El Holocausto y la cultura de masas
Por Álvaro Lozano
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El denominado "Holocausto de Hollywood", ejemplificado en la película La Lista de Schindler, supone la erosión progresiva del discurso generado por los historiadores profesionales desde hace décadas. Este interés de los medios por el Holocausto entraña dos peligros: la banalización exhibicionista del horror y la posible identificación con los verdugos.
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El Holocausto y la cultura de masas - Álvaro Lozano
Valance
I
Introducción
el 16 de abril de 1945, amaneció con un cielo azul y despejado sobre la localidad alemana de Weimar. El frío invernal había remitido y el deshielo había dado paso a una incipiente primavera. Aquel día, un grupo de ciudadanos de la ciudad marchaba hacia el monte Ettersberg, que se encuentra a poca distancia de la histórica localidad. Si bien el sendero era escarpado, los ciudadanos caminaban con energía motivados por el buen tiempo que parecía señalar el fin de las penurias que habían sufrido. Aunque desconocían hacia dónde se dirigían, durante el trayecto la gente no paraba de hablar y es que en aquellos días no faltaban temas de conversación en Weimar. Las fuerzas norteamericanas habían ocupado la ciudad, y pronto el nazismo y la devastadora guerra a la que había arrastrado a Alemania, pasarían a la historia. «Parecía una excursión de primavera» manifestaría uno de los participantes.
Un día antes, el general norteamericano, George Patton, había citado al alcalde de Weimar. Le ordenó que un grupo representativo de ciudadanos de la localidad se presentase en el sendero que llevaba a lo alto de la colina. «Quiero que sean al menos mil», exigió Patton, «la mitad hombres y la mitad mujeres, un tercio tienen que ser trabajadores, otro debe pertenecer a los sectores más pudientes de la sociedad y encuentre al mayor número posible de miembros del Partido Nazi.»
Los habitantes de Weimar congregados aquella mañana no estaban preparados para lo que les esperaba. Aquella marcha, que se había iniciado de forma tan optimista, les condujo al tristemente célebre campo de concentración de Buchenwald, construido en 1937 sobre la ladera norte del
Ettersberg. Antes de la llegada de los nazis al poder, Weimar había sido conocida por albergar la casa de Goethe y por ser el lugar de nacimiento de la democracia constitucional alemana en 1919: la malograda República de Weimar. Sin embargo, durante el régimen nazi, el nombre de «Weimar» estuvo asociado con el siniestro campo de concentración de Buchenwald.
Cuando los ciudadanos de Weimar llegaron al campo de concentración, fueron recibidos con un silencio sepulcral por un grupo de soldados norteamericanos que los guiaron a través del recinto. Mientras ingresaban en el campo pudieron leer la frase escrita en la entrada: «A cada uno lo suyo». Sin mediar palabra, los soldados dividieron a los ciudadanos en columnas y les acompañaron al interior del recinto.
Fue entonces cuando los habitantes de Weimar supieron por qué les habían llevado de excursión aquel día. A través de las puertas abiertas de algunos hornos crematorios, se podían ver restos de cadáveres parcialmente calcinados. Vieron la celda en la que muchos prisioneros, con la excusa de ser examinados por médicos, habían sido ejecutados con un disparo a través de una grieta en la pared. Presenciaron las cámaras en las que los prisioneros habían sido colgados de ganchos de carnicero. Una vez fuera, se dieron de bruces con una pila gigantesca de cadáveres, cuerpos pálidos entrelazados de forma grotesca, reducidos por el hambre a tan sólo piel y huesos, apenas reconocibles como seres humanos. Pudieron ver también a los pocos supervivientes en las barracas, hombres escuálidos y hacinados en literas de madera.
Una de las mujeres que visitó el campo aquel día, Gisela Hemman, no pudo olvidar el momento en que ingresó en la primera barraca: «No pronunciaban ni una sola palabra, pero sus ojos nos seguían atentamente mientras caminábamos. Esos ojos tan grandes, tan llenos de reproche y de inmenso sufrimiento.» Una vez finalizada aquella visita que les había mostrado el peor rostro del régimen nazi, los cabizbajos ciudadanos de Weimar regresaron a la ciudad. «Nadie abrió la boca en el camino de vuelta a casa», señaló Hemman.
Las fotografías que tomaron esos días las tropas aliadas supusieron un trauma devastador para los ciudadanos de todo el mundo. Reproducidas en innumerables ocasiones, se han convertido en sinónimo del horror de la tiranía nazi: enormes montañas de cadáveres, excavadoras empujando los consumidos cuerpos a fosas comunes, supervivientes sin esperanza que se mostraban apáticos frente a las cámaras. Los días que siguieron al final de la guerra, supusieron para la población alemana hacer frente al horror y marcaron el inicio de un periodo terrible y complejo en el que tuvieron que enfrentarse al pasado. Las imágenes de los campos liberados al final de la guerra se han convertido hoy en la imagen simbólica del Holocausto. Y, sin embargo, tan sólo representan una visión incompleta, el devastador final de un proceso que había comenzado años atrás.
Al igual que para los primeros ciudadanos de Weimar que descubrieron el horror de Buchenwald, aproximarse al pavoroso fenómeno del Holocausto e intentar explicarlo, sigue siendo una prueba desconcertante y casi insuperable para el historiador que intenta proporcionar explicaciones racionales a los procesos históricos. Descifrar los motivos por los que un Estado moderno y una sociedad de elevado nivel cultural como la alemana llevaron a cabo el asesinato sistemático de todo un pueblo por la única razón de ser judíos, resulta un desafío casi inaccesible para la comprensión histórica debido a la magnitud de su irracionalidad. Por otra parte, el historiador debe moverse con gran prudencia en el estudio del Holocausto, fenómeno terrible en el que aparece el recurso fácil de extender la culpa.
Un acontecimiento como el Holocausto desconcierta a todos aquellos que se aproximan a él. Además, existen numerosos trabajos interpretativos y posturas contradictorias que desorientan a los que se acercan su estudio. Por un lado, algunos historiadores consideran que el horror de ese asesinato masivo no puede y no debe ser nunca asumido. Afirman que los esfuerzos para comprenderlo, aunque sean bien intencionados, pierden de forma inevitable el contacto con el sufrimiento indescriptible de las víctimas y, como consecuencia, tienden a convertirlo en algo abstracto, académico y distante. En ese sentido, las víctimas del Holocausto se han mostrado siempre contrarias a la tendencia a teorizar de aquellos que no sufrieron sus consecuencias. En una de las primeras imágenes del célebre documental Shoah de Claude Lanzmann, un superviviente del campo de exterminio de Chelmno (Polonia) afirmaba: «Esto no puede contarse. Nadie puede representar lo que ocurrió aquí. Es imposible. Nadie puede comprenderlo».
Algunos historiadores consideran que los esfuerzos por aprender las lecciones del Holocausto son equivocados, inútiles, pues no surge la redención del estudio de la tragedia. Otros afirman incluso que los intentos por comprender a los perpetradores, a los nazis y a sus aliados, se convierten en un ejercicio obsceno, que abre las puertas a la simpatía para con los asesinos. Consideran, también, que el antisemitismo en la historia debe permanecer incomprensible, pues con los esfuerzos por entender a los antisemitas, se corre el riesgo de proporcionarles excusas. Los que defienden esta teoría creen que el misterio debe continuar, que el análisis histórico no debe debilitar nunca la repulsa moral.
En el otro lado del espectro, se encuentran aquellos que piensan que el Holocausto fue perpetrado por seres humanos y puede, por tanto, ser comprendido por otros seres humanos. Consideran que no hay nada «único» en el Holocausto, que no fue un fenómeno sin precedentes que impida ser comprendido. Defienden que su estudio debe ser obligatorio para evitar que se reproduzca en el futuro. Esta tesis resulta muy cuestionable teniendo en cuenta que todas las imágenes del Holocausto y todas sus lecciones no han sido capaces de evitar tragedias como la perpretrada por