La educación invisible: Inspirar, sorprender, emocionar, motivar
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En nuestra sociedad líquida los niños y adolescentes necesitan, más que nunca, de ejemplos positivos y de impulso. También de pensamiento crítico, de sentido ético, de actitudes proactivas, conscientes y responsables. Es necesario, más que nunca, el papel crucial de profesores inspiradores y de familias que trabajen en equipo con ellos. Es preciso recuperar verbos básicos para impregnar las aulas de aprendizaje significativo: inspirar, observar, escuchar…
La educación útil a largo plazo, la que siembra la emoción del conocimiento, la que enseña a convivir en el respeto, requiere de ambientes idóneos, donde todos los alumnos se sientan protagonistas.
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La educación invisible - José Manuel Marrasé
texto.
Nuestra conciencia debe ponerse a la altura de nuestra razón; si no es así, estamos perdidos.
VÁCLAV HAVEL
El debate sobre el sentido de la educación siempre ha esta- do abierto, y sigue generando opiniones diversas y contradictorias. Los sistemas educativos, como grandes monstruos burocráticos que son, no nos aportan las claves esenciales para gestionar un aula y hacerlo con el éxito que se nos pide a los docentes. Partimos de una situación un tanto forzada: se aplican los mismos programas a alumnos muy diversos, con ilusiones, inteligencias y habilidades diferentes. Alguien decide, desde instancias superiores y comités de expertos, qué hay que aprender y todos aceptamos, sin más, a pies juntillas, que esas materias o contenidos se tienen que impartir a grupos de alumnos con una amplia gama de intereses y sensibilidades.
Los modelos educativos siempre llegan tarde. La sociedad tecnológica —y líquida— en la que estamos inmersos está evolucionando a una velocidad de vértigo, a la que las administraciones públicas que gobiernan la educación no pueden adaptarse. Es más, mientras los borradores y las previsiones que circulan por los despachos de los ministerios se revisan y retocan, y las leyes se presentan y se publican, la sociedad a la que se dirigía la reforma de turno ya no es la que era. Corremos detrás de una liebre que no se deja atrapar. La inercia y las formas nos ocultan el fondo de lo que está sucediendo, como si intentásemos plasmar en unas pocas fotografías imágenes continuas. En realidad, los docentes de hoy son malabaristas que caminan sobre una cuerda frágil e insegura, porque nunca hay que olvidar una cuestión fundamental: educar es mucho más que instruir.
En esta contradicción, en esta pugna diaria entre fondo y forma, tenemos que mantener el equilibrio, y no es fácil. En cambio, es apasionante, y nos obliga a realizar una investigación continua del estado anímico de cada alumno, que acaba convirtiéndose, o así debería ser, en el protagonista del desarrollo de su talento. Una educación de calidad siempre ha tenido por sólido fundamento los valores, las actitudes, el sentido de avance, la imaginación, la pasión, las emociones. Y muchas de estas condiciones —las más importantes— no aparecen en los decretos.
Y el problema central reside precisamente en esta paradoja, en la distancia existente —y seguramente es mejor que sea así— entre la vida profunda y fértil del aula y el mapa limitado de los programas o las tendencias del momento. La escuela tuvo el monopolio de la formación durante el pasado siglo, pero la presencia masiva del mundo digital aporta una cantidad de estímulos y de información que ninguna institución educativa puede abarcar. La liebre sigue corriendo.
En este sentido, la escuela debe actuar como gestora y canalizadora de esta cantidad ingente de información, pero sin olvidar nunca las verdaderas finalidades. Al final, el alma, lo invisible, es lo que nos define como educadores. Convivir en el aula, educar, conlleva una responsabilidad enorme. No nos pongamos pantallas defensivas; se perciben, las perciben nuestros alumnos. No apliquemos un método infalible; no se ha inventado. La razón, aunque la olvidamos frecuentemente, es muy sencilla: los grupos son diferentes, los alumnos son distintos. Y no tan solo entre ellos. Un adolescente ha evolucionado entre octubre y abril. Está aprendiendo, está mirando al mundo, y espera de nosotros grandes dosis de sentido común, de honestidad, de humanidad, de ejemplaridad.
Así pues, el fondo y las formas constituyen nuestra guía fundamental en materia educativa. De hecho, forman el material que abarca toda nuestra labor. Maestros y profesores deberían estar más atentos a las emociones, a los hilos invisibles que cosen el tejido que posibilita vestir a la persona —a nuestro alumnado— de cualidades, conceptos e ilusiones indispensables para vivir. El fondo nos reviste de la autoridad moral, la sustentada por nosotros mismos, necesaria para educar. El fondo que debemos cuidar contiene muchos ingredientes: generosidad, entrega, compasión, pero también equilibrio, asertividad y responsabilidad. Cada día deberíamos recordarlo. Nuestra tarea como educadores requiere de la persistencia en estos principios, porque no tenerlos a mano ante una situación difícil nos llevará a actuaciones y conclusiones equivocadas.
Los alumnos perciben perfectamente la vigencia o la ausencia de este fondo. Saben diferenciar perfectamente nuestras actuaciones y perciben el carácter formativo que les confiere sentido. Una gestión satisfactoria del conflicto parte de una consideración elemental: debe de ser proporcional a la situación creada, a la problemática que se nos presenta. La ausencia de proporcionalidad, en uno u otro sentido, provoca consecuencias derivadas que pueden desvirtuar una percepción justa y positiva por parte del alumno. El exceso de celo o la comodidad propia del no querer ver (para no tener que actuar) nos desvían del ajuste sensible necesario para que nuestra gestión del problema aporte soluciones y el conflicto tienda a desaparecer. La vida es conflicto, pero hay que procurar afrontarlo aportando imaginación, humanidad y mesura. Hay algo mágico en nuestra experiencia diaria como docentes. Es el fondo.
El sentido más profundo de nuestra tarea pedagógica debería consistir en abrir horizontes, en impulsar una libertad y responsabilidad auténticas y en crear capacidades. En un mundo complejo, educar en la dignidad, el respeto y la solidaridad ya se ha convertido en un tema urgente. Martha C. Nussbaum (2006) habla de crear capacidades y argumenta esta reorientación frente a la gran crisis invisible y persistente de la educación entendida desde su razón de ser, la transmisión de valores para vivir con sentido:
Se están produciendo cambios drásticos en aquello que las sociedades democráticas enseñan a sus jóvenes, pero se trata de cambios que aún no se sometieron a un análisis profundo. Sedientos de dinero, los estados nacionales y sus sistemas de educación están descartando sin advertirlo ciertas aptitudes que son necesarias para mantener viva la democracia. Si esta tendencia se prolonga, las naciones de todo el mundo en breve producirán generaciones enteras de máquinas utilitarias, en lugar de ciudadanos cabales con la capacidad de pensar por sí mismos, poseer una mirada crítica sobre las tradiciones y comprender la importancia de los logros y los sufrimientos ajenos
.
Bertrand Russell, hace un siglo, ya cuestionaba la educación tradicional y abogaba por un aprendizaje significativo, basado en la aventura mental y una pulsión interior, que alimentara sin cesar las ganas de saber. A Russell le preocupaba la educación y se ocupó también en actividades pedagógicas, instalando en Sussex, con la ayuda de su segunda esposa, una escuela de niños. Como Nussbaum, el filósofo y matemático inglés defendía la educación para la libertad y el libre pensamiento:
La aceptación pasiva de la sabiduría de los maestros es fácil para la mayoría de los niños y de las niñas. No implica ningún esfuerzo de pensamiento independiente y parece racional porque el maestro sabe más que sus discípulos; es, por otra parte, el camino para ganarse el favor del maestro, a menos que este sea un hombre muy excepcional (…) Si el objeto fuera hacer que los discípulos pensaran, más bien que hacer que acepten ciertas conclusiones, la educación se llevaría de modo completamente distinto: habría menos rapidez de instrucción y más discusión, más ocasiones en que los discípulos se encontraran animados a expresarse por sí mismos (…) habría un esfuerzo en levantar y estimular el amor a la aventura mental
.
Si pasamos por alto estas cuestiones básicas, referentes a la motivación, al asombro y al descubrimiento, se desperdicia el talento de nuestro alumnado. Tendríamos que huir de la obsesión de los resultados y ocuparnos más del íntimo disfrute que se experimenta mientras los elaboramos. Es la mejor forma, además, de alentar para conseguirlos y de conseguir que sean los correctos. La satisfacción es mucho mayor para alumnos y docentes, y les deja el sedimento de un interés permanente por el conocimiento y su significado real.
También en la enseñanza superior se está promoviendo, en muchos casos, el culto al resultado en sí, sin un valor añadido y asumido personalmente. Esta deriva es peligrosa, porque nos puede conducir al olvido de cuestiones más básicas, como la forma en que podemos fomentar unas relaciones sanas y el desarrollo de una cultura humanista respecto al diálogo interior y respecto a la comunidad.
Estas tendencias utilitaristas pueden implicar, sin duda, apatía y déficit motivacional en muchos alumnos, es un hecho patente. Necesitamos ilusionarnos y emocionarnos para vivir. Y también para aprender y para mantener el deseo de hacerlo. Los profesores que quieren dotar de significado su tarea diaria, se enfrentan a la evidencia de que las causas de un fracaso académico casi siempre son ocultas
, en el sentido de que no se hallan, generalmente, en el simple territorio de la adquisición de conocimientos.
De alguna manera, la escuela actual se está reorientando a formar ciudadanos acríticos, centrados en la integración en un sistema económico también acrítico, que solo mira su propio ombligo y no sus propios déficits de los valores humanistas de progreso, en los cuales se había basado un indudable avance en la extensión de la libertad y la justicia social.
Este enfoque funcionalista tiene un coste personal en los alumnos, porque unifica excesivamente el tipo de habilidades y bloquea la comprensión y el análisis que se refieren a su futuro personal, sacrificando capacidades que, aunque podrían no ser decisivas para su proyección profesional, sí que ampliarían su abanico en el mundo sensible de lo social y lo artístico, completando de esta manera su educación como persona receptiva a nuevas ideas y a sus propias posibilidades creativas.
Esta reflexión conecta con la difícil integración en el sistema de algunos alumnos. La enorme paradoja es que, bajo el paraguas de fechas, urgencias y temarios, les ofrecemos caminos cerrados, como si fueran clones, como si todos tuvieran los mismos anhelos y cualidades. Pero cada alumno, como sabemos, es diferente. En el caso de no acertar con los estímulos de aprendizaje, casi siempre existe algo genuinamente humano en la trastienda, a veces difícil de detectar, que bloquea o impide el avance académico: problemas de autoestima, familiares, de integración en un diplodocus académico rígido, etc. Cuando nos vemos enfrentados a situaciones de este tipo, podemos comprobar que se substituyen valores humanos por valores utilitarios.
Existe una necesidad urgente y global de dotar a la educación de materias y programas que contemplen una formación humanística y artística sólida. El sesgo excesivo que muestra la orientación de los planes educativos hacia las ciencias y la tecnología implica un coste a medio y largo plazo. Podemos, sin duda, seguir en esta línea, pero el sentido permanente y substancial de la educación debe ser holístico. Como afirmaba John Dewey, el logro viene a equivaler a la clase de cosas que una máquina bien planeada puede hacer mejor que un ser humano, y el efecto principal de la educación —la construcción de una vida plena de significación— queda al margen.
La necesidad de una educación integral, de una sólida formación en la más amplia sabiduría, ya está presente en el pensamiento clásico griego. Todos los maestros y profesores deberíamos recordar siempre la frase con la que Aristóteles inicia su Metafísica: Todos los hombres por naturaleza desean saber
. El filósofo griego ya pensaba, muchos siglos antes que Nussbaum, en la necesidad de un aprendizaje de horizontes amplios, de incorporar la auténtica sabiduría. En el Protréptico nos ofrece estas reflexiones, plenamente actuales y urgentemente necesarias de nuevo:
"Ocurre a quienes no tienen ninguna valía que cuando alcanzan a poseer una fortuna, consideran sus posesiones incluso más valiosas que los bienes del alma, y eso es lo más infame de todo (…) la saciedad cría insolencia y la incultura con poder, insensatez. En efecto, para quienes tienen en mal estado las cosas del alma, no son bienes ni la riqueza, ni la fortaleza, ni la belleza, sino que cuanto mayor es el exceso en que poseen estas condiciones, tanto más intensa y frecuentemente trastornan a su propietario,