Me olvidaste al otro día
Por Corín Tellado
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Me olvidaste al otro día - Corín Tellado
1
Míster Douglas dijo con súbita brusquedad:
—Debes pensar que la vida es una comedia.
Y como Adam se quedara impasible, fumando tranquilamente, repantigado en una butaca, míster Douglas prosiguió con frialdad.
—Cuando tu madre y yo nos casamos, éramos jóvenes. ¿Sabes cuántos años tendría tu madre? No creo que hubiese cumplido los dieciocho, y yo apenas si alcanzaba los veintidós. Podía suponerse que éramos dos infelices inexpertos, insensatos y locos. No lo fuimos y te quiero advertir —añadió, apuntándolo con el dedo enhiesto—, que hemos disputado muchas veces, pero jamás se nos ocurrió la insensata idea de divorciarnos. Fuimos capeando el temporal, y al cabo de dos años, ambos estábamos seguros de que jamás podríamos vivir el uno sin el otro.
Como si nada. Adam Douglas seguía fumando repantigado en la butaca, como si lo que decía su padre le tuviera muy sin cuidado.
Julie Andrews, aprovechando el respiro de su marido, dijo:
—Adam, el matrimonio no es un juego, ni un chiste. Ni un pasatiempo. No nos pediste permiso para casarte ni tampoco para lo demás. Yo quiero decirte que los primeros años son muy difíciles. Hay que tener mucha voluntad para soportarlos sin desfallecer ni llegar a los absurdos extremos a que tú has llegado.
Respiró ella, sin que Adam dijera esta boca es mía. No parecía afectado por el sermón que estaba recibiendo. Aspiraba el humo y lo expelía sin grandes complicaciones. Lo hacía cómodamente, contemplando con expresión filosófica las espirales que ascendían y se iban hacia la ventana.
Míster Douglas tomó de nuevo la palabra.
Se había puesto en pie. Su alta estatura hubiera impresionado a otro cualquiera. A Adam, no.
Adam tenía veintiocho años y estaba al cabo de la calle en muchas cosas. ¿Por qué razón? Porque nunca le frenaron. Porque los Douglas fueron tan ingenuos, que creyeron que su hijo, por el mero hecho de serlo, tenía que obrar siempre con sensatez. Adam no era sensato, ni pensaba demasiado. Adam era como era, e iba a ser difícil cambiarlo.
—Adam... hace más de una hora que te estoy hablando, y tú como si no te enteraras.
Adam Douglas enarcó una ceja.
—Lo que no me explico, papá —dijo pausadamente, con voz pastosa, muy varonil— es que después de cinco años de haberme divorciado, me salgas con ese sermón.
—Conoces muy bien las causas.
—¿Qué causas? Una cosa se acaba y se olvida. Es lo que yo hice. Si tú lo hiciste asimismo después de saber lo ocurrido, y durante cinco años, no veo por qué has de desempolvar eso ahora.
—Te casaste en menos de una semana —gritó el caballero exasperado.
—Bueno, ¿te enteras ahora? ¿No lo supiste cuando a mi regreso de Indianápolis te lo advertí? Lo lamentasteis —añadió, alzándose de hombros—. Lo lamentasteis mucho, pero maldito si hicisteis nada por conocer a mi mujer.
—Mi abogado nos habló de ella extensamente. Le pedí toda clase de informes —dijo la madre suavemente, tratando con su dulzura de suavizar un tanto la aspereza de la conversación—. Ten presente, Adam, lo mucho que nos disgustamos. Lo mucho que aquello nos dolió. Fuiste a Indianápolis a estudiar, y has regresado con un divorcio, sin haber hecho nada de provecho, excepto destruir el porvenir de una joven honesta.
—¿Habéis terminado?
—No —gritó el padre—. Ahora, después de cinco años, todo Lafayette sabe que tu mujer ha llegado aquí a ocupar el puesto que dejó vacante el doctor Wilson.
—Bueno, ¿y qué? ¿Qué culpa tengo yo de que Dorothy Walton sea médico y haya sacado la titular de esta pequeña villa? Ya se irá. ¿Qué puede hacer una mujer médico en una villa de no más de treinta mil habitantes?
—Esa mujer tiene un hijo tuyo.
—Un hijo —añadió la madre a lo dicho por su marido— que es nuestro nieto.
—Bueno, bueno —se impacientó Adam—. ¿Qué pasa con eso? ¿Acaso soy el único divorciado? Nos casamos, nos queríamos, sí señor, papá no me mires así con ese desdén e incredulidad. ¡Nos queríamos! O al menos así lo pensamos los dos. Al cabo de nueve meses, aquello era un infierno. ¿Pueden un hombre y una mujer sensatos, modernos, soportar un lazo insostenible?
—Ella tenía diecisiete años y estaba sola. No tenía familia ni amigos.
—Pero tenía dinero —dijo Adam indiferente—. Lo bastante para darse el gustazo de estudiar en la facultad y sacar notas brillantes. ¡Médico! —desdeñó—. ¿Te das cuenta, papá? Médico. Yo, la verdad, no me di cuenta de que pretendía ser médico, hasta que empezamos a vivir juntos.
—No estamos discutiendo eso. Estamos hablando ahora, de que Dorothy Walton está en Lafayette ocupando un alto cargo, nada menos que la primera titular de la villa. Ha llegado hace dos días. ¿Te ocupaste de conocer a tu hijo?
—No quiero meterme en honduras —refunfuñó Adam molestísimo—. Cuando decidimos separarnos, el niño tenía un mes, y yo se lo cedí enteramente. No quiero problemas con criaturas. No las soporto.
—Eres un desalmado, Adam.
—¿Por qué, mamá? Hace cinco años, yo era un estudiante y no tenía una noción exacta de lo que era el matrimonio y la responsabilidad de un hogar. Pero ahora soy un empleado de papá, uno de los mejores, lo sé bien. Viajo constantemente, atendiendo toda la red de fábricas de conserva y carne que tenemos esparcidas en el país. Tan pronto estoy en Marion como en Lagansport, como en Indianápolis. Y creo que tú, padre, estás satisfecho del trabajo que desarrollo. No habré terminado una carrera, pero soy un buen empleado, y cumplo con mi deber. ¿No es así? Aquello pasó, y ya no es posible hacerlo actual. Fue un tropiezo y lo subsané por el camino legal.
—Sin haber consultado siquiera con nosotros. ¿Sabes por qué? Porque no se nos ocurrió pensar que nuestro único hijo cometiera la estupidez de casarse, sin consultar antes con nosotros.
—¿Por qué había de consultar con vosotros un asunto tan personal? Era mi matrimonio, no el vuestro. Salió mal... —Se alzó de hombros—. Qué se le va a hacer. Dorothy no se opuso. Dijo, como yo, que era la mejor solución.
—Una cosa te voy a decir, Adam —advirtió el padre exasperado—. Tu hijo tiene cinco años y se llama Steve. ¿Lo sabías?
Claro que no.
¿Por qué tenía que saberlo? ¿No se lo cedió a Dorothy al acordar el divorcio? ¿No renunció a él ante el juez? Dorothy, durante el juicio, se lo ganó todo. Era menor de edad, pero según dijeron los jueces, mujer responsable para hacerse cargo de su hijo. A él se lo concedieron quince días durante el año. Nunca reclamó aquel derecho. ¿Para qué?
—No tenías por qué hacer tales averiguaciones —refutó, poniéndose en pie y consultando el reloj—. Fue una fatalidad que ella viniera a dar aquí.
—¿Y si nunca dejó de quererte y viene a pretender conquistarte? —adujo la dama.
Adam la miró con expresión conmiserativa.
—¿Dorothy Walton? No, madre, tú no la conoces.
Lo dijo el padre, rotundamente, con voz que sonaba rara:
—Yo, al menos, pienso conocerla hoy mismo.
Adam se impacientó.
—¿A tu nieto?
—Y a ella. Cuando te casaste no nos llamaste a tu lado. Cuando te separaste, no nos consultaste. Pues yo tengo curiosidad por saber cómo y quién es Dorothy.
Adam se dirigió a la puerta.
Era alto y fuerte. Carente de elegancia, pero con una masculinidad inconmensurable. Tenía veintiocho años, era rubio, de un rubio cenizo. Llevaba el cabello un poco largo, sin llegar a la extravagancia. Lo peinaba como al descuido, sin goma ni agua, y casi siempre se le iba sobre los ojos, de tal modo que se veía precisado a soplarlo continuamente.
Los ojos castaños, de un castaño claro, algo desconcertantes, miraban siempre como si desnudara a la gente, y su boca, de sensual dibujo, se plegaba en una extraña mueca desdeñosa. Vestía deportivamente un pantalón gris y una chaqueta de sport abierta por los lados, de un tono indefinible.
—Ya os dejo —gruñó—. El asunto no me interesa en absoluto. Pero si vosotros os sentís paternales... —Se alzó de hombros—. Allá vosotros.
—¿No piensas visitar a tu ex esposa? —preguntó la madre asombrada.
Adam pensó de repente. ¿Por qué no? Sentía curiosidad por saber cómo estaba Dorothy. Era bastante mona cinco años antes. Sí, era monilla, y tenía expresión ingenua, pese a su personalidad desconcertante. Aún recordaba aquella forma rara con que lo miró cuando se despidió de ella.
—Quizá la visite... —dijo sin convicción.
Y salió sin esperar respuesta.
Dorothy Walton se hallaba en su amplio despacho, cuando sonó el timbre de la puerta. Eran las ocho de la noche y en aquella época, pleno invierno, hacía más de dos horas que era noche cerrada.
Era su primera jornada de trabajo en la villa.
Todo salió bien. Los clientes del difunto doctor Wilson no se asombraron en absoluto de que el nuevo titular fuera mujer. Acudieron a su consulta con la mayor naturalidad, y atendieron sus consejos sin rechistar.
Dorothy tenía la suficiente experiencia profesional para darse cuenta de que no le harían el vacío, y de que todos sus clientes, los