Elías Hoisoi
Por Celso Román y Marta Calderón
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Elías Hoisoi - Celso Román
Elías va a la selva
«Nací en Bogotá, en una casa de madera llena
de árboles, gallinas y otros animales.
En ese medio me sentí el Rey de la Selva»
alekos, en «Cúcuru-Mácara»
Elías Hoisoi a veces encuentra la selva y todos sus habitantes en medio de la gran ciudad.
Él quisiera vivir en una de esas casas que, a pesar de estar en un barrio, parecen casas campesinas, porque tienen abuelos que aman las plantas, las riegan, deshierban los canteros, podan las enredaderas y hablan a las flores:
—Cómo está hoy de linda mi begonia, qué bella amaneció la rosa, qué perfumada la azalea…
El amor no solo florece, sino que da frutos en esos patios.
Por eso los abuelos siempre tienen algo para ofrecer a los nietos: el durazno o la naranja, el dulce de mora o el almíbar de papayuela, el jugo de curuba o el néctar de la guanábana.
En medio de los árboles los niños se pierden en la penumbra selvática.
Allí conviven el misterio y la aventura, los alacranes de tijereta en la cola y los insectos prehistóricos, pequeñitos y acorazados, que habitan en lo profundo de los helechos y debajo de las materas, entre las galerías de las lombrices.
Pero Elías Hoisoi no tiene ni una casa, ni un abuelo, ni un patio sombreado.
Vive en arriendo en una casa desnuda de árboles, sin enredaderas en las paredes ni prados en el frente.
Lo más cercano a la naturaleza verde es el domingo, cuando ejerce, aún con la piyama puesta, el noble oficio de la jardinería.
Tiene materas de barro cocido y en ellas las plantas raquíticas que cada ocho días anima con la imaginación convirtiéndolas en bosques al alcance de la mano.
Por eso cada vez que puede, recorre las calles de su ciudad a la hora del descanso después del almuerzo, o a las cinco, al salir del trabajo y… mira.
Mira con mucha atención el mundo que lo rodea, o tal vez, más que mirar, Elías Hoisoi busca con curiosidad el paisaje dentro de la ciudad.
Selecciona el mundo verde dentro del universo de ladrillo y cemento: se maravilla con una azotea de la que sobresalen geranios desgreñados, rojas flores de novios tiznadas por el hollín y uno que otro arbolito raquítico, disminuido por la vida en las alturas.
Imagina pájaros allá arriba, el agradable despertar en una casa llena de plantas, de hojas aperladas por el rocío, abigarrada como un pequeño bosque.
«Tal vez en esa esquina del techo donde se asoma una malla tengan un palomar, y un enamorado envía mensajes a su amada con el sol de la mañana y con el sol de la tarde…
»O tal vez tienen conejos que en las noches de luna corretean por las azoteas perseguidos por los gatos que merodean como tigres por los alares…
»O de pronto allá vive un ermitaño que tiene una huerta hidropónica y vive como un astronauta náufrago, arriba de la ciudad, bajo la noche espacial…».
Todo esto piensa Elías mientras recorre la ciudad soñándola a su manera.
Le parece que sería lindo que se levantaran árboles en las rajaduras del piso, entre las losas de cemento, en las rajaduras y junturas de calles y andenes donde ahora asoma una brizna verde.
Les daría una oportunidad a las raíces poderosas para que con su paciencia de siglos desguazaran la ciudad, le abrieran campo y le dieran apoyo a las enredaderas, a los bejucos y las lianas que cubrieran la ciudad poco a poco con un manto verde de vida.
Ciudad devorada por la manigua hasta el fin, hasta que la metrópoli se convirtiera en una Tikal maya o en una Buritaca tairona, arropadas por la selva y la neblina y el canto de los pájaros y el rugido de las fieras…
Y él, Elías Hoisoi, estaría allí parado en medio de la floresta.
Ya no sería nunca más auxiliar segundo de Contabilidad de la División de Presupuesto.
Sería un aborigen como su requetetatarabuelo Curripaco, y tendría los ojos puestos en el salto de un quetzal de cola larguísima, verde como una esmeralda deshaciéndose, que vuela de esa rama a esa piedra, en la misma ruta por donde ahora de esa ventana a esa cornisa vuela una de esas sucias, tiznadas, piojosas palomas callejeras.
Elías Hoisoi está parado allí en ese lugar mágico donde el tiempo no corre porque le pertenece, y no hay relojes, y no significa nada el paso de los siglos.
Por eso en vez de ese perro de orejas caídas y cobarde rabo entre las piernas, que hurga miedoso entre las bolsas de basura, hay un jaguar.
Nota la presencia de Elías y se queda mirándolo a los ojos, con fijeza, como se miran los dioses.
Pasa orgulloso exhibiendo la moteada piel, las anchas manos, y el poderoso cuello. Continúa su camino con la tranquilidad de un rey en sus dominios y se pierde entre las sombras del follaje, difuminándose entre las monedas de luz que dejan filtrar las altas copas de los árboles.
Y a lo lejos, hacia el centro de la ciudad, el pito de los carros es el grito de las bandadas de guacamayas que vuelan como las coloridas banderas de la vida contra el verde fondo del ramaje.
La sirena de una ambulancia es el gemido de la terrible Patasola, que huye por las cañadas llorando su desgracia y aterrorizando a quienes le profanan su selva.
Los campanazos de los apresurados bomberos son el ¡ayayayyyy…! del Hojarasquín del monte, enorme y con la piel cubierta de lianas, orquídeas y bromelias, capaz de paralizar del miedo a quienes cortan los árboles.
Los hombres de la empresa del acueducto son los barbados Mohanes, protectores del río; el ladronzuelo callejero es el maligno Curupira a quien se debe despistar tejiendo un complicado nudo con la fibra de la palma canangucha, pues mientras trata de deshacerlo se olvida de la víctima que persigue.
Alrededor de Elías está toda la magia, todo el secreto palpitar de la manigua misteriosa que él ama porque la sabe parte de sí mismo.
El tráfago de la capital, el ronco rumor metropolitano allá lejos, a muchas cuadras a sus espaldas, es una catarata intensa, interminable, vaporosa, que eleva su neblina en medio del vuelo de las águilas magníficas que se acercan dibujando círculos en el cielo hasta que descubren a Elías Hoisoi allí parado