El misterio del amor
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El misterio del amor - Joan Miquel Oliver
Veintisiete
El misterio de Joan Miquel
EUGÈNIA BROGGI
Conocí a Joan Miquel Oliver cuando publicamos El misteri de l’amor en la editorial donde solía trabajar, la editorial Empúries, en el año 2008. Yo seguía a Antònia Font, su grupo, desde hacía tiempo, pero no sabía nada de él y la novela me cogió muy por sorpresa: me pareció estimulante, diferente, alocada, libre y original. Y, sobre todo, la confirmación del talento gigante de Joan Miquel Oliver, incansable, genial y exigente, una de las pocas personas a quien admiro genuinamente, a pesar de tenerlo tan cerca. Aunque, en realidad, lo cierto es que mi relación con él empezó con una mentira. Es el momento de confesarlo. Me lo había presentado un colega editor; le habían convocado para proponerle que escribiera una biografía de su grupo, Antònia Font, que entonces estaba arrasando en Cataluña, y él contestó que aquellas «gilipolleces» él no las hacía pero que si querían un libro de verdad, él tenía algunos cuentos escritos. Así fue como llegamos a conocernos, porque yo entonces era la editora especializada en autores noveles y me pasaron el proyecto, lo cual fue una suerte para mí.
La primera vez que nos vimos, Joan Miquel tenía una enorme resaca, aunque esto lo supe más tarde. Aquella primera mañana, en mi despacho del barrio del Raval de Barcelona, estuvimos charlando durante un rato largo y nos entendimos muy bien, y entonces él me preguntó si quería leer una muestra de sus cuentos. ¿Una muestra? ¿UNA muestra? ¿UNA MUESTRA? ¡Solo había escrito aquellas cuatro hojas! Aunque esto también lo supe mucho más tarde. Entonces le pedí que me mandara el resto de los cuentos cuando llegara a su casa y él me miró con aquella cara que pone cuando está muy serio (y hasta parece un poco borde), pero que cuando lo conoces un poco sabes que en realidad está a punto de escapársele la risa por la mentira que me acababa de contar, la de una muestra que no era una muestra: era un todo del todo improvisado.
De manera que leí las cuatro hojas «de muestra» y me gustaron muchísimo, y así se lo dije por teléfono al cabo de un par de días. Hablamos de dinero, de plazos y de volúmenes y entonces comenzó lo que en la editorial pasó a conocerse como la «Joan Miquel Experience», o cómo sobrevivir a los cambios, los retoques y la improvisación.
Después, quizás nos vimos cuatro o cinco veces más, y cada vez era diferente. Los cuentos se convirtieron en una novela, y entonces eran dos parejas y no una, y aquellos personajes que parecían dos personas diferentes de golpe eran una, y la idea de alternar capítulos de escritura automática y capítulos de narrativa más convencional terminó completamente alterada. Un día quería hacer un libro «muy gordo, porque no quiero que nadie se piense que les estoy tomando el pelo, quiero que se vea que es un libro de verdad», y al siguiente quería un libro «delgado, delgadísimo, delgadísimo, que casi no se vea, que, si no, la gente se echa para atrás, y yo quiero que me lea mucha gente y que el libro sea barato y que la gente lo pase bien leyéndolo y no se haga pesado ni nada». Un día, incluso, me representó el final. Estábamos sentados en mi despacho, discutiendo cómo terminar el libro, y él no acababa de decidirse, no tenía nada claro. Y de golpe se le iluminaron los ojos: «¿Y si me invento muchos finales y los voy descartando, uno por demasiado cursi, el otro por demasiado triste o demasiado inverosímil? ¿Podría estar bien, no? ¡Qué gran idea!» Y yo le dije que sí, que era una gran idea, y al final el final fue así, como había decidido sentado en la silla de la editorial, improvisando como siempre y apasionado como siempre.
Siempre digo que nunca he conocido a nadie con el talento de Joan Miquel Oliver. Tiene una rara inteligencia que nunca para, te canta canciones nuevas en el oído en los bares, se obsesiona con el ciclismo, llama para contarte proyectos alucinantes y locuras variadas, aprende a dibujar, y muy bien, gracias a un libro de técnicas de explotación de la parte izquierda (¿o era la derecha?) del cerebro, escribe canciones maravillosas y su universo es sugerente, extraño, seductor. Leerlo es como vivir un poco dentro de su cabeza: la sensación es que allí es una diversión constante, y esto se pega.
Y al final, después de estos cuentos convertidos en novela, de haber corregido el texto y haberlo releído y releído y vuelto a releer y a corregir, después de una nota —que incluimos en la edición catalana— controvertida y discutida hasta el aburrimiento, después de los puntos que no están, las comas que faltan, las transcripciones incorrectas, los barbarismos y las palabras inventadas, después de todos los cambios y mutaciones, debo confesar que no sé si el amor es una hormona, como dice él en la página 15 de este libro, o si el amor es una enfermedad de transmisión sexual, como ha dicho alguna otra vez, o si el amor es un misterio y como misterio es un misterio y punto y se ha acabado y no se hable más.
Uno
al final con la maleta llena de trastos inútiles que deberías haber tirado ya y te olvidas de lo más importante, meterte a ti para que yo te la lleve y te acompañe hasta el aeropuerto, subir contigo al control de la guardia civil y besarte como un amigo, nada, pensando que estás en una maleta facturada y aturdida por unas cintas transportadoras dunlop invisibles, pero tú ahí fuera también y mirarte bien otra vez, la última seguro, muy tranquilos, que tú estás en la maleta y que te vas contigo, que cuando llegues al aeropuerto más allá del cielo atlántico te recogerás y abrirás un poquito la cremallera, y entre jaleo de camisetas viejas y bragas medio gastadas te verás la cara dormida que yo te he visto tantas veces y tú nunca. ya lo sé, que el amor solo es una hormona, no sé si exactamente una hormona, pero que se acaba por eso, porque se nos funde en la sangre igual que tu imagen se pierde en la terminal y ya ni eres tan alta ni tan inteligente. eso mismo, te he cogido la maleta y ya estamos haciendo cola porque te vas a chile, ¿no? y dices dejarse llevar y enamorarse, dejar que la química regenere los tejidos sanguíneos llenos de bicicletas y volverlos a llenar de ojos y bocas, de pieles en la cama y cafeterías, dónut o croissant, y esperar taxis y dejar que se vayan, uno detrás de otro, y mirar cinco minutos más, pero al fin dices me voy y lo coges y te sientas y al taxista «al aeropuerto» y ya no da tanta pena porque contigo tú también te vas, y libros para leerlos en butacas para sentarlas delante de teles para no mirarlas. pero al final resulta que no te vas contigo, y te quedas en tu parte del sofá pero no hablas ni fumas y, digo yo, el momento aquel en el cine, que pensé si tú realmente, y me dije «sí» con litros de química por supuesto en la vena que explotaba en el cerebro y nunca lo hubiera dicho, que el primer día ni te vi y mira ahora te quedas en casa por unas zapatillas tuyas en el comedor como recién quitadas hace dos minutos, y la hormona dice, no, está en el cielo, dentro de su avión, y empieza a hacerte a la idea de que ya nunca más, pero es como si aquellas zapatillas fueras tú que te has dejado entera en casa. y tu amiguito te recogerá y te preguntarás si te dejas llevar con él y su hormona «porque, total solo dos años allí» y yo en el sofá en casa leyendo el tebeo de míster O, aquel que me he negado siempre a tener en el váter, tan seguro de haberte facturado del todo, pero levantar la vista y ver tus zapatillas y decir «joder, no se ha ido», y empezar a pensar que estabas buenísima y que eras preciosa y alta e inteligente, y estirarme en el sofá y pensar bien cómo debo hacerlo a partir de ahora: han sido dos años maravillosos, te vas y ya está, el amor es una hormona y ya nos hemos desecho, y te he medio besado en la mejilla como el buen amigo, y te querré siempre para que ya no te necesite para nada, porque pensar en ti es agradable y tampoco estás tan buena ni eres tan guapa, y nos hemos paseado y todo el mundo nos ha visto y ya hemos hecho todo lo que debíamos hacer, joder cómo hemos vivido juntos dos años como un matrimonio en toda regla, solo nos faltaba casarnos, solo nos faltaba casarnos... ¿más casados? porque cuando yo porahí y tú porahí con amigos y yo con amigas la hormona esa se drena como una toxina nada tóxica, es verdad. te he acompañado al aeropuerto y me he asegurado de facturarte bien dentro de la maleta y me has cogido el recibo del equipaje facturado, yo te he visto, y te lo has metido en el bolsillo de los vaqueros, donde las cosas se pierden siempre o se desintegran en la lavadora, solo para que no me lo quedara yo, o solo porque perderte es precisamente lo que quieres, perderte, y cuando tu amiguito allí te reciba con todas sus hormonas en los brazos, tú le abrirás un poquito la cremallera y podrá ver cómo le llevas solo para él tu cabeza dormida de princesa troglodita, dulce y amable como siempre una cabeza dormida. y yo volveré a casa y qué error de principiante tus zapatillas, las que llevabas más, precisamente, las adidas blancas, ahí cerca de la tele y yo en el sofá leyendo el tebeo de míster O, las he visto y he dicho como si nada «ah, sí, sus zapatillas» pero de repente he entendido que no te habías ido, y me he levantado del sofá decidido a bajar a la calle para dejarlas sobre un contenedor de basura, que aún son muy nuevas y seguro que alguien las coge, pero he empezado a ver tanta hormona a mi alrededor y claro, dos años, es imposible que todo haya desaparecido, y he empezado a ver que estás por todas partes: en el baño, támpax, salvaslips, en la cocina, tu delantal, en el salón, discos, y la tele, joder, la tele es tuya, en el dormitorio, un mechero tuyo en tu lado de la cajonera, tu olor en la almohada, mi camiseta que el último día has usado de pijama y cabellos tuyos. me siento en la cama, los subterráneos de kerouac sin acabar, todo señalado hasta la página 102 solo, ¿ya no lo acabarás? te lo mandaré, ¿vale? y la recopilación de frank sinatra que te regalé también te la mandaré, y no puedo evitar beber el café de tu taza, aquella baja de florecitas verdes, y depositar ceniza en tu lado del cenicero. me voy a dormir y me pongo la camiseta que te ha servido de pijama el último día, y la cabeza en la almohada con tus tres cabellos recopilados y con toda la voluntad de soñar contigo toda la noche, y cierro los ojos en la oscuridad del cuarto, y aquello tan fácil hace unas horas, que hemos quemado una etapa, que ha sido maravilloso, que seremos amigos, que nos escribiremos, que esperamos que encontremos la persona de nuestra vida, que no estamos hechos el uno para el otro y que siempre nos tendremos confianza y que en realidad habernos separado es la única manera que tenemos de estar siempre juntos, y al día siguiente por la mañana el primer pensamiento que tengo es: tranquilo, el amor es solo una hormona que se dispara, que se dispara precisamente ahora, es el segundo pensamiento, y que tu amiguito, que hasta ayer pensaba de él: pobrecito no sabe dónde se mete, cuando ella empiece con sus crisis profesionales, y con sus amigas que me odian a muerte porque están celosas y que han querido convencerla para que me abandone desde el primer día que nos enrollamos, ya verás pardillo cuando no tengas ni dos palmos en la cocina para pelar una naranja, cuando llegues borracho y ella esté llorando porque no la tienes en cuenta, cuando ella te diga que se va con sus amigas y haya quedado conmigo para follar, ya verás capullín cuando tu discursito de hombre hecho y viajado la haga partirse de risa y te diga que te calles un poquito un día que se haya pasado un poquito con el vino, cuando tú precisamente le estabas intentando contar el proyecto de tu vida, aquello que realmente dará un giro de 360 grados a tu biografía, si me permites el chiste, imbécil tontito cornudo.
Dos
Biel Massutí era un artista plástico de treinta y dos años que estaba a punto de dejar de ser una joven promesa, y que entre el estatus de intelectual novel y el de millonario prematuro pasaba los días gastando su fortuna en decoración de lujo y fiestas para los amigos. Vivía en las afueras de Campos en un chalé enorme que había construido y que había sido víctima de un reportaje de ocho páginas en el suplemento de arquitectura y portada de la revista Bauhaus. Su mujer se llamaba Mònica, Mònica Briand, y era una exmodelo alta y muy guapa. No era de ninguna manera aquella cosa convencional, tenía una belleza rara, cerrada y rotunda, y miraba seria desde la penumbra fumándose un cigarro. Con un gusto exquisito y visionario para elegir los libros que leía y los discos que escuchaba, tenía treinta y un años y su aspecto coincidía aún muy ostensiblemente con las exigencias del oficio. Se había retirado porque estaba cansada de viajar tanto, porque se habían planteado tener hijos y porque Biel tenía más pasta de la que se hubiera podido gastar en tres vidas como la suya.
Todo iba muy bien hasta que Mònica supo que Biel estaba enrollado con otra. Después había tenido que ir al psiquiatra y seguir un tratamiento. La verdad es que daba mucha pena. Con el medicamento se había quedado así como mustia y no hacía otra cosa que decir de vez en cuando que quería irse a África. Su marido estaba superpreocupado e intentaba pasar más tiempo con ella, entretenerla de un modo más doméstico, sin tanta fiesta, ni amigos estrambóticos pululando por la casa. Había tomado la decisión católica de recuperar la relación, y quería desintoxicarse del vicio de tener que estar siempre dispuesto a pasárselo bien. Tampoco es que la cosa hubiera cambiado tanto por tener una amante. No era aquello de llevar una doble vida, se podría decir simplemente que tenía dos mujeres, y dejar a la otra no le había supuesto mucho problema, y se mentalizaba continuamente de que lo hacía por Mónica, para que ella no empeorara cada día que pasaba. En cierta ocasión había intentado dar una fiesta, pero había acabado borracha y nadando desnuda en la piscina. Después cuando todo el mundo se había marchado, no podía parar de llorar y de decir que quería suicidarse. Él, afectado, pensaba en cómo podía haber cambiado su suerte de aquella manera: pasar de la felicidad y la satisfacción totales a tener que convivir para siempre con una persona enferma que necesitaba atención permanente.
Lo peor de todo fue cuando ella se quedó embarazada. El psiquiatra dijo que no estaría en condiciones y recomendaba abortar, pero ella se negaba. Hacía una temporada que se encontraba un poco mejor y entre ambos decidieron que tendrían el bebé y que incluso les ayudaría a superar la enfermedad de ella.
No llegó a ponerse de parto porque la niña venía de pie y le practicaron una cesárea programada. Por eso Biel no había podido asistir al parto. Todo había ido bien y ya estaban en la habitación. El día anterior no habían avisado a nadie, sobre todo por no preocupar a la familia, como si fuera un parto normal y ligeramente imprevisible, y no pensaban hacerlo hasta pasadas unas horas. Más tarde llegaron todas las visitas con ramos de flores mientras Mònica intentaba darle el pecho a Martina, que así se llamaría. El postoperatorio debía ser más largo que el de un parto normal y tuvieron que quedarse ingresados casi una semana.
En casa todo era muy extraño porque daba la sensación de que la criatura era del hospital y que todo aquello había sido solo una aventura de nueve meses de revistas de embarazadas y una semana en la clínica, pero no, la niña estaba allí y era suya para siempre. Mònica se había agobiado mucho con el pecho y al final le daban biberón. Comía cada tres horas y era físicamente una paliza, sobre todo para Biel, que se había acostumbrado desde hacía muchos años a despertarse a cualquier hora, y siempre que podía presumía del discurso de una verdadera apología con teoría y praxis de las delicias del santo dormir. Todo se le desmontaba y cada día estaba más fuera del personaje que con los años se había construido él mismo. Lo del dormir era una cosa, pero había muchas otras... Que el secreto de mantener una pareja es la independencia de las partes, que la vida del artista es incompatible con la familia, que la inspiración te llega después de tres días de vida contemplativa en soledad, que te tienes que poder mover improvisadamente a cualquier parte del mundo, que las relaciones sociales son tan importantes para el trabajo como la obra misma, y, en definitiva, una lista que coincidía muy lamentablemente con todo lo que perdía siendo el padre de una criatura que tenía una madre enferma.
Las cosas fueron muy mal. Martina ya tenía seis meses y no dormía nunca más de tres horas seguidas. Biel era literalmente un cadáver y apenas había vuelto a coger las herramientas desde el embarazo de Mònica. Ella estaba fatal y empezaba a tener la paranoia de que la niña era mala y que les hacía sufrir a propósito. Llegó un momento en que no estaban ni cinco minutos sin discutir, gritarse, llorar o querer suicidarse. Biel entendió al poco tiempo que le debían quitar la niña a Mònica una temporada. Visitó al psiquiatra, que