Historia de un reencuentro
Por Sandra Marton
4/5
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Sin embargo, cuando vio a la que sería su esposa, cambió radicalmente de opinión, pero resultaba que era ella la que no estaba convencida de querer casarse. Así que Dominic decidió persuadir a Arianna para que se convirtiera en su esposa... sin saber que el pequeño era el resultado de aquella noche de pasión.
Sandra Marton
Sandra Marton is a USA Todday Bestselling Author. A four-time finalist for the RITA, the coveted award given by Romance Writers of America, she's also won eight Romantic Times Reviewers’ Choice Awards, the Holt Medallion, and Romantic Times’ Career Achievement Award. Sandra's heroes are powerful, sexy, take-charge men who think they have it all--until that one special woman comes along. Stand back, because together they're bound to set the world on fire.
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Comentarios para Historia de un reencuentro
2 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5espectacular, cada capítulo,, morí de amor
lo volveria a leer !
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Historia de un reencuentro - Sandra Marton
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Sandra Marton
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Historia de un reencuentro, n.º 1481 - julio 2018
Título original: The Borghese Bride
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-636-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
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Capítulo 1
En Italia estaban a la mitad del verano más caluroso que se recordaba. Aquella última semana de julio, según decía la gente, entraría en los récords como una de las más calurosas de la historia.
Para Dominic Borghese la última semana de julio era memorable; llevaba cinco años siéndolo.
Dominic sacó unas gafas de sol del visor de su Ferrari rojo cereza y se las puso, mientras conducía a cierta velocidad por la estrecha carretera de las colinas toscanas.
Había cometido errores en su vida; para reconocer eso no había sido demasiado orgulloso. Un hombre no se formaba de la nada como había hecho Dominic sin errar un juicio, pero el recuerdo y la sucesión de errores de aquella última semana de julio de hacía cinco años no lo abandonaban.
Uno de ellos trataba de un préstamo que jamás debería haber hecho.
El otro, de una mujer.
De los dos errores, el préstamo era el más fácil de zanjar. De hecho, esa mañana iba de camino a ello. Llevaba años fastidiado por haber accedido a conceder aquel préstamo; pero no por el dinero en sí, sino por las condiciones con las que lo había firmado.
Dominic no tenía ningún interés en adquirir la compañía que la marchesa del Vecchio había montado como garantía. Era una mujer mayor; y Dominic había aceptado su oferta en lugar de darle simplemente la cantidad que ella le había pedido porque sabía que su orgullo no le dejaría aceptar su dinero de otra manera.
En ese momento, gracias a sus contables y a algunas pesquisas discretas, sabía que ella no podría pagarle la deuda. De modo que encontraría el modo de decirle que haría borrón y cuenta nueva cuando la viera en menos de una hora. Si eso la hería en su aristocrático orgullo, que así fuera.
Dominic pisó el acelerador. El otro error, que había cometido a principios de esa misma semana cinco años atrás, era imposible de rectificar.
Estaba en Nueva York en viaje de negocios y había asistido a una gala benéfica, donde salió a la terraza a tomar el aire y escapar de las fotos, de las conversaciones incongruentes y de las mujeres operadas… Y en menos de una hora estaba en su apartamento haciendo el amor con una mujer sin nombre, una mujer con el rostro bello, la voz suave y un deseo tan ardiente como el suyo… Una mujer que se había deslizado de su cama mientras dormía.
Jamás había vuelto a verla. Y jamás la había olvidado.
Dominic se puso tenso. Era tan estúpido seguir pensando en ella; pero sabía el porqué. Había sido un misterio esa noche, un misterio rubio de ojos azules vestida de seda blanca; un misterio que se había negado a darle su nombre mientras él la tomaba entre sus brazos, diciéndole que aquello era sólo un sueño y que así debía quedarse.
¿Cómo podía un hombre olvidar un misterio?
Aún recordaba el sabor de su boda, el aroma de su piel, el tacto de su cuerpo.
Sin duda una estupidez. Si tan sólo pudiera desterrar el recuerdo de esa mujer de su pensamiento con la misma facilidad que iba a saldar la deuda con la marquesa…
Dominic suspiró. Para un hombre que había empezado con todo en contra suya, no estaba tan mal. Sin duda podría vivir con ello.
Se relajó un poco. Estiró las piernas y aflojó un poco la mano del volante. No tenía sentido ni siquiera pensar en la mujer. Era distinto pensar en la marquesa. En media hora estaría en su palazzo y aún no había ideado un modo fácil de decirle que no quería su dinero; ni siquiera tenía interés en la empresa que ella había montado como fianza.
Sólo de pensar en ello sonrió; si aquéllos con los que hacía negocios supieran lo que estaba planeando, jamás lo creerían.
A sus treinta y cuatro años, Dominic era el amo del mundo, o al menos eso decía la gente. Los hombres que habían llegado a la cima con mucho trabajo, como él, lo admiraban. Los que eran ricos por herencia en lugar de sacar su primer millón sudando en una mina de esmeraldas en Brasil le sonreían, pero a sus espaldas lo difamaban. Sólo que a Dominic le importaba muy poco. Sólo un idiota juzgaría a un hombre por su sangre.
Podía remontarse a su madre alcohólica que había elegido aquel apellido porque supuso que Dominic había sido concebido una noche oscura cerca de los muros de Villa Borghese.
A los doce años la sórdida historia le había resultado dolorosa. A los treinta, cuando se había dado cuenta de que había ganado más dinero del que sus detractores ganarían en toda la vida, la historia había perdido importancia. El rumor más reciente apuntaba a que era descendiente de la relación ilícita entre un príncipe romano y una criada. A Dominic le parecía divertida.
Los rumores no podían tocar ni sus riquezas ni su poder, y desde luego no ahuyentaban de su cama a las mujeres.
Siempre eran bellas, muchas veces famosas, y nunca aburridas; a Dominic le gustaban las mujeres inteligentes, y la mayoría tenían su profesión y sus propias metas. Dominic lo prefería así, puesto que no tenía intención de comprometerse. Aún no. La edad de treinta y cinco siempre le había parecido la adecuada para buscarse una esposa que quedara bien agarrada de su brazo, que se ocupara de que su hogar fuera un lugar tranquilo y respetado y que le diera un heredero. Un hijo que pudiera hacer legítimo el apellido Borghese. Riqueza, poder y legitimidad. ¿Qué más podía pedírsele al hijo bastardo de una prostituta?
Pero aún no.
Aún le quedaba un año para los treinta y cinco, y pensaba continuar disfrutando de su libertad, además de contemplar la idea de que sus hombres buscaran a la mujer con la que había estado aquella calurosa noche de julio en Nueva York…
–Maldita sea –murmuró Dominic mientras pisaba el acelerador.
Debía concentrarse en la tarea que tenía entre manos. En encontrar el modo de decirle a la marquesa que no quería que le devolviera los tres millones de dólares que le había prestado sin herirla en su orgullo.
Era una suma importante de dinero y él no era un banco, que era precisamente lo que le había dicho a la mujer el día que había ido a verlo a su despacho.
Le había dicho algo que toda Italia sabía desde hacía unos cientos de años. El dinero de los del Vecchio provenía de fincas a las afueras de Florencia y de un negocio propiedad de la familia llamado La Farfalla di Seta. El negocio había arrancado en el siglo quince a manos de la tercera Marquesa del Vecchio, cuyo marido se había jugado su fortuna y la había dejado sin blanca. Esa marquesa y sus hijas habían sido educadas en el fino arte de la costura y el bordado, tal y como era lo propio de las damas de la época, y consiguieron mantener su casa y sus sirvientes fabricando lencería de seda fina y encaje. La bordaban a mano, y los precios eran exclusivos.
Aún seguían siéndolo. Dominic lo sabía por experiencia propia. La lencería de La Farfalla di Seta era un regalo muy apreciado por las mujeres bellas.
–He oído hablar de ella.
–La Mariposa de Seda –dijo la marquesa con desagrado–. Así es como se la conoce en América, donde nuestro negocio está localizado ahora. Pero no me gusta ese nombre. El nuestro es un negocio de familia antiguo y respetable, cuyas raíces están en Florencia. Pero no soy tonta, signore. Sé que es el gusto americano el que impera en el mundo. Me guste o no, aquéllos que quieran triunfar deben acatar.
–Por favor, llámeme Dominic. Y dígame por qué ha venido, marchesa.
La mujer fue directamente al grano.
–La Mariposa de Seda es mi bien más preciado.
–¿Y?
–Necesito seis billones de liras.
–¿Tres millones de dólares americanos? –Dominic pestañeó–. ¿Cómo dice?
–Mi nieta, que dirige el negocio, me dice que nos enfrentamos a una dura competencia. Necesitamos modernizarnos desesperadamente, mudarnos de donde llevamos ya cincuenta años a otro local. Me dice que…
–Le dice muchas cosas esa nieta suya –dijo Dominic con cierta sorna–. ¿Está segura de que tiene razón?
–No he venido a que me dé consejo, signore.
–Dominic.
–Ni tampoco a que cuestione las decisiones de mi nieta. Lleva varios años a cargo de La Farfalla di Seta. Más aún, yo la eduqué tras la muerte de sus padres. Es lo bastante italiana para entender la importancia de la empresa para nuestra famiglia, pero al mismo tiempo lo suficiente americana para comprender la importancia de continuar en el negocio, lo cual no podremos hacer si no recibimos una inyección de capital. Por eso he venido, signore; como he dicho, necesito seis billones de liras.
En ese momento sonó su línea privada de teléfono; seguramente sería Celia, su secretaria.
–Entiendo –dijo mientras descolgaba y colocaba la mano sobre el auricular–. Bueno, ojalá pudiera ayudarla, marchesa, pero no soy un banco. Y como estoy segura de que se dará cuenta, mi tiempo…
–Es valioso –le soltó la anciana–. Igual que el mío.
–Por supuesto, perdóneme, pero esta llamada…
–La llamada es de ese perro guardián que tiene a la puerta, signore, y haré lo posible para no llevarle cinco minutos más de su maravillosa mañana.
Dominic no recordaba la última vez que alguien le había hablado de ese modo. Aquéllos que iban a pedirle un favor se arredraban ante él, aunque fuera metafóricamente. El temperamento fuerte e irritable de la marchesa era como un soplo de aire fresco.
Dominic se llevó el teléfono a la oreja, le pidió a Celia que atendiera todas sus llamadas y colgó.
–¿Por qué ha venido a mí a pedirme dinero, marchesa? Como he dicho, no soy un banco.
Su respuesta fue contundente.
–He estado en los bancos. Me han denegado el préstamo.
–¿Por qué?
–Porque son lo bastante estúpidos como para no pensar que una empresa pequeña pueda tener éxito; porque creen que ya las mujeres no se gastarían cientos de dólares en una prenda de ropa interior, o porque creen que mi nieta no debería cargar sola con la responsabilidad de La Mariposa de Seda.
–¿Y cree usted que están equivocados?
–Lo sé –respondió la marquesa con impaciencia–. Las mujeres siempre anhelarán cositas caras. Y si no se las compran ellas, los hombres se las comprarán.
–¿Y su nieta? ¿Tan capaz la cree de