La gloria..., del que se piró.: Erótica Don Nieve, #5
Por Don Nieve
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Ésta es una historia que cuenta las aventuras y desventuras de un espartano que se vio en mitad de la BATALLA DE LAS TERMÓPILAS. Los datos históricos están doblados o supeditados al tono jocoso del relato. Hay algo de reflexión, algo de ciencia ficción... En fin, que intenta ser divertido.
"Estamos aquí para desaprender las enseñanzas de la iglesia, el estado y nuestro sistema educativo. Estamos aquí para tomar cerveza. Estamos aquí para matar la guerra. Estamos aquí para reírnos del destino y vivir tan bien nuestra vida que la muerte tiemble al recibirnos."
― Charles Bukowski.
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La gloria..., del que se piró. - Don Nieve
Estamos aquí para desaprender las enseñanzas de la iglesia, el estado y nuestro sistema educativo. Estamos aquí para tomar cerveza. Estamos aquí para matar la guerra. Estamos aquí para reírnos del destino y vivir tan bien nuestra vida que la muerte tiemble al recibirnos.
― Charles Bukowski.
1
EN MEDIO DE LA oscuridad se escucha el chirriar de una vieja y rústica puerta de madera. Un hombre mayor, sin llegar a ser anciano, entra en la estancia portando un candil antiguo; la luz tintineante de éste deja entrever el aire cansado y algo gozoso en la cara del hombre. El silencio inunda el lugar, y solo se escuchan los pasos cortos y algo torpes del señor...; se adivinan unas sandalias como calzado, y se puede apreciar levemente que lleva puesta una toga color vainilla a modo de vestimenta.
«Hummm..., ya sé lo que voy a hacer de cenar...»
Piensa el hombre mientras anda...
Al final de lo que parece ser un gran salón o habitación, la figura se detiene, y con pulso tembloroso, aplica fuego a una gran antorcha que hay en un lateral de la pared.
Poco a poco la luz de la antorcha va lamiendo la estancia y todo lo que hay en ella; una gran mesa rectangular, ubicada en el centro, llama la atención. Alrededor de la mesa, y puestos cerca de la pared, extraños objetos adornan el lugar..., o más bien parecer haber sido coleccionados... Estos están ordenados sin una categorización específica..., o al menos, en una que solo el dueño conoce. Acompañando a los objetos, diseminadas por las cuatro paredes, se hallan unas sencillas estanterías que guardan en perfecta colocación diferentes manuscritos enrollados.
El hombre coloca el candil encima de la mesa y se rasca el poco pelo cano que tiene en la cabeza.
«Bueno, bueno, Lysander... —se nombra a sí mismo—, habrá que tomar un vinito..., ¿no?»
El hombre se frota las manos y se dirige a una pequeña alacena con paso tranquilo, sin prestar atención al resto de los objetos..., con la automaticidad del ritual. Al llegar al pequeño pero cuidado armarito, se queda un rato observando las numerosas botellas que en él atesora. Tras un momento de deleitado escrutinio, se decanta por una y la coge, cerrando con cuidado la puertecita. Lysander vuelve sobre sus pasos y se sienta en una cómoda silla de madera, acolchada de alguna manera con telas, próxima a la mesa; en ella se hallan un pequeño atril con un manuscrito sujeto y desenrollado, una fuente con fruta, una tabla con queso y una copa vacía. El hombre, tras sentarse y apoyar los codos en la mesa, mira a ambos lados como sin saber qué hacer primero. Coge el candil y lo pone en un espacio que parece reservado para él, a la altura del atril, proporcionándole así mayor claridad a su lectura. Seguidamente destapa el corcho de la botella de vino, toma la copa y mira dentro, dudando de si está suficientemente limpia..., finalmente le da un fuerte soplido al interior y vierte en ella con cuidado el vino denso y rojizo.
Lysander se reacomoda en su asiento y se inclina sobre el manuscrito; tras un breve vistazo, le da un rápido sorbo a su copa de vino y vuelve con fruición a su lectura. No lleva más de diez segundos leyendo cuando levanta la cabeza..., como interrumpido por algo que ha leído, o por un pensamiento intrusivo que le viene a la cabeza, abstrayéndolo, llevándolo a otro lugar.
Con una mirada inquisitiva y una sonrisa pícara, el hombre se recuesta en el respaldo de la silla, girado medio cuerpo, mirando fijamente a una armadura que tiene colgada; ésta, aun estando entre el resto de curioso objetos que parecen provenir de exóticos lugares, tiene un lugar preferente en la sala..., presidiéndola.
«Je, je, je... —ríe para sí—, la gloria..., ¿inmortal...? Vaya liadas..., de buena me libré... ¡De qué forma tan gloriosa me escaqueé!»
2
LYSANDER OBSERVA EL cielo gris con el ceño fruncido. Las nubes corren rápidas por el viento que sacude a rachas el paisaje. Es un día de verano, y parece que va a llover. Grandes pájaros sobrevuelan en círculos los picos de las montañas en el que se encuentra el paso que tienen que defender..., parecen buitres.
—Joder..., seguro que llueve —murmulla el joven Lysander, con la mente y la mirada en las nubes—. Como si fuera poco toda la mierda que va a salir del mondongo reventado, todo el orín y toda la sangre..., encima barro... ¡Qué puta suertecita la mía...!
—¿Decías...? —pregunta Néstor en voz clara pero baja, devolviéndolo a la situación presente en la que éste se halla.
—No, nada... —contesta bajando la cabeza—, chorradas mías... —alza el mentón de nuevo, endureciendo la expresión de la cara, con seriedad.
Los dos hombres forman parte de un nutrido grupo de unos 300 hombres, todos uniformados con la vestimenta espartana, sin casco y sin escudo, desarmados. Puede apreciarse que estos se hallan en un terreno elevado, pero no tanto, pues los riscos y cumbres los rodean. Destacado, sobre una pequeña elevación del terreno, un hombre de mirada torva y gestos fieros parece dirigirse al resto, con la elegancia que le aportan un cuerpo y unos movimientos... perfectos. Una viril barba perfectamente recortada enmarca la boca en la que se mueven los dientes, claqueteando estos como los de un muñeco diabólico. El fuego en los ojos desorbitados terminan de completar la expresión de lo que parece... un demente.
— Paece que el Leónidas está hoy inspirado —comenta con sorna Néstor.
—Sí claro, con la que se va a liar... —le devuelve Lysander enarcando las cejas y con una media sonrisa.
Los dos hombres, un tanto ajenos a la situación, cuchichean gracias a la cobertura que les proporciona el hecho de hallarse en la parte final del grupo. Estos, no hace mucho tiempo que se conocen; tan solo de unos pocos días de marcha dirigiéndose con orgullo y honor, a defender su patria y su ciudad. No parecen gozar de la confianza que proporciona una vieja amistad...; sin embargo, sí poseen esa complicidad en la que con pequeños gestos o palabras se dice mucho.
«Hay señor que peste... —vuelve a sus pensamientos Lysander—. Aquí tanto maromo junto... Ya hace casi un mes que no me doy un baño... Con lo a gusto que estaría yo en mi hacienda... ¿Es que yo soy el único que no se percata de todo esto? Los otros están tan tranquilos, e incluso felices... ¿Será que se acostumbra uno? No..., yo estoy jodido..., a mis jodidos 23 años no estoy acostumbrado... Joder, todo apesta. ¡Pero bueno!...
—... alguien tiene que defender el hogar