Dos ángeles caídos
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Fragmento de la obra
"Córdoba.
"Día 7 de julio de 1844.
"Vengo, de verla. Hemos estado solos, durante, toda una noche… ¡solos en el pabellón del jardín!
"Estaba la noche apacible y transparente. Ya era muy tarde. Por las anchas ventanas abiertas, penetraban a través de las enredaderas los resplandores de la alta Luna, los perfumes del campo, las harmonías de las aguas, el susurro de las hojas, el viento húmedo de poniente, todas esas mil suaves emanaciones que brotan de la naturaleza en estas noches espléndidas de verano.
"Adela, apoyada en la ventana, clavados sus ojos en la inmensidad del cielo, silenciosa y a mi lado, inundándome con sus cabellos cuando la brisa los sacudía, entreabiertos sus labios para aspirar auras menos embalsamadas que su aliento; Adela, con una mano suavemente abandonada entre las mías y sosteniendo con la otra su melancólica cabeza; Adela, vestida de blanco, bañada de languidez por la Luna, embellecida por la meditación, con la clara frente levantada hacia Dios, con la mirada nadando en un fluido celestial, con el alma abismada en el infinito… ¡Oh, qué hermosa estaba Adela!
"Yo también callaba, sumido en el éxtasis de una inefable adoración, arrebatado al empíreo en alas del pensamiento de aquella mujer, inundado de la vaga aureola de pasión, de castidad y de hermosura que la rodeaba…
—Luis —murmuró de pronto Adela sin mirarme ni dejar aquella actitud sublime de arrobamiento.
"Y su voz era lenta, solemne y vibradora, como la nota tranquila del salterio de un profeta."
—Luis, la noche va a expirar; antes que se borren del cielo esos astros, augustas luminarias del ara, del Altísimo, quiero exigirte un juramento.
—¿Cuál? —exclamé dominado por la gravedad que había adquirido la voz de Adela.
—Escucha: vamos a separarnos por tres meses, y necesito oír antes una palabra de tus labios. ¿Es cierto que me amas? —interrogó la hermosa con su voz, con su mirada, con su alma toda, mientras sus manos se crispaban entre las mías.
"Quise responder, y todas las palabras me parecían vacías de la elocuencia de la verdad, del sentimiento que se desbordó en mi corazón. Tan expresiva y vehemente quise hacer la manifestación de mi cariño, que los sonidos tumultuosos, entrecortados, balbucientes, expiraron en mis labios… Caí, pues, de rodillas; y elevando sobre mi cabeza mis manos cruzadas, fijé mis ojos en los suyos con idolatría, y una palabra se escapó de todo mi ser:
—¡Adela!
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Dos ángeles caídos - Pedro Antonio de Alarcón
Pedro Antonio de Alarcón
Dos ángeles caídos
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Créditos
Título original: Dos ángeles caídos.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN tapa dura: 978-84-9897-333-4.
ISBN rústica: 978-84-96428-25-6.
ISBN ebook: 978-84-9897-184-2.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
Dos ángeles caídos 11
I Dos diarios 11
II Cartas 14
III Una mujer y un hombre 17
IV Melancolías 22
V 29
La hermosa 35
I 35
II 35
III 37
IV 39
Acto primero 40
Acto segundo 42
Acto tercero 43
V 43
Verdades de paño pardo 45
I Málaga 45
II Entré 48
III 50
Leyenda sagrada 55
I El valle de las miserias 55
II La extranjera 55
De cómo Mahoma llegó a ser profeta 58
Hombres y escenas 63
Una poesía inédita de Espronceda 63
I 63
II 64
III 65
A una ciega 66
Granada a vista de búho 69
El mundo nuevo 73
La música en el siglo XIX 77
Apuntes biográficos 81
Lo que se oye desde mi ventana 85
Estas y otras cosas se oyen desde mi ventana 90
Del baile en general y del baile del Liceo en particular 94
I 94
II 94
III 95
Astronomía 98
Poesías 102
A Granada 102
Presentimientos 105
La guerra de Oriente 111
A la gloriosa muerte del coronel Don Patricio Bray 119
A mi querido amigo Pablo Jimeno de Torres en el álbum fúnebre de su madre 123
Los siete dolores de María 127
La campana de agonía 127
En un álbum 128
Epístola 131
Contestación a la epístola 136
Chispas y témpanos 142
Madrigal 143
Madrigal 144
Epitafio 145
En un álbum 146
En otro álbum 147
En otro álbum 148
En otro álbum 149
Epigrama 150
Charada 151
Libros a la carta 153
Brevísima presentación
La vida
Alarcón, Pedro Antonio de (Guadix, Granada, 1833-Madrid, 1891). España.
Hizo periodismo y literatura. Su actividad antimonárquica lo llevó a participar en el grupo revolucionario granadino «la cuerda floja».
Intervino en un levantamiento liberal en Vicálvaro, en 1854, y —además de distribuir armas entre la población y ocupar el Ayuntamiento y la Capitanía general— fundó el periódico La Redención, con una actitud hostil al clero y al ejército. Tras el fracaso del levantamiento, se fue a Madrid y dirigió El Látigo, periódico de carácter satírico que se distinguió por sus ataques a la reina Isabel II.
Sus convicciones republicanas lo implicaron en un duelo que trastornó su vida, desde entonces adoptó posiciones conservadoras. Aunque no parezca muy ortodoxo, en el prólogo a una edición de 1912 Alarcón es considerado un escritor romántico.
Dos ángeles caídos
I Dos diarios
«Córdoba.
»Día 7 de julio de 1844.
»Vengo, de verla. Hemos estado solos, durante, toda una noche... ¡solos en el pabellón del jardín!
»Estaba la noche apacible y transparente. Ya era muy tarde. Por las anchas ventanas abiertas, penetraban a través de las enredaderas los resplandores de la alta Luna, los perfumes del campo, las harmonías de las aguas, el susurro de las hojas, el viento húmedo de poniente, todas esas mil suaves emanaciones que brotan de la naturaleza en estas noches espléndidas de verano.
»Adela, apoyada en la ventana, clavados sus ojos en la inmensidad del cielo, silenciosa y a mi lado, inundándome con sus cabellos cuando la brisa los sacudía, entreabiertos sus labios para aspirar auras menos embalsamadas que su aliento; Adela, con una mano suavemente abandonada entre las mías y sosteniendo con la otra su melancólica cabeza; Adela, vestida de blanco, bañada de languidez por la Luna, embellecida por la meditación, con la clara frente levantada hacia Dios, con la mirada nadando en un fluido celestial, con el alma abismada en el infinito... ¡Oh, qué hermosa estaba Adela!
»Yo también callaba, sumido en el éxtasis de una inefable adoración, arrebatado al empíreo en alas del pensamiento de aquella mujer, inundado de la vaga aureola de pasión, de castidad y de hermosura que la rodeaba...
—Luis —murmuró de pronto Adela sin mirarme ni dejar aquella actitud sublime de arrobamiento.
»Y su voz era lenta, solemne y vibradora, como la nota tranquila del salterio de un profeta.
—Luis, la noche va a expirar; antes que se borren del cielo esos astros, augustas luminarias del ara, del Altísimo, quiero exigirte un juramento.
—¿Cuál? —exclamé dominado por la gravedad que había adquirido la voz de Adela.
—Escucha: vamos a separarnos por tres meses, y necesito oír antes una palabra de tus labios. ¿Es cierto que me amas? —interrogó la hermosa con su voz, con su mirada, con su alma toda, mientras sus manos se crispaban entre las mías.
»Quise responder, y todas las palabras me parecían vacías de la elocuencia de la verdad, del sentimiento que se desbordó en mi corazón. Tan expresiva y vehemente quise hacer la manifestación de mi cariño, que los sonidos tumultuosos, entrecortados, balbucientes, expiraron en mis labios... Caí, pues, de rodillas; y elevando sobre mi cabeza mis manos cruzadas, fijé mis ojos en los suyos con idolatría, y una palabra se escapó de todo mi ser:
—¡Adela!
»Ella se alejó insensiblemente, dejándome así, quebrantado sobre mis rodillas, muriendo de amor y de felicidad, y se sentó al piano.
»Entonces cantó aquellas quejas de Bellini:
«Ah! Per chè non posso oddiarte...?»
»En seguida, no sé lo que ha pasado por mi alma. He llorado allí, arrodillado junto aquella ventana, durante una hora sin límites, todas las lágrimas retenidas en mi corazón durante los estériles años de mi vida; y como las estrellas palideciesen ya en el cielo, he salido del pabellón sin pronunciar un solo acento.
»Adela, reclinada sobre el piano, dormía o meditaba... Acaso lloraba como yo. Tal ha sido nuestra despedida. Ni un movimiento de su cabeza indicó que se apercibía de mi marcha... ¡Oh! ¿No significa este silencio que nuestras almas se han unido, que no hay palabras para nuestro amor, y que ni la ausencia ni la despedida existen para dos corazones que han llegado a comprenderse?
—¡Adiós, Adela!
»Y, veamos. ¿Amo yo a esa mujer?
»Sí, la amo; la amo, y si alguna vez lo dudo, es porque para mí el «amor», el verdadero «amor» no se encuentra ya en la tierra. ¡Oh!, pues yo amo a esa mujer, esa mujer debe ser un ángel,
»¡Amar! ¿Y qué es amar? Yo soy hijo de este siglo y amamantado con su literatura, con sus ideas, con su escepticismo. Vine al mundo dudando de todo. Mil hombres dolorosos, mil corazones heridos, mil víctimas de sus sentimientos, me dijeron: «Desconfía», y desconfié. Me nutrí de la hiel de Byron, del desdén de Espronceda, del frenesí de Jacobo Ortiz; desesperé de hallar un alma digna de la mía, y juré guerra al amor. Porque yo sabía, y mi corazón me lo gritaba muy alto, que «amar», no es ese sentimiento egoísta y calculador, o material y arrebatado, que teje en nuestra época las guirnaldas de Himeneo, sino otro sentimiento recóndito del espíritu, otra sed, otra aspiración, otra cosa sin nombre que surge de dos almas, y las une, y las hace darse mutuo apoyo, mutua esperanza, mutuo consuelo: «amar», según yo adivinaba, debía ser huir dos seres del mundo arrebatados en una mirada, en una sonrisa, en un acento, y volar, y perderse, y desvanecerse, y confundirse con el mismo Dios en la inmensidad de lo infinito.
»¿Dónde hallar a esa mujer? ¿Dónde hallar a ese ángel?
»Creo haberlo encontrado todo en Adela. Largo tiempo he dudado; pero desde esta noche no dudo. ¡Yo amo a Adela! ¡Adela es el ángel de mis ilusiones! ¡Adela calmará la sed de mi corazón! ¡Adela comprenderá las necesidades de mi espíritu!... ¡Amaré, pues, a Adela eternamente!
«Córdoba.
»Día 7 de julio de 1844.
»Luis me ama. Luis comprende el amor. Luis comprende a la mujer. ¡Gracias, Dios mío!
»He sometido a ese hombre a la última prueba y he quedado convencida de la pureza y elevación de sus sentimientos. Hemos estado toda la noche solos en el pabellón del jardín. La hora, el sitio, la música, la soledad... la despedida que nos reunía, todo hablaba a la imaginación frases de delirio... ¡Luis ha llorado! ¡Luis ha huido! ¡Ah, sí: me ama!
»Yo también le amo a él. ¿Y acaso no es él una excepción entre esa estragada juventud, carcomida de vicios, que constituye la nueva sociedad? ¿Acaso no empecé a amarle cuando supe su inocencia, su virtud, su irreprensible conducta? Él permanece con su aureola de serafín en medio de los libertinos que le rodean; él lanza su anatema contra sus desordenadas costumbres; él cruza por el lodo sin mancharse; él es, en fin, un hombre tal como yo nunca creí hallarle sobre la tierra. Sí... sí, yo le adoro; su amor es el único que ha ocupado mi corazón y tal vez el único que hubiera podido ocuparle. Yo le amo como hoy no se ama, como pocos seres habrán amado nunca, como los ángeles deben amar a Dios. ¡Ah! ya no estoy sola en el mundo, en este mundo brutal, materialista y degradado; yo, toda corazón, toda alma, toda poesía, he encontrado en el desierto de mi existencia un ser que comprenda mis ideas, mis deseos, mis aspiraciones.
»¡Dios mío!, ¡bendice tú estos místicos amores, perfumados de inocencia, vestidos de castidad, perdidos en la idealidad de los ángeles, arrebatados en busca de tu mirada paternal! ¡Dios! Mil y mil veces te doy las gracias por haberme dado el corazón de Luis. ¡Dios mío...! ¡Que yo no lo pierda nunca!»
«Badajoz.
»Día 3 de setiembre de 1844.
»¡Insensato de mí! ¡Adela no me ama! ¡Adela es una infame! ¡Adela era una miserable mujer disfrazada de ángel!»
«Cádiz.
»Día 3 de setiembre de 1844.
»Acabo de ser arrojada desde el cielo a la tierra. ¡Luis! ¡Luis!...
II Cartas
Entre los primeros y segundos apuntes que hemos copiado del diario de esos dos ángeles, hay un abismo inmenso.
Llénenlo, si es posible, estos pedazos de papel que explican algunos sucesos y han caído casualmente en nuestras manos.
El señor «Blandini» a su amigo «Beppo»:
«Te lo anuncié, camarada, y por consiguiente ha sucedido. No podía ser de otro modo. O soy o no soy mago: ahora bien; yo también presumo de profeta. He aquí el lance: oye la historia con todas sus circunstancias.