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Cómo ser antirracista
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Libro electrónico425 páginas7 horas

Cómo ser antirracista

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Más de un millón de copias vendidas en EEUU del experto en antirracismo Ibram X. Kendi. #BlackLivesMatter

Con más de un millón de copias vendidas en EEUU, Ibram X. Kendi nos ofrece en Cómo ser antirracista las claves del antirracismo —desde los conceptos más básicos hasta los casos menos evidentes—, que nos ayudarán a ver con claridad todas las formas de racismo, a comprender sus consecuencias tóxicas y a trabajar para oponerse a ellos de manera personal y colectiva.
Ibram X. Kendi nos ofrece las claves del antirracismo —¿Somos racistas? ¿O actuamos de forma racista o antirracista?— añadiendo el género, la clase, la orientación sexual ... y también las diferentes intersecciones entre ellas que fortalecen la opresión y la violencia que reciben estos colectivos. Entendiendo el racismo como estructural y sistémico, Kendi apela a la responsabilidad individual y a la lucha colectiva contra el sistema que legitima y practica el racismo en nuestra sociedad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 nov 2020
ISBN9788417925420
Cómo ser antirracista
Autor

Ibram X. Kendi

Ibram X. Kendi is a National Book Award–winning and #1 New York Times bestselling author. His books include Antiracist Baby; Goodnight Racism; How to Be an Antiracist; and How to Raise an Antiracist. Kendi is the Andrew W. Mellon Professor in the Humanities at Boston University and the director of the BU Center for Antiracist Research. In 2020, Time magazine named Kendi one of the 100 most influential people in the world. He has also been awarded a 2021 MacArthur Fellowship.

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    Resumen. Ser antirracista es simplemente ser racista contra los blancos. 400 páginas de odio a los blancos.

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Cómo ser antirracista - Ibram X. Kendi

Cómo ser antirracista

CICLOGÉNESIS 12 | RAYO VERDE

Cómo ser antirracista

Ibram X. Kendi

Traducido por Cristina Lizarbe

Un manual sobre el racismo sistémico de nuestra sociedad y de cómo confluye con otras opresiones como el género, la clase o la sexualidad.

Primera edición: noviembre 2020.

Título original: How to be an antiracist

Copyright © 2019 by Ibram X. Kendi

This translation published by arrangement with One World, an imprint of Random House, a division of Penguin Random House LLC

© de la traducción del inglés, Cristina Lizarbe Ruiz

© de esta edición, Rayo Verde Editorial, 2020

Diseño de la cubierta: Tono Cristòfol

Ilustración de la cubierta: © jiris / Adobe Stock, 2020

Producción editorial: Xantal Aubareda y Sandra Balagué

Corrección: Nuria Ochoa

Diseño ebook: Víctor Sabaté (Iglú de libros)

Publicado por Rayo Verde Editorial

Gran Via de les Corts Catalanes 514, 1r 7a, Barcelona 08015

Clica sobre los iconos para encontrarnos en las redes sociales

http://www.rayoverde.es

ISBN: 978-84-17925-42-0

THEMA: JFSL, JFS

La editorial expresa el derecho del lector a la reproducción total o parcial de esta obra para su uso personal.

Tabla de contenido

Mi introducción racista

Capítulo 1. Definiciones

Capítulo 2. Conciencias enfrentadas

Capítulo 3. Poder

Capítulo 4. Biología

Capítulo 5. Etnia

Capítulo 6. Cuerpo

Capítulo 7. Cultura

Capítulo 8. Comportamiento

Capítulo 9. Color

Capítulo 10. Blanco

Capítulo 11. Negro

Capítulo 12. Clase

Capítulo 13. Espacio

Capítulo 14. Género

Capítulo 15. Sexualidad

Capítulo 16. Fracaso

Capítulo 17. Éxito

Capítulo 18. Supervivencia

Agradecimientos

Notas bibliográficas

Para la supervivencia

Mi introducción racista

Odiaba los trajes y las corbatas. Había pasado diecisiete años rodeado de feligreses con traje y corbata y sombreros altísimos. Mi ropa de adolescente mostraba a las claras la actitud de desafío del hijo de un predicador. Era el 17 de enero del año 2000. Más de trescientas personas negras —y un puñado de personas blancas— llegaron aquel lunes por la mañana con sus mejores galas a la Hylton Memorial Chapel en Virginia del Norte. Mis padres lo hicieron en estado de shock. De alguna forma, su hijo, que iba dando tumbos por la vida, había conseguido llegar a la ronda final del concurso de oratoria Martin Luther King Jr. del condado de Prince William.

No me presenté con una camisa blanca debajo de un traje oscuro y una corbata a juego, como la mayoría de mis contrincantes. Lucía una atrevida americana dorada y una elegante camisa negra con una corbata de rayas en tonos vivos. El bajo de mis pantalones negros y anchos coronaba mis botas de color crema. Había suspendido el examen de respetabilidad sin ni siquiera abrir la boca, a pesar de lo cual mis padres, Carol y Larry, eran todo sonrisas. No recordaban la última vez que me habían visto con una corbata y una americana, por muy chillonas y estrambóticas que fueran.

Pero mi ropa no era lo único que no encajaba allí. Mis contrincantes eran prodigios académicos. Yo no. Tenía una nota media por debajo de 3.0; mi puntuación en el examen de admisión de la universidad apenas rondaba el 1000. Las universidades estaban seleccionando ya a mis contrincantes. Yo todavía flotaba en el limbo después de haber recibido por sorpresa dos cartas de admisión de dos universidades a las que había enviado la solicitud con pocas ganas.

Unas semanas antes estaba en la cancha de baloncesto con mi equipo del instituto, calentando para un partido en casa, recorriendo las líneas de tiro. Mi padre, con su metro noventa y dos y sus noventa kilos, emergió de la entrada del gimnasio de mi instituto. Caminó despacio hasta la cancha de baloncesto, agitando sus largos brazos para llamar mi atención —y avergonzándome delante de lo que podríamos llamar el «juez blanco»—. Un clásico de papá. No le importaba lo más mínimo lo que los blancos moralistas pensaran de él. Casi nunca, por no decir nunca, fingía una sonrisa de cortesía, forzaba una voz más calmada, ocultaba su opinión o evitaba montar una escena. Quería y odiaba a mi padre por vivir con sus propias reglas en un mundo que solía negarles esas reglas propias a las personas negras. Era el tipo de actitud desafiante que podría haber provocado que una turba lo linchara en una época y un lugar diferentes —o que lo lincharan unos hombres con placa en la actualidad—.

Corrí hasta él antes de que pudiera acercarse a nuestras líneas de tiro. Curiosamente aturdido, me tendió un sobre manila marrón.

—Te ha llegado esto hoy.

Me hizo gestos para que abriera el sobre allí mismo, en mitad de la cancha, mientras los estudiantes y profesores blancos nos observaban.

Saqué la carta y la leí: había sido admitido en la Universidad de Hampton, en Virginia del Sur. Mi estupor inicial explotó en una felicidad indescriptible. Abracé a papá y respiré. Las lágrimas se mezclaron con el sudor de mi cara sofocada. Los ojos blancos que teníamos a nuestro alrededor y que nos juzgaban se desvanecieron.

Creía que era estúpido, que era demasiado tonto como para ir a la universidad. Por supuesto, la inteligencia es tan subjetiva como la belleza. Pero seguí guiándome por los estándares «objetivos», como las puntuaciones de los exámenes y los boletines de notas, para valorarme a mí mismo. No es extraño que solo mandara dos solicitudes para la universidad: una a Hampton y la otra al centro al que acabé yendo, la Universidad A&M de Florida. Menos solicitudes implicaban menos rechazos, y estaba completamente seguro de que esas dos clásicas universidades negras iban a rechazarme. ¿Por qué iba a querer una universidad en su campus a un idiota que no es capaz de entender a Shakespeare? Nunca se me ocurrió que tal vez no estaba intentando entender a Shakespeare y que por eso abandoné mi clase de Inglés II del Bachillerato Internacional en mi último año. Pensándolo bien, no leí demasiado durante aquellos años.

Quizá, si hubiera leído algo de historia por aquel entonces, habría descubierto la importancia histórica de la nueva localidad a la que mi familia se había mudado desde la ciudad de Nueva York en 1997. Habría sabido más sobre todos esos monumentos confederados que tenía alrededor en Manassas (Virginia), como el ejército caído de Robert E. Lee. Habría sabido por qué tantos turistas viajan hasta el Manassas National Battlefield Park para revivir la gloria de las victorias confederadas en las batallas de Bull Run durante la Guerra Civil. Estuve ahí donde el general Thomas J. Jackson se ganó su apodo, «Stonewall» (muro de piedra), por su tenaz defensa de la Confederación. Los habitantes de Virginia del Norte han mantenido el muro de piedra intacto después de todos estos años. ¿Ha visto alguien la ironía de que mi existencia negra y libre representase al Instituto Stonewall Jackson en este concurso de oratoria Martin Luther King Jr.?

Los encantadores organizadores del evento de la hermandad Delta Sigma Theta, los orgullosos dignatarios y los participantes estábamos sentados en el púlpito. (El grupo era demasiado grande como para decir que estábamos sentados en el púlpito). El público estaba sentado en filas que se curvaban en torno al largo y arqueado púlpito, dejando espacio para que los oradores pudieran caminar hasta los extremos de la capilla mientras daban su charla; cinco escalones nos permitían bajar hasta el público si queríamos hacerlo.

Los estudiantes de primaria habían dado unos discursos sorprendentemente maduros. El emocionante coro infantil había cantado detrás de nosotros. El público se volvió a sentar y se quedó en silencio, esperando a los tres oradores de instituto.

Yo fui el primero, cada vez más cerca del clímax de una experiencia que ya había cambiado mi vida. De ganar el concurso de mi instituto hacía unos meses a ganar «el mejor ante el jurado» en un concurso del condado semanas antes —sentía un aumento considerable de confianza académica—. Si había salido de esta experiencia derrochando confianza para la universidad, había entrado en ella con el bajón del instituto. Todavía me pregunto si fue el mal concepto que tenía de mí mismo lo que generó primero el mal concepto que tenía de mi gente. ¿O era el mal concepto que tenía de mi gente lo que había activado ese mal concepto de mí mismo? Como la famosa cuestión del huevo y la gallina, la respuesta no es tan importante como el ciclo que describe. Las ideas racistas provocan que la gente no blanca tenga un peor concepto de sí misma, algo que la hace más vulnerable a las ideas racistas. Las ideas racistas provocan que la gente blanca tenga un mejor concepto de sí misma, algo que la atrae más hacia las ideas racistas.

Pensaba que era un estudiante mediocre y me bombardeaban con mensajes —por parte de personas negras, personas blancas, medios de comunicación— que me decían que la razón residía en mi raza…, algo que me desanimaba aún más y me hacía sentir aún menos motivado como estudiante…, algo que solo reforzaba en mí mismo la idea racista de que las personas negras eran poco estudiosas…, algo que me hacía sentir aún más desesperanza o indiferencia…, y así sucesivamente. Este ciclo no se interrumpía en ningún momento con un análisis más profundo de mis circunstancias y carencias específicas o una mirada crítica a las ideas de la sociedad que me juzgaba. En vez de eso, el ciclo reforzaba las ideas racistas que había dentro de mí hasta que estuve listo para predicárselas a los demás.

Recuerdo el concurso MLK con mucho cariño. Pero cuando recuerdo el discurso racista que di, enrojezco de pura vergüenza.

—¿Cuál sería el mensaje del doctor King para el nuevo milenio? Imaginemos un doctor King con setenta y un años, y enfadado… —Y comencé mi remix del discurso de «I have a dream» de King.

Nuestra emancipación de la esclavitud era motivo de gozo, empecé. Pero «ahora, ciento treinta y cinco años después, las personas negras siguen sin ser libres». Mi voz tronaba ya, el tono enfadado, más Malcolm que Martin.

—¡Las mentes de nuestros jóvenes siguen cautivas!

No dije que las mentes de nuestros jóvenes son cautivas de las ideas racistas, como diría ahora.

—¡Creen que está bien ser los más temidos de nuestra sociedad! —dije, como si el miedo que inspiran fuera culpa suya.

—¡Creen que está bien no pensar! —ataqué, recurriendo a la clásica idea racista de que la juventud negra no valora la educación tanto como sus colegas no negros. A nadie parecía importarle que esta idea tan trillada estuviera basada en anécdotas y nunca en pruebas. Con todo, el público me animó con su aplauso. Seguí disparando ideas racistas sin fundamento y ya refutadas, sobre todo lo que la juventud negra hacía mal, irónicamente, el mismo día que se exhibían todas las cosas buenas de la juventud negra.

Empecé a pasearme de forma frenética por la pasarela que conducía al púlpito, ganando impulso.

—¡Creen que está bien escalar el alto árbol de los embarazos! —Aplauso—. ¡Creen que está bien limitar sus sueños a los deportes y la música! —Aplauso.

¿Había olvidado que yo —no «la juventud negra»— era quien había limitado mis sueños al deporte? ¿Y estaba hablando de la juventud negra en tercera persona? ¿Quién demonios me creía que era? Al parecer, subirme a aquel ilustre escenario me había sacado del reino de los jóvenes negros normales y corrientes —y, por lo tanto, inferiores— y me había alzado hasta el reino de lo raro y extraordinario.

Durante mis arrebatos de oratoria alimentada por los aplausos, no me di cuenta de que decir algo erróneo sobre un grupo racial es como decir que algo es inferior respecto a ese grupo racial. No me di cuenta de que decir que algo es inferior respecto a un grupo racial es expresar una idea racista. Creía que estaba ayudando a mi gente, cuando en realidad estaba despachando ideas racistas sobre mi gente para mi gente. El juez negro parecía estar engulléndolas y dándome palmadas en la espalda para escuchar más. Yo seguí dándoles más.

—Sus mentes están cautivas, y nuestras mentes adultas están ahí, a su lado —dije señalando el suelo—. Porque por alguna razón creen que la revolución cultural que empezó el día que mi sueño nació ya se ha terminado.

»¿Cómo puede haberse terminado cuando fracasamos tantas veces por no tener agallas? —Aplauso.

»¿Cómo puede haberse terminado cuando nuestros hijos se van de casa sin saber cómo esforzarse, sino solo cómo no esforzarse? —Aplauso.

»¿Cómo puede haberse terminado si está ocurriendo todo esto en nuestra comunidad? —pregunté, alzando la voz—. Así que os digo, amigos míos, que aunque es posible que esta revolución cultural no acabe nunca, yo sigo teniendo un sueño…

Sigo teniendo una pesadilla: el recuerdo de este discurso siempre que reúno el valor para revivirlo de nuevo. Me resulta difícil creer que acabara el instituto en el año 2000 pregonando tantas ideas racistas. Una cultura racista me había ofrecido la munición para disparar a personas negras, para dispararme a mí mismo, y yo la había cogido y la había usado. El verdadero crimen entre las personas negras es el racismo interiorizado.

Fui un incauto, un bobo que había visto las luchas actuales de las personas negras el día de MLK del año 2000 y había decidido que esas personas eran el problema. Esta es la función habitual de las ideas racistas, y de cualquier otra clase de intolerancia en términos más generales: manipularnos para ver a la gente como el problema, en vez de las políticas que la mantienen atrapada.

El lenguaje que emplea el cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos ofrece un claro ejemplo de cómo funciona esta clase de lenguaje y pensamiento racista. Mucho antes de que se convirtiera en presidente, Donald Trump solía decir que «la pereza es un rasgo característico de los negros»¹. Cuando decidió postularse para presidente, su plan para hacer que Estados Unidos volviera a ser grande consistía en difamar a los inmigrantes latinoamericanos diciendo que la mayoría eran criminales y violadores y pidiendo miles de millones para construir un muro en la frontera y así impedir su paso. Prometió «una paralización total y completa de la entrada de musulmanes a Estados Unidos». En cuanto se convirtió en presidente, adoptó la costumbre de llamar «estúpidos» a sus críticos negros. Dijo que todos los inmigrantes de Haití «tienen el sida», y al mismo tiempo, en verano de 2017, alabó a los supremacistas blancos afirmando que eran «muy buena gente».

A pesar de todo, siempre que alguien señalaba lo obvio, Trump respondía con variaciones de un estribillo conocido: «No, no. Yo no soy racista. Soy la persona menos racista a la que habéis entrevistado jamás», que «habéis conocido jamás», que «os habéis encontrado jamás». El comportamiento de Trump puede ser algo excepcional, pero sus negaciones son algo habitual. Cuando las ideas racistas resuenan, suelen venir acompañadas de la negación de que esas ideas racistas lo son. Cuando las políticas racistas resuenan, suelen venir acompañadas de la negación de que esas políticas racistas lo son.

La negación es el pulso del racismo, el pulso de ideologías, razas y naciones. Late dentro de nosotros. Muchas de las personas que denunciamos enérgicamente las ideas racistas de Trump negamos enérgicamente las nuestras. ¿Cuántas veces nos hemos puesto a la defensiva como por instinto cuando alguien nos dice que algo que hemos hecho o dicho es racista? ¿Cuántos de nosotros estaríamos de acuerdo con esta frase: «Racista no es una palabra descriptiva. Es una palabra peyorativa. Equivale a decir No me gustas»? Estas son las palabras reales del supremacista blanco Richard Spencer, quien, al igual que Trump, se identifica como «no racista». ¿Cuántos de nosotros que despreciamos a los Trumps y a los supremacistas blancos del mundo compartimos su autodefinición de «no racista»?

¿Qué problema hay en ser «no racista»? Es una afirmación que implica neutralidad: «No soy racista, pero tampoco estoy muy en contra del racismo». Pero es que no existe la neutralidad en el conflicto del racismo. Lo contrario a «racista» no es «no racista». Es «antirracista». ¿Cuál es la diferencia? Uno apoya la idea de una jerarquía racial, como racista, y el otro la igualdad racial, como antirracista. Uno cree que los problemas tienen su origen en grupos de personas, como racista, y el otro localiza la raíz de los problemas en el poder y las políticas, como antirracista. Uno permite que las desigualdades raciales perduren, como racista, y el otro se enfrenta a las desigualdades raciales, como antirracista. No hay un espacio seguro para el «no racista». La afirmación de neutralidad «no racista» es una máscara para el racismo. Esto puede parecer duro, pero es importante que apliquemos desde el primer momento uno de los principios fundamentales del antirracismo, que es devolver la palabra «racista» a su uso adecuado. «Racista» no es —como argumenta Richard Spencer— algo peyorativo. No es la peor palabra que existe, no equivale a un insulto. Es descriptivo, y la única manera de deshacer el racismo es identificarlo y describirlo constantemente —y luego desmantelarlo—. El intento de convertir este término, que tan útil resulta a nivel descriptivo, en un insulto que casi no puede utilizarse está pensado, por supuesto, para conseguir lo contrario: congelarnos en la inacción.

La idea común de afirmar tener «daltonismo racial» es similar a la noción de ser «no racista» —al igual que en el caso del «no racista», la persona daltónica, como se supone que no ve la raza, no consigue distinguir el racismo y cae en una pasividad racista—. El lenguaje del daltónico racial —como el lenguaje del «no racista»— es una máscara para ocultar el racismo. «Nuestra Constitución es daltónica racialmente»², proclamaba John Harlan, magistrado de la Corte Suprema de Estados Unidos, en su oposición a Plessy v. Ferguson, el caso que legalizó la segregación de Jim Crow en 1896. «La raza blanca se considera a sí misma la raza dominante de este país», continuó el magistrado Harlan. «No dudo que lo seguirá siendo para siempre si permanece fiel a su gran legado». Una Constitución daltónica para unos Estados Unidos supremacistas blancos.

Lo bueno es que ser racista o antirracista no son identidades fijas. Podemos ser racistas un minuto y antirracistas el siguiente. Lo que decimos sobre la raza y lo que hacemos respecto a la raza en cada momento determina lo que somos, no quiénes somos.

Yo era racista la mayoría de las veces. Estoy cambiando. Ya no me identifico con los racistas que afirman ser «no racistas». Ya no hablo a través de la máscara de la neutralidad racial. Las ideas racistas ya no me manipulan y me hacen creer que los grupos raciales son el problema. He dejado de creer que una persona negra no puede ser racista. Ya no vigilo cada una de mis acciones como si me estuviera viendo un juez blanco o negro, intentando convencer a la gente blanca de mi igualdad humana, intentando convencer a la gente negra de que estoy representando bien a mi raza. Ya no me importa cómo las acciones de otras personas negras se reflejan en mí, porque ninguno de nosotros somos representantes de nuestra raza, y tampoco es responsable ninguna persona de las ideas racistas de otra. Y he llegado a ver que el movimiento de racista a antirracista es siempre constante —exige comprender y rechazar el racismo basado en la biología, la etnia, el cuerpo, la cultura, el comportamiento, el color, el espacio y la clase—. Y, más allá de eso, significa estar dispuesto a luchar contra las intersecciones del racismo en otros tipos de intolerancia.

Este libro trata, en definitiva, sobre la lucha fundamental en la que todos participamos, la lucha para ser plenamente humanos y ver que los demás también lo son. Comparto mi propio viaje desde mi crianza en la conciencia racial enfrentada de la clase media negra de la era Reagan, mi giro hacia la derecha, por la carretera de diez carriles del racismo antinegro —una carretera en la que, curiosamente, no hay policía y la gasolina es gratis—, y el desvío por la carretera de dos carriles del racismo antiblanco, donde la gasolina es escasa y hay policía por todas partes, todo ello antes de encontrar y girar hacia el camino sin asfaltar y sin iluminar del antirracismo.

Después de emprender este agotador viaje que conduce al camino sin asfaltar que es el antirracismo, la humanidad puede llegar hasta el claro de un futuro potencial: un mundo antirracista en todo su imperfecto esplendor. Puede hacerse realidad si nos centramos en el poder en vez de en las personas, si nos centramos en cambiar la política en vez de a los grupos de personas. Es posible si superamos nuestro cinismo respecto a la permanencia del racismo.

Sabemos cómo ser racistas. Sabemos cómo fingir que no somos racistas. Veamos ahora cómo ser antirracistas.

Capítulo 1

Definiciones

RACISTA: Alguien que respalda una política racista mediante sus acciones o su inacción, o que expresa una idea racista.

ANTIRRACISTA: Alguien que respalda una política antirracista mediante sus acciones o que expresa una idea antirracista.

Soul Liberation se balanceaba sobre el escenario del estadio de la Universidad de Illinois, luciendo unos coloridos dashikis y unos afros que se alzaban como puños cerrados, un espectáculo increíble de ver para los once mil universitarios del público. Soul Liberation no se parecía en nada a los grupos de blancos trajeados que habían estado entonando cánticos durante casi dos días después del día de Navidad de 1970.

Los estudiantes negros habían conseguido que la InterVarsity Christian Fellowship, el principal campus del movimiento evangélico de Estados Unidos y organizador del evento, dedicara la segunda noche del encuentro a la teología negra. Más de quinientos asistentes negros de todo el país estaban presentes cuando Soul Liberation empezó a tocar. Dos de aquellos estudiantes negros eran mis padres.

No estaban sentados juntos. Días antes habían viajado en el mismo autobús durante veinticuatro horas que parecieron cuarenta y dos desde Manhattan, pasando por Pensilvania, Ohio e Indiana, antes de llegar al centro de Illinois. Cien neoyorquinos negros coincidieron en el Urbana’70 de la InterVarsity.

Mi madre y mi padre se habían conocido semanas antes, durante las vacaciones de Acción de Gracias, cuando Larry, un estudiante de contabilidad del Baruch College de Manhattan, coorganizó un evento de inscripción para ir al Urbana’70 en su iglesia de Jamaica, en Queens. Carol era una de las treinta personas que asistieron; había venido a casa, a Queens, desde el Nyack College, una pequeña escuela cristiana a unos setenta y dos kilómetros al norte de casa de sus padres en Far Rockaway. No pasó nada en su primer encuentro, pero Carol se fijó en Larry, un estudiante demasiado serio con un afro gigantesco y la cara escondida detrás de un bosque de vello facial, y Larry se fijó en Carol, una chica menuda de diecinueve años con pecas oscuras diseminadas por toda su tez de color caramelo, aunque lo único que hicieron fue charlar un poco. Habían decidido, cada uno por su cuenta, ir al Urbana’70 cuando se enteraron de que Tom Skinner estaría predicando allí y de que actuarían los Soul Liberation. A los veintiocho, Skinner estaba haciéndose famoso como joven predicador de la teología de la liberación negra. Antiguo pandillero e hijo de un predicador baptista, llegaba a miles de personas a través de su programa de radio semanal y sus giras, en las que pronunciaba sermones capaces de abarrotar lugares emblemáticos como el Teatro Apollo de su nativa Harlem. En 1970, Skinner publicó sus libros tercero y cuarto, How Black Is the Gospel? y Words of Revolution.

Carol y Larry devoraron ambos libros como una canción de James Brown, como una pelea de Muhammad Ali. Carol había descubierto a Skinner a través de su hermano pequeño, Johnnie, que se había inscrito con ella en Nyack. La conexión de Larry era más ideológica. En la primavera de 1970, se había apuntado a «The Black Aesthetic», un curso impartido por el célebre literato del Baruch College Addison Gayle Jr. Por primera vez, Larry leyó The Fire Next Time de James Baldwin, Native Son de Richard Wright, las desgarradoras obras de Amiri Baraka y The Spook Who Sat by the Door, el manifiesto revolucionario prohibido de Sam Greenlee. Fue un despertar. Después del curso de Gayle, Larry empezó a buscar una forma de reconciliar su fe con su recién encontrada conciencia negra. Esa búsqueda lo llevó hasta Tom Skinner.

Soul Liberation inició su popular himno, «Power to the People». Los cuerpos de los estudiantes negros que se habían colocado justo delante del escenario comenzaron a moverse casi al unísono con los sonidos de los retumbantes tambores y el pesado bajo que, junto con las palmas sincopadas, generaban el ritmo y el blues de un renacimiento sureño rural.

La oleada de ritmo se expandió enseguida por los miles de cuerpos blancos del estadio. No tardaron mucho en ponerse de pie, balanceándose y cantando juntos el conmovedor cántico del Black Power.

Cada acorde de Soul Liberation parecía crear anticipación para la entrada del ponente principal. Cuando la música acabó, llegó el momento: Tom Skinner, con un traje oscuro y una corbata roja, se colocó detrás del atril. La voz seria, listo para comenzar su lección de historia.

—La Iglesia evangélica […] estaba a favor del statu quo. Estaba a favor de la esclavitud, estaba a favor de la segregación, predicaba contra cualquier intento del hombre negro de ser independiente.

Skinner contó cómo llegó a adorar a un Jesucristo blanco, de la élite, que enmendaba a las personas mediante «reglas y regulaciones», un salvador que vaticinaba la visión de la ley y el orden de Richard Nixon. Pero, un día, Skinner se dio cuenta de que había entendido mal a Jesús. Jesús no formaba parte del Rotary Club y tampoco era policía. Jesús era un «revolucionario radical, con pelo en el pecho y mugre en las uñas». La nueva idea de Jesús de Skinner nació de una nueva lectura del evangelio y se comprometió con ella. «Todo evangelio que no […] hable de la cuestión de la esclavitud» y la «injusticia» y la «desigualdad —todo evangelio que no quiera ir donde la gente pasa hambre y sufre pobreza y liberarla en nombre de Jesucristo— no es el evangelio».

En la época de Jesús, «había un sistema en funcionamiento al igual que hoy en día», afirmaba Skinner. Pero «Jesús era peligroso. Era peligroso porque estaba cambiando el sistema». Los romanos encarcelaron a este «revolucionario» y «lo clavaron a una cruz» y lo mataron y enterraron. Pero tres días después Jesucristo «se levantó de la tumba» para darnos testimonio hoy. «Proclamad la liberación de los cautivos, predicad la visión para los ciegos» e «id por el mundo y decidles a los hombres que están encadenados mental, espiritual y físicamente, ¡El libertador ha llegado!».

La última frase vibró en la multitud. «¡El libertador ha llegado!». Los estudiantes prácticamente saltaron de sus asientos y lo ovacionaron; contagiándose de su fresco evangelio, los libertadores habían llegado.

Mis padres fueron muy receptivos al llamamiento de libertadores evangélicos de Skinner y asistieron a varias asambleas negras a lo largo de la semana de la conferencia, unas asambleas que reforzaban este llamamiento cada noche. En Urbana’70, mamá y papá acabaron abandonando la iglesia civilizadora, conservadora y racista de la que se habían dado cuenta de que formaban parte. Fueron rescatados por la teología de la liberación negra y se unieron a la iglesia sin iglesias del movimiento del Black Power. Nacidos en la época de Malcolm X, Fannie Lou Hamer, Stokely Carmichael y otros antirracistas que se enfrentaron a los segregacionistas y a los asimilacionistas en las décadas de 1950 y 1960, el movimiento por la solidaridad negra, el orgullo cultural negro y la autodeterminación económica y política negra habían cautivado a todo el mundo negro. Y entonces, en 1970, el Black Power cautivó a mis padres. Dejaron de pensar en salvar a las personas negras y empezaron a pensar en liberarlas.

En la primavera de 1971, mamá volvió al Nyack College y ayudó a crear un sindicato de estudiantes negros, una organización que cuestionaba la teología racista, las banderas confederadas en las puertas de las habitaciones y la escasez de estudiantes, y programas negros. Empezó a llevar vestidos con estampados africanos y a envolver su creciente afro con lazos de motivos similares. Soñaba con viajar a la madre patria como misionera.

Papá volvió a su iglesia y dejó su famoso coro juvenil. Comenzó a organizar programas que planteaban preguntas estimulantes: «¿Es el cristianismo la religión del hombre blanco?», «¿Es la iglesia negra importante para la comunidad negra?». Empezó a leer la obra de James Cone, el erudito padre de la teología de la liberación negra y autor del influyente libro Black Theology & Black Power en 1969.

Un día, en la primavera de 1971, papá reunió el valor para ir a Harlem y asistir a la clase de Cone en el Union Theological Seminary. Cone daba conferencias sobre su nuevo libro, A Black Theology of Liberation. Después de la clase, papá se acercó al profesor.

—¿Cuál es su definición de un cristiano? —preguntó papá con su estilo más serio posible.

Cone miró a papá con la misma seriedad y respondió:

—Un cristiano es aquel que lucha por la liberación.

La operativa definición de James Cone de lo que era un cristiano describía un cristianismo de los esclavos, no el cristianismo de los esclavistas. Escuchar esta definición fue un momento revelador en la vida de papá. Mamá tuvo su propia revelación, una similar, en su sindicato de estudiantes negros: que el cristianismo trataba sobre la lucha y la liberación. Mis padres, cada uno por su cuenta, habían encontrado el credo con el que dar forma a sus vidas para ser el tipo de cristianos que el Jesús revolucionario les había inspirado ser. Esta nueva definición de una palabra que ya habían elegido como su identidad central los transformó de manera natural.

Mi propio camino para ser antirracista, un camino que aún no ha acabado, comenzó en el Urbana’70. Lo que cambió a mamá y a papá provocó un cambio en sus dos hijos no nacidos: esta nueva definición de la vida cristiana se convirtió en el credo que ha fundamentado las vidas de mis padres y las vidas de sus hijos. No puedo desconectar los esfuerzos religiosos de mis padres para ser cristianos de mi esfuerzo secular para ser antirracista. Y el momento clave para todos nosotros fue definir nuestros términos para poder empezar a describir el mundo y nuestro lugar en él. Las definiciones nos anclan a los principios. No se trata de algo sin importancia: si no hacemos lo básico, que es definir el tipo de personas que queremos ser con un lenguaje estable y coherente, no podemos trabajar para conseguir objetivos estables y coherentes. Algunos de mis pasos más consecuentes en mi camino hacia el antirracismo han sido los momentos en los que he llegado a definiciones básicas. Ser antirracista significa establecer definiciones claras del racismo/antirracismo, de las políticas racistas/antirracistas, de las ideas racistas/antirracistas, de las personas racistas/antirracistas. Ser racista significa redefinir la palabra racista constantemente, de forma que

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