La isla del doctor Moreau
Por H.G. Wells
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H.G. Wells
The son of a professional cricketer and a lady’s maid, H. G. Wells (1866–1946) served apprenticeships as a draper and a chemist’s assistant before winning a scholarship to the prestigious Normal School of Science in London. While he is best remembered for his groundbreaking science fiction novels, including The Time Machine, The War of the Worlds, The Invisible Man, and The Island of Doctor Moreau, Wells also wrote extensively on politics and social matters and was one of the foremost public intellectuals of his day.
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La isla del doctor Moreau - H.G. Wells
La isla del doctor Moreau
EditorialLa isla del doctor Moreau (1896)
H. G. Wells
Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
edicion@editorialco.com
Traducción: Benito Romero
Edición: Junio 2020
Imagen de portada: Arisa Chattasa on Unsplash
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
Índice
Introducción
En el chinchorro de Lady Vain
El hombre que no iba a ninguna parte
Un rostro extraño
En la regala de la goleta
El hombre que no tenía adónde ir
Los siniestros hombres del bote
La puerta cerrada
Los alaridos del puma
La casa del bosque
La llamada del hombre
La caza del hombre
Los recitadores de la ley
Una conversación
El doctor Moreau se explica
Los monstruos
De cómo los salvajes probaron la sangre
Una catástrofe
La búsqueda de Moreau
Las vacaciones de Montgomery
A solas con los monstruos
La regresión de los monstruos
El hombre solo
Introducción
El 1 de febrero de 1887 el Lady Vain naufragó tras colisionar con un pecio cuando navegaba a 1° de latitud sur y 107° de longitud oeste.
El 5 de enero de 1888, es decir, once meses y cuatro días después, mi tío Edward Prendick, un caballero muy reservado que zarpó de Callao a bordo del Lady Vain y que había sido dado por muerto, fue rescatado a 5° 3' de latitud sur y 101° de longitud oeste en un pequeño bote cuyo nombre era ilegible, pero que al parecer perteneció a la desaparecida goleta Ipecacuanha. Su relato fue tan extraño que lo tomaron por loco. Posteriormente, alegó que no recordaba nada de lo ocurrido desde el momento en que abandonó el Lady Vain. Los psicólogos de la época discutieron su caso como muestra curiosa de la pérdida de memoria resultante de un sobreesfuerzo físico o mental. El relato que aparece a continuación fue hallado entre sus papeles por el abajo firmante, su sobrino y heredero, sin ninguna nota que indicara de manera expresa el deseo de su publicación.
La única isla que se conoce en la zona en que mi tío fue rescatado es la isla de Noble, un pequeño islote volcánico completamente deshabitado. En 1891 fue visitado por el Scorpion. Un grupo de marineros bajó a tierra sin encontrar el menor indicio de vida, a excepción de unas curiosas mariposas blancas, algunos conejos, cerdos y unas ratas bastante peculiares. Sin embargo, no capturaron ningún ejemplar, por lo que no es posible confirmar el relato en sus aspectos más esenciales. Una vez aclarado este extremo, no hay mal alguno en hacer esta curiosa historia, como supongo era deseo de mi tío. Hay, al menos, algo que dice mucho en su favor: mi tío perdió el conocimiento cuando se hallaba aproximadamente a 5° de latitud sur y 105° de longitud este, y volvió a aparecer en el mismo lugar del océano once meses después. De una manera u otra, tuvo que vivir durante ese intervalo de tiempo. Al parecer, una goleta llamada Ipecacuanha, al mando de un capitán alcohólico, John Davies, zarpó de África en 1887, con un puma y otros animales a bordo; fue vista en varios puertos del Pacífico sur y, finalmente, desapareció de estos mares (con un considerable cargamento de copra a bordo) tras partir de Banya hacia un destino desconocido, en diciembre de 1887, fecha que coincide plenamente con la historia de mi tío.
Charles Edward Prendick
En el chinchorro de Lady Vain
No es mi intención añadir nada más a lo ya escrito sobre la desaparición del Lady Vain. Como todo el mundo sabe, la nave colisionó con un pecio diez días después de abandonar Callao. El bote salvavidas, con siete tripulantes, fue encontrado ocho días más tarde por el cañonero Mirtle, y el relato de sus tremendas penurias se ha hecho tan famoso como el aún más terrible caso del Medusa. Sin embargo, me toca ahora añadir a la historia del Lady Vain otra igualmente terrible, pero aún más extraña. Hasta el momento se ha creído que los cuatro hombres que viajaban en el bote perecieron, pero no es cierto. Tengo la mejor de las pruebas para hacer esa afirmación: yo era uno de esos hombres.
En primer lugar debo explicar que nunca hubo cuatro hombres en el bote; éramos tres. Constans, «a quien el capitán vio saltar a la lancha» (Daily News, 17 de marzo, 1887), afortunadamente para nosotros, aunque desgraciadamente para él, no consiguió alcanzarnos. Descendía entre la maraña de cabos bajo los estays del destrozado bauprés; una cuerda se le enredó en el tobillo en el momento de saltar y quedó por un instante colgando cabeza abajo; luego cayó y chocó contra un motón o un palo que flotaba en el agua. Remamos hacia él, pero no volvió a salir a la superficie.
Digo que afortunadamente para nosotros no nos alcanzó y casi podría añadir que afortunadamente también para él, pues no teníamos más que un pequeño barril de agua y unas cuantas galletas empapadas, tan repentina había sido la alarma y tan poco preparado estaba el buque para cualquier calamidad. Pensamos que la gente de la lancha iría mejor provista (aunque al parecer no era así) e intentamos llamarlos. No debieron de oírnos, y al día siguiente, cuando dejó de lloviznar, lo que no ocurrió hasta después del mediodía, ya no vimos rastro de ellos. No podíamos ponernos de pie para mirar a nuestro alrededor a causa del cabeceo del bote. Las olas eran enormes y teníamos grandes dificultades para tomarlas de proa. Los otros dos hombres que habían logrado escapar conmigo eran un tal Helmar, pasajero como yo, y un marinero cuyo nombre desconozco, un hombre bajito, robusto y tartamudo.
Navegamos a la deriva, muertos de hambre y, desde que se acabó el agua, atormentados por una terrible sed, por espacio de ocho días y ocho noches. Transcurrido el segundo día el mar fue apaciguándose lentamente hasta quedar como un espejo. El lector es incapaz de imaginar cómo fueron aquellos ocho días. Por fortuna nada hay en su memoria que le permita imaginarlo. Pasado el primer día apenas hablamos entre nosotros; permanecíamos inmóviles en nuestro lugar, mirando al horizonte u observando, con ojos cada vez más grandes y extraviados, cómo el desánimo y la debilidad se apoderaban de nuestros compañeros. El sol era implacable. El cuarto día se terminó el agua y empezamos a pensar cosas extrañas y a decirlas con la mirada, hasta que el sexto día –creo– Helmar se decidió a expresar de viva voz lo que todos teníamos en la cabeza. Recuerdo nuestras voces, débiles y roncas: nos acercábamos mucho unos a otros y ahorrábamos palabras. Yo me opuse con todas mis fuerzas; prefería barrenar el bote y que pereciéramos entre los tiburones que nos seguían, pero cuando Helmar dijo que si aceptábamos su propuesta podríamos beber, el marinero se puso de su parte.
Pero yo no quise echarlo a suertes y, por la noche, el marinero no paraba de hablar con Helmar en voz baja, mientras yo permanecía sentado en la proa, con mi navaja en la mano, aunque dudo de que hubiera tenido valor para luchar. Por la mañana acepté la propuesta de Helmar y lanzamos al aire medio penique para decidir nuestra suerte.
Le tocó al marinero, pero era el más fuerte de los tres y no estaba dispuesto a acatarlo, de modo que se abalanzó sobre Helmar. Lucharon cuerpo a cuerpo hasta casi ponerse de pie. Yo me arrastré por el suelo del bote e intenté ayudar a Helmar agarrando al marinero por la pierna, pero con el balanceo del barco el marinero tropezó y los dos cayeron por la borda. Se hundieron como piedras. Recuerdo que me reí y me pregunté por qué me reía. La risa se apoderó de mí sin que pudiera evitarlo.
Me tumbé sobre una de las bancadas durante no sé cuánto tiempo, pensando en que, si tuviera valor, bebería agua del mar hasta enloquecer, para morir rápidamente. Y mientras estaba allí tumbado avisté, con tan poco interés como si fuera un cuadro, un barco que avanzaba hacia mí desde la línea del cielo. A buen seguro había estado divagando durante mucho tiempo, y sin embargo recuerdo con claridad todo lo que sucedió. Recuerdo que mi cabeza se balanceaba con el mar, y que el horizonte, con el barco que lo surcaba, oscilaba arriba y abajo. Pero también recuerdo con idéntica claridad que tuve la impresión de estar muerto, y pensé en la ironía de que por muy poco no hubieran llegado a tiempo de encontrarme con vida.
Durante un tiempo, que se me antojó interminable, permanecí tumbado con la cabeza apoyada en la bancada, contemplando la goleta que bailaba sobre las olas. Era una pequeña embarcación, con aparejos en proa y en popa, que aparecía y desaparecía entre las aguas. Se balanceaba en creciente compás, pues navegaba a merced del viento. En ningún momento se me ocurrió llamar su atención y, desde que vi su costado hasta que desperté en un camarote, no recuerdo nada con claridad. Conservo la vaga noción de que fui izado hasta la pasarela y de un gran semblante cubierto de pecas y enmarcado por una mata de pelo rojo que me observaba desde la batayola. También me pareció entrever una cara oscura y unos ojos extraordinarios muy cerca de la mía, pero pensé que se trataba de una pesadilla hasta que volví a encontrarla. Creo recordar que me hicieron tragar cierto mejunje. Y eso es todo.
El hombre que no iba a ninguna parte
El camarote en el que desperté era pequeño y bastante desaliñado. Un hombre, más bien joven y rubio, con erizado bigote de color pajizo y el labio inferior caído, estaba sentado junto a mí, sosteniéndome la muñeca. Nos miramos por espacio de un minuto sin decir una palabra. Tenía ojos grises y acuosos, extrañamente desprovistos de expresión.
Entonces se oyó un ruido arriba, como si arrastraran una cama de hierro, y el gruñido furioso y apagado de un gran animal. En ese momento el hombre habló de nuevo.
Repitió su pregunta:
—¿Cómo se encuentra ahora?
Creo que dije encontrarme perfectamente. No conseguía recordar cómo había llegado hasta allí. Debió de interpretar la pregunta en mi rostro, pues no podía articular palabra.
—Lo encontramos en un bote, medio muerto de hambre. El bote se llamaba Lady Vain y había manchas de sangre en la borda.
En ese momento vi mi mano, flaca como una bolsa de piel sucia y llena de huesos, y entonces recordé todo lo ocurrido en el bote.
—¡Tome un poco de esto! —dijo, y me dio una sustancia helada de color carmesí. Sabía a sangre y me devolvió las fuerzas.
—Tiene suerte de haber sido rescatado por un barco con médico abordo —exclamó con cierto dejo ceceante.
—¿Qué barco es éste? —pregunté despacio, con la voz ronca luego de tan largo silencio.
—Es un pequeño mercante que viene de Arica y Callao. Nunca pregunté cuál fue su puerto de origen. El país de los tontos, supongo. Yo vengo de Arica. El estúpido a quien pertenece, que también es su capitán, un tal Davis, ha perdido su certificado o algo por el estilo. Ya sabe cómo es esa gente; le llama Ipecacuanha a este cascarón: ¡nombre endiablado donde los haya! Pero cuando la mar está sin una gota de viento, se porta bien.
Se reanudaron los ruidos arriba: un gruñido y una voz humana. Luego se oyó otra voz que desistía diciendo:
—¡Maldito idiota!
—Estaba medio muerto —continuó mi interlocutor—. Lo cierto es que le faltaba muy poco. Pero le di un brebaje. ¿Siente los brazos doloridos? Inyecciones. Ha estado inconsciente durante casi treinta horas.
Me quedé pensativo. Entonces me distrajo el ladrido de unos perros.
—¿Podría tomar algo sólido? —pregunté.
—Gracias a mí —respondió él—. El cordero está cociendo.
—Sí —dije con convicción—. No me vendría mal un poco de cordero.
—Pero —dijo con momentánea vacilación—, yo me muero por saber qué hacía usted solo en ese bote.
Me pareció detectar cierto recelo en sus ojos.
—¡Malditos aullidos!
Salió bruscamente del camarote, y lo oí discutir acaloradamente con alguien que respondía en una especie de jerga. Parecía que aquello iba a terminar en una pelea, pero creo que mis oídos se equivocaban en esto. Luego gritó a los perros y regresó al camarote.
—Bien —dijo desde el pasillo—. Estaba empezando a contarme algo.
Le dije que me llamaba Edward Prendick y que había decidido dedicarme a las