Cuentos mapuches del Lago Escondido
Por Manuel Gallegos
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Cuentos mapuches del Lago Escondido - Manuel Gallegos
Delfín de color
ISBN Edición impreso: 978-956-12-1444-6.
ISBN Edición digital: 978-956-12-3220-4
34ª edición: abril de 2018.
Editora General: Camila Domínguez Ureta.
Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.
Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.
Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.
© 2001 por Manuel Gallegos Abarca.
Inscripción Nº 122.495. Santiago de Chile.
© 2002 de la presente edición por
Empresa Editora Zig-Zag, S.A.
Inscripción Nº 81.658. Santiago de Chile.
Derechos exclusivos de edición reservados por
Empresa Editora Zig-Zag, S.A.
Editado por Empresa Editora Zig–Zag, S.A.
Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.
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El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.
Índice
Ayún Ül (El canto del amor)
El secreto de la playa Puye
El jilguero que tenía un canto de cristal
Los cangrejos pintores
El largo vuelo de un playero blanco
El río que nació de unos ojos encantados
El enojo de la montaña del fuego
La conquista del lago Llanquihue
La visita de los Wingkas
La huida de los cisnes
Vocabulario de términos mapuches
Para Flora,
estos cuentos de amor, nacidos junto a ese hondo sentimiento
que anidó en mi espíritu
e inspirados por quien necesita, día a día,
contemplar el Lago Escondido.
* Las palabras con asterisco tienen su definición al final del libro, en el Vocabulario de términos mapuches.
Ayún Ül
(El canto del amor)
Hace alrededor de cinco siglos, en el que después sería el país más largo, angosto y austral del globo terráqueo, y a orillas del actual lago Llanquihue* (Lago Escondido), vivió una hermosa niña llamada Rayentrai. Pertenecía a la tribu cunche, una rama de los huilliches*, que a su vez formaba parte de la extensa familia mapuche*.
A Rayentrai no le agradaba estar siempre en el bosque, y cada amanecer, vestida con un bello quipán*, subía por la ladera del monte que besaba las aguas del lago. Enormes hojas de helechos la rozaban acariciándola, y las varillas de coligüe iban dejándole rasguños en brazos y piernas, leves marcas que no le importaban: sus ojos inquietos buscaban con ansiedad una flor roja de pétalos alagrimados, que la niña llamaba colcopiu, el conocido copihue.
Cuando llegaba a la cima, se sentaba en una inmensa piedra lisa; luego recorría con la vista el extenso valle y se detenía un instante en la trenza de humo blanco que se elevaba desde el bosque de alerce donde se encontraba su ruka*. Momentos después miraba hacia el horizonte y dejaba en libertad los pensamientos que, como brisa suave, se deslizaban sobre las aguas verdeazuladas, imitando el vuelo rasante de ciertas aves. Por último, fijaba la vista en un punto lejano, olvidando ya este universo natural para regresar al mundo de sus sueños.
Una tarde, un persistente quejido interrumpió tal ensoñación. Se levantó con sigilo y fue hasta unos arbustos, siguiendo el camino abierto en el aire por los lamentos. Entonces, en un claro verde descubrió a un joven de edad similar a la de ella, sentado sobre la hierba. Comprendió que estaba herido y se acercó a observarlo. La figura del muchacho le era desconocida. Iba vestido solo con un paño cruzado entre las piernas, llamado chiripá*, el que le dejaba torso y piernas desnudas.
–¿Puedo ayudarte? –le preguntó tímidamente Rayentrai. El joven, sorprendido, guardó silencio. La niña insistió y entonces él dijo, agobiado por el dolor:
–No puedo mover mi pie. He caminado largo y al subir el monte caí en ese hoyo.
Rayentrai se acercó, apoyó las rodillas en la hierba húmeda y con sus delicadas manos palpó el tobillo del muchacho.
–Tu pie sanará –le explicó.
Y sin agregar una palabra más, se levantó y desapareció entre el bosque de coligües. El joven solo alcanzó a mover afirmativamente la cabeza, asombrado ante esa inesperada aparición.
Rayentrai regresó muy pronto trayendo en las manos un puñado de barro y lo puso sobre el tobillo del muchacho, quien sintió el frío de la tierra húmeda, acompañado de una sensación de bienestar, primero en el pie, y luego en todo el cuerpo.
–Gracias –murmuró, y ella se quedó contemplándolo en silencio.
–Quisiera pedirte algo más. Tengo mi pecho herido. ¿Puedes ponerme ese barro mágico también?
Y la niña, sin decir nada, se inclinó hacia él estudiando la herida. Sus manos tomaron el resto de barro y tan suavemente lo aplicó, que el muchacho solo sintió un aire fresco rozando la piel.
–Ahora debería irme –afirmó el joven, sintiendo un fuerte dolor al tratar de levantarse.
–El pie debe descansar y mi ruka está lejos para llevarte... ¿Cómo te llamas? ¿Dónde están los tuyos? –le preguntó Rayentrai.
–Mi nombre es Millaleu.
–¡Millaleu! –exclamó ella, y agregó: –Millaleu... Río Dorado, ¿verdad?
–Sí. A mi padre le agradaba el reflejo del Sol sobre el río y entonces me llamó así.
Rayentrai sonrió con un gesto cristalino. El muchacho continuó:
–Vengo del Norte, a dos soles y dos lunas de aquí.
–¿Tan lejos?
–Eso no es lejos. Yo he caminado cinco soles y cinco lunas más al Norte.
La joven estaba maravillada con las palabras de Millaleu.
–Mi padre –siguió él– me envió a traer una noticia importante para los hermanos del Sur que hablan el mapudungún*, nuestra lengua mapuche.
–¿Qué noticia? –inquirió ella.
Millaleu la miró indeciso unos segundos y luego levantó una flecha ensangrentada con adornos anudados de color rojo. Sobrecogida, Rayentrai exclamó:
–¡Señas de guerra!
–Sí –respondió él. Y continuó–: De las tierras del norte ha llegado el