Hombres de verdad
Por Alberto Marcos
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Un hombre en el ocaso de su vida tiene una última cita con la persona de sus sueños, un treintañero debe lidiar con problemas de impotencia en plena cima sexual, un genial cineasta es incapaz de rodar de nuevo tras realizar su obra culmen, una pareja gay viaja con sus madres al santuario de Fátima para pedir a la Virgen por el éxito de su cercana boda…
Los protagonistas de Hombres de verdad enfrentan las contradicciones que supone ser varón hoy en día, atrapados entre el rol tradicional de la masculinidad dura, insensible y dominante, y la lucha por alcanzar el territorio de la emoción, los afectos y la fragilidad. Para ello deberán cuestionarse su papel en el amor, el deseo, la religión, los miedos o la creación artística, pero ¿qué estarán dispuestos a sacrificar para convertirse en "hombres de verdad"?
Alberto Marcos se interna con su nuevo libro en las masculinidades del siglo xxi marcadas por el nuevo escenario de igualdad que el feminismo está construyendo; nueve cuentos que ahondan en las inseguridades tradicionalmente tapadas y heredadas durante generaciones. Una nueva e imprescindible mirada que urge leer y sobre la que urge pensar. Un libro urgente para los hombres de verdad. Para lectores y lectoras de verdad.
"El sello de Un hombre de verdad, que disecciona las relaciones sentimentales en la era de las apps, es el humor amargo y la inteligencia literaria. El amor en el siglo XXI explicado a gais y a heteros, a jóvenes y a maduros. Alberto Marcos es uno de los cuentistas más rotundos y serios de la literatura española actual."
Luisgé Martín
"En los cuentos de Alberto Marcos hay ternura, humor, erotismo, a veces crueldad. Están llenos de encanto y son irresistibles."
Óscar Esquivias
"Tras leer 'Hombres de verdad' de Alberto Marcos celebré que Alberto y yo no nos conozcamos demasiado. Así me ahorré el temor a aparecer entre esas páginas que cuentan tan bien lo que creemos ocultar (a oscuras, a solas o con una foto sin cara en alguna app de ligue). También lamenté no ser amigo de Alberto. Para pedirle que –por favor– nunca me mire ni me escriba así; tan certero que me dé miedo."
Bob Pop
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Hombres de verdad - Alberto Marcos
León
Si mi padre me dice: Sé un hombre
yo me encojo como una larva,
clavo el abdomen bajo el anzuelo.
Ángelo Néstore, Actos impuros
El silencio te adentra en el misterio de los hombres. ¿Qué sucede en su interior? ¿Por qué no lo expresan? ¿Están contentos, tristes o enfadados? Debemos tener mucho, mucho cuidado con ellos.
Siri Hustvedt, El verano sin hombres
And so it goes, go round again
But now and then we wonder who the real men are.
Joe Jackson, Real Men
Pekeño
El regalo está dentro de una bolsa de basura limpia, debajo de un contenedor verde, justo donde me dijo RabazoProspe que lo iba a encontrar. Cualquier basurero podría habérselo llevado, pero RabazoProspe me ha asegurado que no hay servicio de limpieza los domingos por la mañana, y a ver quién es el guapo que le rebate eso. Yo desde luego no, que estoy muerto los domingos por la mañana y aprovecho para dormir la mona.
Hoy no, claro, hoy estoy aquí.
Me siento en un banco no muy lejos del contenedor, la verja del Retiro a mis espaldas, y dejo la bolsa sobre las piernas. Apolo dice que son delgadas como mondadientes. Qué hijoputa es. Acaricio el plástico negro, suave, me recuerda a aquellas imágenes de vertidos en el mar. Al contrario que a la mayoría de la gente, a mí me gusta el chapapote, me parece limpio, reluciente, como los zapatos de claqué de Fred Astaire. Aunque los pájaros atrapados en la masa líquida sí me dan pena. Me llega el olor a basura del contenedor, cálido, dulzón, lo aspiro profundamente. Es familiar, me relaja, me protege y me tranquiliza. Lo contrario que el rumor de los chopos, las hojas que caen, la luz deslumbrante y los runners a mis espaldas, resoplando como mulas. Todo eso me desquicia bastante. Así soy yo: raro de cojones.
¿Qué hago? ¿Abro o no abro la bolsa? Hombre, tendré que abrirla tarde o temprano. Pero prefiero esperar un rato, saborear el momento, pensar, hacer memoria. No sé si es miedo, excitación o es que soy así de gilipollas.
Soy así de gilipollas.
Contacté con RabazoProspe a través de una de esas webs de citas donde los tíos se empeñan en convencerte de que quieren acabar con su soledad y encontrar el amor verdadero, pero en realidad buscan una sesión de sexo fácil y rápido, puro y duro. Los alegres titulares de esas webs anuncian el sueño de encontrar a tu media naranja, pero sus banners de publicidad son de páginas porno. Hay que joderse.
Yo no escribo a nadie que tenga un nick tan bestia como «RabazoProspe», pero su descripción y sus fotos despertaron mi curiosidad, no me preguntes por qué. Sus fotos no eran explícitas: unos ojos guiñados, unas manos sujetando un gintónic, una silueta de espaldas que se pierde por un camino de árboles… Y parecía franco y con sentido del humor, sin venderse a saco, como hace la mayoría de la gente por esos lares. Por ejemplo, no se definía como «sincero» o «majete» o «buena persona». Hay que ser idiota perdido para decir eso de uno mismo; que me digan qué persona sobre la faz de la tierra es una de esas tres cosas. Y, si existe, desde luego no lo diría. Es de cajón. Rabazo no, Rabazo decía «Hombre sensible, inteligente y con sentido del humor busca hombre parecido a él (o todo lo contrario) para sexo, amistad y/o lo que surja». También me atrajo el hecho de que le gustaran los libros. No conozco a mucha gente que le guste leer. Yo parecido a él no era, pero todo lo contrario sí, empezando por los quince años que me sacaba. Así que le escribí lo siguiente: «Hola, ¿qué tal? A mí también me gusta leer, pero odio la poesía. ¿No te pasa lo mismo?». Patético. Doy vergüenza ajena, lo sé. Nunca pensé que fuera a responderme, entre otras cosas porque yo solo tengo una foto en mi perfil y apenas se me ve: salgo con el flequillo tapándome la mitad superior de la cara como la capucha de un pandillero. Me flipo bastante, lo reconozco. El caso es que era de noche y Rabazo debía de estar aburrido porque me respondió casi al instante diciendo que no, que no le pasaba lo mismo con la poesía, pero que si quería que chateáramos por Skype. «Vale, pero sin cámaras», contesté.
«¿Por qué RabazoProspe?», escribí a bocajarro. Soy tímido hasta que dejo de serlo.
«Porque vivo en el barrio de Prosperidad y el tamaño de mi rabo está muy por encima de la media», respondió el muy cachondo.
«No busco sexo, lo dejo claro en mi perfil».
«Yo tampoco lo busco siempre. Pero si te molesta, puedo decirte mi nombre».
«Na, da igual, prefiero Rabazo ;–)».
«¿Y tú por qué Goliardo?», me preguntó.
«Así es como me llamaba la gente cuando llegué a Madrid».
«¿Por qué?».
«Los chicos decían que era como un monje: silencioso, recto, espiritual. Pero yo de monje no tenía nada, con la cantidad de trastadas que hacía por aquel entonces».
«¿Trastadas?».
«Cosas peores que trastadas. No quiero pensar en otra palabra para definirlo. Y menos cuando acabo de conocerte».
Eso despertó su interés, aunque tuvo la delicadeza de no ahondar en el tema. Su discreción me gustó. Aunque esté mal que yo lo diga, soy bueno juzgando a las personas. Cuando has vivido una adolescencia como la mía, más te vale ser bueno en eso. Y RabazoProspe me daba buena espina. Enseguida noto la impaciencia del que busca sexo exprés, huelo el deseo carnal a kilómetros de distancia: deformación profesional. Y él, si estaba cachondo, lo disimulaba a la perfección. Me contó que vivía solo, habló de su trabajo como creativo en una agencia de publicidad, de que le gustaba escribir relatos en su tiempo libre, de su afición al piano.
«¿Tú tocas algo?», me preguntó.
«Quise tocar la batería, pero no podía cargar con los platos, jajaja. Mi padre tocaba la guitarra bastante bien, aunque no he heredado sus genes».
«¿Y en qué trabajas?».
«Curro en una productora de televisión. No creas que hago nada especial. La verdad es que no destaco en nada. Debería haber sido soldado, que es lo que hacen los tíos que no destacan en nada».
«Mi padre decía que la mili te convierte en un hombre de verdad», escribió Rabazo.
«Mi padre no hizo la mili, lo que es una pena ya que tampoco destacaba en nada».
«¿Y no te gusta la televisión?».
«No, no es eso. Pero yo veo a los barrenderos, por ejemplo, y me digo, hostia, qué tranquilos viven».
Seguimos bromeando el uno con el otro, sin prisa, haciendo como que teníamos todo el tiempo del mundo. Me vaciló por mi forma de escribir:
«¿Tanto tiempo te ahorras escribiendo con k
o crees que te hace más malote?».
«No necesito ser malote, eso se lo dejo a otros. A mí la k
o la x
me gustan porque algunas palabras suenan mejor con ellas, les doy una personalidad propia, solo mía. Que las palabras se escriban siempre de la misma forma es muy aburrido, ¿no crees?».
«¿Y dices que te gusta leer?».
«Empecé a leer hace poco tiempo. Me aficionó un amigo y ahora no puedo parar».
«¿Qué te gusta leer?».
«No sé, cualquier cosa, lo que me recomienda mi amigo».
«Dame algún ejemplo», pidió Rabazo.
«Leí El guardián entre el centeno. El protagonista me pareció un gilipollas integral. El tío de El extranjero me cayó mejor, él sí sabía de qué va el cotarro, no sé si pillas lo que quiero decir. ¿Sabes quién es Ripley? Otro chulo con baja autoestima. A mi amigo le flipan las novelas policiacas, pero a mí no me gustan. No me las creo, ¿sabes? Me parecen totalmente inverosímiles. Prefiero la ciencia ficción. ¿Has leído Fahrenheit 451? Es la polla».
«Pero nada de poesía».
«No, nada de poesía. Me puse con Rimbaud porque mi amigo me dijo que me identificaría con el autor. Pero ¿identificarme con qué? No entendí una mierda. Y odio no enterarme de lo que estoy leyendo. A mí háblame clarito, dime lo que me quieras decir y punto. De entrada, tus sentimientos me importan un comino, pero ya que me los vas a contar, hazlo de forma que pueda comprender lo que me dices. Es como si el autor se creyera más listo que yo o escribiera en código, solo para la gente que conoce ese código. Así son los poetas».
«No seas bruto, Goliardo, no hay tal código. En realidad, pretenden algo parecido a lo que tú mismo decías de dotar a las palabras de una personalidad propia, única, para que parezca que las escuchas por primera vez».
«¿Quieres decir entonces que yo también soy poeta? Vamos, no me jodas».
Llenó la pantalla de jajajás. Me gustó Rabazo, lo reconozco, era ingenioso, no juzgaba y mantenía su curiosidad a raya. Chateamos hasta bien entrada la madrugada. Él es insomne y a mí no me mola dormir, lo veo una pérdida de tiempo. Además, duermo como el culo desde que me escapé de casa.
La cámara permanece quieta enfocando un plano corto de mi pecho desnudo. Miro hacia abajo por lo que el flequillo negro y lacio me cae sobre la parte superior de la cara. Estoy quieto, salvo por la respiración fuerte que me hace mover las clavículas arriba y abajo. De fondo, silencio. La imagen está en blanco y negro, como siempre. Muy poco a poco un ritmo de sintetizador va imponiéndose a la escena. Sigo quieto. Al cabo de unos segundos, comienzo a bailar. Primero imperceptiblemente, después con más fuerza. Pero siempre mirando abajo, siempre sin que se me vean los ojos. La música crece y, cuando entran los primeros acordes house, la imagen del vídeo parpadea y viaja a negro segundo a segundo, creando la ilusión de flashes fotográficos. Cuando la música se relaja de nuevo, vuelve la fotofija. Ahora respiro con más trepidación y me caen gotas de sudor oscuras, como lunares sobre la piel blanca, más blanca por estar filmada en blanco y negro. Y la melena, flácida y picuda y húmeda, más negra también si cabe. La música toma carrerilla de nuevo y se reanuda el baile, cada vez más rápido, cada vez más endiablado. Quiero que te quedes quieto, sin necesidad de unirte al ritmo, porque no lo entiendes y no estás invitado. Tampoco eres capaz de apartar la mirada.
De lunes a viernes cojo el autobús en el intercambiador de Plaza Castilla, después de un viaje en metro desde el otro lado de la ciudad: Príncipe Pío, sin transbordos. Salvo la hora punta por poco, y aun así nunca ocupo un asiento libre porque no quiero que entre una persona mayor y tenga que cedérselo, no soporto que alguien se fije en mí y piense «qué chico tan educado». Me pego a las puertas del vagón con los cascos puestos. A veces leo, a veces canto en voz baja.
Después del metro, el autobús me lleva a las afueras de Fuencarral, donde están los estudios de Telecinco y entro justo antes de las diez.
–Hola, Santi –me dice Rita, la recepcionista, que es muy simpática, aunque siempre se maquilla demasiado, con colores estridentes, y eso me pone nervioso.
Mis compañeras de trabajo –casi todo mujeres–, se arremolinan en torno a uno de los ordenadores en espera de las audiencias del día anterior. Trabajo como ayudante de producción en un «docu-reality» (así lo llaman) sobre la vida de los barrios marginales de las grandes ciudades. Todavía me pregunto a quién coño le puede interesar la vida en los barrios marginales de las grandes ciudades. Desde luego, tienen que ser espectadores que no saben lo que es vivir en uno de esos barrios. Pero, aunque desprecio el programa, me gusta lo que hago. Eso sí, prefiero no establecer demasiado contacto con mis compañeros de curro. Las más pesadas conmigo son Lore y María. Me cogen por el brazo en cuanto me ven y me arrastran a la pequeña cocina. El ochenta por ciento del tiempo están hablando de comida.
Lore lleva una falda larga de flores tropicales y unas sandalias porque todavía no ha empezado el frío y no ha cambiado la ropa de armarios. María se agacha ante la nevera, que es como la de un motel de película, y se le entrevé la raja del culo, un poco gordo en mi opinión, y lo digo sin querer ofender a nadie. Saca un plátano y empieza a pelarlo después de pasarle un yogur a Lore. Son mayores que yo, pero ninguna ha llegado todavía a la treintena.
–Un plátano todas las mañanas –dice María suavizando su acento andaluz, entrecerrando los ojos y metiéndose la fruta en la boca sin morderla.
–Qué más quisieras, guapa. –Lore remueve con una cucharilla el yogur hasta formar un puré denso, de color perla. Con un mohín de asco, come un poco. Se encoge de hombros–: Soja.
–Míralos, son como los buitres del share –dice María con la boca llena–. No corremos peligro, Apolo no para de repetirlo, a la gente le encanta el extrarradio, es como viajar a otros planetas, muy viralizable.
–Carne de YouTube –subraya Lore.
–¿Tú has comido algo de verdad últimamente? –me pregunta María, qué pesada es–. Estás en los huesos.
–El otro día me hice una crema fría de calabacines en la Thermomix de mi madre –contesta Lore por mí, Dios la bendiga–. Sin nata ni quesitos –aclara.
–Entonces no es una crema, es un puré.
–Santi, si no te gusta la carne –dice Lore haciendo caso omiso de su compañera–, siempre puedes comer sardinas.
–O cocochas.
Las dos estallan en carcajadas. Ya sé lo que insinúan, no soy tonto. Me inquieto, aunque estoy acostumbrado a estas pullas. A ver, no es que mis compañeros no sepan quién soy. Y sé que no hay mala intención, al revés, quieren hacerse mis amigas y meterse pullas es lo que hacen los amigos. Tan solo prefiero separar las cosas, venir a currar y volver a casa y que me dejen en paz.
Se escucha un revuelo fuera, un frufrú de papeles y un rechinar de suelas de goma sobre el suelo. Eso significa que Apolo ha llegado. Recorre la redacción a paso firme espantando a la gente de los ordenadores sin necesidad de agitar las manos.
–Buenos días –anuncia alegremente–. Catorce con cinco de share, así que dejad de sufrir y poneos a hacer algo útil hasta la reunión de seguimiento. ¡Santi, a mi despacho!
–¿Por qué siempre tú? ¿Por qué nunca me llama a mí a su despacho? –suspira María antes de morder el plátano.
–En tus sueños –le espeta Lore.
–Te juro que no me importaría ser una más. –Y ambas se aguantan la risa.
Todas las tías están siempre igual con Apolo. Eso sí que me jode. Entro en su despacho. Es mi jefe desde que empecé aquí, su apellido es Apolinario, pero en el mundillo se le conoce como Apolo y así es como le llama toda la peña. Descorre el estor para dejar entrar la luz de la mañana. Menudo desorden, nada que ver con su apartamento. Me indica que me siente mientras rebusca entre unos papeles.
–¿Dónde lo dejé? –se pregunta a sí mismo mientras se inclina sobre la mesa y se aparta la media melena color trigo. Siempre lleva los primeros botones de la camisa desabrochados y, aunque lo tengo muy visto, no me canso de espiarle el pecho lampiño y pecoso–. Ah, aquí está.
Es uno de mis vídeos. Lo descargué en un cedé para que Apolo pudiera verlo tranquilamente en su casa. Escribí sobre la superficie plateada «Vórtice 7» con rotulador indeleble.
–¿Te ha gustado? –le pregunto, un poco agitado, para qué vamos a engañarnos. Todavía me pongo así en su presencia, cuando no hablamos de localizaciones, facturas o tiques de comedor. Es una estupidez si tenemos en cuenta todo lo que pasé, no hace tanto tiempo, cuando