Un viaje singular
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Francisco Javier Rodrigo Castrillo
Nacido en 1942 en Villoldo (Palencia). Estudió (1964-68) Filología Románica en la Universidad Central de Madrid. Se doctoró en la Universidad de Salamanca, donde previamente se había licenciado también en Filología Hispánica. Ha ejercido de profesor en institutos de Segunda Enseñanza y de Bachillerato, en Guipúzcoa (en Villarreal-Zumárraga y en Hernani) y en la ciudad de Salamanca. Casado y con dos hijos. Actualmente, jubilado.
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Un viaje singular - Francisco Javier Rodrigo Castrillo
Un viaje singular
De nombre propio a nombre común
Francisco Javier Rodrigo Castrillo
Un viaje singular
De nombre propio a nombre común
Francisco Javier Rodrigo Castrillo
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
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© Francisco Javier Rodrigo Castrillo, 2021
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
Primera edición: 2021
ISBN: 9788418674150
ISBN eBook: 9788418676079
A Trini.
A Miguel y a Pedro, y a sus compañeras.
A nuestros nietos, Daniela, Gonzalo, Julia y Bruno.
Prólogo
Cuando en los años ochenta preparaba la tesis doctoral, conocí Dal nome proprio al comune, de Bruno Migliorini, trabajo que me animó -ya llevaba yo años recogiendo testimonios de ello- a emprender algo similar en castellano; al menos, para poder disponer de una recopilación copiosa y ordenada de ejemplos en que el nombre propio de persona pasaba a nombre común, o generaba un derivado, o se conservaba como nombre propio, en bastantes casos sin referencia personal concreta... Es decir, dar testimonio de un doble fenómeno: por una parte, la generación de términos nuevos a partir del nombre propio de persona; y por otra, la ‘decoloración’, o especie de degradación del nombre propio, que pierde su carácter esencial de denominador e individualizador. Este es el empeño de mi tarea, en gran parte, compiladora.
Al publicar mi primer trabajo en 1908, concerté con el editor sacar también este del nombre propio, que él bautizó como Diccionario curioso. Y, en efecto, estuvo listo para 2013. Se enmaquetó y se dispuso todo para su edición, pero pasaba el tiempo y esta no llegaba. Las excusas variopintas que se me daban una y otra vez hacían pensar que la palabra dada no se iba a cumplir. Poco después, la librería y editora salmantinas cerraron. Y yo me quedé compuesto y sin edición.
Bien es verdad que el frenazo, acompañado de reposo, ha hecho engordar el texto, enriqueciéndolo. Pero lo ha convertido en un segundón: otro texto con este mismo tema se nos ha puesto por delante con toda su frescura joven y bien parecida. Eponimón. El sorprendente origen de las palabras con nombre propio, de Javier del Hoyo, un texto documentado y de agradable lectura, que abarca asimismo los topónimos, nos ha ganado por la mano. Suerte para él. Espero, sin embargo, que mi trabajo se haga también su nicho de lectores o estudiosos. La disposición en forma de diccionario, la extensión a frases hechas con nombres propios, el breve estudio introductorio..., pueden añadir un interés distinto a la tarea. En todo caso, aquí está, modestamente, para lo que gusten.
Introducción
La Nueva gramática de la lengua española, de la RAE dedica bastante espacio a la consideración de los nombres propios de persona: de 3.6a hasta 3.6l repasa su comportamiento respecto del singular o del plural; en 12.7 se estudia su relación con los determinantes: y en 12.8e se entra en el tema de este estudio que empieza aquí, el paso del nombre propio a nombre común: "Se utilizan como nombres comunes los sustantivos que designan marcas de muy diversos productos: un Mercedes (en el sentido de ‘un coche de la marca Mercedes’), una Ducatti, un Rólex –los escribe con mayúscula, sin embargo-,
una coca-cola, etc. Este proceso de conversión de nombres propios en comunes se extiende a los que se refieren a premios (Recibió un óscar, un césar, dos goyas), y muy especialmente a los que denotan obras de arte, sobre todo pictóricas, identificadas por el nombre de su autor: ¿Quién viaja a Sidney, al otro lado del mundo, para admirar un Rubens, un Rembrandt, un Velázquez o un Picasso? Nadie. (Leguineche, Tierra). Todos estos procesos se consideran formas de METONIMIA, puesto que comportan recategorizaciones tales como ‘el nombre del autor por un ejemplar de su obra’; ‘el nombre de una marca por uno de sus productos, etc."
Sigue en el punto 12.8f: Se aplicó desde la antigüedad una variante del proceso metonímico que se acaba de describir a los nombres propios de persona que designan ARQUETIPOS HUMANOS.
Y pone los ejemplos de celestina, demóstenes, donjuán, lazarillo, magdalena, nerón, quijote, séneca, tartufo y jeremías. En estos casos, como en los ejemplos del párrafo anterior, sigue diciendo la Nueva Gramática, suele mantenerse en la conciencia lingüística de los hablantes el nombre propio que está en el origen de tales expresiones. Aun así, el origen de estos sustantivos se pierde progresivamente en la conciencia de muchos hablantes…
Y pone los ejemplos de mentor (Odisea y consejero de Telémaco) y mecenas (
Nombres de pila, apellidos, alias e hipocorísticos tienen también su pequeño rincón en el muy exhaustivo texto de la Real Academia.
Habíamos echado en falta en gramáticas anteriores esta atención a los antropónimos o nombres propios de persona, que, además de sus relaciones gramaticales, poseen una historia, unos flujos de moda y declive, su interpretación sociológica, etc.
El nombre propio de persona identifica a un individuo dentro de un grupo. Es la etiqueta o marca con que la sociedad denomina a un individuo y a la que este responde cuando se le llama. Esto, por definición, estaría reñido con la proliferación de un mismo nombre para designar a cientos o miles de individuos. Sin embargo, no es así. Reflexionando sobre este tema, dice Michel de Montaigne (como podríamos decir cualquiera de nosotros) : ...de los dos que tengo, uno es común a todo mi linaje, e incluso a otros […] En cuanto a mi otro nombre, pertenece a todo aquel que lo quiera adoptar
(Ensayos II, carta XVI, p. 356, Cátedra). En efecto, hay nombres que se repiten indefinidamente y, sin embargo, no dejan por ello de considerarse individualizadores. En nuestra sociedad española, María, Manuel, Teresa, Francisco, Luis, Carmen, Juan, Pedro…, son ejemplos de nombres que pululan en el entorno de cualquiera.
En apoyo de la individualización, a veces escasa, del nombre propio, vino el uso de los patronímicos: Rodríguez, Fernández, Sánchez, Pérez…, que, en origen, expresaban filiación: ‘hijo de’ Fernando, de Pedro…, pero, posteriormente, se consolidaron como apellidos, sin más; como los que denotaban oficio (Sastre, Panadero, Botero, Zapatero, Herrero, Carnicero, Alguacil, Alcalde…), o rasgos físicos, frecuentemente negativos: Feo, Cojo, Sordo, Gordo…: en todos los casos, (creo que se puede generalizar), perdieron su significado, quedando solo como marchamo familiar; de manera que nadie se ofende por llevar los apellidos Bobo, Malo, Ladrón, Verdugo o Bocanegra. (Es curioso que al cautivo de Don Quijote le choque esta misma costumbre entre los turcos: su amo es el Uchalí Fartax, que quiere decir, en lengua turquesca, el renegado tiñoso, porque lo era, y es costumbre entre los turcos ponerse nombre de alguna falta que tengan, o de alguna virtud que en ellos haya; y esto es porque no hay entre ellos sino cuatro apellidos de linajes, que descienden de la Casa Otomana, y los demás, como tengo dicho, toman nombre y apellido ya de las tachas del cuerpo y ya de las virtudes del ánimo
, I, cap. XL).
En España, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, en Francia, Gran Bretaña, Alemania…, los usos administrativos mantienen la presencia del doble patronímico, el paterno y el materno, aunque, a título individual, muchas personas tienen ya la costumbre de identificarse con uno solo, el paterno.
En la denominación de nuestros artistas ilustres, hay una tendencia mayoritaria a la forma con un solo apellido: Cervantes, Quevedo, Velázquez, Goya, Larra, Galdós, Machado, Baroja, Lorca, Dalí…, prescindiendo, en algunos casos, del primero o paterno (Pérez, García…), por ser menos identificador.
No hace mucho al caso de mi estudio la procedencia de los nombres, su acaso peculiar reparto por las distintas capas sociales, o por regiones, las distintas fuentes, según el momento histórico, que los inspiran, la lectura sociológica y aun filosófica que puede hacerse de todo ello, el moderno abandono de santorales y sacristías como fuente onomástica, las variaciones familiares de cada nombre, su adaptación a la edad y al estatus –el paso de Pepe a don José…
Hay estudios sobre el significado etimológico de los nombres de persona, cuando el nombre se aplicaba con toda intención, con la voluntad de expresar lo que se sentía ante el ser recién nacido, o lo que se esperaba de él: Teodoro, ‘regalo de dios’, Apolodoro, ‘obsequio de Apolo’, Epicuro. ‘el que socorre’, Sofía, ‘sabiduría’, Irene, ‘paz’, Diosdado o Adeodato, ‘dado por Dios’…; Alvaro, ‘todo prevenido’, Elvira, ‘alegre y rebosante de fuerza salvaje’, Rodrigo, ‘rico en fama’… O Félix, Bonifacio, Leticia, Gloria… Después, con la hegemonía vaticana, en especial tras el concilio de Trento en la mitad del s. XVI, fuertemente apoyada en las sutiles razones de la Inquisición, se instauró en régimen de ‘monocultivo’, el nombre cristiano ligado a la Biblia o al santoral. Así, hasta el siglo XX, en que todavía hemos conocido incluso sacristanes que te cortaban la iniciativa: ese nombre no se puede poner: no figura en el santoral
. Y se ponía a los hijos, sin rubor, nombres como Angustias, Nicodemo, Dolores, Martirio, Cruz, Celedonio, Atanasio o como quiera que fuese el santo del día o la virgen de nuestra devoción.
Hoy, la apuesta de la ciudadanía por la eliminación de tabúes e imposiciones, también ha alcanzado esta pequeña, pero significativa, parcela. Los nombres procedentes del cine y de narraciones fantásticas (Daenerys -de Juego de tronos- Laia. Rihana, Leia -de la última entrega de Star Wars-, Moana -mar, océano, en maorí, de la película de Disney sobre esa princesa guerrera del Pacífico...) , de la mitología pagana (Venus. Minerva, Fedra, Penélope,…), de la cultura anglosajona u oriental y hasta de los tabloides internacionales del corazón, conviven pacíficamente con los nombres cristianos más eufónicos y menos extravagantes que los que traía, implacable, cada día del calendario.
La recién publicada Ortografía de la lengua española dice que la elección del nombre de pila por simple eufonía, armonía gráfica o deseo de originalidad es, en realidad, una tendencia muy reciente
. Entre los motivados por originalidad –y yo creo que con escaso arraigo en España- cita "procedimientos como la formación de anagramas de nombres ya existentes (Airam, a partir de María; Noslen, a partir de Nelson), la unión de segmentos de los nombres de los progenitores (Alenia, de Alejandro y Tania; Hécsil, de Héctor y Silvia; Julimar, de Julio y María) o la fusión de varias palabras o de fragmentos de enunciados (Yotuel, unión de los pronombres yo, tú y él; Masiosare, fragmento de un verso del himno mejicano: Mas si osare un extraño enemigo profanar con su planta tu suelo)".
Es notable el vigor con que los vascos han reconquistado sus nombres autóctonos -no precisamente los de vírgenes, que no habían sido reprimidos en los tiempos de la dictadura-, tanto, que han trascendido Euskadi y han contagiado los usos del resto de España, por donde se oyen, con cierta frecuencia, nombres como Aitor, Ainhoa, Ainara, Izaskun, Pello…
Echando una somera ojeada histórica, guiado por el admirado maestro Rafael Lapesa, podemos observar que las oleadas invasoras, no solo pertrechadas de armas, fueron dejando en nuestra sociedad, como uno más de los elementos de su cultura, la presencia de unos determinados nombres de personas. Los romanos, en los siglos de dominio en Hispania, impusieron el latín como lengua dominante, crearon una administración al estilo romano y convirtieron Roma en el modelo que imitar. Llevar nombre romano –Marco, Publio, Tulio, Lucio, Cayo…- era timbre de cultura. Algunos de aquellos nombres los hicieron perdurables, hispanos ilustres como el emperador Trajano, el pensador Séneca y el escritor Lucano. A partir del siglo IV, cuando Constantino abraza la religión cristiana y esta abraza definitivamente el poder, viajará con las estructuras imperiales, por lo que a este trabajo respecta, toda una pléyade de nombres de la mitología bíblica, que sumados a la de la Iglesia naciente, coparán casi en exclusiva la onomástica de los hispanos hasta las fechas actuales.
Sin embargo, la mitología griega, cargada de dioses y héroes, así como su literatura nutricia, directamente o a través de los romanos, siempre ha estado presente en nuestra tradición más culta, como fuente inspiradora. De ella salieron los nombres de las estrellas (Por el nombre de las constelaciones remontábase el hombre al lenguaje de sus primeros mitos, permaneciéndole tan fiel que cuando aparecieron las gentes de Cristo no hallaron cabida en un cielo totalmente habitado por gentes paganas. Las estrellas habían sido dadas a Andrómeda y Perseo, a Hércules y Casiopea
, cuenta Alejo Carpentier en El siglo de las luces, cap. XLII) e, indirectamente, los nombres de los días: los nombres de los siete días de la semana se basaron en los nombres de los objetos celestes que en un principio se consideraron planetas: el Sol, la Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno
(La proporción áurea, p. 30-31, de Mario Livio).
Matizando un poco más: la invasión visigoda de la Península Ibérica, en el siglo V, la hacen pueblos germánicos ya muy latinizados: llevaban muchos años y muy variados intentos por erosionar y hacer caer el poderoso imperio mediterráneo. Pero admiraban su cultura superior. De hecho, cuando se establecen aquí, aceptan masivamente el latín, gran parte de la administración romana y se convierten al cristianismo. A pesar de ello, dejan importantes huellas en el léxico castellano, y también bastantes nombres de persona: Alfonso, Ildefonso, Rodrigo, Álvaro, Fernando, Elvira, Adolfo, Gonzalo, Ramiro…
La dominación árabe, de 711 a 1492, es muy peculiar. Aunque, puntualmente, entre científicos árabes, cristianos y judíos, se logra una buena comunicación, la fanatización religiosa popular, alimentada por las respectivas jerarquías dogmáticas cristiana e islámica, impide un trasvase cultural mayor del que se produjo, que no fue pequeño. Sin embargo, en esta cuestión de los nombres de persona, la Historia del español, de Lapesa, no registra ningún caso de penetración de nombre propio árabe en los hábitos cristianos. ¡Y mira que es importante y extenso el léxico árabe que ha enriquecido la lengua castellana! Pero de ahí, a bautizar a un cristiano o cristiana con el nombre de Alí, Aixa, Abdul, Fátima… (Ya en el siglo XX, con lo que ocurre en la Fátima portuguesa, la cosa cambia).
En el Renacimiento, en que se produce un brote entusiástico por el latín, más que volver a los nombres latinos, lo que se hace es dar forma latina a los nombres hispanos; Petrus, Antonius, Carolus… (Entiéndase este uso no como popular, sino solo en un ámbito intelectual, que ya entonces empieza a ser bastante más que monacal o eclesiástico). Sin olvidar Trento, que aprieta las tuercas (y los grilletes, y los cepos, y…), en que la Iglesia romana exige toda la atención y fidelidad, esgrimiendo las nada evangélicas armas de la persecución.
En el siglo XVIII, olvidada ya la hegemonía política española en Europa y, por tanto, pasada la etapa de nuestra influencia en el exterior, admiramos y reconocemos a Francia (entiéndase: las mentes abiertas, no las encastilladas en nacionalismos empecinados y bravucones), un espíritu inquieto, investigador, científico, que va a ser el fermento de cambios trascendentales. Hay un trabajo emblemático, la Enciclopedia, ambiciosa y honesta pretensión de depurar los conocimientos existentes, liberándolos de todo lo que no fuera estrictamente racional, es decir, delimitar lo que es ciencia, limpiándolo de creencias, mitos y supersticiones. Y ocurre también la cruenta conmoción de la Revolución Francesa, 1789. A partir de entonces, si el hombre puede ser fiel a los dictámenes de la ciencia, la evolución del mundo es imparable, aunque haya todavía fuerzas poderosas que luchen por mantener sus posiciones de privilegio. El Antiguo Régimen, con todo lo que eso significa y sugiere, presenta claros síntomas de hundirse definitivamente.
Por todo ello, Francia y su cultura, ejercen un poderoso tirón sobre una parte importante de la gente culta. (Feijoo habla de la casi necesidad
de conocer la lengua francesa: Sobre todo género de erudición se hallan hoy muy estimables libros escritos en idioma francés, que no pueden suplirse con otros, ni latinos ni españoles
, de temas -sigue diciendo- como historia, geografía, física experimental, historia de las ciencias…, Teatro Crítico, Paralelo entre las lenguas castellana y francesa). Al pueblo no llegan demasiado estos caros perfumes que vienen en formato de libros, entre otras razones, porque la mayor parte de la nobleza y de la Iglesia, es decir, del poder, se empeña en satanizar -ese recurso que siguen explotando con cierto éxito- lo francés, que huele a despertador de conciencias, a reparto equitativo y a final de privilegios. Por esto, simultáneamente, se desarrolla un sentimiento antifrancés, mezcla de ignorancia, miedo, vértigo y rechazo del cambio. No era, pues, buen momento para lucir en el nombre –Odile, Pascal, Noël…- una simpatía francesa que podía acarrear fácilmente animadversión en el propio entorno. Sí penetran en la lengua abundantes términos y expresiones franceses (tantos, que desencadenaron una cruzada purista: Luzán, Cadalso…), pero no en lo relativo a onomástica.
En el romántico siglo XIX, las oleadas de moda inglesa o alemana no llegaron a cuajar de forma importante en las costumbres españolas relativas a los nombres de persona, y continuaron predominando los usos tradicionales, que se adentran también en el siglo XX, hasta la llegada de la democracia en la segunda parte de los años 70 (con un paréntesis de proliferación sospechosa de Adolfos y Joseantonios, no precisamente salidos del santoral, en torno a los años 40 y 50).
Viene de antiguo, como puede observarse en el nomenclátor de los pueblos de España, el bautizar lugares con el nombre de algún personaje: Don Benito, Sanchotello, Garcinuño, Casas de Don Antonio… Así como existe la costumbre de homenajear a algunas personas aplicando su nombre a una calle, plaza, pasaje o similar; con lo cual, uno acaba viviendo nada menos que en Goya, 25, Velázquez, 42 o Padre Ellacuría, 27: cosas del pluriempleo del nombre propio de persona. (Pero también este asunto resulta ajeno a mi enfoque).
En el siglo XX, con más intensidad en su último tercio, aparece un uso intensivo de la onomástica aplicada a objetos: vehículos, vestidos, perfumes, joyas…, y hasta superficies comerciales, son denominados con el nombre o apellido de su creador o propietario. Un bentley, un rolls, un chanel, un dior, un cartier, traje armani, un hermes, unos ferragano, unos manolos, un vuitton, unos levis… son nombres comunes que pululan en determinadas conversaciones, frecuentemente, connotando exclusividad, prestigio, exquisitez…, en esta sociedad de apariencias y fetiches; el leclerc o el eroski, un renault, un ford, una miele, un corberó…, en el coloquio más popular y llano. El fenómeno parece corresponderse con lo que, en el campo de la tecnología productiva, se llama fabricación en serie y, en la costura, el prêt-à-porter
, métodos masivos de divulgación de productos, hasta hacía poco al alcance de una minoría. El tiempo seleccionará los duraderos, si es que no son todos nombres ocasionales de usar y tirar. Incorporaré a mi lista los que van arraigando y presentan trazas de permanencia, aunque la Real Academia de la Lengua no les haya dado el visto bueno.
Los historiadores del siglo XX (en realidad, continuadores de un uso con larga tradición) mostraron muy bien la flexibilidad del nombre propio de persona (antes, casi reducido al nombre del rey: fernandino, isabelino…) para definir situaciones políticas, estados de conciencia colectiva, sistemas de pensamiento…, ligados a algún personaje relevante: macartismo, gaullismo, estalinismo, hitleriano, franquista, keynesiano… Luego, la lengua periodística, con la urgencia y plasticidad que la caracteriza, ha adoptado el recurso aun con nombres de personajes muy fungibles y pasajeros: "España en peligro de berlusconización", hemos leído hace poco en un artículo periodístico de Carlos Carnicero.
Vamos entrando en materia. La frecuente presencia, en el coloquio diario, de nombres propios de persona sin un referente real definido, hace tiempo que picó mi curiosidad lingüística: ya vendrá el tío Paco con la rebaja; ¿dónde va Vicente? Donde va la gente; pisa el freno, Magdaleno; ponerse como el Quico; como Pedro por su casa… O, incluso, en casos en los que se alude a un personaje real, más o menos fantaseado o deformado por la imaginación popular: tenerlos como el caballo de Espartero, ponérselas como a Fernando VII (también se dice como a Felipe II), ser más listo que el Tostado, el huevo de Colón…
De aquí, pasé a observar la gran cantidad de términos, tanto del lenguaje coloquial como del técnico y científico, relacionados con un nombre propio de persona real o ficticia, humana o divina, -técnicamente, epónimos- por lo que decidí ampliar mi observación a este otro comportamiento de la onomástica: nombres propios que devienen en comunes –vatio, onanismo, arrianismo, baremo…-, o que, continuando como propios, pasan de denominar personas a denominar otro tipo de seres -Júpiter, Venus, Saturno…, planetas-, o que acompañan a un nombre genérico y lo especifican –tarta san Marcos, trompa de Fallopio, ley