De entonces y ahora
Por Orlando Ortiz
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De entonces y ahora - Orlando Ortiz
Fotografía: Marco Antonio López Ruiz
Orlando Ortiz (Tampico, 1945) es un versátil escritor de varios géneros: novela, cuento, ensayo, crónica de viaje, ensayo- crónica, antología, novela gráfica y cómic. Ha fungido como coordinador de talleres literarios del INBA, Conaculta y Fundación para las Letras Mexicanas, entre otras instituciones. Ha colaborado en numerosas revistas, como Siempre!, Revista de la Universidad de México y Tierra Adentro, así como en suplementos culturales y diarios de la capital y del interior de la República. Entre sus publicaciones destacan En caso de duda (1968), Secuelas (1986), Sólo sé que así fue (2005) y Última espera (2011). Es miembro del Sistema Nacional de Creadores.
LETRAS MEXICANAS
De entonces y ahora
ORLANDO ORTIZ
De entonces
y ahora
Primera edición, 2014
Primera edición electrónica, 2015
Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar
D. R. © 2014, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
Comentarios:
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Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-3102-2 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
ÍNDICE
Orlando Ortiz, De entonces y ahora, Eduardo Langagne
En cascada
El desquiciante recinto
Penumbra
El trayecto
Cartas al director
El promotor cultural VIII
Contingencias
En las entrañas ve
Padre, hijo y ejecutor
Quizá por eso
No sé si decírselo
El anfitrión
La plazoleta
Música acuática
Bodegón
La adopción
El encuentro
Pálido gañido
Los fuereños
Una habitación
Hombre de palabra
Transferencia
A lo lejos
Acción sincopada
Cuento póstumo
EDUARDO LANGAGNE
Horacio Quiroga, a más de narrador excepcional, uno de los autores que con mayor agudeza han reflexionado sobre el cuento —este arte noqueador, tan preciado, sin duda, por todos los hombres y mujeres a través del tiempo—, decía: Mientras la lengua humana sea nuestro preferido vehículo de expresión, el hombre contará siempre, por ser el cuento la forma natural, normal e irreemplazable de contar
.
Para Orlando Ortiz el cuento es una forma de vida, una manera de llevar historias a la realidad de la literatura. De entonces y ahora posee esa forma natural, tan difícil de alcanzar en el arte del cuento, que produce narraciones en las que todo fluye con aparente sencillez, donde todo concuerda y significa, aun cuando lo que se nos proponga sea una entreverada historia policiaca, o cuando el transcurrir de las acciones se conecta sutilmente, o bien si la mezclada madeja de los hilos argumentales apela a una mayor destreza del lector. Naturalidad que sabe echar mano del artificio y donde lo bien contado forma un binomio oportuno con una buena historia.
Pero esta conjunción también exige a su autor habilidades que opera con envidiable virtuosismo: dominio de la técnica, oficio y conocimiento de las formas, manejo eficaz de las voces narrativas, y ejercicio de una imaginación en constante e ingenioso movimiento. El manejo de técnicas narrativas es especialmente cuidadoso y ejemplar, y permite admirar la escritura de un maestro del género. Su pericia se convierte ya en ese instinto propio de los cuentistas natos que —como buenos jinetes al corcel— saben conducir el relato, refrenándolo a veces con las bridas para ceñir el avance, produciéndonos el delicioso efecto de intuir que algo más está por revelársenos; largándole la rienda más tarde para desbocar el interés de sus ávidos lectores y terminar sorprendiéndolos con una parada en firme de la que, apenas recuperados, puede convertirse en nuevo impulso para seguir leyendo.
La narrativa de Orlando Ortiz mantiene los principios de la buena cuentística. En cada una de sus narraciones hace nacer a sus personajes y los acompaña fielmente durante todo su trayecto: sin traicionar sus personalidades, su forma particular de hablar —tan bien perfilada que de la página escrita parece levantarse la voz de ellos—, sus ideas y sus anhelos. No sólo es que pueda vérseles, sino que podemos sentirlos y comprender sus motivos, pues más que conocerlos a través de la mera descripción, Ortiz nos muestra sus entrañas, indudable evidencia de que están vivos.
No extrañará al lector de este volumen que cada texto sea un estímulo continuado. La expresión no pude dejarlo
se le volverá familiar. Cada cuento se presenta en plena posesión de sus estructuras; la variedad de las historias, los temas que van de la anécdota inmediata al emocionante tejido del estilo policiaco, adoptan también lenguajes diferentes en un catálogo que propone, en los distintos ámbitos de la expresión, lo mismo las palabras cotidianas de la urbe en sus diferentes estratos socioeconómicos, que el hablar de las provincias y los diferentes códigos lexicológicos según las regiones del país, o por décadas, en cuya localización cronológica la recuperación de formas dialectales amplía su potencial para brindar una mayor fuerza a la expresión.
Orlando ha sido un maestro de varias generaciones y a cada una le ha brindado las particularidades estilísticas del momento, la manera especial en la que se advierte el desarrollo del cuento en cada lapso y entorno; le ha proporcionado datos afines a cada etapa del desarrollo de los textos.
Y es en ello donde puede cotejarse la eficiente tarea de Ortiz, un autor que de manera simultánea a su escritura creativa ha guiado a otros compartiendo generosamente la punta y la goma del lápiz, y en ellas su saber acumulado, que a lo largo de cuatro décadas le ha permitido reunir cuentos excepcionales salidos de su mano, de los que ahora presenta una suma con la que el lector podrá disfrutar una narrativa de equilibrado andar, de entonces y ahora.
otra posibilidad sería entrar al café, ocupar una de las mesitas más apartadas y pedirle a Rosi que me sirva un expresso doble, como siempre, y como siempre ella esbozará en silencio una mueca —algo parecido a una sonrisa—, dará media vuelta y al alejarse su grupa atraerá mi atención; más todavía porque, como siempre, se dibujarán los bordes de su ropa interior en la delgada tela del uniforme. ¿Tendrá otra ropa? Seguramente sí; y también, seguramente, si la viera con ella no la reconocería, aunque fueran perceptibles los bordes de sus pantaletas minimalistas, que se le untan a las caderas redondas, firmes y estrechas... Colocaré en la mesa el libro y mi cuaderno, comenzaré a garabatear en éste algunas cosas, como si estuviera escribiendo en serio, para tratar de hacer a un lado esa lascivia gratuita. Para concentrarme. Porque lo que debería preocuparme es otra cosa: la incapacidad para centrar mi atención en algo concreto y encaminar mis esfuerzos hacia el logro de tal propósito.
Para concentrarme, ¿en qué? ¿En observar a quienes ocuparán las mesitas del café? Casi todos serán los mismos de siempre. Parroquianos habituales, como yo, pero lo curioso (¿debería decir dramático?) y triste es que de todos ellos ignoro sus nombres y oficios; nunca, con ninguno, he cruzado palabra. (Cuando niño, a veces acompañaba a mi padre al café, el Tupinamba, y al entrar todos lo saludaban, todos se conocían, todos estaban enterados de la vida o los problemas de los otros, conversaban en su propia mesa o de una mesa a otra. Conversaban. El café era una gran mesa en la que todos convivían.)
Seguiré garabateando en el cuaderno y trataré de ignorar el ruido, casi susurro neumático de la aproximación paulatina de Rosi. Haré un esfuerzo para no levantar la mirada y toparme con su imagen. No con su imagen: con el nítido relieve de sus pezones en la blusa, como siempre, y como siempre de nuevo esa mueca —tal vez en verdad sea una sonrisa— al colocar frente a mí el vaso de agua y la minúscula taza con el líquido oscuro en el que sobrenada olorosa nata de color terracota. La mirada se rebelará para acudir presurosa al escote. La morena hondonada suavizará mis ojos y alentará, en alguna forma, recuerdos de esa realidad lacerantemente incruenta que ni siquiera sé si deseo ignorar, escribir, revivir, disfrazar.
Ni el olor del café ni la sonrisa de Rosi ni su aroma y su tersura visuales serán suficientes. Porque la historia estará dando vueltas por allí, prefigurándose, tomando el perfil de esa carta no timbrada, escrita en el aire y enviada sin fecha, como en realidad ocurre con todas las cartas. Las leemos sin averiguar cuándo nos las enviaron o de dónde. Porque lo importante es el quién y el qué. El quién, nos lo dice la letra, siempre inconfundible (¿sería mejor decir reconocible?), del sobre. Inconfundible (¿reconocible?), porque ya la tenemos en la memoria y trae el cariño o el parentesco o la amistad
o lo que sea que haya sido
o es; y del qué se entera él cuando empieza a leerla, intrigado, porque esas líneas le llegaron de (¿lo llevaron a?) muchos años antes. Una anécdota que suponía remota y casi olvidada. Poco más de veinte años.
A medida que leía se percataba de que lo remoto y casi olvidado (¿es verdad, o subconscientemente se engaña?) no era lo esencial. El espacio mayor lo ocupaba una historia hasta ese momento ignorada. O tal vez sería más exacto calificarla de ocultada, porque ella jamás le comunicó su existencia. Para confirmarlo tendría que buscar el mazo de epístolas recibidas por aquellos años y ahora extraviadas en alguna de las cajas de cartón con papeles viejos, recortes de prensa o revistas, apuntes para novelas que murieron de inanición —antes, incluso, de configurarse como fetos—. Entre todo eso deben hallarse las cartas, pues está seguro de que jamás las destruyó. Siempre alentó, en secreto, la posibilidad... ¿de qué? No está seguro. Tal vez de un reencuentro. Quizá de una destrucción dramática de las misivas que implicara algo de lirismo y tragedia.
Resultaba paradójico que lo aparentemente olvidado se perfilara en su memoria con una frescura y fuerza mayores que los recuerdos de ayer o de una semana antes. Una noche. Una noche toda llena de murmullos y no de primavera sino vísperas del otoño, a orillas del Mar Negro. Hablaban de José Asunción Silva, ese poeta colombiano cuya originalidad —se enteraría después—, según Unamuno, estaba en que el fondo parecía ser la forma y la forma era el instrumento para profundizar en el verdadero fondo del poema. No recuerda si había luna llena o nueva, cuarto menguante o creciente, pero sí que la noche espejeaba en el mar y sus evocaciones literarias crecían. Silva ligado a Poe, a sus melancolías de adolescente y a su necesidad, en ese instante, de aferrarse a ella como a una última posibilidad de recobrar anhelos y caminos.
Tiempos idos de una Bulgaria inexistente ya. Aunque al hacer memoria cae en cuenta de que tampoco existía ese país que conoció. Era sólo una ilusión —virtual, dirían hoy—. Ella no. Esa noche, en Varna, tampoco. Entonces convergieron plenamente sus afinidades. Ella se desentendió del resto de la delegación —ya no había necesidad de intérprete— y ambos acabaron de encontrarse. Evsinograd, Varna, Burgás, Grúdovo, Sofía... puntos de encuentro que se condensan en esa sola noche a orillas del Mar Negro. Una noche oscura. Bastante oscura. Y fría. Muy fría. Un airecillo helado enrojecía sus mejillas, agrietaba sus manos y al mismo tiempo le insuflaba un entusiasmo desconocido, o tal vez sólo olvidado y que al renacer lo hacía con el vigor de lo nuevo.
Al estar frente a ella llegó a pensar que sería inevitable retomar el olvidado camino de la literatura. Imaginó el libro de Xristo Botev sobre su mesa de trabajo, junto a la caracola que días después le obsequiaría el guardafaros de Burgás (¿cuál era el nombre de esa pequeña isla que otrora fuera prisión?...); esa caracola que se significaría como símbolo de ella. ¿A lo largo de cuántos años tuvo cerca de su mano el tierno y frágil caparazón de hendidura rosada, y el libro de Botev con unas hojillas secas entre sus páginas? Imposible saberlo. También imposible averiguar las veces en que endulzó las asperezas de sus hoyes tomando en sus manos, con ternura líquida, la caracola y con la yema del índice derecho recorrer aquella hendija, amoroso abismo, tierno y vivo como sus recuerdos. Como los recuerdos
como esas evocaciones de un mundo ya inexistente
al que me aferro para sobrevivir. Para poder seguir existiendo. Un mundo ilusorio, tal vez hasta falso. Pero tenía algo de poético, porque la poesía no tiene que ver nada con la verdad.
¿Qué le decía entonces en mis cartas? Nunca, lo que debí decirle. Sí, lo que sentía, lo que necesitaba expresarle a alguien que entendiera ese lenguaje casi esotérico para algunos y para otros ñoño, decimonónico y melifluo. Pero muy mío, muy yo, o mejor, muy mí-yo. Porque el libro de poesías que me enviaste por correo está al lado de mi cama y lo hojeo —entonces, después; todavía ahora, ya otoñecido, porque las hojas se han vuelto amarillas y empalidecido las líneas de tanto que mis ojos las recorren—, sí, lo hojeo a menudo antes de acostarme. Leo, según el ánimo que tengo, una poesía y luego, en la oscuridad de la noche, me quedo con los ojos muy abiertos, poblando de imágenes los rincones de mi cuarto. Sobre todo cuando leo por milésima vez el Nocturno
, de José Asunción Silva. Luego, al apagar la luz, tengo la sensación de que si me levanto de la cama y comienzo a caminar, detrás de la puerta no estará el pasillo, tampoco la sala, la cocina, el baño y otros espacios triviales, sino un largo sendero inundado por la luz de la luna. Y camino por ese sendero como las sombras del Nocturno
. Sin embargo, el alma no me duele, en ella reina la luz y a veces sólo el vago recuerdo de los tiempos remotos estremece mi alma, pero con levedad, sin dañarla, sin dolerla. (Y con una especie de entusiasmo súbito, para acallar lo que latía en el vientre, le decía:) Te propongo que cuando nos veamos de nuevo, pues de todas formas algún día habrá de suceder, paseemos a la luz de la luna, reviviendo poetas muertos y hablando con ellos. Algo así debí escribirle entonces en alguna de mis cartas.
¿Qué le diría ahora? Que durante muchos años, entonces, tuve su recuerdo a mi lado; no podría llamarlo de otro modo. Que tal vez lo conocí ya como recuerdo, por eso jamás ha dejado de ser eso. Supongo. Un hombre de mirada triste que sólo cuando hablábamos de literatura se encendía, dejaba que saliera de sus adentros lo que a otros ocultaba. Adieu, tristesse... Salu, tristesse... Bon jour, tristesse...
una tristeza sensual, bella por
no ser absoluta y porque siempre la acompañaba cuando, en el invierno, dejaba a un lado las tareas cotidianas (planchar, escribir cartas, sacudir muebles, tocar el piano, cuidar al pequeño, traducir textos, visitar a alguna amiga) y salía a caminar por los parques de Sofía. Le gustaba hacerlo en esa época porque casi no había gente en las calles y podía pensar, soñar y disfrutar su soledad. Además, las estatuas de sus escritores y poetas preferidos parecían más solitarias que nunca y eso le daba al parque un encanto evocador, una tristeza que la hacía pensar en tiempos lejanos, en vidas pasadas... y al contrastarla con sus sueños y sentimientos, éstos le parecían demasiado intensos cuando las cosas tendrían que ser como ese entorno: sencillas, tranquilas y al mismo tiempo plenas, vehementes. Permanecía largo tiempo en el parque nevado, incluso cuando el humor era adverso y le hacía sentir que el tiempo era gris e impersonal; a veces presentía la lluvia y con el presentimiento evocaba a Verlaine: Il pleure dans mon coeur. Comme il pleut sur la ville... hasta que el pequeño reclamaba su atención. Como años después, recientemente, lo hizo, y ella debió escribir la carta que tal vez nunca recibiría él, pues había dejado de enviarle epístolas hacía varios lustros. Ahora debía enterarlo de todo lo que nunca le dijo y decirle que tal vez lo buscara el pequeño (ahora ¿joven?, ¿hombre?), porque ésa era una asignatura que su hijo sentía pendiente, algo
que debo averiguar algún
día pero me sirvió de pretexto para salir de Sofía, donde estaba por asfixiarme. No encajaba allá pero aquí tampoco. Lo fácil sería culpar a mi madre por haberme hecho creer que había un mundo heroico, poético, similar a ese en el que ella vivía. Un mundo romántico, porque ahora podría decirse que el siglo XX fue un simple puente entre los resabios decimonónicos y esta centuria que se inicia con horizontes aciagos. Aquellas ideas libertarias y revolucionarias del XIX se perdieron en el camino y de pronto se vio esto como la ínsula salvadora y supuse que estaría aquí el punto en el que me reencontraría con esa niñez que mi madre me dio. Cuando me llevaba de la mano por parques de Sofía a visitar a sus poetas y héroes consentidos. Y me hablaba de ellos, que si Jadshi Dimiter o Karadshata, Xristo Botev y Chavdar, o Liuben Karavélov e Iván Vasov, luego los poetas de otros países, españoles, franceses, rusos, ingleses. Tal vez,
tal vez su madre le ha ocultado mucho
más de lo que él supuso. No sólo la identidad de su padre, sino también la de sus ancestros. Es ahora cuando se da cuenta de ello, pues en su infancia se le hacía muy natural tener una madre que le enseñó a tocar el piano y con la cual se sentaba en el banquillo a interpretar algunas piezas de Diabelli, Chopin, Satie... y lo dormía leyéndole poemas. Ahora se percata de que no es nada común dominar cinco lenguas, como su madre, y también tocar el piano como ella lo hacía. Había algo raro en ella e igualmente en él. Imposible dudarlo, y tal impresión la ha cargado a lo largo de muchos años. Desde que, siendo todavía un niño, su madre lo llevó a una aldea en el monte Standzha, a finales de la primavera, y de manera accidental presenciaron una ceremonia religiosa. Cuando llegaron a la población el crepúsculo luchaba por no dejar escapar las últimas luces del día. Todo parecía en calma, no se veía gente en la entrada a la aldea. De pronto escucharon la melancólica voz de un kaval. Se orientaron por ella y poco más adelante se toparon con una procesión. Al kaval se unió el sonido de una gaita y de un tambor.
Por curiosidad se unieron a los aldeanos, y al llegar a la plaza principal la gente comenzó a abrirse para formar una circunferencia. En el centro de aquel espacio circular reverberaban con vivacidad casi deslumbrante las brasas de una hoguera. Al llegar a la primera fila