El violín de Lev: Una aventura italiana
Por Helena Attlee y María Belmonte
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DE LA AUTORA DE «EL PAÍS DONDE FLORECE EL LIMONERO»
«Helena Attlee no sólo exhibe una prosa elegante y cautivadora sino una capacidad admirable para combinar la erudición con el ingenio».
The Times Literary Supplement
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El violín de Lev - Helena Attlee
HELENA ATTLEE
EL VIOLÍN DE LEV
UNA AVENTURA ITALIANA
TRADUCCIÓN DEL INGLÉS
DE MARÍA BELMONTE
ACANACANTILADO
BARCELONA 2023
CONTENIDO
Preludio
PRIMER MOVIMIENTO
HIJO DE MUCHOS PADRES
Cremona y el violín moderno
UN PUEBLO MUSICAL
De cómo los violines se convirtieron en estrellas del mundo de la música
PEREGRINA EN CREMONA
Las grandes dinastías de fabricantes de violines
MENSAJE DE LAS MONTAÑAS
El antiguo comercio de la madera para violines
SEGUNDO MOVIMIENTO
MÚSICA SACRA
Un capítulo en la vida del violín de Lev
MÚSICA AMBIENTAL
La vida de los violines litúrgicos y de sus músicos
INSTRUMENTOS POLÍTICOS
Los violines en la corte de los Médici en Florencia
COZIO
El primer coleccionista y experto en violines del mundo
TARISIO
El inicio del comercio internacional de violines de Cremona
TERCER MOVIMIENTO
LOS VIEJOS ITALIANOS
El comercio del violín en la época moderna
«LITTLE ITALYS»
La diáspora de los italianos y sus violines
MÚSICA POPULAR
Violines gitanos y música folclórica italiana
CUARTO MOVIMIENTO
DOBLEMENTE EXPOLIADOS
El destino de los «viejos italianos» durante la Segunda Guerra Mundial
EL CÍRCULO SE CIERRA
Renacimiento en Cremona
EN EL SERVICIO DE URGENCIAS DE LOS VIOLINES
La diferencia entre copias y falsos violines
CONTRABANDEADO
El violín de Lev en la URSS
CONTAR LOS ANILLOS
La prueba de dendrocronología y el resultado
Coda
Agradecimientos
Para Moishe’s Bagel, cuya música
fue el comienzo de esta historia.
[Acantilado no se responsabiliza del contenido de ninguno de los portales de la red mencionados en el libro].
PRELUDIO
Aún recuerdo vívidamente la cálida noche, las hileras de asientos ocupados y el mío justo en el centro. La música llenaba la sala en penumbra y se escapaba a través de las ventanas abiertas inundando las calles de una pequeña ciudad galesa. Ya no tiene importancia cuál era la melodía klezmer que nos hacía agitarnos en nuestras sillas o impelía a algunos a ponerse en pie y a bailar en aquel espacio tan angosto. Lo que importa es el momento en que el violinista dio dos pasos al frente y el resto de instrumentos—acordeón, piano, percusión y contrabajo—enmudeció, porque fue entonces cuando escuché por primera vez hablar al violín, con una voz tan poderosa que nuestros sentidos se agudizaron, y caló tan profundamente en nuestro espíritu que quedamos embobados y ávidos de emociones más intensas, salvajes, tristes y alegres que las que jamás habíamos conocido. Cuando los aplausos se fueron apagando y se encendieron las luces, mi vieja amiga Rhoda se volvió hacía mí sonriendo y me dijo: «¿Cómo se atreve a hablarnos de ese modo? ¡Somos mujeres casadas!».
Al salir del edificio vi al violinista de pie en la calle y me acerqué para compartir con él el comentario jocoso de Rhoda y aclararle que es una vieja amiga en todos los sentidos, pues en aquella época había sobrepasado con mucho los ochenta. Supongo que yo esperaba que se riera y poco más, pero me llevó aparte y murmuró algo sobre lo que denominó la «historia mestiza» de su violín, como si eso explicara o incluso justificara el perturbador poder de seducción de su música: «Tengo entendido que lo fabricaron en Italia a principios del siglo XVIII—me dijo—pero me llegó desde Rusia. Todos lo llaman el violín de Lev por el nombre de su anterior dueño». ¿Un violín italiano de un tal Lev? No podía sonar más improbable. Entonces, volviéndose me señaló el estuche apoyado en la pared: «Eche un vistazo si quiere». Cuando lo abrí y miré en el interior mi primera impresión fue la de un objeto tan usado y erosionado como uno de esos restos que se encuentran en la playa, un trozo de madera arrastrada por la corriente, un guijarro limado por el agua del mar o los desgastados restos de alguna criatura marina. Al contemplar otros violines en el pasado siempre me había parecido ver una mezcla de curvas y ángulos, con los bordes bien definidos por la oscura línea de la madera con incrustaciones. Pero la vida había desgastado los bordes y erosionado los ángulos del violín de Lev hasta el punto de que en algunas partes las juntas estaban a la par de las cubiertas laterales, como si la música, al lamer los contornos del instrumento durante siglos, los hubiera erosionado como el mar la frágil línea costera.
Metido en su estuche parecía tan inanimado como una pequeña pieza de mobiliario, hasta que me agaché para cogerlo. Como probablemente he sujetado durante mi vida más aves que instrumentos de cuerda tuve la sensación de sacar una gallina de su percha, con el cuerpo palpitante de vida pero mucho más ligero de lo esperado. Las gallinas huelen a gallina, pero el violín de Lev despedía un penetrante olor humano, un residuo íntimo del sudor dejado por generaciones de músicos. Hasta entonces había considerado los violines como instrumentos de precisión, con su brillante barniz atrapando la luz y jugando con ella, como si estuvieran muy resueltos a hacerse notar. Pero este violín era de un marrón mate muy discreto y su cuerpo contaba una historia de desventuras, como el uniforme del jornalero cubierto de rasgaduras y agujeros tan expresivos como las arrugas de un rostro envejecido.
Al bajar la mirada me vi a mí misma sosteniendo el violín como si se tratara de un recién nacido: con una mano le sujetaba la parte posterior de la cabeza y con la otra el cuerpo. Pero no era un bebé. Su vida abarcaba siglos y se hallaba desgastado hasta la médula por incontables años de duro trabajo y de viajes por el mundo junto a generaciones de músicos, viviendo con ellos en estrecha y sofocante intimidad. Tras años de abnegado servicio el cuerpo se había impregnado del ADN de cuantos lo habían tocado, de ahí que yo sintiera que sostenía mucho más que un instrumento. Aquel violín debía de haber absorbido no sólo la grasa de los dedos de los músicos, sino su agitación, y se habría amoldado a sus diferentes formas de tocar y a los arcos empleados, al tono de sus músculos y al de sus voces. A lo largo de los siglos sufrió cambios infinitesimales en su estructura para adaptarse a las peculiaridades de cada nuevo intérprete y a las emociones e ideales de cada nueva época, hasta convertirse en un registro material de las vidas de todas aquellas personas, de los viajes que realizaron y de la música que tocaron.
No estoy segura de cuánto tiempo estuve allí de pie hasta que vi reaparecer al violinista con una pinta de cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra: «Lo construyeron en Cremona, pero cuando lo llevé para que lo valoraran me dijeron que no valía absolutamente nada». Nunca he podido olvidar esas palabras. En aquella época sabía tan poco sobre violines y su valor que habría podido responder mejor sobre el valor de un perro o de una tarta. Sin embargo, también sabía que la pequeña ciudad italiana de Cremona era la ciudad natal de Antonio Stradivari y—como todo el mundo—que los violines Stradivarius son de los instrumentos más cotizados del mundo. Decir que un violín proviene de Cremona es otorgarle la ascendencia más noble posible a un instrumento de cuerda, así que me indignó pensar que el violín de Lev, con su eminente procedencia, largo historial y maravilloso sonido, pudiera considerarse desprovisto de valor. De hecho, escuchar «Cremona» y «no vale absolutamente nada» en la misma frase me resultó tan perturbador como la voz apasionada y llena de fuerza que había escuchado salir del decrépito cuerpo de aquel violín.
Si el violinista me hubiera dicho que su instrumento provenía de cualquier otro lugar del mundo, tal vez habría recordado durante un año la sensación de sostenerlo en las manos y revivido el sonido de su hermosa voz en mi cabeza algún tiempo, pero luego lo habría olvidado para siempre. Lo curioso es que, pese a que amo Italia desde adolescente y he trabajado allí, en una cosa u otra, durante gran parte de mi vida adulta—ya sea como guía de grupos de viajeros o investigando para libros y artículos de prensa—, tras años de viajes de un lado para otro y de estudio de la historia italiana jamás había estado en Cremona. No sabía nada sobre los violines que la hicieron famosa ni sobre la música que se tocaba con esos instrumentos. Esa noche y en aquella calle oscura por primera vez sentí curiosidad por esas cosas.
La multitud empezó a disgregarse a medida que la gente se despedía y abandonaba el lugar, pero como el violinista no parecía tener ninguna prisa por marcharse decidí hacerle compañía mientras se terminaba el cigarrillo. Empecé a divagar a toda velocidad sobre las historias que ocultaba aquel modesto instrumento que seguía sosteniendo en mis manos, historias que prometían llevarme a lugares totalmente desconocidos de un país que había descubierto tanto tiempo atrás, a nuevos destinos en el paisaje familiar de la historia italiana, a nuevos territorios por descubrir y explorar. Finalmente le devolví el violín y nos dimos las buenas noches. Pero mientras me alejaba en la oscuridad sentí la intensa sensación de haber dejado atrás algo frágil y precioso, y tuve que luchar contra el impulso de regresar corriendo en su busca. ¿Qué habría encontrado si hubiese vuelto? Tal vez la calle vacía en la que habíamos estado o quizá al músico todavía junto al violín, que sin duda era frágil y precioso para él, pero nada tenía que ver conmigo.
Si les digo que aquel verano no dejé de pensar en el violín puede que imaginen que no tenía mucho más en qué pensar, pero en realidad fue una época especialmente complicada. O pensarán que no era el violín lo que me atraía, sino el recuerdo del atractivo rostro de su intérprete y su apasionada música, pero tampoco era ésa la razón. Nuestro encuentro coincidió con un momento triste y extraño de mi vida, porque mi madre acababa de morir y estábamos vaciando su casa, desprendiéndonos de objetos que llevaban allí desde mi infancia y buscándoles un nuevo hogar. Muchos de ellos tenían sus propias historias, que yo creía conocer porque las había oído muchas veces a lo largo de los años. Sin embargo, cuando mis padres ya no estuvieron, me di cuenta de que nunca las había escuchado de verdad, de manera que algunos de aquellos relatos se perderían para siempre. Esa tristeza hizo que las historias que yo sentía cernerse sobre el violín de Lev se volvieran aún más intrigantes y valiosas.
En los días y semanas posteriores me sorprendí imaginando las amplias plazas y las estrechas calles de Cremona envueltas en la niebla invernal. Comencé a poblar la ciudad con la lectura de libros sobre famosos lutieres cremoneses y no tardé en sentirme cautivada por el modo en que habían transformado el violín, que pasó de ser un amable recién llegado al mundo de la música a convertirse en el poderoso y técnicamente brillante instrumento que no ha sido superado en cuatrocientos años. Luego tuve la suerte de que alguien me ofreciera un trabajo de pocos días en Milán, a poca distancia de Cremona en tren. Aproveché la oportunidad sin dudarlo, decidida a dedicar mi tiempo a la ciudad natal del violín de Lev en cuanto acabara el trabajo.
PRIMER MOVIMIENTO
HIJO DE MUCHOS PADRES
CREMONA Y EL VIOLÍN MODERNO
Llegué cuando el sol se estaba poniendo y los paseantes abarrotaban las terrazas de los bares en las plazas para tomarse un Aperol Spritz del color del atardecer. Los talleres de los lutieres en las estrechas callejuelas estaban cerrados, pero en los escaparates podían verse muchos instrumentos, cuyos barnices, de un intenso marrón dorado, reflejaban los últimos rayos del sol. Yo iba en una bicicleta vieja y destartalada a fuerza de traquetear por las calles adoquinadas de Cremona. Me la había prestado mi casera; tenía la cesta rota y el timbre no sonaba, la cadena estaba floja y sin engrasar, pero me llevaba por toda la ciudad a buen ritmo, aunque emitiendo un chirrido a cada golpe de pedal. Era la hora punta y me acababan de adelantar a toda velocidad un monje franciscano y una señora con un perrito de aguas dormido en la cesta de su bici. Cualquiera que me viera parándome delante de cada taller donde se manufacturaban violines pensaría sin duda que había ido a Cremona para comprar un violín, aunque el único que estaba considerando seriamente comprar era uno de chocolate que había visto en una pastelería junto a la catedral. No necesitaba ningún instrumento nuevo, lo que ansiaba era saber más sobre un viejo violín y a eso había ido a Cremona: a averiguar dónde comenzó la vida del violín de Lev. Para entonces ya había leído unas cuantas historias sobre la fabricación de violines y los libros más antiguos solían citar Cremona como el lugar donde el instrumento fue reinventado y donde los violines tradicionales empleados en la música folclórica de toda Europa habían evolucionado hasta convertirse en los sofisticados instrumentos que conocemos hoy en día. Mientras pedaleaba por las callejuelas caí en la cuenta de que Cremona no era únicamente el lugar donde comenzó la historia del violín de Lev. Estar allí significaba hallarse en el centro de la historia de todos los grandes violines italianos jamás fabricados.
Por todas partes había talleres o botteghe de lutieres, pero no todos se encontraban a pie de calle. Cuando descubrí uno que anunciaba su presencia con un violín colgando del balcón de un primer piso, me di cuenta que debía mirar más allá de los escaparates de los locales más visibles en las calles principales. Dejé mi bicicleta, junto a muchas otras, apoyada contra una pared y empecé a examinar las placas de latón en los portones en busca de nombres de fabricantes de violines cuyos talleres estaban ocultos en los palacios de la calle principal. También pegué la nariz a los polvorientos escaparates de otros talleres en las callejuelas laterales. Y al atravesar la puerta trasera de un bar descubrí un taller astutamente escondido bajo una enorme glicinia al fondo de un patio.
Los lutieres que tenían la suerte de trabajar en locales a pie de calle se mostraban muy imaginativos a la hora de utilizar el espacio de sus escaparates. Algunos recreaban los salones del siglo XVIII donde los violines, apoyados sobre antiguas sillas doradas, conversaban con rechonchos querubines echados en pedestales junto a ellas. Otros lutieres mostraban sus instrumentos junto a una colección de frascos de botica que contenían los arcanos ingredientes para fabricar los barnices que se empleaban en Cremona desde el siglo XVI, mientras otros llenaban el espacio disponible con piezas sueltas de instrumentos, de manera que en lugar de un violín, un violoncelo o una viola completos, lo que se veía era solamente la pálida curva de una tabla armónica sin barnizar, hermosas volutas o una tabla de fondo a medio tallar y un montón de pálidas virutas de madera. Cada taller era diferente, pero todos respondían a una tradición que se remontaba a Andrea Amati y al primer capítulo de la historia de la moderna lutería a mediados del siglo XVI. La lutería o liuteria es el arte de construir instrumentos de cuerda de cualquier clase y tanto en español como en italiano la palabra de origen francés conserva la memoria de un tiempo en el que los instrumentos eran laúdes. Siempre me ha gustado la costumbre italiana de trasladar los nombres de antiguas habilidades como ésta a las nuevas. Si necesitas un corte de pelo en Italia tienes que acudir al parrucchiere, que antiguamente se habría ocupado de tu parrucca o ‘peluca’, o cualquier desafortunado incidente con tu coche viene seguido de una factura del carrozziere por arreglar la carrocería, y no tu carrozza o ‘carroza’.
Me levanté temprano tras mi primera noche en Cremona y volví a recorrer el centro en mi bici prestada por estrechas callejuelas flanqueadas por los desconchados muros rosas y ocres de los palacios y bajo el jazmín que caía de los balcones de los primeros pisos invitando a los transeúntes a embeberse de su intenso perfume. Había leído que la mayoría de matrimonios de Cremona se celebran entre personas que han vivido siempre en la ciudad y aquella mañana comprendí por qué nunca tuvieron necesidad de abandonar aquel hermoso lugar.¹
Los violines y su cultura parecían impregnar por completo Cremona. El museo del Violín en la piazza Guglielmo Marconi está dedicado a su historia y había tiendas que vendían, bien apiladas, las cuñas de arce y de abeto que se utilizan para fabricar los violines. Cuando tomé en la mano una pieza de madera de arce vi cómo captaba la luz de la mañana mostrando sus sedosas rayas atigradas. La pila de piezas de abeto revelaba muchos tonos dorados diferentes porque, como me explicó el dueño de uno de esos locales impregnados de un olor acre, cuando el abeto cortado se expone a la luz del sol «se broncea igual que nosotros». Además de comercios que vendían materiales para fabricar violines, había tiendas de herramientas y almacenes de ingredientes para los barnices llenos de libros sobre la historia del violín y de violines bordados en paños de cocina, imanes para el frigorífico y llaveros. Los clientes de la pastelería en la calle Solferino podían elegir entre violines de chocolate blanco (sin barnizar) o chocolate negro (barnizados). Y por si todavía no había prestado suficiente atención a los violines, me encontré pedaleando por la piazza Stradivari y por las calles Andrea o Nicolò Amati, Guarneri del Gesù o Carlo Bergonzi, llamadas así por los principales lutieres de Cremona. El tema seguía estando presente cuando por la noche cenaba en Ceruti, un restaurante cuyo nombre hace referencia a un ilustre lutier de la última generación de artesanos del siglo XVIII de la ciudad. Yo fui la única que pidió marubini, una pasta circular tan antigua como los violines más viejos de Cremona, rellena de carne y que desde el siglo XVI se sirve flotando en un cuenco con caldo. Aquella noche el sorprendente y delicioso relleno de los marubini de Ceruti era de calabaza y amaretti.
Si saben algo de instrumentos antiguos pensarán que fui tonta por no llevar conmigo fotografías del violín de Lev a Cremona, ya que también sabrán que el color del barniz y los detalles del tallado son al violín lo que el plumaje al pájaro y, como los buenos ornitólogos, los lutieres de Cremona pueden identificar la mayoría de instrumentos cremoneses a simple vista. Sin embargo, no era la identidad del violín de Lev lo que me interesaba, lo que yo quería era remontarme a las raíces de su historia y aprender sobre los lutieres que habían transformado el violín y una pequeña ciudad a orillas del río Po, convirtiendo Cremona en una leyenda internacional que todavía tiene el poder de atraer a músicos y marchantes de todo el mundo.
Cremona suele ser considerada la cuna del violín moderno, pero cuando visité el museo del Violín descubrí que sus conservadores adoptan una postura mucho más diplomática. Tuvieron mucho cuidado en describir el violín, no sólo como el producto del genio de Andrea Amati, sino también como el resultado lógico de un lento proceso de evolución que se había desarrollado simultáneamente en muchos lugares. Porque cuando Amati se puso a trabajar en Cremona, ya había otros artesanos remodelando el violín en lugares como Brescia, al igual que lo hacían en la ciudad alemana de Füssen, en Polonia y en Bohemia.
Si hubiera podido analizarse el ADN del violín moderno de Amati, se habrían encontrado rastros de tres instrumentos distintos. El primero era la violetta, una especie de violín arcaico. Comenzó como un rudimentario artilugio de tres cuerdas colocadas sobre el diapasón y sólo podía ser utilizado para tocar acordes. La violetta se tocó en las calles de Italia desde la Edad Media y sus sonidos y acordes rítmicos también servían para marcar el compás en los bailes que tenían lugar en fiestas campestres, graneros y plazas. Otro de los antepasados del violín fue el rabel, con su cuerpo en forma de pera y, otro más, la lira da braccio, que tenía dos bordones. Rasgos de estos tres instrumentos ya aparecían en muchos violines, violas y chelos fabricados en Italia mucho antes de que apareciera Amati. Si tienen la oportunidad de ir a Saronno, en Lombardía, encontrarán imágenes de la familia de instrumentos de cuerda de antes de que Amati se pusiera a trabajar. Esos instrumentos son las estrellas de un fresco de la cúpula de la catedral pintado por Gaudenzio Ferrari en 1535. El tema del fresco era una orquesta de ángeles, pero, a diferencia de otros ángeles más anticuados que siempre tocaban el rabel y el laúd, estos ángeles son modernos y tocan un violoncelo, una viola y un violín. El propio Ferrari era músico y tocaba instrumentos de cuerda, y aunque supiera que los feligreses congregados abajo nunca podrían apreciar los detalles, pintó los instrumentos con una precisión minuciosa. Están captados en la penúltima etapa de su larga evolución, presumiendo de sus estrechas cinturas, bordes superpuestos y la tabla armónica y la de fondo curvadas que heredaron de la lira da braccio, y las clavijas de afinación que adoptaron del rabel. Estos instrumentos son ya mucho más sofisticados que la violetta, porque desde finales del siglo XV los lutieres estaban utilizando cola en lugar de clavos, por lo que era posible manejarlos sin que se agrietaran o se abrieran por las juntas. En 1530 los lutieres tallaban además la madera de las tablas armónica y de fondo para que los violines tuvieran una estructura más esbelta y flexible. También colocaron la