El pez volador: Antología de cuentos
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"Cuando parecía imposible crear algo nuevo en el cuento, Navarro reinventa un modelo personalísimo de fabulación. La escritura: lúdica y afilada. Y los asuntos, impredecibles, por las realidades que convocan y por las muchas veces hirientes cuestiones humanas que ventilan".
J. Ernesto Ayala-Dip, Babelia
"Son tan arriesgados sus planteamientos, tan atrevidos sus modos constructivos, tan irreverente su careo con las convenciones de la escritura, y tan ocurrente su apuesta por perspectivas inauditas…, que la conclusión no se hace esperar: Navarro es uno de esos casos de radical singularidad creadora".
Pilar Castro, El Cultural
"Un ejemplo contundente de que lo artísticamente decisivo no es lo que se cuenta, sino el modo de contarlo".
Ricardo Senabre, El Mundo
"Una narrativa excitante que no se somete a ninguna convención; arte del siglo xxii".
Javier Calvo, El País
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El pez volador - Hipólito G. Navarro
Hipólito G. Navarro
El pez volador
Antología de cuentos
Edición de Javier Sáez de Ibarra
Hipólito G. Navarro, El pez volador
Primera edición digital: octubre de 2016
ISBN epub: 978-84-8393-586-6
© Hipólito G. Navarro, 2016
© Del prólogo: Javier Sáez de Ibarra, 2008
© De la ilustración de cubierta: National Geographic / Gettyimages®, 2008
© De la ilustración de interior: Sebastián López, 1996
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016
Colección Vivir del Cuento 1
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El vuelo del pez
Una introducción a los cuentos
de Hipólito G. Navarro
El cuento es un pez
«Pero coño, ¿un pez volador? [...] ¿Cuándo carajo había metido allí un pez volador que con seis docenas de colores diferentes en sus alas le saltó por encima del brazo, para dibujar la sorpresa de un arco iris que deslumbró por un instante el entero recinto del baño cuando más tranquila estaba la tarde?» («Sucedáneo: pez volador»).
Este fragmento del primer cuento que escribió Hipólito G. Navarro, según confiesa, resulta la metáfora perfecta de toda su narrativa breve.
Las palabras «malsonantes» indican que su escritura no quiere adscribirse a una estética correcta y convencional; su belleza choca de manera consciente con un estilo «bonito», además de con los temas a que suele ir aparejado. El cuento más clásico y su magisterio quiere estar explícitamente superado aquí.
La larga interrogación caracteriza también un tipo de relato que ofrece más preguntas que respuestas. Nuestro autor renuncia en cada línea a enunciar tesis, recoger observaciones, aconsejar; no encontramos en él esas migajas de filosofía que prodigan otros escritores. Lo cual deja en una posición nueva al lector: no se le expone un significado que debe aceptar, es él quien ha de dar sentido al texto.
El pez de este cuento salta dentro de una bañera muy sucia que el personaje protagonista hace años que no limpia. En la intimidad de un cuarto de baño, nacida del agua y de los detritus –diríamos: de lo más oculto, legamoso y profundo– surge esta bella criatura. Hay un fondo autobiográfico en la obra de nuestro autor: el paso del barro a la brillante carne del pez es el efecto mismo de la creación literaria.
La aparición resulta, con todo, inexplicable: el mismo protagonista no sabe justificarla. En sus relatos, los personajes una y otra vez se encuentran ante hechos que los sorprenden, los conmocionan; pero a los que se enfrentan para tratar de comprenderlos: la historia que se narra es, a menudo, el proceso de una investigación. A los lectores, por tanto, se nos ofrecen acontecimientos insólitos, aunque posibles. Estamos y no estamos en la realidad; dicho de otra manera: sus cuentos presentan del mundo una visión nueva, inverosímil, que brota de la originalidad de la trama, de la ocurrencia de la situación, de la particularidad del personaje. La sorpresa llega de cualquier lado. Y su efecto será que su cuento rompa con la inercia para invitarnos a una experiencia, un desafío, un acertijo sobre lo real que, aunque no solemos frecuentar, nos afectan íntimamente.
El pez irreverente que surge con fuerza es, al mismo tiempo, hermoso: deslumbra con sus colores en la tranquilidad de la tarde. El cuento quiere la perfección en todos sus niveles: la composición, la sintaxis, la creatividad verbal, la inventiva; su brillo rehúsa la tonalidad gris de lo ordinario y sus costumbrismos; su color desplegado es novedad, originalidad, fantasía.
Pero ese salto y su vuelo duran sólo un momento, por eso mágico. Brinca desde el agua, se deja ver en el aire y se oculta, regresa al silencio. Un instante de distracción y lo hemos perdido. La narración breve, muy especialmente la de Navarro, se sostiene en una tensión que exige del lector una atención máxima, ya que un nombre, un adjetivo, la construcción de una frase o una referencia dicha como de pasada pueden resultar decisivos. Su prosa rigurosa ha de leerse con el mismo rigor con que se escribió.
El cuerpo, del fondo turbio, emerge limpio; el agua se cambia por aire, la aleta se vuelve ala; el pez sale de un medio y se introduce en otro, huye de su condición: es un pájaro durante un instante. El cuento se hace poesía y música, exhibición y grito, maravilla en movimiento. La impresión de su vuelo súbito queda flotando como una pregunta contra esa tarde serena y dominante. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha sido? ¿Qué nos ha quedado temblando tras su lectura? Bajo una explosión de belleza, su pirotecnia verbal, su extraordinaria exhibición de talento narrativo y poético, ¿qué ha sucedido?
Quién es Hipólito G. Navarro
Hipólito González Navarro, que había nacido en Huelva en 1961, se marcha a Sevilla a los dieciocho años para estudiar la carrera de Biología, que dejará inconclusa. En esa ciudad, en la que vive desde entonces, empieza a escribir relatos deslumbrado por la lectura de Poe, Beckett, Kafka y Cortázar. Su pasión por la música (el jazz), su vida primero de estudiante, y enseguida de trabajador (como cuidador de enfermos, camarero, ayudante de electricista o corrector de pruebas en una editorial), el ambiente de los bares, los escarceos amorosos, la vida familiar, las tertulias literarias, la experiencia de un mundo abigarrado y fantástico, la formación de una familia y la paternidad nutren los textos que escribe febrilmente en la década de los ochenta.
Una pequeña editorial andaluza, Don Quijote, publica sus primeros relatos: El cielo está López (1990) y, vista su buena acogida entre los lectores, Manías y melomanías mismamente (1992). Desde 1994 a 2001 crea y dirige la revista Sin embargo, dedicada en exclusiva a este género, donde da espacio a escritores jóvenes, algunos muy reconocidos ahora. Más adelante, aparecen dos nuevos libros; El aburrimiento, Lester (Anaya & Mario Muchnik, 1996) marca un hito entre los cuentistas, que descubren en él un ejemplo de libertad y originalidad para la narrativa breve. Le sigue Los tigres albinos (Pre-Textos, 2000). Ese mismo año publica su única novela: Las medusas de Niza (Algaida, 2000). Además, por esos años lleva su creación a la prensa: en Diario de Sevilla saca su columna «Atajos para un rodeo» (1999-2001), que combina crónica y cuento; y en El Día de Córdoba, su sección: «La contra». Finalmente, en el volumen Los últimos percances (Seix Barral, 2005) –que obtuvo el prestigioso Premio Mario Vargas Llosa NH (2006) al mejor libro del año– reúne sesenta y siete relatos: sus dos últimos libros completos, una selección personal de otros anteriores y algunos inéditos.
Su obra se encuentra en numerosas antologías y ha sido traducida a varias lenguas. Él mismo es invitado a conferencias, entrevistas, presentaciones de libros o jurados de premios, estimado como uno de los mayores entendidos en el relato breve y por la libertad, la ausencia de presunción, la inteligencia y el buen humor con que interviene. Pero, sobre todo, Hipólito G. Navarro es un escritor original dotado de un estilo inconfundible, que abre un camino para la imaginación en el cuento del siglo que ha empezado.
El pez risueño
Lev Tolstoi habló de la literatura como «alta seriedad». El arte de la escritura no se define sólo por el cuidado de la forma, sino también por su preguntar acerca de la condición humana. Creo que la profundidad salva al género del cuento de su peligro mortal: la frivolidad, lo inane. En palabras del crítico Ernesto Ayala-Dip: «El mercado que aprieta y una desmedida falta de autoexigencia hace muchas veces que el cuento adquiera cierta forma de viñeta apañadita, pero nada más»*. Las pocas páginas de un cuento pueden, sin embargo, encaminarse a lo hondo, y una de las maneras consiste en el humor.
Navarro ha declarado que escribir fue para él la prolongación creativa de contar chistes. Sus historias casi siempre son humorísticas, las situaciones que plantea, las acciones y reacciones de los personajes, la original manera de narrar divierten, suscitan la sonrisa o la carcajada a sus lectores. Al mismo tiempo, refieren siempre alguna contrariedad: los protagonistas se enfrentan a situaciones difíciles, peligrosas, incluso duras. Sus deseos no se cumplen, sus expectativas fracasan, sus victorias son ambiguas; muchos de sus relatos tienen un final amargo, si no agridulce. Y, no obstante, disfrutamos con ellos. En su célebre estudio sobre la risa, Henri Bergson había dicho que el ser humano se solaza con la adversidad –como ante ese hombre que persigue su sombrero rodando por la calle–. El malestar, la insatisfacción, el dolor, pueden coincidir con el humor; he ahí la paradoja. Más aún, siguiendo a Freud, un relato cómico, un chiste, suele ocultar un conflicto. El humor alivia la tensión y permite, así, soportar lo que nos preocupa o nos asusta y encararnos con ello.
Hipólito G. Navarro como Kafka, Mrozek, Beckett o Monterroso (por citar nombres que él aprecia) puede inscribirse en la tradición de escritores que, con el tono o los ingredientes aparentemente ligeros de la comedia, plantean cuestiones fundamentales de la vida humana. El pez de sus cuentos se sumerge en esas aguas profundas para rastrear lo que somos, recogiendo experiencias como el miedo a la soledad, la tensión insoportable del deseo sexual, la necesidad de ser amado, el afán por el triunfo y el reconocimiento, la violencia que padecemos y uno mismo ejerce, las tristezas de la carencia, la angustia de elegir ante la incertidumbre del destino, el paso del tiempo como degeneración y pérdida, el miedo a la muerte... La riqueza argumental de este autor hace que la relación sea amplísima. Ese pez suyo va descendiendo línea a línea y nos invita amablemente a seguirlo hasta el fondo de la verdad. Sus personajes, nuestros hermanos, nos guían.
Quisiera añadir algo más aquí. Podemos asomarnos al primer cuento, «Meditación del vampiro», para entender el oficio del cuentista: observa, deja pasar el tiempo de los otros, se maravilla con la belleza del mundo, aguarda con calma, antes de emprender su vuelo. También de esta manera cabe leer «Penúltimo aprendizaje», ¿quién es ese personaje desvalido?, ¿por qué se queda fuera del grupo? ¿No será el precio que ha de pagar el que narra, aunque sufra por ello? Hay un eco del albatros-poeta de Baudelaire en esa ave que sobrevuela la tierra antes de declarar lo que ve.
Inmersiones
Esta antología quiere servir de presentación de Hipólito G. Navarro a los lectores que no han tenido la fortuna de leerlo; toma su título del relato «Sucedáneo: pez volador», y se divide en tres secciones que, siguiendo los movimientos de ese pez metafórico, se adentra en su particular mundo literario.
Si nos sumergimos en las aguas más profundas de sus cuentos, veremos que muchos plantean un mismo drama: el esfuerzo por la satisfacción de un deseo. Sus personajes saben con claridad lo que quieren, no lo discuten ni se engañan a sí mismos; por el contrario, experimentan su anhelo con tensión, incluso con violencia: «un deseo apretado que iba acumulando durante todo el día y toda la noche y que reventaba furioso y feliz en ese instante verdaderamente enloquecedor» («Plano abatido»). Dominados por el ansia, les urge su cumplimiento que esperan como una liberación. Sin embargo, algunos de ellos pierden la fuerza, se quedan en el proyecto de lo que podrían hacer y se consuelan sólo imaginándolo. En ese mundo de los deseos perdidos acaba su historia.
Frente a estos, la inmensa mayoría de sus personajes son activos: ponen todo su empeño en conseguir lo que quieren y, si algo falla, vuelven a intentarlo incluso con más ímpetu. Ahora bien, leemos cómo topan casi siempre con circunstancias adversas que los hacen fracasar. Su lucha resulta en balde. Lo curioso es que su derrota pocas veces se debe a la voluntad contraria de otro personaje; viene de algo así como un poder superior, un entramado de relaciones, causas y efectos entre los que se encuentran que malogran sus propósitos. Creo que resulta interesante relacionar aquí la obra de nuestro autor con las parábolas de Kafka, donde los personajes padecen el rigor de un orden desconocido e implacable; o las situaciones límite en que tratan de sobrevivir los de Beckett. Ambos escritores han revelado magistralmente la impotencia de la existencia humana. Pero yo diría que mientras en el primero asistimos al poder de un orden previo e inalcanzable (la ley), y en el segundo a la falta de consistencia de lo que existe (el vacío), en Navarro damos con una experiencia particular: lo viscoso. Ese orden dominante no preexiste a las acciones de los personajes, se manifiesta justamente cuando estos las emprenden: como si cada vez que intentaran un movimiento, quedasen enredados en el seno de un cuerpo o un organismo pegajoso en el que se hallaran inmersos**.
La niña de «Mi mamá...» está sometida a un mundo de adultos que no entiende; los propósitos de los chicos en «Las notas vicarias» se truncan ante un cambio que, paradójicamente, parecía beneficiarlos; el obrero de «Inconvenientes...» tiene vedado el acceso a un orden que lo supera. Ninguno renuncia a sus deseos, luchan, se esfuerzan, se rebelan; pero sus actos no vencen la resistencia del mundo real en que se hallan, y sucumben.
Muchos de los personajes de Hipólito G. Navarro utilizan la violencia: unos, para resarcirse de su frustración con la explosión de ira o la venganza; otros para alcanzar su propósito. Se diría que es esperable; sin embargo, este autor nos obliga a mirar más allá: nos muestra cómo los deseos satisfechos a la fuerza no proporcionan alegría; al contrario, implican siempre un alto precio que ha de pagar precisamente