Del vodka hecho con moras
Por Ana Arzoumanian
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Soy la discordia, el distanciamiento, la hostilidad. El encarnizado, el declarado; el que lo es con propósito fijo de ellos de oponerse a mí y destrozarme.
Yo, para ellos: el enemigo. Por eso te convierten en camella, te soplan con una caña una piedrita para que, en su larga travesía interna, la piedra te produzca un temblor y no quedes preñada.
Un enemigo con hijos es la duplicación del enemigo.
Si no pueden secarme, guardan piedras adentro para hacer de este lugar un desierto. Así la pregunta ya no sería cuánto valen las tierras, sino, cómo se mide la arena. Partículas fosilizadas moviéndose por el aire, éxodos.
Pongo mi cabeza sobre tu vientre, escucho.
En la guerra hay que tener buen oído. Decime cuánto me querés, me decías. Y yo escuchando la piedra que aniquilaba el fuego me convierto en volcán. Un volcán que busca a la hembra del camello. La empujo con mi mano de cráter, con materia ígnea, placas, aguas termales, nubes ardientes que al enfriarse pueden sepultar ciudades enteras.
La arena, el éxodo, el volcán, un cráter que ciñe el cinturón en los bordes de tu cuerpo borrando todo temblor, te destruyen.
Entonces se borra.
Se borra la frase que pregunta cuánto valen nuestras tierras.
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Del vodka hecho con moras - Ana Arzoumanian
Ana Arzoumanian
Del vodka hecho con moras
Colección El Aura
dirigida por Eduardo Álvarez Tuñón
y Mario Sampaolesi
Imagen de tapa: intervención sobre foto gentileza de Rubén Mangasaryan. Serie: Por el camino hacia la independencia
.
Foto de solapa: Silvina Báez
©Libros del Zorzal, 2015
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la Ley 11.723
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para aquel que acampa en la montaña profunda,
quien no intercambia, sino que marca mi cuerpo que es de tierra
"para él, me dijo, la patria era
-que yo beba el café de mi madre y que vuelva por la noche"
Mahmud Darwish.
Un soldado que sueña con lirios blancos
que los dedos de la recolección se manchan
Sandro Barrella
No se podía matar a alguien que dormía. Antes había que despertarlo.
Ese que ven allí soy yo. Ese con el pantalón meado. Ese en la frontera. Tirado en la frontera, una bala y el pantalón meado. Yo.
¿Estoy en Europa o en Asia? En una casi isla formada en épocas remotas. Una extensión continua de tierra. Una barrera coralina que apareció a medida que el volcán fue hundiéndose. Aquel sitio que los árabes han dado en llamar la montaña de las lenguas. Estoy en Lachin, en Kelbajar, en Kubatly; laderas que alguna vez pertenecieron al Kurdistán rojo.
Iosif Jugashvili, el georgiano más ruso, el hierro más georgiano dibujó el mapa donde ahora estoy tirado; puso nuevos nombres. Los escribió con el esfuerzo congelado de Siberia.
Cómo te explico dónde estoy con una frase que equivalga exactamente en significado a la palabra que designa. Una palabra ya como tenga que ser, y no sujeta a cambios. La redacción definitiva de un documento. Una constatación.
Aquí todo habla. Los caminos, el puente, los monumentos, las alfombras, los cinturones y las mantas adornadas por las mujeres. Decisivo, firme, irreversible el pagaré de gemido que el vendedor me ha entregado. La perpetua dependencia, el derecho de seguimiento sobre la tierra y las personas.
Lachin, Kelbajar, Kubatly (antes del Kurdistán rojo) como el pago constante de hombre a mujer, de mujer a hombre, a cambio de sexo.
Definitivo.
Mi cuerpo.
Punto de una cosa tras la cual ya no hay más.
Final.
Mi cuerpo, definitivamente; aquí.
Te veo llegando. Hiciste escala en el aeropuerto de Praga. Te hablaban en checo. En checo el anuncio de las puertas de abordaje, el nombre del hotel de pasajeros en luces de neón en el mismo pasillo de la terminal con un nombre en checo que no entendías, pero que indicaba que podías descansar o lamer a algún checo antes de llegar. Iosif Jugashvili hacía rato había muerto, pero todo el lugar mantenía el gusto soviético del hombre de hierro georgiano.
Te sacaste los zapatos, te revisaron el bolso. Subiste al avión. Destino: Ereván.
Destino. Ereván.
¿Estás en Europa o en Asia?
Viste las señas de amistad de los pueblos estalinistas apenas cruzaste los puestos de control de la aduana. Carteles en armenio y, de pronto, el alfabeto cirílico en forma de palabras, huellas medievales de los eslavos del este.
Una cosa en lugar de otra. Luego de la muerte de Stalin las estatuas que lo recordaban en Tbilisi y en Ereván fueron reemplazadas por la Madre Georgia y la Madre Armenia.
El cuerpo de la Nación. Las marcas de la patria en tu cara. Cuando avanzabas por las calles en tu camino hacia el hotel, comenzaste a mirar los rostros. Observar si tus ojos o tus labios o el ancho de tu frente. Comprobar las marcas de la nación. Pero no. Tus rasgos, como una alfombra que se golpea para quitarle el polvo, habrían sido sacudidos por Oriente. Estos rostros pertenecían a otro lugar. Transcaucasia. Cáucaso Sur.
¿Estamos en Europa o en Asia?
La militarización. Los refugiados. Los cuatro años de guerra y el débil cese de fuego. Las minas antipersonales y un punto de contacto de quinientos metros. Extendido, yo soy la primera región disidente.
Para responder a la pregunta quién. ¿Quién estuvo aquí primero? Toda la Unión Soviética cayó en bloque. Camino al hotel, la luz de la ciudad, esa misma luz caliente que le había hecho decir al poeta que el arquitecto de Ereván había visto una ciudad soleada, brilló en tus ojos como una caída.
Una violación acerca de los límites.
Siempre es acerca de los límites.
El sistema cae. Huelgas. El voto público que no apoyaba a Moscú y el traslado de Stepanakert a la Armenia Soviética. El Politburó se niega.
Un desfile de soberanías.
Fue ese día que me despertaron los revolucionarios. Porque antes de matarme había que salir del sueño. Y yo salí con la historia de unos héroes que ahora tenían mi cara.
Sumgait.
Febrero, 1988. Ataques. Linchamientos multitudinarios. Devastación.
¿Quién empezó primero en el jardín negro de las montañas?
Cuatro años de guerra y un territorio completamente rodeado por tierras extranjeras. Enclavado dentro de otro como fragmento. Suelto.
¿Has visto alguna vez un jardín en cuyo interior reine la oscuridad?
Si extiendo mi brazo muerto tocaría con mi mano la lengua de otra nación.
Tu hotel estaba en la calle Abovian. Te sorprendió que la ciudad fuera cruzada por esta avenida que, justamente, llevaba el nombre de un escritor. Pensaste que una ciudad que tuviera a un escritor en su avenida principal tendría que ver con vos. Y ahora que yo estoy aquí tirado, no puedo contarte que quizás tanta semejanza no estuviera en la literatura, ni en el idioma. Que vos y él se reconocerían por haber desaparecido.
Una mañana, el escritor de la primera novela moderna armenia, sale a dar un paseo. No regresa.
Arrestado o quemado. Por los persas o por los turcos. Enviado a los campos de trabajo por los rusos. O en barricadas de la primavera de los pueblos, la ola revolucionaria europea.
No volvió aquel que ayudó a realizar la primera expedición en llegar al Monte Ararat. No regresó ése que había obtenido apoyo de Nicolás I y se había unido al profesor de filosofía natural de Estonia. El profesor y Abovian bajaron del monte. Pero la guerra necesita de la sorpresa. Hay algo que debés hacer antes. Tenés que hacerlo antes de que ellos lo imaginen.
No regresó.
Entraste a un supermercado en la esquina del hotel para cambiar dinero. Dólares por trams. En una especie de garita, un muchacho hablaba en ruso con otro, contaba los billetes. En las góndolas del fondo, una pared llena de botellas de vodka y la cajera que te miraba mientras tarareaba la canción rusa que pasaban en la radio.
Yo aprendí de a poco la mímica de los rebeldes. La forma de sentarse. Las palmadas en la espalda. El ballet bien meditado de la revolución. Así, las mujeres con unos pañuelos en la cabeza los días de misa y los hombres con sus ropas ajustadas marcando la delgadez de los hombros. Aprendimos a no ser más parte de un imperio. Nos achicamos. Cuando nos hicimos pequeños, se despertó en nosotros a un gigante dormido.
Pero acá vivimos como asiáticos. Asiáticos en un país pequeño que quería volver a dibujar sus mapas. Como un amputado que aún sueña con su miembro perdido, nosotros todavía sentíamos la extensión. ¿Cómo habituarse a retroceder la línea de frontera? Cómo olvidarse que cuando salíamos, antes, antes, antes, éramos los ciudadanos del imperio más temido.
Pensamos, una manera de vencer esta pequeñez, podría ser la destrucción de edificios. Utilizar los edificios como armas, construir una ciudad con calles para que pasen los tanques.
Fuimos la primera república de la era soviética, de cuando éramos grandes, en elegir un gobierno no comunista.
Los criminales suelen ser patriotas ilustres. Y la guerra es un buen lugar para criminales. Tanques. Artillería. Aviones. Khojali. ¿Fuimos víctimas aún ahí?
Entraste al hotel. Pediste una habitación que ya habías reservado. Subiste con la valija, la habitación te pareció pequeña. Pediste cambiarla por una más grande; ofreciste pagar por la diferencia. No es cuestión de dinero, te dijeron los hijos de la reconstrucción, de la apertura, la transparencia. Los hijos de la perestroika ya no usan uniformes, o eso creen. Los que habían escuchado las historias de los padres de Yeltsin en el gulag, te dijeron no. No es cuestión de dinero. Te dijeron que ese cuarto para vos sola; que ese cuadrado con una ventana y un baño, para vos sola, alcanzaba.
¿Cuánta tierra se necesita para poder nombrarse? Sólo las tumbas ya no piden, y llevan un nombre. Una habitación chica como este país chico por el que yo levanté las armas.
Te vi.
Yo daba unas conferencias en ese hotel acerca del uso militar de las traducciones. Analizaba años de historia de literatura armenia, desde el primer esbozo con la creación del alfabeto y la traducción de la biblia; de cómo la lengua construyó el ejército.
Te vi.
Escuché la manera en que pronunciabas las letras tensadas en tu garganta.
Quise acariciarte la línea que va de la nariz hacia la frente como lo hubiera hecho con los hijos que no tuve. Y no sé qué impulso me llevó a querer que tragaras una a una las letras de mi semen.
Un pez nocturno flotando sobre los corales. Oleaje reluciente de peces voladores saltando encima del agua. La irradiación que dejan. Aquí. Durante. Su vacío vertical. Blanda, la Unión Soviética se desintegró, descendiendo. Un deslizadero de carne.
Se necesitó coraje, olvidarnos de nosotros mismos en ese despeñadero para construir una nueva residencia. Eso que nos excedía colmarlo con nuevos gestos; volver a excitar el asco. Puse las manos. Veinte dedos en círculo. Trepar por la montaña en un asidero de estrella de mar. Las manos apretaban la roca; el sexo, paralelo a las laderas. Yo, un útero elástico no vivía sino como resto de separaciones. Veinte dedos. Denso, dilatado, absorbía antílopes ahí donde las manos recordaban.
Un resto de todas las separaciones captaba en masa a ex combatientes. Las águilas y los buitres, esas bestias que nos habitaban recibían el mensaje de Moscú: obedeced. Joziain, el señor de la casa, el jefe, distribuía el tráfico de recuerdos. Cascos, bayonetas, fusiles. El estremecimiento de la cacería. Eso era el coraje, ante la desintegración, el encanto del crecimiento, un narcótico que multiplicaba nuestras posiciones a voluntad.
Una parte de mí realizaba la acción, y otra la miraba.
Un cuántos azeríes has matado se repetía entre las edificaciones, las instalaciones militares, las tierras labradas. Bastante para garantizar que ellos no nos mataran: la respuesta en un balancín, una cuna, un caballo o una mecedora. Una respuesta en giros. Una respuesta agazapada vuelve virgen a la niña nacida en Judea. Una respuesta mimosa del saludo de la hijastra de Herodes. Una respuesta de velos a fundición desnudando lo que ocurrió y lo que pareció ocurrir.
Una isla dentro de una isla.
Veinte dedos en círculo, un asidero de estrella de mar apretando la roca. Y las aguas fosforescentes. Y los peces luminosos.
¿Has visto alguna vez un parto de hombre? Yo, pariendo en la montaña ahí