Los gatos salvajes de Kerguelen
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Los gatos salvajes de Kerguelen - Marta Barrio García-Agulló
Soy la espuma que avanza y cubre de blanco
el borde superior de las rocas, soy también
una muchacha, aquí, en esta habitación.
VIRGINIAWOOLF,
Las olas
A mi hermano Miguel, el aventurero
de la familia, cuyas cartas desde una
isla remota inspiraron esta novela.
Mensaje encontrado en una botella en las costas de Tierra del Fuego: «Si este grito de socorro llega a buen puerto, los invernantes de las Kerguelen os suplicamos que vengáis a rescatarnos. Hace meses que perdimos el contacto con el mundo exterior. No nos quedan apenas víveres. Tenemos hambre y frío. Las Islas de la Desolación se hunden y nosotros con ellas. La marea sube. Va ganando terreno. El océano será nuestro cementerio. Salvadnos».
1.
Rumbo al sur
A menudo pienso que con un poco de suerte
podría haber sido una mujer lobo, porque mis
dedos medio y anular son igual de largos,
pero he tenido que contentarme con lo que soy.
SHIRLEY JACKSON
Siempre hemos vivido en el castillo
1.1 Olivia se agarra con fuerza a la barandilla del barco. Tiene los nudillos blancos, se le han quedado las manos frías y los brazos agarrotados, pero hacía mucho, demasiado, que no se sentía tan feliz. Lleva así horas, desde que zarparon de Reunión. Las olas tienen algo hipnótico y arrullador, como el crepitar del fuego. Se pasaría toda la vida en la proa de este barco, mirando el mar, con sal en los labios, el pelo revuelto por el viento y ese hormigueo que marca el principio de un viaje. La libertad que da el escapar de la rutina…
La perspectiva de vivir un año en una de las islas más remotas del mundo —donde hay muchísimos más elefantes marinos que humanos— es alentadora, sobre todo para alguien que evita por todos los medios establecer más contacto del necesario con los individuos de su propia especie.
Estaba deseando embarcar. Últimamente le han entrado impulsos homicidas en el metro. Le dan muchísimas ganas de empujar a las vías a alguno de esos maleducados que se creen tan importantes de camino a sus trabajos que te dan pisotones y ni se disculpan. Se imagina perfectamente cómo un empujoncito de nada, que podría incluso pasar inadvertido, en el momento exacto, cortaría la insolencia de un tajo. Ya no volverían a incordiar. Parecería un accidente, y entonces un imbécil menos caminaría sobre la faz de esta tierra plagada de imbéciles.
Si las miradas pudieran matar, Olivia ya habría acabado con unos cuantos. Las fantasías asesinas la ayudan muchísimo a sobrellevar el día a día. Se recrea en los detalles morbosos y consigue mitigar un poco la sensación de asfixia: cierra los ojos e imagina los cuerpos guillotinados, con la sangre que sale a borbotones y mancha de rojo las caras y las camisas de los pasajeros, quienes tendrían que regresar a casa a cambiarse y, de consecuencia, llegarían tarde a la oficina, perseguidos por el olor de la muerte, que no se quita por mucho que te frotes con la esponja bajo la ducha, por mucho que laves la ropa.
Olivia necesitaba un respiro, cambiar de escenario. No ver edificios sino espacios abiertos, focas al sol, pingüinos pescando en el mar; ver cormoranes volar en el cielo austral. No se le puede pedir más a la vida. O tal vez sí, pero por ahora es suficiente con la brisa marina, la promesa de la soledad y el aire libre.
1.2 Al Marion Dufresne II le quedan días de navegación antes de volver a atisbar tierra firme. Primero se detendrá en Crozet, luego arribará a Kerguelen, aunque para eso aún faltan casi tres mil kilómetros de travesía. Va rumbo a un sur ventoso y gélido.
Los pasajeros del barco se dividen en científicos, que miran el mar apostados en la proa, como mascarones; en militares, apostados en la popa, como despidiéndose de la civilización; y en turistas, que han pagado muchísimo dinero para poder visitar las tierras australes antárticas francesas.
A medida que se alejan de la costa, los científicos sacan los prismáticos, ansiosos por ser los primeros en divisar una orca, un delfín o alguno de los grandes cetáceos que nadan en esos mares y que son debidamente fotografiados desde todos los ángulos.
Los militares no escudriñan con expectación ni las aguas ni el cielo. Le dan la espalda al aire libre, se adentran en las entrañas del barco mientras los turistas pegan grititos al ver los albatros, exclamaciones que son al principio de alegría y luego de terror, asustados de lo cerca que vuelan de sus cabezas. Son las aves con mayor envergadura —hasta tres metros y medio— de entre las que no se han extinguido. El calentamiento global ha causado un pico temporal en la población de albatros, pues ha modificado los patrones de viento oceánicos: corrientes de aire más rápidas les han permitido viajar distancias más largas y ahorrar tiempo, poder recolectar más alimentos y, por tanto, dedicarse con más asiduidad a la actividad amatoria. Llegan a vivir setenta años, de los cuales pasan cincuenta emparejados. Creen en la familia, no así en la monogamia. Un estudio dictaminó que el diez por ciento de los polluelos que criaban estas aves había sido engendrado fuera de la pareja, otro registró más de cuarenta infidelidades de una hembra de albatros en tan solo siete semanas. Se han documentado casos de parejas de hembras que crían juntas a los polluelos que engendran en sus devaneos heterosexuales.
Poco a poco, las especies de aves tropicales van dejando lugar a las subantárticas. Los rabijuncos, que ponen un solo huevo de color rosado con manchas parduzcas y cuyas plumas traseras miden lo mismo que el resto de su cuerpo, son reemplazados por los petreles dameros, de plumaje ajedrezado.
Al caer la tarde, todos se reúnen en el bar, y los militares y los científicos se pelean por el control de la música mientras los turistas bailan, ajenos a la discordia. La brecha es de origen cultural: son enemigos desde el primer momento por razón de una diferente manera de concebir el mundo. Lo que para unos es la oportunidad que permite pisar una isla virgen y descubrir las formas que adopta la naturaleza cuando está a salvo del mayor destructor de ecosistemas —el hombre—, para otros es un mal menor, un destino poco peligroso y bien pagado. Los militares ponen las canciones del verano; aprovechan el poder de su fuerza. De vez en cuando se despistan y, mientras van a por una copa, se urde la revolución y una avanzadilla de científicos achispados consigue colar alguna canción más decente.
Los que no soportan el vaivén del buque se pasan el día tumbados con cara de congoja. Son marineros de agua dulce. El barco se tambalea en la cresta de las olas, cada vez más altas. La travesía no está siendo de placer. Se avecina un temporal. Tendrán que atar las maletas y las sillas para que no se desplacen por las habitaciones. En las cocinas, las ollas quedan vacías porque el agua caliente podría saltar por los aires. Olivia ha guardado el ordenador portátil en el armario y lo ha envuelto en una manta, como si fuera un cadáver. Pretende así amortiguar los golpes.
Suben a menudo al puesto de mando, que es el mejor lugar para avistar la fauna. Aquí se atrincheran los ornitólogos, del alba hasta el crepúsculo; como son varios, se turnan para no tener que madrugar. Se trata de un mirador acristalado desde el que se pueden observar los colores cambiantes del agua y del cielo, los amaneceres y los atardeceres. O desde el que temer los peligros encubiertos por la niebla, que tiñe los vidrios de un gris marengo. Cuando la mar está en calma, no tener referencias espaciales da una impresión de vértigo. Parece que la Tierra sea plana y que se vayan a salir del mapa, a caer en el abismo. Cuando la mar se encabrita se encogen las almas.
Anuncian tormenta para la noche que marca justo la mitad del viaje. Fecha fatídica: están entre dos islas igualmente lejanas. Teniendo en cuenta lo inclemente de la temperatura en esas aguas, un naufragio se considera una muerte segura. Nadie se atreve a expresarlo en voz alta, por superstición. Si no lo dicen, quizás no suceda. El lenguaje adquiere un significado litúrgico. Ya no se asoman a la cubierta, no quieren invocar a las criaturas que pueblan sus pesadillas. Los cetáceos se confunden con el kraken de las leyendas. Reviven en ellos terrores ancestrales. Se despiertan gritando, empapados en sudor, tras soñar con los monstruos sanguinarios que esconden las simas del océano.
La amenaza de la tormenta perfecta acerca por un momento a todos los pasajeros, que observan de reojo cómo se prepara el barco para la batalla. Memorizan las instrucciones de evacuación. Las normas de salvamento incluyen embutirse en una combinación salvavidas de neopreno. Tienen que conseguirlo en menos de dos minutos. Han hecho simulacros. Se arrepienten de haberse dejado llevar por el romanticismo y ahora recuerdan la letra pequeña del contrato, en la que el Instituto Polar Francés se desentendía de los daños que pudieran sufrir.
Ven acercarse el primer iceberg, es gigantesco; no debería estar ahí. La adrenalina se palpa, es casi eléctrica. En toda su historia de navegación, es la primera vez que el Marion Dufresne II se encuentra con un iceberg en esas latitudes. No es un barco como los demás, es un buque de investigación y suministro de ciento veinte metros de eslora, pero tampoco es un rompehielos acorazado como los que viajan hacia el Polo. No soportaría el embiste de un iceberg inmenso y su integridad depende por completo de la destreza que tenga el capitán para sortearlo. Pasan cerca, demasiado cerca, por eso contienen la respiración, atentos al menor ruido. Una vez desaparecido el iceberg en el horizonte, olvidan las rencillas y, hermanados en el descontrol, acaban con todas las reservas del bar.
Solo los marineros permanecen sobrios, ajenos a la orgía de bacantes que se celebra en la discoteca del piso inferior. El alcohol y el balanceo del barco no son una buena mezcla, muchos pasajeros vomitan por los rincones. Ante la proximidad de la muerte, la desinhibición es absoluta. Eros y Tánatos van siempre de la mano, desbocados.
Muchos amanecen en el camarote equivocado, junto a un cuerpo desconocido que les ha permitido arrinconar durante unas horas el temor y hacer oídos sordos al fragor de la tempestad. Los temibles mares del sur no desmerecen —en este viaje— de su reputación de fiereza. No osan mirar el mar, como si no quisieran intuir sombras serpenteantes debajo del barco. Tampoco levantan la cabeza hacia el cielo, como si no quisieran ver las aves de mal agüero que planean sobre ellos. Es posible que pronto estén a su merced, una presa fácil en un bote de salvamento a la deriva.
La palabra iceberg viene del neerlandés y quiere decir montaña de hielo. Se estima que una octava parte de la superficie no viaja sumergida, de ahí la expresión «la punta del iceberg». De ahí también que supongan un peligro real, e impredecible, para las embarcaciones.
1.3 Cuando despierta, Olivia no recuerda mucho de lo que ha pasado, sí lo suficiente para sentir arrepentimiento. Sin hacer ruido, se desliza por debajo de la zarpa sudorosa que la aprisiona. Un reguero de baba cubre la almohada, el semen crujiente adorna una manta raquítica. No hay ni un solo libro a la vista. Mucha espiga y poco grano. Iba demasiado ebria para darse cuenta de esos detalles tan significativos, o quizá la noche era tan cerrada que decidió pasarlos por alto.
Rebusca a tientas la ropa y echa un vistazo por el ojo de buey mientras se pone los pantalones. Un escalofrío le recorre la espalda al atisbar un segundo iceberg. Va a agonizar muy mal acompañada. Todo por la necesidad de abrazar un cuerpo caliente en la profundidad de la noche, de combatir el miedo tras ver pasar el bloque de hielo tan cerca del barco.
Sale huyendo del camarote, pero su amante se despierta, la