Antología
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A continuación comentamos algunos de los textos recogidos en este volumen:
- En el «Discurso del Politeama» (1888) González Prada despliega su infatigable activismo haciéndose eco del grito: «¡Los viejos a la tumba; los jóvenes a la obra!», que se convirtió en el lema de su generación y de su tiempo.
- «Discurso del Teatro Olimpo», del mismo año, critica de modo encarnizado la situación literaria peruana.
- Su campaña en favor de los indígenas se acrecienta por estos años y acaba convertida en un popular ensayo «Nuestros indios» (1904); este texto y otros en favor de la misma causa son piezas clave en el desarrollo del pensamiento político hispanoamericano: son las primeras muestras indiscutibles de un indigenismo que había superado el tono sentimental y filantrópico.
- También en «El intelectual y el obrero», conferencia pronunciada el primero de mayo de 1905 en la Federación de Obreros Panaderos del Perú, pone de manifiesto su fervorosa defensa de la utopía anarquista.La prosa de González Prada, aunque de combate, es refinada y acusa ya las influencias del modernismo en la transformación del idioma español.
Manuel González Prada recibió numerosas críticas por impregnar todo su discurso filosófico, literario y moral de política. Pero esto es justamente parte esencial de su pensamiento. Para él
«la verdad política no se diferencia de la verdad moral, porque si la política no es una moral en acción (entonces) es el arte de engañar y explotar a los hombres».
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Antología - Manuel González Prada
Manuel González Prada
Antología
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Créditos
Título original: Antología
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua-ediciones.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-176-0.
ISBN rústica: 978-84-9007-850-1.
ISBN ebook: 978-84-9007-548-7.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
La antología 9
Victor Hugo 11
I 11
II 12
III 14
IV 16
[1885] Discurso en el Teatro Olimpo 18
I 18
II 19
III 21
IV 23
[1888] Discurso en el Politeama 27
I 27
II 28
III 29
IV 30
[1888] La Revolución francesa 33
II 35
[1889] Notas acerca del idioma 36
I 36
II 38
III 43
[1889] Libertad de escribir 48
I 48
II 48
III 49
IV 51
V 53
VI 56
[1889] Propaganda y ataque 59
I 59
II 63
III 65
IV 68
[1888] La muerte y la vida 71
I 71
II 75
[1890] Renan 79
I 79
II 80
III 83
IV 85
V 88
[1893] Librepensamiento de acción 93
I 93
II 94
III 97
El intelectual y el obrero 101
I 101
II 103
III 105
Nuestros indios 108
I 108
II 111
III 114
IV 116
Libros a la carta 123
Brevísima presentación
La vida
Manuel González Prada (Lima, 1848-1918). Escritor y político peruano. Perteneciente a una familia aristocrática de origen colonial, se definió desde su juventud como un político de ideología próxima al anarquismo y, en un intento de luchar contra la corrupción del sistema, acabó por fundar la Unión Nacional y publicar diversos ensayos y artículos en los que ponía de manifiesto su radicalismo político, anticlerical e indigenista.
Su formación literaria, autodidacta, se centra en los clásicos españoles, los simbolistas franceses y algunos autores alemanes (Goethe, Schiller, Körner...) que él mismo tradujo. Sobre esta base, llevó a cabo una renovación métrica y rítmica de la lírica en castellano, que expuso en el tratado titulado Ortometría.
Su poesía es fruto de un minucioso trabajo, y aunque se halla temáticamente vinculada a un romanticismo rebelde, que deja traslucir sus preocupaciones políticas y sociales; su expresión es siempre contenida y exacta, deudora del simbolismo. En vida solo llegó a publicar tres libros de poemas (Minúsculas, 1901, Presbiterianas, 1909 y Exóticas, 1911); póstumamente aparecieron Trozos de vida (1933), Baladas peruanas (1935), Grafitos (1937) y Adoración (1946), un canto de amor a su esposa, Adriana Verneuil.
La antología
González Prada fue uno de los más influyentes pensadores peruanos de inicios de fines del siglo XIX e inicios del siglo XX. En esta antología se recogen los ensayos más combativos. En ellos trabaja los más variados temas; desde lo filosófico y religioso a lo político y estético. Su prosa, aunque de combate, es refinada y acusa ya las influencias del modernismo en la transformación del idioma español. En el «Discurso del Politeama» (1888) despliega su infatigable activismo haciéndose eco del grito: «¡Los viejos a la tumba; los jóvenes a la obra!», que se convirtió en el lema de su generación y de su tiempo.
«Discurso del Teatro Olimpo», del mismo año, critica de modo encarnizado la situación literaria peruana.
Su campaña en favor de los indígenas se acrecienta por estos años y acaba convertido en un popular ensayo «Nuestros indios» (1904); este texto y otros en favor de la misma causa son piezas clave en el desarrollo del pensamiento político hispanoamericano: son las primeras muestras indiscutibles de un indigenismo que había superado el tono sentimental y filantrópico. Este texto y otros en favor de la misma causa son piezas clave en el desarrollo del pensamiento político hispanoamericano.
En «El intelectual y el obrero», pronunciado el primero de mayo de 1905 en la Federación de Obreros Panaderos del Perú, pone de manifiesto su fervorosa defensa a la utopía anarquista.
González Prada ha sido criticado por impregnar todo su discurso filosófico, literario y moral de política. Pero esto es justamente parte esencial de su pensamiento. Para él «la verdad política no se diferencia de la verdad moral, porque si la política no es una moral en acción (entonces) es el arte de engañar y explotar a los hombres».
Victor Hugo
I
Victor Hugo ha muerto. El poeta del siglo, el eco sonoro colocado en el centro de nuestra sociedad, acaba de extinguirse.
Para escribir la vida del ilustre muerto se necesitaría comprender la historia literaria de nuestro siglo. Lo que un autor francés afirmaba de Sainte-Beuve debe con más razón aplicarse a Victor Hugo: «Ningún hombre de su época se rozó con mayor número de ideas». Ninguno, tal vez, realizó con la pluma prodigios mayores: él destruyó para construir, sublevó el espíritu nuevo contra el espíritu viejo y convirtió en campo de batalla la república literaria del siglo XIX.
Su nombre, como el Islam y sangre de los mahometanos o el Santiago y cierra, España de las huestes castellanas, repercutía como grito de combate. Cuando el cuerno de Hernani resonaba, todos los espíritus independientes se apercibían a luchar, porque el romanticismo francés, que había empezado con Chateaubriand por una exaltación algo mística y algo monárquica, se fue modificando con Victor Hugo hasta significar emancipación del pensamiento, quiere decir, libertad en la ciencia, en el arte y en la literatura.
Siempre que Victor Hugo quiso levantar su voz de bronce, todos guardaron silencio para recoger las palabras y entregarlas a los vientos de la Tierra. Los escritores de su tiempo le apostrofaban como Dante a Virgilio: «Tú eres el guía, el señor y el maestro».
Aunque los naturalistas pretendan derivarse de Stendhal y Balzac, revelan a cada paso la filiación romántica, dejan ver que avanzan en la inmensa trocha montada por el hacha de Victor Hugo. Zola, en sus continuos arranques de mal humor, rabia de seguir involuntariamente el impulso del Maestro y no poderse quitar el penacho romántico.
Ser traducido al español, inglés, italiano, alemán, griego y ruso, saliendo a luz lo mismo en París que en Madrid, Londres, Roma, Berlín, Atenas y San Petersburgo, solo él lo consiguió. En todas partes se introdujo a dominar, a imponerse. ¿Qué literatura no conserva hoy huellas de imitación romántica?¹
II
Víctor María Hugo nació en Besançon el 26 de febrero de 1802, y fueron sus padres el general José Leopoldo Segisberto Hugo, hijo de un carpintero de Nancy,² y Sofía Francisca Trébuchet, hija de un armador de Nantes. Vivió, pues, más de ochenta y tres años, viendo desaparecer a los principales autores de su tiempo: A. de Musset, Vigny, Lamartine, Sainte Beuve, Dumas, George Sand, etc., a sus hermanos Eugenio y Abel, a su hija Leopoldina, a su esposa y a sus hijos Carlos y Francisco. De sus descendientes le quedaban, su hija Adela, encerrada desde 1872 en una casa de locos, y sus nietos Jorge y Juana.
A los diez años intentaba versificar sin conocer la métrica, a los doce componía sus primeros versos consagrados a Orlando, y de los trece a los dieciséis, no solo había escrito innumerables composiciones, tanto originales como traducidas del latín o imitadas de Ossián, sino un poema sobre el diluvio, el cuento Bug Jargal la tragedia Itarmeno, la zarzuela De algo sirve el acaso, el melodrama Inés de Castro, etc. A los quince años obtuvo una mención en el concurso de la Academia Francesa, y a los dieciocho ganó el título de maestro en los Juegos Florales de Tolosa. Chateaubriand le llamaba con justicia «el niño sublime».
Desde fines de 1819 hasta principios de 1821 colaboró asiduamente en El Conservador literario, periódico bimensual, fundado por él y sus hermanos. Sus escritos en El Conservador se distinguen por el subido tinte monárquico, religioso y hasta clásico.
En 1822 dio a luz con el título de Odas y poesías diversas, su primera colección de versos, y obtuvo de Luis XVIII una pensión anual de 1.000 francos y contrajo matrimonio con Adela Foucher, la virgen celebrada en el libro V de las Odas, la esposa ofendida y glorificada en los Cantos del crepúsculo.
De 1823 hasta 1830 inclusive, publicó Han de Islandia (1823), Nuevas odas (1824), la reedición explanada de Bug Jargal (1826), Odas y baladas (1826), Cromwell (1827), Las orientales (1829), El último día de un condenado a muerte (1829), Marion Delorme (1829), y Hernani (1830). Estas obras levantaron una tempestad de aplausos y recriminaciones.
El prefacio de Cromwell produjo tanta resonancia, que alguien le llamó el Decálogo romántico. La primera representación de Hernani se convirtió en la encarnizada lucha de dos partidos, en el Waterloo de la clásica tragedia francesa. Con la obra de Victor Hugo se impuso el drama romántico, rematándose la campaña empezada por Alejandro Dumas con Enrique III y por Alfred de Vigny con la traducción de Otelo. Como los veteranos del Imperio se enorgullecían de haber peleado en Austerlitz, así los viejos románticos se vanagloriaban de haber asistido a la jornada de Hernani. «Esa noche, dice Théophile Gautier, decidió nuestra vida».³
En aquella época, antes de los treinta años, Victor Hugo había inspirado ya el odio implacable que Byron infundió en ciertos meticulosos espíritus de Inglaterra y el amor llevado al delirio que Goethe despertó en algunas nobles almas de Alemania. Si no faltó quien le execrara como el Atila de la literatura, hubo también hombres acometidos de hugolatría. Refiere Théophile Gautier que al ser presentado a Victor Hugo por Petrus Borel, Gérard de Nerval le faltó poco para desmayarse como Ester en presencia de Asuero. Lo que más le sorprendía en Victor Hugo era «la frente monumental, de amplitud y belleza sobrehumanas, frente digna de llevar la corona de un Dios o un César».⁴
De 1830 en adelante la fecundidad de Victor Hugo raya en asombrosa; como Lope de Vega y Goethe, lo abarca todo, lo emprende todo y lo puede todo. Cuando los demás incuban una estrofa o un canto, él produce un poema o un libro. Unos brillan como poetas líricos, otros como épicos o dramáticos; pero él se destaca sobre todos como el poeta único y de una pieza. Todo lo canta, desde la concha del océano hasta el musgo de las montañas, desde el sapo hasta la estrella, y desde el amor que hace morir hasta el odio que hace matar. Vuela como el cóndor y trabaja como la hormiga. Asombra con la intensidad y extensión de su vida: no se abruma con la faena diaria, no siente la impotencia de la vejez, y por más de medio siglo publica volúmenes tras volúmenes que vienen al campo de la literatura francesa como creciente inundación de un Nilo inagotable.
III
Su obra, semejante al escudo de Aquiles, encierra la completa figuración de la vida, merece titularse como el libro de Humboldt, Cosmos.
Para estudiar el espíritu de nuestro siglo necesitamos leer las páginas del gran poeta: conociendo a Victor Hugo, sabemos lo que fuimos, lo que somos, lo que anhelamos ser. Más que el tipo de una raza, debe llamarse el hombre representativo de una época.
Victor Hugo pertenece a la familia de los genios eminentemente progresivos que se despojan hoy del error adquirido ayer: pájaros en eterna muda, a cada movimiento de sus almas dejan caer una pluma descolorida y muerta. Realista en la adolescencia, bonapartista en la juventud, republicano en la edad viril, socialista en la vejez, sintetiza la evolución de un cerebro que avanza en espiral ascendente. Vilipendiarle por la variación de sus ideas vale tanto como acusar a la semilla de trasformarse en árbol. La piedra que baja en virtud de su peso, traza la línea recta; el tren, el humo y hasta el águila, siguen las entrantes y salientes de una curva para ganar en altura. Pasar de monárquico a republicano, de creyente a librepensador, significa ascender. Con razón, en 1853, comparando su vida intelectual con la tempestuosa carrera de Ney y Murat, exclamaba que «el orgullo en la ascensión era permitido cuando en el último tramo de la escala luminosa se había encontrado la proscripción».
Erró al figurarse que la Restauración de los Borbones daría libertad al pueblo francés y que el pontificado de Mastai Ferreti sería pacto de alianza entre la Iglesia y la civilización; pero combatió infatigablemente por la Segunda República, vivió