Cine con historia
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La selección de filmes comentados en estas páginas está limitada en el tiempo (de diciembre de 1995 a diciembre de 2008), no así en el espacio, porque hay cerca de una veintena de países representados en el catálogo de películas confeccionado, cintas estrenadas a lo largo de más de una década, pero cuyas imágenes y diálogos pueden convertirse en inestimables apoyos para descifrar una época -los últimos cincuenta años- o alguno de los episodios que la han marcado.
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Cine con historia - José Luis Celada
A Mónica y a cuantos,
como José María,
descubren cada mañana
una película por estrenar .
Prólogo
Fiel, estable, enriquecedora. Una relación así debe festejarse siempre y, sobre todo, cuando llega a cumplir cincuenta años de existencia. Me refiero –claro está– no a unas bodas de oro cualquiera, sino a las de Vida Nueva con el cine, que han desafiado medio siglo de vida conjunta con éxito y se preparan para nuevas décadas de convivencia feliz y armoniosa. Es lo que, creo, pretende celebrar este libro de José Luis Celada, que, a sus diversos y cualificados trabajos en esta revista, ha añadido la carga de asumir la crítica cinematográfica con pasión, competencia y buen tino. El lector podrá comprobarlo al leer esta antología de sus recensiones de películas aparecidas en Vida Nueva.
La relación de nuestro semanario con el llamado «séptimo arte» es curiosa e ilustradora. Se debe, en buena parte, a que su primer director, José María Pérez Lozano, fuese un pionero en España de la educación cinematográfica, cultivada a lo largo de toda su vida con libros, conferencias y miles de sesiones de cine-clubs con las que educó a generaciones de españoles a ver y entender el cine. Entre sus muchos haberes figuran la creación de dos publicaciones, Film Ideal y Cinestudio, desde cuyas páginas, dentro de las limitaciones que imponía el franquismo, se dio a conocer el cine que se hacía en el mundo, se estimuló la no muy radiante producción española cinematográfica, se dio aliento y alimento a precoces vocaciones y se mantuvo, todo lo alto que era posible, el listón de un cine de calidad en todos los sentidos de la palabra.
Nada tiene de extraño, pues, que «el Pérez» (como cariñosamente le llamábamos sus alumnos y después amigos) quisiera, desde el primer momento en que asumió la dirección del semanario, que en las páginas de Vida Nueva se prestase la debida atención al fenómeno cinematográfico y, si se repasa el archivo de la revista, nos encontramos con una sección especializada por la que desfilaron firmas de gran calidad. Cito una sola, la de José Luis Garci, como ejemplo de todas ellas.
Casi todos los hombres y mujeres que se han sucedido en la dirección de Vida Nueva a lo largo de estos cincuenta años han mantenido con el cine una relación estrecha. José Luis Martín Descalzo trabajó en las primeras ediciones de la Semana de Cine Religioso de Valladolid, escribió mucho y bien, como solía, sobre el cine que le interesaba (Bergman, Bresson, los neorrealistas italianos) e incluso se aventuró en el mundo de los guiones cinematográficos, con una fortuna inferior a su talento. Bernardino M. Hernando, enciclopédico en sus lecturas e intereses, también dedicó a la gran pantalla parte de su tiempo, no solo como espectador, sino también como atinado comentarista. El jesuita Pedro Miguel Lamet, además de poeta y periodista, ha sido también durante muchos años apasionado del cine, materia sobre la que ha publicado más de un libro con notable éxito; también tuvo su período cinéfilo, que compartimos y que estoy seguro de que no habrá olvidado del todo. Ninfa Watt llegó a Vida Nueva después de dirigir el Departamento de Cine en la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social, lo que prueba su interés por el mundo de la imagen. Si se me permite una referencia personal, el autor de este prólogo comenzó a colaborar en la revista con juveniles críticas de cine que, poco a poco, se fueron espaciando, bien a su pesar, para dejar tiempo a otras escrituras sobre temas más «serios».
Aparte de las conexiones con el cine en las biografías de algunas y algunos de los que hemos trabajado en Vida Nueva, creo que hubiera sido un craso error que una revista como la nuestra no hubiese dedicado al arte de los hermanos Lumière toda la atención que se merece. En primer lugar como elemento definidor de cultura. ¿Puede entenderse Italia sin una referencia a Roberto Rossellini, Michelangelo Antonioni, Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini, Ermano Olmi, entre otros muchos? ¿Puede escribirse la historia moderna de Francia sin citar a Jean Renoir, a los autores de la nouvelle vague, al François Truffaut de Los cuatrocientos golpes, a los cuentos morales de Eric Rohmer? ¿Acaso la epopeya de los Estados Unidos en todas sus etapas, la sociedad americana de los años cincuenta, sesenta y otras décadas más o menos prodigiosas no han quedado más fielmente reflejadas en la pantalla que en las páginas de los libros de historia? ¿Puede relegarse al estrecho mundo de la cinefilia a personajes como John Ford, Alfred Hitchcock, Francis Ford Coppola o Steven Spielberg? Lo mismo podría decirse de Japón y Akira Kurosawa, de la India y Satyajit Ray, de Rusia y Eisenstein, etc. El cine forma parte de la idiosincrasia de los países, y es un elemento cultural de primer orden.
También lo es visto desde la escala de los valores religiosos y humanos. Lo entendieron no demasiado tarde los pontífices de la Iglesia católica, que le dedicaron atención desde un magisterio que, por desgracia, algunas veces se quedó aprisionado en las llamadas «apreciaciones morales» de las películas, sin ir más al fondo en su lectura axiológica. Para compensar esta estrechez de perspectivas hay una extensa y cualificada bibliografía cinematográfica escrita desde una visión católica o simplemente religiosa, porque el cine, en medio de sus frivolidades e inmensas torpezas, ha producido también películas como Ordet, de Carl Theodor Dreyer; El séptimo sello, de lngmar Bergman, o El Evangelio según san Mateo, de Pasolini, que no podían no ser acogidas como testimonios extraordinarios de la fuerza con que la pantalla puede reflejar la experiencia religiosa.
No pretendo sobrepasar el espacio que debe ocupar el prólogo de un libro como este. Figuro desde hace años entre los lectores de las críticas cinematográficas de José Luis Celada, con quien unas veces coincido y otras discrepo. Es lo normal. Pero siempre he admirado su concisión en el juicio, su alejamiento de la pseudo-cultureta filmográfica y su criterio a la hora de juzgar el variopinto mundo del cine. Dispónganse a comprobarlo.
Antonio Pelayo
Roma, 6 de enero de 2009
Introducción
Cuando uno fantasea con escribir un libro, siempre aspira a inventar mundos, si no originales, sí propios. Pero cuando la materia prima de esa fantasía es el cine, la fábrica de sueños, no conviene rizar el rizo. Conformémonos con recrear en vez de idear, con ilustrar en lugar de alumbrar. Y este, no otro, es el verdadero propósito de estas páginas: no añadir más ficción a la ficción, de por sí sobrada de imaginación, sino acercarla a la historia para que ilumine algunos de los hitos más relevantes (o no tanto) del último medio siglo. Porque cincuenta son los años que acaba de cumplir Vida Nueva, primero la cuna, luego la escuela, por fin el escenario, siempre el hogar, donde semana tras semana han ido creciendo los comentarios cinematográficos que dan forma –confiemos que también sentido– a este volumen.
Su título, Cine con historia, no encierra secretos ni segundas lecturas. Es una abierta declaración de intenciones, el «certificado matrimonial» de una unión, la que sellaron hace ya más de un siglo ese invento genial patentado por los hermanos Lumière y la realidad que desde entonces ha venido colándose a través de su lente. No se trata, por tanto, de una historia del cine. Tampoco de cine para la historia. Tan ambiciosas pretensiones quedan muy lejos de este cine con historia. La preposición que funde los términos de esta inseparable pareja no responde a otras acepciones que las recogidas en el mismísimo Diccionario de la lengua española: relación, compañía, colaboración, comunicación…
Más allá de este hermanamiento, sobran los adjetivos, etiquetas propias de cada género (dramático, cómico, aventurero, fantástico…). Aquí hay sitio para casi todo.
Razones biográficas (nací en 1966) y profesionales (aterricé en Vida Nueva en 1995) han obligado a una selección limitada en el tiempo (de diciembre de 1995 a diciembre de 2008), no así en el espacio, porque hay cerca de una veintena de países representados en el catálogo de películas confeccionado, cintas estrenadas a lo largo de más de una década, pero cuyas imágenes y diálogos pueden convertirse en inestimables apoyos para descifrar una época o alguno de los episodios que la marcaron.
Producciones estadounidenses (dieciséis) y españolas (nueve), aunque también británicas, francesas, alemanas, italianas, danesas, rumanas, turcas, argentinas, chilenas, uruguayas, mexicanas, ecuatorianas, brasileñas, cubanas, iraníes, chinas e indias (así hasta ciencuenta y una, porque el cincuentenario bien merece una de propina como regalo de cumpleaños), nos ayudarán a entender un poco mejor –o esa es la intención– la parcela de historia que Vida Nueva ha tenido el privilegio de ir plasmando en sus páginas como fiel testigo de unos años especialmente intensos.
Aquí, cada uno de los años viene encabezado por un guiño cinéfilo que da cuenta de los Óscar de la correspondiente edición en cuatro de sus principales categorías (película, actriz, actor y película de habla no inglesa).
Inmediatamente después, una generosa referencia histórica (nunca completa, empresa que se antoja imposible) nos pone en situación. Personajes de la política, las letras o el propio cine que irrumpen en escena o que nos dijeron adiós para siempre; galardones como el Nobel de la Paz; hechos relevantes por su dimensión trágica (guerras, desastres naturales…) o su esperanzadora trascendencia (acuerdos de paz, hallazgos científicos…); la vida de la Iglesia, si bien filtrada por los ojos papales; y, de un modo especial, la fechas y eventos que reivindican el protagonismo de España.
Todo ello nos abre las puertas, a veces a empujones (por lo forzado de la elección), a cada una de las cincuenta y una reseñas rescatadas (apenas un 10%) del total de las publicadas en Vida Nueva durante los últimos trece años. Quizá no sean las mejores o las más representativas, pero, salvo contadas excepciones, sí las más deseadas… y recomendables.
Su compilación en este libro, amén de suponer una satisfacción personal que desde aquí quiero agradecer a quienes la han hecho posible, aspira a ser otro homenaje más a la revista, pero también a un arte que con frecuencia nos ha salvado del aburrimiento, la soledad o la mediocridad. ¡Ojalá alguien pudiera decir lo mismo de estas páginas! Sería la mejor recompensa al tiempo y el esfuerzo dedicados. Gracias.
1958
África soñó con ser mayor
Mejor película: Gigi, de Vincent Minnelli
Mejor actriz: Susan Hayward, por ¡Quiero vivir!
Mejor actor: David Niven, por Mesas separadas
Mejor película de habla no inglesa: Mi tío, de Jacques Tati (Francia)
No cabría mejor modo de inaugurar este memorándum cinéfilo –que no cinematográfico– a la sombra de Vida Nueva que dejar guiar nuestros pasos por la promesa evangélica de que «los últimos serán los primeros» (Mt 20,16) y devolverle a África algo de aquella alma que, a finales del siglo xix, le arrebatamos desde el Norte en la Conferencia de Berlín.
La historia ha querido que la revista señera de la información religiosa en España viera la luz el mismo año en que el continente negro empezaba a desprenderse del yugo colonial europeo. Aquel lejano 1958 nos dejaba en Puerto Rico el Nobel onubense Juan Ramón Jiménez; el estadounidense Eisenhower fundaba la NASA; «Pelé», el astro brasileño del balón, ganaba al fin en Suecia su primer Mundial; Juan XXIII tomaba el relevo de Pío XII en la sede de Pedro… Incontables sucesos jalonaron los primeros pasos de esta andadura periodística y eclesial que acaba de cumplir medio siglo. Sin embargo, cedamos ahora el protagonismo a Malí, Mauritania, Senegal, Chad, Gabón, Costa de Marfil, Alto Volta, Níger, Congo-Brazzaville, Sierra Leona, Nigeria y cuantos países despertaron a una nueva época, que culminaría, dos años más tarde, con la constitución de otras tantas repúblicas independientes.
Se abría ante ellas un nuevo horizonte, pero el tiempo y los más ruines intereses de los de siempre se han encargado de desmentirlo. El jardinero fiel, de Fernando Meirelles, es una prueba irrefutable de ello.
El jardinero fiel
Título original: The constant gardener
Dirección: Fernando Meirelles
Guión: Jeffrey Caine, basado en la novela homónima de John Le Carré
Fotografía: César Charlone
Música: Alberto Iglesias
Producción: Simon Channing Williams
Intérpretes: Ralph Fiennes, Rachel Weisz, Danny Huston, Hubert Koundé, Pete Postlethwaite, Bill Nighy, Bernard Otieno Oduor, Donald Sumpter
«La Gran farmacia
tiene de todo: esperanzas y sueños; un vasto potencial para el bien, explotado en parte; y un lado muy oscuro, en el que se mueven enormes cantidades de dinero, un secretismo patológico, corrupción y avaricia». Lo escribía John Le Carré en 2001, coincidiendo con la publicación de El jardinero fiel. Años más tarde, de aquella novela el brasileño Fernando Meirelles logra recuperar para la gran pantalla la vocación de denuncia que encierran las contundentes palabras del escritor, solo comparable a la que ya exhibió el propio director con su exitosa Ciudad de Dios.
De las favelas de Río de Janeiro se ha ido a los slums de Nairobi, pero los colores de la miseria dañan con la misma virulencia nuestras «sensibles» –¡y ojalá que escandalizables!– miradas; la sonora sacudida de las armas ha dado paso al silencio cómplice de las guerras sucias de intereses, aunque con idénticos resultados para los más débiles: la muerte y el olvido. Solo hay una diferencia: en medio de este otro infierno, consentido y alimentado (¡qué verbo tan contradictorio!) por y desde Occidente, hay todavía espacio para una historia de amor, entrega y pasión. En pareja y hacia el ser humano.
Protagonizan este thriller político y sentimental el jardinero fiel del título (impecable y emotivo Ralph Fiennes), un diplomático amante de la botánica y las buenas maneras, y su joven y peleona mujer (luminosa Rachel Weisz), una cooperante dispuesta a arrancar cuantos hierbajos se interpongan en su camino para devolver la salud (y la dignidad) a miles de inocentes, víctimas de la injusticia global y de la pobreza endémica que esta genera. Sin embargo, la todopoderosa industria farmacéutica (muy cercana en volumen de facturación a la armamentística), lejos de aliviar los dolores de un continente que agoniza, prueba sus productos y vacunas en cobayas humanas, buscando ahorrarse tiempo y dinero.
Cruel realidad que destapa casi tanta indignación como tramas de rapiña, traición, espionaje y asesinato van acumulándose. Elementos estos que aprovecha el realizador para mantener en vilo al espectador. Y lo hace jugando calculadamente con los tiempos narrativos y los veloces movimientos de cámara, inmejorables aliados para acompañar a El jardinero fiel en su viaje de ida y vuelta entre la felicidad y la tragedia, entre la nostalgia y la ira.
Podría achacársele a Meirelles cierto maniqueísmo a la hora de delimitar el perfil de algunos personajes: ese esposo íntegro, sin fisuras, frente a los capitalistas explotadores sin escrúpulos. Pero, a decir verdad, su cinta –incluido ese magnífico final– no admite medias tintas. Es áspera como la sabana, aunque tan frágil como sus gentes; bella como los cielos crepusculares de África, pero preñada de horror. El del desconsuelo y la rabia que produce saber que la malaria, por ejemplo, mata a un niño en esos países ¡cada veinte segundos!, mientras empresas, instituciones y patentes colocan en el último capítulo de sus presupuestos y prioridades las inversiones en investigación y desarrollo.
¿Llegará el día en que estos nómadas hambrientos, que se juegan el tipo desafiando mares embravecidos, mafias y vallas, contraigan algo más que deudas millonarias y afecciones mortales? De todos depende. También del cine y de su compromiso por humanizarnos. El jardinero fiel puede ayudarnos a ello. Basta que nos dejemos regar y podar a tiempo.
1959
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