Kirchner, el tipo que supo
Por Mario Wainfeld
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Pero además de repasar y revisar con visión crítica el núcleo de un proyecto que supo generar fervor popular y enconos virulentos, Wainfeld nos propone pensar el más reciente cambio de pantalla, con el kirchnerismo fuera del poder, porque en la disputa por la resignificación de doce años de gobierno se juega también el rumbo del futuro.
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Kirchner, el tipo que supo - Mario Wainfeld
Índice
Cubierta
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Colección
Portada
Copyright
Dedicatoria
Introducción. El día que murió Néstor Kirchner (y yo)
1. El tipo que supo. O cuando el kirchnerismo no existía
2. De determinismos y algunas carambolas de la historia. Kirchner y la posibilidad de imaginar una gobernabilidad inimaginable
3. Esa rara cosa llamada economía política. La mirada particular del presidente
4. Del cenicero a la mesa. La política según Kirchner
5. El día que los derechos humanos volvieron
6. El detrás de escena de la reapertura de los juicios a los represores
7. Descolgar el cuadro, subir el telón. Cuando los derechos humanos cambiaron de pantalla
8. Primer informe para Suecia: el kirchnerismo es un simulacro
9. Sombras destituyentes I. Blumberg, Cromañón y la muerte de la ilusión de la transversalidad
10. No quiero disputar el peronismo, quiero disputar el poder
. Kirchner y el pejotismo
11. ¡A desendeudar, a desendeudar!
12. La Concertación, el (breve) sueño del pibe
13. Todas las voces, todas. La Argentina y la izquierda sudamericana, ¡qué equipo!
14. La sombra destituyente II. La mentada 125 y el segundo nacimiento del kirchnerismo
15. De la caída a la resurrección. Cuando la voluntad y la destreza pueden reconstruir mayorías
16. La pelirroja como objeto de estudio. De la derrota frente al campo
al surgimiento del cristinismo
17. La hora de Cristina. Del presidente-bombero
a la etapa superior de la institucionalidad
18. ¡Es más que la economía, estúpido! De cómo Kirchner militó la Ley de Matrimonio Igualitario
19. Qué pashó con Clarín y la Ley de Medios. Detalles de una batalla épica
20. Nunca más, demonios y nuestro futuro después de los gobiernos kirchneristas. Más allá de la pedagogía de lo obvio
Epílogo. Crítica, balance, corrupción, globos y la templanza del verdadero militante
Hasta más vernos
Agradecimientos
colección
singular
Mario Wainfeld
KIRCHNER
El tipo que supo
Wainfeld, Mario
Kirchner, el tipo que supo.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2016.- (Singular)
E-Book.
ISBN 978-987-629-707-3
1. Política Argentina. I. Título.
CDD 320.82
© 2016, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.
Diseño de portada: Juan Pablo Cambariere
Fotografía de portada: María Eugenia Cerutti
Fotografías de interior: selección de Adrián Pérez. Gentileza de Página/12
Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina
Primera edición en formato digital: octubre de 2016
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN edición digital (ePub): 978-987-629-707-3
Al familión que somos y construimos.
A Manuel, Lucas y Lucía Wainfeld, los hijos que son como los soñé y tanto mejores. Por cómo ríen, por las nobles personas que se hicieron. Les debo tanta dicha y tanto orgullo…
A Cecilia, que me encontró empezado y me mejoró bastante. Compañera, amiga, mujer, jefa de hogar.
A Santiago y Florencia Diehl Delpech, los hijos que vinieron con Cecilia, entrañables. Aprendimos a conocernos primero y a querernos luego, hace ya mucho.
A sus compañeros y parejas: Martha, Nati, el Negro
José, nueras y yerno del corazón.
A los nietos Matías y Facundo, lo más.
La familia ensamblada se la rebanca y es lo mejor de mi existencia.
A mi hermana Estela, siempre dulce y cercana.
Entre las muchas tipologías posibles sobre la humanidad hay una buena que divide a deudores y acreedores afectivos.
Hay gentes que creen que el mundo les debe algo o mucho.
Otras piensan que la vida les dio más de lo que esperan o, en una de esas, merecen. Es mi caso. Un tímido que tiene en oro un puñado gigantesco de amigos y afectos.
Entre tantos y tan queridos, nombro a Raúl y Mónica.
Al otro Raúl y Alejandra. A Carlos y Clarisa. Nos escogimos mutuamente como hermanos y hermanas, llevamos décadas juntos.
Borges, inevitable e imbatible, dedicó un texto a Leopoldo Lugones: [A usted] le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío
.
Evoco y dedico este volumen a personas que ya no están, a quienes (creo y deseo) les hubiera gustado que les gustara este libro. Horacio Rapaport, el Tano
Hugo Donato, Norberto Croqueta
Ivancich, el Turco
Germán Abdala, Sergio Moreno.
Mi viejo, Roberto (a quien seguían llamando Pibe
cuando era sexagenario), quiso que yo fuera abogado, aunque no lo decía para no influir sobre mí. Honré ese mandato durante veintiséis años.
Me volqué al periodismo hace cosa de un cuarto de siglo.
Él estuvo de acuerdo. Necesito su compañía y aprobación, las tuve siempre, incluso para este libro. Es extraño porque ni él ni yo creemos en ninguna forma de trascendencia.
Y se fue hace más de treinta y cinco años. Pero lo real es a menudo así: tan inexplicable como innegable.
Introducción
El día que murió Néstor Kirchner (y yo)
Vivieron su destino como en un sueño, sin saber quiénes eran o qué eran. Tal vez lo mismo nos ocurra a nosotros.
Jorge Luis Borges, Los gauchos
Lo había visto un par de veces, acaso cuatro, en general cuando salía de tumultuosas reuniones con(tra) el ministro de Economía Domingo Cavallo, en el Consejo Federal de Inversiones, al final del gobierno de Fernando de la Rúa.
Formulaba declaraciones estentóreas, antiliberales, industrialistas, federalistas. Prestaba inusual atención a los periodistas de Página/12. Se plantaba ante una pequeña nube de micrófonos: era el gobernador que más despotricaba contra el superministro.
Su registro periodístico más conspicuo se limitaba a la televisación de algunos actos públicos en Crónica TV; cuando se supo que era candidato a la presidencia de la nación, yo nunca había dialogado con Néstor Kirchner.
Las elecciones de 2003 eran inminentes. En Página/12 queríamos entrevistarlo, pero su entorno –su futuro jefe de Gabinete, Alberto Fernández, en especial– interponía cien escollos enojosos y en el borde de lo inexplicable. No había razones atendibles, porque tanto los editores del diario como sus lectores dividían su voto entre tres presidenciables: Elisa Carrió, Adolfo Rodríguez Saá y Kirchner, quien sonaba como el más capaz de desbancar a Carlos Menem. Eso bastaba para asegurarle un trato atento. Pero las gestiones para la entrevista, que debían reducirse a un trámite, se enredaban, se encrespaban.
Los voceros e intermediarios trasuntaban desconfianza y hasta malhumor, algo que –sabríamos luego– no era exclusivo de ellos. Al fin, tras varios enojos, se acordó una cita en la Casa de Santa Cruz. Faltaban poco más de dos semanas para la primera vuelta.
Fuimos Diego Schurman y yo. Conversamos de todo un poco durante la antesala, una amansadora eterna. No sabíamos que era la norma.
Nos recibió sin efusiones, amarreteando sonrisas, y así transcurrió la conversación. No se desconcentraba. Las respuestas fueron directas, extensas, sin protocolo ni rodeos ceremoniales, pero las expresaba de modo torrentoso y carente de atractivo. De sonreír, ni hablar.
Tras apagar los grabadores, Schurman y yo bromeamos acerca de una reciente victoria de nuestro River Plate sobre su Racing. Se transfiguró, parecía otro. Como escribimos entonces, "sale disparado hacia el cajón de su escritorio y vuelve, con una sonrisa de oreja a oreja, mostrando la tapa de El Gráfico. Señala a los jugadores de Racing, con su flamante camiseta centenaria. ‘Somos los más grandes’, se entusiasma como un chico". Racing había salido campeón en 2001 luego de treinta y cinco años de sequía. En 2003, al cumplir cien años, había lanzado a la venta una camiseta aniversario con las firmas de siete mil hinchas, y Kirchner era uno de ellos.
El fotógrafo Gustavo Mujica disparó una, dos, tres tomas.
El hincha fanático de Racing, orgulloso, mostrando una tapa de El Gráfico, abril de 2003. Fotografía: Gustavo Mujica.
Fue el único momento en que sonrió a la cámara. En general, ese día nos quedó la impresión de que la entrevista había sido plana, sin salientes, aunque no había esquivado las respuestas.
Sin embargo, cuando la leo hoy, el filtro de los años muestra un anticipo preciso de lo que Kirchner haría desde el inicio de su gobierno, con anuncios asombrosos, como el desendeudamiento y la relación con Brasil. Pero su forma de comunicarlos –o nuestra incredulidad, justificable por el momento histórico– le restaba punch. Nos dijo:
Hay un tema que tengo que resolver a fin de año y estoy trabajando con Lavagna, que es la deuda externa… La Argentina tiene 180.000 millones de dólares de deuda, 30.000 millones con los organismos multilaterales, 150.000 millones en acciones y títulos que en el mercado valen un 22%, y que algunos grupos económicos, cuando la crisis estaba más grave, compraron al 10%. Creo que, si la Argentina no trabaja sobre la reprogramación de la deuda y la quita de intereses, no tiene destino.
Mencionaba una quita, a los fondos buitre que habían recomprado la deuda a precio vil, una reprogramación. Por cierto, una aguda lectura de la economía internacional y un programa ambicioso, a contrapelo de todo lo hecho hasta entonces. Lo transcribimos con probidad, le dedicamos un recuadro, no lo usamos como título principal… La sensación de hoy es que no terminamos de creerle.
Ni hablar de las fotos, que se supone que no mienten con tanta facilidad como las palabras. El candidato aparecía como un personaje hosco, arisco. "¿Qué pasaría si aligerásemos su imagen con la foto de la tapa de El Gráfico?, nos preguntamos los editores, bajoneados por la poca gracia de Kirchner; era una duda fingida: sabíamos que la elección habría sido poco seria, imposible. La usaríamos más adelante, en una nota entradora, de gancho garantizado:
Un presidente de Racing tiene un Gabinete con mayoría de hinchas de Boca".
En noviembre de 2007 viví la experiencia de conversar off the record con dos presidentes: Kirchner, saliente él, y Cristina Fernández, la sucesora ya elegida. Si de por sí una ocasión como esa es infrecuente, de esa forma doble fue única en mi vida. Él me pidió –o más bien me urgió a dar, chicana mediante– una valoración de su gobierno.
La pregunta siempre venía con sorna. Presuponía paliques y discusiones de años.
–¿Qué deshís ahora, eeehh? ¿Qué dishe el compañero crítico?
Repetí lo que ya había escrito y se publicaría el 9 de diciembre, un mes después:
–Por lejos, el tuyo fue el mejor gobierno desde el primero de Perón.
Dado todo lo que pasó después, me alegra haberlo expresado así ante él, cara a cara.
Al hombre le gustó; recuerdo (o acaso quiero pensar) que lo emocionó. Me abrazó a su modo: era tímido y hasta torpe, le costaba manejar su cuerpo, como suele ocurrirles a algunos lungos, pero sabía transmitir sus sentimientos.
Su muerte, el 27 de octubre de 2010, me sorprendió.
La mala noticia no pudo noquearme, sin embargo. Un par de horas después de haberme enterado, estaba en Radio Nacional, en el programa Una vuelta nacional que conducía el maestro Héctor Larrea. Murió un compañero
, dije al micrófono; así lo pensaba y quise expresarlo.
Más tarde, le hicimos un reportaje a Hebe de Bonafini en Gente de a pie, el programa que conduzco en la misma radio. A la pregunta forzosa, casi ni formulada: ¿Qué pensás? ¿Qué sentís?
, respondió con franqueza, como siempre, y con ternura:
Sentimos el mismo dolor que cuando se llevaron a nuestros hijos, el mismo: inexplicable, insólito, terrible. Ese dolor que nadie puede comprender, y que no se puede comparar con nada porque cada uno siente el propio. Pero también sentimos el mismo compromiso que entonces. Ahora ha muerto este querido hijo, que se jugó porque no se cuidó lo suficiente. Salió enseguida de recién operado, pero qué le vamos a hacer. Es lo que uno le dice a un hijo, cosas como Cuidate, no fumes, no salgas, no comas, no te desabrigues…
, todo lo que una madre le puede decir, aunque después el hijo haga lo que tiene ganas de hacer, lo que tiene ganas de entregar. Él entregó su vida realmente a la patria, al pueblo, a la gente. […] Con mi hija nos abrazamos, decíamos que no podemos otro más. Perdimos a toda la familia y ahora lo perdimos a él, que era parte de nuestra familia, que era parte de nosotros.
Recordé en ese momento que años atrás Kirchner me había explicado que Hebe no podía amar la política porque la política le había arrancado a sus hijos. Sin embargo, los vientos de época que ese hombre desgarbado sopló a todo aliento la hicieron cambiar: llegó, por primera vez, a amar la política y volvió a penar por ella.
Salí carpiendo de Radio Nacional a escribir una larga nota para Página/12. No elaboré (o no le di mucha vuelta a) cuál habría de ser la respuesta colectiva: no la anticipé, estaba lejos de lo que podía elucubrar.
Ya el mismo miércoles 27 la manifestación popular se hizo notar aun sin otra convocatoria que el boca a boca y los mensajes en los celulares: las personas que se dirigieron espontáneamente a la Plaza de Mayo rebasaron los cálculos. La despedida cobró así un tono único. Daniel Paz lo expresó en la tapa de Página/12 del jueves 28, para la que dibujó a Kirchner diciendo ¡Fuerza todos!
. Dani es un artista sensible y talentoso, pero no un inventor ni un profeta: supo embellecer lo que se había gestado en las calles.
El adiós popular, llorando al presidente que siete años atrás no conocían. La Plaza y la Casa Rosada, imbricadas como nunca. Fotografía: María Eugenia Cerutti, incluida en su libro Kirchner (Buenos Aires, La Luminosa, 2015).
Lo velaron en la Casa Rosada. Conozco el Palacio: a lo largo de los años lo he visitado muchas veces por motivos laborales. Observé el paso de varios elencos de gobierno. Ubico sus pasillos, sus sonidos; sé dónde están los baños y puedo colarme en espacios reservados si fuera menester.
Con independencia de quienes lo habiten, el Palacio tiene sus reglas, sus protocolos, sus recurrencias. Alberga ciertos modos de poder; allí se cocinan decisiones que ningún ser humano está capacitado para tomar. Suelen frecuentarlo asesores, amigos, consejeros leales, chupamedias e intrigantes, en todos los gobiernos. Es un territorio de élites diversas, que rotan.
La Plaza está ahí nomás, apenas a unos pasos. Desde 1983 compartió su relevancia con la del Congreso y la de Tribunales: las movilizaciones se diversificaron según el poder del Estado al que buscaban interpelar. Pero desde el 17 de octubre de 1945 Plaza
por antonomasia hubo y hay una sola: la de Mayo, la que se ve desde el balcón de la Casa de Gobierno o desde sus ventanales.
No obstante esa proximidad, jamás, desde que tengo memoria, la Plaza y el Palacio estuvieron tan imbricados, tan hondamente comunicados, como aquella jornada del funeral de Kirchner. La multitud se desplazaba como en su casa: iba a despedirse, a decir lo suyo. Recorrían el Palacio como si fueran concurrentes asiduos porque sabían que serían acogidos.
Es habitual imputar al kirchnerismo carencias en su comunicación y sus modales (puedo compartir en alta proporción esos reproches), pero en esa ocasión se observó lo opuesto: se consagró el lugar con delicadeza, en patente armonía con un sentimiento popular. Subrayo: un sentimiento, no el sentimiento. Subrayo también: popular, no unánime.
La empatía con la sensibilidad de los asistentes conjugó un velorio único: un amplio abanico social campeó por la Rosada, por esos pasillos habitualmente fatigados por minorías (los periodistas, entre ellas). Los asistentes vivaron, lloraron, dejaron ofrendas, saludaron… Todos fueron atendidos y honrados.
Néstor Kirchner fue un presidente de crisis. Como tal, concitó una aprobación condicionada por las necesidades satisfechas; entre ellas, el anhelo de autoridad, de ver a alguien al timón. Barrunto que fue por eso que ganó terreno con acciones que en su momento parecían apelar sólo a minorías, como cuando ordenó al jefe del Ejército, Roberto Bendini, que descolgara los cuadros de los dictadores Jorge Rafael Videla y Reynaldo Bignone. O, en general, con su política de derechos humanos.
Su modo de hacer política convalidaba la decisión antes que el norte. O mejor: se aceptaba casi cualquier norte si garantizaba que la nave siguiera su curso en lugar de encallar o naufragar.
Esa forma de consenso –extendido y poco pasional, bien pragmático– fue proporcional a los intereses satisfechos de una mayoría silenciosa, más bien quieta. A Cristina Fernández le cupo otra etapa, que forjó apoyos más restringidos y organizados, con discurso y militancia. Con ella llegaría una primera minoría activa o intensa, consciente de sí misma y con ansias de hacer política.
Kirchner recibió el adiós emocionado de decenas o cientos de miles de personas que expresaron a muchísimas otras. Me moví en la marea humana espontánea, tratando de comprender. Imposible no pensar: Al tipo le hubiera gustado ver esto
. La comunión entre la Plaza y la Rosada –esa fantasía peronista y setentista que tanto lo motivaba– se materializó cabalmente entonces, cuando se fue.
Vi el Palacio como jamás antes. Y, malicio, como jamás lo veré. Kirchner lo consiguió, resuelvo ahora que entendí.
Devaneó sobre el peronismo, salió y volvió a entrar. Sus zigzagueos me llamaron la atención; algunos zigs me complacieron más que otros zags. El afán del presidente peronista por salirse del peronismo, por reconvertirlo, por desbordarlo, siempre me fascinó.
Nunca entreví que moriría envuelto en un fervor popular como el que rodeó a Perón y a Evita. Intuyo que él tampoco se entretuvo en hipótesis tan fúnebres.
Quien trabaja en un diario escribe un día para ser leído al siguiente. Es más extraño de lo que podría parecer. Uno pone ayer
cuando se refiere al hoy
en que está tipeando. Tan chocante es que muchos profesionales se trabucan cotidianamente con esa convención, como si la mente resistiera la impostura
. A horas de la muerte de Kirchner, estremecido y acongojado, escribí para el Página del día después. Fui cerrando así:
Entre los que lo lloran, la mayoría son humildes, muchos son jóvenes que recuperaron la sed por militar. Lo lloran las Madres de Plaza de Mayo, las Abuelas, los integrantes de la comunidad gay, cantidad de artistas y trovadores populares.
Su nombre será bandera y todos ellos tratarán de llevarla a la victoria, a la continuidad, a la coherencia.
Se lo llora y ya se lo añora en la redacción de este diario, que clamó desde su primer día por banderas que en su gobierno se plasmaron en conquistas, leyes, procesos y condenas a genocidas.
Ya lo extraña este cronista, que lo conoció en su labor profesional, lo respetó y quiso más de lo que marcan las reglas de la ortodoxia del periodismo independiente
, lo que nunca impidió discusiones.
Lo sigo extrañando, claro que sí.
Ese día triste y revelador me motivó a revisar y reformular lo mucho que había escrito y dicho sobre Kirchner, resignificado por el hecho ineludible de su muerte y por esa despedida que cualquier político popular hubiera envidiado. Ese día me propuse escribir este libro.
Cuando lo entrevisté por primera vez, deseaba que ganara las elecciones, por descarte: era el mal menor. Le desconfiaba, como a cualquier dirigente. Esperaba, de máxima, que recauchutara un orden democrático y no represivo, que terminara su mandato, sin violencia y recobrando continuidad institucional, que canalizara un proceso de recuperación económica que se insinuaba.
A poco andar, disfruté la estupefacción de tener un presidente que impulsaba como políticas de Estado banderas que las mejores militancias argentinas y el diario en que trabajo desde hace años habían levantado de modo testimonial, tenaz… y sin eco alguno en la Casa Rosada. La nulidad de las leyes del perdón a los represores es apenas el ejemplo tradicional.
Algunas audacias superaban las demandas más entusiastas; eran movidas que uno no enuncia ni en la excitación del café de madrugada o en asados bien regados, como el enroque de Julio Nazareno por Eugenio Raúl Zaffaroni.
Otras contradecían esquemas clásicos del nacionalismo popular, al que adscribo: los equilibrios fiscales, el superávit, el desendeudamiento con el Fondo Monetario Internacional. Debimos aprender que algunos instrumentos desdeñados eran funcionales para recobrar autonomía nacional.
Otras recreaban búsquedas inconclusas adecuándolas a una etapa global nueva: las relaciones con las naciones de la región. La Patria Grande ocupaba el sitial de utopía fallida de los próceres o los militantes del pasado. Vimos cómo se adecuó el ideal a la práctica, con objetivos más modestos y precisos, embellecidos por el tránsito del sueño a la realidad tangible.
Escogiendo una tradición de pensamiento, llamo ideología
a una visión del mundo que conjuga de modo coherente ideas, creencias y valores.
Kirchner llevó a la acción una ideología que no inventó y que trató de sintonizar con el momento histórico que le cupo en suerte. Lo hizo, como no podía ser de otro modo, con las limitaciones de poder y de recursos materiales y simbólicos que recibió, acrecentándolos todo y lo mejor que pudo.
Antes y después de ser periodista participé, como militante o ciudadano, en centenares de movilizaciones, casi siempre para oponerme: al Rodrigazo, a la dictadura, a las leyes de la impunidad, al ajuste menemista, al indulto, a los desaguisados de la Alianza, a los asesinatos del 19 y 20 de diciembre de 2001 o a los de Kosteki y Santillán. Para ponerle el cuerpo a un gobierno, en cambio, sólo participé en los remotos tiempos del segundo peronismo (un ratito) y en los primeros años del presidente Raúl Alfonsín.
Quiero abordar aquí una semblanza del presidente que llegó, casi de chiripa, a gobernar un país devastado, es decir, sin Estado, sin moneda, sin gobierno, en default. Con índices socioeconómicos escalofriantes, una población desolada, incrédula y enfurecida. Dos gobiernos sucesivos, uno radical y uno peronista, habían tenido que acortar sus períodos tras derramar sangre de argentinos, jóvenes en su mayoría.
Kirchner reconstruyó, paso a paso, el Estado, el gobierno. La Argentina se desendeudó, se recuperó la moneda, el empleo cobró centralidad, la redistribución de la riqueza volvió a ser una finalidad pública, se elevó la condición de los trabajadores. Se reconstituyeron derechos arrasados por la obra deliberada de la dictadura y por la defección de gobiernos democráticos. Se reconocieron otros, reivindicados por minorías tenaces, que son parte de la agenda más reciente.
En 2006 Carlos Díaz, director editorial de Siglo XXI, me persuadió de hacer un libro con un tema a mi elección. Acordamos que sería sobre Kirchner. Ya entonces se conocía u olfateaba que no iría por la reelección y que Cristina Fernández sería candidata, con todas las de ganar. Imaginamos una suerte de balance de sus cuatro años, en un contexto de continuidad. Navegaciones de la vida personal y laboral dejaron el proyecto en pausa, hasta que Kirchner se fue. En enero de 2011, la conmoción y el dolor por la pérdida me movieron a escribir de arrebato algunos capítulos. Retomé conversaciones con Díaz, que me seguía cual una sombra tenaz, persuasiva y cordial. Pero el proyecto quedó pendiente otra vez, hasta ahora.
Este libro pudo, pues, escribirse en 2006 o en 2011. Le toca ver la luz ahora, en un contexto doméstico e internacional muy diferente. La derecha gobierna, elegida por el pueblo soberano. Otra ideología anima al gobierno del presidente Mauricio Macri y a sus partidarios. Es consistente que propongan un nuevo modelo de país tanto como que cuestionen lo hecho u omitido. Lo que rebela, por falaz y avieso, es que se niegue lo realizado, no que se reniegue de ello. La polémica política puede (debe) ser acendrada, extrema, ácida. Pero convertir doce años de historia en un simulacro o en un capítulo del Código Penal ambiciona expulsar al adversario, dejarlo fuera de la esfera democrática.
Es despectivo y discriminador reducir un ciclo riquísimo a un conjunto de episodios de corrupción, al hiperpersonalismo
o a la estupidez colectiva. Lo es, asimismo, desvirtuar una época trascendente pintándola como si un par de flautistas de Hamelin hubieran arrastrado al abismo a millones de descerebrados, acompañados por una caterva de oportunistas.
Como bien define la politóloga Chantal Mouffe:
El debate democrático es entendido como una confrontación real. Los adversarios luchan –incluso ferozmente– pero de acuerdo con un conjunto compartido de reglas y sus posturas –a pesar de ser irreconciliables en última instancia– son aceptadas como perspectivas legítimas.[1]
El conflicto, lo agonístico
, siguiendo a Mouffe, puede llegar a la radicalidad pero siempre considerando la (co)existencia del adversario.
Todo en democracia es controvertible y, en su frontera, negociable o sujeto a modificaciones. La condena por inmoralidad, en cambio, es excluyente. Aquel a quien se descalifica como esencialmente inmoral es exiliado de la política, se lo equipara al enemigo, queda fuera del sistema. A esa condición se quiere relegar el kirchnerismo, no a tres malos o pésimos gobiernos, cosa que cualquiera tiene derecho a pensar.
Este libro renuncia a la cronología y, en parte, al inventario minucioso de medidas o personajes. Es un ensayo libre, género de noble linaje nacional, que ansío no haber deshonrado, aunque no intento competir con los pesos pesados que admiro y a los que pretendo emular, sin imitar.
La propuesta a quien lea estas líneas, nuestro contrato, es hablar de políticas públicas, de realizaciones, de fracasos, de rumbos, de lo que puede la voluntad, de sus límites.
Entre otros tips
, se recorren la política económica, la laboral, la internacional, la de derechos humanos, la transversalidad, la Concertación, la Ley de Medios, la nacionalización del sistema jubilatorio, la Cumbre de las Américas, el canje de la deuda, el Indec. Planteo que un proyecto, un gobierno, un ciclo, un modelo
se deben discutir evaluando esas variables u otras de similar calibre, calificándolas, si se prefiere, en una escala imaginaria de diez a menos diez. Una suma algebraica, que dará tantos resultados como intérpretes. El pacto de lectura no es que lleguemos a la misma cifra, sino que acordemos en la mayoría de los factores a calificar. Sobre esa base, lo invito a avanzar. Si le atraen más los escándalos que la política, amablemente creo que el material no lo interpelará. Como escribió el historiador francés Jean Bouvier:
No hay que dejarse atrapar por el prestigio de los escándalos. No son ellos los que dan cuenta del desarrollo histórico. Los regímenes económicos y políticos no mueren jamás por los escándalos. Mueren por sus contradicciones. Es absolutamente otra cosa.[2]
Quiero fundamentar, con argumentos racionales y no dogmáticos, explicitando cuáles son mis premisas ideológicas, que Kirchner supo para qué arco patear. Que a veces metió goles y se hizo alguno en contra. Que representó bien la visión del mundo en la