Tuyo es mi corazón
Por Corín Tellado
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Tuyo es mi corazón - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
Son las seis de una tarde clara y transparente. A aquella hora la popular Gran Vía madrileña semejaba una alfombra de cabezas humanas. Los guardias, con sus prolongados pitos, detienen los impulsos de los atolondrados transeúntes que, temerosos de llegar tarde a los espectáculos preferidos, se muestran indiferentes ante los que caminan despacio, ajenos a las ansias que dominan a sus compañeros de calle.
Hellen Garson camina, ausente de cuanto le rodea, embutida en un traje gris, de sport, que hace más gentil su figura deportista, netamente americana. Los ojos pardos, guardadores de aquel temperamento fogoso, no acorde con su origen, parecen espejos en el rostro, cuya tez blanca, salpicada por unas pecas casi imperceptibles da a su cara la gracia seductora de aquella juvenil y poderosa vitalidad que arde apasionadamente en todo el cuerpo que camina lentamente, erguido y cimbreante con majestad de reina. Los cabellos rojizos, yendo contra la moda, extiéndense rutilantes por la espalda esbelta enmarcando el rostro de expresión entre pícara y audaz que acusa la personalidad ya de por sí agudizada de nuestra gentil americana.
Detúvose ante una cartelera del Palacio de la Prensa. Consultó el reloj de pulsera que aprisionaba su muñeca, hizo un gesto ambiguo, al tiempo de encogerse de hombros, y continuó luego hasta penetrar en el popular bar americano Frigo, siguiendo hasta sentarse ante la misma barra.
Una camarera aproximósele. Hellen era asidua cliente del bar y no ignoraba que la propina había de ser parecida a las anteriores.
—¿Qué va a tomar la señorita? —preguntó, obsequiosa.
Con aquel acento que la favorecía, pidió con absoluta indiferencia:
—Unas tortitas de nata y fresa y un batido de vainilla.
Fue servida al momento.
Mientras paladeaba, entretúvose en mirar en torno. Como siempre: mil tipos diversos, ajenos a todo lo que no fuera ellos mismos, charlaban y bebían, mientras contemplaban indiferentes cuanto les rodeaba. Pero aquel día algo llamó su atención. Un hombre de pie, recostado en la barra, no muy lejos de donde ella hallábase, fumaba con indolencia un aromático cigarrillo, mientras la miraba con audacia y cinismo.
Hellen se sintió molesta. Algo le decía que aquel tipo extraño, de hermosura viril nada común, cuyos ojos buscaban con avaricia y atrevimiento los suyos, estaba próximo a acercarse a su lado, para decir cualquiera de las mil cosas absurdas que dicen los hombres que guardan dentro del cuerpo poquísima vergüenza.
Apartó los suyos y continuó saboreando el batido, pero aun así tenía una vaga idea de que el personaje audaz seguía contemplándola fijamente.
No le importaba. Hallábase acostumbrada a llamar la atención y no la cogía de sorpresa ver cómo el hombre, con sus pupilas, buscaba ansioso y frío una mirada de sus ojos.
Cruzó una pierna sobre otra al tiempo de extraer del bolsillo una pitillera de oro, de donde sacó un cigarrillo.
—¿Me permite?
Ya lo había supuesto. El hombre alargaba galantemente un rico mechero, mirándola muy de cerca.
Sonrió fríamente, encogiéndose de hombros al tiempo de sujetar con sus labios el pitillo y dejar que él aproximara el encendedor.
—Gracias —dijo indiferente, lanzando al aire una voluta olorosa y torciendo el gesto.
Transcurridos unos momentos pagó, hizo un gesto frío y seco, para indicar que no le devolviera nada, y se puso en pie, pasando ante Pablo Kent erguida y firme, sin volver a él sus ojos, que el hombre empeñábase en buscar.
Supo que muchas pupilas se volvían para mirarla. ¡Bah! Hallábase más que acostumbrada a llamar la atención. Pero aquello la tenía sin cuidado. A fuerza de recorrer el mundo entero, chocar con toda diversidad de público y vivir las más rudas emociones, siempre de un lado a otro del planeta entero, hundida de lleno en la precipitación y el desorden, hallábase curtida y, por lo tanto, seca y firme para soportarlo todo pacientemente, sin desfallecer, ni protestar.
Su existencia era esa: correr, volar dentro de aquel aparato gris que la llevaba a mil sitios diferentes, donde siempre había de hallar nuevas caras, nuevos mundos. ¿Que si se resignaba? Qué remedio. La vida había sido cruel con ella, que ningún mal habíale hecho, y ahora, por agrado o por fuerza, había de conformarse porque era éste el único remedio.
Perfiló su esbelta figura en el umbral, al tiempo de chocar con un hombre, cuyo cuerpo venía enfundado en el traje de aviación, quien al verla se detuvo en seco al tiempo de alargar las manos y prender entre las suyas las finas de la muchacha.
—Querida. Me han dicho que te dirigías aquí y por eso he venido a buscarte.
El rostro de Hellen iluminóse.
Quería a aquel muchacho franco y leal que jamás habíale dado motivos para una queja. Eran compañeros desde hacía mucho tiempo y nunca entre ambos surgió un enfado ni una disputa más o menos trascendental.
—Me alegro de verte, Henry —dijo dulcemente, contemplándolo con cariño—. ¿Qué sabes del viaje?
—Salimos con ruta a Italia. Creo que seguimos; pero de cierto aún no hay nada.
—Sin embargo…
Él asintió, comprendiéndola mientras decía:
—La salida es pasado mañana.
—Eso es lo que me interesa —repuso riendo.
—¿A dónde vas? Si me lo permites te acompaño.
Hellen asintió, al tiempo de ver cómo el hombre que había encendido su cigarrillo, pasaba a su lado sin dejar de mirarla, clavando en su rostro una mirada fría y cortante, que decía mucho y, sin embargo, no decía nada, puesto que Hellen ignoraba la forma de interpretarla.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Henry con ronca voz.
La muchacha contemplóle risueña con un algo de ironía.
—Caramba, amigo —dijo burlona—. Parece que te molesta. Lo ignoro —añadió, sin dejar de sonreír.
—Pues te miró de una forma cínica. Bueno, no quiero pensar en la forma que lo hizo.
—Es mejor.
—¿Te burlas?
—Hoy vienes de mal humor, Henry; te lo aseguro.
Por toda respuesta él dijo:
—¿A dónde quieres ir? Te acompaño a donde sea.
Hellen le apretó el brazo, con infinito cariño.
Él siempre era así; bueno, sincero, cariñoso. Quizá demasiado, puesto que ella no sabía corresponderle con la ternura que merecía.
—Si no te importa, iré a mi piso. Te aseguro que hoy estoy cansada de andar. Anduve una buena parte de Madrid.
—Pues vamos, Hellen. Bien sabes que soy todo tuyo y voy a donde me lleves.
La muchacha miró distraída al auto acharolado que cruzaba a su lado. Allí, mirándola de aquella manera que la aturdía un tanto, sentado ante el volante, hallábase el mismo hombre que estaba causando, en su ser desasosiego y rabia. Pasó ante el lujoso vehículo altiva y seria, sin volver los ojos y con la boca apretada.
—He de repetirte, Hellen, que Pablo Kent continúa mirándote con el mismo cinismo.
Sobresaltóse. Luego hizo la pregunta, que casi más bien adivinó el muchacho:
—¿Lo conoces?
—A ése —dijo con desprecio —lo conoce todo el mundo. Es el don Juan moderno.
—Tal vez exageran.
—¡Hellen!
La joven sonrió con picardía. Apretando el brazo que llevaba enlazado con el suyo, murmuró dulcemente:
—Chiquillo; no te pongas así, que me enojas. Digo que pueden ser exagerados y lo repito. Un hombre es un don Juan hasta que encuentra a una mujer que le enseñe a no serlo.
—¿Te refieres al amor?
El vehículo cruzó raudo a su lado. Ellos continuaron caminando despacio, sin rumbo.
—Quién sabe —repuso al fin, sin dejar de caminar y mirando a Henry con aquel gestecillo un poquito irónico que tanto y tanto la favorecía—. Hemos de ser francos; aunque nunca hayamos estado enamorados, que ese sentimiento existe y cuando hace cabida en un corazón, éste deja de pertenecer a un don Juan, porque el amor le enseña a no serlo y que le convierte sólo en un hombre.
—Parece que lo has sentido.
Negó, rotunda.
—Nada me hubiera reportado, amigo mío. El amor para mí no existe.
—¿Y si llegara sin tú saberlo?
—Hallándome prevenida, es muy difícil que llegue, casi podría decir imposible, pues yo no se lo permitiré.
—Es inútil decir «de este agua no beberé», querida Hellen. Es un refrán muy español bastante cierto.
—No lo niego. Es más: nunca me atrevería a discutirlo, ya que soy mujer y sensible a todo. Pero aun así…
—¿Jamás te hallarás enamorada? —terminó diciendo con un anhelo que ella no comprendió.
—Ya te lo diré más adelante —sonrió, soñadora.
* * *
Encontrábase sola en el saloncito de su chalet.
Henry se había ido hacía unos momentos. Y allí, sola y silenciosa, con la frente pegada al cristal y los ojos perdidos en la noche, que callada, extendíase embrujando el ambiente, dejaba correr las horas hasta que el sueño acudiera a sus ojos; entonces correría hacia el lecho, que jamás dejaba de representar un refugio para sus sueños, aún indefinidos.
Todo seguía igual mientras prolongábase su estancia en Madrid. Todo igual; las horas parecían iguales y los días similares unos a otros. Nada que le ayudara a soportar aquella vida errante, de un lado para otro, sin detenerse para volar al hogar.
El hogar lo tenía allí, en aquel Madrid turbulento que, sin embargo, no representaba el remanso que su espíritu eligiera porque había escogido la forma que el Destino le mostrara. Sin familia, exenta totalmente de cariño, tanto dábale un lugar como otro, puesto que nadie la esperaba, nadie anhelaba su llegada. Y después, que asegurasen que el vivir era agradable. Cuando se vive para algo y por algo quizá sí; más ella, a quien nadie esperaba, que caso de morir ni sería llorada, importábale bien poco la existencia y todo lo material que la rodeaba. Debía, sin remedio, vivir para lo espiritual; y eso no iba acorde con su temperamento positivista que busca y anhela algo más que lo que la vida puede darle, y que, al no hallarlos, se refugia en el santuario de su alma incomprendida.
Tirando el cigarrillo lejos de sí, púsose a pasear