Te confío mi realidad
Por Corín Tellado
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Te confío mi realidad - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
Cada vez que la veía por las mañanas, Mario pensaba que Diana, aquella chiquita que le recomendaron y que él aceptó en la agencia por compromiso, había sido ni más ni menos que el mejor hallazgo de su vida.
Con ella la agencia seguía buena marcha. Había estado dando trompicones como si dijéramos, y una vez Diana al frente se convirtió en la mejor de la ciudad. Por ello él, que nunca dejaba el establecimiento solo, a la sazón solía hacer más relaciones públicas fuera que dentro del negocio, pues éste, regido por la chica bilingüe, funcionaba a las mil maravillas.
En un año se habían hecho muy amigos, tanto es así que Diana tenía con él toda la confianza del mundo, y él creía conocerla lo suficiente para saber que merecía toda su estimación.
Sin embargo, hacía días que Diana andaba muy abstraída, pensativa y cavilosa.
Por eso, en aquel momento en que quedaron solos y el ayudante se fue a buscar un café para cada uno, Mario requirió, amable y afectuoso:
—Suéltalo, Diana.
Ella, que se hallaba removiendo folletos ante el mostrador, se volvió con presteza.
Era una chiquita esbelta, rubia y de ojos azules; por el carnet de identidad sabía que tenía veintitrés años, que había nacido en Canarias (Tenerife concretamente), que su padre había sido capitán de barco y su madre periodista, y ella tenía el título de Información y Turismo. No era ninguna belleza, pero resultaba de un atractivo casi estremecedor, por la expresión cálida de sus ojos, por el corte dulce de su boca y porque toda ella destilaba sensibilidad.
—Piensas que tengo algo que decir —murmuró sin preguntar y sin separarse del mostrador, pero de cara a él, que se hallaba en el fondo de la agencia sentado tras una enorme mesa de despacho.
—Indudablemente, sí. Hace días que lo noto. No vives, sufres y pareces diferente.
—Pueden ser figuraciones tuyas, o que me aprecias demasiado.
—Que te aprecio demasiado es cierto, pero figuraciones mías, ni hablar. Estoy de vuelta de casi todo, Diana, y si no lo sabes lo supones. Tengo vivencias de todo tipo y estuve casado.
Ella ya lo sabía.
Y sabía también, porque en aquella ciudad todo se sabía en seguida, que la esposa se había ido a Madrid y que estaba a punto de casarse, ya que llevaban dos años de separación y el divorcio les había sido concedido unos meses antes.
También sabía que no tenían hijos y que los padres de Mario eran labradores muy simpáticos, no cultos, pero sí llenos de buena voluntad y afectuosos al máximo; en varias ocasiones tuvo la oportunidad de verlos con el propio Mario, que algún fin de semana se iba a la aldea y le gustaba corretear por el campo e incluso segar hierba y sembrar si era la época de siembra.
Pero eso fue seis meses antes.
Después conoció a Hugo y se hizo su novia.
—Mis treinta años —aún añadía Mario— me dan casi todos los derechos para conocer la vida y a mis semejantes. Llevas un año trabajando aquí y, sin ser psicólogo, sé de ti lo suficiente para saber que algo te atormenta.
Diana hizo un gesto vago, pero como en aquel instante llegaba el chico con los dos cafés, se puso a azucarar el suyo.
En seguida entró gente y ella hubo de atenderla; incluso Mario dejó su mesa de jefe y se acercó al mostrador dispuesto a ayudar, pues era época de turistas y todo el mundo quería viajar.
—Si hoy no viene Hugo a buscarte —le siseó Mario en un respiro—, te invito a una copa al salir.
—Acepto.
—De acuerdo.
Y se pusieron a trabajar los tres, pues el chico era diligente, muy joven, pero con ganas de aprender y de conservar el puesto.
* * *
Sentados ante una mesa en la cual había dos cubatas, una cajetilla de cigarrillos rubios y un encendedor, Mario insistió:
—Vamos, dilo.
—¿Tú conoces bien a Hugo Cascalas?
Mario fumaba distraído.
El había vivido en la ciudad toda la vida; sus padres residían en la aldea, pero sabiendo que a Mario no le gustaba la hacienda ni el ganado, lo habían enviado a un colegio cuando aún era crío, y al terminar el bachillerato le preguntaron qué deseaba ser.
Dijo negociante. Y le gustaba el asunto de las agencias de viajes por lo que cursó Información y Turismo y después montó el negocio
También se le ocurrió casarse pero el matrimonio fracasó. Su esposa no quiso tener hijos y se lo pasaba divinamente en cafeterías con las amigas, abandonando el negocio con cualquier pretexto.
Las cosas no fueron bien casi desde el principio y todo aquel amor que sintieron de jovencitos se fue al traste cuando se conocieron a fondo.
—He vivido siempre aquí —dijo ahora Diana—. Hago viajes de vez en cuando pero con retorno fijo a esta ciudad. —Dio una cabezadita—. Sí. conozco a Hugo.
—Es un buen chico, ¿verdad?
—De lo mejor. Su familia pertenece a eso que se suele llamar «élite»; yo no entiendo de tales términos ni mucho menos lo que significan, pero ahí están. El padre es abogado y anda sentado en las terrazas de los clubs privados cuando le apetece y el bufete se lo permite. Hugo también es abogado.
—Terminó este año y está haciendo las milicias.
Mario cayó en la cuenta.
—Por eso lo veo menos.
—Es que sólo viene los fines de semana con permiso. Le falta sólo este verano.
—Y luego boda —completó Mario, riendo—. ¿Dejarás el trabajo?
—Desde luego.
—Lo dices indecisa.
Diana fumaba y tomaba el cubata a pequeños sorbos.
—Es que yo preferiría seguir en la agencia. Me gusta el trabajo y siempre soñé