Mujeres silenciadas en la Edad Media
Por Sandra Ferrer
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Mujeres silenciadas en la Edad Media - Sandra Ferrer
© Del texto, Sandra Ferrer Valero, 2016, 2019
© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2019
Todos los derechos reservados.
Primera edición: mayo 2016
Segunda edición: abril 2019
Publicado por Punto de Vista Editores
info@puntodevistaeditores.com
puntodevistaeditores.com
@puntodevistaed
Diseño de cubierta: Joaquín Gallego
Corrección: Gabriela Torregrosa
Coordinación editorial: Miguel S. Salas
Imagen de cubierta: Bildnis einer jungen Frau. Rogier van der Weyden, Gemäldegalerie, Staatliche Museen zu Berlin, Preuβischer Kulturbesitz.
Fotografía de Volker-H. Schneider.
ISBN: 978-84-16876-73-0
IBIC: HBLC1, BK
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com
Sumario
Introducción
Cuando se abrió la ventana...
… aparecieron las damas
1. La oscura Edad Media. ¿Más oscura para las mujeres?
2. Lo que dejaron ser a las mujeres. Modelos establecidos
Las hijas de Eva
Esposas y madres
Religiosas
La mujer escondida. La mujer real
3. Lo que quisieron ser las mujeres (y algunas consiguieron)
Hildegarda de Bingen. ¿Una renacentista en la Edad Media?
Escritoras
Trovadoras
Místicas
Iluminadoras
Compositoras
Doctoras, matronas y sanadoras
Brujas y herejes
Abadesas, santas y beguinas
Constructoras
4. El camino heredado
Nota a la segunda edición
Bibliografía
A mi padre, de quien he heredado
una pasión insaciable por la historia.
Introducción
Cuando se abrió la ventana...
Cuando era pequeña me apasionaban las clases de historia. La Edad Media era mi época favorita. Aún recuerdo aquella pirámide en la que pintábamos a los campesinos en la base, a los caballeros y clérigos en el medio y a los reyes en la cima. Imaginábamos hombres sobre caballos, armados con largas lanzas, monjes rezando en bucólicos claustros y reyes con ricas testas coronadas. Pero ¿y las mujeres? En aquel entonces, hace ya unas décadas, lo cierto es que no me lo planteé. Aparecía alguna damisela con aquellos cucuruchos estrafalarios en la cabeza y hermosos trajes que imitábamos en casa con viejas telas de cortina.
Pasados los años, en una revista de historia medieval, me topé con una mujer, ataviada también con aquellos gorros extraños, acompañada de otras tantas damas. Eran ilustraciones de La ciudad de las damas, aquella gran obra precursora del feminismo —¡en plena Edad Media!— escrita por Cristina de Pizán, considerada la primera escritora profesional de la historia, de quien tendré ocasión de hablar.
Por aquel entonces, ya había descubierto nombres propios femeninos medievales como las archiconocidas Leonor de Aquitania o Juana de Arco. Pero Cristina me abrió una ventana a su ciudad de las damas y a una gran cantidad de preguntas. Leonor fue reina; Juana, una santa. Roles estereotipados de las mujeres en la Edad Media. Pero, en un mundo en el que el 90 % de la población era campesina y las mujeres vivían a la sombra de padres, maridos o clérigos; en un tiempo en el que el analfabetismo estaba, si cabe, más extendido entre las campesinas, ¿cómo podía ser que una mujer, viuda y sola, hubiera conseguido vivir de la palabra escrita, y en el siglo XIV?
Cristina de Pizán fue solo el principio. Luego encontré otros nombres propios como Hildegarda de Bingen, Sabine von Steinbach, Jacoba Félicié, Beatriz de Día, María de Francia, Matilde de Magdeburgo, Catalina de Siena, Brígida de Suecia, Alice Kyteler, Gertrudis de Hefta, En Depintrix, entre otras. No está mal para un tiempo en el que nacer mujer suponía llegar a un mundo de encierro, ya fuera en el hogar o el monasterio. Junto a estos y otros nombres que iré desvelando, para aquellos que quieran acompañarme en este relato, descubrí que las mujeres habían ejercido oficios reservados exclusivamente a los hombres, como constructoras, albañiles, trovadoras, iluminadoras, escritoras, médicas, entre otras actividades. Algunas obtuvieron el aplauso masculino, pero otras perdieron su vida en el intento.
Poco a poco, todas estas mujeres, con nombres propios o anónimas, están siendo descubiertas por grandes historiadores, escritores y periodistas, que reclaman para ellas el lugar que les corresponde en el mundo medieval: un mundo eminentemente masculino y, a menudo, misógino.
Esta es mi aportación para visibilizar a aquellas mujeres, sin denostar por ello a los hombres y alimentar la hoguera de la guerra de sexos. Simplemente descubriendo un universo femenino apasionante y largamente silenciado. Espero que, con el tiempo, este universo se dé a conocer en las clases de historia para que los que ahora son alumnos, como lo fui yo un día, descubran un mundo de hombres y mujeres, y puedan situarlos a todos en el lugar que les corresponde.
… aparecieron las damas
27 de noviembre de 1095. La ciudad de Clermont se ha convertido en el centro del orbe cristiano. Tras sus murallas se está celebrando un concilio en el que se gestará la toma de Jerusalén y la lucha contra el infiel, que la historia conocerá como la Primera Cruzada. Al sínodo de la Iglesia han sido llamados unos trescientos clérigos y laicos que durante varios días se han reunido en la catedral de Clermont. Fuera del templo, que por aquel entonces aún no había tomado la forma gótica posterior, el mundo sigue su curso.
Todos los asistentes al concilio son hombres. Hombres de fe, temerosos de Dios, a quienes se les ha educado en una tradición cristiana en la que las mujeres no salen muy bien paradas. Mientras el destino de sus maridos e hijos se decide intramuros, ellas permanecen ajenas al gran capítulo de la historia que se está escribiendo a tan solo unos metros.
Entre aquellas mujeres encontramos a una joven y tenaz artesana a la que llamaré Marie. Mientras sus hijos corretean por la planta superior de la casa, ella trabaja en el taller de la planta baja con una pequeña cuna a su lado en la que descansa un bebé fajado al que no quiere coger cariño, pues ya ha perdido a tres en el camino. Marie forma parte del gremio textil, porque su marido es maestro de este. Ella es hija de artesanos también y, como tal, trabaja en el negocio familiar.
Más allá de las murallas, donde probablemente llega el tañido de las campanas catedralicias, una campesina, a quien llamaré Jeanne, se afana por preparar el campo en aquellos fríos días de noviembre sabiendo que en casa le espera la cocina. Cuando termine con los pucheros, un pequeño telar aguarda al fondo de la humilde estancia para tejer la ropa de los niños y de su esposo. Sus ropas probablemente estén llenas de remiendos. Lleva a un retoño colgado a la espalda, mientras otros cuatro revolotean a su alrededor. El mayor, por suerte, ya empieza a ser una ayuda importante en el campo.
Colindante a las tierras arrendadas por el marido de Jeanne, un monasterio de monjas benedictinas protege tras sus muros los cuerpos y las almas de las decenas de muchachas que viven de espaldas al siglo, mirando a Cristo, con el que se quieren desposar, y a la Virgen María, a quien sueñan con alcanzar en piedad y santidad.
Aquel 27 de noviembre, el mundo medieval empezaba un capítulo en mayúsculas de la historia, en el que unos cuantos hombres decidieron el destino del resto de hombres y mujeres de la cristiandad. Pero ¿y las mujeres, como Marie, Jeanne y las religiosas, fueron tomadas en consideración? Por supuesto que no. Pero Marie, Jeanne y todas las muchachas más o menos piadosas del cenobio que he imaginado eran mujeres reales que vivieron a la sombra de los hombres. Algunas, sin embargo, salieron a la luz.
Tanto unas como otras son las damas de este relato. Una pequeña ventana abierta a unos siglos apasionantes en los que también vivieron mujeres apasionantes.
1
La oscura Edad Media.
¿Más oscura para las mujeres?
La mujer es un hombre incompleto.
Aristóteles
En lo que se refiere a la naturaleza del individuo, la mujer es defectuosa y mal nacida.
Santo Tomás de Aquino
Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos a vituperar a las mujeres, criticándolas, bien de palabra, bien en escritos y tratados.
Cristina de Pizán
A lo largo de la Edad Media se forjó la raíz de la cultura cristiana que ha permanecido hasta nuestros días. Una sociedad basada en el cristianismo que bebió de las fuentes clásicas y las adaptó a sus propias necesidades e intereses y que marcó para siempre el devenir de la vieja Europa. Cuando Constantino hizo de la fe de Cristo el credo oficial, religión y poder fueron de la mano durante mucho tiempo.
Los padres de la Iglesia, que a lo largo de los siglos medievales fueron diseñando las formas de vivir de sus fieles, vivieron en un tiempo en el que la superstición, el miedo a lo desconocido y los mensajes apocalípticos sobrevolaban sus templos influyendo indefectiblemente en su modo de ver el mundo. Un mundo a menudo hostil, difícil de entender y controlar en el que razones sobrenaturales inspiradas en las Sagradas Escrituras debían dar una respuesta a sus angustiadas preguntas.
Las malas cosechas, las epidemias y las tormentas descontroladas tenían que ser fruto de algún mal ocasionado por los hombres y las mujeres, que desataban la ira divina.
En este escenario apocalíptico, la mujer dio la solución a muchas de las preguntas sin respuesta. Porque, si en muchos de sus aspectos la naturaleza era un universo desconocido para los hombres, la mujer también lo era. Era un ser que, según los clérigos eruditos, no estaba hecho a imagen y semejanza de Dios, como ellos. Alguien que dentro de sí engendraba vida sin entender muy bien cómo lo hacía, que alimentaba después a sus vástagos con su propio cuerpo y, lo que es más importante, provocaba en los hombres sentimientos, instintos, que no siempre podían controlar. ¿Qué hacer, pues, con la mujer?
Las Sagradas Escrituras se lo pusieron fácil. El Génesis hablaba de Eva, a quien dedicaré un espacio específico, pues bien se lo merece. Eva fue la compañera de Adán —y no a la inversa—, creada por Dios para hacerle compañía en el paraíso. Fue ella y solo ella —y así se encargaron de repetir hasta la saciedad en púlpitos, capiteles y manuscritos— la que abocó al abismo a Adán, quien parece ser que no tuvo más opción que sufrir la maldad de la compañera dada por el Creador.
Pensemos por un momento en Marie, la artesana de Clermont, o en Jeanne, la campesina, en ellas y en sus particulares compañeros. Maridos con los que posiblemente se han casado por supervivencia, para crear una unidad familiar de producción y poder vivir así del trabajo y el esfuerzo mutuos. Marie y Jeanne han oído al párroco decir, domingo tras domingo, que Eva fue la pecadora, la que creó el pecado original y expulsó a la raza humana del paraíso. Por su culpa ahora deben trabajar y sufrir penurias. Sermón que también han oído sus maridos y que pronto escucharán sus hijos. Si pensamos que entre ellos existe un mínimo afecto matrimonial, filial o maternal, podemos imaginar también un conflicto interno de dimensiones considerables.
Pero ¿por qué el hombre odiaba a la mujer? Quiero pensar que no todos los hombres odiaban a las mujeres y que posiblemente algunos —¿los maridos de Marie o de Jeanne?— no entendían tampoco cómo sus esposas o, mejor, sus dulces madres, eran poco menos que la encarnación de Satán en la Tierra. Pensemos que en la Edad Media el poder de la palabra (lo que en el siglo XXI llamaríamos estrategias comunicativas) lo tenía la Iglesia. Y, ¿quién era la Iglesia? Era un grupo de hombres que había decidido vivir alejado de las mujeres, ajeno a su naturaleza y huyendo de ellas, sin interesarse lo más mínimo por lo que les sucediera. Y cuando lo hicieron, no salimos muy bien paradas. En primer lugar, porque cuando los monjes se ocuparon de pensar en las mujeres no se fijaron en las mujeres que tenían a su alrededor, pues estaban muy alejadas de sus muros; así que se las tuvieron que imaginar a partir de estereotipos basados, como veremos en el primer capítulo, en dos imágenes opuestas que aparecen en la Biblia: Eva y María. En segundo lugar, porque las mujeres no tenían salvación. Todas habían nacido pecadoras, todas eran hijas de Eva y nunca llegarían a ser como María por más virginales, piadosas y perfectas que fueran. Como mucho, la imitarían, pero nunca alcanzarían su perfección.
Sorprende ver este panorama oscuro para las mujeres medievales, cuando Jesús, el hacedor del cristianismo, no fue precisamente un hombre misógino. Tanto en vida de Jesús como en los primeros siglos en los que permanecieron sus enseñanzas, las mujeres se situaron en igualdad de condiciones con los hombres. Jesús defendió a las mujeres, se rodeó de ellas y les ofreció el honor de que una de ellas, María Magdalena, fuera quien descubriera que había resucitado.
En los primeros pasos de un recién instaurado cristianismo encontramos a mujeres ejerciendo de diaconisas y sacerdotisas. En los siglos en los que el Imperio romano persiguió a los cristianos de manera sangrienta, fueron muchas las mujeres cristianas que perecieron bajo martirio y se convirtieron en heroínas para futuras generaciones de creyentes. Fueron ellas, en aquellos siglos de prohibición, las que mantuvieron la llama del cristianismo encendida en el silencio y anonimato de los hogares. Una llama que extendieron hasta tronos como los de Constantino, por mediación de su madre, santa Helena, o el de Clodoveo I, rey de los francos, quien se convirtió al cristianismo guiado por su esposa, santa Clotilde.
Pero fue precisamente en este proceso de institucionalización del cristianismo cuando las mujeres empezaron a molestar a los padres de la Iglesia. Mientras que Jesús no vio con malos ojos tenerlas cerca y hacerlas participar de su mensaje, los que sentaron las bases del cristianismo medieval decidieron adoptar las ideas misóginas y de sometimiento antes que buscarles un lugar activo en su nuevo orden universal.
Así, desgraciadamente, la misoginia que recorrió como una epidemia la Edad Media en Europa —y no se extinguió, por desgracia, en siglos posteriores— puso a la mujer en una situación complicada. Porque, si era un ser incompleto, imperfecto, pecador y fuente de todo mal, además de analfabeto e inculto, ¿cómo iba a aspirar a algo más que a lo que la naturaleza y Dios le habían deparado?
«Parirás con dolor», nos dice el Génesis, mientras que santo Tomás de Aquino dejó escrito en su Summa Theologica: «Tal y como dicen las escrituras, fue necesario crear a la hembra como compañera del hombre; pero como compañera en la única tarea de la procreación, ya que para el resto el hombre encontrará ayudantes más válidos en otros hombres, y a ella solo la necesita para ayudarle en la procreación». En definitiva, la mujer era, como dijo Aulo Gelio, un mal necesario.
Pero Aulo Gelio no era monje ni vivió en la Edad Media. Fue un escritor romano del siglo II. No vayamos a echar toda la culpa de la misoginia medieval a los monjes, abades o cardenales. La imagen negativa de la mujer fue una imagen heredada de la Antigüedad. Si nos remontamos unos cuantos siglos, hasta el VIII a. C., encontramos a Hesíodo, poeta griego que relató el nacimiento de Pandora, «la ruina de la