Adonde no conozco nada
Por Antonio Malpica
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Antonio Malpica
Antonio Malpica es músico, dramaturgo y novelista, además es ingeniero en sistemas. Cuando ya había terminado la carrera de ingeniero, descubrió que le divertía más contar historias. Así que empezó a hacer teatro con su hermano Javier y, luego, a escribir novelas. Hoy tiene publicados más de veinte libros. En Océano El lado oscuro ha publicado: Siete esqueletos decapitados, Nocturno Belfegor, El llamado de la estirpe y El destino y la espada. Ha ganado, entre otros, los premios Barco de vapor y Gran Angular convocados por SM, México; Novela Breve Rosario Castellanos, y el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil Castillo de la Lectura. Antonio Malpica se convirtió, en 2015, en el primer autor mexicano en obtener el Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil.
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Adonde no conozco nada - Antonio Malpica
Edición digital
Coordinación LIJ
Ana Amelia Arenzana Galicia
Gerente de LIJ de Ediciones SM
Gestión digital
Cecilia Eugenia Espinosa Bonilla
Gerente de Servicios educativos digitales de Ediciones SM
Coordinación editorial
Federico Ponce de León Turiján
Coordinación digital
Julio Arnoldo Prado Saavedra
Optimización de contenidos digitales
Felipe G. Sierra Beamonte
Adonde no conozco nada Antonio Malpica
Primera edición digital, 2014
D. R. © SM de Ediciones, S. A. de C. V., 2011
Magdalena 211, Colonia del Valle, 03100, México, D. F.
Tel.: (55) 1087 8400
www.ediciones-sm.com.mx
Librería en línea (www.libreriasm.com)
ISBN 978-607-24-1036-7
ISBN 978-968-779-177-7 de la colección Gran Angular
Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana
Registro número 2830
Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático, o la transmisión por cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
La marca Gran Angular® es propiedad de SM de Ediciones, S. A. de C. V.
Vinieras y te fueras dulcemente, de otro camino a otro camino. Verte, y ya otra vez no verte.
Adolescencia
VICENTE ALEIXANDRE
LO que viene a continuación es una historia que, a simple vista, puede parecer como cualquier otra, pero que, ya puesta en perspectiva, adquiere forma y sentido, como el relato aquel en el libro de Karen Blixen en donde un hombre involuntariamente crea con sus pasos la forma de una cigüeña en su jardín.
Una cigüeña de alas desplegadas en un jardín.
Pero no nos adelantemos.
Por lo pronto digamos solamente que es una historia que, para dotar de significado, tuve que mirar con la perspectiva de un océano y varias décadas de distancia. Y en la que, para contarla correctamente, debo involucrar a cuatro personas.
La primera, un muchacho que nació sin infancia; la segunda, la chica más hermosa del mundo; la tercera, un fan de Gitte Hænning; y la cuarta, una mujer con capacidad de ver la luna nueva aun en la noche más oscura, con afición a los turbantes, las ostras y el champán.
Si les he dedicado pocas o muchas líneas no es asunto que deba importar.
Lo que sí debe importar es que no quede fuera ningún detalle. Al menos en lo que se refiere a la historia. La historia que vale la pena contar de dichos personajes. Y que inicia justo en el momento en que Filip le dio un puñetazo en la cara a John Wilkins en las puertas del St. Martin, el colegio en el que Filip llegó a estudiar alguna vez.
Con ese puñetazo, sin saberlo, Filip sellaba su suerte. Al menos por ese verano.
John Wilkins tenía dieciocho años, y una reputación de sanguinario. Filip, en cambio, solo tenía catorce, aunque también contaba con sus puños, que no eran poca cosa, y una estatura muy superior al promedio. Contaba, además, con una reputación similar a la de Wilkins: había mandado al hospital a Bill Rogers por fractura de costillas. Y a la amarillenta sonrisa de Don The Bull Howard le había añadido un par de oscuras ventanas. Pero, a diferencia de Wilkins, nunca había estado en un centro correccional.
John sorprendió a Filip en las puertas del St. Martin. Filip había ido a poner las cosas en claro con uno de sus antiguos condiscípulos: Gordon, un muchacho pelirrojo que, para más señas, llenó la puerta de su casa con improperios. Freak! Go back to hell!
, decían las pintas, sazonadas además con excremento de caballo embarrado sobre la ruinosa puerta de madera del departamento en el East End, donde Filip vivía con su padre.
Tan hermosa relación entre ambos muchachos había nacido antes de que Filip fuera expulsado del St. Martin. Algún asunto de pandillas que no viene al caso fue lo que enemistó a Gordon y a Filip (aunque pandillas
es un decir, pues Filip nunca tuvo más pandilla que él mismo).
Así que Filip fue a arreglar cuentas con Gordon. Y Wilkins, John Wilkins, advertido por Gordon, su compañero de pandilla, fue a enfrentar a Filip.
Dicen quienes estuvieron ahí que fue una pelea limpia, sin navajas, frente a las puertas del St. Martin (aunque limpia
también es un decir, pues John tenía cuatro años más que Filip y una buena fama de sanguinario).
El señor Merrick, director del St. Martin, ya se encontraba en lo alto de las escaleras que conducían a la calle cuando Filip dio ese certero puñetazo en el rostro de Wilkins. La turba de muchachos del colegio gritaba a todo pulmón, alentando a Filip a que lo matara, cuando Merrick comenzó a abrirse paso hasta la escena.
Dicen quienes estuvieron ahí que Filip, sobre el cuerpo inconsciente de Wilkins, no hubiera parado nunca de golpearlo de no ser porque Merrick y otros profesores lo apartaron a la fuerza. Y que cuando llegó la policía algo en la mirada de Filip The Freak Dons te hacía creer que en verdad era el mayor malnacido de los alrededores. O tal vez que la mancha de la sangre de Wilkins (el sanguinario) en el suelo no era como para pensar otra cosa.
—¿Qué demonios pasa contigo, Filip? —dijo el sargento Walls al arrojar a Filip al interior de la patrulla, al asiento del copiloto.
Con rabia se lanzó el oficial a recorrer las calles del barrio, tratando de no mirar los nudillos de Filip ensangrentados, tratando de no apartar de su mente la necesidad de hacer justicia, pese a la deuda que sentía tener con Oskar Dons, el padre de Filip.
—Él empezó, tío Bob.
—Siempre son los otros, ¿no, Filip?
Le aventó al regazo su propio pañuelo. Filip limpió su rostro, la sangre que a él mismo le manaba de boca y nariz.
—¡¿Quieres ver lo que Gordon Wilson le hizo a la puerta de la casa?!
—¡Dile a Oskar que ponga una demanda, Filip!
—Tú no sabes cómo es vivir mi vida, tío Bob… mejor cállate.
El sargento Walls trató de apartar de su mente que Oskar Dons le había salvado la vida en Normandía, quince años atrás, durante la guerra. Siguió dando vueltas por las calles londinenses procurándose un poco de sosiego.
Filip sacó una cajetilla de cigarros de la bolsa de su pantalón. Walls se la arrebató y la arrojó a la calle. Detuvo la patrulla. Trató de no mirar el tatuaje que tenía Filip en el cuello.
—Dame una razón para que no te encierre ahora mismo en la cárcel.
—Haz lo que tengas que hacer, tío Bob —bufó Filip, mirando con pereza hacia la calle, donde había un par de abuelas esperando el cambio de luz del semáforo.
En cierto modo, el sargento agradeció no tener hijos. Pensó que sería incapaz de disciplinarlos sin recurrir a la violencia.
—Eso te gustaría, ¿no? Que te inscribiera en una verdadera escuela del crimen.
Filip se encogió de hombros. El sargento Walls trajo a su mente otra plática que había sostenido antes con el muchacho, justo después de que mandó al hospital a Bill Rogers. Le había sugerido encauzar su aparente talento para pelear ingresando a un gimnasio de box. No cualquiera inflige tanto daño utilizando sólo los puños
, le dijo, a lo que Filip respondió diciendo que las peleas eran una parte necesaria de su vida, no una decisión. Ya quisiera verte viviendo en mis zapatos. Yo no peleo porque quiera pelear; peleo porque tengo que hacerlo
.
—Ninguna pelea es necesaria —sentenció Walls, motivado por dicho recuerdo.
—Eso dices tú.
—¿Sabes que tengo permiso de tu padre para recluirte en un borstal si quiero? —orilló la patrulla, apagó el motor.
Filip hizo el esfuerzo de no delatar ninguna reacción. En general llevaba una buena relación con su padre. Pero nadie, ni su viejo, sabía lo que era vivir en sus zapatos. De todos modos, ya se había convencido de ser un tipo en verdad abominable… a sus catorce años. La cárcel solo sería la confirmación natural de su destino.
El sargento Walls recargó la frente en el volante. Recordó a Oskar Dons arrastrando su cuerpo conmocionado hacia el interior de una trinchera.
—Dime una cosa, Filip. Desde que empezó todo esto… ¿cuánto es lo más que has durado sin pelear?
Miró al sargento por primera vez desde que se subió a la patrulla. Le decía tío
de cariño, por la añeja amistad que lo unía con su padre. En el fondo, sentía afecto por él. Pero, con todo respeto, no tenía una maldita idea del asunto, ni él ni nadie. Desde que empezó todo esto
, repitió en su interior. Sabía que el sargento se refería a cierto momento en el que se dejó el cabello largo, comenzó a fumar, se hizo aquel tatuaje. Desde que empecé a defenderme
, sintetizó él con cierta sonrisa socarrona. ¿Cuántos años tenía entonces? ¿Once?
—No sé, no llevo las cuentas.
—Dime un periodo, Filip, el más largo que se te ocurra.
—¿Sin pelear desde que empezó todo esto
? —ironizó—. No sé. Un mes.
—Pues yo te voy a demostrar que puedes estar hasta tres meses sin pelear.
De: Álex <alex_mex96@gmail.com>
Para: <direccion@moontower.com>
Asunto: Botón
Fecha: 22 de agosto de 2009
Hola… nomás para contarte dos cosas:
1. Que yo robé el botón, no la Horte.
2. Que lo perdí.
Bueno, tres:
3. Mi mamá no me obligó a escribir este mail.
Álex
De: Álex <alex_mex96@gmail.com>
Para: <direccion@moontower.com>
Asunto: RV: Botón
Fecha: 22 de agosto de 2009
…bueno, 4: perdón.
Álex
DESDE que llegó a Rungsted, Filip sabía que la decisión del sargento Walls era una artimaña. Pero no solo no se opuso, sino que hasta le pareció extrañamente conveniente. Quizá ese fuera su verdadero destino: ayudar en la oscuridad de un taller mecánico danés y dejar pasar la vida.
O quizá no.
Cuando cumplió dos meses en la solitaria compañía de su tío Hódder, decidió que ya estaba bien, que