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Antología nocturna - Julio Paredes
EL CALOR ME volvió a despertar. A pesar de la modorra que me dejaron las cervezas no alcancé a dormir más de una hora. El reducido vestíbulo que hacía de estación y sala de espera seguía vacío. Me levanté de la banca y me acerqué a la ventanilla. El que vendía los pasajes se había quedado dormido sobre el mostrador, con la frente apoyada en los brazos cruzados, como un borracho, arrullado por la indescifrable música que salía del diminuto transistor a su izquierda. Miré el reloj. Llevaba casi tres horas de espera, aunque el hombre me hubiera asegurado que el bus no tardaría en aparecer. Decidí que era innecesario despertarlo. Me cambié una vez más de camisa, la última que tenía limpia, y encendí un cigarrillo. Abrí el libro, pero resultó imposible concentrarme. El calor parecía aumentar a medida que avanzaba la noche. Contemplé las oxidadas aspas del ventilador y durante un rato jugué a que podría revivirlas si mostraba suficiente concentración. Sin embargo, comprobé que ningún vigor mental era compatible con ese sopor. Cogí el maletín y salí en busca de aire fresco.
Afuera no había brisa, pero refrescaba un poco. Me senté al borde del andén, recostado contra un árbol, de donde aún salía el chillido de algunas chicharras. Me sorprendió la rapidez con la que el pueblo se había paralizado, cuando horas antes todo parecía indicar que la fiesta en las calles se prolongaría hasta el amanecer. En Granada, el pueblo que había dejado esa mañana, la gente no dormiría en toda la semana. Imaginé que en la plaza quedaría algún bar abierto, pero si me alejaba podría perder el bus, que con seguridad aparecería en cualquier momento. Pero a pesar del calor y la espera me encontraba tranquilo, despreocupado por las horas que aún me faltaban para llegar a Bogotá.
De repente distinguí una figura en mitad de la calle, a unos cincuenta metros de distancia a mi derecha. Imaginé que acababa de desprenderse de la rama de un árbol. Durante un rato se mantuvo inmóvil y pensé que se habría asustado con mi presencia. Dio un par de pasos y volvió a detenerse. Esperé y entonces se acercó muy despacio, silencioso, como un cazador. Cuando estuvo a unos diez metros se detuvo una vez más, volteó la cabeza y se quedó unos segundos mirando hacia atrás, como si esperara la llegada de algún acompañante rezagado. Traía sombrero y llevaba un maletín en cada mano. Me levanté con cautela, sin dejar de mirarlo, y cuando reanudó los pasos pensé, sin saber por qué, que caminaba como un paralítico recién tocado por un milagro.
No me separé del árbol y decidí no hacer ningún movimiento brusco hasta que el tipo no estuviera frente a mí. Cuando llegó, volvió a mirar hacia atrás, hizo una larga inspiración y soltó el aire por la boca mientras ponía el equipaje en el suelo. Me puse un cigarrillo en la boca pero no quise encenderlo. Pasó una rápida mirada sobre mí, con una especie de barrido que concluyó en el otro extremo de la calle. Dudé si habría advertido mi sombra bajo el árbol. Procuré mantenerme inmóvil y comprobé que el corazón se me había acelerado. El tipo miró hacia la puerta de la estación y se pasó un pañuelo por la frente. La débil luz amarillenta del poste le caía perpendicular, pero la sombra del ala del sombrero ocultaba el rostro.
—¿Hay bus? —preguntó de pronto, agotado, sin fuerza en la voz.
—Creo que sí —contesté, separándome del árbol.
—¿Sabe a qué hora llega?
—No —dije mientras encendía el cigarrillo.
Se quitó el sombrero y se pasó el pañuelo por la nuca. A pesar de la poca luz pude apreciar un par de ojos pequeños y un escaso bigote sobre los labios. Se acomodó el sombrero con suavidad, levantó el par de maletines y caminó hacia la puerta. Lo seguí con los ojos hasta que entró. Me dirigí a la esquina. Imaginé que en ese pueblo el calor durante el día debería alcanzar un punto inaguantable, hasta transformar esas apacibles calles en un hervidero, con un sol que haría pensar a cualquier visitante casual, sumido en la pesadez, en una catástrofe inminente. Muchas tardes en Granada me abandonaba a esa sensación, echado en una litera del hospital, observado por un grupo de niños famélicos con sus inmensos ojos vidriosos y siempre abiertos, mientras escuchaba las esporádicas ráfagas de la guerra en las lomas, con la mente enlodada por el calor, sin vigor para levantarme y esperar la llegada de los primeros heridos.
Cuando entré de nuevo en la estación encontré el recién llegado tumbado sobre la banca de madera. El de la ventanilla seguía profundo, en la misma posición. Quise volver a salir, pero el otro había advertido mi entrada.
—¿Tiene hora? —preguntó.
—Van a ser las doce —dije, sin mirar el reloj.
—¿Sabrá éste algo?
Hizo la pregunta indicando con un movimiento de la cabeza al de la ventanilla. No respondí, en realidad había sido un comentario en voz alta. No llevaba puesto el sombrero y debajo del bigote distinguí una boca fina y delgada, marcada por dos hondas arrugas que empezaban desde la nariz.
—¿Fuma? —le ofrecí.
—¿Hasta dónde va? —preguntó después de la primera bocanada.
—Hasta Bogotá.
Me miró con sorpresa y pensé, por un instante, que no se encontraba totalmente sobrio. Llevaba puesta una camisa blanca de algodón, desabotonada hasta la mitad del pecho. Tenía la piel curtida y la proporción de sus manos me hizo pensar que podría triturar una iguana sin dificultad. Sin embargo, los ojos pequeños, bajo el arco escaso de las cejas, le daban al rostro una expresión de bondad. Calculé que se encontraría por los sesenta años.
—¿Quiere? —preguntó, ofreciéndome la lata de cerveza que acababa de desenvolver de una hoja de periódico.
Abrió una para él y bebimos en silencio. El líquido estaba un poco tibio, pero me refrescó la garganta. Terminó la cerveza después de unos cinco tragos y se secó la boca con el dorso de la mano. Durante un rato se distrajo con la lata entre los dedos y esperé, sin saber qué decir, a que se decidiera a aplastarla. De repente una mueca cruzó por un segundo su rostro y lanzó la lata a un rincón. Involuntariamente miré hacia la reducida cabina, pero el ruido no había sido suficiente para despertar al otro. Una súbita brisa entró al recinto, sacudiendo el bombillo que colgaba del techo y me dejó una ligera frescura en la espalda y las axilas húmedas.
—¿Trabaja por aquí? —preguntó, levantándose.
—No —respondí—, vengo de Granada.
—Entonces viene del sur —comentó, mirando hacia la puerta de entrada.
—Sí, más o menos.
—¿Y cómo están las cosas por allá?
Tuve la sensación de que no tenía verdadero interés en conocer las circunstancias o, por lo menos, en el relato e interpretación que yo hiciera de las mismas.
—Como en todas partes.
De pronto, se dirigió bruscamente hacia la salida. Lo vi detenerse en la mitad de la calle y observar de un lado a otro.
—Me pareció oír el ruido de un motor —explicó.
El hombre de la ventanilla se despertó, nos echó una rápida mirada y salió de la cabina. Repitió los mismos movimientos del otro, como si los dos respondieran al impulso de una llamada idéntica y que a mí no me había afectado.
—El bus —dijo al entrar, y enseguida distinguí el rumor del motor.
Dejé que siguiera adelante, pero una vez fuera se detuvo y volvió a mirar a los dos lados de la calle. No supe por qué me impresionó el gesto, pero mientras entregaba el equipaje al ayudante del chofer imaginé que aún confiaba en la momentánea llegada de su acompañante perdido en la oscuridad.
•
El bus estaba casi vacío. Me acomodé entre los puestos centrales, al lado de la ventana. Cuando el otro subió advertí que me buscaba y, al verme, decidió sentarse a la misma altura, en la silla de la otra fila. El bus arrancó con fuerza y en pocos segundos dejamos el pueblo atrás. Al rato se me acercó y me tendió otra lata de cerveza sin decir nada. Murmuré un gracias
, que no creo que escuchara con claridad. Esta vez la cerveza estaba insípida, como si el líquido tuviera un exceso de agua o de saliva. Cerré los ojos. Estaba cansado pero sabía que no podría dormir. Al interior del bus el silencio era total y sólo se podía escuchar el lento ronroneo del motor enfrentando las primeras rampas de la cordillera. Abrí un poco la ventanilla. La brisa entró con un olor reconfortante.
Pensé en el regreso a Bogotá y en mi fracasado proyecto en Granada. Las cosas no habían cambiado nada en esos cuatro años y mi única enseñanza se había limitado a un curso de primeros auxilios y un sinnúmero de ineficaces intervenciones quirúrgicas, con sus respectivas autopsias. Había bajado a Granada con la pretensión de un salvador y había salido sobrecogido con los rezagos de una fiebre tifoidea.
Después de varias horas de camino el bus se detuvo en un parador al lado de la carretera. Volvíamos a entrar en tierra caliente. A pesar de la hora el sitio se encontraba animado. Entré al baño y me mojé la cabeza para despejarme. Pedí una cerveza fría y un paquete de papas fritas. Las mesas del local estaban ocupadas en su mayoría por hombres y por un par de altoparlantes salía una especie de cumbia. El que subió conmigo en la estación se acercó a la mesa con uno de los maletines y preguntó si podía sentarse. Deslicé la silla a mi lado y lo invité a una cerveza.
—Parece que va a llover —comentó después de dar el primer sorbo.
—¿Hasta dónde va? —decidí preguntar, aunque nunca acostumbraba mantener conversaciones con extraños.
—Hasta un pueblo por aquí cerca, a un par de horas —respondió y señaló con la mano hacia