Solo el amor construye: Carmina Benguría
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En Carmina Benguría, en su voz cautivadora y decidida, encontramos a una preciada gloria de la época en que los teatros rebosaban de gente dispuesta a vibrar con la fuerza de la buena poesía. Pero, a poco de hurgar en ella, descubrimos en Carmina algo más que la joven que a mediados del siglo XX enamoró a toda Iberoamérica interpretando, dando nueva vida, a los grandes poetas de nuestra lengua; descubrimos que hay algo más dentro de esa persona condecorada por los gobiernos de Cuba, España, Perú y Ecuador con sus máximas distinciones culturales; hay en ella algo más que la mujer cinco décadas exiliada, fiel a sus convicciones humanistas. Simplemente, descubrimos en Carmina a un ser entrañable.
Buena parte de las largas conversaciones del autor con Carmina Benguría sobre la vida y la muerte, el amor y la amistad, personajes destacados de la cultura hispana, sucesos históricos poco conocidos y los misterios del alma, están reflejadas en esta obra.
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Solo el amor construye - Manuel Sánchez Dalama
Jiménez
I
A MÍ ME HA TOCADO VIVIR
Desde la ventana de mi habitación en el Miami Jewish Home se ve un parque con senderos por los que la gente transita en una u otra dirección, mientras yo, que no veo muy bien, contemplo sus siluetas desde lo alto. Por el día el sol recorre los rincones del parque, oscurecido solo cuando alguna tormenta vespertina lo estremece. Ciertas noches brillan mil estrellas en el firmamento; otras la luna impone su fresco resplandor, y también hay momentos de absoluta oscuridad en el pedazo de cielo que hoy me es dado contemplar. El paisaje que muestra mi ventana siempre es el mismo, pero también es distinto.
Pocas veces salgo de esta habitación con baño compartido y nunca bajo al salón donde por el día permanecen sentados los otros ancianos. Muchos están sedados, parecen figuras de cera, y nada a gusto me siento entre ellos. Casi nadie viene a visitarme ya, y lo comprendo: soy un ser de otro tiempo que aún respira en este tiempo. Pero no lamento mi aislamiento, al contrario. Desde niña he amado la soledad fecunda, esa que trae paz interior y permite intuir la verdad oculta tras las falsas apariencias.
Paso muchas horas pensando. Recuerdo cosas hermosas del pasado, sueño con Roberto y los amigos idos, escucho la radio, leo con dificultad algún poema y medito sobre los misterios de la vida. También «hablo» mucho con Dios y le sigo preguntando «¿Por qué?» a las cosas que me sorprenden, solo por el afán de conocer, porque lo inevitable he aprendido a aceptarlo sin quejas.
Soy vieja, muy vieja, y soy feliz. He sido una mujer que lo ha tenido todo en la vida amablemente. A mí me ha tocado vivir, conocer personas de muy diversa condición y estar presente en sucesos importantes. Mi existencia ha sido trazada, como si estuviera escrita de antemano. La vida es una aventura a menudo cruel y muchas veces me he preguntado: «¿Qué hice Dios mío para merecer esto?», porque se me daba todo bien. Tuve que defenderme en muchas ocasiones, es verdad, y también enfrentar grandes dificultades; pero al final los acontecimientos siempre se desarrollaban a mi favor, como si fuera algo natural.
En estos momentos solo empaña mi paz el saber que nunca más volveré a la tierra donde nací. Quiero mucho a mi país, y mi país me quiso mucho a mí. También llevo en el corazón, como una gran patria, a toda esa América hispana que tan bien conocí y tanto me distinguió.
Nada de lo que ocurre en el Universo, por incomprensible que parezca, es fruto del azar. Por eso sé que el hecho de que tú y yo estemos conversando ahora no es una casualidad. Nuestra amistad no es obra de la casualidad.
Quieres que te cuente de mi infancia y qué sé yo. Siempre he preferido pensar en el presente, aunque es verdad que, en los últimos tiempos, cada vez con más frecuencia, mi mente viaja al pasado. Mi primer recuerdo de esta vida es el de una habitación muy grande en la que resaltaba un escaparate con ropa de todos los colores en su interior. Yo miraba aquellos vestidos tan bonitos y quería ponérmelos todos a la vez. También entre mis primeros recuerdos está el de una fuente a la que mi padre me llevaba los domingos por la noche. Echaba tremendos chorros de agua que constantemente cambiaban de intensidad y color: verde, rojo, amarillo, azul… a mí me fascinaba esa sinfonía de colores y me dormía pensando en ella.
Vine a este mundo el 18 de enero de 1920 en una de las colonias de caña de azúcar que mi familia tenía en Ciego de Ávila, casi en el centro de la isla de Cuba. Nací flaca y fea cantidad, con ictericia y el corazón demasiado grande. Todos pensaban que me moría, y al ver que el tiempo transcurría y los médicos no daban pie con bola, mi abuela me llevó para Júcaro, un pueblecito costero donde ella tenía una casa de madera montada sobre pilotes. Cuando la marea subía, por las rendijas de las tablas del piso se veían los peces nadar y a mis ojos de niña la casa semejaba un barco. Y cuando la marea bajaba, el mar se transformaba en una tierra con minúsculas montañas, valles y riachuelos habitados por cangrejitos a los que observaba con atención, imaginando multitud de historias en un país de fábula.
Apenas tenía un año de edad la primera vez que me llevaron a ese apartado lugar donde, al decir de mi abuela, ella me daba baños de mar y batidos de jugo de fruta bomba para limpiar el hígado. También me alimentaba con leche de burra, lo mejor que existía en esa época para fortalecer a los niños desnutridos. Su método funcionó, pues el día de mi regreso a La Habana ni mis propias tías me reconocían de lo gorda y saludable que estaba.
Aunque nací en una colonia rodeada de cañaverales, desde muy niña me trajeron para La Habana. Nuestra familia por parte de padre tenía barcos dedicados al transporte de mercancías; y por parte de madre poseía colonias de caña de azúcar que molían para el central Baraguá. Las dos familias eran ricas de toda la vida, y eso les daba una gran estabilidad en todos los sentidos.
La casa habanera de mi infancia estaba en la calle Campanario, tan cerca del Malecón que si uno permanecía un rato en el balcón de la segunda planta terminaba con sabor a salitre en la piel. Durante mucho tiempo el Malecón de La Habana, por cercano y asequible, vino a ser algo así como el patio de mi casa.
De niña siempre andaba de la mano de una criada negra que llevaba como treinta años con nosotros. La considerábamos una más de la familia y se ocupaba de los niños, porque después de mí nacieron Sonia y Efraín. Ella nos bañaba, vigilaba que comiéramos bien… Tata, así le llamábamos, nos llevaba casi todos los días a patinar al parque Maceo, muy cerca de nuestra casa, un sitio a donde iban muchos niños. La Habana era una ciudad de inmigrantes venidos de todas partes del mundo que se mezclaban sin grandes dificultades con los cubanos descendientes de los esclavos africanos y los conquistadores españoles. En el parque Maceo jugábamos niños de todas las clases sociales y colores posibles y, al menos allí, nadie era mejor que nadie. Quizás por esa razón es que no creo en razas ni nacionalidades, desde niña tengo muy claro que solo existe la humanidad.
En esa época el tráfico por la avenida del Malecón consistía en unos pocos fotingos, carretones tirados por mulos y vendedores ambulantes con sus carretillas. En el muro del Malecón solían posicionarse carameleros a los que me encantaba comprarles pirulís de colores que luego compartía con mi abuela. También había allí un chino manisero muy amable que vendía unos cucuruchos de maní tostado riquísimos. ¡Aún viven en mis recuerdos la sonrisa del chino y el amable olor de sus cucuruchos!
En verano la familia se mudaba para la colonia de Ciego de Ávila, donde teníamos una casa con grandes portales rodeada de árboles frutales y campos de caña de azúcar. Lo que más me sorprendía en la colonia eran los animales, domésticos y silvestres, que andaban por todas partes… nada de eso se veía en La Habana, y para mí era como estar en otro planeta. También, cuando podía, disfrutaba mucho contemplando las estrellas, imaginando que viajaba de una a otra para conocer los sitios habitados por ángeles. Quería conocer personalmente a mi ángel de la guarda, ya que —según mis padres— cada uno de nosotros tenía uno, designado por Dios. Mis padres eran religiosos, pero no de ir a la iglesia, sino creyentes en Dios y en la vida espiritual.
En la colonia vivían de forma permanente tres de mis primos y con ellos aprendí a montar a caballo, a nadar en el río, a subir a las matas de guayaba para coger las maduras… Lo único desagradable del campo eran los bichos de todo tipo que pululaban por las noches, obligándonos a dormir debajo de unos mosquiteros enormes. Y por el día lo malo eran las ranas que vivían en el pozo del patio, pues desde siempre, y no sé por qué, les tengo terror pánico a esos animales.
Yo estaba muy consentida y malcriada. Un día que tenía fiebre el médico decidió ponerme la primera inyección de mi vida, y cuando el hombre me inyectó por sorpresa en la nalga me viré con rabia y le grité en la cara: «¡Comemierda!». El día de mi bautizo, a los cinco años, porque me bautizaron muy tarde, al echarme el cura el agua bendita se me fueron los ricitos del pelo. Molesta, miré al cura y le grité con toda la fuerza que tenía: «¡Comemierda, comemierda, comemierda!». Los mayores se escandalizaron y el cura estuvo a punto de suspender el bautizo, pero mi abuela los tranquilizó a todos recordándoles que yo solo era una niña. «Comemierda» era el único insulto que me sabía y lo repetía siempre que alguien me fastidiaba.
Desde chiquitica ya sabía lo que quería. Cuando me caía al suelo nunca pedía ayuda. Me levantaba sola, sacudía la ropa y decía: «¡Se cayó Calmina!». Y me fastidiaba mucho la bobería. Si alguien venía a decir cosas como: «Ay, qué niña más linda… qué cosa más preciosa», me echaba a reír en su cara y le daba la espalda. Desde muy pequeña me creía importante. Debo de haber sido una niña insoportable para algunos de los que me trataban.
A los seis años solo me ponía los vestidos y zapatos que me gustaban, y seguí así toda la vida. A lo largo de mi carrera ningún modisto pudo vestirme exactamente como él quería, porque yo siempre me ponía o quitaba algo. Mi madre me decía «María Cristina», por la reina española, ya que cuando abría los ojos por la mañana lo primero que hacía era ponerme unos aretes de brillantes, regalo de mi abuela. Nadie me enseñó a hacerlo, yo era así.
Aún hoy, aunque nadie venga a verme, desde bien temprano me pongo un vestido bonito, un pañuelo en el cuello y me pinto un poco. La imagen personal es importante cuidarla, no solo para agradar a los demás sino también para agradarse a uno mismo. Aunque trabajes de barrendero debes vestir correctamente, para que te reconozcan como eres. No puedes andar desarrapado por el mundo y pretender que los demás te respeten.
De niña me gustaba decir versos, bailar y cantar, aunque cantaba mal. Prestaba muy poca atención a los estudios y en clases invertía la mayor parte del tiempo imaginando historias en mi mente. De la escuela lo que más me interesaba era la posibilidad de recitar poesías, actuar en las obras de teatro y bailar en las actividades que se organizaban por fin de curso, así que imagínate el trabajo que pasarían los maestros conmigo.
Cada vez que podía, mi abuela me llevaba al balneario de San Diego de los Baños, un sitio al que ella iba periódicamente para curarse sus dolores de huesos. Yo la acompañaba encantada porque por las tardes me dejaban recitar y bailar charlestón para los que estaban alojados allí. Prácticamente ningún caso hacía aquella gente a mis monerías, pero a mí me encantaba lo de ser artista.
Poco me atraían los juegos que hacían felices a los otros niños. Lo mío, además de bailar y recitar, era los libros. A los quince años leía a Estefan Zweig, Ghandi, Martí, Tagore, Unamuno, a Lao-Tsé, a la Bablasky… estaba enamorada de toda esa gente. Tenía una biblioteca muy grande y pasaba muchas horas en ella, buscando aprender de cada cual lo que cada cual podía enseñarme. Un escritor que me encantaba era Orwell, el autor de Rebelión en la Granja, porque tenía esa frase de: «La libertad es el derecho a decirle a los demás lo que no quieren escuchar». Otro que me ponía a pensar era Sri Aurobindo, el poeta y filósofo indio. Según él nada en este mundo es malo ni bueno per se: todo es la vida y hay que vivir para entenderla. Y yo quería vivir para llegar a entender la vida.
El gran héroe de mi adolescencia fue Ghandi, el apóstol de la no violencia, que en esa época luchaba por la independencia de la India. Yo quería hacer las cosas que él hacía para liberar su país y sus escritos los devoraba. Un pasaje que me impactó fue cuando él se enfrentó a un hijo suyo que había hecho algo malo. En vez de regañarlo, Ghandi le pidió perdón al hijo diciendo que la culpa era suya, pues no había sabido enseñarle a hacer lo correcto. Esa anécdota me impresionó mucho.
Ahora leo muy poco, casi nada. Con la diabetes he perdido mucha vista y necesito una lupa para diferenciar bien las letras. Desde siempre me ha gustado aprender. Los misterios me sacan de quicio y lo desconocido me fascina, cuando menos hasta que lo conozco.
En mi adolescencia visitaba nuestra casa un señor muy bien vestido que conversaba mucho con mi madre, conversaciones que a veces yo escuchaba oculta detrás de la puerta de la sala. El hombre era el babalao de Gerardo Machado, el presidente de la República, y en sus visitas aconsejaba a mi madre sobre cómo actuar en los asuntos que a ella le preocupaban. Así, escuchando a escondidas, supe que el babalao utilizaba la ceiba ubicada a la entrada del bar Pan American para de depositar los «trabajos» que debían proteger al presidente de sus muchos enemigos. ¿Era posible proteger a alguien depositando ciertas cosas en las raíces de un árbol sagrado?
El misterio de las religiones afrocubanas empezó a interesarme y un día le dije a Fernando, el chofer que años más tarde sería testigo de mi boda con Roberto: «Llévame a conocer en persona un babalao de los buenos, pero no le digas nada a mamá». Y fuimos a Guanabacoa, a la casa de un santero muy famoso. El hombre, un negro enorme, se apareció vestido de blanco, con una cadena llena de cacharros en la mano, y la subía y la bajaba mientras hacía murumacas. Cuando terminó de moverse, con una voz profunda, como para impresionarme, dijo mirándome fijamente a los ojos: «¿Cuál es su nombre, niña?». Me dieron tremendas ganas de reír y le respondí de golpe: «¿Y usted que sabe tanto por qué no me lo dice?». Dicho esto, salí corriendo de aquel sitio y olvidé el asunto.
Yo era jovencita, pero pensaba como una persona mayor. En mi adolescencia no recuerdo haber tenido noviecitos, besitos con muchachos o amiguitas de pasear cogidas de la mano. Más que esas cosas, me interesaba desentrañar lo desconocido, aprender sobre los misterios del universo. He pasado toda mi