominando, puesto que lo imitas. Ya que te niegas a contarme lo que sabes, lo contarás a tu hija. Y yo me enteraré.

    El Rey

    No volveré a pasear por esta mi Pastrana querida. Era una villa tranquila, tanto que casi estaba amortecida. Pero entre tu padre y yo hemos hecho de ella una ciudad próspera a la que vienen los comerciantes de todos los alrededores, el bullicio es constante, el ajetreo y los negocios la han enriquecido. Mientras otros nobles aprovechan sus villas para medrar a costa de sus súbditos, nosotros la hemos engrandecido y alegrado. Ella ha sido la favorecida. Y los villanos nos lo han reconocido. Cuando pienso que no voy a poder departir con los tenderos sobre sus curtidos ni a subir a las plantaciones de moreras y de seda, se me encoge el alma. ¿Quién cuidará de ellos? ¿Quién los defenderá de las exacciones de los administradores que este rey les ha impuesto contra mi voluntad? ¡Maldigo a este asesino que me retiene contra toda justicia!

    Si no fuera porque ya en nada puedes perjudicarme, te estrangularía con alguno de tus collares. Tú eres la responsable del engreimiento de Pérez, tú le diste alas informándole con lo que tú creías tus conocimientos de mi hermano, mientras él tramaba sus conspiraciones riéndose de ti y creyendo que se reía de mí. Pero yo fui más inteligente y lo descubrí, en tanto que tú sigues creyendo sus mentiras y prestando oídos a sus maquinaciones. ¡Infame! Si no hubieras sido la esposa de mi querido Ruy, te hubiera fulminado.

    He puesto un gobernador en tus estados porque no sabes administrarlos y porque contigo tu patrimonio se disolvía como el azúcar en la leche. ¡Ni con tus hijos has sido capaz de entenderte, que te han tenido que abandonar porque despilfarras su patrimonio! Ha sido en defensa de la herencia de mi muy leal Ruy Gómez y para administrar justicia por lo que he impuesto un gobernador. Y tú no le estás dejando gestionar con tus continuas impertinencias.

    El Rey

    Esta cámara que tantos recuerdos me trae, pues era el dormitorio de tu padre y el mío, ahora voy a terminar aborreciéndola. ¡Que tengamos que estar presas en ella! Tenemos que dormir con otras tres sirvientas en otras dos camas que ni siquiera están elevadas, solo una, que la otra apoya su colchón sobre el suelo duro. Y Pastrana no es precisamente un clima suave. A ver cuánto tiempo aguantan cuando los vientos se metan por estas paredes rezumantes. Porque no esperes piedad de los guardines ni para una estufa. Tú podrás dormir conmigo en esta cama frontera al torno, que al menos no recoge ni la dureza ni las humedades del suelo y para la que he conseguido algunas cortinas que nos aíslan de toda impertinencia.

    Estoy cansada, hija, y mis piernas hinchadas no me permiten ni siquiera moverme dentro de las paredes de esta cámara. El único consuelo, ver esta plaza de mi Pastrana, me tengo que conformar con oírla los días de feria en los gritos de los comerciantes, el rumor de los compradores, los relinchos de los caballos, y soy incluso capaz de oír el agua al pasar por sus gaznates cuando se sacian en las fuentes que yo misma mandé construir para que se repusieran del traslado de sus frutas y telas.

    Yo jamás me he fugado de cárcel alguna, que han sido varias, a pesar de mi inocencia y de que este rey no ha tenido el coraje de llevarme a juicio alguno, porque no tiene nada de qué acusarme. A Escobedo yo lo detestaba, detestaba su arrogancia, había sido criado de tu padre y de mi casa y no me agradaban en modo alguno sus modales bruscos y destemplados, incluso un día lo tuve que echar de este Palacio por su insolencia. Desde que Juan lo colocó de secretario parecía como que yo tuviera que pedirle permiso para hablar con él. ¡Cretino! ¡No hay peor ignorante que el ambicioso venido de la nada! Pero de ahí a que yo lo haya matado se interpone un abismo que tu madre jamás ha traspasado. ¡Si por cada persona a quien detestamos hubiese un muerto, no quedaríamos nadie vivo en este mundo: toda Castilla sería un camposanto sin tumbas!

    El Memorial de su causa, este librillo breve y sustancioso en que Antonio se defiende ante los jueces, no tiene pérdida. Ahí está el mejor Antonio, el buen escritor, el capaz de convertir la causa mala en buena, el secretario que se protege de sus propias fechorías con documentos que somete a la intimidad del rey y que se guarda precavido para salvarse de eventualidades indeseadas. Se veía venir: ha sido condenado a muerte en el Proceso de Castilla y Antonio no es de los que se resignan. Ha reaccionado como un escorpión. Si este rey creía que iba a contener a Antonio con amenazas se ha equivocado de medio a medio: Antonio le ha respondido con la misma moneda. Y lo mejor del caso es que no dice todo lo que sabe (a mí me contó otras muchas intimidades secretas de este rey y de nobles del reino), sino que se limita a amagar: Si continúas por ese camino –le dice al rey–, te encontrarás con toda la artillería pesada de mis conocimientos sobre tus actuaciones, documentados con todo detalle. No creas que me gustaría que ganase ni uno ni otro, porque a los dos detesto por igual. Lo que quiero es que se aclare la cuestión del asesinato de Escobedo, porque ahí quien más sufrió fue Juan y no perdonaré jamás a nadie que le haya hecho daño a un príncipe tan entregado y tan fiel. ¡Que se haga justicia! ¡Eso es lo que quiero!

    He aguantado durante toda mi vida muchas leyendas sobre mí y sobre mi honra. Las he conocido. He pasado por ellas, porque por encima de la honra está el poder. Y una comprueba que, si la deshonra no te destruye, te fortifica. Y a mí desde muy joven me enalteció esta duplicidad. Así que las aproveché en mi servicio. Cada día surgía una nueva. Todos los males de estos reinos pasaban por mis manos. Yo me dejaba encumbrar. Pero ha llegado un momento en que ya no puedo más, en que encerrada en estas paredes me consumo de mente y mi cuerpo se cae poco a poco. Viviré poco, hija, y no estoy dispuesta a que mi recuerdo se mancille. Si otros no me hacen justicia, y no me la harán, la haré yo. Y te aseguro, hija, que sé más de lo que otros quisieran que supiera. Lo diré todo, hija, todo, caiga quien caiga. No me temblará la mano, pues lengua no me falta. Ya que no puedo defenderme judicialmente, pues nadie me juzga y no quieren que hable, la historia me juzgará. Pero no solo a mí, también a otros.

    Siempre has tenido una lengua suelta, Ana. Desata de una vez tus secretos, supura el pus de tus inmundicias, que siempre has sido una segundona en la Corte, en tu familia, en el matrimonio: si no hubiera sido por mi Ruy Gómez, ni me hubiera fijado en ti.

    El Rey

    Este miserable de rey, que no ha sido capaz de guardar el recuerdo de quien con más lealtad y acierto le sirvió, se ceba ahora que él no está con toda su fuerza en su viuda. Pero me oirá. ¡Vaya que si me oirá!

    Por ahí no se dicen más que falsificaciones y tonterías sobre mi vida, hija: que tu hermano Rodrigo es hijo de este rey, que tu madre es amante de Antonio. ¡No sé cuantas más! Ya es hora de que se sepa a quién he querido y a quién no en mi vida. ¡Y que cada palo aguante su vela! Mi vida no se reduce a amores, que solo a tontos consuelan, ni estoy dispuesta yo a que me la desfiguren.

    No voy a contar todo esto para recordar: mi familia no necesita que nadie les cuente a los demás sus hazañas, pues están ahí. Yo escribo por venganza: otros tienen la fuerza, pero yo tengo la palabra que atraviesa los siglos. Y a los papanatas que no hacen más que repetir lo que otros les han contado les reto a que desdigan lo que yo aquí revelo.

    Me costó darme cuenta e incluso al principio caí en la trampa de suplicar con deferencia al rey que me liberase o que me juzgase y que me dijese al menos de qué me acusaba y por qué me apresaba. Tardé en comprender la razón de mi encarcelamiento, pues todo lo que este rey tiene de orgulloso lo tiene de sinuoso: jamás da la cara, nunca va de frente. Estoy aquí por haber querido intervenir en los asuntos de gobierno. En vida de tu padre mis muchas obligaciones maternales –tuve once hijos–, la administración de nuestro patrimonio, que cada día se acrecentaba, me impedían ocuparme directamente de esos asuntos. Además, tu padre estaba en el centro del gobierno del país y, aunque era discreto, yo estaba también junto a la reina y vivíamos incluso en el Alcázar. Así que delegué en tu padre lo más importante de estas tareas. Pero cuando él murió y pasada ya la tristeza repentina, quise volver a Palacio. Con buenas palabras, pero todo eran trabas: que si tenía que ocuparme de mis hijos, que si mi cuantioso patrimonio requería mi supervisión constante, que si mi salud… ¡Tonterías para alejarme de lo que yo más quería! Mi salud ha sido siempre de hierro: a una mujer que ha dado a luz a once hijos, casi todos vivos, y no ha muerto, no hay quien la mate. Para la buena marcha del patrimonio basta colocar un buen administrador de tu confianza: él hace el trabajo, le controlas a él y así controlas todo. ¡Como si no supiera yo cuidarme de mis hijos! ¿Es que me estaban diciendo que hasta entonces los había tenido abandonados? ¿Es que hasta entonces no los había cuidado a pesar de mis múltiples ocupaciones?

    La causa de mi encarcelamiento está en que los hombres no quieren que las mujeres nos ocupemos de asuntos que consideran suyos. Nos consideran tontas y se avergüenzan. Y las bobas de las mujeres les dan la razón, porque se lo consienten: se está muy cómodo cuidando ovejas y sirvientes. Pero tu madre no ha nacido para pastora. Su sangre le bulle en las venas de los asuntos de todos y desde niña viví y me crié discutiéndolos. Fui hija única y mi padre no hizo distinción con mis posibles hermanos: esto para los varones, esto para las mujeres. Leí, escribí, luché como cualquier soldado ilustrado y este parche que llevo en el ojo es buena prueba de ello. Lo que pasa es que esas mujeres de nobles son unas palurdas que no saben de la misa la media, mejor, saben solo lo que han aprendido en un devocionario. ¡Huelen a cera e incienso! ¡Qué horror! ¡Qué cabezas devastadas por la monotonía inmisericorde de quien te dice e impone lo que tienes que pensar y sentir! ¿Pero es que no se acuestan con sus maridos? ¿Pero es que tienen que tener primero instrucciones sobre sus gustos? ¿Pero es que no leen otras cosas que libros de piedad? Igual te estoy escandalizando, hija, pero es que cuando hablo de ciertas cosas no puedo contenerme y encima afectan directamente a mi situación actual y a ti te tienen aquí encerrada.

    ¿Y sería yo acaso la primera mujer que ha intervenido en asuntos de gobierno? ¿Acaso Margarita de Austria no fue gobernadora de los Países Bajos y no lo hizo con suma maestría? Si este rey le hubiera hecho caso, otro gallo nos hubiera cantado en esa nefasta historia. Y Catalina, la madre de su esposa Isabel, ¿no gobernó con mano sabia en una época convulsa en Francia y condujo a su esposo y a sus tres hijos, todos reyes? ¿Acaso Catalina tenía más títulos que yo antes de casarse con el rey de Francia? ¿Y no fue la reina Isabel de España una reina ejemplar, que pacificó los reinos y descubrió América? No me voy a lanzar a nombrar cataratas de mujeres ilustres que ya aprenderás o que ya sabes por tus lecturas, hija. Y ¿por qué yo no iba a poder hacerlo?

    Cada día das más pruebas de tu ceguera: te atreves a compararte con un linaje real, cuando tuviste que ser salvada del olvido, precisamente, por mí y cuando careces de la virtud más elemental de un gobernante, la prudencia. ¿Dónde has visto que una mujer de sangre no real gobierne? No es tu ambición, sino tu insania la que te ciega. ¡No sé si compadecerte o despreciarte!

    El Rey

    Nunca desistas, hija, de aquello que deseas y no hay campo humano del que no puedas ocuparte. Rechaza a todos aquellos, escritores o no, que se burlan de las mujeres que quieren ocuparse de asuntos de todos y que con sus chanzas y críticas, nos humillan. Para mí no vale eso de la mujer con la pata quebrada y en casa: yo solo me quiebro ante Dios, pero todo el ancho mundo es mío. Y a quien le escueza que se rasque.

    Me costó mucho tiempo, hija, darme cuenta de que esta fue la razón principal y única de mi encierro. Porque este rey supo urdir la trama de mi apresamiento tan bien que pareciese a los demás que estaba yo implicada en una conjura de estado y, aunque yo rechacé eso desde el primer día, caí yo misma en la trampa que él me tendió tratando de defenderme de esta explicación. Pero ya te contaré otro día con más detalle cómo ocurrió todo ello. Porque, si tiene algo de que acusarme, ¿por qué no me ha llevado a los tribunales, como se lo he pedido reiteradas veces? Pero ¿de qué me va a acusar? ¿De terne ideas propias? ¿De querer realizarlas? ¿Acaso no es lo que hacen todos?

    Pásale estas hojas a tu hermano Ruy, según las vayas copiando, ni siquiera esperes pasarlas tú a limpio, pues no me fío nada de estos carceleros. Y tu hermano Ruy es el único de quien me fío. Los otros o son unos vendidos, como Rodrigo, que por luchar al lado de este rey pierde el culo, o son unos blandos, como tu hermano Diego, que nunca sabe si ha usado la espada u otra cosa que no voy a mencionar, o están demasiado entretenidos con Dios como para pensar en los males de su madre.

    No te preocupes de los carceleros, que más pueden cien doblones que cien reyes.

    Escribe lo que te dicte, sea lo que sea. Porque este rey no se ablanda ni por las buenas ni por las malas. Le he escrito exigiendo mis derechos, le he suplicado con tonos que una mujer de mi condición no debería usar. Pero con razón y sin razón tiraniza y abusa de su fuerza.

    Me va a oír. Y no solo él. Me van a oír todos los que están interesados en conocer la catadura de este personaje y van a poder comparar mi vida con la suya. He sido testigo de muchos sucesos siniestros durante muchos años y no estoy dispuesta a callarlos por más tiempo. Solo me llegan rumores de lo que en los corrales y en la Corte se dice de mí, y lo que me llega me horroriza: ni la cuarta parte es verdad.

    Pero tú, hija, no te asustes de lo que te cuente, pues vas a oír historias que te conciernen a ti, a tu padre y a tu madre, a tu casa. A tu edad, tu madre ya estaba a punto de dar a luz y tú todavía no tanteas siquiera un pretendiente. Te agradezco que te quedes conmigo y que cuides de mí dentro de estas paredes y luches contra mis achaques, ahora que veo un final no muy lejano. Si fuese libre, ya te habría elegido un marido digno de tu rango, pero este rey me lo impide, inficionando como un gusano mi linaje e impidiendo no solo todos mis intentos, sino prohibiendo a todos los nobles que se acerquen a ti. Has vivido desde los seis años en cárceles, te he llevado de acá para allá porque no me he fiado de nadie en tu educación. Pero jamás me hubiera imaginado que serías una carcelaria por mi causa. Y, si al principio te cuidé yo a ti, ¿qué hubieran sido estos últimos años de mí sin ti? No te asustes, no, de lo que te cuente, hija, por más horroroso que te suene: piensa que tu madre está limpiando su imagen para su futuro. Veremos quién vence.

    Todo el mundo me conoce por la princesa de Éboli. Y estoy muy orgullosa de ese título, puesto que lo consiguió tu padre por sus justos méritos y así quería él ser llamado. Pero yo soy ante todo una Mendoza. Y antes de conocer a tu padre mi linaje era el más glorioso de todos los que ha dado España en su larga historia. Ahora me difaman, pero no olvides jamás, Ana, esto que te estoy diciendo: que soy una Mendoza. No lo tengas por una chifladura de anciana perdida sin remedio en grandezas pasadas. Te voy a contar hazañas de nuestro linaje, para que, cuando te veas acosada, recuerdes quién eres. Algunas de estas historias ya me las has oído antes. Pero te las contaré con mayor orden y otras muchas más, porque el trajín de mis muchas ocupaciones no me ha permitido a lo largo de tus días entretenerme en ellas.

    Mi linaje es inmemorial y se pierde en los tiempos de la reconquista, en la lucha contra los moros. No soy como otros arrogantes –sí, estoy pensando en el duque de Alba, apúntalo, apúntalo–, que porque tienen un abuelo que recibió un título de conde creen que están engrandecidos. Ellos nacieron cuando España estaba hecha. Mi linaje se bregó forjándola, luchando contra todos aquellos que se empeñaban en impedirlo: sin mi linaje, el suyo no hubiera existido.

    No es la antigüedad, Ana, sino la valía lo que cuenta.

    El Rey

    Mis antepasados pusieron un pie en cada uno de los extremos de la península. Pero ha sido el centro el lugar de su residencia, el afincamiento de su casa solariega, el árbol que con sus ramas ha dado pujanza a nuestra casa. Guadalajara nos convoca y el Palacio del Duque del Infantado nos da lustre. Que si yo tuviera que elegir entre todos los soles de España, entre todas las montañas y sus riscos, entre todos sus mares, qué digo, si me pusieran en una mano mi Guadalajara y en la otra este Madrid que tanto se vanagloria ahora de ser Corte, dejaría caer como un polvo que se me ha venido a las manos esa villa para quedarme con mi ciudad y con mis hombres.

    Guadalajara es dulce sin ser blanda, sus colinas esconden secretos de la tierra en la que el sol se acoge sin desnudarse. Sus juguetones ríos, el Henares y sus afluentes, riegan sus valles que, agradecidos por su frescor, le devuelven vinos y olivas, sedas y azafranes. Pocas gentes más alegres en su sencillez, más cultas en su trato, más ilustradas en sus gustos, más generosas en su piedad, que dedican gran parte de sus riquezas al engrandecimiento de la Iglesia con sus ermitas, sus monumentos, sus colegiatas. La variedad de sus tierras alimenta las perdices, las liebres y los ciervos, y la habilidad de sus cocineros ha convertido sus carnes y sus pescados en los manjares más exquisitos de estos reinos, hasta el punto de que no hay señor que no las visite con el fin de recrearse en sus fogones. Guadalajara es tierra feliz, abundante y culta.

    Pero también te digo, hija, –párame algunas veces, porque con algunos temas me emociono y no sé parar– que con todo y ser tan hermosa mi Guadalajara, ¿qué hubiera sido de ella sin los Mendoza? ¿Quién la conocería? No pasaría de ser una feria más de ganado o un tránsito hacia otra parte. Ahora, cuando las gentes se vienen por aquí, dicen:

    –Es la ciudad de los Mendoza.

    Y no lo dicen solo por los palacios y castillos que hemos construido, sino, sobre todo, por lo que somos y hemos sido en sus vidas: que vivir es ser imprescindible para los demás.

    Alcánzame, hija, un poco de agua, que llevo mucho tiempo explayándome.

    ¿De qué íbamos hablando? ¡Ah!, de mi linaje, de nuestro linaje, del tuyo, hija, no se te olvide: por muy postrada que me veas, esto es pasajero.

    Donde empieza de manera más inmediata nuestro linaje es con don Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana. De sus numerosos hijos, más de diez, tres fueron los más importantes para tu vida y para nuestro linaje: el mayor, don Diego Hurtado de Mendoza, el jefe de la casa de Mendoza, a quien el rey Enrique IV le entregó Guadalajara, posteriormente los Reyes Católicos le concedieron el título de Duque del Infantado, y cuyo Palacio ha sido residencia de varios reyes, entre otros, de este; todos sus hijos y sus nietos heredaron ese título y lo siguen llevando con el mismo honor que su fundador y lo acrecientan con nuevos honores y títulos. El segundo hijo, don Íñigo López de Mendoza, que intervino en la Concordia de Segovia cuando Isabel y Fernando, aún mozos, establecieron sus respectivas competencias y jurisdicciones, y al que por sus buenos oficios los reyes le compensaron con el título de conde de Tendilla; un hijo de este, del mismo nombre, adquirió el título de marqués de Mondéjar, además de heredar el de conde de Tendilla; a esta rama pertenece, entre otros, don Diego Hurtado de Mendoza: de niños os leía esos trozos llenos de intriga y emoción de Ulises cuando se da a conocer a su esposa Penélope que lo ha estado aguardando años y años, son los versos traducidos por este Mendoza y recuerdas que, cuando cumpliste los dieciséis años, te regalé la obra completa, que es la traducción de este pariente tuyo, con la que aprenden esas bellas leyendas de la antigüedad todos los españoles cultos que no manejan, como él, el griego. El tercer vástago del marqués de Santillana fue don Pedro González de Mendoza, el Gran Cardenal de España, del que procede mi línea.

    Mis antepasados siempre se distinguieron por su sentido de la justicia. No guardaron sus títulos ni sus prebendas ni sus riquezas para su medro personal. Cuando tuvieron que enfrentarse al rey porque así lo consideraron justo, se enfrentaron, y cuando tuvieron que apoyarlo, lo apoyaron. Sin perder nunca de vista que el rey, si justo, representa las más altas aspiraciones populares. Y no las banderías de unos nobles contra otros, que solo buscan enriquecerse a sí mismos a costa de la corona y del pueblo.

    Y para quitarle al rey su corona. Que a ningún rey se le olvidan las veleidades de sus vasallos solo para conseguir prebendas, como hicieron tus antepasados. No disfraces de honores tu historia, que es tan miserable como la de los demás. Si mi Casa reina no es por el apoyo de tu linaje, sino porque supimos someterlo con la fuerza de las promesas. En un vasallo la veleidad no es debilidad, sino contraprestación y chantaje. La historia de tu Casa clama de banderías, tanto cuando apoyasteis a los reyes como cuando os opusisteis a ellos. Pero sí he de reconocer que habéis sido más listos que otros y que habéis sabido sacar más partido de vuestras deslealtades. Pero eso conmigo se ha acabado.

    Felipe, el rey

    Quiero que estés orgullosa de tu linaje. Que el estado de postración en que me ves no es la condición natural de un Mendoza ni, mucho menos, la de tu madre. Que este déspota haya querido humillarme de esta forma solo indica su crueldad y su falta de inteligencia.

    Lo que más enorgullece a nuestra familia, y

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1