Del cáncer y sus demonios: Un mapa de la esperanza
Por Ernesto Gil Deza
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Del cáncer y sus demonios - Ernesto Gil Deza
Ernesto Gil Deza
DEL CÁNCER Y SUS DEMONIOS
UN MAPA DE LA ESPERANZA
Prólogo de Prof. Felipe Gustavo Gercovich
www.autoria.com.ar
Direccion editorial
Gastón Levin
Autor
Ernesto Gil Deza
© De la presente edición, 2018
© Gil Deza, Ernesto 2018
© Autoría Editorial, 2018
Edición
Martin De Ambrosio
Corrección
Jessica Brunstein
Diseño de tapa e interior
Donagh I Matulich
Gil Deza, Ernesto
Del cancer y sus demonios : un mapa de la esperanza / Ernesto Gil Deza. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autoria Sherpa, 2018.
272 p. ; 23 x 15 cm. - (Libros de la A)
ISBN 978-987-4968-05-0
1. Cáncer. 2. Medicina Clínica. I. Título.
CDD 614.5999
Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin previo consentimiento del editor/autor.
DEL CÁNCER Y SUS DEMONIOS
A Gaby, el amor de mi vida.
A Josué, Jesi, Isaías, Lourdes y Lucas,
por toda la felicidad que me dan.
A mis pacientes, por todo lo que me enseñan.
A mis maestros, por el esfuerzo que hicieron.
A mis amigos, por estar siempre.
Índice
Prólogo
Introducción
Capítulo 1: Sobreviviente desde el diagnóstico
Capítulo 2: Elegir un médico confiable
Capítulo 3: Conocer al enemigo
Capítulo 4: La batería de herramientas
Capítulo 5: Cuando la enfermedad vuelve
Capítulo 6: La enfermedad diseminada
Capítulo 7: El final del camino
Capítulo 8: La historia de J. (y cuando la situación nos obliga a elegir)
Capítulo 9: Reconstruir la esperanza
Capítulo 10: Tu propia historia
Apéndice I: Honrar a quienes nos legaron el conocimiento
Apéndice II: Bibliografía recomendada
Prólogo
En este libro, el profesor Gil Deza se muestra en una desnudez intelectual y profesional de tal dimensión, que es su alma la que habla con el desconcierto que causan tantos años de ejercicio ejemplar de la profesión.
No creo que se trate de un diálogo fruto del ocio, tampoco se podrá disfrutar
al ver tanto sufrimiento en carne viva, pero sin dudas, el lector podrá establecer un encuentro con sus preguntas y comprender por qué una respuesta explícita y universal es inaplicable.
Si la medicina espera de sus actores el ejercicio de un sacerdocio, pues ¡aquí lo tienen! Tomen cada caso planteado con el mismo respeto y complejidad que por ellos sintió el autor. Así, comprenderán que en este libro las respuestas son innecesarias, el dolor es inevitable, el camino recorrido ha sido lúcido y meditado y la compañía fue la clave de la relación médico-paciente.
En el dolor, si bien toda caricia es bienvenida, cuando quien las hace expresa el amor como lo hace Ernesto, cada una de ellas se vuelve una bendición.
Prof. Felipe Gustavo Gercovich
Profesor Emérito de Oncología Clínica
Universidad del Salvador
Buenos Aires - Argentina
Introducción
Todo libro es un registro de diálogos: el primero se realiza internamente entre un escribiente que pone en palabras sus decires, pensares y pesares con un lector imaginado que escucha, interroga, cuestiona, indaga, corrige y perfecciona. En mi caso, ese diálogo íntimo que pugna por hacerse letra procede de la experiencia del consultorio y son mis maestros los pacientes, los familiares y los amigos que en otros tiempos preguntaron con hondura y honestidad, y formularon preguntas para las cuales ensayé algunas respuestas.
Desde esa perspectiva, este libro es también una sorpresa, pues, siendo el que lo escribe, soy también el primero que lo lee. Por lo tanto, adelanto un pedido de disculpas: me apena no responder a las preguntas que no me formulé o no me formularon. De alguna manera ese es el destino de hombres y mujeres: saber que nuestras respuestas provisorias son notablemente menos importantes que las preguntas venideras. El progreso de la ciencia no está tanto en dar respuestas cada vez más acertadas a los problemas o dilemas que hoy nos formulamos como en preguntarnos algo radicalmente nuevo o en formular de un modo radicalmente diferente una vieja pregunta.
Como este diálogo intenta ser simplemente un encuentro entre amigos, permítame tutearlo. Aún hoy me fascina que la novela más estupenda de la lengua española tenga como objeto a un desocupado lector
: ¡nada menos que el Quijote! Por eso el libro está destinado al ocio, al sosiego, al momento en que sin apuros y sin deberes, por el simple hecho de compartir un momento, uno se sienta y lee. Esa es una gran lección que nos da Cervantes a todos los que ni siquiera somos aprendices. Este libro anhela que lo leas sin obligación, que lo disfrutes y que, si es posible, lo utilices para despejar algunas dudas.
Pero, además de ser un encuentro entre amigos, se trata de un texto hablado, en el más puro y simple sentido del término. Tal como lo expresa Francisco de Quevedo en uno de sus versos: Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos, / y escucho con mis ojos a los muertos
.
La palabra escrita no es sino un remedo necesario de la palabra hablada, a diferencia de un texto científico, en el cual -al decir de Jorge Wagensberg en Yo, lo superfluo y el error¹ es casi un mal necesario, porque no puede reemplazarse por un número, pero debe ser despersonalizada, esencial y rigurosa. Por eso aquí hablaré como hablo con mis enfermos. Contaré lo que creo, seré totalmente irreverente con lo que me parece falaz o mentiroso y notablemente respetuoso con lo que no sé. Pero sobre todo trataré de mostrar los errores sobre los que construimos nuestros saberes. Nada más claro que las palabras de Benjamin Franklin en el reporte que realizara sobre el magnetismo animal (mesmerismo) para el Rey de Francia:
Quizá la historia de los errores de la humanidad, considerando todos los hechos, es más valiosa e interesante que la de sus descubrimientos. La verdad es uniforme y estrecha; constantemente existe, y no parece requerir tanto de una energía activa como de una actitud pasiva del alma para encontrarla. Pero el error es infinitamente diverso; no tiene realidad, porque es la pura y simple creación de la mente que lo inventa. En este campo el alma tiene lugar para expandirse y mostrar todas sus desbordantes facultades y todas sus bellas e interesantes extravagancias y ridiculeces. (Benjamín Franklin, 1784).
Además de intentar hacer de estas páginas un diálogo entre desocupados amigos y una indagación conjunta en el conocimiento médico, trataré de mostrar aquí una geografía por la que habitualmente no transitamos, al menos de manera voluntaria. Nadie lo expresa mejor que Christopher Hitchens, el extraordinario polemista inglés fallecido a causa de un cáncer de esófago, cuando describe la llegada del equipo de paramédicos que lo llevó al hospital en donde lo diagnosticaron:
Tuve tiempo de preguntarme para qué necesitaban tantas botas y cascos y tanto pesado equipamiento de apoyo, pero ahora que visualizo la escena retrospectivamente, la veo como una deportación muy amable y firme, que me llevó desde el país de los sanos a la frontera inhóspita del territorio de la enfermedad (p.10)².
Por eso este libro quiere ser también un mapa. Simplemente un mapa, no un territorio, porque no pretende reemplazar la experiencia del viaje, sino mostrar los lugares más comunes por los cuales los pacientes atraviesan su dolencia.
Así, el primer capítulo comienza con el diagnóstico, cómo se sobrevive al diagnóstico de un cáncer. Qué tiene de especial sobrevivir a este diagnóstico. Qué nos pasa cuando nos enfrentamos a él.
El segundo capítulo trata de cómo elegir al médico que será el compañero de viaje.
El tercer capítulo tiene que ver con darle batalla al cáncer, batalla que empieza por resolver las dudas que todos tenemos sobre él, algunos por curiosidad y otros por necesidad, saber a quién nos enfrentamos.
El cuarto capítulo es una recopilación de las armas con las que contamos para combatir el cáncer y cuidar al paciente.
El quinto está relacionado con la reaparición del tumor, un golpe aún más duro que la primera vez que tuvimos noticia suyas.
El sexto analizará qué pasa si el tumor es o se vuelve incurable. Cómo convivimos con el enemigo.
El séptimo capítulo hablará de la muerte, de cómo acompañar a la persona y sobre todo cómo cuidar a la familia durante el duelo.
En el octavo analizaremos algunas situaciones especiales a las que se enfrentan los enfermos y frente a las que deben tomar una decisión.
En el noveno hablaremos de cómo se construye la esperanza, de qué manera un diagnóstico de cáncer puede hacer que vivamos con mayor plenitud y libertad lo que nos toca vivir.
El décimo capítulo es un borrador, una hoja en blanco en la que cada uno escribirá su propio camino.
Cada uno de ellos comienza con una historia real. Desde luego, se han cambiado las circunstancias, los nombres, el tiempo y el lugar para preservar la identidad del paciente.
El viaje comienza en la siguiente página.
Nota de advertencia
Vamos a utilizar las historias de pacientes reales como inspiradoras. Aunque como señalé, he hecho todo lo posible por cambiar las circunstancias de tiempo y lugar a fin de que no sean identificados, les he solicitado a todos los que me ha sido posible (por cuestiones tan básicas como si aún viven o no) la autorización para hacer uso de sus casos.
Para poder aprender de las historias de vida que generosamente comparten los enfermos, es importante hacer el ejercicio de entender primero y, en todo caso, juzgar después. En nuestra cotidianidad, sin embargo, solemos proceder al revés: primero juzgamos si algo es correcto o incorrecto, bueno o malo, acertado o equivocado, y luego buscamos de qué manera justificamos nuestro juicio o, en muchas ocasiones, nuestros prejuicios.
Te propongo en este caso que mientras recorrés la vida de los pacientes, hagas lo inverso: no pienses en qué hubieran debido hacer o qué creés que hubieras hecho en su lugar sin antes comprender lo que a ellos les ha tocado (o aún les toca) vivir. Ponete en sus zapatos e intentá comprender la razón de sus acciones.
Notas al pie
1. Del mismo modo, la historia de la medicina está plagada de errores teóricos, teorías disparatadas y falsedades. Pero, a diferencia de lo que sucede en muchas ciencias duras
, notables errores han permitido grandes aciertos y muchas teorías fundamentadas en los más excelsos conocimientos demostraron ser falsas (el libro de Wagensberg fue publicado por Tusquets Editores en 2009).
2. Christopher Hitchens (2017). Mortalidad. Buenos Aires: Debate.
Capítulo 1
Sobreviviente desde el diagnóstico
B. era una bailarina excepcional que estudiaba ballet desde los 8 años. Primero había sido la academia, después el Teatro Colón, luego la formación en Francia, finalmente, a los 24 años, llegó la consagración. Con gran esfuerzo, entró a formar parte de una compañía internacional de danza. Había llegado a tocar el cielo con las manos. No podía creerlo, literalmente no podía creer que se hubiera palpado aquel nódulo en la mama derecha mientras se duchaba luego de bailar El cascanueces en París. De pronto, todo se desmoronaba y el futuro soñado parecía inalcanzable.
—Ese nódulo ya estaba —se dijo—. No puede ser maligno, debe ser una tontería, consulto cuando vuelva a Buenos Aires.
Después de todo era septiembre y para las fiestas volvería a ver a sus padres.
Pasaron tres meses y el nódulo seguía allí, tercamente incrustado en su mama derecha. Casi no tengo tetas y a este nódulo se le ocurre crecer
, pensó. Buscó en internet, le dio más miedo. Estaba sola, sin familia, sin amigas con las que hablar y a más de diez mil kilómetros de su hogar. Sola ella y su nódulo. Sola. Durante tres meses, veinte funciones, setenta ensayos, muchas noches: sola. Funcionaba en dos realidades. Durante el día: músculos, tendones, equilibrio, técnica, música, alegría, celos, envidias, miradas, en fin... la vida. Durante la noche: insomnio, llanto y rezos (aunque ya hacía rato que había perdido la fe) hasta que finalmente se dormía, y entonces soñaba siempre pesadillas.
Aterrizó Buenos Aires, saludó a sus padres y solicitó turno con un mastólogo. Diciembre es un mes difícil, pero amistades y conocidos mediante, llegó al doctor V. Setenta y dos horas después estaba operada. El 6 de enero, como regalo de reyes, tenía el resultado de la biopsia. No pudo contenerse, abrió el sobre y leyó: Carcinoma ductal invasor de mama derecha, de dos centímetros y medio con márgenes libres. Grado tumoral consolidado #7. Un ganglio positivo en la axila. Receptores estrogénicos positivos. Receptores progestínicos positivos. Her2 neu negativo. Ki67 21%
.
—La única palabra que entendí fue carcinoma
—dijo—. Busqué en el diccionario y encontré: Del lat. carcinõma, y este del gr. καρκίνωμα karkínõma. 1. m. Med. Tumor maligno derivado de estructuras epiteliales
. No comprendí muy bien de dónde venía la palabra pero el significado estaba clarísimo: esto es malo. Y malo significa que me va a matar.
Así empezó el diálogo en el consultorio, pero esa es otra historia, una que por ahora no contaremos.
La historia de B. es la de muchos pacientes que consultan luego del diagnóstico de un cáncer. Es muy frecuente, sobre todo en los pacientes jóvenes, que la evidencia de que algo no está bien sea sorpresiva. En medio de una vida que discurre con normalidad y plena de vitalidad, algo cambia de manera abrupta. En parte, esto se debe a que a edades tempranas los tumores suelen crecer rápidamente y a que para el paciente el cambio radica en el paso de no estar
a estar
.
Tampoco debe llamar la atención que, a pesar de la conciencia de la prevención y las campañas orientadas al diagnóstico temprano, sigue habiendo un número muy importante de personas que perciben primero la anomalía que conduce al diagnóstico: un nódulo que aparece en la mama; ganglios que crecen y no vuelven a su volumen inicial; un lunar que aumenta de tamaño; pérdida de peso inexplicable; cansancio marcado que no mejora; sangre en la materia fecal o en la orina; hematomas inexplicables en el cuerpo; cambios en la voz; tos persistente; dificultad para deglutir (tragar) o para que la comida llegue al estómago; falta de aire; cambios en el ritmo evacuatorio; convulsiones; dolor óseo localizado, persistente y difícil de aliviar; aumento de tamaño de un testículo; cambio de color de la piel (ictericia); fiebre persistente; sudoración nocturna; picor en el cuerpo. En fin, son muchísimos los síntomas que alertan al paciente de que algo no está funcionando normalmente y lo inducen a decidir consultar al médico.
Muchas veces, los médicos nos negamos a pensar en cáncer, especialmente en pacientes jóvenes, y en gran medida racionalmente creemos que estamos haciendo lo correcto porque ante los mismos síntomas hay diagnósticos más frecuentes y benignos, la mayoría de las veces banales y autorresolutivos, pero también porque nos cuesta dar malas noticias, parecer alarmistas. Es que en el fondo, asociamos el diagnóstico de cáncer a dolor, mutilación y muerte. Imaginen por un instante la desolación que puede sentir un paciente que se sentía fantásticamente bien hasta que un síntoma lo lleva a consultar con un médico, quien lo envía a hacer estudios pensando en que probablemente se trate de algo menor, pero que finalmente deriva en una biopsia y un posterior diagnóstico de cáncer.
¿Cómo volver a confiar en alguien?
¿Quién tiene la culpa?
¿Qué se hizo mal?
¿Estamos seguros?
¿No hay posibilidad de error?
Estas son las primerísimas preguntas que un paciente se formula. También son de las primerísimas preguntas que un médico se formula. Destaco a dos personas que han estudiado en profundidad este tema; una es escritora y otra psiquiatra. La escritora es Susan Sontag y fue paciente oncológica. En 1975, a los 42 años, se le diagnosticó un cáncer de mama que se había diseminado a los ganglios, recibió numerosos tratamientos. En 1990, tuvo un segundo cáncer, esta vez en el útero. Sobrevivió también, pero en el 2000 desarrolló mielodisplasia, que es una forma de leucemia, como consecuencia de los tratamientos previos y falleció en 2004. Es decir que sobrevivió veintinueve años al primer tumor y catorce al segundo. En el año 1978, escribió La enfermedad y sus metáforas, libro en el que establece un paralelismo entre el cáncer y la tuberculosis; el primero como la enfermedad más temida del siglo XX, la segunda como la más temida del siglo XIX. Escribe Sontag:
Las fantasías inspiradas por la tuberculosis en el siglo XIX y por el cáncer hoy son reacciones ante enfermedades consideradas intratables y caprichosas —es decir, enfermedades incomprendidas— precisamente en una época en que la premisa básica de la medicina es que todas las enfermedades pueden curarse. Las enfermedades de ese tipo son, por definición, misteriosas. Porque mientras no se comprendieron las causas de la tuberculosis y las atenciones médicas fueron tan ineficaces, esta enfermedad se presentaba como el robo insidioso e implacable de una vida. Ahora es el cáncer la enfermedad que entra sin llamar, la enfermedad vivida como invasión despiadada y secreta, papel que hará hasta el día en que se aclare su etiología y su tratamiento sea tan eficaz como ha llegado a serlo el de la tuberculosis.
Y más adelante:
Los nombres mismos de estas enfermedades tienen algo así como un poder mágico. En Annance, de Stendhal (1827), la madre del héroe rehúsa decir «tuberculosis», no vaya a ser que con sólo pronunciar la palabra acelere el curso de la enfermedad de su hijo. Y Karl Menninger, en The vital balance, ha observado que «la misma palabra cáncer
dicen que ha llegado a matar a ciertos pacientes que no hubieran sucumbido (tan rápidamente) a la enfermedad que los aquejaba».
Estas dos ideas son cruciales: la enfermedad que invade, que sorprende despiadadamente y que además es innombrable, porque es tan mortífero su poder que con solo nombrarla se la llama, se teme convocarla tan misteriosamente como antaño a los espíritus malignos en la medianoche. Es que, a pesar de los avances de la ciencia y la tecnología, la mentalidad mágica sigue presente, y podemos evidenciarla tanto en el tabú con el que miramos ciertas situaciones como en el conjuro al que recurrimos para la curación de algunas enfermedades.
La segunda persona que estudió las reacciones de las personas ante la muerte fue Elizabeth Kubbler-Ross en su libro Sobre la muerte y los moribundos, escrito en 1969. Allí describe las cinco etapas que atraviesan el moribundo y sus familiares: negación, ira, negociación, depresión, aceptación o resignación. Es evidente que las personas que piensan que van a morir viven estas cinco etapas también, y por ello la negación es la primera reacción esperable ante la aparición de un síntoma (de allí que los pacientes usualmente demoren la consulta a un especialista u olviden ir a buscar los resultados de algún estudio).
Ahora bien, independientemente de que nos sorprenda, de que hablemos silenciosa y cautamente del cáncer por temor a invocarlo o de que neguemos lo que de hecho nos está ocurriendo, hay un día en el que fatalmente la palabra cáncer aparece escrita en una biopsia. A partir de ese momento, nuestra vida cambia y nos convertimos en sobrevivientes al cáncer
, como observó acertadamente el oncólogo norteamericano Maurie Markman.
En el caso del cáncer, la condición de sobreviviente no radica solo en el hecho de haber padecido una catástrofe de la cual afortunadamente salimos vivos, y tampoco se limita a los deudos que sobreviven a un paciente que falleció, pues ambas condiciones hacen referencia al pasado. No: la condición de sobreviviente del cáncer empieza en el diagnóstico y hace referencia al futuro, pues a partir de allí nuestra vida tendrá un condicional por ahora
y requerirá de un constante trabajo para tratar de permanecer en esa condición: tratamientos, estudios de imágenes, laboratorios, consultas y cirugías, entre otras cosas.
Es importante tener presente que esta condición de sobreviviente es independiente de la magnitud del riesgo para nuestra vida que implique el tumor. ¿Por qué? Porque el riesgo es una medida probabilística y a nosotros lo que nos afecta es la posibilidad, no la probabilidad. Que tenga baja probabilidad de suceder no implica que sea imposible y que tenga alta probabilidad de suceder no significa que inevitablemente sucederá, pero, además, como las probabilidades se aplican a una población y no a un individuo, el 1% o el 99% son indiferentes para la persona, el paciente siempre es el 100% de la muestra y lo que le suceda por muy improbable que parezca será su realidad.
Digo esto porque muchas veces los médicos creemos que las bajas probabilidades son tranquilizadoras, y lo son en tanto y en cuanto hablemos en forma teórica; en la práctica, cada persona evalúa los riesgos en forma muy personal. De hecho, los trabajos de Tversky y Kahneman (citados en el texto del propio Nobel de Economía Daniel Kahneman Pensar rápido, pensar despacio) muestran que las personas cometemos muchos errores de juicio al valorar probabilidades extremas. Me explico: en la teoría clásica de la toma de decisiones se creía que la magnitud objetiva del riesgo era lo que llevaba a un sujeto a actuar. Desde esta perspectiva, un 5% es igual si pasa de 0 a 5%, de 50 a 55% o de 95 a 100%. Tversky y Kahneman demostraron que esto no es cierto; para la mayoría de las personas pasar de 0 a 5% es pasar de lo imposible a lo posible, y ese 5% es interpretado como un 20%; no se piensa es poco probable
, se piensa puedo lograrlo, es posible
. Lo mismo sucede en la otra punta del espectro: pasar del 95 al 100% es ir de lo posible a la certeza, y ese 5% da una enorme tranquilidad, somos capaces de pagar mucho por él, se trata ni más ni menos que de dormir tranquilos. Y también lo valoramos como si fuera un 20%, significa ir de la incertidumbre a la paz. En eso se fundamenta el negocio de todas las compañías aseguradoras. Como es obvio, el paso del 50 al 55% se justiprecia en su medida más o menos exacta, y para mucha gente la diferencia es tan pequeña que resulta indiferente elegir uno u otro.
En síntesis, luego del diagnóstico cambia nuestra condición, ingresamos a un mundo nuevo, a nuevas rutinas de tratamientos, seguimientos, complicaciones y restauraciones; pero, sobre todo, la palabra cáncer habrá hecho evidente nuestra vulnerabilidad, nuestra condición de ser mortales, y esto es independiente del riesgo objetivo.
Hay dos tópicos en los que me gustaría profundizar: uno de ellos es cómo transformar la experiencia del diagnóstico del cáncer en una oportunidad de crecimiento y el segundo es cómo participar activamente en la toma de decisiones. Primero, cómo transformar la experiencia del diagnóstico en una oportunidad de crecimiento. El trabajo en el consultorio muchas veces radica en tratar de ayudar a que el paciente comprenda que esto que le sucede es básicamente un estado de abrupta lucidez. Esa conciencia sobre nuestra fragilidad, vulnerabilidad y mortalidad es lo que olvidamos cuando decidimos poner un vehículo a 250 kilómetros por hora y no nos colocamos el cinturón de seguridad, o cuando un colectivo decide cruzar un semáforo en rojo a 60 kilómetros por hora, o cuando saltamos de un puente colgante. Todos nosotros vivimos tratando de no pensar en la muerte, pero lo cierto es que todos caminamos sobre una delgada capa de hielo que viene a disimular el abismo mortal que se abre debajo suyo. Lo hacemos sin saberlo, lo hacemos sin sentirlo, lo hacemos negándolo. El cáncer es solo un evento más de todos los que pueden sucedernos, porque casi todas las enfermedades son potencialmente mortales, aun las que consideramos banales. Alguien alguna vez se murió de un estornudo, una caída del cordón de la vereda o lo partió un rayo, ni hablemos de un ladrón con buena puntería o un policía con mala puntería, pero todas estas otras catástrofes carecen de las connotaciones que se activan cada vez que oímos la palabra cáncer
.
Por eso es clave que después del impacto del diagnóstico, la persona pueda reflexionar que no es la realidad lo que la conmueve, sino la idea que tenemos de la realidad. Siempre somos frágiles, siempre somos vulnerables, siempre somos mortales. Que antes nos creyéramos fuertes, invulnerables e inmortales no transformaba la realidad, sino nuestra idea acerca de ella. Luego del diagnóstico del cáncer aparece esta nueva conciencia. Cambia la percepción de nuestro cuerpo, al cual generalmente ignoramos, y empezamos a percibir sensaciones, molestias, dificultades, limitaciones que antes no teníamos; y, lo más importante, este se transforma: pasa de ser nuestro aliado incondicional, nuestro compañero más confiable, a un extraño, desconocido y traidor. Esta percepción nueva de nuestro cuerpo junto a la conciencia de mortalidad se acompaña también de una percepción nueva del tiempo. El tiempo no solo se ha tornado finito, sino que el futuro parece haber desaparecido. De pronto un día me quedé sin futuro
, me dijo una paciente en el consultorio. Nosotros vivimos nuestra vida proyectándonos
, decía mi maestro Don Carlos Landa, un gran clínico en Tucumán. Nos proyectamos, somos un yo que está lanzado al futuro; el pasado, como reza una de las paredes laterales del Museo Smithsoniano de Washington, es solo el prólogo. El presente es fugaz y nuestra certidumbre de ser no está tanto en haber sido como en lo que seré, en lo que estoy llamado a ser. Esa manera de vivir, en un instante, de la noche a la mañana, se hace trizas.
A la vez se toma conciencia de que el futuro es una enorme zanahoria que nos lleva a hipotecar momentos de felicidad presente por felicidad futura —esta es la más frecuente y perjudicial de las transacciones que uno hace cotidianamente— y de que el pasado es un ancla de la que podemos liberarnos. De ahí que en nuestra vida se abra como una cuña, en donde el presente —que usualmente es despreciable porque lo interpretamos